La Eternidad Del Instante

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La eternidad del instante.

La obra de Velázquez vista por Ortega y Gasset

Lydia Schmuck
Universidad de Basilea

«He aquí lo que para mí significa hacer del retrato principio de la


pintura. Este hombre retrata el hombre y el cántaro, retrata la forma,
retrata la actitud, retrata el acontecimiento, esto es, el instante».
(Ortega y Gasset 1965: 487)

Aunque la bibliografía sobre la obra de Velázquez es inmensa,


resulta sorprendente que casi no existan estudios referentes a las refle-
xiones de Ortega y Gasset sobre la obra de Velázquez. En sus escritos
acerca del pintor, el filósofo español elabora la teoría de que la verdadera
innovación en la obra de Velázquez, con la que nace una pintura española
autárquica, es el «fantasma». Objetivo de este trabajo es comprobar esta
teoría a través del análisis de lo fantasmagórico en tres obras ejemplares
de Velázquez, los cuales son Cristo de visita en casa de Marta y María,
La fragua de Vulcano y Las Meninas.

1. Las cuatro tesis de arte según Ortega y Gasset


Necesidad de integrar cada objeto artístico en su «todo» de realidad
En su «Introducción a Velázquez», Ortega y Gasset (1965: 457-
653) formula cuatro tesis, doctrinas principales del arte que forman,
según él, la base para entender la pintura de Velázquez. La primera tesis
consiste en la constatación que cada «hecho humano concreto» (583), sea
pintura, escritura o acción, es mero fragmento de la realidad entera. Por
eso, es necesario integrarlo en su «todo» (583) de realidad humana para
entenderlo e interpretarlo. Este «todo» se parece a un organismo comple-
to, a una entidad que se basta a sí misma para vivir. Para el entendimiento
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de un hecho humano hace falta descubrir en cada caso la realidad


autárquica a la cual pertenece.
Ortega y Gasset declara que los grandes errores científicos resultan
de la referencia de los hechos humanos a una realidad distinta que a su
vez no es un organismo completo, sino un mero fragmento también:
serían «errores de anatomía» (583).

Inexistencia de una «pintura española» autárquica hasta finales del


siglo XVIII
La segunda tesis formulada por Ortega y Gasset es el resultado de
la aplicación de la primera. La pintura española no puede ser entendida
sobre el fondo de una supuesta realidad histórica independiente. Ortega y
Gasset declara que hasta finales del siglo XVIII no existe una «pintura
española» autárquica como realidad propia, como no existe una pintura
francesa, alemana o inglesa independiente. En Occidente no ha existido
otra realidad sustantiva que la pintura italiana que forma un «gigantesco
continente pictórico» (583) del que salen todas las demás escuelas euro-
peas como «regiones o provincias» (583). La pintura flamenca representa
la única excepción: Ortega y Gasset la compara a una isla junto a ese
continente de la pintura italiana, la única realidad bastante autárquica por-
que es la única que nace de sí misma. No obstante, a partir del siglo XVI
también empieza a ser absorbida por la italiana. Los pintores flamencos
comienzan a estudiar en Italia, como lo hacen los demás pintores euro-
peos y, por tanto, pierden su independencia pictórica. Sin embargo, no
solamente la pintura italiana influye en la flamenca, sino también al
revés1. Ortega y Gasset llega a la conclusión de que desde comienzos del
siglo XVI no hay otra pintura autárquica que la pintura italiana (cf.
583s.).

