La Muerte en El Mundo Clásico PDF
La Muerte en El Mundo Clásico PDF
La Muerte en El Mundo Clásico PDF
331-355
RESUMEN ABSTRACT
* Departamento de Filosofía de la UNED. Paseo Senda del Rey, 17. 28040 Madrid.
E-mail: [email protected]
INTRODUCCIÓN
«No puede negarse, que si de alguna realidad en el mundo puede decirse que
a nadie deja frío, que hace estremecerse a todos, esa realidad es la muerte. Los
antiguos griegos y romanos tomaban en serio la muerte, y no se dudaba que el
hombre estaba sometido a ella, como a uno de tantos soberanos de la existencia
mortal».
KARL KERÉNYI
¿Qué clase de suceso es ese, que representa el caso más definitivo y serio,
con el que todo el mundo ha de enfrentarse de forma segura, pero en una hora in-
cierta? ¿Qué sucede, en el fondo, cuando un ser humano muere? ¿En qué con-
siste el pináculo de lo ignoto? Para Epicuro (341-270 a.C.) la muerte no es más
que una disgregación de los átomos materiales de los que estamos hechos y
que, por eso, no es nada. Él aconseja a su discípulo Meneceo: «la muerte no va
nada con nosotros, justamente porque cuando existimos nosotros la muerte no
está presente, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no existi-
mos» (Epístola a Meneceo, 125). No obstante, para el filósofo griego la muerte es-
taba siempre ahí justamente de un modo significativo. Esto ya lo advirtieron, dado
el interés que mostró por el tema, sus detractores de la antigüedad. Por su parte,
Platón (428-348 a.C.) manifiesta que es la última oportunidad, la principal porque
encierra en sí y justiprecia a las anteriores, que se le brinda a la persona para ex-
teriorizar su sometimiento a las divinidades. En efecto, el gran filósofo ateniense
pone en boca de Sócrates (470-399 a.C.) lo siguiente: «obraría yo indignamente,
si, al asignarme un puesto los jefes que vosotros elegisteis para mandarme a
Potidea, en Anfípolis y en Delion, decidí permanecer como otro cualquiera allí don-
de ellos me colocaron y corrí, entonces, el riesgo de morir, y en cambio ahora, al
ordenarme el dios, según he creído y aceptado, que debo vivir filosofando y exa-
minándome a mí mismo y a los demás, abandonara mi puesto por temor a la muer-
te o a cualquier otra cosa» (Apología de Sócrates, 28e-29a).
El tema de la muerte fue algo que no parece haber sido objeto de gran preo-
cupación por parte del mundo griego, mientras los asuntos de esta esfera fuesen
desenvolviéndose de una manera aceptable: «El mundo de los muertos era un lu-
gar sombrío y tenebroso adonde nadie deseaba ir. Por otra parte, el anhelo de in-
mortalidad no era característico en el término medio de los griegos, no siendo so-
lamente los pitagóricos, sino también otros filósofos, los que asociaban lo infinito y
lo que carecía de límites con la idea del mal. El gusto general se inclinaba más
bien por las cosas finitas y bien proporcionadas, y por tanto, en el caso de la vida
humana, por aquella plenitud que pudiese lograrse viviendo hasta una edad avan-
zada con el disfrute de una posición holgada, dejando descendencia y muriendo ro-
deado de prestigio»1.
1
E.O. James (dir.), Historia de las religiones, Vergara, vol. 1, Barcelona, 1963, p. 371.
La idea romana del más allá, aparece expuesta en «El sueño de Escipión», fi-
nal del tratado de Cicerón Sobre la República; en él Escipión Africano el Joven
cuenta un sueño en el que había visto a su abuelo, Escipión Africano el Viejo:
«Al oír estas palabras, a pesar del estremecimiento que sentía no tanto por el
miedo de la muerte, cuanto de las insidias de los míos, le pregunté si vivía él y mi
padre Paulo y los demás que nosotros consideramos como extinguidos. «Cierta-
mente, viven, me respondió, todos los que salieron volando de las ataduras de los
cuerpos, como de una cárcel; en cambio, eso que vosotros llamáis «vida» es una
muerte. ¿Por qué no miras a tu padre, Paulo, que se acerca a ti?». Cuando yo lo
vi, empecé a derramar un torrente de lágrimas; pero él abrazándome y besándome
contuvo mi llanto.
Apenas, reprimido el llanto, pude empezar a hablar, le pregunté: «¡Oh el mejor,
y el más venerable de los padres!, puesto que esto es la vida, como oigo decir a mi
abuelo el Africano, ¿por qué permanezco en la tierra? ¿Por qué no me apresuro a
salir de ella y venir con vosotros?» ¿No puede ser me respondió, mientras este
Dios, cuyo templo en este mundo que contemplas, no te libere de esas amarras del
cuerpo, no puede tener acceso hasta aquí. Porque los hombres han sido engen-
drados con el fin de que cuiden del globo que ves en medio de este templo, y se
llama tierra. Y se les ha dado un alma sacada de aquellos fuegos eternos, que vo-
sotros llamáis constelaciones y estrellas, que son globos de contornos uniforme-
mente redondos, animados por mentes divinas y efectúan con una rapidez mara-
villosa sus órbitas circulares. Por tanto, tú, Publio, y todos los hombres piadosos
tenéis que conservar el alma en el reducto del cuerpo, ni podéis salir de la vida hu-
mana sin la orden de quien os ha dado este alma, para que no parezca que
abandonáis el puesto que Dios os ha asignado entre los hombres.
Pero tú, Escipión, como tu abuelo aquí presente, como yo que te engendré,
cultiva la justicia y obra con piedad, virtud que siendo grande hacia los padres, y
los parientes, lo es más con respecto a la patria. Esa es la vida que allana el ca-
mino hasta el cielo, y esta asamblea de los que vivieron, y liberados del cuerpo ha-
bitan este lugar que tú ves —era éste un círculo brillante con un candor espléndido
en medio de unas llamas— que vosotros, según el nombre recibido de los griegos,
llamáis «vía láctea». Todos los objetos que yo contemplaba desde allí me parecían
maravillosos y encantadores. Eran unas estrellas que nunca hemos visto desde la
tierra, y la grandeza de todas ellas tal como no podemos sospechar. La última y la
más próxima a la tierra era la más pequeña, y brillaba con un reflejo de luz ajena.
Los globos estelares sobrepasaban en mucho el tamaño de la tierra. La misma tie-
rra me pareció tan pequeña, que me causó pena de ver vuestro imperio que no
ocupa más que un punto de ella [...] Yo miraba estupefacto todas aquellas mara-
villas, cuando vine en mí: —¿Qué es esto? —pregunté—, ¿qué sonido tan intenso
y tan dulce llena mis oídos?— Es el sonido —me respondió él— que se produce
por el impulso y el movimiento de las mismas esferas, formado por intervalos im-
pares, pero distintos en su debida proporción, que combinados los agudos con los
graves, hace de esos tonos equilibradamente variadas melodías. No pueden en
efecto realizarse esos movimientos tan grandes en silencio, y en virtud de una ley
natural las esferas externas emiten desde un lado sonido graves y desde el otro
agudos. Por lo tanto, la órbita superior del cielo portadora de estrellas, más rápida
que las otras esferas en su revolución, se mueve con un sonido agudo y manteni-
do; la esfera lunar da, por el contrario, el sonido más grave. Porque la Tierra, la no-
vena, permaneciendo inmóvil, está fija en su base, abrazando el centro del mundo.
Pero las otras esferas móviles entre las cuales hay dos con el mismo impulso pro-
ducen siete tonos diferentes, número que en todas las materias tiene significación
esencial. Imitando estas armonías algunos hombres doctos con instrumentos mú-
sicos o con sus voces, se prepararon la vuelta a este lugar; como otros, que dota-
dos de agudos ingenios se aplicaron en su vida humana al estudio de las cosas di-
vinas [...] «Sí, esfuérzate, y ten entendido que tú no eres mortal, sino tu cuerpo;
porque tú no eres el que manifiesta la apariencia exterior, sino el alma de cada uno
es el ser verdadero, no la figura que puede señalarse con el dedo. Ten presente
que eres un ser divino, porque ser divino es el principio que vive, que siente, que
se acuerda, que prevé, y gobierna y modera al cuerpo, sobre el que está colocado,
como el primero de los dioses dirige y gobierna al mundo, y al igual que el Dios
eterno mueve al mundo perecedero en parte, un alma inmortal mueve al cuerpo
corruptible» (Sobre la República, VI, 14-26).
