El Diablo en Mexico y Otros Textos - Juan Diaz Covarrubias
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Juan Díaz Covarrubias
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Título original: El diablo en México y otros textos
Juan Díaz Covarrubias, 1989
Introducción: Clementina Díaz y De Ovando
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INTRODUCCIÓN
También en esta misma poesía aclara cómo su nacimiento estuvo señalado por la
infelicidad que nunca se apartaría de él.
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falleció en 1846.
José de Jesús Díaz además del ejercicio de la política cultivó las letras. A la
tertulia literaria que por las noches había en su casa de Xalapa asistían
personalidades como Bernardo Couto, José Joaquín Pesado y los jóvenes José María
Esteva y José María Roa Bárcena. José de Jesús Díaz es autor de excelentes
romances históricos, género que cultivó antes que Guillermo Prieto.
Juan Díaz Covarrubias heredó de su padre las virtudes cívicas, el amor por los
héroes de la Independencia, la pasión por la historia y, sobre todo, su vocación
literaria fortalecida en el hogar, vocación que se mostró desde su muy temprana
edad.
La madre del poeta, Guadalupe Covarrubias se distinguió por su inteligencia,
energía y su inclinación por la cultura.
A la muerte de José de Jesús Díaz la familia quedó desamparada, sin patrimonio
alguno. Ante esta realidad, doña Guadalupe Covarrubias de Díaz, decidió, el año de
1848, radicarse en la ciudad de México, en donde podría encontrar el apoyo de
paisanos y amigos del poeta José de Jesús Díaz y, asimismo, con la intención de que
los jóvenes José María, Francisco y Juan estudiasen una carrera liberal; profesión
que los «tres sublimes hermanos» lograrían y con la que honraron a México en la
ciencia, en la cultura y también «con la rectitud de sus vidas y el ejemplo de su
patriotismo».
Adela Díaz Covarrubias como miembro de una familia tan intelectual fue algo
poetisa y bastante erudita. En 1868 se casó con Gabino Barreda quien, con la
colaboración de José y Francisco Díaz Covarrubias, transformó los sistemas
educativos de México, fundó en 1867 bajo la égida del positivismo la Escuela
Nacional Preparatoria. Otra hermana fue Leoncia.
En 1848 una vez instalada la familia Díaz Covarrubias en la ciudad de México,
Juan se inscribió en el Colegio de Letrán y allí se amistó con Manuel Mateos, unos
años mayor que el futuro escritor Díaz Covarrubias. En ese año Mateos estudiaba la
carrera de jurisprudencia y empezaba a sobresalir como un literato «profundo y
elegante» que escribía —comenta Ignacio Manuel Altamirano— «para enaltecer las
glorias de la patria y para animar al pueblo a los combates de la libertad». Mateos
influyó en las ideas liberales de Díaz Covarrubias que éste ya profesaba y vigorizó su
vocación literaria; Díaz Covarrubias reconoció, más de alguna vez, lo mucho que
debía a Mateos: no sólo su amistad, amparo, sino también la inspiración.
Aunque en el Colegio de Letrán la enseñanza que recibió el poeta fue deficiente,
Díaz Covarrubias decidió acrecentar sus conocimientos; pasaba —nos advierte—
muchas horas sobre los libros. En su parva obra se reconocen bastantes lecturas:
Lamartine, Bernardin de Saint-Pierre, Chateaubriand, Goethe, Dumas, Hugo,
Hoffman, Sue, Duque de Rivas, Mariano José de Larra; los románticos mexicanos
Ignacio Rodríguez Galván, Florencio M. del Castillo. A Lord Byron lo conoció en su
idioma original; por lo visto bien conocía el inglés pues en sus Páginas del corazón
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figura la poesía «El lobo y el tirano» como traducción suya. También debe suponerse
que leía el francés.
El novelista cuenta que en compañía de Mateos leía «los clásicos antiguos o
modernos o a Zorrilla o Espronceda, esos dos ingenios del siglo, tan ardiente y
fantástico el uno, desencantado y sentimental el otro». La influencia más honda en
Díaz Covarrubias fue la de José Zorrilla, quien llegó a México el 14 de enero de
1855 y, al que sin duda, se acercó.
Díaz Covarrubias en 1853 inició su carrera de médico. Vivió en el cuarto número
13 de la Escuela de Medicina (hoy palacio de la Escuela Nacional de Medicina), el
mismo cuarto que ocuparía a mediados del año de 1871 otro infortunado poeta, el
iluso y suicida Manuel Acuña.
Un año después, en 1854 Díaz Covarrubias sufre el mal de amor, ama
frenéticamente y no es correspondido; su romántica desesperación por el engaño de
«Sofía» se transparentó en sus escritos. A este sinsabor se añade la pérdida de su
madre, muerta el 30 de enero de 1857, y a la que por siempre recordará.
En ese mismo año de 1857 entra como practicante al hospital de San Andrés, en esa
época a cargo de la Mitra pues fue secularizado hasta 1861. Con el estudio y el
trabajo Díaz Covarrubias consolaba su orfandad y el fracaso amoroso.
La dedicación a su carrera de medicina no impidió al poeta esa su casi
consustancial vocación literaria, pues como nos informa,
desde que un poeta, mi amigo, y a quien nunca olvidaré (José Rivera y Río), leyó mis poesías y habiéndole
agradado me invitó para que formara parte de la redacción de un semanario de literatura en que entonces
escribía. Mis primeros versos fueron publicados allí y reproducidos con elogio en los periódicos.
el estudioso poeta don Juan Díaz Covarrubias se ocupa en escribir una «Galería de mexicanos célebres del
siglo XIX», colección de biografías por orden alfabético. Está a punto de concluir una novela de costumbres.
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juventud quiere; el temor de la muerte, a la nada, versos que parecen escritos para
inscribirse en su propia lápida.
Y tanta es su ansiedad que en 1858 publicó tres novelas: Gil Gómez el insurgente, La
clase media, El diablo en México. En noviembre de ese año ha concluido la obra que
llega a nosotros.
El Diario de avisos de 28 de septiembre de ese año anunciaba la venta de la
colección de novelas mexicanas, por J. Díaz Covarrubias. Un tomo grande de 378 páginas en elegante
impresión se vende al ínfimo precio de tres reales, en las alacenas de don Antonio y don Cristóbal de la
Torre, en la librería de la primera calle de Plateros, en la esquina del Refugio y en la Tercena de Tabacos.
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inconformara la injusticia, y la patria y su futuro mucho lo intranquilizaban, se
incorporó a la causa liberal en la que ciegamente creía. Liberalismo que según la
conciencia mexicana de aquellos años tenía la acepción de modernidad, libertad y
dignificación humana. Díaz Covarrubias defendió con valentía su creencia lo mismo
con la pluma que con la acción, y esta noble actitud lo entregó al holocausto el 11 de
abril de 1859, año que marca la cima de la causa liberal con la promulgación en el
puerto de Veracruz de las Leyes de Reforma.
Al enterarse el poeta a principios del mes de abril que el «lugarteniente de la
conserva», Leonardo Márquez preparaba la ofensiva contra las fuerzas liberales del
general Santos Degollado que se encontraba en la villa de San Pedro Tacubaya, se
apresuró a irse a esta villa para cumplir con sus ideas y sus deberes profesionales,
pues sabía que el ejército reformista carecía de médicos en su ambulancia. Ya estaba
en el campamento su amigo Manuel Mateos que en las tropas liberales figuraba
como asesor militar.
Muy de mañana el 11 de abril, se trabó el combate, uno de los más cruentos de la
guerra civil y en el que resultaron perdedoras las fuerzas liberales. Esa noche
Márquez para ignominia del partido conservador fusiló no sólo a los jefes y oficiales
sino también a los paisanos y a los médicos José María Sánchez y Juan Díaz
Covarrubias que estaban ejerciendo su deber. Con el toque de armas se puso fin a los
asesinatos, pues una orden enviada apresuradamente de la capital ordenaba
suspenderlos. La soldadesca después del crimen arrojó los cincuenta y tres cadáveres
a la gran sala De Profundis del convento de San Diego.
Los fusilamientos de Leonardo Márquez apodado desde entonces «la hiena o el
tigre de Tacubaya» provocaron una enorme indignación. Esta victoria del
conservadurismo, la del 11 de abril de 1859, manchada con sangre inocente fue
según Justo Sierra «un fracaso moral terrible que liquidó a la reacción».
A raíz de tan punible atentado el publicista Francisco Zarco escribió en forma
anónima el anatema Las matanzas de Tacubaya que, en opinión de Guillermo Prieto,
«fue más útil a la causa del gobierno constitucionalista que toda una legión militar».
Zarco en este folleto exhibió a los conservadores, a Miguel Miramón y a Leonardo
Márquez, que en la defensa de «los fueros de clérigos y frailes han atropellado los
fueros de la humanidad, las leyes de la civilización, los preceptos del derecho de
gentes sancionadas por los pueblos cristianos». Zarco, en este folleto, hizo una
pequeña semblanza de su amigo Juan Díaz Covarrubias, «autor de varias novelas de
costumbres y de poesías líricas que revelan un alma pura, sensible y ansiosa de
gloria». Zarco al relatar la muerte de los médicos afirmó que por siempre habrían de
ser recordados, su sacrificio les había otorgado la inmortalidad, en cambio, sus
verdugos, serían por siempre maldecidos, abominada su memoria.
¡Víctimas de la ciencia, de la caridad y de la abnegación, dormid en paz! Vuestros verdugos han abierto las
puertas de la inmortalidad y han coronado vuestras frentes con la aureola del martirio y de la gloria… estáis
ya en la mansión de la eterna justicia.
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Esta justicia ha condenado ya a los verdugos, que no podrán librarse del castigo de su culpa. Malditos
serán sobre la tierra que empaparon con la sangre de sus hermanos, a quienes cobarde y alevosamente
asesinaron; malditos sobre la tierra, sí, porque aunque huyan de la patria, en el destierro los perseguirán sus
remordimientos, y todas las naciones cultas los recibirán con horror y espanto.
El halo en el recuerdo
El día 4 de abril de 1878 se exhumaron ante la presencia del licenciado Fuentes y del
doctor Gabino Barreda los restos de Juan Díaz Covarrubias, los que se depositaron
«en una preciosa urna de madera elegantemente tallada y enterrados cerca de la
aguja de mármol que se levanta en la gran fosa en que descansan los mártires». Ese
año de 1878, gracias al empeño de las autoridades de la villa de Tacubaya, el
panteón de los mártires se convirtió en un pequeño jardín. Con motivo de la
ceremonia dedicada a los sacrificios en el lugar de su inmolación el 11 de abril de
1878, Enrique Chávarri en el periódico El Monitor Republicano el 14 de ese mes
rememoró el martirio de los creyentes en el liberalismo.
El 11 de abril —aseveró— es una mancha roja en nuestra historia, la ciudad de Tacubaya es el lugar de una
hecatombe que nos recuerda nuestros extravíos políticos, nuestras luchas malditas entre hermanos. Cada año
los poderes del Estado van a la tumba de Mateos, de Díaz Covarrubias, de Portugal, de todos los patriotas
sacrificados el 11 de abril para depositar una corona y evocar un recuerdo que pasará a la generación
venidera como una terrible lección… Los poderes del Estado fueron este año a su peregrinación a la tumba
de los defensores de la Reforma; allí se pronunciaron discursos y poesías, se depositaron coronas, se regaron
con flores los sepulcros. No se dijeron palabras de encono y de venganza, tan sólo un nombre se escuchaba,
pero sin ira, sin coraje, pronunciado con conmiseración, porque de los responsables de aquel crimen es el
único que sobrevive presa de sus remordimientos y llorando en extranjero suelo sus grandes extravíos.
¡Márquez!…
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literarias «Juan Díaz Covarrubias».
Según los testimonios de la época, el 12 de septiembre de 1872, se instaló la
Sociedad Juan Díaz Covarrubias a iniciativa de un grupo de estudiantes amantes de
las letras que se reunieron ese día en una buhardilla del callejón de Betlemitas (José
María Izazaga). Presidió la primera sesión Miguel Olivares. Le sucedió José L.
Acevedo. La Sociedad por falta de fondos para alquilar un local hubo de reunirse los
domingos en sitios prestados, a veces bajo los añosos árboles de Chapultepec o en
los llanos de Buenavista, en estas sesiones se improvisaban poesías, se leían versos,
se hablaba de literatura y de libros. La Sociedad de Geografía y Estadística más de
alguna vez les dio albergue en sus salones. El lema de la Sociedad Díaz Covarrubias
era «Estudio y Perseverancia»; sus miembros deseaban «cambiar el modesto ropaje
del estudiante por el del talento y obreros del engrandecimiento de la patria, la llama
sacrosanta del progreso». La Sociedad tuvo su reglamento firmado por M. G. R.,
iniciales que corresponden a Miguel González Robles.
Otra Sociedad Díaz Covarrubias se registra en 1877, de la que era socio Manuel
Lizarriturri. En 1892, se tiene noticia de otra sociedad literaria Juan Díaz
Covarrubias.
También se dedican al poeta composiciones musicales: «“Los últimos días de
Juan Díaz Covarrubias”, arreglados para grande orquesta por el señor don Eusebio
Delgado.» Esta composición se ejecutó en la ceremonia del 11 de abril de 1861. En
1867 se publica el Calendario de Juan Díaz Covarrubias para el año de 1867.
Arreglado al meridiano de México. México. Imprenta de A. Boix a cargo de
M. Zornoza. En 1903 en el estado de Veracruz se funda un municipio con su nombre.
El Bloque Nacional de Médicos en 1955 colocó una placa en honor de aquellos
colegas muertos en cumplimiento de su profesión en el monumento dedicado a su
memoria. En el acto se exaltó a Juan Díaz Covarrubias.
Por lo que respecta a su obra literaria, entre otras menciones y críticas se
encuentra primeramente el homenaje de su hermano Francisco Díaz Covarrubias,
quien recogió las poesías dispersas y reeditó su producción en Obras Completas
(1859-1860. México, tipografía de Manuel Castro), con unos apuntes biográficos de
Antonio Carrión y un retrato del poeta, con su firma, que es una excelente litografía
de la Casa Iriarte y Compañía. Vicente Riva Palacio y Francisco Arredondo,
directores de El Parnaso Mexicano le dedicaron un tomito con un retrato, datos
biográficos y una selección de sus poesías. En 1872, el semanario México y sus
costumbres consigna sus poesías y algunas de sus prosas. En 1893 Francisco
Pimentel se aboca a un estudio crítico de la obra de Díaz Covarrubias, análisis que
no resulta muy favorable al escritor. Victoriano Agüeros en 1902 incluye en la
Biblioteca de Autores mexicanos la novela Gil Gómez el insurgente o la hija del
médico, la que vuelve a reimprimirse en 1919.
La crítica literaria después de Pimentel, se aplicó más comprensivamente al
estudio de la obra de Juan Díaz Covarrubias con Luis G. Urbina en 1917 y, sobre
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todo, con J. Rea Spell, en 1933 este crítico publicó «Juan Díaz Covarrubias a
mexican romantic», traducido para El libro y el pueblo (México, octubre de 1933,
tomo X, número 10). Después de este concienzudo ensayo, investigadores mexicanos
y extranjeros empezaron a ocuparse con detenimiento en la obra de Díaz
Covarrubias y a realizar buenos y muy estimables estudios. En 1955 Frank de
Andrea en la Colección Biblioteca Mínima Mexicana, editó El diablo en México.
A un siglo de distancia de la muerte de Díaz Covarrubias se publicaron en Nueva
Biblioteca Mexicana las Obras Completas de Juan Díaz Covarrubias (México,
UNAM, 1959). La Universidad Nacional Autónoma de México creyó de su deber
reimprimir la tarea literaria del malogrado escritor, uno de los primeros batalladores
por una literatura nacional, que supo morir con ardorosa actitud romántica por sus
ideas liberales y por su México. Últimamente ha vuelto a reeditarse Gil Gómez el
Insurgente (1859) en México por Publicaciones y Bibliotecas Cultura, SEP, 1982. (La
Matraca 7) y «La sensitiva» en El relato romántico. Una antología general. México.
SEP/UNAM, 1982.
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beneficios para todos. Este programa sólo podría cumplirse, tener éxito, destruyendo
para siempre la mancuerna clero-ejército.
El discurso con su elocuencia romántica, lleno de agudas intenciones, revela su
profundo amor patrio, el deseo de ver a México encaminado hacia la felicidad y el
progreso.
La conserva consideró el discurso subversivo, y los militares de la reacción no
olvidaron la acre censura a su casta y al clero, y así, con esta alocución, Díaz
Covarrubias firmó el 15 de septiembre de 1857 su sentencia de muerte.
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por haberlo impedido la muerte— a ser verdadera poesía como vaticinaba José
Zorrilla, en Páginas del corazón de tumultuosa y atropellada expresión relucen la
sincera emoción y la esencia de un testimonio humano.
En 1857 aparecen las primeras prosas de Díaz Covarrubias, una serie de
artículos que intitula Impresiones y sentimientos. Escenas y costumbres mexicanas,
consagradas a Florencio M. del Castillo, cuya influencia es manifiesta en
Impresiones y sentimientos. Esta obra en prosa es anterior a Páginas del corazón,
algunas poesías consignadas en esta serie se encuentran ya corregidas.
En Impresiones y sentimientos, Díaz Covarrubias aclara que su intención es
reflexionar acerca de diferentes temas «a fin de no fatigar la mente del lector con un
mismo asunto». No obstante esa afirmación, la cantinela es el examen de su vida: el
amor desdichado, la orfandad, los recuerdos familiares, las historias que le
escuchaba a su nana allá en Xalapa, sus lecturas, sus experiencias como estudiante
de medicina y su patética desilusión y desgano por la vida. Su suceso personal se
combina con una visión descriptiva de la ciudad de México y sus alrededores, su
paisaje, la pintura de los tipos que por calles y plazas van y vienen, sus ocupaciones
y costumbres; estampas que traen a las mientes el libro recién aparecido, Los
mexicanos pintados por sí mismos (1855).
Díaz Covarrubias apegado a los asuntos propios de la novela social romántica
que tanto se preocupó por las doctrinas reformadoras, así como por la psicología de
los personajes, los desheredados, el ambiente y las costumbres, en esta «Miscelánea
alfabética», hizo una bizarra crítica social en pro de aquéllos a quienes la sociedad
marginaba, entre otros, la mujer caída.
El valor e interés de Impresiones y sentimientos no se encuentra en la reiteración
de las emociones del poeta, sino en la censura social hecha a través de las escenas
de costumbres, en su obsesión por los problemas de México, aunque todo quede
expresado en una prosa no del todo pulida.
En la edición de las Obras Completas (1859-1860) de Díaz Covarrubias se
incluyeron dos breves prosas: «La sensitiva» y «La azucena y la violeta». En la
primera desenvuelve, una vez más, el tema del amor frustrado por la perfidia y la
muerte y remacha los asuntos de la escuela romántica: la querella contra el mundo,
el desencanto, el resentimiento, aquí alterna el verso y la prosa. «La sensitiva», a la
muerte del escritor, fue reputada por sus contemporáneos como una de las prosas
más representativamente románticas, y se la tomó como emblema del romanticismo
mexicano en su segunda floración. La crítica de hoy ve a La sensitiva como el
«panegírico de la sensibilidad».
La azucena y la violeta parece ser una de las primeras prosas de Díaz
Covarrubias. Es el apólogo muy del gusto del tiempo, en el que la representación
erótica de las flores: la azucena —aquí en una de alegorías— la vanidad, y la
violeta, pudor y modestia —sirve— al autor, siempre con tendencia moralizante, para
encarecer la virtud y la castidad.
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Una misión que cumplir: la novela histórica
La novela histórica cultivada con afán, fue para los románticos una herramienta
dúctil no sólo para recrear e interpretar, según su intencionado saber y entender, «el
espíritu de una época» inundándolo de vida, sino también, para defender
briosamente las doctrinas sociales, las ideas, los sentimientos, las creencias; exponer
juicios históricos, políticos y zarandear por medio del artilugio de la novela
histórica, la conciencia social. Y así, parapetados detrás de este género, los
románticos, adobando la historia con el condimento de la ficción y haciendo caso
omiso de la verdad histórica —ya que para ellos era más importante destacar la
verdad humana, esa que no otorgaba la historia documental— hicieron comulgar a
los lectores con sus ideas y simpatías, le impusieron su mensaje.
Conforme a este patrón, Díaz Covarrubias publicó en 1858 en el folletín de El
Diario de avisos, su novela histórica Gil Gómez el insurgente o la hija del médico,
novela que según asevera en el prólogo era el primer intento de un libro que
«contendrá bajo un aspecto lo más agradable que me sea posible, la historia de
nuestro país, desde nuestra emancipación de la corona de España, hasta la invasión
americana de infeliz memoria. Ahora comienzo por el primer movimiento
insurreccionario de Hidalgo».
Cabe preguntarse ¿por qué a Díaz Covarrubias no le atrajo la novela histórica
indigenista entonces de moda, o la de tema medieval europeo, y se decidió, para este
su primer ensayo de novela histórica, por la gesta de la Independencia?
La respuesta es sencilla. A su postura romántica-liberal le resultaba muy
adecuado el asunto de la insurgencia, la lucha por la libertad y la pasión por el
pueblo, sin embargo, para él había otra razón más poderosa: el resguardo del
movimiento independiente y de su héroe Miguel Hidalgo, de los ataques esparcidos
por el partido conservador a través de sus periódicos El Tiempo (1846), propiedad
de Lucas Alamán, y, después, por El Universal (1848-1855) diario que hizo suya la
tradición monárquica de El Tiempo y, también, liberar a la insurgencia de las
acusaciones hechas por el historiador Lucas Alamán. Arremetidas que denigraban a
los héroes de la Independencia con el objeto de propiciar un régimen monárquico, ya
que el republicano —sostenían los impugnadores—, era inoperante por la ineptitud
liberal para resolver los problemas nacionales.
Las falacias de los conservadores fueron contestadas con encendido coraje por
los redactores del periódico, republicano El Siglo Diez y Nueve.
Díaz Covarrubias atento a esta polémica que seguía siendo actual en los años en
que determinó escribir novela histórica, vio en este género el arbitrio para reforzar
la historia de México que sentía amenazada, y, con la amenidad y recursos de la
fábula, hacer del conocimiento de sus lectores lo que para él era la historia
verdadera de su patria; colaborar dentro de sus posibilidades a destruir las
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calumnias lanzadas contra la insurgencia y los libertadores y, ponderar la imagen
inmaculada de Hidalgo, escarnecida por el odio conservador.
Gil Gómez tiene un asunto doble: la trama amorosa débil en su conjunto y bien
manida pues ésta sigue siendo el amor traicionado y resuelto por la muerte y la
trama histórica donde se halla el mensaje que le urge transmitir. En esta trama narra
algunos de los episodios de la guerra de Independencia de México, el personaje
principal es el padre Hidalgo protector de la «clase indiana», presentado con
admiración y respeto con todos los atributos del héroe. Aquí, echando mano de
documentos, Díaz Covarrubias manifiesta sus ideas sobre Aléxico, los historiadores,
rebate a los detractores de Hidalgo, y da su opinión sobre las genuinos causas de la
insurgencia; glorifica el heroísmo del pueblo y resalta vehementemente la grandeza
heroica y moral del padre Hidalgo.
La novela Gil Gómez se ajusta al modo tradicional de espacio y tiempo, la
narración cronológica de los sucesos va de 1810 a 1812, y pese a sus fallas está
mejor estructurada que las otras novelas mexicanas de su tiempo; sus aciertos están
en los elementos: ideas y sentimientos.
En general los personajes quedan supeditados a los intereses políticos y
moralizadores del autor, por eso mismo carecen de complicaciones y matices
psicológicos, no hay novedad en sus caracteres, son el héroe y el villano. Los
mexicanos son aquí los buenos, los españoles los perversos. Como escritor romántico
Díaz Covarrubias se impone en Gil Gómez el compromiso de una misión: escribir
una historia que nulifique los malos entendidos de los historiadores, la insidia de
algunos mexicanos que impiden a México presentarse limpiamente ante los ojos del
mundo civilizado.
Si se toma en cuenta la fecha de Gil Gómez, 1858, hay que reconocer que con
esta novela da principio, por el lado literario, antes que por el histórico, la
reivindicación del padre Hidalgo. Los historiadores lo harán después del triunfo de
la Reforma para enfatizar que la Independencia de México es la partida del futuro
progresista y moderno de nuestro país y verán a Hidalgo como el creador de la
nacionalidad.
En Gil Gómez el novelista se solaza en la descripción del paisaje, en especial en
el de su tierra veracruzana, y cuantas veces la narración lo permite, el paisaje
aparece en un primer plano; así cumple con lo asentado en el prólogo de la novela:
redactar las gestas de su patria, revelar el paisaje y dar a conocer las costumbres y
las leyendas de México, asuntos considerados como los fundamentos del
nacionalismo literario característicos del romanticismo, nacionalismo ove debería
conducir a México a la creación de una literatura auténticamente mexicana; por lo
tanto Gil Gómez el insurgente o la hija del médico responde también a esa ambición
nacionalista y romántica.
Un estilo más cuidadoso, la preocupación —repito— por los asuntos nacionales:
el tema épico de la Independencia, el paisaje y las costumbres, el logro en la
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exposición de las ideas y del ambiente han llevado a la crítica a considerar a Gil
Gómez como la mejor novela mexicana escrita hasta ese año de 1858 y, asimismo,
puedo afirmar que es uno de los antecedentes más estimables de ese nacionalismo
literario del que unos años después Ignacio Manuel Altamirano, al triunfo de la
República en 1868, daría plan y normas, sería de este nacionalismo el más ardoroso
abanderado.
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estabilidad y prosperidad.
No obstante que algunos críticos de filiación conservadora han visto en La clase
media el desahogo de su resentimiento, no hay tal, en esta novela su móvil es asaz
generoso; es el de la escuela romántica de Víctor Hugo, George Sand y demás
novelistas cuyo interés toma como meta que en el mundo hubiera más comprensión y
equidad.
El adiós al romanticismo
Juan Díaz Covarrubias —dice Francisco de la Maza— el magnífico escritor asesinado apenas al salir de la
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adolescencia con los otros mártires de Tacubaya, es el menos romántico de los novelistas del siglo XIX. Es un
fino ironista, amargado como todos los irónicos, pero tan sutil, que sus burlas al romanticismo no han sido
captados por los críticos. Léase despacio el capítulo III de El diablo en México, con la primera escena de
amor entre Enrique y Elena, en un jardín de San Ángel, a media noche, y se concluirá que nada tiene de
tradicional romanticismo esa escena interrumpida por hábiles y chuscos, etc., etc., que destruyen la morbidez
y dulzura de toda escena amorosa obligadamente romántica. Y en el capítulo VI, segunda conversación
amorosa, con aquel párrafo admirablemente irónico: «Y en tanto que los jóvenes se morían de amor, el céfiro
suspiraba manso entre las flores, y las nubes volaban en caprichosos giros, y las aves cantaban dulcemente
entre el ramaje, y las hojas amarillas al desprenderse del árbol caían a la tierra sollozando». Y para
terminar el mismo capítulo el lector confirma la burla pues repite con toda intención el parrafito.
¿Y qué decir de los finales, crudos y realistas de sus novelas, en donde todo acaba con la vulgaridad de la
vida, precisamente en absoluto contraste con todas las novelas románticas?
Pero por esto me interesa destacar, entre otras las irónicas lágrimas de Díaz Covarrubias, una, una sola,
que me parece sincera; es en el teatro: «Elena no pudo contener una lágrima que desprendida de su pupila
rodó silenciosa por sus mejillas. Enrique hubiera querido beber de rodillas aquella lágrima.» Y explica: «Los
jóvenes somos así; sentimos un secreto placer en ver sufrir a la persona querida cuando ella aún no ha
admitido nuestro amor; su alegría entonces nos hace daño.»
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DISCURSO CÍVICO
PRONUNCIADO EN LA CIUDAD DE TLALPAN LA NOCHE DEL 15 DE SEPTIEMBRE DE 1857
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Si pudo
mi corazón, sin compasión, sin ira
tus lágrimas oír, ¡ah!, que negado
eternamente a la virtud me vea,
y bárbaro y malvado,
cual los que así te destrozaron sea.
QUINTANA
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sus suspiros, que cubre la desesperación de su vergüenza con el manto engañoso de la
conformidad; la hipocresía llevando su aliento de veneno hasta el rincón más
apartado del hogar doméstico; ahogando todos los sentimientos espontáneos del
corazón, y marchitando en flor las esperanzas más tiernas de la vida: el sacerdote
indigno, órgano de los virreyes, apoderándose de los secretos de las familias,
especulando con su llanto, dominando con el poder de la conciencia, enseñando por
credo una obediencia ciega al virrey, los privilegios y concesiones para el español
bien nacido; el tributo y la extorsión para el indio, la inquisición con sus sombras, sus
venganzas y sus martirios, los fueros de una nobleza que no era nobleza, nobleza
reclutada en las montañas de Vizcaya, Galicia y Cataluña, una nación inerme, sin
comercio; una nación que no progresa, porque aún no comprende ni anhela
comprender el espíritu civilizador del siglo; una nación asida y arraigada a las
ridículas preocupaciones del siglo XV; una nación, en fin, que parece un gran
convento.
He aquí, el estado de la Nueva España, estado funesto de despotismo del que
parecía casi imposible salir. Sin embargo, un trono perfectamente consolidado en
España, se había abismado a los esfuerzos de un coloso, el estruendo que produjo al
caer y el clamoreo de los vencedores habían llegado a la Nueva España como un eco
perdido, eco que los dominadores intentaban apagar con el ruido de dobles y más
pesadas cadenas; pero los mexicanos comenzaban a comprender que el edificio
monárquico más sólido, cede a los esfuerzos de un gigante, y que muchos hombres
unidos con el lazo de un martirio común, una igual voluntad, un mismo deseo y
sufrimientos semejantes, bien pueden formar ese gigante. El sol de la libertad
recientemente conquistada en los Estados Unidos, había lanzado débiles, pero
distintos destellos sobre la noche de la esclavitud mexicana, alumbrando la razón del
hombre servil, y haciéndole ver que también la dominación adquirida sobre un pueblo
por el derecho de la fuerza, de la resignación necesaria, del tiempo y la costumbre se
pierde por los esfuerzos de ese mismo pueblo que tiene la conciencia de un existir
social independiente, y que en el espíritu mismo, eminentemente progresador del
siglo, encuentra una palanca con que auxiliarse, diversos movimientos
insurreccionarios en algunas provincias de la dominada América del sur y en la
misma Nueva España, con motivo de la destitución del virrey Iturrigaray, que había
sabido ganarse el cariño de los mexicanos, habían comunicado su oscilación a todo el
país, y habían venido por fin a hacer comprender a sus desdichados hijos, que
también podía lucir en el horizonte de las edades, un día en que la vida de tres siglos
de despotismo se tomara en encantada vida de libertad; en que el sol que hasta allí
sólo había alumbrado humildes frentes, inclinadas a la tierra bajo el peso del
sufrimiento, lanzara sus consoladores rayos sobre la erguida frente de hombres libres;
pero ¿quién podrá proferir esta palabra libertad fuera del círculo del hogar doméstico,
sin temer que el viento del espionaje y de la denuncia la llevase hasta los oídos del
orgulloso dominador? ¿Qué mano se alzaría armada de una espada, sin que dos
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cadenas la sujetasen?, ¿qué pecho lanzaría un grito de guerra, sin que mil puñales lo
atravesaran?, ¿qué voz de desesperación podría llegar a unos labios, sin ser antes
ahogados en una garganta? ¿Qué ojos húmedos por las lágrimas del desconsuelo
brillarían con la expresión del entusiasmo varonil sin ser cerrados a la luz purísima de
Dios?, ¿qué cabeza podría alzarse erguida al cielo, sin rodar ensangrentada a la tierra?
