La Naturaleza de La Innovación, Fernando Flores

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CAPÍTULO 2

LA NATURALEZA DE LA INNOVACIÓN
Fernando Flores.

 
“​
La historia de la medicina está llena de ejemplos de cura 
obtenidas años, décadas e incluso siglos antes de que se 
entienda el mecanismo que explica su acción curativa” 
Sidney Farber  
 
Comúnmente nos parece que palabras como innovación, calidad, excelencia y
otras describen cualidades, realidades del mundo. Sin embargo, al analizarlas con más
detención nos damos cuenta de que tienen su origen en juicios de valor. La calidad
refiere a algo sin defecto, la excelencia a aquello que se ha hecho
extraordinariamente bien y la innovación a lo nuevo que emerge y que reconocemos
como valioso.

¿Pero por qué hablamos hoy de innovación y no lo hacíamos antes, si lo nuevo y


valioso siempre ha emergido a lo largo de nuestra historia? Probablemente porque en
la era de cambio acelerado que vivimos nuestras normas, productos, convenciones y
organizaciones son desplazadas o requieren ser remozadas a un ritmo jamás visto. El
mundo en el que vivimos hoy nos impulsa permanentemente a buscar lo nuevo y la
innovación, entonces, se ha transformado en la forma en que instituciones,
comunidades o empresas responden a las transformaciones.

En muchas de las conversaciones en las que nos vemos envueltos


cotidianamente se tiende a homologar la innovación con el uso ingenioso de la ciencia
y la tecnología, como si la ecuación de la innovación fuera Ciencia + Tecnología +
Creatividad. Sin embargo, la fórmula tambalea a poco andar. En primer lugar, porque
sabemos que muchas innovaciones surgieron como prácticas antes de que la ciencia
las explicará (la elaboración de la cerveza o la máquina a vapor, son sólo dos ejemplos)
y que no toda la investigación científica deviene de manera lineal en innovaciones. Y
en segundo término, porque vemos que nos resulta imposible someter la creatividad
a un método o un procedimiento; y más aún, que cuando nos vemos tentados a
ponerla en el centro del fenómeno innovador, hay algo que comenzamos a perder de
vista.

Cuando pensamos en las innovaciones como productos, naturalmente


asumimos que existe un instante preciso para ellas, que tienen que surgir “a tiempo”
para no dejar que la “ventana de oportunidad” se desvanezca. Sin embargo, hay otro
tiempo más importante aún: el tiempo histórico, el momento y el espacio históricos en
el que las innovaciones ocurren. Porque lo nuevo sólo puede surgir a partir de un
mundo que ya existe, y sólo cuando contamos con la capacidad de producirlo y los
contextos sociales de demanda son los adecuados.

1. LA EMERGENCIA DE NUEVOS MUNDOS


 
Pensamos que el surgimiento de lo nuevo como un fenómeno eminentemente
histórico es fundamental para entender mejor la innovación. El diálogo que
presentamos a continuación –que recrea la conversación entre un profesor y un
estudiante– nos puede ayudar a capturar mejor esta noción
 
¿Sabías tú que uno de los descubrimientos fundamentales para la medicina
moderna tiene su origen en los problemas de un productor francés de alcohol de
mediados del siglo XIX?

– ¿Cómo?

– Un fabricante de alcohol de Lille enfrentaba una seria desgracia: a menudo su


producción se agriaba de manera inexplicable, amenazando con llevarlo a la ruina.
Angustiado, recurrió a un profesor de la universidad local llamado Louis Pasteur,
quien visitó las instalaciones y observó cuidadosamente las cubas donde se
procesaba el caldo de remolacha. En algunas percibió el aroma normal de la
fermentación, pero en otras notó un fuerte olor a leche agria, acompañado de una
fina capa de “suciedad” que recubría la superficie. Lo extraño era que en el lugar
no había siquiera una pizca de leche. Intrigado, decidió llevar muestras a su
laboratorio.

– ¿Y qué sabía Pasteur sobre producir alcohol?

– En realidad, nada específico. Había estudiado química en la Escuela Normal


Superior de París y tenía a su disposición un laboratorio equipado para el estudio
de cristales. El hecho es que tuvo la ocurrencia de poner al microscopio las
muestras líquidas y encontró en las que eran agrias, además de las células de
levadura que acompañan a la fermentación, unos animalillos microscópicos
alargados que le eran desconocidos y que lo sorprendieron.

– ¡Qué genialidad!
-- Más que una genialidad, lo que hizo fue seguir las pautas de trabajo propias de
su laboratorio y sus prácticas de químico.

– Pero si usaba habitualmente el microscopio, sabía que iba a encontrar


microorganismos.

– En ese tiempo ni siquiera se les tenía un nombre. Habían sido descubiertos hacía
doscientos años por el inventor del microscopio, sin embargo, nadie sabía bien
qué hacer con ellos. Por eso, lo notable fue que Pasteur sospechara que estos
bichos pudieran ser los que producían ese olor a leche agria. ¡Que fueran agentes
químicos! Fue un verdadero fulgor que abrió un nuevo horizonte de posibilidades
ante sus ojos.

