Maria La de Magdala
Maria La de Magdala
Maria La de Magdala
I.S.B.N: 978-1545296790
Reservados todos los derechos
María, la de Magdala
Alicia Sánchez Montalbán
Este libro está dedicado a todas las mujeres que no creen en sí mismas
y están dispuestas a cambiar la perspectiva.
Esta historia comienza en mi niñez, porque es el momento en
el que se produjo la magia. La vida está llena de ella. Hay magia por
todas partes. Solo tenemos que abrir el corazón para encontrarla.
Jesús no era un hombre como los demás. Yo, tampoco una mu-
jer como la que esperaban de mí. Me gustaba correr por el campo,
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húmeda y observar cómo las nubes pasaban delicadamente ante
mis ojos. Me atraía tanto su baile sereno… Mecidas por el viento,
las esponjosas nubes se dejaban llevar; mientras, aquí abajo, nadie
parecía darse cuenta de la magia que les sobrevolaba.
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Mi madre se quejaba siempre de mí:
—¡María! ¿Ya estás otra vez? Ven adentro ahora mismo y cú-
brete. No vayas tan destapada por ahí. Van a empezar a murmurar.
¡María!
—¡No digas esas cosas! Tal vez, Dios no te mire, pero los hom-
bres sí lo hacen. Vas a perder la honra, hija.
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ban a abstraerme por completo. Tenía los ojos cerrados y sonreía.
Tímidamente sonreía, aunque le envolvía una sutil nube de tristeza.
¡Qué extraña combinación! Tristeza y sonrisa. Su cara bañada de
sol me pareció la más hermosa del mundo. Me acerqué a él, dis-
puesta a conocerle.
—Hola.
—Si logras cumplir las leyes divinas, durante toda una luna,
me llevaré una de estas pieles lejos de ti. Iré llevándomelas poco a
poco, a medida que tú aprendas a comportarte.
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Aquellos pensamientos me hacían llorar. Se me erizaba la piel y
gritaba:
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encontraba a alguien que no me juzgaba ni me despreciaba. Al-
guien que me miraba con admiración y que me mostraba su
amor abiertamente. Sí, yo sé que Jesús me amó desde el princi-
pio, igual que yo le amé a él, aunque fuese un niño, aunque yo
misma lo fuera. El auténtico amor, el que procede del alma, no
tiene barreras ni límites, supera todos los obstáculos, permane-
ce. Por eso, cuando él se fue de Nazaret para iniciar su recorrido
por el mundo, yo seguí amándole desde la distancia, segura de
que a él le pasaba lo mismo.
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Nunca dudé de su amor, aunque él no contestó a ninguna de las
cartas que le escribía, ni vino a buscarme. No volví a verle en años,
muchos años…
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Decir María, la de Magdala era llamar a la vergüenza, la deshonra y
el escudriño.
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Ahora le veía transformado, física y emocionalmente. ¿Cómo
decirlo? Más curtido, más trabajado. Aunque, a pesar de todo, en su
interior seguía siendo un niño, inocente y puro. Al menos, eso era
lo que sus ojos transmitían: inocencia y pureza; sinceridad, verdad,
ternura… Todo ello envuelto en un cuerpo de hombre, atractivo,
exageradamente bello, sin igual. Jesús llamaba la atención por su
aspecto físico, no solo porque era más alto que los demás sino por-
que resultaba un espécimen raro. Eso murmuraban algunas mujeres
cuando hablaban de él.
Había viajado desde muy lejos hasta Nazaret, llevada por un im-
pulso inconsciente, o consciente tal vez, pero irrefrenable. Cuando
oí hablar del Mesías, que había nacido en Nazaret, supe que era él.
Mi corazón no tuvo dudas y lo sentí como una señal. Llegaba la
hora de emanciparse y volar. Abandonar el nido. Dejar atrás tantos
años de lucha interior y exterior. Los míos no me comprendían,
no me respetaban y, lo peor de todo, habían intentado cambiarme
durante toda mi vida, para que fuera alguien que yo no era ni que-
ría ser. Tampoco podía, ¿por qué negarlo? Muchas veces lo había
intentado.
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probarlo por mí misma, aunque resultase la última cosa que hiciera
en el mundo.