El desarrollo de la pintura italiana como proceso normal


En la tercera tesis, Ortega y Gasset describe el proceso de evolu-
ción artística provocado por la pintura italiana como proceso normal en
cada orden de cultura. Según él, este proceso se caracteriza a través de
dos atributos principales.
La primera característica es que los principios que van a predomi-

1 Ortega y Gasset da el ejemplo del invento técnico de la pintura al óleo que la pintura
flamenca transmite a la pintura italiana.
La obra de Velázquez vista por Ortega y Gasset 143

nar en el área a la cual se extiende el proceso evolutivo, se inventan en el


territorio que luego va surgir como centro (584). De este centro, princi-
pios e inspiraciones se van extendiendo por todo el dominio hasta, por
último, llegar a la extrema periferia. Con frecuencia, esas tierras corres-
ponden a límites geográficos, por lo cual el florecimiento cultural de la
periferia es siempre tardío. Cuando un territorio que es límite de una área
cultural, al mismo tiempo es frontera de otra área cultural, Ortega y
Gasset habla de una «cultura fronteriza» (585).
La segunda característica es complemento de la primera. Los
principios culturales inventados en el centro de una área cultural van
modificándose durante la extensión. En la periferia se desenvuelven otras
formas, nuevas aplicaciones de los principios originarios del centro (585).
Aunque en el centro haya mayor desarrollo, es en la periferia donde se
produce un «brote magnífico» de nuevas formas. Si la pintura italiana
forma el centro, la pintura española resulta ser su «finis terrae»:
La pintura española es, claro está, española, pero por lo mismo y por su
fortuna la pintura española pertenece al inmenso continente de la pintura
italiana, es de ella, en cierto modo, la fase terminal (585).
Además, la pintura española, como frontera de otra área cultural, la
pintura francesa, tiene características de una «cultura fronteriza».

El arte como «des-realización»


El cuadro, según Ortega y Gasset, se compone de dos elementos
distintos. Por un lado, existen «formas naturales» u «objetivas» (570). Se
trata de formas en que se reconocen objetos o personas. Son éstas las
formas que corresponden a la realidad física o, por lo menos, tienen su
base en ella. Por otro lado, el cuadro consiste en «formas artísticas» o
«estilísticas» (570; 587) que no reproducen nada, sino son formas sobre-
puestas a las formas objetivas para ordenarlas y representarlas en el
cuadro. Como son formas vacías, Ortega y Gasset las llama también for-
mas «formales» (570, [la cursiva es del original]). El agrupamiento de las
figuras sigue líneas arquitectónicas más o menos geométricas. Así, las
formas naturales son sometidas a las formas formales (570s.). Por consi-
guiente, la evolución de un arte pictórico consiste en la lucha permanente
entre una y otra forma.
Ortega y Gasset describe el cuadro como «combinación de una
representación y un formalismo» (570), correspondiendo el formalismo al
estilo. Lo que hace de un cuadro una creación artística es lo que tiene de
estilización. El arte, por lo tanto, no es algo que esté fuera del cuadro,
sino el estilo que en él se expresa (585s.):
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El arte no tendría sentido si consistiese en mera reproducción de las


cosas reales en medio de las cuales, antes del arte, está ya instalado el
hombre, oprimido por ellas, náufrago entre ellas (586).
Ortega y Gasset no ve ningún sentido en un arte que no es nada
más que mera reduplicación de la realidad en la que falta la «realidad
toda» (586). Siendo el mundo real tan grande, metafísicamente es sólo un
fragmento que no dispone de sentido propio y por eso nos obliga a
buscarlo. A este «trozo que le falta, que nunca está ahí, que es el eterno
ausente» (586), Ortega y Gasset lo llama «Dios: el Dios escondido, Deus
absconditus» (586). El arte siempre escamotea la realidad y la transmuta
en otra cosa. Así, es esencialmente «prestidigitación sublime», «genial
transformismo», o más bien, «des-realización» (586). Las formas objeti-
vas son deformadas (artísticamente) por las formas formales. En conse-
cuencia, el estilo sería la técnica para esa «des-realización» que se da en
diversos (hasta contradictorios) modos, varios estilos:
Merced a las formas de los objetos, que son recognoscibles [sic], enten-
demos el cuadro; merced a las formas de estilo gozamos estéticamente
de él (586).
El «drama interno del cuadro» (587) que se da en toda obra de arte
resulta del antagonismo entre materia y estilo: anhelamos y buscamos en
el cuadro su forma estilística, pero, si la recibiéramos aislada, no nos
satisfaría. Necesitamos objetos reales para gozar estéticamente de un
cuadro2.
No obstante, cosas o personas a veces pueden parecerse a triángu-
los o pirámides, a una forma que no corresponde a su forma real: «divina
y permanente metamorfosis» en la que todo arte consiste. De esa
característica del arte resulta, al mismo tiempo, su potencia de libertar a
cada cosa del «confinamiento inexorable en la limitación de su destino»
(587). El arte ofrece la posibilidad de que cosas o personas se evadan de
su condición real. Aunque las formas formales o estilísticas («forma»)
tengan la capacidad de liberar las cosas de su condición real, necesitan de
las formas objetivas («materia») para ser entendidas. Como es la «forma»
que corresponde a la liberación, se pide cada vez más «forma» y menos
«materia». En consecuencia, se intensifica el «drama interno» del cuadro
que se interesa más por la «forma» y menos por la «materia». El artista se
exaspera en el esfuerzo de que los objetos sean más de lo que son en
realidad, y predominan cada vez más las puras formas estilísticas o la
estilización de las cosas. Si ese proceso continúa, según Ortega y Gasset,