2
La vida en el más allá, tal y como está descrita en la epopeya homérica, es sólo el triste y pálido
reflejo de la vida en la tierra, que los espectros no cesan de lamentar. Posteriormente, la renovación de
los misterios eleusinos y dionisíacos propician la reactivación de la creencia en una vida de ultratumba
feliz.
3
Según Mircea Eliade: «Desde el momento que Hypnos es el hermano de Thanatos, se comprende
por qué, tanto en Grecia como en la India y en el gnosticismo, la acción de «despertarse» tenía una sig-
nificación «soteriológica»». Mito y realidad, Guadarrama, Madrid, 1973, p. 143.
de juego: sola y sin dormir con nadie, la Noche, nacida ella misma del Caos4, en-
gendra a la detestable Muerte, al Tránsito y a la negra Ker: «Parió la Noche al mal-
dito Moros, a la negra Ker y a Tánatos; parió también a Hipnos y engendró la tribu
de los Sueños» (Teogonía, 212). Tánatos se inscribe aquí en un siniestro linaje en
el que se destacan las Moiras o Parcas, Eris5 y Némesis: «Parió igualmente a las
Moiras y las Keres, vengadoras implacables: a Cloto, a Láquesis y a Átropo [...]
También alumbró a Némesis [...] Después de ella tuvo al Engaño, la Ternura y la
funesta Vejez, y engendró a la astuta Eris» (Teogonía, 215, 220 y 225).
No obstante, esta muerte no es la única imagen que de ella se hizo el mundo
griego: otras deidades se suman para mostrar sus diversos aspectos. En primer
término, Hades, o entre los romanos, Plutón, hijo de Rea y del feroz Cronos (Sa-
turno), deidad cruel, iracunda, inflexible y odiosa (Ilíada, IX,158), guardián de las al-
mas, vigilante implacable que no permite que nadie salga de sus dominios, mani-
festando en algunas ocasiones cierto pavor ante la posibilidad de que se
resquebraje la tierra y puedan quedar a la vista sus tenebrosas y lóbregas mora-
das: «Y se asustó, debajo de la tierra, Aïdoneo, el señor de los muertos [...] y lan-
zó un grito, no fuera a ocurrir que Posidón, el batidor del suelo, por encima la tierra
le hendiera y a la vista quedaran de los mortales y los inmortales las moradas mo-
hosas y horrendas que hasta los mismos dioses aborrecen» (Ilíada XX, 61-65). De-
testado por todos, incluso por las deidades, Hades gobierna sobre este ámbito te-
nebroso, como señala Hesíodo: «De bronce eran sus armas, de bronce sus casas
y con bronce trabajaban; no existía el negro hierro. También éstos, víctimas de sus
propias manos, marcharon a la vasta mansión del cruento Hades» (Trabajos y
días, 153). El azar convertirá a Hades en soberano del mundo de las sombras:
«Pues, tres hermanos de Crono hemos nacido a los que Rea parió; Zeus y yo y, el
tercero, Hades que es soberano de los muertos; y en tres partes todo está repar-
tido y cada uno participa ya de su prerrogativa, a saber: yo obtuve, al ser echadas
las suertes, habitar la mar canosa y Hades obtuvo las brumosas sombras, y a Zeus
le tocó el ancho cielo» (Ilíada, XV,187-190).
Perséfone6 (la «augusta», la «temible», la «pura», la «sabia»7) o Coré8 (la
«hermosa niña soberana de los muertos», la «doncella»), o, entre los romanos,
4
Para Hesíodo y otros poetas griegos, el Caos era el despertar del abismo insondable, del que sur-
gieron Gea, El Erebo, la Noche y el Tártaro.
5
Es hija de la Noche y madre del Olvido, el Hambre, las Penas, las Querellas, el Engaño y la ile-
galidad.
6
«Perséfone no es una divinidad puramente infernal. Antes de su unión con Hades, vivía sobre la
tierra con su madre Deméter, que la concibiera de Zeus. Entonces su nombre era Core. Es probable que,
en sus orígenes, madre e hija estuviesen confundidas en una sola e idéntica divinidad. En efecto, los de-
monios de Deméter se extienden, como hemos dicho, por igual, a la superficie y al interior de la tierra.
Posteriormente sufrió un desdoblamiento, y sus atribuciones subterráneas pasaron a una diosa distinta,
emanada de la divinidad primitiva. Así se explica el episodio de Core-Perséfone». F. Guirand (dir.), Mi-
tología general, Labor, Madrid, 1965, p. 237.
7
En Crátilo (404d), Platón se refiere a Perséfone así: «Así pues la Diosa sería llamada con exac-
titud Pherépapha, en virtud de su sabiduría y su «contacto con lo que se mueve»».
8
«Perséfone —quien fue conocida también como Core, «la doncella»— fue concebida de Zeus. Su
madre era Deméter, la diosa cretense de la agricultura y del suelo productivo. Se nos cuenta que la don-
cella estaba jugando en un prado, cogiendo flores con las hijas de Océano, dios del mar todo abarcador,
cuando vio una planta magnífica con cientos de flores que extendían su fragancia por todas partes, que
la diosa Tierra (Gea), por orden de Hades, el señor del mundo subterráneo, había enviado expresamente
para seducirla. Cuando se dirigió a coger las flores la tierra se abrió y apareció un gran dios en un carro
de oro y la llevó al abismo a pesar de sus gritos. El dios era Hades, señor del mundo subterráneo, y en
la tierra de los muertos se convirtió en su reina». J. Campbell, Las máscaras de Dios: Mitología primiti-
va, Alianza, Madrid, 2000, p. 217.
9
Alrededor del 600 a.C., el Himno homérico a Deméter ofreció a los griegos ciertas ideas sobre la
muerte y el pasaje al más allá que habían de tener una influencia perdurable. Este himno narra a la vez
el mito central de Deméter y Coré y la fundación de los Misterios de Eleusis. Según el mito, Hades que-
dó prendado de Coré, la hija de Deméter, y la raptó, llevándola a sus dominios. Poseída por el dolor, De-
méter buscó a su hija por todas partes. Finalmente, Deméter llamó a Hécate y juntas fueron a visitar a
Helios; éste les dice que ha sido designio de Zeus desposar a Coré con Hades. Deméter estaba tan en-
fadada que no regresó al Olimpo. Con la apariencia de una anciana, llegó a Eleusis, y allí, Deméter, de-
sempeñó el papel de nodriza del hijo recién nacido de la reina Metaneira. En agradecimiento a la hos-
pitalidad que había recibido por parte de la corte de Eleusis, la diosa decidió conceder la inmortalidad a
Demofón, el hijo recién nacido de la soberana: lo frotaba con ambrosía, el alimento de los dioses, y por
las noches hacía que el fuego del hogar fuese consumiendo la esencia de la mortalidad. Pero una noche
Metaneira entró por casualidad en la sala antes de que terminara la operación, y rompió el hechizo. De-
mofón ya no podía eludir la muerte. Deméter pidió que se le erigiera un templo, donde ella misma en-
señaría sus ritos. Una vez construido, la diosa se retiró a su interior, profundamente dolorida por no po-
der ver a Coré. Infructuosamente, Zeus envió emisarios para pedir a Deméter que regresara al Olimpo.
La diosa responde que no volverá jamás junto a los dioses y que no permitirá que salga la vegetación
hasta que vea de nuevo a su hija. Entonces Zeus tuvo que llegar a un acuerdo: si Coré no había toma-
do ningún alimento en el inframundo, tenía que ser devuelta a su madre, pero, si lo había tomado, debía
ser la esposa de Hades. Éste, con artimañas, logró introducir en la boca de Coré una pepita de granada,
pero esto fue suficiente para asegurarse el retorno anual de Coré durante varios meses junto a él. Una
vez recuperada su hija, Deméter accedió regresar al Olimpo y volvió a crecer la vegetación en la tierra.
Véase M. Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Cristiandad, vol. I, Madrid, 1978, pp.
307-310.