… Sin embargo, señores, hubo un hombre por fin, de esos hombres cometas de los
siglos, que sólo aparecen de cuando en cuando, fanales de las edades, cuyos destellos
iluminan la noche de los pueblos, y guían sus pasos inciertos apagándose al soplo de
las inclementes ráfagas de vendaval de la muerte, luego que la luz del sol de la
libertad alumbró ya felices a los que ellos guiaron desdichados esclavos; hubo un
hombre de la familia de los apóstoles que acompañaban a Cristo, que comprendió que
la vida de un ser podía sacrificarse a la vida de un pueblo, y profirió la palabra
libertad fuera del hogar doméstico, y levantó su ya débil y trémula mano armada de
una espada, y arrancó de su pecho un grito de guerra, y al morir tornó a los suyos sus
ojos preñados de lágrimas, indicándoles que siguieran adelante el camino que él les
había señalado, y al rodar su cabeza ensangrentada, murmuraron sus labios las
últimas palabras del nombre que enseñó a pronunciar a los mexicanos.
¡Pueblo, ya lo sabes, Hidalgo se llamó ese mártir! Hoy hace cuarenta y siete años,
que ese anciano débil, solo, olvidado y pobre, dijo él primero una palabra que hacía
tres siglos no se había pronunciado en Anáhuac; pero el pensamiento que ella
identificaba, se lanzó con la velocidad de la idea, desde ese rincón apartado del
pueblo de Dolores, por toda la extensión del dominado país, encontrando un eco de
música en todos los corazones, y pocos días después, Hidalgo se dirigía a la cabeza
de un ejército, o más bien de una masa de hombres que por momentos se aumentaba,
sobre Guanajuato, primer ciudad de importancia que aquel huracán humano
encontraba a su paso para derribar, y pocos días después flameaba sobre sus torres
enrojecidas con la sangre, el pendón santo de los libres.
Aquella chispa se convirtió en llama, aquella llama en hoguera, aquella hoguera
en incendio y aquel incendio arrojó sus lívidos reflejos por todo el país; a su rojiza
claridad se vio levantarse del polvo de la esclavitud a Allende, Aldama, Abasolo,
Morelos, Matamoros, a Galeana y a mil gigantes; y como tiemblan y se estremecen
las aves a la llegada del azor, así temblaron y se estremecieron aquellos orgullosos
castellanos a quienes el derecho de la fuerza había hecho crueles y la costumbre de la
dominación inhumanos; y como tres siglos antes había llorado Cortés en Popotla, en
aquella triste noche, al contemplar que el furor azteca destrozaba su ejército, así
regaban con lágrimas de despecho la tierra ya humedecida con lágrimas de
pesadumbre, al sentir que ya el cierzo del despotismo, en vez de apagar aquella
hoguera encendida por un solo hombre, la atizaban más y más. Sin embargo lanza
edictos el virrey, fulmina excomuniones la inquisición, un doble ejército se levanta
para castigar el valor de los insurgentes y ambas huestes se chocan como en el fondo
de una cañada dos despeñados torrentes; en la montaña de las Cruces, que se eleva en
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el valle de Toluca, donde por fin retumba venciendo y vengando afrentas de tres
siglos el cañón de los libres. El ejército español se dispersa, es hecho pedazos y huye
medroso, simulando al huir esas bandadas de aves que atraviesan ligeras el espacio y
a quienes la presencia del cazador espantó. Mas, ¡ay!, aquella masa de indisciplinados
insurgentes que sólo combaten porque les guía la luz de la fe, que sufren resignados
con la esperanza de un porvenir para sus hijos, diferente del pasado que ellos tuvieron
pero que se precipitan en las batallas sin orden, sin armas casi, es deshecho a su vez
en un aciago día, en el puente de Calderón. El ejército naciente es hecho prisionero, o
se dispersa, los calabozos escuchan más gemidos en su recinto, los patíbulos se
enrojecen con la sangre de los libres, la inquisición se venga, en los templos de la
corte se entonan solemnes Te Deum y se hacen suntuosas procesiones que forman un
irónico y espantador contraste con la procesión de sangre que simulan los infelices
mexicanos al huir. La desdicha les persigue y son derrotados de nuevo en las
inmediaciones de Chihuahua, donde Hidalgo es hecho prisionero y fusilado como
traidor. ¡Noble Hidalgo!, su vida fue una aspiración, su agonía una prueba, su muerte
una transición a otro mundo mejor. Hijo de la esclavitud y la desdicha, tenía la
bondad en el rostro. Y la resignación en el alma. Murió como había vivido,
perdonando. Su sangre al caer, regó el árbol santo de la libertad. ¡Flor que ha vivido
en la atmósfera pestilente y envenenada de la esclavitud, quiso en un día abrir su
corola al perfume de la libertad; pero el huracán del infortunio arrastró sus hojas
hasta las playas de la muerte, y las mariposas que solían acariciarla en la alborada, no
la encontraron en la tarde! ¡Ave que una mañana cantó dulcemente en la enramada,
denunciando su presencia al cazador, el último rayo de la luz crepuscular proyectó la
vaga lumbre de su penumbra, sobre su cadáver ensangrentado!
¡Adiós, Hidalgo, adiós! Si al fin, al otro lado de ese cielo de zafir, hay un Dios
que recompensa, un Dios que perdona y olvida, tu alma reposará allí blandamente en
su seno. Si más allá de esas nubes flotantes, que conducen el rayo o transparentan el
Sol, girando encima de nuestras cabezas, hay un mundo todo luz, todo aromas, todo
virtud, tú habitarás en él, porque el cielo es la república de la eternidad y tú soñaste
en la vida en esa república.
Si en ese cielo en que los hombres hemos pensado en las tediosas horas del
infortunio, se puede volver una mirada a la lejana tierra, si es posible aun recordar lo
que otro tiempo se adoró en la vida, si queda al menos una reminiscencia vaga como
crepúsculo de luna, de los nobles delirios del pensamiento que abrasaron nuestra
mente con su fiebre, tú nos verás en esta noche solemne a nosotros tus hijos, los hijos
del pueblo; tú en esta noche, te acordarás de aquella noche; tú pensarás en tu libertad
querida, y llorando nos bendecirás; ¡adiós, Hidalgo, adiós! Nosotros pensaremos en
ti, mientras haya vital aliento en nuestro ser, nosotros rezaremos por ti mientras haya
plegarias en nuestro corazón, te suspiraremos mientras haya suspiros en nuestro
pecho, te lloraremos mientras quede una lágrima en nuestros ojos; y si un día, el
viento del olvido y del desengaño político, se lleva esa memoria y esas plegarias de
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nuestro ser, oreando al pasar esas lágrimas, te buscaremos a nuestro alrededor en los
vergeles de Anáhuac; contemplaremos tu noble cabeza que emblanqueció la fiebre de
una idea gigante, en la nevada cima de nuestros volcanes; escucharemos los suspiros
de tu pecho, en esa brisa soñolienta que murmulla en las hojas de los árboles de
nuestros campos, al desmayar la tarde cuando el Sol se recuesta fatigado detrás de las
colinas; escucharemos tu voz en el gemidor arroyo que canta quejándose al pasar.
¡Adiós, Hidalgo, adiós! ¿En qué luz de esas estrellas que bordan el azul del
firmamento en las noches tibias del estío se nos revela la luz de tu mirar? ¿Cuál de
esos fugitivos celajes de las tardes de primavera, forma la huella de tu planta cuando
atraviesas por el cielo? ¿En qué brisa de aurora está tu aliento? ¿En qué música de río
está tu acento pronunciado aquella palabra santa que dijiste en 1810?… ¡Adiós,
Hidalgo, adiós! Tu recuerdo es para nosotros mexicanos, como es para nosotros
hombres la memoria de nuestra madre o de un ser adorado que perdimos en la
infancia; recuerdo dulcísimo y triste, que a veces medio borran las impresiones
juveniles de la vida; pero que renace más vivo y más querido, en las horas calladas de
la melancolía; si te hemos olvidado en medio de nuestras convulsiones políticas,
puesto que hemos olvidado esa misma libertad que nos legaste al morir, ya nunca te
olvidaremos. De hoy en más, las letras de tu nombre serán para nosotros como los
ecos que aún despiertan muchos años después en nuestro corazón, los cantos
monótonos con que arrullaban nuestras madres nuestro sueño cuando niños, cantos
que alguna vez apagaron las tempestades de los errores del corazón; pero que de
nuevo escuchamos, cuando tendemos llorando la mirada a nuestro mejor pasado.
¡Hijo del pueblo!, si aún hay plegarias en tu alma, reza por Hidalgo que era tu padre,
y tú, ¡pobre hijo del pueblo, no has tenido muchos padres; si aún hay lágrimas en tus
ojos, llórale, porque fue mártir!, si aún eres bueno, ¡piensa en él, piensa en él!…
La muerte de Hidalgo, fortificó a la tiranía con la muralla del desaliento que se
apoderó de los mexicanos, las venganzas continuaron, de nuevo asesinó la
inquisición, de nuevo se ensangrentaron los cadalsos y la mayor parte de los hombres
que componían aquel ejército, tornó a llorar a sus cabañas creyendo que Dios le
retiraba su amparo; hubo en Anáhuac más familias huérfanas, hubo más madres sin
hijos, hubo más desdichados en las oscuras prisiones, encontraron vasto y justificado
campo las crueldades de los favoritos de los virreyes que suspiran por un puesto
honorífico, nuevos mártires conquistaron el cielo en el cadalso; pero, ¡ah!, bien se
pueden destruir millares de hombres sin destruir una idea, y si por algún tiempo
cesaron las batallas, continuó esa guerra silenciosa, guerra de ideas, guerra de
principios, guerra de razas, y entonces apareció venciendo ese gigante Morelos, ese
Hidalgo de 1811 que sin elementos dominaba las costas del sur de la Nueva España;
Terán, general científico, que por sus talentos militares parecía un jefe del ejército de
Bonaparte; Guerrero, ese noble y desdichado caudillo, que durante diez años mantuvo
encendido el fuego santo de la libertad, en las montañas del sur y a quien el porvenir
preparaba la traición y el asesinato en pago de su constancia heroica. Victoria, ahora
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prófugo, fugitivo, errante en los desiertos de Veracruz y que un día arrojara en
Oaxaca su espada al agua para atravesar a nado un foso, a cuya opuesta orilla le
aguardaban masas enemigas que huyeron espantadas de este rasgo sublime de valor
espartano; bravo, que perdonaba a los asesinos de su padre. ¡Cuánta orfandad,
cuántas venganzas, qué de lágrimas, cuántos rasgos de valor, cuántos sacrificios!
¡Qué de martirios, qué de lástimas!, no habría en esa lucha tenaz de once años, lucha
horrible, constante, que ya no podía prolongarse por más tiempo. Iturbide, ese
Morelos de 1821, dio el último paso, organizó un plan salvador, reunió un ejército
para proteger el partido por él antes combatido y marcha a ponerse de acuerdo con
Guerrero, el único jefe que continuaba la guerra con algunos soldados. Los dos
caudillos se encuentran en Acatempan. Guerrero que conoce las ideas de Iturbide, le
dice con una voz entrecortada por la emoción: «¡Ah, señor, encargaos del mando de
esta pequeña tropa de valientes que me sigue hace diez años y yo serviré como simple
soldado a vuestras órdenes!» Iturbide no puede contenerse a este rasgo admirable de
generosidad y desinterés patriótico y se echa llorando casi en sus brazos. Los dos
generales permanecen así un instante abrazados, sin que los sollozos les permitan
hablar; pero sin hablar se lo han dicho todo; uno se acuerda de los sufrimientos de
una azarosa guerra de diez años, se acuerda de los desdichados valientes que ha visto
morir a su lado, por la miseria, las privaciones o el acero enemigo; el otro piensa en el
tiempo funesto en que el error lo ha tenido afiliado a las banderas españolas, y se
arrepiente y promete sacrificarse en las aras de la patria. ¿Qué pensaron esos dos
hombres que caracterizaban la honradez y el genio militar; en ese momento solemne
en que una misma idea les arrancaba iguales sollozos? ¿Qué pensaron cuando ellos,
naturalezas sufridas así se conmovían? ¡Quién sabe!, pero los soldados al ver
conmovidos a sus jefes, se conmueven también, y sus manos se estrechan fraternales
jurando no volverse a armar con contrarias espadas, y un lamento universal de
entusiasmo se alzó en aquel campo. Ese abrazo, fue una restitución, y pocos meses
después la Independencia estaba consumada, y el ejército vencedor y libertador era
recibido en la capital que en aquel día solemne parecía despertar de un letargoso y
espantador sueño de tres siglos.
¿Pero a qué referir la vieja historia de nuestra Independencia, que ninguno de
vosotros ignora? ¿Quién de vosotros no la ha escuchado, acaso de los mismos
testigos presenciales, cuando niño en un rincón del hogar, en las noches inclementes
del otoño, mientras la lluvia caía gemidora fuera?; ¿quién no le conoce envuelta por
el encanto de las tradiciones populares y aumentada en proporciones por el sencillo
terror de las nodrizas?, ¿quién no ha jugado de niño con una de esas viejas y mohosas
espadas que yacían olvidadas en un rincón del hogar y cuya vista arrancaba lágrimas
de alegría y despertaba gratos recuerdos a un anciano que tal vez había combatido
con ella? ¿Quién no ha llorado con el suplicio de Morelos y las crueldades de
Calleja?, ¿quién pálido por el entusiasmo, con los ojos húmedos por la emoción no le
ha escuchado a un orador del pueblo?
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Referiremos ligeramente los sucesos posteriores.
Conquistada la Independencia a costa de sangre, Iturbide se puso al frente de la
nación para regir sus destinos; pero este héroe se dejó deslumbrar demasiado por el
brillo de su gloria, y tuvo el error de hacerse nombrar emperador. Yo nada diré de ese
nombramiento; pero creo que se necesitaba hasta cierto punto en el país, un gobierno
absoluto que algo dominara la anarquía y la desmoralización que debía quedar
naturalmente, después de una guerra de diez años, y más tarde aquel imperio se
hundiría por su propio peso, sin que se derramara sangre, y el mismo hombre que en
la desmoralización se había llamado emperador, en el orden republicano se podría
llamar presidente. Esta cadena natural de los sucesos, habría enseñado al pueblo a
respetar los gobiernos, puesto que había amado al mismo emperador, porque veía en
él aún al héroe de Iguala; el pueblo se habría enseñado a conservar la paz, la paz
regeneradora, que es la vida de las naciones, el secreto de su felicidad, y no se le
habría acostumbrado a la desmoralización y la desobediencia; pero hubo un hombre,
señores, hubo un hombre funesto, nacido para la desdicha de México, un hombre más
traidor que Judas, que dio al pueblo el primero ejemplo de desobediencia y fundó la
escuela de rebeliones y motines, que desde entonces han ensangrentado al país, sin
dejarle respirar por un momento la consoladora brisa de la paz; hubo un hombre que
cambió el tierno lazo de la unión nacional en las cadenas de la venganza, y el arado
del campesino en el fratricida puñal de las discordias y la lucha civil. ¡Ya sabes,
pueblo, cómo se llama ese hombre!, por desgracia te has enseñado a pronunciar su
nombre con horror. Hoy el abandono político pesa sobre él y no debemos referir su
criminal historia para maldecirle. Harto tiene ya con su conciencia, con el torcedor de
su pasado, y acaso con la luz de un arrepentimiento tardío para México. ¡Que el
Señor le quiera perdonar, en el último día, en el día de la reparación!
Desde entonces acá no ha habido en México, más que infortunio, venganzas
encubiertas con el manto de la política y protegidas por el desmoronamiento social en
que hemos vivido, persecuciones, asesinatos, destierros, orfandad, todas las
consecuencias, en fin, de la guerra civil, y ¡cosa admirable!, en medio de esa anarquía
en que nos hemos agitado. México ha progresado notablemente, probando que sólo
necesitaría el descanso de la paz y la emulación que da la fraternidad, para ponerse a
nivel y aun aventajar a las naciones cultas de Europa; pero es México, sirviéndome de
una comparación trivial, como esos desdichados que se entregan al desenfreno de la
prostitución, robustos, lozanos, llenos de juventud y vigor; pero a los pocos meses, su
vida se envenena con aquella atmósfera viciada, y languidecen, y comienza a
apagarse su existencia, como lámpara que azota inclemente el vendaval; mas
entonces, si la voz de la razón y de la conciencia habla a su corazón, arrancándoles de
ese estado funesto, en pocos meses, también recobran su vigor, su juventud y su
lozanía, dejando ya de simular cadáveres vivientes.
¿Qué ha sido de la libertad de 1821? Partido que has especulado con la desdicha
del país, partido deshonrado que intentas llamarte: aristocracia, clero y ejército de
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México, y que no eres más que clase inútil, clero impuro y ejército desmoralizado,
¿dónde están Iturbide y Guerrero, raza de tigres que te has alimentado con la sangre
de los buenos ciudadanos?; ¿qué hiciste de Mejía?, Revolucionarios, hijos de
inquisidores, convertisteis el laurel del héroe de Iguala en un patíbulo; pero nosotros
os conocemos, porque nunca se borrarán de nuestra frente las manchas de sangre,
nosotros vemos brillar en la sombría oscuridad de la traición, el siniestro puñal de
vuestras venganzas. Familia de Caníbales, ¿qué habéis hecho de Guerrero?,
¡cobardes!, le asesinasteis porque era oscuro, porque era hijo del pueblo, porque no
os erigió en nobleza como lo deseabais. ¡Traidores!, le llamasteis a un festín, al festín
de la muerte, de donde érais vosotros, ¡asesinos!, dignos convidados.
¡Ejército que un hombre desmoralizó!, ¿de qué otra cosa has servido que de ciego
instrumento a venganzas y ambiciones?
Infames revolucionarios, en vez de buscar el sustento con el trabajo del hombre
honrado y del buen ciudadano que respeta a su gobierno amparándose con la ley, en
vez de formar, el soldado fiel a su nación y que como el pan bendito del orden
religioso y civil, habéis convertido a la patria en ensangrentado teatro de vuestras
ambiciones, por ceñiros una banda de general, por llegar a un ministerio habéis
caminado sobre una alfombra de cadáveres, sin ver los arroyos de sangre que
atravesabais, y sin oír los lamentos desgarradores de las familias, que vuestra
rapacidad había dejado huérfanas.
¡Noble ejemplo por cierto, nos habéis dado a nosotros jóvenes! Nosotros al nacer
hemos recibido por bautismo las lágrimas de nuestras madres que gemían a nuestros
muertos o desterrados padres, que bebían el agua de ríos extranjeros amargada por su
llanto, y comían el mendigado y negro pan del proscrito; nosotros desde niños hemos
visto brazos hermanos armados de contrarios puñales, hemos contemplado el
vendaval envenenado de la guerra civil penetrar hasta el rincón más santificado de la
casa, quemando y agostando las más hermosas y de más blando perfume, flores del
jardín paterno.
Esta juventud del día os debe avergonzar, esta juventud que ya no escucha
vuestros pérfidos consejos, que ya no imita vuestro funesto ejemplo, a vosotros
apóstatas del presidio, Bonapartes de procesión, caudillos de motines; esta juventud
que estudia y progresa al estruendo del cañón fratricida; este pueblo sufrido que
prefiere el rudo trabajo y la miseria, a las galas postizas de la deshonra y de las
victorias de un día, ese indio que no se aprovecha para conquistar con el derecho de
la fuerza que por egoísmo le ofrecéis, una ciudadanía que hasta aquí sólo tiene de
nombre, y espera en silencio, que un gobierno justo le dé sus garantías sociales.
Una nación traidora se ha aprovechado de nuestra desunión, ha ensangrentado
nuestro florido suelo con una guerra injusta y afortunada vencedora de un vencido
desdichado, ha hecho flamear su triunfante pabellón en el palacio mismo de
Moctezuma; afortunada, sí, afortunada no más; especuladora de las circunstancias,
porque, ¿podría acaso su ejército compararse con el verdadero ejército de México, el
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ejército del pueblo, que se llamó, ejército del norte y que prefirió la muerte a la
deshonra? A la Europa se le dijo que un puñado de hombres había penetrado hasta el
centro de nuestro país; pero la Europa no vio, que por mala disposición o por
desdicha, nunca se combatió con fuerzas iguales al menos. Nunca, no, siempre un
grupo de hombres, dos o tres batallones solamente, conteniendo el esfuerzo de todo el
ejército invasor, aunque a poca distancia se encontrasen inermes, millares de
soldados, que muchas veces veían perecer a sus hermanos, sin poderles auxiliar,
porque entretanto sus jefes reñían, o decían esperar órdenes.
¿Habrá alguna vez entre los soldados de esa nación un Gelaty, atando a su cintura
la bandera de su cuerpo al morir, por no entregarle, un general León, un Balderas, un
Peñuñuri…?
¿Y después de tanta afrenta ha podido crearse un nuevo partido, que se llama
anexionista? ¡Imposible!, en ningún corazón mexicano puede albergarse tan siniestro
pensamiento; ningún hombre sin ser traidor, puede tener más que una patria.
¡Imposible!, pueblo, te quieren engañar; no les creas, intentan hacerte órgano ciego
de privadas venganzas. ¿Podría alguna vez un mexicano, olvidarse de la derramada
sangre de sus infelices hermanos?, ¿podrá pensar sin horror en Texas, Nuevo México,
Chihuahua, Sonora, California? Ése sería un hombre todo contradicción, que se
alegraría de ver a otro hombre insolente, engalanado con vestidos que le
pertenecieron y que con la ley de la fuerza le arrebató. ¡Imposible! Si me dicen que la
civilización debe extender sus progresos a los países desiertos y abandonados, yo
responderé: que la propiedad es la justicia, y que la justicia es Dios, es la salvaguardia
contra la injuria y que «justicia» debe ser la base de los países que se llaman
republicanos y civilizados.
Las funestas consecuencias de tan continua discordia, han sido la creación de un
nuevo partido, partido de egoísmo, partido nulo que desentendiéndose completamente
de una patria con que ya ha especulado demasiado, ha hecho su patria del yo y su ley
de su conveniencia, o más bien, con la ponzoña de su envenenada lengua ha atacado a
los gobiernos progresistas, con intrigas mujeriles, intrigas de portería; ha presenciado
indiferente una invasión extranjera, y dos veces traidor ha vivido degradado junto al
soldado invasor por los intereses de un comercio servil, y con el dinero maldito del
enemigo de su patria que también debía ser su enemigo, ha comprado un bienestar de
oprobio y de vergüenza.
En medio de este caos político, en que hemos vivido, sin contemplar la luz, han
pasado desapercibidos los hombres de genio que son fanales de las naciones; la luz de
la ciencia y de la filosofía religiosa no ha podido alumbrar el abismo de la
superstición que la guerra civil ahondaba más y más; las consoladoras palabras del
evangelio político, imitación del Evangelio de Jesucristo, se han perdido entre el
estruendoso rumor de los cañones, los lamentos y el clamoreo de vencidos y
vencedores, que no habían conquistado más principio que el de la fuerza. Los
científicos, los artistas y los literatos, flores de civilización, han sido despreciados, la
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hiel del despecho y del desencanto ha destilado lenta a su corazón, la ingratitud les ha
hecho morir, pobres, miserables, desdichados, acaso enterrándose de la caridad,
dejando por herencia a su familia, la mendicidad y sus obras como inútil padrón de la
nobleza del talento, o la envidia y la miseria les ha obligado a refugiarse en lejanos
países y vender sus trabajos y sus útiles descubrimientos a gobiernos extranjeros.
En vez de crear como en Europa la nobleza verdadera, la del talento, el valor, los
antiguos servicios, la nobleza republicana, se ha erigido una aristocracia; nobleza de
dinero, parodia de la aristocracia de Europa, clase inútil y ridícula que ni como parte
de consumo sirve, puesto que emplea artesanos extranjeros; mujeres hermosas, sin
afecciones patrias que sueñan con un título de damas de la reina; jóvenes sin
creencias políticas que deliran con un nombramiento de conde, o cortesano de rey.
¡Risible, monarquía sin monarca que no forma ni ciudadanía!
Los artesanos se consumen sin trabajo, el pueblo no forma parte del pueblo. La
lucha civil no ha dejado crear ni un carácter, ni unas costumbres nacionales,
desarrollando una sociedad mixta de lo más extravagante, aristocracia arlequín,
aristocracia «polichinela» que en sus costumbres, su idioma, sus inclinaciones y hasta
en su traje, imita o procura imitar a diferentes sociedades de Europa, sin dejar fijar un
sello de originalidad que indique un existir político, apacible, uniforme y progresador.
La diversidad de opiniones ha ido hasta el corazón de las familias a establecer la
diversidad de costumbres, y no es raro encontrar una familia viciada, cuyos miembros
difieren de la manera más extraña. Una madre que guarda aún y se arraiga a las
preocupaciones del gobierno virreinal; un padre, que lanzado completamente al
torbellino de las revoluciones, descuida la educación de sus hijos; unas jóvenes que
imitan el lujo y el desenfreno escandaloso de la sociedad parisiense; un joven que se
reconcentra inútil en las excéntricas ideas de los ingleses; niños que con tan funesto
ejemplo a los diez años ya tienen opiniones diversas y ya se inclinan a afiliarse en un
partido de los que dividen al país; criados víctimas, que por el estado de servilismo en
que se les tiene, no se diferencian de los desdichados hijos de África o de los salvajes
de nuestros desiertos.
Y en medio de este caos revolucionario ¿qué ha sido de ti, pobre indio?, ¿qué se
ha hecho por tu existir social? ¡Nada, absolutamente nada!, ha continuado tu vida de
agonía y esclavitud. Tú ilevas en tu ser los gérmenes para formar un pueblo honrado,
laborioso, civilizado; pero te han relegado al olvido civil y te han negado de hecho el
derecho de ciudadanía; víctima de la tiranía de un mal juez y la codicia de un mal
sacerdote, se ha traficado con tu sangre y con tus lágrimas. Esclavo de un propietario
rico y cruel, tu vida ha continuado casi tan espantosa como bajo la dominación
española. Hijo de la degradación y el servilismo, la desgracia te ha hecho
supersticioso y hasta idólatra, cerrando tu corazón a los efectos dulces de la vida; te
has vuelto a la naturaleza, y cansado de la ingratitud de los hombres tus hermanos,
has consagrado toda tu ternura a los objetos. Hasta tus cantos populares respiran esa
tristeza desconsoladora que te consume. En medio de las tinieblas de la ignorancia en
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que vives, a veces siniestros pensamientos cruzan por tu mente; conoces que una
agitación de tu parte te volvería tus derechos; pero los rechazas; porque tú, ¡pobre
indio!, no eres vengativo ni sanguinario; porque tú, ¡pobre indio!, esperas aún tu
felicidad por el camino de la paz y la justicia; porque tú, ¡pobre indio!, eres
demasiado bueno para sufrir, y demasiado noble para resignarte.
¿En dónde están los elementos de la prosperidad de México? Están en la paz, la
unión y el trabajo, esa trinidad social que da reposo a las naciones, que ata a sus hijos
con el dulce lazo de la ternura y las afecciones patrias, y los hace marchar con
identidad de voluntades al progreso.
¿Cuál es la forma de gobierno que más conviene a México? La república, la
verdadera república, que es la justicia, la fraternidad, la garantía, el apostolado, los
mandamientos, Dios. ¿Podremos alcanzar la felicidad nacional? Sí, si lo queremos.
¿De qué manera? Yo lo diré en pocas palabras.
Que en la formación del gobierno haya acierto para elegir a los funcionarios,
prefiriendo a la honradez y al talento; que en vez de crear un ejército numeroso que el
país no puede sostener, y formarlo con los frutos podridos de los presidios abiertos
por los motines y las revoluciones, se destruya la leva, ese ataque contra el derecho
que todo hombre recibe de Dios al nacer, ese manantial de lágrimas de las familias,
ese comercio de sangre, ese dominio de la fuerza; creando al soldado voluntario,
garantizándole su subsistencia y sus derechos de hombre y en vez de concentrar,
afeminándolo en las capitales se le lleve a las fronteras amenazadas por los
filibusteros y los bárbaros; el soldado mexicano, es el verdadero soldado, valiente,
sufrido, pero los motines lo han desmoralizado, y ha derramado su sangre en
beneficio de un hombre ambicioso y no de la conservación de una república; que el
gobierno cuide minuciosamente de la educación del pueblo y de los indios,
planteando escuelas numerosas, vigilando a los fraccionarios de las aldeas; que el
cura, en vez de ser un tirano, sea una providencia; que se castigue a los
revolucionarios y alborotadores, que los legisladores y diputados en vez de decir
hermosas palabras, velen por la felicidad o conserven los intereses del pueblo que los
envía al congreso; que el propietario ampare a los indios sus obreros, ya que el indio
es honrado ciudadano, excelente labrador, fiel soldado, apegado con todo su corazón
a las afecciones de familia que son el origen de las afecciones patrias; que vea un
padre en el gobierno, y entonces enviará a su hijo a la escuela, sustituirá a esos nidos
humanos donde la miseria lo tiene, sencillas y aseadas cabañas; cubrirá con vestidos
sus desnudos miembros y contribuirá al bienestar y al progreso de la nación. Que la
agricultura y la minería, verdaderas fuentes de riqueza del país, encuentren la
protección del gobierno; que se fomente la colonización, que se arregle la propiedad,
y entonces donde hoy hay incultos desiertos habrá haciendas; los brazos hoy ociosos
encontrarán un trabajo útil; que se establezca un código que cada ciudadano pueda
conocer, para evitar ser víctima de la codicia de un abogado embrollador; que se quite
a los abogados esa intervención funesta que tienen en todos los negocios del país, que
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el telégrafo conduzca el pensamiento de un extremo a otro de la nación; que el
camino de fierro atraviese desde el istmo de Tehuantepec hasta las llanuras de
Sonora, desde el océano Pacífico hasta los puertos del Golfo de México, y en los
países donde hay caminos de fierro, no hay ladrones y hay trabajo para los artesanos
y los científicos, y encuentran un giro los capitales muertos; que el talento encuentre
recompensa; que se comprenda el verdadero espíritu de la religión, de esa religión,
purísima fuente de felicidad, bálsamo de las llagas incurables del alma, que enseña en
las aldeas el modesto párroco o en los desiertos el sufrido religioso, y no ese
cristianismo de procesiones y prácticas exteriores que enseña el clero noble de las
ciudades, el canónigo rico y perezoso que tiene más de gran señor de la edad media
que de apóstol de Jesucristo. Que se infunda en el corazón del pueblo ese respeto a
las autoridades civiles y religiosas y no los malvados y los insolentes, apoyados en las
palabras, «progreso», «libertad», «adelanto», «igualdad», «fanatismo», se crean con
derecho para desobedecer la ley que dicte su honrado juez, o para insultar a su
modesto y virtuoso sacerdote. Que no se descuide tanto la educación de la mujer y se
recogerán provechosos frutos y palpables buenos resultados. Que los hombres en vez
de formarse una profesión de la política, se hagan científicos o artesanos. El pan que
se gana con las revoluciones está empapado con lágrimas y sangre. Que la prensa en
vez de ser órgano de persecuciones, y centro de ridículas cuestiones privadas, de
insolencias y de parodias, sea fuente de luz donde se discutan los intereses
nacionales, que en vez de desacreditar al funcionario público honrado e intachable,
echándole en cara sus defectos de hombre, y penetrando hasta el centro de la familia
para sacar a la pública luz sus flaquezas, dé el primer ejemplo de moralidad,
desterrando esas teorías de progreso impracticables y extravagantes que sólo prueban
el talento de un erudito; pero no la buena intención de un hombre patriota.
Y este cuadro no es la ilusión del deseo y la esperanza.
Si México respirara durante diez años «el regenerador aliento de la paz», se
realizaría tan dulce ilusión patria.
México, permitiéndoseme la comparación; es como esos jóvenes de buena
educación que por las circunstancias de la vida, se lanzan demasiado temprano al
torbellino del gran mundo y a los catorce años ya consumen sus noches en las orgías
y la voluptuosidad, los brindis y las blasfemias, apurando muy tiernos, niños casi, las
fuertes emociones y gastados cierran su corazón a los efectos dulces al comenzar su
juventud; pero entonces un buen consejo, la religión, un puro amor, una santa
afección, los vuelve al buen sendero, recuerdan su primera educación y abandonan
sus errores haciéndose buenos ciudadanos. México tiene en su voz los elementos para
la felicidad, pero ha consumido temprano su vida embriagada en las orgías de
estériles triunfos sobre humanos. La paz la regeneraría.