– Lo que más me llama la atención es que durante 200 años, existiendo ya el


microscopio, nadie hubiera tomado en serio a los microorganismos.

– Efectivamente llama la atención, aunque no tanto si recordamos que la química


había dado sus primeros pasos recién a fines del siglo XVIII con Lavoisier. Nadie
había propuesto hasta entonces que unos seres microscópicos pudieran producir
efectos químicos. Esa interpretación de Pasteur sólo podía darse en ese nuevo
mundo emergente de las ciencias –con profesores, laboratorios equipados con
microscopios, con un nuevo método para indagar los fenómenos naturales– y en
medio de las preocupaciones propias de mediados del siglo XIX.

– ¡Estaba cambiando el mundo!

– E iba a cambiar muchísimo más. Porque puesto a verificar su hipótesis, Pasteur


pudo comprobar, mediante experimentos todavía elementales, que estaba en lo
cierto: los pequeños bichos –que ya comenzaban a recibir el nombre de bacterias–
se alimentaban de algún componente del jugo de remolacha y producían ácido
láctico, que era el que alteraba el sabor del alcohol. Las noticias se expandieron
por la comunidad de científicos europeos y el fulgor de nuevos horizontes se
expande con velocidad.
– ¿A eso se refería con que esta historia tenía que ver con la medicina?

– Claro. Porque al cabo de muy pocos años, y no pocas discusiones, esos


organismos pasaron de ser simples curiosidades a convertirse en agentes químicos.
Y eso dio paso, luego, a que pudieran ser considerados agentes infecciosos. Piensa
que en ese tiempo no se hablaba siquiera de infecciones, sino de pestes y plagas
que se transmitían de ‘alguna manera’, nadie sabía cómo. Eso no quiere decir que
las personas fueran descuidadas o completamente inconscientes. De hecho,
existían normas higiénicas y prácticas, como la cuarentena, que salvaban vidas,
pero de manera limitada y contingente. Y había un movimiento muy importante
en esos años, los llamados higienistas, que rescataban antiguas tradiciones de
aseo y limpieza y promovían nuevas prácticas… Incluso hubo quienes, antes de
Pasteur, había pensado que quizás esos bichos podían tener ‘algo que ver’ con las
enfermedades, pero el pensamiento dominante era que eran simples rarezas y que
surgían espontáneamente en la podredumbre.

-- En medio de esas certezas dominantes debe haber sido muy difícil creerle a
Pasteur.

– No te quepa duda. Hubo científicos que criticaban duramente las primeras


pruebas de Pasteur con el alcohol de remolacha. Recuerda que él tenía un
laboratorio equipado para trabajar con cristales, no con microorganismos. Así que
tuvo que inventar nuevos instrumentos y técnicas de laboratorio para
“domesticarlos” antes de avanzar más allá.

– Estaba dando inicio, entonces, a lo que hoy conocemos como microbiología.

– Claro. Aunque ese nombre llegó mucho después. Lo que sí ocurrió en ese
momento fue que las noticias de lo que Pasteur estaba consiguiendo se
extendieron entre sus colaboradores y en el mundo científico de la época. Tras
años de trabajo en su laboratorio, consiguió desentrañar el origen bacteriano de
una enfermedad del gusano de seda que amenazaba con destruir esa importante
industria francesa. En seguida, enunció formalmente la teoría microbiana de las
enfermedades infecciosas – esas que antes se llamaban pestes–, abocándose al
estudio de algunas que afectaban a los pollos y al ganado y explorando el
desarrollo de las vacunas, que le valieron uno de sus primeros grandes triunfos
frente a quienes atacaban sus ideas. De hecho, la victoria que cimentó finalmente
su fama fue la prueba en un niño francés y en unos soldados rusos de una vacuna
contra una enfermedad terrible, la rabia.

– Recuerdo la historia de que muchos médicos se opusieron y que el público que


oía las discusiones entre los expertos de entonces demoró un buen tiempo en
confiar en estas nuevas técnicas que parecían tan riesgosas. Después de todo, las
vacunas consisten en inocularse una pequeña infección con la promesa de
preparar el organismo para rechazar una grande.

– Es cierto. Tomó un buen tiempo en que se adoptaran de manera general las


nuevas prácticas de salud y en que se afianzaran al menos los rudimentos de una
nueva comprensión de las infecciones. Pero finalmente la vacuna se convirtió en
una ‘necesidad’ para todos, al igual que ocurrió años más tarde con los
antibióticos. Y hay que ver cómo cambiaron también los hábitos de higiene, no
sólo en los hospitales, sino en la vida cotidiana. Lavarse las manos tuvo un sentido
completamente distinto, y lo mismo ocurrió con acciones tan simples (según lo
vemos hoy) como hervir el agua o cubrirse la boca al estornudar…

– Es impresionante ver cómo todo se transformó completamente a partir de eso


que usted ha llamado el fulgor que partió con Pasteur.