10
Deidades arcaicas que simbolizan las fuerzas benéficas de la naturaleza. Su actividad subterrá-
nea las subordinó a Hefesto, divinidad del fuego terrestre y las hizo pasar también por deidades infer-
nales.
tierra a los demonios que son el tormento de los humanos, y subía en persona, por
la noche, con su cortejo de perros infernales. Estaba preferentemente en las en-
crucijadas, junto a las tumbas, o en los parajes que había sido escenario de un cri-
men. Por eso solía encontrarse su imagen en los cruces de caminos, en forma de
columnas o estatuas que representaban a la diosa con tres rostros.
Las Erinias11, divinidades ctónicas, nacidas de las gotas de la sangre de Ura-
12
no , tienen la misión de castigar a los parricidas y perjuros. Parece ser que la re-
gión donde fueron veneradas primero era Arcadia, donde se adoraba a una De-
méter Erinis, su probable ascendiente. Tan pronto como en el ámbito familiar se
cometía un crimen —sobre todo cuando un hijo se manchaba con la sangre de sus
padres—, aparecían estas negras deidades de mirada torva, con grandes alas des-
plegadas y pies de bronce, con la cabellera erizada de serpientes y llevando en sus
manos antorchas y látigos y se sentaban en el umbral de la casa del asesino, quien
trataba en vano de escapar de sus garras. Ni en el Tártaro las Erinias desistían de
su labor justiciera.
Con mucha frecuencia el elemento mediante el cual la muerte ha penetrado en
el corazón del universo es la mujer13, o bien la propia parca es contemplada como
una imagen femenina; asimismo hay vírgenes que anuncian la muerte como en el
caso de las Sirenas, la Esfinge, Ártemis, Atenea y Pandora14. Esta idea, muy di-
fundida en distintos pueblos de la tierra, está ligada a la particular fisiología feme-
nina, que es interpretada como signo de que la mujer está en la frontera entre la
«naturaleza» y el reino de las sombras, «un mundo que existe siempre como
mundo de los muertos, como mundo antes de la vida y después de la muerte»:
«En toda el área indoeuropea la Diosa Madre está vinculada con la muerte y
con el mundo de los muertos. Entre los griegos, Hécate, divinidad del mundo
subterráneo o de los Infiernos, reina de los espectros y de las sombras, aparece
como una particular manifestación lunar de Ártemis, divinidad funesta y vengativa
[...] También Perséfone, la joven del mito de rapto que está en la base de los cultos
de Eleusis, es una figura de muerte, instrumento de comunicación, y de paso, con
el mundo de los infiernos. Siempre en Grecia, las Erinias, divinidades infernales,
son representadas en forma de serpientes, puesto que la serpiente simboliza los
11
El nombre de Euménides («las benévolas») —que sirve de título a una de las tragedias de Es-
quilo— se ha dado también, algunas veces, a las Erinias. El número de las Erinias se estableció en tres:
Tisífone, Mégera y Alecto. Los romanos identificaron a las Erinias con las Furias.
12
«Vino el poderoso Urano conduciendo la noche, se echó sobre la tierra ansioso de amor y se ex-
tendió por todas partes. El hijo, saliendo de su escondite, logró alcanzarlo con la mano izquierda, empuñó
con la derecha la prodigiosa hoz, enorme y de afilados dientes, y apresuradamente segó los genitales de
su padre y luego los arrojó a la ventura por detrás
No en vano escaparon aquéllos de su mano. Pues cuantas gotas de sangre salpicaron, todas las re-
cogió Gea. Y al completarse un año, dio a luz a las poderosas Erinias» (Teogonía, 180-185).
13
«En todas las culturas ha existido, además, una cierta tradición popular de carácter misógino que
aparece reflejada en refranes, canciones, fábulas o parodias locales. En este sentido la cultura griega no
constituye ninguna excepción a la regla y ofrece la misma gama de motivos dentro de este ámbito». F.J.
Gómez Espelosín, Introducción a la Grecia antigua, Alianza, Madrid, 2002, p. 209.
14
Véase Y. Bonnefoy (ed.), Diccionario de las mitologías y de las religiones de las sociedades tra-
dicionales y del mundo antiguo, Destino, vol. II, Barcelona, 1996, pp. 176-177.
espíritus de la muerte [...] La trinidad de las Moiras, que aparece por primera vez
en Hesíodo (Teogonía), dirige el destino del hombre estableciendo el momento de
la muerte. El concepto de Moira, como divinidad que teje el hijo de la vida y le pone
fin cortándolo, es común también a los romanos y a los germanos (entre los cuales
las Moiras aparecen con el nombre de Parcas y de Normas) [...] La conexión entre
la muerte y la mujer se hace patente también en el aspecto femenino de la imagen
de la muerte, que está presente en muchas áreas culturales [...] La feminidad de la
muerte está presente también en la frecuente conexión de la mujer con la Luna y
en la bipolaridad luz-tinieblas»15.
15
Enciclopedia de la filosofía Garzanti, Ediciones B, Barcelona, 1992, p. 688.
16
Era la región más profunda del Hades, en la que se encontraban los enemigos de las divinidades
y los grandes criminales. Allí podía encontrarse a los Cíclopes, los Titanes, los Alóadas y Salmoneo. En
Orestes (265) de Eurípides, Orestes teme que las Erinias le arrojen al Tártaro. Para Platón el Tártaro es
la morada de los condenados incurables. En el Gorgias (523b), afirma: «Existía en tiempos de Crono, y
aun ahora continúa entre los dioses, una ley acerca de los hombres según la cual el que ha pasado la
vida justa y piadosamente deber ir, después de muerto, a las Islas de los Bienaventurados y residir allí en
la mayor felicidad, libre de todo mal; pero el que ha sido injusto e impío debe ir a la cárcel de la expiación
y del castigo, que llaman Tártaro». Posteriormente, este lugar se identificó con los infiernos.
17
En la religión homérica no existe un infierno aterrador como tampoco una existencia plena y afor-
tunada en el mundo celeste. El Elíseo o las Islas de los Bienaventurados, son ámbitos reservados en
caso excepcionales para los favoritos de las deidades, como en el caso de Menelao, hermano de Aga-
menón: «Respecto a ti, Menelao, vástago de Zeus, no está determinado por los dioses que mueras en
Argos [...] sino que los inmortales te enviarán a la llanura Elisia [...] Porque tienes por esposa a Helena y
para ellos eres yerno de Zeus» (Odisea, IV, 560). La vida del ser humano es la corporeidad y su muerte
significa convertirse en una sombra que deambula sin dirección ni propósito y está privada de todo en-
tendimiento. Según H. Thielicke: «la irrepresentabilidad de la muerte se expresa en la religión homérica
en situar a los muertos entre dos luces, entre existencia y no existencia, en una situación que, en último
término, es incomprensible. La comunicación, que entre los griegos significa un elemento esencial de la
existencia humana, está interrumpida entre vivos y muertos. Sin embargo a los muertos no se les ha qui-
tado simplemente su ser; siguen existiendo con una existencia distinta que representa una ruptura de la
continuidad con la forma de existencia de los vivientes y, por esto sólo, se puede describir de una manera
«mitológica»: existen como sombras en el mundo del Hades». Vivir con la muerte, Herder, Barcelona,
1984, p. 87.
jos, allí donde se encuentra bajo tierra el más profundo abismo, allí donde las puer-
tas son de hierro y el umbral es de bronce, tan abajo del Hades cuanto el cielo ale-
jado se encuentra de la tierra» (Ilíada, VIII, 10-15); «las moradas mohosas y ho-
rrendas que hasta los mismos dioses aborrecen» (Ilíada, XX, 61). Y en Virgilio
(70-19 a.C.) leemos:
18
Océano, «que refluye en sí mismo» (Teogonía, 776); «río perfecto» (Teogonía, 242); «Una dé-
cima parte al punto queda apartada; nueve, haciéndolas girar en plateados remolinos por la tierra y los
anchos lomos del mar, las precipita en la salada superficie» (Teogonía, 790-791); aparece también como
un límite cósmico lindante con el Tártaro: «Delante, apartados de todos los dioses, viven los Titanes al
otro lado del tenebroso abismo. Después, los ilustres servidores del muy resonante Zeus habitan palacios
sobre las raíces del Océano» (Teogonía, 815); el primero de los grandes cursos de agua que separan a
los vivos de los muertos: «Les es difícil a los vivos contemplar esto, pues hay en medio grandes ríos y te-
rribles corrientes, y, antes que nada, Océano, al que no es posible atravesar a pie si no se tiene una fa-
bricada nave» (Odisea, XI, 156-159). Platón sitúa a Océano en un lugar destacado dentro de su sistema
de aguas subterráneas: «Hay muchas, grandes y variadas corrientes, pero entre esas muchas destacan
cuatro corrientes, de las que aquella con un curso mayor y más extenso que fluye en círculo es el lla-
mado Océano» (Fedón, 112e).