2 Ortega y Gasset (1965: 587) lo ejemplifica a través de Leonardo que ordena sus
formas de manera que constituyan un triángulo o una pirámide. Si fuese solamente un
triángulo o una pirámide, no nos conmovería nada.
La obra de Velázquez vista por Ortega y Gasset 145

llegará un momento en que el arte apenas conservará nada de


representación, sino será casi puro estilismo: no consistirá en «materia» y
«forma», sino en pura «forma». Tal sería la muerte del arte, después de la
cual se tendría que empezar de nuevo3.

2. La realidad como «fantasma» en la obra de Velázquez


La obra de Velázquez, según Ortega y Gasset, representa una
«rebelión contra la belleza» (619) que habían producido los tres siglos
anteriores a la época de Velázquez. Los artistas no pintaban los objetos
como son, sino como debían de ser, en su perfección. Por el placer de lo
bello, «sentimiento místico» (619) del hombre, porque le pone en
presencia de lo transcendente4, predominaban las «formas formales»
sobre las «formas naturales» en las obras artísticas. El arte contempo-
ránea de Velázquez, por lo tanto, desembocó en manierismo que Ortega y
Gasset había identificado con la muerte del arte que provoca un nuevo
comienzo. El cansancio de la belleza lleva a los artistas a volverse de
nuevo hacia el objeto real porque quieren «enfrentarse dramáticamente
con lo real» (624). Nace un nuevo estilo de arte – el realismo y, también,
el naturalismo (cf. 620). Esta «rebelión», así la tesis de Ortega y Gasset,
llega a un extremo en la obra de Velázquez que para él es un «pintor
maravilloso de la fealdad» (624). No obstante, la negación de la belleza
Velázquez la tiene en común con todos los demás pintores realistas y
naturalistas, no es un elemento innovador, ni hace nacer un arte español.
Ortega y Gasset imagina que, al surgir del realismo, Velázquez
«vio con radical claridad la situación y debió en su interior exclamar con
irrevocable decisión: '¡La belleza ha muerto! ¡Viva lo demás!'» (476).
Velázquez descubrió que la realidad nunca está completa, al contrario del
mito que siempre está acabado (479)5. Mientras que los pintores contem-
poráneos (realistas) para representar la realidad se esfuerzan pintar de-
talladamente y con toda exactitud posible, Velázquez sigue una vía
opuesta. Se da cuenta de que la propia realidad en el proceso de trans-
lación al cuadro, es transformada en irreal. En consecuencia, para evitar
una tal transformación, elimina la representación de los objetos. El re-