México es como esas bellezas sin amor que se consumen de tedio a los veinte
años, porque las impresiones de pasiones tempestuosas, o de banales adulaciones de
salón han agitado su existencia; pero los goces de la maternidad y las santas dulzuras
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de la familia les vuelven la alegría y la paz del corazón.
Yo tengo esperanza; yo creo en el porvenir dichoso de México. ¿Acaso sientan
bien las manchas de sangre en la frente y los gritos de guerra en los labios de esta
beldad que tiene por espejo un cielo siempre azul, retratado en aguas purísimas de
dormidos lagos; por alfombra flores; por aliento aromas ele nardos y rosas, y por
acento músicas de aves?
Un célebre escritor ha dicho: «Todo progreso es un esfuerzo, todo esfuerzo una
pena, y toda pena tiene su gemido. Las transformaciones políticas son una labor, el
pueblo es el obrero de su propio porvenir. ¡Cuidado!, el porvenir le mira y le
aguarda.»
Sí, mexicanos aún es tiempo, agrupémonos en torno de la bandera nacional,
amparémonos con las leyes republicanas, procuremos olvidar el pasado para pensar
en el porvenir, estrechemos llorando nuestras manos dándonos el dulce título de
hermanos. Hemos cometido errores, más que crímenes. Si el pasado es un abismo, el
presente es una esperanza, y el porvenir es la felicidad. Formemos una gran familia
unida con los dulces vínculos de la ternura y el amor. Seamos como bandadas de
palomas que atraviesan dolientes el espacio, heridas por un mismo tiro. Dios perdona
y olvida los errores de los pueblos, seamos buenos ciudadanos y seremos buenos
hijos y honrados padres.
¿Qué es el porvenir para la virtud? Es la vida en esa república de la eternidad que
se llama cielo y está al otro lado del sepulcro.
¡Que esta noche de recuerdos preceda al primer día de felicidad; que el yermo
erial y solitario que formó la guerra civil, se torne en el encantado vergel de la
libertad, donde nos embriague dulcemente el perfume suavísimo de las flores de la
civilización! ¡Ya no más odios, ya no más lágrimas, ya no más sangre, ya no más
proscripciones! Lloren de alegría los ojos que lloraron de pesadumbre; levante
plegarias de gratitud el corazón que las levantó en las tribulaciones de la patria; besen
la bandera nacional, los labios que profirieron blasfemias; vuélvanse a Dios en acción
de gracias las manos que se armaron de puñales; formen la muralla del gobierno
republicano y la religión, los pechos que exhalaron gritos de rencor y suspiros de
despecho, y esas lágrimas, esas plegarias, esos besos, esos suspiros, formarán el
himno más elocuente que de un pueblo pueda llegar hasta el trono del Señor.
¡Mexicanos: el pasado se olvida, el presente pasa, el porvenir espera!
¡Mexicanos!… Dios ampare a la nación.
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LA CLASE MEDIA
NOVELA DE COSTUMBRES MEXICANAS
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AL JOVEN POETA JOSÉ MARÍA RAMÍREZ
Hermano:
Reciba ud. esta pequeña novela en prenda de amistad, recíbala vd. como un recuerdo
de esas horas amarguísimas de nuestra vida que hemos pasado juntos, lastimado el
corazón por unos mismos dolores, recíbala Ud. como todas mis obras, empapada
todavía con las lágrimas que sin esperanza he derramado por la gloria, con la misma
benevolencia con que han recogido mis versos Zorrilla y Florencio Castillo.
Usted, pobre amigo mío, desde la soledad de su retiro me ha seguido con una
mirada cariñosa por el viaje de la vida, me ha visto luchar con una suerte siempre
contraria y sufrir con la fe de un mártir, y cuando he venido a Ud. con el corazón
lastimado, me ha dado tiernos consuelos y ha vuelto a colocar en mis manos la pluma
que el desconsuelo me había hecho soltar.
Recíbala Ud., no como lo que ella vale, sí como una prenda de desinteresado y
fraternal afecto.
Al sentir mi abandono en la vida, he levantado en mi corazón un altar a la
amistad.
Su hermano
Juan Díaz Covarrubias
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I
EL HOTEL DE LA GRAN SOCIEDAD
Por una hermosa tarde del mes de julio de 1854, dos jóvenes que por su traje y sus
maneras revelaban desde luego pertenecer a la clase más distinguida de la sociedad
mexicana, atravesaron tomados amistosamente del brazo, el espacio que hay entre la
Alameda y la entrada del puente de San Francisco.
Uno de ellos representaba tener muy cerca de treinta años, era de elevada y
elegante estatura, su rostro pálido y el círculo sombrío que rodeaba sus hermosos ojos
negros, indicaban a primera vista una juventud consumida en las orgías y la
prostitución.
Vestía con cierto abandono un elegante surtuot de color oscuro, un chaleco de
terciopelo de anchas solapas y un pantalón de delgado casimir color de flor de lila,
que dibujaban una pierna fina y bien contorneada y que caía sobre unas botas
cuidadosamente barnizadas; rodeaba su cuello hermoso como el de una estatua de
mármol, una corbata de raso bordado y sus manos aprisionadas en unos guantes
claros, jugaban con un delgado bastoncillo con puño de oro: debajo de su sombrero
negro de seda, que se calaba hasta las cejas, sobresalía una cabellera casi rubia y
naturalmente ensortijada.
Su compañero era un joven de veinte a veintidós años, endeble, raquítico,
llevando impresas en su rostro insignificante, las señales de una juventud envejecida
por la prostitución y vestido con la misma elegancia.
Los dos amigos atravesaron confundidos entre la multitud y el estruendo de los
carruajes que se dirigían al paseo de Bucareli, saludando a algunas de las jóvenes
hermosas que dentro de ellos se reclinaban, o diciendo sangrientos chistes acerca de
otras, las suntuosas calles de San Francisco.
Al llegar a la esquina del Espíritu Santo, otros dos jóvenes, vestidos con igual
elegancia y tomados igualmente del brazo, desembocaron por la calle de San José del
Real.
—Espera, ¿no son aquellos Enrique y Luis? —dijo a su compañero el más joven
de los elegantes.
—Ellos son en efecto —respondió éste.
Los dos jóvenes se acercaron.
—Buenas tardes, amigo Isidoro —dijo uno de ellos estrechando con efusión la
mano del joven de quien hemos hecho la descripción.
Cuánto me alegro de volverte a ver, no sabía que habías llegado ya de París.
—Hace dos días solamente que me hallo en México y aún no he tenido tiempo de
saludar a todos mis amigos; pero ahora que por una casualidad nos encontramos,
aprovecho la ocasión para ponerme a tus órdenes y a las de Luis, como siempre —
dijo Isidoro tendiendo la mano al compañero de su interlocutor.
—Pero, en vez de estar aquí parados en medio de la calle, ¿no sería mejor que
fuésemos a descansar un rato y tomar una copa en el Bazar que está sólo a un paso?
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—observó Luis.
—Mejor en la Gran Sociedad, donde hay gabinetes separados y donde podremos
conversar más a gusto —dijo Enrique.
—Pues a la Gran Sociedad.
Vamos, pues.
Y los cuatro jóvenes, formando una sola hilera que ocupaba todo el ancho de la
acera, e impedía el paso a los transeúntes, atravesaron la calle del Espíritu Santo.
Los que no conozcan este hotel, sepan que es un vasto edificio situado en la
esquina de las calles del Águila de Oro y del Espíritu Santo: en su piso superior se
sirven comidas y en el inferior café, helados y todo género de licores.
Los cuatro amigos penetraron en él por la puerta que da a la última calle, y
después de haber atravesado un patio que adornan algunos jarrones con naranjos
pequeños, se instalaron en uno de los gabinetes que forman el ala izquierda del
edificio.
Un criado acudió solícito.
—¿Qué tomaremos? —preguntó Luis.
—Mira —dijo Isidoro dirigiéndose al criado—, haz que preparen una jarra de
ponche, y entretanto está, trae cuatro fósforos,[1] dos botellas de champagne, dos de
Sauterne y cuanto creas que podemos comer de bizcochos, pasteles y otros regalos de
esa clase.
El mozo fue a traer lo pedido.
—¡Diablo! —dijo alegremente Enrique, veo que Isidoro, en vez de corregirse con
el viaje a París de sus instintos de orgía, ha vuelto, por el contrario, con su gusto más
refinado por esa parte.
—¡Oh! si me hubieran ustedes visto en esas alegres noches del último carnaval,
beber, bailar y besar unos hombros desnudos hasta caer desfallecido por la triple
fatiga; si me hubieran visto en esas estrepitosas comidas del café Tortoni y la Rocher
de Cancale. ¡Oh!, aquello era gozar —dijo Isidoro estremeciéndose al recuerdo de
tales delicias.
—¿Y por eso quieres hacernos beber hasta reventar?
—Sí Enrique, ustedes tres, son tres de mis buenos amigos, y es justo que esta
tarde que nos volvemos a encontrar después de dos años, nos alegremos hasta…
—Hasta la embriaguez, ¿no es verdad?
—Bien dicho, Carlos, hasta la embriaguez.
El mozo trajo lo que se le había pedido en un enorme azafate.
—¿Ya están preparando el ponche? —preguntó Isidoro.
—Sí, señor amo, dentro de un ralo estará.
—Bebamos, pues, amigos míos —continuó.
—Bebamos —respondieron en coro los tres elegantes.
—¿Y por qué no has permanecido más tiempo en París?
—Friolera, Carlos, porque habiendo muerto mi padre, yo tenía que arreglar mis
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intereses, que de otra manera habrían ido a parar a manos extrañas.
—¿Es decir que te encuentras ahora a la cabeza de un magnífico capital de cien
mil pesos lo menos?
—Una cosa así.
—¡Bonito caudal!
—¿Y cuánto has gastado en ese viaje a París?
—Alguna cosa, Luis, porque además de la mesada que el bueno de mi padre me
había asignado, no pasaban ni tres meses sin que le mandase pedir nuevas cantidades.
—¡Diablo!
—Figúrate, que en los dos años que he permanecido fuera de mi país, he vivido
sumergido en toda clase de placeres, he vivido un año en París y otro he empleado en
viajar.
—¿Por dónde?
—He recorrido casi toda la Francia, después me embarqué en Marsella para
visitar a Nápoles y todos los puertos del Mediterráneo, he atravesado la Italia.
—¡Cuánto has gozado!
—Mucho, Enrique; he paseado en coche con las grisetas y las loretas de París; me
he reclinado en el hombro de una mujer atravesando en una góndola el canal de
Venecia; he caminado por el Pópolo con una romana; he ido en Sevilla a los toros,
vestido de majo con una manola linda como un sol; he surcado las ondas del
Mississippi solo con una bella cuarterona, en un ligero buquecito de vapor cargado de
algodón.
—¡Qué placer!
En ese momento el criado trajo el ponche que despedía azuladas llamas e
iluminaba con una luz siniestra, como la que se refleja desde su infierno sobre la
severa frente del Dante, a los cuatro calaveras, ya medio embriagados por los vapores
del licor.
Ya era casi de noche, y el criado encendió un quinqué.
Los jóvenes comenzaron a apurar sendos tragos de ponche.
—¿Y Amparo, que ha sido de ella? —preguntó Carlos.
Isidoro fingió no haber escuchado.
—¿Qué sé yo? —dijo Isidoro encogiéndose de hombros y apurando un vaso de
ponche.
—¡Pobre muchacha!, es muy probable que ahora pida limosna —dijo Enrique en
cuyo corazón todavía germinaba un resto de sensibilidad y de nobleza.
—Me parece que una vez que he ido al templo de San Fernando para ver a mi
Carolina, la he mirado orando en un rincón —dijo Carlos.
—¿Qué tiempo hará de eso? —preguntó Isidoro con indiferencia; pero sin poder
ocultar la conmoción que causa en el alma por encallecida que esta sea, un
remordimiento.
—Hará seis meses.
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—¿Pero la conoces tú acaso?
—Dos veces solamente la he visto, Isidoro, dos veces que tú me la has enseñado
ha dos años.
—¿Y dónde vive ahora?
—No sé, puesto que ni tú mismo lo sabes.
Isidoro apoyó la cabeza entre sus manos y pareció sumergirse en una profunda
meditación.
—¡Eh!, qué diablos te ha sucedido Isidoro, ¿irías acaso a ponerte triste por esa
chicuela? —exclamó Enrique.
—No ciertamente, no vale la pena, era bonita, débil, me enamoré de ella, la
abandoné… y terminó la historia —dijo Isidoro.
—Pues bebamos entonces.
—Bebamos.
—Por tu salud.
—A la tuya.
—¿Y en qué piensas ocuparte ahora en México?
—Voy a pasar el rato con la linda Eulalia de Guzmán, a quien he visitado anoche
y a quien he encontrado hermosa, rica, coqueta, incitadora.
—Pues a la pronta coquista de Eulalia —dijo Luis alzando su vaso.
—A la pronta conquista de Eulalia —repitieron sus amigos bebiendo.
Isidoro apuró su vaso.
Los jóvenes habían llegado a ese grado de excitación, en que se dice exactamente
lo que se piensa, en que las ideas amontonadas en el cerebro, se expresan sin orden en
atropelladas frases, en que las impresiones llegan a su mayor grado de exageración, y
el hombre, no tomándose la pena de ocultarlas, canta o llora, según su naturaleza.
—Hermosa de veras es Eulalia; hace pocas noches la contemplaba yo con delirio
en el teatro.
—¡Oh!, esa noche estaba divina —exclamó con estusiasmo Luis.
—Y orgullosa como bella —murmuró sentenciosamente Carlos.
—Con razón lo dices —dijo Enrique.
—Sí; yo he sido uno de los muchos que han pretendido ganar su inexpugnable
corazón. He empleado dos meses en seguirla al paseo, al teatro, en rondarle la calle,
en enviarle perfumados billetes que ni se ha tomado la pena de leer.
—¿Es decir que no has obtenido nada de ella? —preguntó Isidoro.
—Nada, absolutamente nada.
—¿Y crees que yo obtenga algo?, amigo Garlos.
—¡Ah!, tú es cosa diferente; eres rico, elegante, vienes de París, visitas su casa.
—Sin embargo, la rodea una turba de pretendientes y de aduladores y creo muy
difícil hacerme notar de ella en ese caso.
—¡Viva el amor! —gritó Luis medianamente borracho, arrojando sobre el
mármol de la mesa su vaso que se estrelló en mil pedazos.
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—Viva el amor, el placer, las buenas mozas —respondió Enrique, que había
llegado a igual estado que su amigo.
—Ahora que ya sabemos en lo que se ocupa Isidoro; diga cada uno de nosotros
en lo que pasa su tiempo —propuso Carlos.
—Sí, sí.
—Empieza tú, Carlos.
—No, que comience Luis.
—Pues yo —dijo Luis apurando un largo trago de ponche, me levanto entre diez
y once, salgo a pasearme por las calles de San Francisco, para hacerme peinar y
comprar lindas chucherías en casa de Montauriol, vuelvo a casa a las doce y bajo al
despacho para ayudar a mi padre en sus cuentas, hasta las tres, a las cinco monto a
caballo para correr en Bucareli detrás del coche de Guadalupe; de las siete a las ocho
ayudo a mi padre a despachar el correo, y cerca de las nueve me voy al teatro a ver a
Guadalupe y conversar con los amigos, retirándome a acostar a la medianoche.
He aquí mi vida en resumen.
—Ahora tú, Enrique.
—Me levanto una hora antes que Luis y me dirijo de mala gana a la oficina, de
donde no salgo sino hasta las cuatro.
—¡Diablo, cuánto escribes! —interrumpió Isidoro.
—Por el contrario, casi todo el día estoy de ocioso, y como nadie se mete en
obligarme a escribir, me llevo a la oficina mis novelas.
—¿Qué libros lees?
—De todo, Carlos, las novelas de Paul de Kock, Sué y Dumas; las comedias de
Bretón, los versos de Esteva que se acaban de publicar.
—¿Y después?
—Después, como no tengo un caballo como Luis, no voy a Bucareli, y paso la
tarde en la Tercena o la Alameda, y como no soy rico como Isidoro, no puedo ir todas
las noches al teatro; pero las paso muy divertido en una tertulia casera, donde se toca
el piano, se canta, se hacen juegos de prendas y loterías, y donde hay el apretoncito
de mano por debajo de la mesa, las declaraciones y las citas al oído en el «tres veces
sí y tres veces no», donde se desliza en la mano la cartita en el «florón anda en las
manos», y se va a dejar hasta su casa a la linda visita, tomándola del brazo y
adelantando veinte varas a los papas.
—Placeres inocentes y que nada cuestan, ya ven ustedes, amigos míos —dijo
Enrique bebiendo.
—Pues yo —dijo Carlos—, en mi calidad de pasante de abogado, paso el tiempo
lo más lindamente que puedo, bailo, me divierto, voy a la temporada en San Ángel, y
sólo vengo a México los jueves a la academia, charlo de política con los políticos, de
amor con las damas, de literatura con los poetas, y le he puesto ya la proa para
cuando me reciba, a un juzgadito que deja algún dinero.
—Bebamos, porque consiga Carlos el juzgado —interrumpió Luis.
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—Bebamos —respondieron sus amigos.
—Trae otras dos botellas de champagne —gritó Isidoro al criado.
—¿Y no sabes una historia? —dijo Carlos mirando a Isidoro con esa mirada
desvergonzada peculiar del hombre a quien los vapores del vino comienzan a turbar.
—¿Una historia?
—Sí, figúrate que Eulalia tiene un amante.
—¿Un amante? —dijo Isidoro sorprendido.
—¡Oh!, pero qué amante, es un pobre diablo que como Hoffman, es artista y
poeta; hace pocos meses le daba lecciones de piano, no sé por qué casualidad, y desde
entonces el desdichado se enamoró locamente de ella.
—¿Y Eulalia?
—Después de mucho tiempo de vacilaciones, se atrevió él un día a declararle su
atrevido pensamiento, entre suspiro y suspiro.
—¿Pero ella?
—Ella lo agobió con su desprecio, le prohibió volverla a hablar del asunto; mas
como el pobre diablo no se curaba de su pasión sin esperanza, se lo dijo ella a don
Febronio su papá, el cual lindamente lo plantó de patitas en la calle.
—¿Y entonces?
—Desde entonces él le ronda la calle, la escribe tiernísimas endechas que se leen
en público en el salón de Eulalia, la sigue a todas partes y…
—¡Vaya un amor! —interrumpió Isidoro apurando un vaso de champagne y
soltando una estrepitosa carcajada. ¿Y como se llama ese desdichado?
—Víctor… Víctor Castillo —dijo Carlos.
—Pues no rae inquieta mucho ese rival —murmuró Isidoro.
—Víctor Castillo, ¿sería por ventura hermano de una joven que se llama Elena?
—preguntó Luis.
—No sé; pero ¿qué diablos tienes que ver con esa joven Elena?
Friolera, Carlos; figúrate que esa Elena es una pobre muchacha linda como un
cielo y a quien he conocido en mi casa, donde suele ir a ver a mi hermana que le da
algunas costuras; le he hecho creer que estoy enamorado de ella, y ahora nada menos
he escrito una carta en que la invito a abandonar su familia por seguirme.
Y al decir estas palabras, el cínico joven medio embriagado, se puso a cantar en
voz baja una canción báquica:
Si viene la muerte,
que venga en buena hora,
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bebiendo la espero
en loco festín.
Mentira es el mundo,
engaño es la dicha,
un sueño la gloria,
fábula el amor.
II
LA CASA DE VECINDAD
En medio del laberinto de callejones que forman el barrio de San Salvador el Verde,
hay uno sin salida, cuyos costados son las tapias de unos potreros y cuyo fondo está
formado por una casa de vecindad.
Se entra a ella por un zaguán angosto y oscuro, al que continúa un patio pequeño
cuyo paso obstruyen los escombros de las columnas que sostenían en otro tiempo el
piso superior, que ahora sostienen tres o cuatro vigas ennegrecidas y apolilladas.
En el piso inferior hay de ambos lados algunos cuartos pequeños y oscuros que
habitan algunos miserables artesanos.
Al final del patiecito hay una escalera angosta, que expuesta completamente al
desamor de la intemperie, se ha destartalado, de modo que se ven las piedras
desnudas de su pasamano; se termina por un corredor ancho y bastante largo, hacia el
cual dan las cinco puertas de las únicas cinco viviendas que en el piso superior tiene
la casa.
Ciertamente no debe esta finca medio arruinada, y situada en uno de los barrios
más solitarios de la ciudad, atraer muchos habitantes ni dar gran producto a su
posesor.
Ahora que ya conocemos un poco la habitación, pasemos a los habitantes del piso
superior.
Hemos dicho, que cinco eran las viviendas colocadas en la misma dirección y con
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sus puertas, dando al corredor.
En la primera habitaba, hacía algún tiempo, una buena mujer, viuda de un
honrado militar muerto como un valiente en el campo de matanza de Padierna,
víctima inmolada en las aras de la libertad de un pueblo desdichado.
Desde la muerte de su marido, la pobre mujer se había visto obligada a ganar su
subsistencia y la de una niña huérfana que había adoptado, con un trabajo personal,
ese trabajo tan improductivo de las infelices obreras, que sólo puede darles lo muy
preciso para llenar las necesidades animales.
En la vivienda contigua a la que vamos a penetrar, usando nuestro privilegio de
novelistas, habitaba un joven.
Era la más pequeña de las cinco, puesto que se componía de un solo cuarto, al que
estaba adjunto otro pequeñito que estaba destinado para cocina.
Un ventanillo estrecho sin vidriera, daba a un pantano que se hallaba a un lado de
la casa.
El aposento no tenía frisos y estaba pintado pobremente de blanco, dejando ver en
algunas partes la argamasa.
Los únicos muebles que adornaban tan modesta estancia, consistían en un lecho
con cabezal pintado, una mesa de madera blanca, encima de la cual se veían hasta una
docena de volúmenes cuidadosamente colocados en hilera, un armario de nogal y dos
o tres sillas con asiento de paja.
La habitaba un joven.
Se llamaba Gabriel, tenía veinte años y era de una fisonomía y un exterior
agradable, resignado y dulce.
Hacía cuatro años que el pobre joven había venido a México desde un pueblecillo
de la Baja California, para concluir sus estudios de abogado en el colegio de San
Ildefonso.
Pero muy pocos meses después de haber abandonado con tan noble intento el
pobre hogar doméstico, murió su padre que era un honrado administrador de una
hacienda, y su infeliz madre había quedado expuesta a todo el espantoso desamparo
de la miseria.
Por consiguiente, el joven dejó de recibir la modesta pensión que su padre con mil
trabajos le había asignado, y recibió una carta de su tierna madre, en la que le llamaba
a su lado para compartir juntos los pesares de la miseria.
Pero Gabriel, en vez de volver al hogar para serle gravoso a su madre, determinó
quedarse en México para concluir sus estudios a toda costa y aun procurar enviarle
algunos recursos.
Solicitó un lugar de dotación en el colegio de San Ildefonso; pero si su conducta
era intachable, no contaba con ninguna clase de recomendaciones, puesto que a nadie
conocía en la capital, y no consiguió lo que pedía.
Gabriel tendió una mirada a su alrededor, y se halló solo, sin recursos, sin
relaciones, lejos de su país natal; pero determinó no obstante, seguir su carrera y
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volver al lado de su madre cuando llevándole un título, pudiese hacer cesar su
miseria.
Era una de esas naturalezas sufridas y resignadas que mueren sin proferir una
queja, que padecen sin perder la esperanza, que oran y esperan.
Buscó trabajo por mucho tiempo inútilmente; por fin, consiguió ser admitido
como maestro de francés e inglés, dos idiomas que conocía perfectamente, en un
establecimiento particular de niños. Dedicó a este trabajo dos horas diarias y le fue
asignada la modesta pensión de veinte pesos.
Realizó los objetos de algún valor que poseía, para comprar los libros que le eran
más necesarios, y fue a habitar el modesto aposento en que ahora lo encontramos.
Se propuso vivir oscuro e ignorado, sin hacer como muchos jóvenes, la pública
ostentación de su miseria para mendigar protección.
Logró conseguir trabajo en el estudio de un abogado célebre, que le asignó una
pensión de diez pesos por dos horas diarias de escritura.
Por consiguiente, Gabriel, a fin de atender a su estudio y a su subsistencia, dividió
sus horas con exactitud, a fin de no desperdiciar un solo momento de aquel tiempo
tan precioso.
Dividió igualmente su pensión de la manera siguiente:
Por comida en una pequeña fonda del barrio de Necatitlan, ocho pesos.
Por el aposento que ocupaba, tres pesos.
Destinaba nueve pesos cada mes para ir reuniendo una cantidad con que comprar
cuando le eran necesarios, vestidos, libros y algunos otros objetos.
Los diez pesos restantes los enviaba a su infeliz madre para auxiliar en algo su
miseria.
Su traje era pobre poro aseado.
Ropa blanca siempre limpia, levita, chaleco y pantalón de paño sencillo, calzado
cuidadosamente limpiado del polvo que debía coger en los barrios por los que el
joven transitaba.
Un niño de diez años, hijo de una infeliz familia de la vecindad del piso inferior,
se había destinado a su servicio, por un peso que Gabriel le regalaba cada mes.
Se levantaba al rayar el día, arreglaba por sí mismo su lecho, limpiaba su calzado
y sus vestidos y pasaba dos horas estudiando sin descanso. Después de haber tomado
el frugal desayuno, se dirigía a la cátedra para escuchar las sabias lecciones del
profesor Morales, cuyo nombre se ha hecho célebre en México, bajo el seudónimo de
«El Gallo Pitagórico».
El resto del día lo pasaba Gabriel en su lección de idiomas y en el estudio del
abogado, volviendo a su pobre y aislada habitación casi al declinar la tarde.
Las horas de la noche las empleaba en estudiar y meditar. ¿Qué pensaba el
abandonado joven, en esas largas horas de fatiga, de aislamiento y de contemplación?
Pensaba en su madre, en su porvenir, en su país y acaso se entregaba a la dulce
vaguedad de un sentimiento nuevo para él.
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Hemos dicho que la viuda que habitaba la vivienda contigua, había adoptado
hacía algún tiempo, a una huérfana.
Esta huérfana, era una joven de catorce años que se llamaba Guadalupe.
Era una niña hermosa, modesta, con una fisonomía dulce y resignada como la de
un ángel, con unos ojos azules vueltos naturalmente hacia el cielo, como para
implorar a la Providencia al contemplar su desamparo en el mundo.
Cantaba con un acento quejoso y melancólico como el de un arcángel,
acompañándose con un pequeño clavicordio que la señora Paula había escapado a
toda costa de la venta de su menaje de otros días, porque había puesto todo su cariño
en la pobre niña que había adoptado.
Guadalupe, hija de un honrado militar muerto en 1847 por el cañón extranjero
que convertía en escombros la heroica ciudad de Veracruz, había pasado su infancia
en un convento y tenía por consiguiente su carácter mucho de ese misticismo que la
soledad, la contemplación y la fruición, hacen nacer.
A la edad de once años fue llevada a la casa de la señora Paula, y allí continuó su
misma vida apacible de recogimiento y meditación.
Dos años después fue a habitar el aposento contiguo, el joven Gabriel.
Como vecino, algunas noches solía visitar a la señora Paula, se entretenían los
tres conversando o leyendo algunos de los libros que un compañero suyo bastante
rico les prestaba.
Uno de esos libros fue un volumen en el que se contenían las Confidencias, el
Rafael y el Jocelyn de Lamartine, es decir, las mejores obras de ese poeta del hogar
doméstico, que ha sabido combinar tan bien el amor con la religión, y llenar de una
contagiosa poesía las escenas más vulgares de la vida.
Los tres se sentaban alrededor de una mesita.
La señora Paula tomaba su labor, Guadalupe escuchaba con toda su alma,
pendiente, por decirlo así, de los labios del joven.
El rostro de Gabriel naturalmente hermoso, se ennoblecía y se dulcificaba al
recitar traduciendo con un acento lleno, armonioso, suave y vibrador, esa sublime
prosa de Lamartine que parece poesía y esa poesía fácil de comprender como la
prosa.
Guadalupe hizo a Gabriel leer dos o tres veces esos libros y se abismó en ese
océano de sentimiento, de misterio, de misticismo, de amor, de religión que inunda el
alma de Lucy, de Graziella, de Julio y de Lorenza.
¿Se amaban acaso estos jóvenes que la vecindad y la semejanza de caracteres
reunían?
No sabemos si se puede llamar ya amor, a esa amistad tierna, silenciosa,
resignada.
Si tal amor existía, los jóvenes sin embargo no habían dicho ni una sola palabra
que revelara ese dulce fuego de la juventud.
Él se veía pobre y abandonado; ella huérfana infeliz en el mar del mundo.
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Por consiguiente, aquel amor silencioso, que por nada se traducía, era una
resignación, una ilusión, tal vez una esperanza.
Aquel amor no tenía presente, tenía porvenir, si es que existía en el fondo del
corazón.
En el tercer cuarto habitaba, hacía poco tiempo, una joven que por sus maneras y
su traje aseado, aunque modesto, revelaba que sólo la miseria podía haberla obligado
a vivir en tan aislada habitación.
Era una joven de veinte años, pálida, delgada, con una fisonomía doliente, con un
estatura graciosa, con una hermosura perfecta, meditativa, espiritual; hermosura
impresa por intuición en cada rasgo de su fisonomía; en la mirada triste, cubierta por
un velo de lágrimas, en la frente pálida como de marfil, en la boca pequeña que se
entreabre por una sonrisa de dolor, en la estatura nerviosa y delicada como la de la
sensitiva.
Estaba vestida pobremente de luto, con un vestido de lana y una mascada de seda.
Los vecinos por una casualidad, sabían que se llamaba Amparo, pues nunca salía
da su cuarto, a excepción de una o dos veces cada semana que iba a entregar las
labores en que se ocupaba todas las horas del día y parte de las de la noche.
Su cuarto permanecía cerrado siempre y sólo penetraba en él una pobre mujer de
la vecindad, consignada a su servicio.
Por otra parte, la joven parecía vivir tranquila en una casa cuyos habitantes
buenos y apacibles no vigilaban o comentaban su conducta.
Les saludaba con su cuanto triste, dulce sonrisa, siempre que salía o entraba; pero
nunca entablaba con ellos conversación, porque parecía tener vergüenza o timidez,
delante de aquellas buenas gentes.
¡No sé qué experimentaba, al contemplar aquella joven tan hermosa, tan pálida,
tan doliente, vestida de luto, huérfana abandonada en el mar borrascoso de la vida!
Era un sentimiento de compasión, de tierna amistad, hacia aquel ser tan
desgraciado.
¿Qué podía haberla reducido a tan triste situación, cuando a primera vista se
conocía que nunca había vivido en medio de tan espantosa miseria?
¿Cómo había quedado huérfana tan joven aún?
¿De dónde había venido?
Sólo el Cristo colocado encima de su lecho, ante el que oraba de rodillas con
lágrimas y suspiros, podía saberlo.
En el cuarto aposento habitaba desde hacía un mes, un joven de veinticinco años.
Era alto, pálido, con una fisonomía interesante y distinguida; estaba vestido
sencillamente de negro.
Guardaba la misma reserva que Amparo, y lo mismo que ella parecía deseoso de
huir del mundo y vivir algún tiempo ignorado en su retiro.
Se sabía que era médico, porque una noche que un pobre hombre de la vecindad
se moría sin recursos y sin auxilios, presa de uno de esos ataques fulminantes de
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apoplejía tan inmediatamente mortales, él, que a la sazón llegaba de la calle, se
ofreció a curarlo dándole una abundante sangría que en el acto produjo un gran alivio,
y le siguió asistiendo durante algunos días, hasta su completo restablecimiento.