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seguía amándome; que me había amado siempre; que se había sentido
solo, sin mí, muchas veces. Me necesitaba para sentirse comprendido
en esta tierra. Igual que yo. Ambos, mitades perfectas y completas de
una misma unidad. Polos opuestos de la misma esencia, pero idénticos
en el corazón.
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Hasta ese momento, solo me había besado él, una única vez, el
día antes de que yo me fuera de Nazaret; pero aquel había sido un
beso fugaz, inexperto, tembloroso. El de ahora era dulce, seguro,
perfecto. Sentí que mis labios se derretían en los suyos y que la
fusión de nuestros corazones volvía a producirse, llenando de luz
todo el espacio, devolviéndome la esperanza, la alegría y el gozo
que tanto me habían faltado.
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—La gente cree que soy una mala mujer. Dicen que soy de esas
que todos tocan, pero no es verdad. El único hombre que me ha
tocado eres tú. Me juzgan y me condenan por ser como soy y se
inventan historias acerca de mí. Esas historias se convierten en
murmuraciones y, luego, todos las creen como ciertas. Nadie me
conoce de verdad. Nadie más que tú.
Ahora, el que tocó mis labios con sus dedos fue él, para indicarme
que no siguiera hablando, que no dijese aquello. Luego me besó, otra
vez, dulce, cálida, suavemente, hasta que poco a poco, el beso se con-
virtió en algo más y yo sentí que me faltaba el aire, que mi respiración
se agitaba y aumentaba la temperatura de mi cuerpo. Entonces, él se
apartó, en seco, y me sonrió, como queriendo borrar el efecto de lo
que acababa de pasar.
—Pero, yo…
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el que más se parecía a él. Fue extraño para mí encontrarme ante
su doble, una réplica exacta de Jesús, aunque un poco más bajo
y con menos luz.
De cerca era evidente que no tenían nada que ver, sobre todo
a nivel energético, porque Jesús emanaba honestidad, dulzura,
carisma… El otro mostraba cierto aire de grandeza. ¿Cómo de-
cirlo? En posesión de la razón. Parecía airado, molesto por algo.
Yo creía que era por mí, por haber aparecido de repente en sus
vidas y acaparar tanto la atención de Jesús, pero con el tiempo
me di cuenta de que había algo más. Fueron muchas las miradas
de soslayo que capté de él hacia Jesús, cuando este último no
se daba cuenta. Aquel hombre se llamaba Judas y era hermano
de Jesús, hermano de padre. Me lo dijo él mismo, cuando nos
quedamos a solas el primer día de mi llegada, después de pre-
sentármelos a todos y de que ellos se fueran a dormir.
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sorprendió muchísimo que hubiera llegado a conocerlos y, aún
más, que uno de ellos estuviera allí, con él.
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su auténtico padre? Era algo que él siempre había anhelado, al
menos durante gran parte de su infancia. Conocer a su padre,
tenerlo frente a frente y preguntarle por qué le había negado.
—Qué crueldad…
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Claro que lo entendía, porque a mí me sucedía lo mismo.
Cada minuto que pasaba, yo iba recuperando la entereza, la con-
ÀDQ]D\ODVHJXULGDGHQPtPLVPDODVTXHWDQWRVHKDEtDQWDP-
baleado últimamente en mi vida.
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—Tú y yo somos hermanos de luz, gemelos de alma —dijo,
acariciándome la cara con el dorso de la mano—. Dios nos ha
reunido para que nos ayudemos mutuamente. Tú ya me has ayu-
dado inmensamente con tu presencia, María. ¿Cómo puedo ayu-
darte yo a ti?
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Vivir aquella experiencia junto a Jesús y a los hombres que lo
acompañaban resultó ser lo mejor que me había pasado en la vida,
hasta ese momento. No solo aprendí, también disfruté, aunque
para llegar a eso tuvieron que pasar unas cuantas cosas.
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moviera nuestra sociedad. Les invitó a que trajeran a sus mujeres
y a todas las personas que considerasen importantes, porque
estaba seguro de que, con ellas, les resultaría mucho más fácil y
grato cumplir su labor.
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de oponerse a mí: la posibilidad de traer a sus familias al grupo,
para compartir con ellas la experiencia.