19
Los griegos situaron el Hades en un más allá que consideraban ya como subterráneo, ya como
el límite extremo de los mares, allí donde fluye el río Océano. La primera concepción surge en la Ilíada
(XX, 61): «y lanzó un grito, no fuera a ocurrir que Poseidón, el batidor del suelo, por encima la tierra le
por medio de cavernas profundas y tenebrosas. Asimismo se creía que ciertos ríos
conducían a las regiones infernales, como el Aqueronte («corriente de dolor»),
cuyo afluente es el Cocito («lamento»)20, el cual a su vez, recibe las aguas del Fle-
getonte («ardiente»), del Lete o Leteo («olvido»)21 y del Estige o Estigia («odia-
do»)22.
Los antiguos nos ofrecen una descripción bastante exhaustiva del aspecto
exterior del Hades. Sin embargo, la información sobre el interior es menos precisa.
En el instante del óbito el alma abandona el cuerpo y desciende a las moradas in-
fernales, conducida por el dios Hermes. Los griegos tenían la costumbre de poner
una moneda en la boca del pariente difunto para pagar a Caronte, el anciano y ho-
rrendo barquero, con el fin de que éste cruzara el alma al otro lado del Estigia:
«Horrendo el barquero que vela junto al río, Caronte, el viejo horriblemente es-
cuálido: tendida sobre el pecho se enmaraña la luenga barba gris; inmobles miran
hendiera y a la vista quedaran de los mortales y los inmortales las moradas mohosas y horrendas»; «Mas
tú ahora a la mansión de Hades te vas, bajo las grutas de la tierra» (Ilíada, XXII,482); «cuanto es apro-
piado que el muerto tenga cuando se dirige al oscuro poniente, descendiendo» (Ilíada, XXIII,50). Y la se-
gunda en la Odisea (X, 508): «y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las planas riberas y al
bosque de Perséfone —esbeltos álamos negros y estériles cañaverales—, amarra la nave allí mismo, so-
bre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades»; «Entonces llegó
nuestra nave a los confines de Océano» (Odisea, XI,13); «Traspusieron las corrientes de Océano y la
Roca Leúcade y atravesaron las puertas de Helios y el pueblo de los Sueños; y pronto llegaron a un pra-
do de asfódelo donde habitan las almas, imágenes de los difuntos» (Odisea, XXIV, 11).
20
El Cocito, que a su vez es un brazo de Estigia, se junta con un río de fuego, el Piriflegetonte, para
formar el Aqueronte (Odisea, X, 513-515); considerado como un río o una ciénaga que, en la tradición,
constituye propiamente la extensión de agua que deben atravesar las almas sobre la barca de Caronte:
«Destacan cuatro grandes corrientes, de las que aquella con un curso mayor y más extenso que fluye en
círculo es el llamado Océano. Enfrente de él y en sentido opuesto fluye el Aqueronte, que discurre a tra-
vés de otras y desérticas regiones y, discurriendo bajo tierra, hasta la laguna Aquerusíade, adonde van
a parar la mayoría de las almas de los difuntos [...] Un tercer río sale de en medio de éstos, y cerca de su
nacimiento desemboca en un terreno amplio que está ardiendo con fuego abundante, y forma una laguna
mayor que nuestro mar, hirviente de agua y barro. Desde allí avanza turbulento y cenagoso, y dando
vueltas a la tierra llega a otros lugares y a los confines del lago Aquerusíade, sin mezclarse con el agua
de éste. Y enroscándose varias veces a la tierra desemboca en la parte de más abajo del Tártaro. Éste
es el río que denominan Piriflegetonte [...] Y, a su vez, de enfrente de éste surge el cuarto río [...] el que
llaman Estigio, y Estigia llaman a la laguna que forma el río al desembocar allí. Tras haber afluido en ella
y haber cobrado tremendas energías en el agua, se sumerge bajo tierra y avanza dando vueltas en un
sentido opuesto al Piriflegetonte hasta penetrar en la laguna Aquerusíade por el lado contrario. Tampo-
co su agua se mezcla con ninguna, sino que avanza serpenteando y desemboca en el Tártaro enfrente
del Piriflegetonte. El nombre de este río es, según cuentan los poetas, Cocito [...] Una vez que los di-
funtos llegan a la región adonde a cada uno le conduce su daímon comienzan por ser juzgados» (Fedón,
113a-d).
21
Para Platón, el alma tiene que beber el agua del río Ameles, en la llanura del Leteo, para que se
borre el recuerdo del más allá antes de entrar en un nuevo cuerpo: «Llegada la tarde, acamparon a la ori-
lla del río de la Desatención, cuyas aguas ninguna vasija puede retenerlas. Todas las almas estaban obli-
gadas a beber una medida de agua, pero a algunas no las preservaba su sabiduría de beber más de la
medida, y así, tras beber, se olvidaban de todo. Luego se durmieron, y en medio de la noche hubo y true-
no y un terremoto, y bruscamente las almas fueron lanzadas desde allí —unas a un lado, otras a otro—
hacia arriba como estrellas fugaces, para su nacimiento» (República, X, 621 a-b).
22
Río de Arcadia, cerca de la ciudad de Nonacris (Historia, VI, 74), al tiempo que realidad primor-
dial, Estigia, la hija de Océano (Teogonía, 361), aparece en el plano cosmográfico como un brazo de
Océano (Teogonía, 789), constituyendo su décimo anillo. La diosa Tetis baña a su hijo Aquiles en el agua
de Estigia para hacerlo invulnerable.
sus ojos, dos centellas; desde el hombro cuelga de un nudo su andrajoso manto.
Largo varal empuña, y con la vela hábil maniobra al trasbordar los cuerpos en el
mohoso esquife. Ya es anciano, mas su vejez de dios garbea airosa» (Eneida, VI,
425-435). Después de atravesar el Estigia se llega a la puerta del Hades. En ella
está el Can cerbero, perro monstruoso de tres cabezas y de ladrido de bronce, pre-
parado para devorar a los intrusos vivientes o a las almas fugitivas: «El sanguina-
rio Cerbero, perro de broncíneo ladrido de Hades, de cincuenta cabezas, despia-
dado y feroz» (Teogonía, 310).
A su llegada, el alma comparecía ante un tribunal compuesto por Hades y tres
jueces23: Minos, Éaco y Radamantis. Según la sentencia que se le imponía, el alma
era conducida a las Praderas de Asfódelos, si no son virtuosas ni malas; arrojada
al Tártaro, si son malvadas; si son virtuosas eran conducidas a los Campos Elíse-
os, gobernados por Cronos. En la Eneida (VI, 915-930), Virgilio se refiere al Elíseo
como «a unos parajes apacibles llegan, los risueños vergeles que amenizan el
Bosque de la dicha, la morada de bienaventuranza y paz. Más amplio el éter aquí
los campos de una lumbre vista de purpúreo esplendor; aquí contemplan su propio
sol y sus estrellas propias. Atletas unos se ejercitan ágiles en palestras de grama,
ya jugando, ya en noble lucha en la rojiza arena. Otras la tierra pulsan en la danza
y cantan sus canciones. Las responde el tracio sacerdote de talares augustas ves-
tiduras con la lira de siete voces cónsonas, pulsada con los dedos o el plectro mar-
filino». Muy cerca están las Islas de los Bienaventurados, reservadas para aquellos
que han nacido tres veces y han alcanzado tres veces el Elíseo. Cualquier alma de
los Campos Elíseos puede reencarnar y regresar a la tierra tres veces. No obs-
tante, antes de marcharse, el alma debe beber el agua del Leteo: «Mas estas al-
mas que estás viendo, todas, completado ya el ciclo de mil años, llamadas por un
dios, van al Lete o Leteo en muchedumbre inmensa, porque puedan a la región te-
rrestre sin memoria volver un día, y el deseo cobren de tornar a los cuerpos»
(Eneida, VI, 1080-1085). Aquí el gran poeta latino adoptó un punto de vista pita-
górico en cuanto a la condición de los muertos.