Como es de suponerse, no había recibido ninguna retribución, antes por el
contrario, había dado a la pobre familia cuanto había necesitado para las medicinas.
Se llamaba Román.
Hijo de una familia acomodada de Veracruz, desde la edad de quince años había
partido a Europa para hacer sus estudios de médico; pero en los diez años que
permaneció en París, acabaron completamente por la muerte sus pocos parientes, y al
recibir su título, supo la muerte de su padre.
Se apresuró a volver a su patria para arreglar los pocos intereses con que contaba;
pero se encontró con que éstos eran disputados por acreedores, y en vez de seguir un
pleito para el que no tenía medios se resolvió a venir a México para solicitar el
empleo de médico de la marina.
Pero había pasado un mes sin que Román hubiera podido conseguir lo que
solicitaba.
¡Quién sabe por qué razón causa tanta lástima y tanto respeto un médico joven,
que iniciado en los secretos más profundos del corazón humano, está sin embargo
expuesto a la calumnia o al menosprecio del vulgo!
Hacía diez años que Román estudiaba sin cesar su profesión. Alumno del Hotel
Dieu, había seguido con asiduidad y constancia la clínica de los maestros más
célebres de la facultad de París, observando siempre y no dejándose arrastrar jamás
de las exageraciones teóricas que han dividido en dos sistemas la medicina europea.
No era un anatomista que veía en el hombre una máquina que se mueve por sí
sola, era un médico, era un fisiologista, que creía que cada hombre tiene una alma y
lo mismo que con sus medicinas alivia los padecimientos físicos, con sus consejos y
palabras de consuelo curaba las llagas del alma.
Aquella frente pálida por el estudio; aquellos ojos hundidos por las vigilias,
aquella boca recogida por la meditación, daban al rostro del joven un aspecto de
nobleza y de triste ciencia de la vida.
Parecía que su pasado había arrojado una sombra de amargura sobre su presente.
Finalmente, en el último aposento que formaba el fondo del corredor, habitaba
una desdichada familia.
Componíase, de un anciano militar, que después de haber pasado su juventud en
el campo del honor, formando parte de ese ejército del norte, el verdadero ejército de
México, que simulando una procesión de sangre atravesó varias veces los abrasados
desiertos de Texas y el Potosí, para defender la integridad del territorio nacional,
había quedado paralítico a consecuencia de las heridas recibidas tantas veces, y
medio loco al verse lanzado por el gobierno al espantoso abismo de la miseria, lo cual
fácilmente se comprenderá al saber que el capitán Castillo, éste es el nombre del
anciano, en cuarenta años que había permanecido en el servicio jamás se había
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pronunciado.
De una pobre mujer, su esposa, una de esas mujeres, ejemplo de fidelidad, de
resignación y de todas las virtudes domésticas.
De dos niños, sus hijos, el mayor de los cuales contaría diez años solamente.
De una hermosa niña de diez y ocho años que se llamaba Elena.
Y de un joven de veinticinco años, el hijo mayor, que trabajando doce horas
diarias, apenas podía ganar lo suficiente para atender a las necesidades primeras de su
familia.
Víctor, éste era su nombre, no había podido seguir una carrera literaria, puesto
que su infancia y su primera juventud se habían pasado en las aldeas miserables de la
frontera, donde su padre que formaba parte de las compañías presidiales, había sido
destinado; pero había recibido del cielo un don, que se parece sin embargo mucho a
un castigo del infierno, el don de la poesía.
Era además artista, artista distinguido.
De manera que el pobre joven, habiendo nacido poeta, y habiéndose formado
artista casi por sí solo, vendía su talento como una prenda inútil, ya arreglando
dramas y comedias al teatro mexicano, ya traduciendo novelas para los folletines de
los periódicos, ya dando lecciones de piano; comedias, traducciones y lecciones que
se le pagaban demasiado mal.
Últimamente, a los pesares de la miseria había venido a unirse un nuevo dolor
intenso, profundo.
Víctor había concebido una pasión ardiente, fija, sin límites, por una joven de la
alta aristocracia, Eulalia de Guzmán, a quien en un tiempo había dado lecciones de
piano.
Pero según hemos oído de los labios de Carlos, el desdichado Víctor había sido
arrojado de su casa.
¡Cuánta humillación, qué pesar tan hondo, tan espantoso!
¡Ser arrojado como un lacayo de la casa de la mujer que se ama!
III
LA MÚSICA Y EL ALMA
Una noche, oyó Román, el joven médico, gemidos de dolor en el contiguo aposento
de Amparo.
Inmediatamente corrió a prestarle algún auxilio.
Pero en la puerta se detuvo, pensando si debía penetrar en la habitación de la
joven.
Sin embargo, los gemidos se hacían cada vez más dolorosos y Román penetró en
el cuarto.
En un rincón de la estancia, estaba Amparo tendida sobre su lecho, con el rostro
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descompuesto por el dolor, con la mirada apagada por el sufrimiento.
Una lámpara alumbraba débilmente esta escena.
—¿Está usted enferma, señorita? —dijo Román con emoción acercándose
respetuosamente al lecho.
La joven no respondió, porque la contracción de sus mandíbulas la impedía
hablar.
Román acercó la lámpara, tomó entre sus manos la mano helada de la joven,
levantó con su dedo el párpado para contemplar la dilatación de la pupila y la llamó
por su nombre.
Pero Amparo no daba otras muestras de vida, que el sufrimiento impreso en su
fisonomía, y un ligero estremecimiento nervioso, que agitaba su cuerpo por
intermitencias.
De vez en cuando se escapaba también de su oprimido pecho un gemido de dolor.
Román levantó uno de sus pálidos brazos; pero éste volvió a caer pesadamente
sobre el lecho sin dar muestras de contracción.
Los músculos del otro brazo estaban rígidamente tendidos como en un acceso
tetánico.
El joven aplicó el oído sobre el casto seno de Amparo para escuchar las
palpitaciones del corazón, éste, lo mismo que el pulso, latía muy débilmente.
A pesar de que era muy cerca de medianoche, Román corrió a llamar al cuarto de
la señora Paula para informarla de lo que pasaba y suplicarle le ayudase a atender a la
joven.
La señora Paula y Guadalupe se levantaron inmediatamente.
Román entretanto, tomó en su aposento algunos frascos que contenían líquidos de
diverso color y se dirigió precipitadamente al de Amparo.
La joven continuaba inmóvil sobre su lecho.
La señora Paula y Guadalupe la contemplaban con triste admiración.
Román destapó cuidadosamente un frasquillo, empapó con el líquido que
contenía un pañuelo de seda y lo acercó al rostro de Amparo.
Ésta no dio más señales de vida, que un ligero estremecimiento y un débil
quejido.
Frotó Román varias veces con otro líquido las sienes, el nevado cuello y los
pálidos brazos de la joven; la piel se enrojeció en los puntos que habían estado en
contacto con el licor estimulante; pero la joven no hizo ninguna señal de dolor.
Hizo Román que la señora Paula y Guadalupe frotasen todo el cuerpo helado de
Amparo con el mismo líquido, mientras que él entreabría sus pálidos labios para
hacerle tragar algunas gotas de un licor rojizo que en otro frasco se contenía.
Pero pasó media hora sin que Amparo diese otras señales de vida que un sollozo
que levantó trabajosamente la tabla anterior de su pecho y algunos movimientos
convulsivos que de vez en cuando hacían agitar sus miembros.
Guadalupe, siguiendo ese impulso natural de la juventud que inmediatamente
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simpatiza con la juventud, se había arrodillado al borde del lecho y calentaba entre
sus manos cubriéndolas de besos, las heladas de Amparo.
La señora Paula seguía frotando con el líquido su cuerpo.
Román, de pie cerca del lecho, con los brazos cruzados, con el rostro más pálido
que de costumbre, con la mirada fija, observaba y meditaba.
Pasó otra media hora sin que Amparo volviese a la vida.
—Mire usted señora —dijo Román a la señora Paula al cabo de un rato—, he
hecho ya lo que cualquier otro médico hubiera hecho en este caso; pero puesto que
esa joven no vuelve en sí y continúa en ese estado funesto, voy a probar un último
medio, para el cual pido su ayuda de usted.
—Ordene usted señor, que estoy dispuesta a obedecer con mucho gusto.
—He oído algunas veces sonar un piano en su aposento de usted, y creo que esta
joven lo toca —dijo Román señalando a Guadalupe.
—Sí señor, es un piano pequeño en que toca mi hija Guadalupe.
—¿Querría usted que le trasportásemos a este aposento?
—¿Traerle aquí?, sí señor… pero no comprendo…
—Mire usted, señora —dijo Román con grave acento—, si uno de esos médicos,
que acostumbrados a luchar constantemente con el cuerpo, niegan a el alma toda
influencia en las enfermedades, supiese lo que voy a hacer, seguramente que se
burlaría de mi, o me tomaría por un charlatán; pero usted que es buena, usted que por
lo mismo que ignora la ciencia, no se deja arrastrar por teorías que sólo prueban
erudición, pero no práctica; usted, en fin, que acaso es desgraciada, me comprenderá
lo que voy a decirle.
Está usted mirando que esa joven padece un ataque nervioso y no debe ignorar
que ninguna causa es más directa y más activa para producir las afecciones nerviosas,
que las impresiones morales fuertes, los pesares, las amarguras del corazón.
—Sólo desde que soy desgraciada en el mundo, he padecido esa clase de
enfermedades —dijo con tristeza la señora Paula.
—Pues bien, habrá usted visto asimismo que los médicos, encaprichados en negar
la influencia del alma, curan solamente el cuerpo, con medicinas que acaban por
destruirlo.
—¡Es una triste verdad!
—¿Por qué no curar el alma, cuando se está mirando claramente su influencia
sobre el cuerpo?…
En una ciencia en que se camina a tientas, ningún medio que se emplee es malo;
en la naturaleza nada hay de mentiroso.
¿Quién puede negar la influencia sobre las organizaciones nerviosas de cierta
clase de medios extraños morales y físicos, como los consuelos, el amor, la música?
¡Pues bien!, después de haber empleado los medios físicos, voy a emplear los
morales, después de obrar sobre el cuerpo con medicinas, voy a obrar sobre el alma
con la música.
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—¿Me comprende usted?
—Perfectamente, señor, y si usted faltase de aquí en este momento, yo misma
haría según acaba de decir —respondió la señora Paula.
—Gracias, señora, creo que nos hemos comprendido.
Como usted está mirando, soy un médico oscuro, a quien nadie conoce aún; pero
a pesar de que soy tan joven, he estudiado mucho y he visto en Alemania emplear por
sabios médicos de la escuela de Hufeland, contra las afecciones nerviosas, el agente
que ahora voy a usar; he visto la música del órgano de la capilla contigua a una sala
de un hospital de París, hacer cesar instantáneamente por una casualidad, una
afección nerviosa terrible que se llama eclampsia y que atacaba a una infeliz mujer:
he visto en un hospital de mujeres dementes en la Suiza, hacer volver la razón a una
desdichada tocándole en el clavicordio los aires de su país natal.
Un día, pasando por una posada en la frontera de Saboya, vi a un infeliz hombre
que se retorcía con las convulsiones de la epilepsia; pregunté cuánto le duraban los
ataques, y me respondieron que media hora. Volvía a la sazón de Chambery de una
Posta religiosa la música de Ancessy, y los músicos entraron a la posada para tomar
descanso; híceles tocar una pieza, y no habían pasado tres minutos, cuando el hombre
se levantó bueno a pesar de que acababa de comenzarle el ataque.
¿Quién podría negar la influencia de este agente en una enfermedad que resiste a
cuantos medios se han empleado para combatirla?
Había tal acento de sencilla verdad en las palabras del joven médico, su rostro
pálido, triste y meditativo respiraba tal aire de profunda ciencia de la vida, que la
señora Paula le escuchaba con respetuosa admiración y la misma Guadalupe había
apartado sus ojos del rostro dormido de Amparo para fijarlos con silenciosa mirada
en el de Román.
La lámpara iluminaba débilmente esta escena.
Fuera de la habitación el viento se estrellaba contra las vidrieras y la atmósfera
cargada de electricidad, era iluminada siniestramente de vez en cuando por un
fugitivo relámpago como si estuviese próxima a estallar una tempestad.
—Vamos a trasportar aquí el piano —dijo al cabo de un rato la señora Paula—, tú,
hija mía, permanece al lado de la enferma mientras que el señor, Gabriel, a quien voy
a despertar, y yo, le traemos muy fácilmente, porque es demasiado pequeño.
Guadalupe permaneció al lado de Amparo.
La señora Paula y Román salieron fuera de la habitación.
El viento seguía sollozando y las nubes cargadas y negras se entreabrían para dar
paso a los relámpagos, la tempestad rugía sordamente en lontananza.
No fue necesario llamar a Gabriel, porque éste había despertado al ruido y se
hallaba a la puerta de su aposento.
En un instante fue informado de lo que pasaba.
El piano fue trasportado a la habitación de Amparo.
Ésta seguía tendida sin dar muestras de sentimiento.
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—¿Qué toca usted señorita? —preguntó Román a Guadalupe.
—Muy poco, señor, casi nada —respondió ésta ruborizándose.
—¿Podría usted repetir esta noche un trozo de esas melodías alemanas que ayer
en la tarde tocaba?; melodías de Beethoven o Thalberg, según creo.
La música italiana es el idioma del amor y la poesía, la música francesa el del
entusiasmo; pero la música alemana es la música del alma, la que hace vibrar las
cuerdas del corazón, el idioma del sentimiento.
Una, debe escucharse en los jardines o en el hogar, la otra en los campos de
batalla o los salones; pero la última en todas partes, porque en todas partes hay
sufrimiento y donde quiera que resuene encontrará eco en los corazones.
Guadalupe se acercó al piano.
La tempestad se había desatado; gruesos goterones azotaban la única vidriera del
pobre aposento, el cielo había abierto sus cataratas para lanzarlas a la tierra, y el
trueno rugía sordamente, produciendo este triple ruido un eco triste y lúgubre en el
interior de la estancia.
Guadalupe, con su mirada dulce, con su aire hermoso de modesta tristeza,
comenzó a hacer gemir el teclado con esas fantásticas y sentimentales melodías
alemanas impregnadas de mística poesía y contagioso dolor, por decirlo así.
Era una de esas melodías que sus autores han compuesto en una noche de fiebre,
con la imaginación llena de luz y que parecen formadas de los sollozos de un corazón
que desgarró el pesar del primer suspiro del primer amor, del acento de una mujer
querida, de la última despedida de un moribundo, según resuenan en nuestro corazón,
sin pasar por los oídos.
¿Qué será la música que al escucharla se nos llenan los ojos de lágrimas, se nos
escapan los suspiros del pecho, y una corriente que produce una sensación extraña
circula por nuestro cuerpo?
Hay músicas que despiertan recuerdos, sea porque, las hayamos escuchado en
otro tiempo, sea porque al escucharlas, miremos hacia nuestro pasado y
contemplemos nuestra infancia, nuestro país natal, nuestra madre, nuestra juventud
corriendo en común con la de una mujer que arrebató la tumba o que nos engañó, y
que de ambas maneras ha muerto, sea para el mundo, sea para nuestro corazón.
Músicas hay que hacen renacer en nuestra alma las muertas ilusiones, el
entusiasmo, los nobles sentimientos, la alegría.
Era un espectáculo interesante el que presentaban los personajes que ocupaban la
estancia.
Una joven apenas en la flor de la juventud y ya desgraciada, víctima ahora de una
extraña enfermedad.
Un joven, apenas entrado también en la juventud y ya iniciado en todos los
secretos de la ciencia, en todos los dolores ocultos de la vida, de pie cerca del lecho,
teniendo entre sus manos las de la enferma, para observar en el pulso el estado del
corazón.
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Una niña casi, huérfana, hermosa y resignada, haciendo resonar tristemente el
teclado bajo sus manos, iluminada con su inspiración de artista.
Un joven, ejemplo de la honradez, del trabajo, de la constancia, de pie cerca del
piano, contemplando con aire de pasión el rostro de la niña y suspirando en silencio
al verla.
Una mujer ya entrada en la edad de la reflexión, modelo de la virtud y la
resignación.
Cinco criaturas humanas, perteneciendo en el rango social a la clase media,
ejemplo de todas las virtudes y nobles instintos.
La música seguía sonando, medio apagada por el mido de la tempestad.
Amparo continuó inmóvil primero.
Al cabo de diez minutos, la convulsión que la agitaba por intermitencias se hizo
continua.
Después cesó.
Sus labios se entreabrieron por una triste sonrisa, a su rostro pálido afluyó
coloreándole la sangre y su pecho oprimido exhaló un débil suspiro.
Luego abrió lentamente los ojos y los paseó azorada por la estancia.
—Se ha salvado —murmuró Román, que seguía con ansiedad sus movimientos.
Al acento de esta voz, Amparo pareció despertar completamente de su peligroso
letargo, porque se volvió hacia el lugar de donde había venido y se incorporó
trabajosamente sobre el lecho, preguntando con débil acento:
—¿Dónde estoy?
—Con nosotros, señorita —respondió Román.
—¿Qué ha pasado?… mas, ¡ah!, ya recuerdo —continuó Amparo recorriendo con
miradas de asombro a las personas que la rodeaban.
—Ha estado usted mala y hemos acudido a socorrerla —dijo la señora Paula.
—¡Oh, gracias, mil gracias! —exclamó con acento de tierna gratitud Amparo.
Guadalupe había cesado de tocar y se había acercado al lecho.
—¿Y hace mucho tiempo que padece usted esta clase de ataques? —preguntó al
cabo de un rato Román.
—Hace tres años solamente; pero los dos últimos que he tenido me han durado
más de cuatro horas.
Y al decir estas palabras, Amparo, como herida por un recuerdo, se echó
sollozando en los brazos de Guadalupe.
—¡Bueno! —murmuró Román—; este llanto la ha aliviado completamente.
IV
AMOR SILENCIOSO
Desde esta vez, una dulce intimidad comenzó a reinar entre los vecinos.
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Amparo al ver las atenciones de que era objeto y la franca benevolencia de las
buenas gentes que la rodeaban, parecía haber perdido algo de su timidez y su
vergüenza.
Román asimismo solía visitar algunas veces a la señora Paula, y a pesar del velo
de profunda melancolía que parecía envolver su existencia como con un paño
mortuorio, se entretenía con la inocencia de Guadalupe y las esperanzas de Gabriel.
Con respecto a Amparo, no es muy fácil decir la especie de sentimiento que el
joven experimentaba.
Pero aquella semejanza de carácter, aquel aislamiento común, aquella triste
hermosura de Amparo, su aire de melancolía, su vida de misterio, debían hacer
despertar en el corazón de Román un sentimiento nuevo, un deseo vago de comunión
de almas, una especie de simpatía tierna hacia aquella joven que vivía casi a su lado.
¿Pero qué podría ofrecerla el pobre médico, aislado en medio de una gran ciudad
donde nadie le conocía?
Era en otra escala un sentimiento muy semejante al que Gabriel experimentaba
con respecto a Guadalupe.
Hemos dicho que los vecinos se reunían algunas noches en el aposento de la
señora Paula.
Allí, seguían una conversación sencilla o escuchaban de los labios de Gabriel la
música de las estrofas que forman las leyendas de Zorrilla, ese sublime poeta de la
imaginación; o los cantos de Espronceda, ese genio que ha sabido llenar de una
contagiosa poesía el mismo cansancio y hastío de la vida.
Estas estrofas, impregnadas de amor y de sentimiento, recitadas por un acento
varonil y modulado, llenaban de un místico recogimiento a los jóvenes.
Amparo escuchaba con la cabeza inclinada hacia la tierra.
Guadalupe recibía con avidez esas primeras impresiones.
Román meditaba.
Así pasaron dos meses.
Algunos domingos, Román solía invitar a sus vecinos para un paseo a fin de
respirar en el campo otro aire que el infecto que respiraban toda la semana.
Amparo algunas veces se excusaba a acompañarles o lo hacia con su tristeza
habitual, sin que las hermosas perspectivas que contemplaba la distrajesen un instante
de su profunda melancolía.
A las nueve montaban en un coche de la gran plaza y se dirigían, ya por la Ribera
de San Cosme hacia esos hermosos pueblecitos de Popotla y los Remedios y esas
llanuras de la Escuela de Artes, ya por las calzadas de la Verónica o Anzures a
Tacubaya, Mixcoac, San Ángel; ya por Peralvillo a la estéril, pero poética Villa de
Guadalupe.
Otras veces salían por la garita de San Lázaro, y en la ribera de los lagos que
forman de ambos lados un espejo para mirar su calva frente el severo y romancesco
Peñón, tomaban una canoa y se dejaban llevar sobre la azul superficie de las aguas y
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acariciados por la húmeda brisa, a los graciosos pueblecitos de la ribera, que cual
nueva Venus parecen estar naciendo de un océano de flores.
En estos largos paseos, el alma de aquellos buenos amigos se llenaba de una
suave alegría y de un tierno reconocimiento.
¿No era en efecto una felicidad, después de una semana de rudo trabajo, de
privaciones, de existencia en medio de una atmósfera viciada, respirar esa brisa pura
y aromada que suspira en el sin par Valle de México, contemplar esas perspectivas
que parecen cuadros salidos del pincel de Dios, sentirse bajo la bóveda de un cielo
siempre azul, siempre sereno, siempre fúlgido; hallarse, en fin, en el punto que
hubiérase podido escoger para mirar desde el cielo, hacia la tierra?
La señora Paula escogía sus mejores vestidos.
Guadalupe se engalanaba con un vestido de merino azul oscuro perfectamente
arreglado a su cuerpo y que hacía resaltar más sus formas delicadas y un tápalo de
merino también, escarlata en cuyo fondo se destacaba su rostro hermoso, aunque algo
pálido por las privaciones y coronado por sus suaves cabellos castaños.
Amparo sólo trocaba su vestido de luto por otro del mismo color, más nuevo.
¿Quién sabe qué triste conmoción se experimentaba al verla con su rostro tan
hermoso, tan pálido, tan perfecto, surcado por algunas venas delgadas y azules que
daban a su fisonomía ese aspecto de languidez particular a las personas en quienes
domina el temperamento nervioso-linfático, con su cuerpo gracioso, flexible,
delicado como el tallo de esa flor que se llama amapola, tan débil y a ese paso tan
ajada por la intemperie, triste en medio de la dulce alegría que la rodeaba, meditativa
y silenciosa en medio de la tierna expansión de sus amigos, como atormentada por un
secreto, como sintiendo en su corazón lastimado el torcedor de un recuerdo
dolorosísimo?
Román, el pobre médico, la contemplaba en silencio no osando profanar con la
revelación de su amor sin esperanza, el santuario de su misterio, la amargura de su
dolor, sintiendo un tierno respeto hacia aquella joven, que tan semejante a él, hacía el
viaje de la vida impelida hacia la tumba por la voz secreta de un pasado de infortunio.
Hay en efecto cierta clase de mujeres, que sea por el fondo de su carácter, sea por
lo doliente de su historia, inspiran al corazón un noble respeto como si fueran santas
y a quienes nadie, ni aun los mismos jóvenes impuros y prostituidos como Isidoro el
que hemos visto al principio de esta historia, se atreverían a profanar.
Amparo era una de estas mujeres.
Volvían a la ciudad al caer la tarde, y sin conocerlo sentían oprimirse su corazón
al dejar tras de sí aquellas hermosas perspectivas que por algunas horas les habían
mentido una felicidad que nunca es verdadera en la clase media de la sociedad a que
pertenecían; porque esa clase, siendo honrada, es virtuosa y siendo virtuosa, tiene que
llevar una vida de abnegación y martirio, porque esa clase colocada entre la alta y el
pueblo, no tiene los placeres de la primera, teniendo sus aspiraciones y sufre con los
dolores de la segunda sin tener su ignorancia.
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Una de esas pobres mujeres no anhela llevar los diamantes con que se engalana la
aristocracia; pero tampoco puede dejar sus miembros desnudos como el pueblo, y
para poder llevar un vestido tiene que comprarlo a costa de su vida casi.
Porque nada está más mal recompensado que el trabajo de la clase media.
El pueblo, teniendo pocas necesidades diferentes que las animales, puede
satisfacerlas con el producto de su trabajo; pero la clase media, sin tener la
prodigalidad de la aristocracia, tiene casi sus mismas necesidades, y gana con su
trabajo muy poco más que el pueblo.
Decidlo, si no, vosotras, desdichadas jóvenes, recordad cuando, con el producto
de vuestro trabajo que sólo llegaba a medio peso, teníais que alimentar a una madre
enferma, a unos hermanos pequeños, que alargaban la mano pidiendo pan, mientras
trabajáis doce horas con la aguja.
Recordad vosotros, pobres jóvenes, aquella época en que érais el sostén de
vuestra viuda madre y de vuestros desvalidos parientes, al mismo tiempo que seguíais
una carrera que también os causaba gastos.
Y sin embargo, a pesar del mezquino sueldo que ganabais por respetar vuestra
educación y las exigencias sociales, teníais que habitar una casa pobre, pero en
segundo piso; era necesario comprar un tápalo para vuestra madre, un vestido para
vuestra hermana, ropa blanca para los niños; vosotros mismos teníais que llevar un
sombrero, un frac, pantalón y calzado, lo mismo que el joven rico, y para llenar esas
exigencias sociales, teníais tal vez con frecuencia que privaros casi de alimento.
Porque esto vosotros sólo lo sabíais; mientras que si os hubierais presentado en la
oficina o en el almacén donde trabajabais, con vuestro vestido desgarrado, dejando
ver vuestros enflaquecidos miembros, os habrían despedido, y entonces habríais
muerto de hambre…
Después de estos paseos seguía el duro trabajo de la semana, amenizado sólo por
las lecturas de Gabriel, o las melodías de Guadalupe y su canto, ese canto modulado y
triste de los aires nacionales, calcado en la música alemana.
El día se pasaba triste.
La señora Paula y Guadalupe, inclinadas sobre su labor.
Gabriel en su árido y penoso trabajo.
Amparo trabajando en la costura doce horas, suspirando y padeciendo.
Román encerrado en su aposento, estudiando, meditando o pensando en Amparo.
Por otra parte, se había establecido entre ambos jóvenes una tierna intimidad y
algunas veces, solía Román visitar a Amparo en su aposento; pero siempre guardando
un embarazoso silencio y un profundo respeto.
Mientras estas escenas de expansión pasaban entre los vecinos, otras demasiado
dolorosas, tenían lugar en el aposento de la desdichada familia Castillo.
Una tarde se hallaba el anciano militar sentado en una silla, su mujer enferma y
achacosa a fuerza de privaciones, ocupaba el lecho rodeada de los dos niños que la
contemplaban con aire de súplica.
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Víctor, el hijo mayor, se paseaba con una triste lentitud por la desamparada
estancia, mirando alternativamente a su padre que con aire atrevido fijaba
distraidamente sus ojos en el suelo, a su madre o a su hermana Elena, que sentada en
un rincón sobre una estera, leía a hurtadillas un papel.
Era un billete que contenía estas palabras:
Elena:
En ti consiste salir de esa miseria horrible en que se consume toda tu familia; me has dicho que me amas y
yo quiero hacerte dichosa.
Esta noche voy a esperarte cerca de tu casa en un coche, y según hemos convenido, irás a habitar en una
hermosa casita en San Cosme, donde no te faltará nada y tu existencia será muy diferente de la de hoy.
Te ama y espera con ansia
LUIS
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—¡Pobre de mi hija, la quería yo tanto!
Luego aquel rayo de la luz de la razón se desvaneció en las tinieblas de la locura,
y lanzando una estridente carcajada que produjo un eco lúgubre en los rincones del
aposento, exclamó:
—Pero ¡vale más!, ahora al menos ya no pasará trabajos, como yo, por haber
servido bien al gobierno.
Víctor tomó entre sus brazos a su madre y la depositó en el lecho.
—¡Oh! —murmuró con voz desgarradora—, mi hermana se prostituye, mi madre
se muere, mi padre pierde el juicio, mis hermanos tienen hambre, Eulalia, el alma de
mi vida, me desprecia. ¡Dios mío, Dios mío, así la existencia es un castigo!
V
LA CASA DE JALAPA
Una tarde tristísima del mes de agosto, en que la lluvia, después de haber caído todo
el día lenta y monótona, azotaba la ventana del aposento de Amparo, produciendo un
sonido lúgubre, se hallaba ésta sentada cerca de Román que la contemplaba con una
triste admiración.
Los dos parecían muy conmovidos.
Era una de esas tardes en que encontrando triste a la naturaleza, es un placer
hallamos en compañía de un ser humano, una de esas tardes en que deseamos
comunicar nuestros pensamientos, nuestras esperanzas, nuestros dolores y depositar
en el seno de una persona amada, el fardo de lágrimas que ahogaba nuestro corazón.
Parecía que los jóvenes seguían una conversación comenzada, porque Amparo
dijo:
—¿Insiste usted en que le refiera la historia de mis dolores?
—Lo suplico, señorita, para procurar aliviar los padecimientos con que veo a
usted languidecer día a día, conociendo su causa —respondió Román, procurando
ocultar bajo un acento tranquilo los latidos de su agitado corazón.
—¡Gracias, mil gracias a usted que se ha dignado lanzar una mirada de
compasión a esta pobre huérfana abandonada en medio del mundo!
—¡Oh, Amparo! —exclamó Román con trasporte.
Pero después, reflexionando un momento, el joven se interrumpió y pareció
absorberse en una profunda meditación.
Amparo dijo con un acento de triste resignación:
—No ocultaré a usted ninguna de mis faltas involuntarias, porque acaso me las
perdonará.
—¡Dios mío!, señorita, ¿puedo yo perdonar cuando demando perdón, puedo
acusar cuando suplico? —exclamó Román.
Amparo al cabo de un momento de silencio, en que pareció reunir sus recuerdos,
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empezó de esta manera:
—Aunque he nacido en esta ciudad, fui llevada muy niña a una posesión que
tenía mi padre en Jalapa, donde se deslizó mi infancia como un dulce sueño, rodeada
de todas las abundancias que dan, si no la riqueza, al menos el bienestar social, y de
la ternura de mi madre, que era una hermosa joven perteneciente a una distinguida
familia de la Florida donde mi padre la había conocido en un viaje que hizo a los
Estados Unidos en calidad de secretario de embajada.
Los dos se amaron tiernamente y la iglesia bendijo la unión de sus corazones.
Concluida su misión regresó mi padre a México en unión de su esposa.
Sus negocios y la política lo retenían largas temporadas en México, y mi madre
vivía sola conmigo y sus criadas en una casa de Jalapa, situada casi fuera de la
ciudad.
Era una casa de un solo piso, pintada alegremente de blanco, aún me parece
contemplarla, y con cuatro ventanas a los lados de un portón verde. El primer patio de
aspecto alegre, sembrado de rosales y floridos arbustos, estaba circundado por
amplios corredores, hacia los cuales daban las puertas y ventanas de los cuartos, los
pretiles estaban cubiertos de macetas con las más hermosas perfumadas flores, que
embalsamaban el aire, las columnas estaban tapizadas por una alfombra de verde
yedra, y del techo pendían jaulas, en las que se encerraban alegres pajarillos, que
impregnaban el aire de melodías, dando todo esto a la casa el aspecto de una fiesta
eterna.
Los aposentos estaban decorados sin lujo; pero con una elegante sencillez.
De este primer patio se pasaba a un segundo, en el que se contenían multitud de
animales domésticos. Después seguía un huerto de inmensa extensión, lleno de
cuantos árboles y plantas crecen en ese suelo bendito de Dios.
—Perdone usted que me detenga en estos detalles, porque ellos están impresos de
tal manera en mi memoria, que a pesar de los años que han transcurrido desde que no
habito los lugares de mi infancia y de las terribles y variadas impresiones que han
agitado mi juventud, no se borran de ella aún —dijo Amparo.
Román se inclinó sin responder.
—Mi madre había preferido este retiro a la capital.
Era demasiado joven todavía y de una hermosura dulce y apacible como la de una
santa.