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natural y fácil. Jesús era tremendamente sensible y amoroso y es-
taba dotado con una gran capacidad empática, para comprender
a los demás. Eso le llevaba a hallar soluciones, sin esfuerzo, a los
problemas más inverosímiles que la gente le planteaba; y a quitarle
importancia a cosas que a los demás nos costaba mucho superar.
—No creas que nací con esto —me decía, cuando yo se lo in-
dicaba—. He tenido que aprenderlo a costa de algunos disgustos.
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tanto. Es mejor intentar comprender al otro, desde el principio. Si
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un reto. Al menos, al principio, mientras me adaptaba a la conviven-
cia con aquellos hombres desconocidos, algunos de ellos aún dis-
gustados por lo que llamaban mi LQÁXHQFLDVREUH-HV~V. Dormíamos a la
intemperie, comíamos de la misma olla, pasábamos juntos casi todo
el día. Aunque Jesús les había dicho que sus mujeres podían acom-
pañarnos tardaron bastante en permitir que ellas formaran parte de
aquella aventura. Algunos no las trajeron nunca. Yo era el bicho raro
para ellos. Lo leía en sus miradas cuando hablaban de mí.
Pero a ellos les costaba, educados durante toda una vida miran-
do a las mujeres como a seres inferiores, considerándonos ajenas a
sus asuntos. Las mujeres éramos personas carentes de inteligencia y
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ayudarles a ellos en sus cosas: alimentarlos, lavarles la ropa, limpiar
la casa, recibirlos en la cama…
Teníamos que hacer todo eso con devoción y con alegría, siendo
humildes y efectivas, sin destacar demasiado y, por supuesto, sin
mostrar oposición de ningún tipo a lo que ellos imponían. Obe-
deciendo. Obedeciendo siempre. Siendo sumisas y abnegadas. Esa
era nuestra función y, si no la cumplíamos, caíamos en deshonra y
podíamos ser repudiadas.
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Lo peor era el talante de Judas. Yo solía observarlo desde lejos,
mientras él se encargaba de atender a las personas que se acercaban
a Jesús para tocarlo, estar cerca de él o consultarle algo. Muchos
de ellos confundían a Judas con Jesús. A algunos ni siquiera les
sacaba de su error, sino que se regodeaba un poco en permitir que
creyeran que era él y, a veces, hasta les aconsejaba cosas. Desde la
distancia era difícil entender bien lo que les decía, pero estoy segura
de que Judas disfrutaba haciendo aquello, porque se le notaba en el
gesto, en la forma de moverse y en el talante ufano que mostraba.
Sin duda, aquel fue un gran reto de templanza para mí. Tres
años durmiendo junto a Jesús, a la intemperie o bajo el techo
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que a veces nos proporcionaban, con el único contacto de su mano
en mi mano, o de su beso en mis labios, antes de dormir. Creo que
fue así como compensé todos los disgustos que les había dado a
mis padres, oponiéndome siempre a lo que ellos esperaban de mí.
7UHVDxRVVLHQGRXQDFKLFDEXHQDSRUÀQ/DYLGDVHFREUó mi deu-
da y yo aprendí a contenerme desde la aceptación, sin resignarme,
comprendiendo que aquello era lo que debía hacer, a pesar de que,
si él me hubiera dejado, habría hecho todo lo contrario.
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Pero a mí me costaba escuchar a Dios, y me enredaba con mis
pensamientos de impaciencia o de derrota, cuando pasaba el tiem-
po y no llegaba ninguna comunicación.
Él sonreía y suspiraba.
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amor por todas partes.
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Era una parte de mi vida que quería olvidar.
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—¿Para que volver atrás? —le respondí, intentando evadirme.
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argumentos. Era verdad, pero la parte de mí que seguía enfadada
no tenía bastante con aquello y se revolvía en mi interior.
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—Cariño, tú viniste a transgredir las normas, para que la gente
de tu entorno comenzara a plantearse su sentido. Probablemente
seas la primera que lo ha hecho, pero no serás la última, te lo ase-
guro. El mundo evoluciona, y lo hace gracias a valientes como tú.
—Sigue. Te escucho.
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sentirías tú, si hubieras tenido una hija en esta sociedad y la gente
comenzara a verla como una amenaza? ¿Si existiera el riesgo de
que la repudiaran, la insultaran, la llenaran de vergüenza y habla-
ran de lapidarla?