En un tono satírico, Luciano de Samosata (125-192) relata su descenso al Ha-
des a consultar con el alma del adivino Tiresias y el regreso al mundo de los vivos
para referir todo lo que vio:
23
El primer testimonio de que disponemos, en cuanto a la creencia en un juicio de los muertos y su
traslado a las moradas infernales o a las paradisíacas según la sentencia, procede de Egipto.
24
En la Metamorfosis (IV, 445-640), Ovidio nos ofrece la siguiente narración: «La Saturnia Juno re-
suelve ir allí tras dejar su morada celestial (tanto concedía a sus odios y a su ira). Tan pronto como en-
tró y rechinó el umbral con la presión del sagrado cuerpo, Cérbero levantó sus tres bocas lanzando tres
ladridos al mismo tiempo. Juno llamó a las hermanas nacidas de la Noche, deidades duras e implacables.
Estaban sentadas ante las puertas de la cárcel cerradas con acero y en lugar de sus cabellos peinaban
negras serpientes. Tan pronto como la reconocieron entre las sombras oscuras, se levantaron las diosas.
Se llama la Morada Criminal. Titio ofrecía sus entrañas para que se las despedazasen tendido como es-
taba a lo largo de nueve yugadas; para ti, Tántalo, ningún agua se coge y huye el árbol que asoma a tu
cabeza; o buscas o empujas, Sísifo, la roca que ha de volver; Ixión da vueltas persiguiéndose y huyen-
do de sí mismo; y por atreverse a maquinar la muerte de sus primos las Bélidas buscan continuamente
el agua que han perdido».
25
Una interesante interpretación de este figura arquetípica se halla en El Mito de Sísifo de Albert
Camus: «Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una monta-
ña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con alguno fundamento que
no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
hijo de Eolo. Zeus ordenó a Hades que llevase a Sísifo al Tártaro y le castigase
eternamente por haber revelado los secretos divinos. Para escapar de Hades, Sí-
sifo lo encadenó, utilizando el engaño. La siguiente treta para evitar el Tártaro con-
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según
otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre
los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo,
alguna ligereza con los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Jú-
piter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a
informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la ben-
dición del agua a los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta
también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio
desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de las manos de su vencedor.
Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a
prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública.
Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo
de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver
el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del mar, ya no quiso volver
a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos
años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de
los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la
fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.
Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su
tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese
suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por
las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos
para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un
cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces
recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la
masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente hu-
mana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el
tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos ins-
tantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo
a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es
ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin
no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su des-
dicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde
poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.
Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en
efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? [...] Sísifo, pro-
letario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella
piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiem-
po su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría.
Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al
comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el lla-
mamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del
hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiada pesada para poder
sobrellevarla [...] Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo,
cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su
silencio se elevan las mis vocecillas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, in-
vitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol ni
sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice «sí» y su esfuerzo no terminará nun-
ca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que
juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el
hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie
sistió en incumplir la promesa hecha a Perséfone. Hubo que llamar a Hermes para
que condujese a Sísifo de vuelta por la fuerza a su destino final: el reino de Hades.
Y allí recibió un castigo ejemplar: fue obligado a hacer rodar una pesada roca has-
ta la cumbre de una montaña: «Y ví a Sísifo, que soportaba pesados dolores, lle-
vando una enorme piedra entre sus brazos. Hacía fuerza apoyándose con manos
y pies y empujaba la piedra hacia arriba, hacia la cumbre, pero cuando iba a tras-
poner la cresta, una poderosa fuerza le hacía volver una y otra vez y rodaba hacia
la llanura la desvergonzada piedra. Sin embargo, él la empujaba de nuevo con los
músculos en tensión y el sudor se deslizaba por sus miembros y el polvo caía de
su cabeza» (Odisea, XI, 590).
de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su me-
moria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es
humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca si-
gue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fi-
delidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este uni-
verso en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada frag-
mento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para
llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso». A. Ca-
mus, El mito de Sísifo, Alianza, Madrid, 1996, pp. 167-173.
26
El origen y la ascendencia de Tántalo no están claros: «Su madre era Pluto, hija de Cronos y
Rea, o, según dicen algunos, de Océano y Tetis; y su padre Zeus o Tmolo». R. Graves, Los mitos grie-
gos, Alianza, vol. 2, Madrid, 1985, pp. 27-28.
27
Véase Ovidio, Metamorfosis, 455; Píndaro, Olímpicas, I, 54-65; Luciano, Diálogo de los muertos,
7(17).
«Ixión, hijo de Flegias, el rey lapita, convino en casarse con Día, hija de De-
yoneo, le prometió ricos regalos de boda e invitó a Deyoneo a un banquete, pero
preparó delante del palacio una trampa con un gran fuego de carbón vegetal de-
bajo, y el confiado Deyoneo cayó en ella y se quemó.
Aunque los dioses menos importantes lo consideraron una acción nefanda y
se negaron a purificar a Ixión, Zeus, que obraba igualmente mal cuando se ena-
moraba, no sólo le purificó, sino que además lo llevó a comer en su mesa.
Ixión era desagradecido y se propuso seducir a Hera [...] Pero Zeus adivinó las
intenciones de Ixión y dio a una nube la forma de una falsa Hera con la que Ixión,
que había bebido demasiado para descubrir el engaño, satisfizo su deseo. Zeus le
sorprendió in fraganti y ordenó a Hermes que lo azotase sin piedad hasta que re-
pitiese las palabras: «Los benefactores merecen ser honrados», y luego lo ató a
una rueda ardiente que gira sin cesar por el firmamento»28.
28
R. Graves, Los mitos griegos, Alianza, vol. 1, Madrid, 1985, p. 257.
29
La narración más antigua sobre Prometeo se encuentra en la Teogonía (521-616) de Hesíodo.
Prometeo sabía que los mortales necesitarían del fuego para que se desarro-
llara la civilización, ya que la comida, la cerámica y la metalistería necesitan de él.
Así que Prometeo fue a ver a Atenea, la diosa de la sabiduría, para que, de ma-
nera ostensible, intercediera por él. Sin embargo, nunca llegó a hablar con ella. Se
introdujo en el palacio de los dioses por la puerta trasera y cuando llegó al carro del
sol, robó un poco de su fuego y lo ocultó en un tallo hueco de hinojo. Entonces vol-
vió y dio el fuego a la Humanidad, violando directamente la orden de Zeus.
Cuando Zeus descubrió el robo se puso furioso. Antes del hurto, sólo había
humanos varones, de modo que Zeus ordenó a Hefesto, el dios de la metalurgia y
artesano de los dioses, que hiciera una mujer humana de barro. Modeló, pues, una
bella mujer y Afrodita la dotó de más belleza y encanto. Atenea le dio las habilida-
des para cocinar, tejer e hilar y otros dioses y diosas le otorgaron aún más dones.
De esta forma, fue llamada Pandora, que significa «bien dotada».
La intención de Zeus era dar a Pandora a Prometeo como «regalo». Como un
presente adicional, los dioses le dieron a ella una caja de barro sellada. Prometeo
advirtió a su hermano Epimeteo que no aceptara los regalos, pero Epimeteo ni hizo
caso. Zeus castigó a Prometeo por avisarle a su hermano haciéndolo encadenar a
una roca en el Caúcaso, donde un buitre lo atacaba constantemente causándole
heridas en el hígado»30.
TRANSMIGRACIÓN E INMORTALIDAD
30
J.F. Bierlein, El espejo eterno. Mitos paralelos en la historia del hombre, Oberón, Madrid, 2001,
pp. 129-130.