Separada de su familia y su país natal, separada también de su marido, cuya
atención absorbía completamente la política, sin darle lugar a fijar en otra cosa su
cariño, mi pobre madre había concentrado en mí todo el amor de su aislamiento.
Educada con un régimen metódico, disfrutaba yo de una completa salud, y a los
seis años era una niña hermosa y alegre.
Iba yo vestida generalmente con trajes ligeros y de vivos colores.
Mi madre me hacía levantar muy de mañana, después de haber recitado de
rodillas sobre mi lecho, mi plegaria matinal.
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Hasta la edad de diez años no tuve maestros de ninguna clase, porque mi madre
que poseía una instrucción muy sólida, sin afectación, me enseñó a leer y escribir
correctamente, a coser, bordar y aun bastante regular su idioma nativo, que era el
inglés.
Era muy sentimental, muy virtuosa, muy resignada, había aprendido las máximas
sublimes de los escritores ingleses, y me daba esa educación religiosa y sólida que
ella misma había recibido de sus padres.
Nunca una sonrisa de sarcasmo erró por sus labios, nunca exhalaron éstos otra
cosa que palabras de ternura y plegaria, no tenía ninguno de esos defectos de la
generalidad de las mujeres, era económica, caritativa con los pobres, que eran por
otra parte las únicas gentes extrañas que penetraban en nuestra casa.
Consagrada enteramente, a mí, nunca salía más que en mi compañía.
Me tomaba de la mano y nos dirigíamos al caer la tarde a recorrer lentamente los
campos que continuaban por todos lados la casa hacia el camino del pueblecito de
Coatepec.
Me hacía notar todas las bellezas de la naturaleza; el sol moribundo detrás de las
lejanas colinas, los celajes fugitivos de grana, la suavísima tinta crepuscular, los
cantos de los labradores que volvían del trabajo, las aves volando hacia sus nidos y
cuando me veía conmovida, como se puede conmover un niño, me hacía dar gracias
al buen Dios que había creado tanta maravilla.
Me hacía acostar temprano, después de haber hecho mi oración.
Entonces mi madre se retiraba a su aposento y se encerraba en él para meditar,
orar y llorar el abandono en que mi padre la dejaba hacía dos años.
Esta educación religiosa, este aislamiento, me había formado un carácter
meditativo. La tranquilidad en que vivíamos y la absorción de mi aislamiento, habían
impreso su sello en mi rostro, y a los doce años era yo una niña apacible, obediente y
humilde, con una frente tersa que simbolizaba la pureza de mis pensamientos, con
una mirada lánguida y vaga por la meditación y el recogimiento de la tranquilidad.
En efecto, ¿qué más podría yo desear? No vivíamos en la opulencia, pero sí en
una dulce medianía; mi madre consagraba a mí todo su cariño y yo también la amaba
con todo mi corazón; no experimentaba los horrores de la desesperación, la inquietud
de pasiones exaltadas, las asechanzas de una sociedad en cuyo centro no vivía.
Pero esta felicidad no debía ser muy larga.
El gobierno en el cual mi padre ocupaba un puesto elevado, fue derrocado
completamente y tuvo él que abandonar la capital, huyendo de los encarnizados
partidarios que le seguían, viajando de noche para ganar el puerto más próximo, que
era Veracruz y expatriarse.
Una noche llegó a las doce a Jalapa, me abrazó y me besó conmovido, y al cabo
de un rato se arrancó para continuar su camino, de los brazos de mi madre que cayó
desmayada.
Desde ese día la salud de mi madre comenzó a languidecer por una enfermedad
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del pecho y su vida a apagarse lentamente como una lámpara.
Sin embargo, procuraba ocultarme sus padecimientos con una cuanto dulce, falsa
sonrisa que me hacía llorar.
¡Padecimientos físicos que consumían su cuerpo delicado, padecimientos morales
que lastimaban su corazón tan exquisitamente sensible!
Una sombra de tristeza se había extendido sobre aquella casa tan tranquila antes,
si no alegre.
Algunas noches que despertaba, veía brillar luz en el contiguo aposento de mi
madre que padecía ocultándomelo. Me levantaba para ir a su lado; pero ella me
reprendía dulcemente y me obligaba a volver a mi lecho, diciéndome que era una
casualidad y no otra cosa, la que la hacía estar despierta.
Me acercaba a su lecho y me daba un beso en la frente.
Al sentir el contacto de aquellos labios abrasados por la calentura, al contemplarla
tan pálida, tan doliente y tan resignada, sentía las lágrimas subir desde mi corazón a
mis ojos y me arrojaba sollozando entre sus brazos.
—Vamos, ¿qué es eso, hija mía? —me decía estrechándome contra su seno y con
su voz quebrada por la emoción y ahogada por las lágrimas acumuladas en su
corazón.
—¡Madre, madre mía! —exclamaba yo.
—¿Pero por qué lloras, niña, no ves que te amo, que estoy aliviada? Vamos,
vuelve a acostarte, que esto te puede hacer mal.
Yo volvía a mi aposento y desde que había salido escuchaba sus sollozos que
delante de mí había estado conteniendo.
—Y si yo muriese, ¿qué sería de ti?, ¡pobre hija mía! —me decía algunas veces
entre lágrimas.
—¡Oh! no, madre mía, no diga usted semejante cosa, si tal sucediere yo también
moriría —exclamaba llorando y estrechando su delicado cuerpo con el mío.
Y permanecíamos abrazadas y llorando de esta suerte largo tiempo, hasta que al
fin ella recobraba su tranquilidad y me decía con dulce acento:
—Pero, ¡qué locas somos con estar afligiéndonos por cosas que aún no suceden!
Y para tranquilizar mi ánimo completamente, ese día se esforzaba por aparecer
alegre y aliviada y hacía tomar a la casa y a los criados un aire de fiesta que no me
volvía la calma sin embargo.
Así pasó un año, sin que durante este tiempo, recibiésemos una sola carta de mi
padre.
Él, tenía buen fondo, era honrado, amaba a mi madre; pero la política que a tantos
hombres buenos ha extraviado en México, absorbía completamente su atención y el
tiempo que habría de emplear consagrado a su familia, lo empleaba en conspirar o en
buscar medios para sostener el bando político a que pertenecía.
Mi madre seguía cada vez más enferma, y cuando un nuevo gobierno abrió a mi
padre las puertas de la república, sólo vino a encontrar en su esposa a una moribunda
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que un mes después arrebataba la eternidad.
Me acuerdo que el día anterior al de su muerte, recibió mi madre los últimos
sacramentos con el fervor y la contrición de una santa.
Luego que el religioso y sus acompañantes se hubieron marchado, luego que todo
ruido hubo cesado, me hizo penetrar en su aposento y allí entre lágrimas y sollozos,
me abrazó, recomendándome que siguiese siendo buena como hasta allí lo había sido,
y diciéndome todo lo que la más amante de las madres puede decir a su hija a las
orillas del sepulcro.
Después de lo cual, nos despedimos para la eternidad.
Mi padre me arrancó del lecho privada de sentido.
A este recuerdo, Amparo ocultó su cabeza entre las manos y lloró dolorosamente.
Román la contemplaba con una triste conmoción sin atreverse a interrumpir su
dolor.
La noche había caído completamente inundando con sus sombras el aposento.
Amparo se levantó al cabo de un rato, enjugó sus lágrimas con la punta de su
mascada y fue a encender la lámpara, volviendo a sentarse al lado del joven para
continuar su narración.
Fuera de la estancia seguía gimiendo la lluvia.
VI
UNA MADRASTRA
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que ahora iba a pasar a manos extrañas que lo profanarían.
Iba yo, corría de un lugar a otro, abrazando los muebles como si fuesen seres
amados, besando con lágrimas su lecho, guardando en mi maleta sus vestidos y todos
los objetos pequeños que le habían pertenecido, guardando en mi seno las flores de su
predilección, anhelando en fin, mirar por la última vez aquella santa habitación que
no debía volver a contemplar.
Una hora después, seguía yo en un coche el camino de México con mi padre y
una anciana mujer que había amado a mi madre como hija, a mí como nieta y que me
había servido de aya.
La opulenta capital, en vez de agradarme, me causó una impresión dolorosa con
su estruendo, su gentío, su lujo.
Sólo muy pocas veces, por dar gusto a mi padre, fui en su compañía al teatro y a
los paseos.
Fuimos a habitar una elegante habitación a la calle de Cadena; pero aquella
suntuosidad, aquellos ricos muebles, aquellas pinturas, aquellas lujosas alfombras,
que hacían tanto contraste con la alegría, los muebles sencillos, el jardín de nuestra
casa de Jalapa, produjeron una desagradable impresión en mi alma.
Como mi padre permanecía fuera casi todo el día, yo pasaba las horas al lado de
mi aya hablando de mi madre, contemplando los objetos que le habían pertenecido, y
llorando al recordar los pormenores de su existencia.
Pusiéronme maestros de música y de dibujo, hizo mi padre venir a una modista
para que escogiese yo las telas y las hechuras de mis trajes; pero nada de esto me
halagaba; yo sentía esa triste y nostálgica languidez moral que se llama «mal del
país».
La brisa de ámbar de la existencia había acabado para mí.
Pocos meses después, comenzaron a adornar la casa, a traer nuevos y ricos
muebles, un suntuoso carruaje.
Un día supe la causa de este movimiento.
Mi padre se iba a casar.
Durante su permanencia en México, mantenía hacía algún tiempo impuras
relaciones con una mujer, que aunque no muy joven, pertenecía a una familia
distinguida. Esta familia se componía de otras dos hermanas que se habían casado y
una madre que acababa de morir.
Por esta razón se casó mi padre con ella.
Mi madrastra fue a habitar su casa nueva.
Permítame usted, señor algunas palabras sobre ella.
Era una mujer que a pesar de tener cerca de cuarenta años, era todavía y debía
haber sido en su juventud muy hermosa.
De elevada y elegante estatura, con un aire de reina, con una mirada altiva y
penetrante, con un acento dulce, pero imperioso, era una hermosura muy diferente de
la de mi madre que consistía en la afabilidad, en la mirada dulce, en el aire resignado.
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Una era hermosa como una diosa; la otra como una santa.
Una era altiva prostituida, orgullosa: la otra era humilde, virtuosa y sufrida.
Los auspicios bajo los cuales entró a la casa fueron terribles para mí.
Había amado a mi padre con una pasión tan ardiente como impura y sin conocerla
había aborrecido a mi buena madre, que aunque había sospechado lo que pasaba,
nunca se atrevió a hablar una sola palabra y había llorado en silencio su abandono.
Todo su odio había recaído en mí y desde muy temprano comenzó a
atormentarme con él.
Como había adquirido un dominio tan completo sobre mi padre, éste no se atrevía
a contrariarla directamente en nada, y ella le hacía creer que las reprensiones que yo
recibía sin ofenderla y por las cosas más insignificantes, eran merecidas.
Pocos días después despidió a mi aya, bajo el pretexto de que era una mujer de
baja clase con quien yo estaba engreída.
Una circunstancia dará a usted, una ligera prueba del carácter de mi madrastra y
de sus sentimientos hacia mí.
Yo iba vestida de luto, porque aún no hacía un año que mi buena madre había
muerto.
Una mañana me preguntó con altanería:
—¿Y por qué no se pone usted señorita, esos trajes que su padre le ha mandado
hacer últimamente?
—Es que aún no se cumple el tiempo de que deje el luto, le respondí con temor.
—Ya con lo que ha llevado usted basta, y esta noche iremos al teatro vestidas de
color —exclamó.
Yo me opuse y lloré; pero mi padre vino a suplicarme lo hiciese y me dejé
arrastrar sollozando al espectáculo para darle gusto y evitar nuevos rencores.
Y lo hacía para atormentarme, poniendo un especial cuidado en hacerme padecer.
Fue tan audaz y tan poco delicada, que me hizo entregarle algunas joyas y objetos
de valor que habían pertenecido a mi madre y que yo me proponía conservar a toda
costa.
Lo que yo sentí al ver engalanada a aquella mujer con objetos santificados por mi
madre, es imposible de decir; pero lloré y me resigné sin proferir una queja.
Como mi padre permanecía fuera casi todo el día, yo quedaba entregada a aquella
mujer, que había reconcentrado en mí todo su odio.
Referiré a usted otra injusticia.
En mi aposento y arriba de mi lecho, tenía yo como el del ángel de mi guarda, un
pequeño retrato de mi madre, lo confieso, todas las mañanas, me ponía ante él de
rodillas y oraba porque el odio de mi madrastra se calmase.
Una mañana me sorprendió en esta posición y me preguntó con acento de cólera.
—¿Qué hace usted de esa suerte?
—Nada, señora —la respondí—, rezo por el descanso del alma de mi madre.
—Creo —continuó—, que usted se ha propuesto irritarme con esa eterna
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consagración a la memoria de ésa…
—¡Silencio, señora! —exclamé al escuchar la terrible palabra que había
proferido.
—Pero entonces ella, rabiosa como una pantera, se arrojó sobre el retrato, lo
arrancó de su sitio y… lo pateó haciéndole pedazos —exclamó Amparo llorando a
este recuerdo.
—¡Dios mío, qué infamia! —exclamó Román horrorizado.
—Cuando hubo salido, recogí el retrato, lo limpié del polvo, y después de haberlo
cubierto de besos y lágrimas, lo guardé cuidadosamente en mi ropero.
Mi madrastra dijo a mi padre cuando volvió, que yo era una hipócrita, que con mi
aire de candor y resignación la hacía desesperar. Yo conté a mi padre sencillamente lo
que había pasado, él entonces se atrevió a reprenderla y esta reprensión avivó más su
odio contra mí.
No perdía ocasión de atormentarme. Si encerrada en mi aposento trabajaba yo
sobre mi labor, decía que huía yo su compañía; si leía, era porque era yo literata y
romántica, si rehusaba acompañarla al teatro o a las tertulias, era por malicia para
hablar durante su ausencia con un amante.
Y no era porque lo creyese así, pero procuraba hacerlo creer a mi padre.
Bajo el pretexto de que era una parienta pobre, había llevado a vivir a su lado a
una mujer de su misma clase y antigua compañera de su juventud.
Figúreme usted, señor, entregada a aquellas dos mujeres que me aborrecían de
muerte.
Veía yo con dolor y sin poderlo impedir, a mi madrastra derrochar el dinero que
recibía de mi padre, en un lujo desenfrenado y verdaderamente escandaloso.
Había un sinnúmero de criados ladrones y desmoralizados que de nada servían y a
quienes no se tomaba cuenta de nada.
Yo, por amor a mi padre, intentaba algunas veces poner coto a este desorden; pero
los criados que veían el desprecio con que era yo tratada por mi madrastra, se
quejaban a ella, y eso me acarreaba nuevos insultos.
Concertaba ella con su amiga proyectos de placer, y como mi padre nada le
negaba, podía satisfacer sus menores deseos.
Había hecho adornar suntuosamente el salón, y además de las tertulias que todas
las noches se organizaban en él, daba muy frecuentemente espléndidas fiestas.
Concurría a ellas lo más florido y a la par lo más impuro de la sociedad mexicana.
Casi nunca iba yo al salón y permanecía encerrada en mi cuarto a riesgo de
arrostrar el enojo de mi madrastra.
Figúrese usted, señor, cuánto debía sufrir en aquel escandaloso estruendo, yo, que
estaba acostumbrada al silencio, al recogimiento, a la dulce tranquilidad de mi casa
de Jalapa, a la compañía y tiernos consejos de mi buena madre.
La vida que ella llevaba era escandalosa.
Se levantaba a las once, y después de haberse hecho ataviar lujosamente por una
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de sus muchas criadas, salía en carruaje y pasaba el resto de la mañana en visitas, en
las casas de modistas, en los almacenes de las calles de Plateros y la Monterilla.
Cerca de las tres volvía con su amiga, cargadas ambas con sus compras, que
consistían en juguetes de tocador que le costaban sin embargo bastante dinero, y casi
los más días también con telas ricas para trajes.
Cuando mi padre volvía de palacio, la encontraba perfectamente ataviada, porque
como ya el brillo de su hermosura se había opacado un tanto, ponía especial cuidado
en conservarla intacta a fuerza de afeites y de adornos.
Comíamos todos juntos, y durante la comida, no perdía ocasión de hablar mal de
mí a mi padre, con disimulo, para que él no creyese que era una guerra abierta la que
me había declarado.
Por la tarde se iba a Bucareli con su amiga. Aunque algunas veces me invitaba a
acompañarlas, yo casi siempre rehusaba y me quedaba encerrada en mi aposento
leyendo, orando o trabajando sobre mi labor.
Dos veces a la semana durante la noche daba tertulias, las demás noches se iban
al teatro volviendo después de las doce.
He dicho que se vestía de una manera deslumbrante y era citada como modelo de
elegancia y buen gusto.
Entre los tertulianos más constantes, había uno que se llamaba Isidoro de San
Román.
Era un joven muy rico, muy gallardo, muy calavera, sumergido completamente en
la disipación y los placeres, sin que en su alma se abrigase ningún noble sentimiento.
Era de los más asiduos compañeros de placer de mi madrastra.
Le tenía ésta un cariño especial, le caía en gracia cuanto él hacía o refería, por
más que sus narraciones sobre aventuras amorosas causasen espanto a un corazón
honrado.
Como él frecuentaba tanto la casa y casi todas las noches acompañaba al teatro a
mi madrastra me vio algunas veces y excité sus deseos.
A pesar de que yo nunca iba al salón, él, por medio de mi madrastra, procuraba
acercarse a mí y me hizo algunas insinuaciones; pero yo, que sentía hacia él un
profundo desvío, le prohibí severamente que volviera a hablarme, amenazándole con
quejarme a mi padre.
Yo había llegado a la época más peligrosa de la juventud, en que sólo el dulce
cuidado de una madre puede guiarnos por la senda de la vida que cubre de flores
envenenadas el placer.
Había cumplido diecisiete años, mi madrastra misma confesaba que era yo muy
bella, y la pureza de costumbres, y el método uniforme de vida, habían conservado a
mi juventud la frescura de mi infancia.
Entonces, sólo la sombra de mi padre me pudo amparar contra la persecución de
aquel joven, protegido para sus impuros deseos por mi madrastra.
Mi desdén convirtió el interés que acaso experimentaba hacia mí, en odio, y
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acostumbrado a obtenerlo todo de las fáciles mujeres con que trataba, juró desde
aquel momento vengarse tarde o temprano, de la que lo despreciaba y se había
atrevido a amenazarlo.
¡Ay!, las circunstancias debían favorecer más tarde su venganza.
Amparo permaneció un momento silenciosa.
Se podían escuchar los latidos del corazón de Román.
VII
VIOLACIÓN
La joven continuó:
—Mi padre murió repentinamente una noche, sin tener tiempo más que para besar
la mano de su esposa y la frente de su hija.
Este golpe fue terrible para mí.
Entonces quedé entregada completamente al odio de mi madrastra y con el
porvenir espantoso de la miseria.
En efecto, la buena posición que ocupaba mi padre en la sociedad, era debida a su
honorífico empleo, y la decente medianía que disfrutábamos, a su elevado sueldo.
Pero como las disipaciones de mi madrastra no habían permitido economizar
nada, y como no poseíamos otra cosa que su sueldo, quedamos expuestas a la miseria.
Ella, sin embargo, no disminuyó casi nada su tren, y durante algún tiempo nos
mantuvimos con la venta de sus dos carruajes, sus alhajas, y ¡Dios mío!, también las
que habían pertenecido a mi adorada madre.
Después comenzó a vender los muebles y otros objetos de valor.
La desgracia y la muerte de la única persona que había amado en el mundo, hizo
su carácter más atrabiliario, recayendo sus efectos sobre mí.
Las visitas y los tertulianos se fueron ahuyentando uno a uno como aves
espantadas.
Fuimos a habitar en una pobre casa del Puente de San Dimas.
Mi madrastra recurrió a los escasos parientes que le quedaban; pero éstos, en vez
de auxiliarla, la volvieron la espalda.
Entonces, para salir de una pobreza a que no podía acostumbrarse, recurrió a un
medio horrible, ¡especular con los restos de su hermosura!
Se vendió, contrayendo impuras relaciones con un viejo rico.
La casa se adornó con mejores muebles, ella compró algunos trajes bastante
lujosos.
Yo sufría y lloraba en silencio.
Isidoro, su amigo favorito, aunque con menos frecuencia que antes, no había
cesado de visitarla, y sus deseos hacia mi se habían avivado con mi orfandad.
Entonces empezó una lucha sorda, constante, terrible, la de la virtud débil y
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desamparada, con el vicio altanero y protegido.
Cuando pienso en esos días en que yo, pobre joven sin experiencia del mundo,
tenía que defenderme contra los ataques de un hombre lascivo y de una mujer
malvada, me estremezco al ver cómo no sucumbí desfallecida desde el primer día.
Unas veces mi madrastra me decía que Isidoro me amaba y que yo debía
corresponder a su amor, puesto que era rico y me podría cubrir de esplendor.
Él, en efecto, había comprado su voluntad con magníficos presentes que le hacía
de trajes, de aderezos, de joyas, llevándola al teatro y a las diversiones que ella
amaba.
Otras veces me reñía ásperamente con palabras muy injuriosas, encolerizada por
mi resistencia.
Varias ocasiones, por un convenio anterior, se salía de la casa con la única criada
que teníamos, dejándome sola completamente.
Apenas acababa de salir cuando llegaba Isidoro. Yo corría a encerrarme en mi
aposento.
Entonces comenzaba una lucha terrible.
Primero me llamaba por mi nombre, me suplicaba, me hacía promesas
halagadoras. Después recurría a la fuerza, golpeaba la débil puerta que a poco cedía,
y yo huyendo de un lugar a otro venía por fin a caer entre sus manos y forcejeaba
defendiéndome de sus impuras caricias hasta sentirme desfallecer por la fatiga.
Por fin él se fatigaba y se iba lanzándome miradas terribles y haciéndome
amenazas que me llenaban de espanto.
Al anochecer casi, volvía mi madrastra, me miraba con aire malicioso
preguntándome si alguna persona había venido en su ausencia. Yo guardaba silencio
llena de indignación.
Isidoro dejaba de ir a la casa algunos días; pero al cabo de poco tiempo volvía
más ardiente, más impuro, más amenazador.
Otros dos o tres jóvenes calaveras, amigos suyos, le acompañaban a sus visitas a
nuestra casa.
Mi madrastra procuraba encender en mi casto seno, deseos y pasiones ardientes,
imaginando y valiéndose de cuantos medios podía poner en juego una mujer de tanto
talento y tan infame como ella.
Unas veces hacía caer en mis manos, recomendándome su lectura, libros
envenenados tales como las novelas de Pigault-Lebrun y Voltaire.
Yo comenzaba a leerlos y aun los concluía, sin comprender el veneno que
encerraban hasta después de haberlos leído.
Otras, se atrevía a referirme escenas que me hacían ruborizar.
Hacíamos un contraste extraño.
Yo, pobre joven tímida, casta, recogida. Ella, mujer sensual, elegante y amiga del
estruendo.
Nuestros aposentos participaban de la misma diferencia.
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El mío, pequeño, adornado sólo con un lecho modesto, un armario para encerrar
mis pocos vestidos y mi labor, con algunos cuadros representando las escenas de
Pablo y Virginia.
El suyo, extenso, adornado con un lecho, un tocador y muebles bastante lujosos
para la posición que guardábamos, un amplio ropero lleno de elegantes trajes, encima
de las mesas estatuas de mujeres desnudas, reclinadas voluptuosamente y decorando
las paredes cuadros con pinturas francesas que me hacían ruborizar.
Por un verdadero milagro, conservaba yo la pureza que en mi alma derramó mi
madre, en medio de aquella atmósfera de corrupción.
Una vez quise ir al templo para confesarme como siempre lo había acostumbrado
al lado de mi madre y cuando aún vivía mi padre; pero mi madrastra me lo prohibió,
diciéndome que era yo bastante buena y virtuosa para tener de qué confesarme.
Algunas ocasiones al sentirme débil para una lucha tan horrible, concebía y
revolvía en mi imaginación proyectos de fugarme de aquella mansión de espanto.
Pero a poco desistía. En efecto, ¿dónde iría yo sola, sin recursos, sin conocer a
nadie en la ciudad?
Entonces quedaba yo tal vez más expuesta a las asechanzas del vicio.
Por consiguiente, después de un momento de vacilación e inquietud, acababa yo
por dejar correr las fuentes de mi llanto. Mi madrastra me encontraba de esta suerte
llorando y profería en improperios.
Después se serenaba y decía:
—¿Pero se ha visto alguna vez criatura más rara, desprecia una vida de lujo, de
amor, de embriaguez, de placer, por otra de encierro y martirios de monja?…
Isidoro seguía persiguiéndome con obstinación.
Un día amanecí muy triste, más triste que de costumbre.
Parecía que el corazón me avisaba en secreto de la proximidad de una desgracia.
Toda la mañana la pasé orando de rodillas ante el crucifijo que estaba suspendido
encima de mi lecho.
Mi madrastra a la hora de la comida estuvo muy obsequiosa y muy benévola
conmigo.
Esta benevolencia tan extraña en ella, en vez de halagarme, me inspiró
desconfianza y espanto.
Era, en efecto, la primera vez, después de dos años, que mi madrastra me trataba
sin injusta dureza y con alguna atención.
La víspera había sido día de su santo y se había ido con Isidoro y algunas otras
gentes a un paseo en el bosque de Chapultepec, al que yo me rehusé a acompañarles,
porque además del desprecio con que me trataban, iba yo siempre muy pobremente
vestida.
Al mediodía vino a la casa un criado, trayendo en un grande azafate el presente
que Isidoro hacía a mi madrastra.
A pesar de mi indiferencia por el lujo, no pude menos de lanzar un grito de
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sorpresa al contemplar el presente.
Era una mantilla magnífica de finísima blonda, un traje de la misma tela blanco
como la nieve, y un aderezo completo formado por un collar, pulseras, aretes y
prendedor de brillantes.
Con este regalo, cualquiera hubiera podido atraerse la voluntad de una mujer tan
amante del lujo como mi madrastra.
Su viejo amante le había enviado la noche anterior un regalo no menos
espléndido.
Así es, que cuando este día al anochecer volvió a ver a Isidoro, poco faltó para
que le estrechase entre sus brazos.
Éste se despidió de ella a poco rato.
Ambos se miraron de una manera particular.
Cenamos más temprano que lo de costumbre, y estuvo tan cariñosa conmigo
como en la mañana.
Después de cenar tomé como lo acostumbraba, una taza de leche que ni concluí
porque me supo un poco mal.
A poco sentí tanto sueño y tanta fatiga, que me retiré a acostar a mi cuarto.
No hice atención a la mirada particular con que mi madrastra me siguió hasta la
puerta.
Apenas me había acostado cuando me dormí profundamente.
Tuve una pesadilla horrible, espantosa, que al despertar, sin embargo, me había de
hacer ver el abismo de la realidad…
Me pareció oír en medio del sueño, un ruido en el aposento.
Después sentí a mi lado un cuerpo extraño que me oprimía y me estrechaba.
Yo, por un instinto, quería moverme, quería gritar; pero no pude y me agitaba
impotente como en una pesadilla.
Cuando desperté ya estaba muy entrado el día. Un rayo de luz horrible vino a
alumbrar mi alma.
En un momento comprendí lo que había pasado.
Di un grito y me desmayé.
Isidoro, de acuerdo con mi madrastra, se había valido de un poderoso narcótico
para penetrar en mi aposento…
A este recuerdo, Amparo ocultó su cabeza entre las manos y rompió a sollozar de
una manera que revelaba todo el océano de dolor de su lastimado corazón.
Román, pálido, anhelante, sintió subir a sus ojos las lágrimas agolpadas en su
alma durante esta narración.
Amparo enjugó sus lágrimas, y al cabo de un rato continuó con un acento
desgarrador y tan triste, tan triste, como una música de nuestro país natal, escuchada
en un suelo extranjero al expirar el día…
—Cerca de dos meses permanecí al borde del sepulcro presa de una fiebre
maligna y lenta que me hacía morir poco a poco.
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Tenía yo acceso de delirio espantoso.
Era porque a mi imaginación calenturienta llegaba el recuerdo de aquella noche
de insomnio, de deshonra y de crimen.
Poco a poco mi estado se fue haciendo menos funesto, y el médico que mi
madrastra había hecho venir, dio algunas esperanzas de vida.
Mi convalecencia fue muy penosa, porque la presencia de mi madrastra me
causaba una desagradable impresión de dolor, que me sumergía en una especie de
muerte aparente como la que usted ha visto.
¡Oh, Dios mío!, lo que yo pensaba en esas largas horas de soledad y abandono,
era horrible.
Me encerraba yo en mi cuarto, huyendo de mi madrastra, a quien durante mi
convalecencia, había hecho cargos terribles y había llenado de acusaciones. Pero ella,
en vez de guardar silencio, me llenaba de ultrajes, diciéndome que en nada tenía la
culpa de lo que había pasado, y que a su vez por este crimen, había sido engañada por
Isidoro. Éste no había vuelto a presentarse delante de mí, aunque yo muy bien
comprendía que él visitaba a mi madrastra algunas veces.
Entonces al verme deshonrada, infeliz, comencé a concebir un proyecto siniestro.
No podía yo huir de aquella mansión maldita, porque no tenía dónde ir, enferma,
doliente, moribunda casi.
Pensé en arrancarme una existencia que había llegado a ser una carga para mí.
Muchos días, como si fuera a cometer un crimen, anduve sombría y preocupada; pero
en el momento en que iba a poner en ejecución mi horrible plan, me detuve…
Pensé en mi hijo…
Sí, yo le llevaba ya en mi seno, yo a mi pesar era madre, y hubiera sido un crimen
espantoso matar a mi hijo. Yo debía vivir para él, aunque mi vida fuera un espantoso
castigo.
Esta idea me hizo desistir de mi proyecto y dulcificó un tanto la amargura de mi
dolor. Fue un rayo de luz en medio del oscuro abismo de mi deshonra.
Lloré mucho, pero me consolé un poco.
Mi madrastra al verme tan enferma, se compadeció de mí y me trató con alguna
dulzura. Era que una sombra de remordimiento, había opacado la horrible y eterna luz
de aquella alma criminal.
Pasaba yo los días llorando y rezando. Pocos meses después escuché el primer
gemido de mi hijo.
Era una niña. Los pesares que me hablan combatido el tiempo que la llevé en mi
seno, la hicieron nacer débil y enfermiza, y los primeros meses los pasó al borde de la
tumba. Pero poco a poco se fue restableciendo y volviendo a la vida.
Entonces una dulce melancolía hizo lugar a la desesperación que había
desgarrado mi alma, y casi volví a ser feliz.
Pasaba horas enteras contemplando a mi hija dormida sobre mis rodillas,
cubriéndola de besos y lágrimas.
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¡Pobre hija del crimen, de la desdicha y la violación! ¡Pobre niña sufriendo antes
de nacer y alimentándose con lágrimas!
Pero el cielo había decretado que aquel tibio rayo de luz que había alumbrado
débilmente la oscura noche de mi dolor se convirtiese en la negra y espantosa tiniebla
de la desesperación.
Apenas había cumplido mi hija un año, cuando la fatiga que había experimentado
para criarla débil como estaba, se convirtió en una enfermedad que me postró
completamente durante algunos meses.
—Y bien, señor, ¿sabe usted lo que hizo mi madrastra durante este tiempo, que
luchaba yo entre la vida que quería conservar para mi hija y la muerte a que ella me
había orillado? ¡Arrebatarme a mi hija! —exclamó Amparo con acento de profunda
desesperación.
—¡Dios mío, Dios mío! —murmuró Román.
—Sí, la infame mujer me la había arrebatado. ¿Y adivina usted o se figura al
menos para qué?
Para darla a criar a personas extrañas, que la diesen inclinaciones y despertaran en
su alma sentimientos diferentes de los que yo hubiera podido inspirarle, a fin de
valerse de ella y especular con su hermosura en la vejez a que ya comenzaba a entrar.