3 «Todo arte, señores, muere de estilismo, y viceversa, cuando veamos que un arte
llega a consistir en mero estilo, podemos anunciar su próxima defunción. Después de
esto tiene que comenzar de nuevo: el estilo de su evolución originaria ha terminado»
(587).
4 «El mundo de las cosas bellas es otro mundo que el real, y el hombre, al contem-
plarlo, se siente fuera de este mundo, extáticamente transportado al otro» (619).
5 Para la idea del mito, véase también Ortega y Gasset (1961).
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sultado es una imagen completamente visual, a la cual Ortega y Gasset


llama «fantasma», «prototipo de lo irreal» (477), o sea, una «imagen
puramente visual, que tocada no ofrecería resistencia a nuestra [sic]
manos» (477). Velázquez, en vez de intentar pintar la realidad entera,
representa en sus cuadros solamente aquellos elementos de la realidad
que son necesarios para la producción de la aparición, del fantasma. El
resultado es una paradoja:
Velázquez no pinta nada que no esté en el objeto cotidiano, en esa reali-
dad que llena nuestra vida; es por tanto, realista. Pero de esa realidad
pinta solo unos cuantos elementos: lo estrictamente necesario para pro-
ducir su fantasma, lo que tiene de pura entidad visual. [...] Nadie, en
efecto, ha pintado un objeto con menos número de pinceladas.
Velázquez es, pues, irrealista (477).
Ortega y Gasset compara a Velázquez con Descartes: como éste
reduce el pensamiento a racionalidad, Velázquez reduce la realidad a la
visualidad (cf. 484). La característica del realismo de Velázquez es que
pinta solamente una dimensión de la realidad que es la apariencia, la
«realidad apareciendo» (478) en un cierto momento y fijando el instante6.
La pintura de Velázquez, en consecuencia, corresponde, hasta cierto pun-
to, a la fotografía (cf. 487). Mientras que los pintores contemporáneos
pintan el movimiento, fenómeno que pertenece a muchos instantes que no
se juntan en uno solo, Velázquez consigue huir de lo temporal pintando el
tiempo mismo, es decir, el instante y, de esta manera, crea en sus cuadros
una cierta inmunidad al tiempo (cf. 487). Ortega y Gasset dice:
He aquí lo que para mí significa hacer del retrato principio de la pintura.
Este hombre retrata el hombre y el cántaro, retrata la forma, retrata la
actitud, retrata el acontecimiento, esto es, el instante (487).
Este realismo fantasmagórico de Velázquez es un elemento nuevo
en toda la historia del arte europeo y, por consiguiente, la hora del naci-
miento de un arte español. Los cuadros de Velázquez son «documentos
de una exactitud extrema, de un verismo insuperable, pero a la vez son
fauna fantasmagórica» (477). Para verificar la tesis de Ortega y Gasset de
un realismo fantasmagórico en la obra de Velázquez, analizaremos, a
continuación, tres de sus obras.

6 «[...] podemos decir qué dimension de la realidad, entre las muchas que esta posee,
procura Velázquez aislar salvándola en el lienzo: es la realidad en cuanto apariencia»
(484).
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3. Análisis de lo fantasmagórico en la obra de Velázquez

Cristo de visita en casa de Marta y María – un «bodegón a lo divino»