– Es verdad. Lo que pasa es que comúnmente olvidamos que aquello con lo que
ahora contamos no siempre ha sido así.

– Una última pregunta. ¿Cómo se resolvió el problema del productor de alcohol


que solicitó la ayuda de Pasteur?

– Simplemente lavando cuidadosamente las cubas entre cada fermentación y


cubriéndolas luego, para evitar que se formaran colonias de microorganismos
dañinos.

Esta breve conversación nos ha permitido ilustrar que aquello que llamamos
innovación es, antes que todo, ​
la emergencia histórica de nuevas prácticas que
modifican o desplazan a otras ya existentes y que se encarnan en artefactos o en
maneras de relacionarnos u organizarnos. Junto con ello, hemos visto que este
fenómeno involucra a personas que viven en un momento histórico determinado (con
maneras de comprender propias de su tiempo, además de prácticas y equipamientos a
la mano, como la química y el microscopio), que forman parte de un ethos cultural
singular (con maneras de ser, de actuar, de relacionarse) y que tienen la intención de
hacerse cargo de alguna preocupación personal o colectiva. Por ello, afirmamos que
antes que la demostración del genio de un individuo, lo que este diálogo nos muestra
de Pasteur es su capacidad receptiva de una historia que se estaba haciendo y de las
prácticas y preocupaciones que estaban teniendo lugar en su tiempo.

Aunque para quienes lo vivieron era imposible apreciarlo con claridad, hoy
vemos cómo a partir de lo que hemos llamado un fulgor que cambió la conversación
de su época comenzaron a emerger nuevos espacios de posibilidades, con nuevas
explicaciones y nuevas tecnologías, como si en una pieza teatral de pronto cambiará la
iluminación haciendo mutar el escenario y la escena.
 
No se trató, por cierto, de un efecto inmediato: lo nuevo tenía que abrirse
camino. Así, para aislar, cultivar y clasificar a los microorganismos, para profundizar en
sus observaciones y responder a sus conjeturas, Pasteur requirió de ingeniosos
experimentos y de nuevos instrumentos y técnicas de laboratorio. Solo así pudo
mostrar primero que aquellos que alguna vez fueron simples “bichos” eran agentes
químicos; y a partir de allí, abrir camino a la interpretación de que podían ser también
los causantes de muchas enfermedades.

Y en la tarea de “tratar” con los microorganismos –de captar y encauzar un


fenómeno de la naturaleza– comenzaron a surgir nuevas tecnologías, aquellas que,
como ya dijimos, eran necesarias para el trabajo en el laboratorio. En un comienzo
eran desarrolladas por el propio Pasteur, pero con el tiempo se daría paso a
fabricantes especializados que proveían a los laboratorios y a la vez preparaban el
terreno para el surgimiento de nuevas tecnologías más confiables y nuevas industrias
basadas en ellas.

Recordemos además, que Pasteur no estaba solo en ese nuevo espacio


interpretativo y experimental que se expandía rápidamente. El médico escocés
Joseph Lister, por ejemplo, investigaba las infecciones intrahospitalarias y desarrolló
varias prácticas de asepsia que disminuyeron la gran mortandad en las cirugías de la
época. El alemán Robert Koch, en tanto, descubrió el bacilo causante de la
tuberculosis (uno de los flagelos más mortíferos hasta ese momento) y elaboró una
vacuna para hacerle frente. Y cuando hablamos de vacunas comenzamos lentamente a
salir del laboratorio experimental y empezamos a adentrarnos en la fabricación de
productos que, si bien se relacionan con el fulgor inicial, no son el resultado directo
del mismo.
 
Introducirse en este nuevo mundo industrial de productos masivos suponía, en
primer término, producir las vacunas y trabajar con ellas: diseñarlas cuidadosamente,
descubriendo primero cómo hacer los preparados de bacterias desactivadas para cada
caso, y aprendiendo luego a aplicarlas (midiendo dosis, determinando períodos y
controlando sus efectos en la salud animal o humana). Pero requería, además,
enfrentar creencias, prejuicios, costumbres y normas sociales (principalmente tácitas)
hasta conseguir que lo novedoso y marginal se convirtiera en lo cotidiano y
dominante.

Por ello –desde nuestra preocupación por la innovación– nos interesa


comprender no sólo el surgimiento de lo nuevo, sino el desplazamiento o la
transformación de lo que ya existe. Preguntarnos nuevamente cómo surgen o
desaparecen las tecnologías o las prácticas humanas, cómo la ciencia y sus
aplicaciones van cambiando el mundo en que vivimos y nuestra forma de habitarlo,
cómo se crean o desintegran industrias y a veces sectores completos, o cuánto
influyen en el éxito o fracaso de un proyecto aspectos como la cultura, el capital
social, las tradiciones y la riqueza de mundos de quienes los llevan adelante.
 
 

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