Sí, para especular con ella, porque la niña prometía ser hermosa, muy hermosa, como
lo había sido mi madre.
Cuando mi enfermedad me permitió comprender lo que había pasado, grité, lloré,
supliqué, la amenacé con la justicia para que me volviera a mi hija; pero ella
despreció mis exclamaciones y mi llanto, escuchó con indiferencia mis súplicas y se
burló de mis amenazas.
En efecto, ¿qué podría yo hacerle, pobre, deshonrada, desconocida; a ella altiva,
llena de recursos, relacionada con gentes de influencia?
Así me lo hizo comprender, y yo, convenciéndome de mi impotencia, desistí de
mis amenazas con una justicia mundana que casi nunca, por no decir «jamás», existe
para los pobres y para los desgraciados.
Con la esperanza de ablandarla, permanecí todavía un mes llorando y suplicando;
pero aquella mujer era inflexible en sus criminales resoluciones, era, según creo, la
criatura más malvada que ha existido sobre la tierra.
Entonces, aquella morada de infamia, que sólo el recuerdo de mi madre o la
presencia de mi hija, podía haber hecho soportable para mí, se convirtió en un
infierno, luego que mi deshonra hubo ahuyentado de mi alma esa memoria, ángel de
la guarda de mi existencia; luego que un crimen multiplicado mil y mil veces me
hubo arrebatado a mi hija.
Determiné abandonar tan funesta mansión. Una tarde salí de allí enfermiza,
delirante, medio loca, dejando escrito un papel en que llenaba de acusaciones a mi
madrastra.
¡Primera queja verdadera que yo profería contra aquella infame mujer!
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No me llevé nada más que el vestido que traía puesto y una cruz de brillantes que
desde muy niña me había suspendido mi madre al cuello y que yo siempre había
llevado, ocultándola de la avaricia de mi madrastra.
Durante algún tiempo anduve corriendo como loca de un lugar a otro de la ciudad
buscando a mi hija, preguntando por ella en los lugares en que un asomo de sospecha
me hacía creer que mi madrastra la ocultase. Pero las gentes a quienes yo me dirigía,
no me comprendían y se burlaban de mí claramente, tomándome por una joven
demente, o creyendo otra cosa, se atrevían a hacerme insinuaciones que me hacían
ruborizar llenándome de indignación.
¿Quién de aquellos indiferentes podía imaginarse siquiera la intensidad del dolor
de una madre tan desdichada como yo?
Tuve que vender llorando, porque me moría de hambre, en la octava parte de su
valor, la única prenda que me quedaba de mi madre, aquella cruz que me traía en
medio de la oscuridad de mi espantoso presente, un recuerdo grato al par que
doloroso, un rayo de luz de mi pasado tan sereno.
Por fin, me presenté a solicitar trabajo en casa de una modista a fin de vivir con él
los días que me restan de vida, pensando en mi madre, llorando por mi hija con la
esperanza de encontrarla alguna vez, sufriendo y orando.
Mi exterior inspiró confianza a la buena mujer, y desde entonces me confía
algunas obras en que trabajo todo el día. Mi madrastra ha muerto hace cuatro meses,
y por consiguiente, hoy, la única persona depositaría del secreto de la existencia de
mi hija, sea acaso su infame padre que muy poco después de su crimen, partió para
Europa, de donde ha vuelto ya, porque una vez que fui a dejar mi labor, le he visto sin
ser notada por él, en un carruaje que se dirigía a Bucareli, reclinado junto a una
hermosa joven de la alta sociedad.
Ya usted lo ve, señor, soy una mujer deshonrada sin haber cometido un crimen,
soy impura y desdichada sin ser culpable.
Y sin embargo, apenas tengo veintidós años.
¡Quiera el cielo perdonar a esa mujer y darle en clemencia, cuanto ella me causó
en infortunios!
Amparo rompió a llorar dolorosamente.
—Pero sin embargo —exclamó al cabo de un momento—; si yo pudiese volver a
ver a mi hija, si yo pudiese decirle alguna vez, cubriéndola de besos y lágrimas: ¡hija,
hija mía, hija de mi corazón!, deja que te estreche en mis brazos y contra mi seno,
porque yo soy tu madre, porque si has nacido por un crimen, sólo por otro crimen
más horrible han podido arrebatarte de mi lado, porque tú, pobre niña, no tienes
padre, no; pero tienes una madre que te idolatra, con un infinito amor. ¡Oh!, si tal
sucediera, entonces volvería yo a ser casi tan feliz como lo era en mi infancia, de mi
desdicha sólo me quedaría el recuerdo, trabajaría doble de lo que hoy trabajo para mi
hija, no me apartaría un momento de su lado, le daría en amor cuanto yo recibí en
odio.
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Amparo inclinó su cabeza sobre el pecho y lloró.
Román, sin proferir una palabra lloró también en silencio.
Al cabo de un momento en su rostro pálido y desfigurado por la emoción y por
mil encontrados sentimientos, se pintó el sello de una resolución terrible, como la
conciencia, firme e inflexible como la venganza, sublime como la abnegación. Se
levantó sereno, tomó la mano de Amparo, y depositó en ella un beso casto,
silencioso; pero ardiente y apasionado.
Después salió de la estancia sin proferir una palabra y lanzando una última mirada
impregnada de infinito amor sobre la desgracia joven.
—¡Oh! —exclamó Amparo con acento de queja y de pasión, luego que Román
hubo salido—. ¡Criatura generosa, alma noble, que desde la altura de tu virtud, te has
dignado lanzar una mirada de compasión sobre esta desdichada mujer; yo daría la
mitad de mi existencia por estrecharte contra mi corazón, por aspirar el amor en tu
aliento, por depositar en tu hermosa frente un beso en que exhalase mi vida! Pero
¡imposible!, ¡a mi deshonra está prohibido amarte a la faz del mundo; yo sólo puedo
idolatrarte sin esperanza, guardar tu imagen adorada en el fondo de mi corazón!…
llorar y sufrir.
Y Amparo ocultó su hermosa cabeza entre las manos.
VIII
EULALIA DE GUZMÁN
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ser solicitado y bien recibido en todas partes, como era además hombre de buen
humor, algo campechano y muy necio; pero no; no digamos esa palabra, digamos
mejor muy tonto, su casa era el centro de reunión de cuanto más florido, más
elegante, más rico y (vergüenza causa decirlo) más prostituido tiene la parodia
aristocracia mexicana.
En otra novela he hecho una crítica de esta clase inútil y tan ridícula en México;
por consiguiente no hablaré más de ello, para evitar ser lo menos enfadoso posible a
mis lectores. Baste saber que don Febronio pertenecía a la aristocracia, que su esposa
aunque tenía cincuenta años, era una de esas mujeres que se empeñan en no envejecer
jamás, y que su hija era muy hermosa.
Eulalia, éste es el nombre de la hija, era una joven bella como la inspiración de un
artista; pero con esa belleza especial y terrible, por decirlo así, que parece la obra
sublime de un genio malévolo, el genio de la tentación, una de esas jóvenes que los
hombres más fríos y que han formado más teorías acerca del amor y la hermosura, los
arrebata con un estremecimiento nervioso y les trastorna la cabeza con una pasión
violenta que se parece mucho a un deseo: envidia de las otras mujeres, objeto
codiciado por todos los hombres, aunque no sean muy codiciosos.
En efecto, figuraos una frente tersa, unos ojos ardientes y que no se sabe de qué
color son verdaderamente, porque nunca se les puede ver sin sentirse deslumbrado y
abrasado, una boca ni muy pequeña ni muy fina, pero entreabierta por una sonrisa
fatal, algo sarcástica, algo desdeñosa, muy bella, para dejar ver dos hileras de dientes
blanquísimos, parejos, bellos, dos hileras de perlas como diría el galante poeta Luis
[G.] Ortiz, o flores del café como ha dicho Plácido; una barba con un hoyito pequeño,
nido de amores; un rostro, en fin, que estudiado detenidamente, no presenta tal vez
nada de hermoso y hasta llega a ser feo; pero todo el mundo opina que esta
hermosura que consiste en el conjunto y no en los detalles; esta bella fealdad,
permítasenos la expresión, es la que más atrae y enamora. Figuraos un cuello blanco
rosado con el color de la primera tinta de la aurora, un seno redondo, túrgido,
palpitante como si estuviese fatigado o excitado; una cintura delgada como la de una
abeja, unos pies pequeños que conociendo su valor se calzan con primoroso lujo, una
estatura souple, como diría un francés, elegante, más bien alta que mediana unos
brazos redondos, unas manos no muy pequeñas; pero tan bellas, tan perfectamente
torneadas, que hubieran causado la admiración y hubieran servido de modelos de
escultura a Miranda y Antonio Romero; una marcha lánguida, perezosa, que
comunicaba al cuerpo una oscilación suave como la del tulipán mecido por la brisa de
septiembre. Figuraos ese conjunto animado y simpático, tan agradable de contemplar
de los cuadros de don Miguel Mata, ese distinguido artista mexicano, y tendréis una
idea completa de la hermosura de Eulalia.
Hemos penetrado en esta casa, porque hay en ella esta noche una fiesta, un gran
baile nada menos.
¿A qué es debido? Lo diremos en pocas palabras:
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Hacía algunos años que Eulalia, con su hermosura de reina, atraía tras de sí un
cortejo de aduladores y admiradores que invadían su casa en calidad de tertulianos y
visitas admitidas por don Febronio y su esposa doña Juliana.
Muchas miradas se habían clavado con pasión en su bello rostro, muchas dulces
palabras se habían murmurado a sus oídos en medio de la embriaguez de un vals de
Strauss, muchos billetitos se habían deslizado en sus manos, en una contradanza, o se
habían hecho llegar a ellas por medio de criados que vendían este servicio a peso de
oro; pero Eulalia no hacía caso de las miradas porque creía merecerlas, escuchaba las
dulces palabras como un tributo de admiración a su sin par hermosura de diosa y
volvía los billetes después de haberlos leído, o sin tomarse esa pena, los volvía
despedazados o los guardaba sin hacerles caso ni contestarlos jamás.
Así es, que algunos amantes, después de suplicar algún tiempo, se alejaban de ella
tan enamorados como el primer día; pero huyendo de un abismo; otros se
desesperaban, otros de adoradores se convertían en sus enemigos mortales, y la boca
que otros días exhalaba palabras de súplica y ternura, después sólo se abría para
proferir sangrientos chistes acerca de su conducta, o maldiciones.
Pero Eulalia pasaba erguida e indiferente por en medio de estos pesares, de esas
desesperaciones, de esas hablillas… Su hermosura la escudaba y justificaba sus
acciones por crueles que éstas fuesen.
Sin embargo, la hermosa joven había sido la heroína de una historia de llanto.
Un día, Víctor, el desdichado artista que Se daba lecciones de piano, había dejado
caer de sus labios algunas de esas palabras que apenas alcanzan a revelar un átomo de
la pasión infinita en que se abrasa un corazón lastimado, un corazón que no vive más
que por esa llama que al par que le da vida, le consume. Pero Eulalia, que no podía
menos de conocer la pasión que en silencio le profesaba hacía algún tiempo el infeliz
poeta, se llenó de indignación al escuchar sus palabras.
¡Atreverse a amarla, a ella, rica, hermosa, seductora, un artista, un poeta cuyo
caudal está sólo en la imaginación y en el alma, y que en vez de producir el dulce
retintín de las monedas de oro, produce los sonidos del cielo y habla en el idioma con
que Dios habla a los bienaventurados en esas regiones en que todo es luz!
¡Fuera un hombre rico, tal vez, pero un poeta o un artista mexicano, uno de esos
judíos de la actual sociedad, un hermano de Serán que murió de hambre en
Guadalajara y de Rodríguez Galván que murió de pesares!
El enojo de Eulalia había producido la expulsión de su casa al desgraciado Víctor.
Así es como había llegado hasta la edad de veinte años, despertando pasiones,
deseos, esperanzas y desengaños. Pero últimamente se había presentado un nuevo
admirador que tenía todas las probabilidades de éxito en aquella lucha de amor.
Eulalia era inexpugnable. Pero también Gibraltar era inexpugnable, y sin
embargo, a fuerza de sangre cayó en poder de los ingleses.
Isidoro de San Román, que era el nuevo amante, contaba en su favor muchas
circunstancias, En primer lugar, era muy rico, en segundo, era muy hermoso, de una
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figura muy simpática, y se vestía con una elegancia que había adquirido en Europa.
En tercero, conocía perfectamente a las mujeres y su lado débil. En cuarto, estaba
muy enamorado, es decir, enamorado como lo puede estar un hombre cuyos
sentimientos ya conocemos por la orgía de la Gran Sociedad y por la historia de la
infeliz Amparo. En quinto, había formado un capricho de poseer a aquella mujer y
ganar la prenda que tantos se disputaban.
Con la primera circunstancia, se había atraído la voluntad y el cariño de los
padres de Eulalia. Con la segunda, ambas cosas de la joven. La tercera, le era un
poderoso auxilio en aquella lucha. Con la cuarta gozaba de antemano, Y para
conseguir su capricho y salir vencedor, había dejado caer estas palabras
sacramentales, suficiente casi siempre para vencer a la mujer más rebelde.
«Me caso.»
Así es, que después de haber hablado de ello a Eulalia, pidió formalmente a sus
padres la mano de la joven que le fue inmediatamente concedida. Eulalia, al fin, se
había enamorado de Isidoro.
Entonces los numerosos amantes de la joven, sintiéndose impotentes para luchar
con aquel coloso, desistieron de su empresa. Unos se retiraron desairados, otros
siguieron visitando la casa en calidad de amigos.
Todo se empezó a disponer para el casamiento. Por eso era el baile de esta noche.
Lo daba Isidoro a la familia de Eulalia, que dentro de pocos días debía ser su esposa.
Ahora que ya conocemos los antecedentes, penetremos en el salón.
IX
EL BAILE
Era un espectáculo magnífico el que presentaba aquel extenso salón cerca de la media
noche. El conjunto era hermoso; pero los detalles, contribuyendo a darle esa
esplendidez, eran bellos por sí.
Las arañas de cristal puro, como si fuesen de brillantes, produciendo una luz
deslumbradora, los espejos aumentando la perspectiva y formando agradables
ilusiones de óptica, la alfombra finísima de hermosos colores, el piano elegante… y
sobre todo, la lujosa multitud que ocupaba aquel salón, rostros de diosas, ojos de
mexicanas, estaturas artísticas, blondas, diamantes, oro, manos pulidamente
enguantadas, senos de alabastro, brazos torneados, una multitud agitándose sin
compás, entrelazando las manos con las manos, los brazos con las cinturas; rostros
reclinándose casi sobre hombros desnudos, pies diminutos y hasta fabulosos
primorosamente calzados de blanco, sobresaliendo del no menos blanco vestido,
dulces sonrisas de amor, de placer, miradas de embriaguez y de lánguida pasión,
reflejando una luz más bella que la de la luna.
Y toda esa multitud pasando en confuso torbellino, impelida por un vértigo, como
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el que impele a las Willis y a los personajes de las baladas alemanas; en una palabra,
la locura justificada. Si esto contemplaba la vista, no menos escuchaba el oído.
Una música alegre y estrepitosa unas veces, como las risas de los niños, otras
compasada y triste como un sollozo; voces de mujer tan dulces y vibradoras que
parecen un instrumento desconocido que cada una de ellas va tocando, palabras vagas
medio escuchadas, de amor, de queja, de febril delirio, suspiros de pasión, de tristeza,
de despecho, de tierno placer, sonrisas, acentos de alegría, frases rotas de chanzas, de
promesas…, todo ese ruido, en fin, que puede producir una juventud agitada de
diferentes pasiones en una noche de entusiasmo y locura. Se respiraba un suave
perfume, ese perfume delicioso, formado de todas las flores y que siempre exhala y
deja tras sí la elegante aristocracia.
Ahora que la pieza que se bailaba ha concluido, que la música ha cesado, que las
señoras han vuelto a su asiento, enviando con su abanico la brisa a su rostro ardiente
por la fatiga y la emoción, que los jóvenes forman grupos o se pasean en los
corredores, detengámonos un momentos sobre algunos de los concurrentes.
Contemplemos un instante a Eulalia.
Estaba deslumbrante y hermosa como una reina. Vestía un traje blanco
completamente, de delicada blonda, recogido en algunas partes para formar pliegues,
con broches pequeños de diamantes, escotado en el seno, que veleba un schall
pequeño o bufanda, a su talle delgado se ceñía un cinturón detenido por otro broche
grande de diamantes y oro también; una flor, una verdadera camelia de piedras
preciosas recogía hacia atrás de la cabeza su pelo fino y abundante de un suave
castaño, a su brazo derecho, se suspendía por un anillo formado de perlas pequeñitas,
un porte bouquet de oro que contenía un hermoso ramillete de flores naturales de
vivos y variados colores, que exhalaban un perfume delicioso y embriagador. Al verla
con su vestido blanco y sus diamantes, se la hubiera podido tomar por una de las
creaciones del pincel del sublime Grandville en las Estrellas Animadas.
Su rostro estaba animado por el placer, sus ojos al clavarse en el rostro de Isidoro,
brillaban de pasión, por sus labios carmíneos erraba una bella sonrisa de satisfacción
y su seno se levantaba por la excitación.
Isidoro, por su parte, estaba completamente simpático. Su rostro algo ajado por el
vicio y la continuación del placer, estaba ahora coloreado por la sangre que su
corazón latiendo violentamente por la fatiga y el deseo le enviaba; sus ojos cuyo
fulgor algo habían apagado las vigilias de sus orgías, despedían sin embargo un brillo
particular y lanzaba una mirada ardiente, prolongada, amorosa casi, impregnada de
deseos y anhelante placer, al fijarse en la divina Eulalia. Estaba vestido con elegancia,
de negro con centro blanco y guantes del mismo color.
¡Ay!, qué doloroso contraste formaban Eulalia e Isidoro, con Amparo y Román.
Una feliz, alegre, obsequiada, cubierta de oro y adulación. La otra desdichada,
llorando huérfana las consecuencias de un crimen que no había cometido sin
embargo.
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Isidoro, joven, infame y prostituido, que en vez de reparar su falta con su
conducta posterior, arrojaba sobre ella una nueva mancha, anhelando unirse con un
lazo indisoluble a una joven a quien tal vez abandonaría haciéndola desdichada, luego
que satisfecho su ardiente deseo, la luna de miel de la existencia hubiese pasado.
Román pobre médico del cuerpo y del alma, que se abrasaba en casto y dulce fuego
por Amparo, y que al escuchar su dolorida historia había tomado una resolución
firme, terrible.
Paralelo exacto que siempre ante los ojos del hombre honrado favorece a la clase
media.
Don Febronio, alegre como unas pascuas conversaba en un grupo, de comercio,
de haciendas y de otros asuntos más o menos impropios en un baile. En otro grupo en
que se hablaba de Eulalia, estaban Enrique y Luis, los dos jóvenes calaveras amigos
de Isidoro y que hemos visto una vez en la Gran Sociedad, seductor uno de ellos de
Elena la hermana de Víctor.
Las damas envidiaban a Eulalia, los hombres a Isidoro.
La música preludió un vals. Las parejas comenzaban a formarse, cuando un joven
exclamó:
—¿No sería mejor que la señorita Eulalia tuviese la bondad de cantar alguna
pieza?
Esta proposición fue acogida con entusiasmo por todos los tertulianos. Eulalia, sin
ruborizarse, a pesar de que todas las miradas estaban fijas en ella, llamó a Isidoro y le
preguntó con dulce acento:
—¿No querría usted acompañarme en el piano, Isidoro?
—Con mucho gusto, Eulalia, se apresuró a responder éste, ofreciendo el brazo a
la joven para conducirla al piano. Eulalia se apoyó en él componiéndose el vestido.
Isidoro preludió con desembarazo y ejecución, Eulalia comenzó a cantar con un
acento tierno, suave y vibrador como si estuviese formado por un concierto de aves,
esa aria hermosa de la Casta Diva de Norma, que Enriqueta Sontag ha popularizado
en México. La música y el pensamiento de Bellini, estaban perfectamente
comprendidos por Eulalia. Las mexicanas tienen disposiciones notables para la
música, y si en la capital se establece un conservatorio de este arte sublime, en muy
poco tiempo se palparían ventajosos resultados.
Cuando la joven hubo concluido, sonaron prolongados y estrepitosos aplausos y
fue invitada para tocar otra pieza. Entonces moduló esa música quebrada y trémula
como un sollozo del corazón que desgarraron los pesares, o vaga como un ensueño de
la juventud y que Beriot llamó Reverie, Parece la expresión de un dolor intenso;
comienza como un suspiro, continúa como un sollozo, sigue como un gemido, y va
muriendo gradualmente hasta semejar una música de otro mundo. Eulalia siguió
perfectamente esa graduación. No se escuchaba en aquel salón ni una voz, ni el sonar
de un abanico. Parecía que aquella alegre multitud poco antes tan bulliciosa, había
contenido hasta su respiración para escuchar mejor. Sólo de vez en cuando un
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murmullo de aprobación interrumpía aquel profundo silencio. Nuevos aplausos
resonaron cuando hubo concluido.
La música volvió a preludiar el vals. Eulalia se lanzó con Isidoro al torbellino de
parejas.
Era uno de esos valses que Strauss compuso en una noche de fiebre, viendo pasar
ante su vista mil imágenes fantásticas impelidas por un torbellino o una tromba, o
recordando los argumentos de las baladas de Schiller, en que corría el caballo… y
corría la joven… y corría el diablo detrás de ella.
Fernando Orozco, dijo que el vals sólo se debe bailar con la persona amada, y
creemos que tuvo mucha razón ese desgraciado escritor mexicano, que muy bien se
puede llamar el poeta de las tertulias y los bailes, según el retrato perfecto que de
ambas cosas hizo en su Guerra de treinta años.
Eulalia se apoyó en los hombros de Isidoro, sus rostros se juntaron hasta tocarse
casi, sus alientos se confundieron, los ojos se fijaron en los ojos, sus labios aspiraron
el ámbar del amor, sus manos se estrecharon con una suave presión y durante algún
tiempo la lánguida embriaguez de su pasión les impidió hablar. En efecto, hay
momentos en la vida en que el fuego del corazón convierte las palabras en fluido y
las evapora al salir de los labios.
Entonces se guarda un silencio más expresivo y más elocuente que todos los
discursos que puede inspirar el talento.
Al cabo de un momento, Isidoro preguntó en voz baja y con dulce acento:
—¿Estás contenta amor mío, Eulalia de mi corazón?
—¿Puedo dejar de ser feliz estando a tu lado, escuchando tu voz, estrechando tu
mano con la mía, contemplando tus ojos, respirando tu aliento, adorándote y viviendo
como los ángeles?, murmuró Eulalia con su músico acento.
—¡Oh!, qué felices vamos a ser dentro de pocos días, unidos para no volvernos a
separar más.
—¡Dios mío!, sólo de pensar en ello me estremezco de felicidad.
Y entonces los dos jóvenes, medio apagada su voz por los acentos de la música y
el estruendo de la fiesta, dejaron desbordar por sus labios el torrente contenido en su
corazón. ¡Felices ellos, que así olvidados, pensando el uno en el otro, arrebatados por
el torbellino de la pasión, gozaban con una ventura tan avara para tantos seres!
De repente, el vestido de Eulalia se desgarró ligeramente del talle en la
precipitación del vals. La joven no lo notó, hasta que la danza hubo concluido.
Entonces, apoyada lánguidamente en el brazo de Isidoro, se dirigió al interior de la
casa, en uno de cuyos aposentos más lejanos y retirados, se había colocado una
modista que remediase y atendiese a los accidentes de las señoras, tales como el que
acababa de pasar a Eulalia. La modista de ésta que era una francesa, no habiendo
podido ir, había mandado a una joven de su confianza. Sólo la esperanza de ganar en
una sola noche para aliviar su miseria, lo que sólo se hubiera ganado en dos semanas
de constante trabajo, podía haber obligado a la joven a ir, porque su rostro, su traje,
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sus modales, revelaban desde luego que si la desgracia la había reducido al miserable
estado de costurera, no había nacido ciertamente en esa clase. Pero ¿quién la conocía
en aquella suntuosa morada? ¿Qué importaba pasar por obrera durante algunas horas,
si éste era el solo medio de ganar honradamente la subsistencia? Así es, que la joven,
habiendo llegado al anochecer, se había instalado en el aposento destinado y
dejándose caer en un sillón y ocultando la cabeza entre las manos, se había puesto a
meditar. Por otra parte, nadie la había visto, y hasta aquel lejano aposento de la casa,
sólo llegaban los ecos vagos y perdidos de la música del salón. Mucho debía haber
sufrido aquella pobre joven con el contraste, los acentos de la lejana música debían
llegar produciendo una dolorosa impresión a su alma llena de amargura, porque no se
había movido de su posición. Al ruido que produjeron en la puerta Eulalia e Isidoro,
la joven levantó la cabeza. Su mirada se fijó en las personas que se acercaban. De
repente, al ver a la hermosa Eulalia apoyada en el brazo de Isidoro con esa confianza
particular que sólo da el amor y que cualquiera puede comprender a primera vista, al
reconocer a este último radiante de felicidad, la joven exhaló un quejido triste como
el último suspiro de Weber, y al querer pararse de su asiento, se desmayó. Eulalia dio
otro grito de espanto y se acercó al cabo de un momento a la joven, exclamando:
—¡Dios mío!, señorita, ¿qué sucede?
La joven, como si estuviera muerta, no hizo ningún movimiento.
—¡Socorro!, ¡socorro!, exclamó Eulalia lanzándose a la siguiente habitación para
llamar a las criadas, y volviendo a poco con un vaso de agua y un frasquillo con
esencias.
De repente, Isidoro, en un movimiento de la joven desmayada que le permitió ver
su rostro, lanzó un grito de sorpresa, como si aquella fisonomía desfigurada por la
desgracia y la miseria se hubiese presentado otros días a su vista con las suaves tintas
de la inocencia y la pureza, como si aquel rostro pálido por un dolor hondo e
inmenso, se hubiese retratado en su alma como un remordimiento.
Fue tan marcada la emoción de Isidoro, que Eulalia volvió lentamente la cabeza
hacia él. Pero el joven había tenido tiempo, sin embargo, para recobrar su
impasibilidad.
Amparo, a quien el lector habrá conocido, empezó a volver lentamente en sí.
Eulalia la dejó entregada a los cuidados de las criadas y se volvió al salón diciendo
con sorpresa:
—¿Pero qué habrá sucedido a esa joven?
—¿Quién sabe?, respondió Isidoro perfectamente tranquilo.
Ésta ha sido la parte dramática del baile. Y se alejó cantando:
O bell’alma innamorata
Ne congiunga il nume in ciel…
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X
ROMÁN
La tarde que siguió a las escenas referidas, Isidoro al volver a su casa que era una
elegante habitación de la calle de Santa Clara, fue detenido por su criado que le
anunció que hacía una hora le esperaba un joven.
—Pero imbécil, ¿para qué le has dejado entrar? —dijo Isidoro impacientado por
aquella visita importuna que le iba a robar algún tiempo del sueño a que iba a
entregarse, para recuperar la desvelada de la noche anterior.
—Le he dicho que su merced no estaba en casa y que tardaría mucho en volver;
pero él ha dicho que le esperaría hasta que llegase, respondió el criado.
—¿Es acaso algún amigo mío?
—No recuerdo haberle visto nunca en la casa.
—¿Y dónde está ahora?
—Le he hecho entrar en la antesala.
—Algún importuno que viene a pedirme dinero —murmuró Isidoro dirigiéndose
a sus habitaciones que formaban el ala izquierda de la casa que habitaba en unión de
su madre, que era una anciana que no sabía más que rezar y que amaba a su hijo con
idolatría.
Isidoro se halló enfrente de Román. Aquella frente ancha y severa, aquella mirada
profundamente pensadora, aquel sencillo y grave traje negro, llamaron la atención de
Isidoro. Al verle entrar, el joven se había puesto de pie, saludándole con una fría
cortesía.
—¿Podría yo saber a que debo la honra de ver a usted en mi casa con tanto
empeño? —preguntó Isidoro algo impacientado.
Román lanzó una mirada orgullosa de profundo desprecio al elegante.
—No es un mendigo, pensó éste.
—¿Estamos solos? —preguntó al cabo de un momento Román.
—Perfectamente solos; pero si no fuera indiscreción, me atrevería yo a preguntar
a usted ¿para qué es tanta precaución y tanto misterio? —dijo Isidoro.
—Puede ser que no agradase a usted mucho que alguno escuchase lo que voy a
decirle —dijo Román con un acento particular.
—Entonces, pasemos a mi cuarto.
Román se inclinó y siguió sin proferir una palabra al joven.
Su aposento, bastante aislado y enteramente independiente del resto de la casa,
era extenso y decorado con un lujo que revelaba desde luego sus instintos.
Muebles elegantes, magnífica alfombra, dos espejos suntuosos, cuadros
comprados en casa de Michaud, representando «Las bailarinas de la Porte Saint
Martin», «Une nuit de carnaval», «Une promenade dans le bois de Boulogne» y «La
juventud de Jean Jacques Rousseau».
Todo esto contempló Román con una rápida mirada.
—¿Está usted satisfecho ahora? —preguntó Isidoro invitando a sentarse al joven
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después de haber cerrado tras de sí la puerta.
—No es mucho lo que tenemos que hablar, por fortuna —dijo Román
permaneciendo de pie—; vengo solamente a hacer a usted una pregunta, una súplica
más bien, a exigir asimismo una reparación.
—No comprendo, caballero, lo que está usted diciendo —dijo Isidoro con
altanería, y le suplico tenga la bondad de explicarse un poco más.
—Pronto lo va usted a comprender.
—Ya espero.
—¿Se acuerda usted de Amparo?…
Fue tan brusca la pregunta, que Isidoro, a pesar de su completa indiferencia y de
su impasibilidad, no pudo menos de estremecerse y ponerse un poco pálido.
—¿Por qué me hace usted y con qué derecho, esa pregunta tan extraña? —
preguntó al cabo de un rato de silencio, recobrada ya su calma.
—¿Tan extraña le es a usted, caballero, una cosa en que debiera estar pensando
continuamente? —dijo Román clavando sus ojos en los de Isidoro que no pudo
menos de bajarlos al sentir el magnetismo de aquella mirada penetrante, sombría,
acusadora como la voz de la conciencia.
—¿Me pregunta usted que si me acuerdo de Amparo?
—Sí, de Amparo.
—¡Pues está bien!, me acuerdo, ¿y qué hay en ello?
—Puesto que se acuerda usted de esa pobre joven, se acordará también que hace
cuatro años, era pura, inocente y casta como un niño; recordará usted mismo que una
noche, valiéndose de un narcótico y ayudado por una mujer malvada, penetró un
hombre infame en su aposento, para arrancarle el honor y marchitar la flor de su
pureza.
—¡Caballero!
—¡Silencio, joven!, no me obligue usted a revelar el nombre de ese infame.
—¿Viene usted como acusador?, ¿cree usted amedrentarme con amenazas? Pues
se engaña, porque voy a hacerle arrojar por mis criados —dijo Isidoro lanzándose a la
puerta para llamar.
—Pero Román se interpuso entre él y la puerta, y tomándole por un brazo, lo
empujó con violencia obligándole a sentarse en el sofá. Isidoro se levantó con el
rostro purpúreo de cólera, con los ojos chispeantes de furor, y tomando una pistola
que estaba sobre un buró, se precipitó sobre Román. Pero éste, sin muestra ninguna
de cólera, sacó del bolsillo de su levita una pistola y apuntando al furioso joven —le
dijo con un acento tranquilo y sereno.
—Si da usted un paso adelante, si hace un movimiento, le tiendo muerto a mis
pies.
Isidoro se quedó inmóvil, pasado el primer ímpetu de su enojo.
—Vamos, guarde usted esa pistola; antes de llegar a ese extremo tenemos aún
algo que hablar —continuó Román depositando su arma sobre una mesa.