31
Palabra derivada del griego, que significa: «paso del alma de un cuerpo a otro»; esta idea se ex-
presa también con otros términos como «metensomatosis», «palingenesia», «transmigración», «reen-
carnación», «metangismosis» o «renacimiento»: «o bien de manera que se afirma la inmediata reen-
carnación humana (Platón, antroposofía), o bien de modo que el destino óntico del alma como parte
inmortal del hombre incluye diversos estados intermedios entre distintas encarnaciones (órficos, mito
platónico, budismo, etc.), pudiendo producirse tales estados intermedios bajo forma de encarnaciones en
otros seres vivos o inteligencias (quizá Orígenes, neopitagóricos, budistas e hinduistas). Además el pro-
ceso de palingenesia se piensa como ilimitado en dirección al pasado y (o) al futuro (pitagóricos, algunos
gnósticos, hinduismo, budismo), o como caminando a una conclusión definitiva (doctrina cristiana de la
apocatástasis, Zoroastro, antroposofía)». VV.AA., Conceptos fundamentales de filosofía, Herder, Bar-
celona, 1978, p. 591.
32
Corriente místico-religiosa difundida en Grecia a partir del siglo VI a.C. fundada por Orfeo. Véase
E. Rohde, Psique (el culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos), Ágora, Mála-
ga, 1995, pp. 479-500.
33
M. Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Cristiandad, vol. II, Madrid, 1979, p.
188.
34
La semejanza entre la teoría de la transmigración hindú y budista y la de los órfico-pitagóricos es
tan estrecha que es bastante improbable que sea casual: «Las dos ubicaciones de dicha creencia son
geográficamente remotas, y alrededor del 500 a.C. los medios de comunicación entre ambas eran es-
casos. Acaso uno de los conductores haya sido el Primer Imperio Persa, pues, hacia esta fecha, ese im-
perio incluía tanto la franja occidental del subcontinente indio como la franja oriental del mundo griego
contemporáneo, incluida la isla de Samos, cuna y hogar de Pitágoras antes de su migración a la ciudad-
estado Crotona, en las colonias griegas del sur de Italia. El gobierno imperial persa tomó, en sus inicios,
algunas medidas para mejorar el sistema de comunicaciones. Construyó carreteras de troncos cada tan-
to equipadas con caballos de refresco, y abrió canales de agua que comunicaban el Indo y sus tributarios
con el Bajo Nilo, vía el océano Índico y el Mar Rojo.
De todos modos, quizá sea lo más probable que la doctrina de la reencarnación haya llegado tanto
sudoeste de Europa cuanto a la India a través de una Völkerwanderung de pastores nómadas que, en los
siglos VIII y VII a.C. irrumpieron desde la estepa de Eurasia en la cuenca del Indo, dirigiéndose al sudes-
te, y desde Tracia, dirigiéndose hacia el sudoeste [...] El historiador griego Herodoto, en el siglo V a.C.,
nos refiere que Aristeas —ciudadano de la ciudad-estado colonial proconeso, en la costa asiática del Mar
de Mármara, que había visitado la estepa de Eurasia y había escrito un poema sobre sus habitantes nó-
mades— desapareció y reapareció dos veces y que, mucho después de sus segunda desaparición, re-
apareció no en su ciudad natal, sino en otra distante ciudad-estado de las colonias griegas, Metaponto,
en la costa del Sudeste de Italia. Herodoto refiere además la historia de Zalmoxis, espíritu honrado por
los getas, pueblo nómade de Eurasia [...] De acuerdo con esta historia, Zalmoxis, originalmente había
sido un esclavo humano y un discípulo de Pitágoras en Samos, y después se las había compuesto para
que la gente de su tribu, los getas, creyeran que él había muerto y resucitado a los cuatro años». A.J.
Toynbee, «El interés del hombre en la vida después de la muerte», en VV.AA., La vida después de la
muerte, EDHASA, Barcelona, 1985, pp. 32-33.
35
K. Prümm, «La religión de los griegos», en F. König, Cristo y las religiones de la tierra, Biblioteca
de Autores Cristianos, vol. II, Madrid, 1960, p. 119.
que éste cuenta que Pitágoras: «hallándose presente cierta vez que a un perrito
castigaban, se refiere que dijo: «Cesa de apalearlo, que es el alma de un amigo; en
el eco lo conozco»»36. Por su parte, Heráclides Póntico (s. IV a.C.), discípulo de
Platón, afirma que Pitágoras decía de sí mismo que «»en otro tiempo había sido
Etálides [...] después Euforbo, luego Hermótimo y en seguida Pirro». Y finalmente,
que después de muerto Pirro vino a ser Pitágoras, y se acordaba de todo cuanto
hemos mencionado»37. Según J. Crehan:
«Tales teorías suponen una separación del cuerpo y del alma en el instante de
morir, separación a la que alude el famoso monumento a los atenienses caídos en
Potidea en el 432 a.C.: «El éter acogió las almas, la tierra, los cuerpos de quienes
cayeron ante las puertas de Potidea». La frase «el cuerpo es el manto del alma»
constituía, al parecer, un principio de la escuela pitagórica, y por esa razón a
Perséfone se la representaba afanándose ante el telar, tejiendo nuevos cuerpos
para las viejas almas. Hay Lamellae de oro (de Petelia, Farsalia y Creta) que dan
indicaciones al alma para cuando ésta abandone el cuerpo: «Hallarás un arroyo a
la izquierda, en el Hades, y junto a él un criprés blanco...» Se le indicaba al alma
que pidiera el agua de la rememoración de dicho arroyo, que presumiblemente le
garantizaría la evocación de su vida anterior en su próxima existencia»38.
36
D. Laercio, Vidas de filósofos ilustres, Iberia, Barcelona, 2000, p. 306.
37
Ibíd., p. 316.
38
J. Crehan, «Las sociedades del Cercano Oriente», en VV.AA., ob.cit., p. 127.
39
C. García Gual (ed.), Antología de la poesía lírica griega (siglos VII-IV A.C.), Alianza, Madrid,
2001, pp. 66-67.
40
En su introducción a Olímpicas de Píndaro, M. Fernández-Galiano se refiere a la transmigración
así: «Se trata de la creencia en sucesivas reencarnaciones y purificaciones de las almas basadas
siempre en el premio del bien y castigo del mal. La idea no resulta del todo clara por la oscuridad deli-
berada en que encubre el poeta su pensamiento y por falta del contexto correspondiente a los fragmentos
citados, pero parece que es la siguiente: El alma inmortal, de origen divino, lleva consigo una «antigua
culpa», una especie de pecado original, para expirar el cual tiene que permanecer encadenada al cuer-
po mortal del hombre. Al morir, éste es juzgado en el Hades: si su conducta ha sido irreprochable y, por
tanto, es absuelto, pasa a una existencia sin pena ni gloria, una especie de limbo, mientras los malos (por
ejemplo, Tántalo) son condenados a una pena [...] Aunque no lo dice, da a entender el poeta que todos
ellos, buenos y malos, vuelven a la vida después de un determinado espacio de tiempo; sin embargo, se
desentiende de la suerte de los impíos [...] Respecto a los piadosos, entre los que se cuenta Terón, se
van purificando de la antigua culpa mediante estancias alternativas expiatorias en la tierra —en distintos
cuerpos— y el Hades —en el limbo de que hemos hablado— hasta completar tres vidas terrenas con sus
correspondientes tres periodos de purificación en el otro mundo». Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, Madrid, 1956, p. 132.
en boca de Er, un guerrero que consiguió volver del reino de los muertos y contar
sus experiencias, lo siguiente:
«Tal —decía— era aquel interesante espectáculo en que las almas, una por
una, escogían sus vidas; el cual, al mismo tiempo, resultaba lastimoso, ridículo y
extraño, porque la mayor parte de las veces se hacía la elección según aquello a lo
que se estaba habituado en la vida anterior. Y dijo que había visto allí cómo el alma
que en un tiempo había sido de Orfeo elegía vida de cisne [...] había visto también
al alma de Támiras, que escogía vida de ruiseñor [...] El alma a quien había toca-
do el lote veinteno había elegido vida de león, y era la de Ayante Telamonio, que
rehusaba volver a ser hombre, acordándose del juicio de las almas. La siguiente
era la de Agamenón, la cual, odiando también, a causa de sus padecimientos, al li-
naje humano, había tomado en el cambio una vida de águila [...] Después de
ésta vio el alma de Epeo, hijo de Panopeo, que trocó su condición por la de una
mujer laboriosa; y, ya entre las últimas, a la del ridículo Tersites, que revistió forma
de mono [...] De igual manera se hacía transformaciones de los animales en hom-
bres o en otros animales: los animales injustos se cambiaban en fieras; los justos,
en animales mansos, y se daban también mezclas de toda clase» (República, X,
620a-620d).