Diego de Velázquez: Cristo en casa de Marta y María, 1618,


London, National Gallery, óleo sobre lienzo, 0.60 x 1.04m

La «pura anti-belleza» (474), la trivialidad por excelencia, es, para


Ortega y Gasset, el bodegón. Velázquez, en su período sevillano, sigue el
ejemplo de Caravaggio, primer pintor de «bambochadas» que en España
se llamaron «bodegones»: el lugar de la escena es una taberna, figón o
también cocina, los personajes representados son de condición vulgar.
Así, gracias a Caravaggio, entra la plebe en el cuadro (cf. 622s.). Cristo
en casa de Marta y María de Velázquez también presenta, en el primer
plano, una escena cotidiana. En una cocina muy sencilla, con huevos,
pescados y un mortero encima de la mesa, una vieja y una moza, en el
primer plano, se afanan en preparar la comida.
La aplicación de la luz en el bodegón de Velázquez corresponde al
claroscuro de Caravaggio que, según Ortega y Gasset, es el único ele-
mento revolucionario, naturalista, en la obra del italiano. En sus cuadros,
la luz no es mero elemento para modelar las figuras a través del
claroscuro, sino que se convierte en un objeto propio, pintado según su
realidad. Aunque sea dramática y estupefaciente, se trata de una luz real
(cf. 623). En Cristo en casa de Marta y María tenemos también una
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iluminación realista. En el primer plano la luz entra (¿por una ventana?)


desde el lado izquierdo y en el segundo plano (¿también por una
ventana?) desde arriba a la derecha. Mientras que la luz del primer plano
da a la escena una cierta atmósfera dramática, la del segundo, por lo
contrario, impregna la escena de una atmósfera cálida y agradable.
Hasta aquí, el realismo de Velázquez corresponde al de Cara-
vaggio. Lo fantasmagórico en este cuadro se aprecia en el segundo plano,
cuya importancia Velázquez resalta a través del nombre del cuadro. En el
primer plano no aparecen ni Cristo, ni Marta ni tampoco María: los tres
figuran solamente en el segundo que es una abertura en lo alto de la pared
a la derecha, un cuadro dentro del cuadro. Parece un lienzo colgado de la
pared, pero, al mismo tiempo, podría ser una ventana que da a otro piso7.
En el interior de esta abertura se ve una escena religiosa que representa a
Cristo hablando a dos mozas: una está sentada a sus pies escuchando
atentamente sus palabras, la otra se queja de su trabajo duro (cf. Brown
1991: 129). La escena hace referencia a un episodio del evangelio de San
Lucas que narra que Jesús paró en casa de una mujer con el nombre de
Marta y mientras ésta se afanaba por realizar la comida, su hermana,
María, no dejaba de escuchar a Jesús. Marta se quejó de su hermana a
Jesús, pero él le contestó que su hermana María había escogido la mejor
parte que era escucharle mientras Marta estaba inquieta y preocupada por
la cantidad de cosas que tenía que hacer.
En cuanto a este cuadro en el cuadro, Warnke (2005: 19ss.) señala
el manierismo de Amberes donde aparece el mismo tipo de aberturas al
fondo de un cuadro que ofrecen a la mirada otra escena – normalmente
religiosa como en el cuadro de Velázquez. En estas obras, según Warnke,
lo que parece menos importante en el cuadro, la abertura, es lo más im-
portante en cuanto a su contenido. De ahí que Cristo en casa de Marta y
María resulta un «bodegón a lo divino»: a través del segundo plano entra
lo religioso, lo transcendente que se opone a la escena cotidiana del
primer plano, confrontándose lo real y lo irreal, la realidad y el fantasma.

7 Jonathan Brown ve en esta abertura una ventana (cf. Brown 1991: 129); Ortega y
Gasset, por lo contrario, habla sobre todo de un cuadro, pero menciona que también
podría ser una ventana (cf. Ortega y Gasset 1965: 636).
La obra de Velázquez vista por Ortega y Gasset 149

La fragua de Vulcano – una mitología cotidiana

Diego de Velázquez: La fragua de Vulcano, 1630,


Madrid, Prado, óleo sobre lienzo, 2.23 x 2.90m

Velázquez también trata temas mitológicos. Estos nuevos asuntos


se deben sobre todo a sus estancias en Italia y, por tanto, a la influencia
de la pintura de Rafael8 y Michelangelo (cf. Brown 1991: 142). No
obstante, la mitología en la obra de Velázquez tiene, tal y como subraya
Ortega y Gasset (cf. 1965: 481), un sentido opuesto a lo que tanto el
público como los demás pintores esperaban. Como las mitologías de
Velázquez tenían un aspecto extraño, fueron entendidas como parodias o
burlas. Los contemporáneos relacionaban las mitologías con lo no real.
Pero Velázquez emplea escenas mitológicas como «motivo» (481) para
pintar la realidad cotidiana.
Su cuadro La fragua de Vulcano se compuso durante la primera
estancia de Velázquez en Italia. La influencia italiana es evidente en la