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Isidoro dejó caer la pistola, dio dos o tres paseos por el cuarto sin hablar una
palabra como si estuviese solo, y dejándose caer sobre el sofá y lanzando una mirada
terrible a Román, le dijo:
—Pues bien, hablemos ya que usted se empeña; pero le suplico que no sea muy
larga la conversación, porque después de ella, tenemos que arreglarnos para la
reparación del ultraje que acaba usted de hacerme en mi propia casa.
—No; yo no he venido como acusador —dijo Román con dulce acento; yo he
venido a suplicar, yo he venido a hacer una pregunta cuya respuesta es la vida y la
felicidad de una persona, y sólo la violencia y la precipitación de usted, son las que
me han obligado a estrujarle para evitar un escándalo en esta casa.
—Está bien; pero ¿qué diablos quiere usted? —exclamó Isidoro colérico.
—Yo no vengo a exigir a usted una satisfacción sobre el crimen con que manchó
hace cuatro años a esa desdichada joven Amparo, envolviéndola para siempre en el
infortunio y la desesperación, no; porque eso a nada conduciría, porque esa afrenta
sólo se podría lavar con un matrimonio imposible por mil circunstancias, yo no soy
un aventurero que conocedor de esa falta de su juventud, vengo a hacer comprar mi
silencio, yo vengo a suplicar a usted, a decirle: «Joven, si en el corazón de usted hay
un germen de virtud y nobleza, si aún conserva un resto de compasión para una
desdicha que ha tenido tanta parte, si quiere usted reparar su criminal extravío,
dígame en qué sitio se encuentra su hija, la pobre niña fruto de esa violación; no
anhelo otra cosa que volver su hija a la madre a quien veo ir languideciendo día a día,
porque falta a su existencia la savia del amor filial.
»Dígame usted, ¡por Dios!, en qué parte la malvada mujer que fue causa de todo,
ha ocultado a la niña…, yo iré a tomarla, la colocaré entre los brazos de su madre, en
vez de ser una prostituta, será una joven virtuosa y honrada, Amparo volverá a ser
feliz y perdonará la falta por la restitución. Tres seres agradecerán a usted la felicidad
que disfrutan y Dios escuchará sus súplicas y hará feliz y dichosa su existencia.»
Román, al proferir estas palabras, estaba pálido por la emoción, trémulo por la
ansiedad.
—¡Ah!, ya comprendo, usted, de acuerdo con esa joven Amparo, quiere
apoderarse de la niña para valerse de ella como un instrumento; quieren tener una
prueba palpitante de un extravío de mi juventud para especular conmigo y arrancarme
dinero, amenazándome con una revelación.
—¡Miserable! —exclamó Román lívido de cólera al escuchar las palabras de
Isidoro—. ¡Miserable!, creía yo encontrar en esa alma de lodo un germen de virtud,
creía yo ser el intermediario entre Jesucristo y un hombre infame, obteniendo el
olvido de un crimen por una reparación; pero veo que me he engañado y que en la
aristocracia de este país, no hay más que cieno, prostitución.
—¡Silencio! —interrumpió Isidoro rugiendo de furor—, no prosiga usted
hablando sin darme satisfacción de los ultrajes que me ha hecho. ¿Sabe usted lo que
es el honor de un caballero?
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—¡Honor!, ¿y se atreve usted a hablar de honor, usted joven prostituido, que en
este momento está acumulando infamia sobre infamia, usted que está pisoteando las
creencias más santas y los sentimientos más puros, con una sospecha vil y mezquina?
… Sí, yo daré esa satisfacción que se me pide, muy pronto, porque también soy un
caballero, y como tal he recibido una ofensa muy grave en esta casa.
Isidoro lanzó a Román una mirada llena de indignación y preñada de rencor.
—Dice usted que yo me quiero valer de esa niña como una prueba —continuó el
médico con dulzura—, si tal intentase, ¿no podría yo amenazar a usted, y venderle mi
silencio diciéndole: «Joven, yo me he interesado por la existencia de Amparo, la he
visto sufrir con un dolor eterno, sin tregua, al verse separada de su hija, he
comprendido que muerta su madrastra, usted es la única persona poseedora del
secreto de la existencia de esa niña; para obtener ese secreto que es la vida de una
madre, le he seguido algunos días, he sabido que ama usted y está próximo a unirse a
una hermosa y rica joven y que puedo decirle a ella y a sus padres: Isidoro, el joven
que vais a adoptar por esposo y por hijo, ha cometido el crimen de marchitar la flor
de la pureza de una joven casta como una virgen»?
—No lo creerían.
—Yo procuraría que lo creyesen, y usted simplemente, por evitar una sospecha,
compraría mi secreto.
Isidoro lanzó una mirada no menos rencorosa que la primera al joven médico y
reflexionó un momento.
—Comprendo perfectamente —dijo al cabo de un rato—, usted no es un
aventurero; pero está enamorado de esa joven y quiere hacerla feliz y ganar su
simpatía volviéndole a su hija.
Román no respondió y se ruborizó ligeramente.
—Yo, por otra parte —continuó Isidoro—, no tengo interés en conservar esa niña
cerca de mí, puesto que ni vive a mi lado, apenas la conozco, y cuando la madrastra
de Amparo ha muerto y yo he vuelto de Europa, he recibido una carta suya en la que
me informaba del lugar donde la había dejado para que lo avisase, si alguna vez se
presentaba a reclamarla, a Amparo que había abandonado su casa y a quien no había
vuelto a ver. Dentro de la carta venía incluido una especie de recibo con el cual se
podía recoger a la niña en cualquier tiempo. He dado a la casa que la educa, el dinero
suficiente para un año de manutención, y no he vuelto a pensar más en el asunto.
—¿Y ese recibo, ese recibo? —preguntó anhelante Román.
—Ese recibo se lo voy a entregar a usted ahora mismo, ya que estoy convencido
que va a hacer llegar la niña a las manos de Amparo, de lo cual me alegro, lo
confieso, ahora que usted me ha jurado que Amparo es tan virtuosa como lo era en
otro tiempo y que no se va a valer de ella como un instrumento.
—¡Oh!, ¡gracias, mil gracias!, caballero, una sospecha vil lo hacía a usted ser
injusto —exclamó Román—, pero la verdad y el convencimiento lo hacen bueno.
Acaba usted con esta acción de reparar esa falta de su juventud.
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Isidoro se dirigió a su bufete, abrió con una llave que guardaba en un bolsillo con
algún cuidado, un pequeño cajón, y después de buscar entre algunos papeles, tomó
uno que puso en las manos del médico.
Éste lo abrió violentamente, recorrió su contenido y lo guardó cuidadosamente en
su bolsillo, pintada en su rostro una dulce satisfacción.
—Joven —dijo estrechando la mano de Isidoro—, ha hecho usted la felicidad de
su hija y de una madre, nunca se arrepentirá de ello y usted es más honrado y más
bueno de lo que yo creía.
Isidoro estrechó a su vez la mano de Román. Ambos jóvenes hubieran llegado a
ser amigos a pesar de que uno era un calavera y el otro honrado; pero el espantajo del
honor se había interpuesto de antemano entre ellos.
—¿Y la satisfacción de ese ultraje? —dijo Román con triste desaliento.
—¿Puede dejarse estrujar un caballero sin exigir una satisfacción?
—Es verdad, nosotros debemos batirnos.
—Acaso después de ese duelo, y si es posible, seremos amigos…
¡Triste y desconsoladora filosofía de los duelos!, por un capricho, por un asunto
de honor social pésimamente interpretado, os batís sin ganas, sin que os creáis
ofendido, con temor y repugnancia muchas veces, hasta con vuestro mejor amigo por
llenar una exigencia de la sociedad, porque no os llamen cobarde, a pesar de que
vuestro contrario tiene tanto temor como vos en ese horrible asesinato pensando y a
sangre fría que se llama duelo. Por la parodia del honor, por una palabra, por un
insulto, os batís con un hombre a quien no tenéis motivos para aborrecer hasta el
extremo de matarle, y sin embargo, muchas veces transigís con el honor en otras
cosas en que con menos razón debierais transigir.
—Joven —dijo Román—, yo suplico a usted que se difiera este duelo para
mañana a las cuatro, porque antes de batirme tengo que arreglar algunos asuntos
concernientes a esa pobre niña.
—Está bien, tenga usted la bondad de enviar a su padrino para que se arregle con
el mío en esta casa, mañana a las ocho —respondió Isidoro.
—Vendrá a esa hora. Hasta mañana, caballero.
—Hasta mañana.
Román salió de aquella casa delirante y medio loco.
Tanta emoción había fatigado su alma con un ardor febril. En efecto, había
recobrado aquella niña, iba a volver su hija a una madre y hacerla feliz. Trabajaba por
la dicha de Amparo sin que ésta lo supiese, había comprado la vida de su hija a costa
de la suya tal vez. Atravesó distraído y sin saber lo que por él pasaba, las calles de
Santa Clara y San Andrés. Al llegar a la Alameda se detuvo, se sentó en la aislada
glorieta que está frente a la iglesia de San Juan de Dios y quitándose el sombrero para
refrescar su frente calenturienta, se puso a meditar.
El joven, distraído hasta entonces su pensamiento con la ciencia, esa amante de
los desgraciados, no había dejado germinar en su alma otros sentimientos que los del
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amor a la humanidad y la gloria; pero ahora una imagen se había retratado en el
cristal de aquella alma noble, un sentimiento profundo, eterno, dominador, le
avasallaba y sus labios a cada instante murmuraban un nombre, el nombre de la dulce
imagen estampada en su corazón hacía algunos meses. ¡Amparo! ¡Amparo! ¡Amparo!
¿Y llegaría a amarle con el mismo fuego con que él la amaba, aquella pobre joven
víctima de la sociedad, tan joven y tan desdichada?
¿Se podría llamar amor aquella dulce confianza con que lo trataba, aquel rubor
que encendía su hermoso rostro al verla, aquellas reservadas confidencias que sólo
para él tenía? Román en su modestia no podía adivinarlo. Lo único que él sabía, era
que la amaba con todo su corazón hasta el delirio, que habría sido muy feliz viviendo
a su lado y que ahora iba a dar gustoso, tal vez su existencia por verla feliz. El joven
recobró su calma, volvió a leer el papel que había recibido de Isidoro y echó a andar
lentamente y como reflexionando. Atravesó la plazuela de San Juan de Dios y los
callejones que la continúan hacia la derecha hasta llegar al sombrío edificio de las
hermanas de la Caridad. Entró en la portería y preguntó por la superiora. Ésta lo hizo
penetrar en el locutorio. El joven le presentó el papel. La hermana, después de
haberlo recorrido, se disponía a salir, cuando le dijo:
—¿Está aquí la niña?
—Sí señor, y voy a hacerla venir… pero ¿va usted a llevarla ahora mismo?
—No señora, si usted me lo permite, sólo la veré, para volver mañana temprano
por ella.
—¿Es usted su padre?
—Sí señora, respondió Román después de un momento de vacilación.
La religiosa fue a llamar a la niña.
Una sombra de remordimiento había hecho a la madrastra de Amparo, durante su
última enfermedad y en los días en que se hallaba próxima a morir, arrancar a la niña
de las manos de las sórdidas personas que la criaban, para enviarla a una casa de
santidad. Había escrito una carta, como ya sabemos a Isidoro, incluyendo en ella el
papel con que en cualquier tiempo podría reclamarla Amparo, cuyo paradero
ignoraba. Isidoro, por otra parte, había entregado la corta pensión que la superiora,
por medio de una mujer, le había pedido.
Román volvió en sí de la meditación en que se había sumergido, por el acento de
una voz infantil que decía:
—Mi papá, ¿es verdad, dónde está mi papá?
El joven se volvió y contempló a una niña de tres años a quien la religiosa
conducía de la mano.
Era una niña hermosa como un querubín, con unos ojos de azul oscuro, con una
frente blanquísima y tersa coronada por cabellos rubios que caían sobre sus hombros
formando rizos, con una boquita encendida y pequeña. Se asemejaba mucho a
Amparo en la dulce y triste expresión de la fisonomía y en la finura y pureza de la
tez.
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—¿Este señor que está ahí sentado es mi papá? —continuó la niña.
—Sí, alma mía, yo soy tu papá —dijo Román tomándola entre sus brazos y
dándole un beso en la frente.
La niña empezó a acariciar con sus manecitas el pálido rostro del joven. Éste notó
con espanto al través de aquella fisonomía infantil, pero un poco enflaquecida, las
señales del veneno de una enfermedad.
—¿Está enferma ahora la niña? —preguntó con interés a la religiosa.
—Sí señor, desde el día que ha venido aquí.
Román se estremeció.
—Pobre niña, murmuró volviéndola a besar, ¡hija de la desdicha, flor brotada en
un páramo, poco, muy pocos vas a halagar con tus perfumes el alma de tu infeliz
madre!
—¿Es cierto que yo voy a irme contigo? —preguntó la niña.
—Sí, hija mía, mañana volveré por ti —dijo Román.
Cuando el joven salió de allí, ya la tarde comenzaba a caer.
Se dirigió atravesando la ciudad hasta su aposento, donde llegó cuando la noche
había cerrado completamente.
Gabriel se encontraba ya en su aposento, el médico le hizo venir y estuvo
hablando con él cerca de media hora. Después se encerró en su cuarto sin visitar a
Amparo, como hacía algún tiempo lo acostumbraba; hizo venir asimismo a la señora
Paula con quien habló largo tiempo; se paseó agitadamente durante algún tiempo, y
pasó el resto de la noche arreglando algunos papeles y escribiendo una carta.
Estaba dirigida a Amparo. Quiso dormir un momento cerca del amanecer; pero no
pudo conseguirlo. Muy de mañana estando a la puerta de su aposento, oyó a Amparo
salir a la primera misa. El joven sintió impulsos de hablarle, de referirla lo que había
sucedido la tarde anterior, el encuentro de la niña; pero conoció que una noticia tan
brusca, podría causarle un accidente y se limitó a verla medio oculto por la puerta
lanzando un suspiro. Cerca de las nueve entró Gabriel en su cuarto.
—¿Qué ha habido? —le preguntó Román.
—Nada, por más que he hecho no he podido obtener un arreglo, a pesar de que
usted también me lo había prohibido, el padrino de ese joven es un amigo suyo que se
llama Enrique, hemos hablado mucho tiempo; pero él parecía inflexible y yo no he
querido que fuese a creer iba yo a darle una baja satisfacción. El duelo se verificará
esta tarde a las cinco en un lugar solitario que se llama «Lomas de Santa Fe», con
pistolas, una de las cuales se cargará solamente, quedando la otra sin carga para que
la suerte designe a la víctima.
—¿A qué distancia tiraremos?
—A treinta pasos.
—Está bien, ¡gracias!, Gabriel, es usted el único amigo que tengo en el mundo, y
voy a hacerle como tal otro encargo.
—Román, triste es el motivo porque sirvo a usted ahora; pero le amo y espero con
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confianza en Dios, que no será esta la última vez.
Lo creo, joven, lo creo y de otra manera no le haría el encargo que voy a hacerle.
Si por una desgracia, que no sería sin embargo extraña, muriese yo en este duelo,
entregará; usted esta carta a Amparo y seguirá las instrucciones que en ese papel se
contienen —dijo Román señalando dos cartas cerradas que estaban sobre la mesa—.
No tengo que recomendarle la discreción en este asunto. Que nadie comprenda el
asunto que tratamos.
—Esté usted tranquilo, Román. ¿A qué hora partiremos?
—A las tres.
—Hasta luego.
—Adiós.
Y los dos jóvenes se dieron uno de esos apretones de manos, que en las
circunstancias tristes de la vida, son mil veces más elocuentes que los más
arrebatados discursos. Román se dirigió al centro de la ciudad, y después de haber
oído una misa en la catedral con la devoción de un niño, tomó un coche en la Plaza de
Armas, diciendo al conductor:
—A las hermanas de la caridad.
El coche siguió la dirección de las calles de Santo Domingo, Donceles, la Canoa,
la Estampa de San Andrés, y se detuvo en el convento.
Román entró a la portería e hizo avisar a la religiosa. Diez minutos después se
presentó ésta trayendo de la mano a la niña, a quien desde ahora llamaremos con su
nombre de bautismo que era el de María. Al ver ésta al joven, corrió hacia él
exclamando:
—Papá, papá, ¿vienes ya por mí para que vayamos a ver a mi mamá?
—Sí, hija mía —dijo el médico conmovido.
La religiosa puso en manos de Román un bolsillo diciéndole:
—Devuelvo a usted este dinero, porque como se ha pagado un año de pensión
últimamente y la niña sólo ha estado aquí siete meses, sobra por consiguiente el
importe de cinco.
—Guarde usted ese dinero, señora, respondió el joven; acaso algún día lo necesite
usted para una niña tan desgraciada como ésta. Y después de haberse despedido de la
religiosa dándole las gracias, tomó a la niña entre sus brazos y montó en el coche
diciendo al conductor:
—A San Salvador el Verde.
—Mi mamá, ¿es cierto que vamos a verla, papá? —exclamó María.
—Sí, hija mía, pero ¿cómo sabes tú que tienes mamá? —preguntó Román.
—¡Oh!, muy bien, porque yo sé que todas las niñas tienen mamá y la señora con
quien estaba yo antes de venir a esta casa me lo dijo.
—¿Que te decía?
—Me decía, que yo tenía mi mamá; pero que nunca la había de ver, y cuando le
preguntaba yo, me pegaba y me hacía llorar.
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—¿Y nadie te iba a ver?
—Sí, una señora.
—¿Y qué te decía?
—Nada; pero me pegaba también.
—Pues ahora, ya nadie te castigará, porque dentro de dos días vas a ver a tu
mamá.
Román la víspera había hablado largo tiempo con la señora Paula; le había
referido la historia de Amparo porque lo creyó necesario, y la buena mujer se había
conmovido hasta las lágrimas.
Ambos habían convenido en ocultar en su aposento a la niña María por dos o tres
días solamente, a fin de ir preparando poco a poco a Amparo, y no darle bruscamente
un placer que podría ser de muy funestas consecuencias para una organización tan
nerviosa como la suya.
Esto era muy fácil, puesto que Amparo visitaba a la señora Paula una vez a la
semana y la víspera precisamente había tenido lugar esa visita. Cuando la señora
Paula oyó parar el coche, bajó precipitadamente a la puerta.
—¿No está por ahí? —preguntó Román.
—No ha salido en toda la mañana de su cuarto —respondió aquélla.
Román, después de haber despedido al cochero, tomó a la niña entre sus brazos y
subiendo la escalera, entró con ella en el aposento de la señora Paula.
—¿Es esta señora mi mamá? —preguntaba la niña al ver que Guadalupe la
llenaba de besos y caricias.
—No, no es —respondió Román— y sólo la verás y te quedarás con nosotros, si
me prometes no hacer ruido hoy y estarte aquí jugando con esta niña.
María, con esa dulce ignorancia de los niños, no comprendió lo que se le decía, y
se puso a ver a Guadalupe sonriéndose con ella. La señora Paula, según las
instrucciones de Román, había comprado una camita para María y algunas telas para
vestidos. Sin embargo, ignoraba el desafío de en la tarde. Román sintió impulsos
antes de partir para aquel duelo, del que quizá no volvería jamás, ver por la última
vez a Amparo, escuchar su dulce acento; pero temió cometer una indiscreción y
apoyando sus manos sobre su pecho para apagar los latidos de su corazón, se fue a
buscar a Gabriel.
En cuanto a Isidoro, había salido del lecho a las nueve de la mañana, después de
saber por su amigo Enrique los pormenores y arreglos del duelo, mandó ensillar su
caballo, se dirigió al Tívoli de San Cosme donde almorzó perfectamente, fue al tiro
de pistola de las Delicias, donde estuvo ejercitándose en colocar algunas balas en el
anillo del centro de la placa, luego se lanzó a galope por la romancesca calzada de la
Piedad, volvió a su casa, donde se vistió con un esmero y elegancia con que lo haría
para un baile, estuvo una hora en casa de la divina Eulalia platicando y tocando el
piano, y por último, se fue a buscar a Enrique, con su indiferencia habitual cantando
entre dientes una canción báquica.
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XI
EL DUELO
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que reposa sobre una alfombra de verdura, ese testigo mudo, sombrío acusador de las
locuras y extravíos de la opulenta capital, esa página palpitante de nuestra infeliz
historia, desde Moctezuma hasta Santa Anna, desde la entrada del ejército trigarante
en 1821, hasta el estruendo del cañón invasor en 1847, ese gigante que vive con la
existencia de los siglos. El bosque que los jóvenes dejaban hacia su derecha estaba
hermoso como lo está siempre en los últimos días de otoño, las ramas de los árboles
caían lánguidamente en festones que tapizaban con una alfombra de un hermoso
verde la blanca tapia que lo circunda. A poco se presentó Tacubaya la de los idilios
juveniles, la niña más consentida de México, la de las alegres tertulias en que el
corazón enamorado encuentra una dulce expansión, la de las serenatas a la tibia,
temblante y fugitiva luz de la luna, la villa realizadora de las ilusiones con que la
juventud en su dulce privilegio, nutre su imaginación abrasando en blando fuego su
alma. A tiempo que el coche entraba por la hacienda de la Condesa, otro coche,
conduciendo a Isidoro y Enrique lo alcanzó y lo adelantó bien pronto, merced a los
ligeros caballos que lo arrastraban. A alguna distancia de Tacubaya, los jóvenes se
apearon. Gabriel habló en voz baja con el cochero, que espoleó sus mulas y fue a
colocarse a un lado del camino en una de las llanuras que se encuentran a la derecha
de la calzada que conduce a Mixcoac. Cerca de allí estaba otro carruaje. Los jóvenes
salieron de la calzada y comenzaron a andar con precipitación en dirección a las
solitarias lomas que se encuentran entre el camino de Toluca y el Olivar del Conde.
Eran las cinco de la tarde, el día había estado muy nublado y por consiguiente el
crepúsculo debía adelantarse media hora envolviendo a la naturaleza en una bella
media luz.
A poco andar distinguieron a Isidoro y a Enrique caminando en la misma
dirección; el segundo llevaba una pequeña caja. Bien pronto se reunieron cambiando
un cortés saludo.
Gabriel y Enrique se adelantaron a un lado del camino para cargar una de las dos
pistolas que dentro de la caja que llevaba el último se contenían. Isidoro y Román se
quedaron de pie. El primero se puso a golpear negligentemente con una varilla que
llevaba en la mano, los hermosos arbustos y campesinas florecillas. El segundo
volvió la espalda y se puso a contemplar el paisaje magnífico que se desarrollaba ante
su vista. Era en efecto magnífico el paisaje, y al ver aquella naturaleza tan risueña,
cualquiera hubiera creído que aquellos silenciosos jóvenes en vez de reunirse para un
siniestro objeto, eran artistas o poetas que corrían ávidos en busca de inspiraciones.
Por una parte, a sus pies, se veía la villa de Tacubaya, hundida al parecer en un
barranco, porque las cruces de sus torres y los miradores de sus palacios se
contemplaban casi al nivel del suelo; en segundo término, el torreón del castillo de
Chapultepec, sobresaliendo de una verde alfombra; en lontananza las torres y
edificios de México la bella, la hermosa coqueta, orgullosa con las adulaciones que
murmuran a sus oídos las ondas de Chalco y de Texcoco, la ciudad de los palacios y
los jardines, la blanca beldad cuya frente, sin embargo, está manchada de sangre de
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hermanos, la de los mil suntuosos templos, medio encubierta por las brumas de los
lagos y las primeras tintas del crepúsculo. Por otra parte, los campanarios de las
aldeas de Mixcoac, San Ángel, Santa Fe, sobresaliendo de un océano de flores, como
ramilletes tirados al acaso por una maga. Y todo ese valle de México, obra maestra de
Dios, admiración de los hombres, impregnado de recuerdos del barón de Humboldt.
Y todo esto bajo un cielo siempre azul, siempre fúlgido, ahora plomizo a causa de
las nieblas, ornado encima de las nieves del Popocatépetl y el Ixtacíhuatl por un disco
argentado y vago que dentro de dos horas se tornará incandescente y alumbrará con
sus pálidos reflejos y tembladores rayos la vasta extensión de los silenciosos y
dormidos campos. Se respiraba una brisa tibia impregnada de los perfumes de las
violetas de Tacubaya, de las rosas de San Borja, de los manzanos de Mixcoac, San
Ángel y Coyoacán. Nada interrumpía el silencio más que esos ruidos vagos y sin
nombre de la soledad, que parecen formados de los suspiros de las flores enamoradas,
del canto lejano de las aves, de la música de la creación que envía un himno eterno de
amor y gratitud al Supremo Hacedor, del triste, confuso y melancólico tañir de las
campanas de las aldeas vecinas.
Una de las pistolas estaba cargada. Gabriel y Enrique escogieron el sitio, que era
una llanura encajonada entre dos pequeñas colinas y contaron exactamente treinta
pasos. Román e Isidoro tomaron sin ver cada uno su pistola y fueron a colocarse en el
sitio que sus padrinos les designaron a su lado.
Román, como se había convenido, apuntó al ocaso e hizo fuego… Pero el tiro no
salió y sólo se oyó el choque de la llave.
Reinó entonces un profundo silencio que ni la respiración de los jóvenes
interrumpía. Parecía que aquellos cuatro hombres se habían convertido en cuatro
estatuas.
Gabriel alargó maquinalmente los brazos a Román. Éste, pálido, pero resuelto y
sereno, se cruzó de brazos mirando fijamente a su contrario.
Isidoro alargó el brazo y apuntó, Román vio en frente de su pecho el cañón de una
pistola; pero no se desvió ni una línea del lugar en que estaba colocado.
El tiro salió, Román se estremeció, llevó maquinalmente las manos a su pecho,
dio algunos pasos hacia atrás y cayó en los brazos de Gabriel. Al mismo tiempo su
levita negra que llevaba completamente abrochada, se tiñó en sangre encima del lugar
del corazón.
Isidoro y Enrique ayudaron a Gabriel a trasportarle al coche que esperaba a un
lado del camino. Los dos primeros montaron en su carruaje y se alejaron en dirección
del camino de Tacubaya.
La ofensa estaba vengada. La mancha sobre el honor se había lavado con sangre.
¿Qué importaba que un hombre muriese, si el mentido honor de un caballero quedaba
bien puesto…? La sociedad nada hubiera dicho al saber la violación de Amparo
porque, ¿no se ha criado la clase media para víctima de los placeres de la
aristocracia? Pero hubiera alzado el grito si hubiera sabido que Isidoro, el rico, el
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admirado joven, toleraba los insultos y permitía ser estrujado por un hombre decente
y honrado, pero pobre, que osaba pedir una restitución. ¡Oh!, los salones de Plateros
y San Francisco le habrían desdeñado. Bucareli habría murmurado. El patio del teatro
y la tercena habrían proferido sangrientos chistes. ¡Ya se ve!, la igualdad no puede
existir en México. Bastante había hecho Isidoro con desafiarle en vez de hacerle
despedir a palos por sus lacayos o hacerle poner preso. ¡Famosa nobleza! ¡Nobleza de
caricaturas! ¡Aristocracia arlequín! ¡Aristocracia pulichinelli! —¿De qué estás
formada?—. ¡Dios mío! ¡Vergüenza causa decirlo! Jovencitos, parodias de los
salones de París: mujeres hermosas sin afecciones patrias y sin sentimiento. ¡Ejército
corrompido! ¡Bonapartes de procesión! ¡Apóstatas del presidio!, cuyos méritos son
diez pronunciamientos por hambre (pacte de famine) y que en vez de comer humildes
el pan bendito del orden religioso y civil habéis convertido la patria en ensangrentado
teatro de vuestra ambición y vuestros crímenes. Por ceñiros una banda de general, por
llegar a un ministerio, habéis caminado por una alfombra de despedazados cadáveres,
sin ver los ríos de sangre que atravesabais y sin oír los lamentos desgarrados de las
familias de la clase media que vuestra rapacidad había dejado huérfanas.
¡Noble ejemplo nos habéis dado a nosotros jóvenes! Nosotros al nacer hemos
recibido por bautismo las lágrimas de nuestras madres que gemían a nuestros muertos
o desterrados padres, que bebían el agua de ríos extranjeros amargados por su llanto y
comían el mendigado y negro pan del proscrito; nosotros desde niños hemos visto
brazos hermanos armados de contrarios puñales; hemos sentido el vendaval
envenenado de la guerra civil penetrar hasta el rincón más santificado de la casa,
quemando y agostando las más hermosas y de más blando perfume flores del jardín
paterno.
¿Y esos jovencitos, y esas bellas mujeres, y ese mal ejército, se llama
aristocracia? ¡Dios mío! ¿Qué es lo que pasa? ¡Mas no!, ten fe y esperanza, clase
media, clase inteligente, clase virtuosa, la democracia y la igualdad vienen, el siglo
avanza arrastrando en su empuje a los malvados y los traidores. ¡Fe y esperanza, si es
suyo el presente, tuyo es el porvenir!…
Entre Gabriel y el cochero, que mudo y aterrorizado no comprendía lo que
acababa de pasar, acomodaron a Román en el coche.
Gabriel tendió una mirada inquieta por toda la extensión del campo que podían
abarcar sus ojos, y un rayo de satisfacción bañó su fisonomía. Lejos, muy lejos,
acababa de distinguir una casita, blanqueando, entre el follaje de los árboles que
formaban una pequeña selva entre el camino extraviado que conduce a Cuajimalpa y
la aldea de Nonoalco.
Gabriel subió al coche y dio orden al cochero de conducirlos allí lentamente. En
efecto, la tarde comenzaba ya a declinar, Román parecía estar muy mal herido, y era
empresa arriesgada y peligrosa quererle conducir a México por la gran distancia, y a
Tacubaya por el escándalo que se formaría con la presencia de un herido.
Román había caído en un letargo a causa de la sangre que escurría por su herida,
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y Gabriel, después de haber entreabierto su casaca y su camisa, la restañaba con su
pañuelo.
Ya había anochecido cuando el coche se detuvo delante de la casa. Era una
hermosa y pequeña granja con su patio lleno de flores, con sus trojes de un lado y sus
aposentos del otro, perteneciente a unos honrados labradores. Gabriel informó a las
buenas gentes de lo que pasaba. Su exterior les inspiró confianza, ayudaron a
introducir al herido en un aposento prodigándole los auxilios del momento, y un
criado partió a galope a San Ángel para traer un médico…
Veamos ahora lo que pasa en la casa de San Salvador.
La señora Paula había visto salir al mediodía a Román y Gabriel juntos. Amparo,
por una casualidad, los había visto también.
Pasó toda la noche, pasó todo el día y ninguno volvía.
María había permanecido entretenida por Guadalupe sin salir del aposento.
Cerca de la medianoche, la señora Paula fue a llamar al cuarto de Amparo para
comunicarle sus temores, sin revelarle, sin embargo, la existencia tan próxima de
María. Las dos corrieron al cuarto de Román. Estaba abierto.
Encima de la mesa se veía una carta. Estaba dirigida a Amparo. La joven la abrió
y leyó violentamente las siguientes palabras:
Amparo:
He muerto, puesto que Gabriel entrega a usted este papel; pero he recobrado a María, la hija de su
corazón. Está entre los brazos de la señora Paula y ya no se separará de su lado de usted. ¡Adiós, adiós! La
amaba yo a usted con toda mi vida, y muero tranquilo y contento, puesto que al morir le dejo la felicidad.
Al estrechar contra su corazón a esa niña, acuérdese usted de mí.
ROMÁN
Amparo dejó caer el papel, su rostro se contrajo, sus ojos giraron en sus órbitas,
tendió rígidamente sus brazos hacia delante, y lanzando un gemido triste como el
último suspiro de Weber, cayó privada de sentido sobre el pavimento.
XII
SACRIFICIO DE MÁRTIR
Han pasado tres meses desde las últimas escenas que hemos referido.
Es una triste tarde del mes de febrero, en que el invierno al despedirse lanza su
último suspiro helado.