mandaban a los justos que fueran subiendo a través del cielo, por el camino de la
derecha, tras haberles colgado por delante un rótulo con lo juzgado; y a los injus-
tos les ordenaba ir hacia abajo por el camino de la izquierda, llevando también, és-
tos detrás, la señal de todo lo que habían hecho» (República, 614c y d). Sin em-
bargo, Er no fue juzgado. Los jueces le dijeron que debía regresar para informar a
los hombres acerca de cómo era el mundo de ultratumba y le invitaron a que es-
cuchara y viera lo que acontecía en aquel lugar: «y así vio cómo, por una de las
aberturas del cielo y otra de la tierra, se marchaban las almas después de juzga-
das; y cómo, por una de las otras dos, salían de la tierra llenas de suciedad y de
polvo [...] y se hacían mutuamente sus relatos, las unas entre gemidos y llantos, re-
cordando cuántas y cuán grandes cosas habían pasado y visto en su viaje subte-
rráneo, que había durado mil años; y las que venían del cielo hablaban de su bie-
naventuranza y de visiones de indescriptible hermosura» (República, 614d-615a).
Tras tener estas visiones, Er fue devuelto a la tierra, pero dijo que no sabía cómo
había regresado al cuerpo físico: «Y, una vez que se habían acostado y eran las
horas de la medianoche, se produjo un trueno y temblor de tierra y al punto cada
uno era elevado por un sitio distinto para su nacimiento, deslizándose todos a ma-
nera de estrellas. A él, sin embargo, le habían impedido que bebiera del agua, pero
por qué vía y de qué modo había llegado a su cuerpo no lo sabía, sino que de
pronto, levantando la vista, se había visto al amanecer yaciente en la pira» (Re-
pública, 221b).
Plutarco de Queronea (c. 50-125) es el autor de un relato basado en la expe-
riencia en el umbral de la muerte de un tal Arideo41 de Solos que, al caerse de una
gran altura, se golpeó el cuello y aparentemente murió, recuperando la vida tres
días después. En efecto, según el relato de Plutarco, el alma de Arideo abandona
su cuerpo a causa de la conmoción producida por una caída, sufriendo una trans-
formación súbita y abrupta, parecida a la que sentiría un timonel «al verse lanzado
del barco al abismo del mar» (De la tardanza de la divinidad en castigar, 563e).
Después del choque inicial, el alma recobra la vista y el oído, disfrutando de su li-
bertad y «su ser entero respiraba» (ibíd.). «Abriéndose su alma como un solo
ojo. No veía nada de lo anterior [...] y se movía fácil y rápidamente en todas las di-
recciones» (De la tardanza de la divinidad en castigar, 563f). Esto le permitía
contemplar el espectáculo de las almas de los muertos; como pompas de fuego
que al explotar se convierten en formas humanas: «Unas saltaban con ligereza
asombrosa y subían en línea recta, otras giraban en círculo [...] se movían en una
41
El nombre de Arideo es una variante de Ardieo el Grande, tirano, asesino de su padre y de su
hermano mayor y numerosas tropelías, referido en uno de los Diálogos platónicos. Preso en el Erebo, re-
cibía constantes y terribles castigos: «apaleándolos violentamente, los arrastraron al costado del camino
y los desgarraron sobre las espinas» (República X, 616 a). Del mismo modo que Ardieo, Arideo es de-
rrochador y desvergonzado. El oráculo de Anfíloco, en Cilicia, predice que será mucho más feliz después
de la muerte. Pero Arideo volvió a la vida. Según Plutarco: «Al caerse de una altura sobre el cuello, apa-
rentemente murió, aunque no de heridas sino sólo por el golpe. Al tercer día ya en los mismos funerales
revivió. Recuperando rápidamente sus fuerzas y sus sentidos dio un cambio increíble a su vida. En efec-
to, los cilicios no conocieron por ese tiempo a otro más justo en sus tratos ni más piadoso con los dioses,
ni tampoco más duro con los enemigos y firme con los amigos» (De la tardanza de la divinidad en cas-
tigar 563d).
42
Véase I.P. Couliano, Más allá de este mundo, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 156-159.
de sí ni cede hacia arriba, sino que tira hacia abajo atada al cuerpo» (De la tar-
danza de la divinidad en castigar, 566d).
En un sexto episodio se describen los castigos que reciben familiares, amigos
y compañeros por parte de sus verdugos. Tespesio contempla a su propio padre
sufriendo torturas: «se encontró con que amigos, familiares y compañeros recibían
los castigos [...] Por último, vio cómo su propio padre, lleno de estigmas y llagas,
subía desde un foso tendiéndole los brazos» (De la tardanza de la divinidad en
castigar, 566e).
El séptimo y último momento conduce a Tespesio al lugar en el que las almas
adoptan el tipo de cuerpos adecuados para regresar a la tierra: «Vio por último que
las almas volvían a un segundo nacimiento, al ser forjadas violentamente en ani-
males de toda índole y moldeadas por los artesanos encargados de ello» (De la
tardanza de la divinidad en castigar, 567e). En un principio, el alma de Nerón es-
taba destinada a animar el cuerpo de una víbora nicándrica, pero una voz ordenó
transformarla en otro animal menos agresivo: «Cuando la habían configurado ya
los artesanos como una víbora nicándrica, en la cual iba a vivir devorando a su ma-
dre, brilló de pronto una gran luz y de ella salió una voz que ordenaba transfor-
marla en otra especie más pacífica» (De la tardanza de la divinidad en castigar,
567f). En ese momento, como succionada por un aire intenso, el alma de Tespesio
regresó a su cuerpo, impidiendo que el entierro siguiera adelante: «arrastrado re-
pentinamente, como a través de un sifón, por un aire muy fuerte y violento, cayó en
su cuerpo y abrió los ojos al pie de su misma tumba» (De la tardanza de la divini-
dad en castigar, 568a).
Ovidio, en su Metamorfosis (XV, 165-168), se refiere claramente a la transmi-
gración: «El espíritu va errante y pasa de allí para acá y de aquí para allá ocu-
pando cualesquiera miembros, y de los animales se traslada a los cuerpos huma-
nos y a los animales el que era nuestro, y no perece».
Antes del final del paganismo romano, Salistio (c. II a.C.) compuso un tratado
titulado Acerca de los dioses, en el que defendía la transmigración de las almas:
«»Si la transmigración tiene lugar en un ser racional, el alma se convierte en el
alma de ese cuerpo; si tiene lugar en una criatura irracional, el alma lo acompaña
desde fuera, como lo hacen con nosotros nuestros espíritus custodios. Un alma ra-
cional jamás podría habitar una criatura irracional». Como prueba del hecho, toma
como ejemplo el nacimiento de niños con enfermedades congénitas. Además, si el
número de almas no fuese limitado, Dios debería hacer otras nuevas continua-
mente, o bien debería haber un número ilimitado desde el principio, lo que a Sa-
listio le parece absurdo. Se respaldaba en el argumento de que Dios, siendo per-
fecto, debía haber hecho un mundo perfecto y era impensable que le hiciera
constante añadidos, aunque esto es prejuzgar en cuanto a la potestad divina.
Que haya un mundo ilimitado de almas en un mundo limitado no implica una con-
tradicción, si por «ilimitado» uno entiende meramente un número que los hombres
son incapaces de estimar»43.
43
J. Crehan, «Las sociedades del Cercano Oriente», en VV.AA., ob.cit., p. 134.
Los griegos creían que la inmortalidad era una cualidad ante todo de las divi-
nidades y por eso los llamaban los Inmortales. Por su parte, Platón trata de de-
mostrar que la inmortalidad es una prerrogativa del alma humana: «Porque todo
cuerpo, al que le viene de fuera el movimiento, es inanimado; mientras que al que
le viene de dentro, desde sí mismo y para sí mismo, es animado. Si esto es así, y
si lo que se mueve a sí mismo no es otra cosa que el alma, necesariamente el
alma tendría que ser ingénita e inmortal» (Fedro 245e-246a). Para el gran filósofo
griego, la muerte afecta exclusivamente al cuerpo: «Al sobrevivirle entonces al ser
humano la muerte, según parece, lo mortal en él muere, pero lo inmortal se va y se
aleja, salvo e indestructible, cediendo el lugar a la muerte» (Fedón, 106e).