8 Sin embargo, Ortega y Gasset habla de una «profunda antipatía» (Ortega y Gasset
1965: 478) de Velázquez frente a Rafael porque Velázquez, al contrario de Rafael, no
quería que los objetos sean más que lo que son en realidad.
150 Lydia Schmuck

belleza de los desnudos que Velázquez también había aprendido en Italia.


Los cuerpos de los herreros tienen un gran sentido clásico. El tema
mitológico se refiere a los amores adúlteros de los dioses Venus y Marte.
La escena representa al dios Apolo que desciende a las profundidades de
la tierra donde trabaja Vulcano para comunicarle el engaño de su esposa
Venus con Marte (cf. Brown 1991: 142s.). Velázquez aplica este tema
mitológico a una situación casi cotidiana. La fragua de Vulcano repre-
sentada en la obra podría ser cualquier fragua real. Los objetos repre-
sentados son los que se encuentran normalmente en una fragua, no hay
nada de particular. Aunque los herreros estén pintados de manera clásica,
con toda la hermosura del cuerpo desnudo, parecen herreros reales que
están haciendo su trabajo – incluso el dios Vulcano. También Apolo
parece bastante humano, solamente la túnica y su corona de laurel indi-
can su origen. Los únicos indicios que señalan que se trata de un dios son
su cuerpo más blanco y luminoso que los demás y el brillo que rodea su
cabeza. Pero lo que aparece como una auréola, podría ser el sol que pasa
por la ventana, y la claridad de su cuerpo también podría deberse a la luz
que entra po el lado izquierdo. Velázquez pinta una luz real y no
artificial. Sin embargo, existe un contraste fuerte entre la oscuridad de le
fragua y la claridad que rodea al dios. Este contraste confiere al cuadro
un cierto dramatismo. Se reconoce también el claroscuro de Caravaggio.
Otro elemento que contribuye a lo cotidiano en la obra La fragua de
Vulcano es la sensación de instantaneidad. Este cuadro da al público la
impresión de entrar en esta fragua en un cierto momento, junto con
Apolo.
Además de la religión, entra, por lo tanto, otro elemento irreal en la
obra de Velázquez – la mitología. No obstante, se trata de escenas mito-
lógicas reflejadas en la vida diaria, real. La mitología representada en los
cuadros de Velázquez se hace mitología cotidiana9.

9 De la misma manera Velázquez emplea el motivo mitológico de Baco, dios del


vino, en su cuadro Los Borrachos que podía ser cualquier escena de borrachos (cf.
Brown 1998: 31-45; Ortega y Gasset 1961: 57 y s.). En La fabula de Aracne. Las
hilanderas, Velázquez emplea el motivo de la contienda entre Minerva, diosa de las
artes y de la guerra, y la famosa tejedora Aracne, para representar cualquier fábrica de
tapices (cf. Brown 1998: 195-205).
La obra de Velázquez vista por Ortega y Gasset 151

Las Meninas – una pintura de la pintura

Diego de Velázquez: La familia de Felipe IV. / Las Meninas, ca. 1656


Madrid, Prado, óleo sobre lienzo, 3.21x 2.81m

El cuadro La familia de Felipe IV, desde el siglo XIX más conoci-


do como Las Meninas, es la obra maestra de Velázquez realizada alrede-
dor del año 1656, en la última fase de su vida. En el primer plano de la
pintura aparecen, de izquierda a derecha: el propio pintor Velázquez,
María Agustina Sarmiento (una de las meninas), la infanta Doña Marga-
rita María (la figura principal), Isabel de Velasco (la otra menina), y,
además, la enana Maribárbola y el pequeño bufón Nicolás Pertusato con
un perro echado a sus pies. En el segundo plano de la obra están repre-
sentados: Marcela de Ulloa y un caballero que no se ha podido identifi-
car; en el espejo colgado en el muro se reflejan los reyes Felipe IV y
Mariana de Austria, y al fondo aparece José Nieto, aposentador de pala-
cio, cargo que Velázquez también desempeñó durante algún tiempo (cf.
Brown 1998: 181s.).
La escena representa, según Jonathan Brown, el momento en que
Velázquez está pintando a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria en su
152 Lydia Schmuck