Penetremos en el aposento de Amparo. Éste, siempre triste, está hoy, sin embargo
cubierto por un nuevo velo de sombría amargura. Seis personas lo ocupan. En un
rincón y sobre un pequeño lecho reposa la niña María, pintadas en su rostro las
últimas señales de la agonía. Su organización enfermiza por los pesares que
combatían a su desdichada madre al llevarla en su seno, se ha gastado ahora por una
de esas afecciones inflamatorias en los órganos de la respiración que tan a menudo
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complican las fiebres eruptivas de la infancia y en las que la muerte se produce por
asfixia.
Hace un mes que se está apagando lentamente como una lámpara.
A su lado, con los brazos apoyados en el borde del lecho, con el rostro pálido y
desencajado, con la mirada fija, está Amparo contemplando la fisonomía
descompuesta de su hija. Sus ojos no tienen ya una lágrima, su pecho un sollozo;
hace dos meses que aquéllas han secado sus ojos, y éstos han lastimado su pecho. Ha
llegado a ese estado en que el sufrimiento se convierte en una desesperación
silenciosa, muda, sombría. No se llora, no se suspira, no hay un gemido, se ha
convertido uno en una especie de estatua insensible a fuerza de sufrir. Un nuevo dolor
no sorprende, no aumenta la desesperación, porque ya se le esperaba, porque se llega
a dudar de la existencia de la felicidad, y ¡Dios mío!, también hasta de vuestra
Providencia. Esta resignada desesperación, por decirlo así, es una nueva prueba, sin
embargo, de la vida de la Providencia, es un beneficio ese embotamiento de los tiros
del dolor sobre el alma. En prueba de esto, no puedo menos de repetir aquí lo que he
dicho en La sensitiva. Hay en la vida una enfermedad incurable que se desarrolla en
el corazón, cuando el dolor nos martiriza sin tregua; mal espantoso que presenta
diversos períodos. En el primero lloramos mucho al ver burladas así nuestras
esperanzas y dudando aún, se conserva una ilusión vaga en medio de esas lágrimas.
Éste es el sufrimiento.
En el segundo, cuando perdemos ese último destello de fe, se va concentrando en
nuestro corazón toda la hiel que el mundo nos ha dado a probar, y le volvemos odio
por odio, sarcasmo por sarcasmo; sin embargo, cuando los recuerdos de una felicidad
pasada, ese martirio eterno, viene a cruzar por nuestra memoria, todavía encuentra un
eco en nuestro corazón, todavía la sensibilidad adormecida se excita, todavía nos
hace derramar llanto. Ésta es la duda.
El tercero es la indiferencia profunda, los ojos se desecan por tanta lágrima, el
corazón se convierte en cenizas, no se recuerda un pasado, ni se llora un presente, ni
se ansia un porvenir. Entonces el marasmo más horrible se apodera del cuerpo, la
lepra del alma. Se recibe con la misma indiferencia una lisonja o un insulto, no se
ama ni se odia, no se llora ni se ríe, los días van pasando lentos y descolorados sin
idealismo, sin fe, sin amor, sin desengaño, sin luz, el cuerpo adquiere el dominio del
corazón, porque el sentimiento que a éste daba vida, está muerto. Las mujeres con sus
amores, los hombres con su ambición, los niños con su dulce olvido, son otras tantas
figuras deslavadas del sombrío cuadro de la vida. Entonces, caído ya el hermoso
ropaje del horrible esqueleto de la vida, lo mismo da ser o no ser, morir hoy que
morir mañana. Entonces, el cuerpo por falta de acción, y el alma por falta de
sensibilidad, se van apagando poco a poco como una lámpara por falta de alimento.
Ése es el último período del sufrir, por consiguiente, es casi la felicidad terrestre.
Amparo, sin embargo, era demasiado sensible para llegar a este estado, por
consiguiente, en ella la lucha siendo más terrible, la hacía sufrir demasiado. ¿Pero
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qué hacer cuando se ve la mano del dolor suspendida sobre nuestra cabeza, cuando ni
nuestras lágrimas, ni nuestras súplicas, ni nuestros gemidos, ni nuestras
imprecaciones, pueden ablandar el enojo divino? Sufrir mucho hasta morir de pesar;
pero resignarse a vivir con una vida que en vez de bendición del cielo, se ha
convertido en tormento del infierno. Amparo, además, merced a las impresiones de su
infancia, tenía impregnada su alma de ese sentimiento religioso, bálsamo eficaz de las
llagas horribles del alma y que más incurables parecían, muro sólido contra los
ataques de la adversidad consuelo de la desesperación más intensa…
Cerca del lecho, con el rostro pálido como el de un cadáver, con la mirada
fijamente clavada sobre Amparo, con los brazos cruzados sobre el pecho, estaba de
pie Román. Su herida había sido grave, pero no mortal; la bala había deslizado a lo
largo de la costilla, entre su cara externa y los músculos superficiales; pero sin herir
gravemente la arteria intercostal. Los eficaces y prontos auxilios del cirujano y las
buenas gentes que le dieron una hospitalidad tan dulce, habían bastado para ponerle
al cabo de una semana, en estado de poder volverse a la capital.
Gabriel, desde el día siguiente al del duelo, había escrito una carta a la señora
Paula, a fin de tranquilizarla lo mismo que a Amparo y Guadalupe por su ausencia.
Decir cómo fue recibido Román por Amparo, es cosa imposible, porque no hubo
palabras, sino silencio. ¿Qué podría decir Amparo, al joven que noble y generoso
amante, le volvía a sus brazos a la hija de su corazón, a costa de su vida, al joven a
quien ella idolatraba en silencio y avergonzada, con toda su alma, con un amor
profundo, intenso, sin límites, y que ahora, después de haber hecho el sacrificio de su
vida casi por ella, volvía modesto, tímido, respetuoso como siempre?… Recobrar a su
hija y vivir al lado de aquel joven adorado, viéndole, idolatrándole hasta la locura,
éste era el pensamiento que en secreto había gastado el alma de Amparo hacía
algunos meses. Lo primero se había realizado, había vuelto por fin a ver a su hija, la
estrechaba frecuentemente contra su corazón cubriéndola de besos y diciéndola, ¡hija,
hija mía, hija de mi alma!, pasaba largas horas mirándola entretenerse con
Guadalupe; durante la noche se levantaba y acercándose a su camita que se había
colocado al lado de la suya, la besaba en silencio para no despertarla…
Pero lo segundo, ¿lo podría realizar? ¡Imposible! En su conciencia, pura como la
de un niño, aún al través de tantas amarguras y decepciones, se retrataba con los
colores de un crimen un matrimonio entre ella, mujer deshonrada y físicamente
impura, aunque inocente, y aquel joven tan noble, tan generoso, que la perdonaba y la
amaba. Por consiguiente, ella no podía vivir lícitamente a su lado, ella no podía más
que adorarle en silencio, adorarle con todo su corazón hasta morir de amor, pero sin
proferir una palabra, sin aceptar tampoco su ardiente amor y sus leales ofertas. A
algunas naturalezas francas y expansivas, les parecerá esto imposible; pero a otras
tímidas y demasiado susceptibles, les parecerá muy verosímil. En efecto, ¡cuántas de
vosotras pobres jóvenes!, ¡os habéis enamorado hasta la locura, de una persona a
quien las conveniencias sociales y el pudor os impedían amar a la pública faz, y
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entonces os habéis resignado llorando a idolatrarla en silencio, mirando que amaba a
otra persona, vuestra hermana o vuestra amiga tal vez, y era amada de ella! Hay
almas que no pueden ni un momento contener sin dejarle desbordar por los labios, el
torrente de sentimiento que las inunda; pero hay otras, que temen la palabra como una
profanación del sentimiento, y aman, y sufren, y se mueren sin proferir un acento que
revele su infinito. Amparo era de éstas. Por otra parte, un nuevo dolor lastimaba su
corazón y su felicidad no debía ser larga. María, un mes después, comenzó a
languidecer. Román, aunque conociendo desde luego que su enfermedad era mortal,
puso sin embargo todo su anhelo para procurar hacer una nueva restitución a la pobre
Amparo, sobre cuya existencia parecía haberse suspendido una negra sombra. De
manera, que el amor de ambos jóvenes, no consistía en palabras, consistía
precisamente en aquel deseo oculto de buscar el uno la felicidad del otro. Amparo no
tenía más que su debilidad de mujer y su amor. Román tenía además su ciencia y su
fuerza de hombre. Por consiguiente, él sólo amparaba a la joven, y esto aumentaba la
timidez de ella.
Hacía un mes que la infeliz madre estaba desolada. Veía a María irse muriendo
sin que los eternos y eficaces cuidados que Román le prodigaba, consiguiesen
mejorar un momento su funesto estado. Éste, por su parte, estaba convencido con ese
triste convencimiento que les entra a los sabios cuando después de haber luchado
como gigantes contra las leyes invariables de la naturaleza, se sienten impotentes para
seguir luchando en ese desafío terrible entre el sabio y Dios. En efecto, ¿qué puede
hacer un pobre médico, cuando está mirando a la muerte irse apoderando de un
órgano importante?
Sufrir y resignarse, porque Dios sólo puede darle la vida.
En este día la niña había entrado en la agonía, y Román, al ver su cuerpo
debilitado y lastimado por la enfermedad, consideraba que esta agonía no debía ser
muy larga. Y hacía ya dos horas que estaba agonizando. En un rincón del aposento
oraba de rodillas la señora Paula. Guadalupe procuraba en vano arrancar a Amparo
del lecho. Parecía que el dolor la había clavado allí, para ser ella la que recogiese el
último suspiro de su hija.
Gabriel se paseaba meditativo y silencioso.
La respiración de María, poco antes precipitada y anhelante, se había hecho
imperceptible. El aire ya casi nada penetraba en sus pulmones. Su fisonomía
descompuesta y lívida, el círculo sombrío que rodeaba sus cerrados ojos, sus labios
azulados y entreabiertos hacían dudar si era un cadáver ya o todavía una moribunda.
Sólo se conocía lo último por un estremecimiento que de vez en cuando agitaba sus
labios y por un débil suspiro que se escapaba de su pecho.
Había llegado a ese estado en que la muerte, venciendo a la vida, ésta se va
retirando de los órganos que la primera va ocupando.
Su rostro y sus extremidades estaban fríos. Román no percibía ya los latidos de su
pulso. De repente la niña hizo un último estremecimiento y se alargó.
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Román hizo una exclamación y Amparo, por un instinto, dio un grito, a sus ojos
asomaron las lágrimas mucho tiempo comprimidas en su corazón, y su pecho se
levantó por gemidos y sollozos desgarradores, como los de una madre delante del
cadáver de su hija.
Todo había concluido en efecto.
María se había dormido en la tierra para ir a despertar al cielo; había dejado la
pasajera mansión de las sombras para ir a habitar las regiones en que todo es luz…
El ángel de su guarda había volado con su alma de niña a la patria de la eterna
felicidad.
Arrancaron del lecho a Amparo medio loca…
Ocho días habían corrido.
Amparo no había salido de su aposento. Su esperanza estaba perdida, perdida
para siempre.
Cerca del anochecer, Román de pie delante de ella, la contemplaba con triste
curiosidad. Los dos permanecieron largo tiempo silenciosos. Por fin el joven
interrumpió el silencio diciendo con una voz conmovida:
—¡Amparo!
Ésta, que estaba sentada cerca de su lecho con la mirada clavada en el suelo, la
levantó y la fijó en el rostro de Román con indefinible expresión de angustia.
—¡Amparo! —volvió a decir el joven—, he venido para decir a usted que dentro
de muy pocos días debo partir; una casa francesa me destina como médico de uno de
sus buques mercantes que hace viajes a casi todos los puertos de Europa y América.
Pero antes de partir yo anhelo…
Román se interrumpió porque la emoción ahogaba su voz en su garganta.
—Sí; yo comprendo lo que usted anhela saber, noble joven que desde, el cielo de
su virtud, se ha dignado lanzar una mirada a esta infeliz mujer sumergida en el cieno
del deshonor. Yo también sé, que hace algunos meses he encontrado a usted en medio
de la oscuridad de mi camino, como un faro de celeste esperanza, que sólo por usted
he vivido, que la llama de la inmensa pasión que me había inspirado, ha sostenido al
par que ha consumido mi helada existencia.
—¡Oh!, Amparo —exclamó Román tendiendo hacia ella los brazos y cayendo de
rodillas a sus pies.
Amparo le levantó y continuó diciendo:
—¡Oh!, yo era casi feliz, respirando el mismo aire que usted respira,
contemplándole oculta en mi aposento, escuchando su voz, idolatrándolo en silencio
hasta el delirio, hasta la locura.
—¡Amparo, Amparo! ¡Ya nunca nos separaremos sobre la tierra! —exclamó
delirante Román.
—Por el contrario, joven, va usted a partir; pero a partir sólo —dijo la joven con
una voz tan triste, tan triste, como esas músicas que interrumpen a medianoche
nuestro sueño, sueño mentiroso de una felicidad que no existe.
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—Sólo. ¡Dios mío!, sólo.
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón!
—¡Y yo que la amaba a usted con todo mi corazón, yo que pensaba que nos
uniríamos para no separarnos más, que juntos y viviendo el uno para el otro,
cruzaríamos los mares!
—¡Ay!, no lastime usted más mi corazón con el aspecto de una felicidad con que
tantas veces he soñado, si yo no estuviese manchada, si yo pudiera tener derecho para
idolatrarle, para ser su esposa, para amar y morir…, habría encontrado en ese amor
todo un cielo en el mundo; pero mi deshonor, mi afrenta es una barrera que se levanta
para siempre entre nuestros corazones. Un hombre honrado no debe unirse a la mujer
perdida.
—Pero si usted es inocente, si yo, aunque no lo fuera la perdonaría, si el amor de
usted es mi vida y sin él, la arrastraré como un castigo, ¿por qué no darme en afecto
al menos, cuanto yo tengo en idolatría?
—¡Imposible!, yo no sería feliz, la voz de mi conciencia me gritaría a cada paso,
tendría remordimientos de haber abusado demasiado por egoísmo del ser de mi ser,
mientras que así, lo veré partir, pero Dios me habrá dejado el derecho de adorarle
hasta morir, de verle acaso algún día amado y unido con otra mujer más digna de su
pasión que la infeliz que tuvo la osadía de amarle.
—¡Nunca, nunca!
—Yo voy a sepultar mi existencia marchita en un convento para llorar, para pedir
a Dios, haciéndole el sacrificio de mi vida, dé a usted en felicidad cuanto yo le di en
amor sobre la tierra.
Amparo se puso a sollozar de una manera desgarradora.
—¡Perdón, perdón! —continuó cayendo a los pies de Román y arrastrándose
sobre sus rodillas con el rostro descompuesto, con los ojos inundados de lágrimas,
con los brazos tendidos—. ¡Perdón! por haber osado desde el abismo en que una
desdicha me ha sumergido, amar a usted el más noble, el más generoso de los
mortales; mi existencia marchita no debe correr junta con la del ser de mi alma, yo
sólo puedo orar y sufrir. Y sin embargo, nadie podría llegar a amarle como yo, he
idolatrado a usted con delirio, como se ama cuando es uno desgraciado, hubiera sido
feliz con pasar mi vida contemplándole, idolatrando y muriendo.
Y Amparo se abrazaba a las rodillas del conmovido joven, llorando y lanzando
desgarradores sollozos que rompían su pecho…, tomaba sus manos, las llevaba a su
corazón y a sus labios cubriéndolas de besos y de lágrimas.
Era un espectáculo conmovedor el de aquella desdichada joven diciendo su última
despedida al amado de su corazón, y rehusando su pasión que era su vida, por un
sentimiento exquisito de nobleza, de abnegación sublime…
Media hora después, Román, loco, delirante, sollozando como un niño, se
precipitaba fuera de aquel aposento. Amparo se quedó de pie, y cuando el ruido de
sus pasos se hubo perdido completamente, tendió los brazos en la dirección que
EPÍLOGO
Hermano:
Le envío a usted esta pequeña novela que acabo de escribir, y que muy pronto se
publicará.
Tal vez habrá muchos que digan que sólo un niño o un loco es el que piensa en
escribir en México en esta época aciaga de desmoronamiento social, y pretender ser
leído a la luz rojiza del incendio y al estruendo de los cañones. Acaso tengan razón.
Pero, ¡Dios mío!, ¿se han acabado ya también esos hombres sensibles, esparcidos en
todas las clases de nuestra sociedad, que se deleitan con esas tristezas, esos
desconsuelos, esas esperanzas, presentimientos y deseos vagos que forman los cantos
de los poetas?… ¡Ah!, usted y yo sabemos que no, sabemos que hay todavía almas
buenas que no han sido embriagadas por el vértigo del positivismo; ¡almas que laten
unísonas con las nuestras, que en una presión de mano, o una palabra, nos dicen que
nos han comprendido, que gozan, esperan, se desconsuelan y sufren como nosotros!
¿Y acaso hay un placer más tierno, más incomprensible que ese eco simpático que
nuestro canto produce en el alma de un desconocido? Yo he publicado mis libros por
sólo el deseo de producir ese eco en algún corazón. Yo no me desaliento, porque
espero con la civilización el renacimiento literario, y me resigno a consumir mi
juventud en el martirio de un trabajo estéril, con la esperanza de gozar algún día con
usted y mis hermanos en poesía, el paraíso de la gloria.
Introduzca usted estos cuadros aislados que no son ni una novela, en los salones
de esas hermosas jóvenes que le inspiran tan hermosos versos.
Adiós, Luis, no se olvide usted de su hermano.
Aquellos de mis lectores que no han tenido la fortuna de visitar la hermosa capital de
la República, y a quienes mi novela caiga en las manos, en el rincón de una aldea o
una hacienda, creerán al leer el encabezamiento de este capítulo, que se trata de una
de esas solemnes misas, que preceden, acompañan o siguen a una grave ceremonia.
No es así precisamente, y mis lectores de la capital, que ya saben poco más o menos
de lo que se trata, me permitirán que haga a los primeros una ligera explicación.
Hacia la parte sur de la suntuosa catedral, hay un altar llamado vulgarmente del
Perdón, a causa de no sé cuántas indulgencias, concedidas no sé por qué arzobispo, a
los devotos que oyeren la misa en él celebrada. De aquí resulta, que como en México
el número de devotos es considerable, y como además es el altar en que generalmente
se celebra el santo sacrificio, refluye allí constantemente la multitud, principalmente
los domingos y días festivos, en que las misas se suceden sin interrupción cada media
hora, desde las siete de la mañana, hasta las doce del día. En efecto, en los tales días
una elegante concurrencia llena y obstruye aquella parte del templo casi vacía por los
demás. De manera, que reasumiendo, podemos hacer una clasificación de los
asistentes, según la hora en que concurren. De siete a ocho, ancianos de capa, beatas
y verdaderos devotos; éstos van generalmente en ayunas. De ocho a nueve,
comerciantes, abogados viejos, tenderos ricos. De nueve a diez, padres de familia
acompañados de su numerosa prole. De diez a once y media —ésta es la hora
exclusiva de los enamorados de ambos sexos, de los admiradores de la divinidad
humana, de los elegantes, de los que desean no oír o ver la misa, sino hacerse ver—.
En esta hora suele además encontrarse una que otra beata rezagada, una que otra de
esas viejas regañonas que se hacen dueñas del templo y que tienen la pacífica
costumbre de distribuir pellizcos sobre las partes más carnosas del cuerpo,
consiguiendo de esta manera abrirse paso entre la multitud, y colocarse en el sitio
mejor. La misa de doce está reservada para los flojos, y para los que se les ha hecho
tarde. Finalmente, los que tienen la saludable costumbre de levantarse a las doce, y
tomar el desayuno en la cama, tienen el recurso de la misa de doce y cuarto en el
Sagrario.
El altar del Perdón es un talismán de recuerdos gratos, es una página de la
amorosa historia de muchos corazones. En efecto, casi todos los jóvenes esperan con
ansia toda la semana, la llegada del domingo, porque es seguro que la joven más
recatada, y que menos se deje ver, asistirá en tal día a la misa del Perdón. ¡Oh! y allí
hay una buena media hora para las miradas, los suspiros, y qué sé yo cuántas cosas
más de esas que constituyen la vida de los corazones enamorados.
Hechas estas ligeras explicaciones, y salvadas todas las pequeñas dificultades,
entremos en materia.
II
EL TEATRO DE ITURBIDE
En la noche del domingo en que tuvieron lugar las escenas referidas, se representaba
en el teatro de Iturbide, entonces recién abierto, y por lo mismo en moda, un drama
de Pantaleón Tovar, acaso el mejor de todos, intitulado: Una deshonra sublime. Al
dar la campanada de las ocho se abrió una puertecilla de uno de los palcos del primer
piso dando paso a las personas siguientes: primero a una joven de dieciocho años, no
hermosa sino bonita simplemente, gracias a unos lindos ojos negros, a un par de cejas
graciosamente arqueadas, a una barba con un hoyito, a un cutis terso, aunque algo
moreno, y a unas mejillas frescas, rozagantes, encendidas con los vivos colores de la
salud, del contento, de la satisfacción. Era alta y bien formada, la cintura no era muy
delgada, pero en cambio los brazos y los hombros eran perfectamente torneados y
III
EN SAN ÁNGEL
FRAGMENTOS DE UN DIARIO
(Febrero de 1858)
Niña, ¡cuánto os he amado, cuánto os amo, cuánto os amaré aún! ¿Quién sois que tal
podéis ejercer sobre mi corazón? ¿Por qué habéis venido a habitar en mi alma?
Quiero alejaros de mi pensamiento y él se rebela contra mi voluntad, retratando sólo
vuestra imagen, cierro mis ojos para no veros, y al través de mis párpados cerrados os
miro pasar, bella, deslumbradora, envuelta en una atmósfera de luz…, mis labios
intentan pronunciar otros nombres y sólo el vuestro vibra en ellos…, cierro mis oídos
y la música de vuestra voz resuena en mi alma despedazada…, creo encontrar en el
sueño descanso a mi amor imposible, y ¡ay!, mi sueño sólo es una continuación de mi
vigilia. ¡Dios mío!, ¡hay en eso algo superior a mi voluntad y a mi resignación
humana! ¡Ah!, vos habéis olvidado ya el pasado; pero yo aún no lo puedo olvidar…
Vivíamos en el campo…, las ventanas de vuestro aposento daban a él, y las melodías
de vuestro piano y la música de vuestra voz llegaban a mi corazón sin pasar por mis
oídos. Consumía yo entonces días enteros en pensar en vos, en contemplaros al través
del follaje de los árboles, ir atravesando esas selvas en cuyos troncos había yo
grabado vuestro nombre, vuestro dulce nombre que quisiera yo borrar de nuevo con
mis labios para tener el placer de volverlo a escribir; en escribir versos que nunca
tendrán otro lector que yo, en decir palabras de pasión que el viento se llevaba
confundidas con las vibraciones últimas de vuestro canto. Me recostaba yo sobre el
césped, con un libro de Byron abierto delante de mis ojos, y a pesar de que entonces
era mi autor favorito, nunca conseguía yo leer ni dos páginas, y me ponía a soñar
despierto con vos, a pensar en la dulzura de vuestros ojos, en la blanca palidez de
vuestro semblante, en cada uno de los encantos que os adornan. Y por la noche
cuando en el salón de vuestra casa, pasaba yo horas enteras mirándoos sentada al
piano, lánguida y seductora, o cuando a la luz de la Luna que caía sobre vuestro
rostro dándole un sello de yo no sé qué de celestial y vago, os veía, confundida entre
las demás jóvenes, y para mí sin embargo única en medio de ellas, pensaba en que era
imposible que yo me resignara algún día a vivir lejos de vos, y sin embargo no me
atrevía a deciros una palabra reveladora del infinito de amor que para vos guardaba
yo en mi corazón. La media noche llegaba, las horas se deslizaban sin que el sueño
cerrara mis párpados fatigados, y cerca del amanecer me dormía pensando en vos.
¡Cuántas veces he atravesado, delirando, convertido en una calentura viviente, esas
praderas y esos senderos que conducían desde la ciudad a que la prosa de los
negocios me obligaba a venir con frecuencia, hasta el campo en que vivíamos. Las
horas que yo pasaba en la ciudad, lejos de vos, se me hacían largas y tediosas…, mi
IV
UN BAILE CASERO
—Raimundo, ¿ya mandaste que enciendan los candiles de la sala?, porque no debe
tardar en empezar a llegar la gente.
—Sí, Cenobia, ya todo está, he andado como un bárbaro toda la tarde convidando
a los amigos.
—¿Y a qué hora les has dicho que ha de empezar el baile?
—Toma, a las ocho, para que no nos desvelemos tanto.
—Ah, bárbaro, ¿no sabes que es de tono que comience a las diez?, y ya lo ves,
son cerca de las nueve y nadie llega aún.
—¡Oh!, pues yo no sabía que era de uso desperdiciar dos horas útiles que más
tarde se pueden emplear en dormir… ¿Pero ustedes ya se vistieron?
—Estoy dando la última mano a Concha, que si la vieras, está linda como un sol.
—Vaya, pues si ya puedo entrar, ábreme mujer, que ardo en deseos de ver a mi
hija.
—Entra, pero vuelve a cerrar porque no quiero que entren los muchachos y
vengan a tentarlo todo.
A la Habana me voy
te lo vengo a decir, etc.
ELENA A CONCHA
San Ángel
CONCHA A ENRIQUE
Enrique: vengo a pasar unos días en San Ángel, en la casa de la amable señorita
Elena, que me ha invitado por medio de Guillermo que visita su casa. Aunque usted
no ha vuelto a mi casa desde la noche del baile y ya no se acuerda de mi, yo sin
embargo que soy siempre buena amiga, no olvido a usted; y ahora que también está
viviendo en San Ángel para curarse del corazón según me ha dicho el señor Miguel,
le escribo a usted para decirle que aquí me tiene a sus órdenes como siempre. Si
como me sospecho tiene usted relaciones con la señorita Elena, vendrá tal vez con
más gusto, ya que no por mí, al menos por ella.
Su amiga que lo aprecia.
GUILLERMO A UN AMIGO
Por fin a fuerza de intrigas conseguí que Elena convidase a mi hermana Concha a ir a
pasar una temporada en el campo. Esto me da lugar para ir con más frecuencia a su
casa, pues ya te he dicho que me simpatiza muchísimo la niña, aunque ella me ve con
algún despego y evita cuanto puede mi presencia. Sin embargo, como la mamá me
quiere tanto, y desde que ha conocido mi inclinación me hace magnífico juego
porque cree que tengo más fortuna de la que realmente es, no pierdo aún la esperanza.
Pero esta Elena siempre tan triste, tan pensativa, parece estar enamorada, no sé de
quién; pero sospecho algo de Enrique. En fin, ya veremos.
San Ángel
Hermana mía:
No puedo irme este mes todavía porque sigo algo enfermo. Uno de estos días iré a
México para darte un beso en la frente. Saluda a nuestra tía y envíale esa carta a
Miguel.
ENRIQUE A MIGUEL
Amigo mío: Imposible es que yo me separe de San Ángel mientras Elena esté aquí.
Conozco que mis obligaciones me llaman a México; pero entonces ¿podré verla al
mediodía y en la noche en su jardín?, ¿podré seguirla de lejos por las tardes cuando
bella y apacible va a pasear en compañía de su mamá por Tizapán y el Cabrío? ¡Oh!,
imposible, ese amor es mi vida, el día en que me faltara, me moriría de tristeza;
Miguel, no lo dudes, ni te rías con esa risa sarcástica que me hace tanto mal. Déjame
amarla y delirar, no me desvanezcas tan dulces ilusiones, porque con ellas soy tan
feliz como puede serlo un hombre debajo del cielo. Sí, soy feliz con la felicidad de
Dios. En esta semana he mudado de residencia y he alquilado en Tizapán un cuartito
desde cuya ventana veo a lo lejos el jardín de la casa de Elena, ese jardín donde soy
tan feliz dos veces al día. La dueña de la casa me toma por un enfermo que viene a
buscar en el clima y los baños el alivio. ¡Ay!, ella no sabe que yo no soy más que el
sacerdote de un culto que tiene mucho de divino. Hace algunos meses que vivo aquí y
la mamá de Elena no lo sospecha aún, no sabe que mientras ella duerme nosotros
gozamos el placer de los ángeles. ¡Qué va a comprender de eso su corazón helado
que sólo la avaricia hace latir!, ella cree que su hija me ha olvidado ya y que yo estoy
en México. Olvidamos uno de otro, ¡ah!, imposible, antes la muerte. Concha ha
venido a pasar una temporada con ella, y me ha escrito una carta que con trabajo he
podido leer apenas. Tomó muy a lo serio las galanterías del baile. ¡Pobre muchacha!,
no sabe que mi corazón es un paraíso en el que vive sola y sólo la llena una mujer, un
ángel que Dios ha enviado a la tierra para cubrir de flores los abrojos que bordan la
ruta de pesares que en mi primera juventud seguía. Sigo un poco malo; pero si mi
enfermedad llegase al punto de arranque de una vida que amo tanto, sólo sentiría
morir por no amarla, por no idolatrarla algunos años más. Cuida de Clotilde y ven a
verme pronto.
MIGUEL A ENRIQUE
La señorita Concha se ha ido a San Ángel. ¡Quién fuera la tierra que ella pisa o
siquiera su zapato!, ¡quién la siguiera hasta el fin del mundo! ¡Ah!, pero qué dirían
ella y el patrón si lo supieran. ¡No lo permita Dios!
El lector convendrá sinceramente con nosotros, en que sólo el diablo podía haber
arreglado las cosas de tal manera.
VI
AMOR
VII
MORALEJA
Lector, si sois feliz, si para vos la vida en vez de ser un valle de lágrimas es un
camino de flores, si os vive aún vuestra madre, si la mujer que amásteis no os ha
engañado, si no amáis sin esperanza, si vuestros amigos os han sido fieles, si nunca
habéis dejado el hogar paterno para andar proscrito mendigando como un perro el
amargo pan del huérfano amasado con vuestras lágrimas, si en fin para voz la vida no
ha sido más que una larga infancia…, entonces no continuéis leyendo esta novela, os
lo suplico, porque perderíais una ilusión al ver que su desenlace no es el que
esperábais, y yo lector feliz no quiero perder vuestra estimación, porque entonces ya
no volveréis a leer mis novelas, ni las llevaréis a vuestra novia para que las lea en
vuestra compañía, y me arrebataréis un girón de esa gloria por la que he perdido todo
en el mundo y que tal vez no va a lucir ni en mi pobre sepulcro. Pero si por el
contrario, lector, sois desgraciado, si para vos la vida no ha sido más que un valle de
lágrimas, si habéis encontrado el desengaño a vuelta de la ilusión, si cuanto habéis
intentado os ha salido mal, si habéis perdido cuanto amábais, si habéis adorado un
imposible, si para vos la vejez ha comenzado a los veinte años, entonces continuad
leyendo porque en el desenlace no veréis más que un espejo de lo que todos los días
sucede, de lo que a vos mismo os ha pasado tal vez en esta larga agonía que se llama
vida para los desgraciados, y yo quiero vuestra estimación, lector infeliz, porque «las
almas que lloran se comprenden» como ha dicho mi amigo el poeta Cuéllar… Oíd los
consejos que os da el diablo por mi boca, a vosotros los que llamáis ángeles a las
mujeres y las juzgáis espíritus puros.
Nunca veáis si no queréis perder vuestra pasajera ilusión, acabado de levantar, a
vuestro ángel. Ni veáis su ropa sucia, ni sus zapatos viejos, ni su pañuelo en viernes o
sábado… Amáis mucho a una joven, la amáis con todo vuestro corazón, con toda
Sí, lector, Elena salvada de la muerte por una de sus criadas, se ha casado con
Guillermo, y aquella Elena tan poética, tan pulida, tan sentimental, se ha puesto
prosaica y ahora sólo habla de nodrizas, de enfermedades de niños, etc. Esto es lo que
sucede, lo que vemos todos los días en el mundo.
Enrique se ha aliviado del corazón y se ha puesto gordo; vive en unión de Concha
y su hermana Clotilde y es juez menor.
Doña Cenobia no ha visto realizado su deseo de asistir a la tertulia del ministro;