En el Fedro, Platón expone una doctrina completa sobre el ser humano, en la
que puede observarse el influjo de la doctrina órfica. El filósofo griego expone su
idea de una situación primordial en la que las almas, divinas e inmortales por na-
turaleza, no están preparadas para salvaguardar su elevación original, y se van
desplomando hasta hallar una morada sólida (los cuerpos materiales) en que pa-
rarse. Fruto de ello es la transmigración tanto en cuerpos animales como humanos,
con lo que las almas pierden su pureza. El filósofo es la persona que conoce
todo lo relativo a este asunto y los medios para liberar su alma y devolverla a su
estado original.
En De Republica Cicerón argumentó, contra los epicúreos, que el alma era in-
mortal, acudiendo a elementos pitagóricos y platónicos. Cicerón culminó su obra
con el Sueño de Escipión en el que se afirma: «Esfuérzate, y ten por cierto que
sólo es mortal este cuerpo que tienes, y que no eres tú el que muestra esta forma
visible, sino que cada uno es lo que es su mente y no la figura que puede seña-
larse con el dedo. Has de saber que eres un ser divino, puesto que es dios el que
existe, piensa, recuerda, actúa providencialmente, el que rige, gobierna y mueve
ese cuerpo que de él depende, lo mismo que el dios principal lo hace con este
mundo, y del mismo modo que aquel mismo dios eterno mueve un mundo que es,
en parte, mortal, así también el alma sempiterna mueve un cuerpo caduco»
(VI,24). Es posible que Cicerón tomara aquí de Poseidonio, la doctrina de la trans-
migración de las almas, que se van encarnando en diferentes cuerpos mortales,
siendo ellas mismas de naturaleza divina.
El intento de frenar el envejecimiento y conseguir la eterna juventud, rescatar
de las fauces de la muerte a un ser querido o conseguir la inmortalidad son los te-
mas centrales de diversas historias, narraciones míticas y épicas de la antigua Gre-
cia: Hércules busca las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, pero fracasa
en su intento de conseguir la inmortalidad. Aquiles44 lo recuerda y acepta quedar-
se sólo con la gloria: «Ni tan siquiera Heracles de coraje valeroso, él que, preci-
44
Aquiles, héroe de varias epopeyas, es quizá el personaje más estudiado de la Ilíada, poema épi-
co griego atribuido a Homero. Prototipo de la belleza gimnástica, hijo de Peleo, rey de los mirmidones, y
de la nereida (ninfa de los mares interiores) Tetis, fue sumergido por su madre en la laguna Estigia, ya
que así se convertiría en inmortal; para hacerlo, le sujetó por el talón, que no se mojó y, por ello, era su
único punto mortal. En la guerra de Troya, una flecha del héroe troyano Paris le hirió precisamente en el
talón, causándole la muerte.
samente, queridísimo era para Zeus [...] pero ahora ojalá yo conquistara valioso re-
nombre» (Ilíada, XVIII, 115-121). Para Platón, la fama de la persona es una forma
de inmortalidad al pervivir en el recuerdo de los vivos (Menexeno, 248c; Leyes,
927c).
Orfeo, mítico cantor tracio, hijo de Eagro, rey de Tracia y de la musa Calíope
(o, según otras versiones, hijo de Apolo y de la musa Clío), era un músico y un po-
eta de gran talento, cuyo canto producía efectos extraordinarios. Quizá el más co-
nocido de los episodios de su mito es el de su descenso a la morada de los
muertos45 para rescatar de las fauces de la muerte a Eurídice. Supo conquistar de
tal modo a las deidades infernales, que éstas le permitieron llevarse a su esposa
con la única condición de que no volviera la cabeza para mirarla durante su re-
greso. Faltaba muy poco para llegar a las puertas del reino de los muertos, cuan-
do Orfeo, cediendo a su amor y olvidando la condición fatal, se volvió a mirar a su
esposa. Instantáneamente ésta fue tragada por las sombras y desapareció para
siempre: «Vencido por su pasión, se volvió y la miró. Perdióse entonces el fruto de
todas sus penas, quedó roto el pacto con el tirano cruel, y por tres veces dejóse oír
un gran clamor en los lagos del Averno [...] He aquí que por segunda vez, se apo-
deran de mí los crueles destinos, y el sueño de la muerte cierra mis ojos apagados.
Adiós, pues. ¡Me veo elevada por una oscura noche que me rodea, mientras tien-
do hacia ti mis débiles manos, y me dispongo a no ser ya más tuya! [...] como el
humo que se disipa en el aire impalpable, se alejó de sus ojos, desapareciendo. En
vano quiso Orfeo asir lo que era una sombra» (Geórgicas, IV, 490-495).
Cicerón describe de este modo las antiguas creencias latinas46: «en aquellos
latinos, a los que Ennio llama casci, se hallaba enraizada la creencia de que en la
muerte persistía la sensibilidad y de que, al abandonar la vida, el hombre no se
destruía hasta el punto de perecer por completo» (Disputaciones Tusculanas, I,
12,27). En términos similares se expresa Tácito en el capítulo 46 de su Vida de
Agrícola: «Si hay un lugar para los mânes de los hombres justos; si, como sostie-
nen los filósofos, las grandes almas no se extinguen con el cuerpo, descansa en
paz». En Elegía, IV,7, el poeta latino Propercio (s. I d.C.), que redactó sus poemas
bajo el impulso de una pertinaz obsesión por la muerte, afirma que los Manes, exis-
ten y que la muerte no es el final de todo: «La muerte no es el fin de todo, y una
pálida sombra venció y escapó de la pira». Asimismo describe la visión que tuvo de
Cynthia, su amada muerta: «Sus cabellos y sus ojos eran los mismos que cuando
45
El mito de Orfeo, y sobre todo su breve estancia en las moradas infernales, fue el origen de la te-
ología órfica, de carácter esotérico y mistérico, que giraba en torno a la espiritualidad y a la liberación del
alma y que presentaba importantes matices filosóficos. Véase E. Rohde, ob.cit., pp. 479-500.
46
«Faltaba a los romanos la creencia en la inmortalidad personal. Sabemos que Cicerón, aunque
gracias a sus estudios pudo llegar a adquirir este convencimiento, albergaba sus dudas sobre este pun-
to. En opinión de Horacio, la supervivencia sería deparada a los labios de aquellos que recitaran sus po-
esías —non omnis moriar—, en tanto que el cuadro que del mundo futuro traza Virgilio en el libro sexto
está lleno de dudas. Según Lucrecio, cuando el hombre corriente pensaba en la vida futura, veía ante sí
un estado de padecimientos y miserias lleno de horrores; ésta puede haber sido la concepción habitual».
T. Corbishley, «La religión de los romanos», en F. König, Cristo y las religiones de la tierra, Biblioteca de
Autores Cristianos, vol. II, Madrid, 1960, p. 152.
fue depositada sobre la tumba: sus ropas estaban chamuscados por un lado, y el
fuego había roído el berilio familiar de sus dedos, y el agua del Leteo había seca-
do sus labios».
En la Eneida (6,735-751), Virgilio adoptó un punto de vista pitagórico en cuan-
to a la condición de los muertos. El alma, al morir, ascendía a través del aire, lue-
go atravesaba las aguas que hay sobre el aire, y al fin recorría la atmósfera que
está directamente expuesta a los rayos del sol. Este viaje implicaba una purifica-
ción del alma mediante el aire, el agua y la radiación solar, de modo que estuviera
totalmente limpia al acceder al Elíseo. Aquí podía quedarse o bien ser conducida al
río Leteo para afrontar una nueva existencia en la tierra. La filosofía estoica había
introducido esta noción de un ritmo cíclico en la vida del mundo; los más perversos
regresaban del ciclo para padecer un castigo eterno, otros alcanzaban el eterno jú-
bilo, pero la gran mayoría de los hombres atravesaba un proceso de vida, muerte,
purificación y resurrección, en tanto que el mundo material era renovado cada mil
años. Los epicúreos, por contraste, negaban la inmortalidad.