taller en el palacio, mientras que la infanta con su pequeña corte, con las
meninas que acompañaban a los niños de la familia real, rodea al artista
para ver cómo trabaja – una costumbre bastante habitual en palacio. Los
reyes acaban de entrar en este mismo instante, hecho que, según Brown,
se constata por la presencia del aposentador al fondo de la escena cuya
función era abrir las puertas a sus majestades (cf. Brown 1998: 184s.). De
todas maneras, cada figura del cuadro parece pintada en un determinado
instante. Una de las meninas, María Agustina Sarmiento, está ofereciendo
un botijo a la infanta; la otra, Isabel de Velasco, está inclinándose ante la
infanta. El aposentador, José Nieto, está en la puerta saliendo (¿o
entrando?) y mirando hacia atrás. Marcela de Ulloa está dirigiéndose al
guardadamas, y el bufón Nicolás Pertusato da una patada al perro. Las
demás figuras del cuadro, incluso el pintor, están mirando a los reyes, y
con ello, al público. El efecto instantáneo se intensifica por medio de la
perspectiva aérea, por la sensación de que entre las figuras circule aire,
fenómeno que en el cuadro de Velázquez aparece por primera vez (cf.
Brown 1998: 184s.). Por esta instantaneidad que ya ha llamado la aten-
ción en la obra La fragua de Vulcano, este cuadro también se parece a
una fotografîa y recibe su carácter realista por la fijación de un deter-
minado momento.
No obstante, Velázquez juega con la mirada y con la manera de
mostrar y esconder las cosas en esta obra. El pintor representado en el
cuadro está pintando, pero su obra no se aprecia. Solamente se puede ver
el lienzo por detrás, y no se sabe lo que está pintando. El espejo en la
pared de fondo muestra a los reyes que no se encuentran en el cuadro,
pero, según el reflejo, debían de estar en frente del pintor – fuera del
cuadro. Los reyes, por lo tanto, se hallarían en el mismo sitio donde se
encuentra el espectador. En consecuencia, el propio espectador también
podría ser el motivo que el pintor en el cuadro está pintando. Teniendo en
cuenta que la obra Las meninas fue pintada por el pintor real Velázquez
se origina otra dimensión de la perspectiva. Existe un artista real que crea
una obra en la que una representación del propio pintor se está pintando.
La obra del pintor en el cuadro no existe en realidad, no es el cuadro Las
meninas, porque no corresponde al motivo del pintor en el cuadro, sino
que representa todo lo que él no puede ver en este momento. Por eso,
Ortega y Gasset describe el cuadro como la «crítica de la pura retina»
(Ortega y Gasset 1965: 477). Además del juego de Velázquez con lo
visible y lo escondido, existe también una confusión entre los papeles del
pintor, del modelo y del público:
Le peintre ne dirige les yeux vers nous que dans la mesure où nous nous
trouvons à la place de son motif. Nous autres, spectateurs, nous sommes
en sus. Accueillis sous ce regard, nous sommes chassés par lui, rem-
placés par ce qui de tout temps s'est trouvé là avant nous: par le modèle
La obra de Velázquez vista por Ortega y Gasset 153

lui-même. Mais inversement, le regard du peintre adressé hors du


tableau au vide qui lui fait face accepte autant de modèles qu'il lui vient
de spectateurs; en ce lieu précis, mais indifférent, le regardant et le
regardé s'échangent sans cesse. Nul regard n'est stable ou plutôt, dans le
sillon neutre du regard qui transperce la toile à la perpendiculaire, le
sujet et l'objet, le spectateurs et le modèle inversent leur rôle à l'infini
(Foucault 1966: 20s.).
Observando el cuadro, el espectador se ve confrontado con las
miradas de (la mayoría de) las figuras, sobre todo con la mirada domi-
nante de la infanta y del pintor. Como el espectador se encuentra en el
mismo lugar donde se supone que se hallan los reyes y, por lo tanto, es
observado por el pintor representado en el cuadro, también podría ser el
modelo para la pintura escondida. Es éste el desconcierto en cuanto a
nuestro papel que expresa la pregunta de Foucault «Vus ou voyant?»
(Foucault 1966: 21). Brown habla de un «unending dialogue between
painting and viewer» (Brown 1998: 186). El cuadro de Velázquez nos
ofrece una multitud de confusiones e incertidumbres, pudiendo ser conce-
bido como una construcción del pintor en la cual la pintura misma es el
objeto del cuadro:
La pintura logra así encontrar su propia actitud ante el mundo y coin-
cidir consigo misma. Se comprende por qué ha sido llamado Velázquez
«el pintor para los pintores» (Ortega y Gasset 1965: 477s.).
A la misma conclusión llega el tratado sobre Las meninas de Cees
Nooteboom. Según él, todo el cuadro es una construcción, un rompe-
cabezas del pintor para llamar la atención del espectador que, una vez
entrado, no puede salir del laberinto construido por Velázquez. La puerta
abierta e iluminada al fondo del cuadro marca la única salida, el contacto
con el mundo exterior. El hombre representado en la abertura de la puerta
–el aposentador– corresponde, según Nooteboom (1992: 93s.), a un
vigilante. Aquí, lo fantasmagórico del cuadro consiste en la construcción
del pintor que juega con la mirada y la perspectiva de manera que el
cuadro que parece representar una escena real resulta ser una aparición y,
por tanto, irreal: una pintura de la propia pintura.

Más allá de la rebelión contra la belleza, el verdadero elemento


innovador en la obra de Velázquez es, según Ortega y Gasset, el
fantasma. Este realismo fantasmagórico no existía antes en el arte
europeo y representa el comienzo de una pintura española autárquica.
En la pintura de Velázquez, el fantasma aparece en los bodegones
de su período sevillano. Su cuadro Cristo de visita en casa de Marta y
154 Lydia Schmuck

María puede entenderse como bodegón a lo divino. El fantasma, parecido


a una visión de (uno de) los personajes del primer plano, cotidiano, entra
a través del segundo plano, religioso: por medio de un cuadro en el
cuadro se oponen realidad y fantasma.
En La fragua de Vulcano, Velázquez adapta el tema de Apolo que
desciende a la tierra para comunicar a Vulcano el engaño de su esposa
Venus. La representación de esta fragua provoca, en su instantaneidad y
su realismo, la impresión de lo inmediato: el espectador cree entrar en la
fragua con Apolo mismo. El tema mitológico es parte de una situación
diaria, una mitología cotidiana.
En La familia de Felipe IV o Las Meninas, el efecto instantáneo se
intensifica por medio de la perspectiva aérea, la sensación de que entre
las personas circula el aire. Este cuadro, parecido a una fotografía, ofrece
múltiples incertidumbres: la confusión entre lo visible y lo escondido, así
como el desconcierto acerca de los papeles del pintor, del espectador y
del modelo. Las meninas resulta así una pintura de la pintura.
En su obra, Velázquez no sólo enfrenta la realidad con el fantasma,
sino también muestra lo fantasmagórico de la realidad misma, creando así
su particular realismo fantasmagórico. Para saber si la teoría de Ortega y
Gasset, quien ve el nacimiento de una pintura española autárquica en la
obra de Velázquez, está justificada, queda por aclarar, si de verdad nunca
antes hubo nada parecido.

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