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—Porque creyeron que era lo mejor para mí, y estaban en lo
cierto. Muchos de los conocimientos que los esenios me propor-
cionaron, hoy me sirven para avanzar y, sobre todo, para materia-
lizar el propósito que me trajo aquí. Yo no hubiera sido el mismo
si hubiera crecido en Nazaret. ¡Igual que te pasa a ti! Gracias a tus
padres has recorrido el mundo.
—María…
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campamento, donde los chicos probablemente ya estaban prepa-
rando la cena.
Al separar sus labios de los míos, los ojos de Jesús miraron ha-
cia allí, y yo comprendí que aún tendría que esperar, porque sabía
que él no iba a hacer nada que pudiera perjudicarme, y mucho
menos exponerme a la crítica o al juicio que surgiría de ellos si
nos descubrían allí, entregados plenamente a nuestro amor.
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en ese mismo momento, como si fuera yo, poniéndose plenamen-
te en mi lugar.
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Durante mucho tiempo, aquella manera de ver a mis padres me
hizo mucho daño. ¿Padres o verdugos? Cuando no comprendes el
comportamiento ajeno te pierdas con facilidad en críticas y juicios
de valor: ¿Cómo pueden? ¡Es increíble! ¿Dónde está su amor por mí? Todo
eso pensaba yo, mientras crecía lejos de Nazaret y lejos de Jesús.
Especialmente los culpaba por eso: por haberme apartado de él, al
castigarme una vez más por ser yo misma. Esa vez, el castigo había
sido demasiado grande. ¿Cómo perdonar al que te ha herido tanto,
al que ve en ti un monstruo, cuando debería ver a un ángel?
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³&XDQGRGLFHVDGLyVDOGRORUWHOLEHUDVGHODLQÁXHQFLDTXH
el pasado ejerce sobre ti —me decía de vez en cuando—. El
dolor permanece cuando lo anclas en ti con un pensamiento
de injusticia. Si crees que no fue justo que te trataran así, nun-
ca dejarás de sufrir. En cambio, si piensas en ellos como gente
humilde, que hizo lo único que sabía hacer intentando cuidar
de ti, tu perspectiva cambia y el dolor desaparece. Entonces, el
pasado deja de hacerte daño y puedes entregarte a tu presente
con total plenitud.
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aplaudiendo.
—Déjame que sea niña —le pedía yo, sin hacer caso de todo lo
demás—. ¿No ves que nunca pude serlo de verdad?
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Más tarde, él me explicaba:
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—Ya lo hago. Lo intento todos los días. No es tan fácil como
dices. Surgen muchas objeciones. Pero yo sigo intentándolo, de
verdad. Quiero ser una mujer admirable para ti.
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Te aseguro que los consejos de Dios han sido fundamentales en
mi vida. Sin ellos me habría perdido por completo. Por eso hablo
tanto de lo importante que es conectar con el corazón, porque a
través de él resulta mucho más fácil conectar con Dios. Desde la
mente es muy difícil. ¡La gente vive en la mente todo el tiempo!
Esa es su verdadera cárcel. Una cárcel mucho más grande y hostil
que la que cualquier ser humano les pueda imponer. Salir de la
mente, María. Escuchar al corazón. Ése es el camino que tenemos
que mostrar.
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—No te das cuenta del amor que desprendes —me dijo un día
Juan—. Cuando te acercas a ellos te conviertes en un ángel.
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Algún día podríamos estar juntos de verdad, para entregarnos
plenamente a nuestro amor humano, que era en verdad amor de
almas expresado a través del cuerpo. Pero ahora estábamos allí,
inmersos en una empresa mucho más grande que nosotros, y te-
níamos que entregarnos a ella, para ayudarla a crecer. Los pueblos
por los que íbamos pasando experimentaban un gran cambio. La
gente se volvía más jubilosa, más alegre. Muchos decían que les ha-
bíamos devuelto la esperanza. Jesús siempre les hablaba del poder
que habitaba en su interior, de la luz de sus corazones, del efecto
sanador del amor. Les aseguraba que podrían transformar sus vi-
das, si dejaban de considerarse pequeños e incapaces y recordaban
que llevaban a Dios en su interior.
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y todos los que se atrevían a seguirla acababan transformados o
dándose cuenta de que aquella era la verdad que latía en su in-
terior. Porque ningún corazón quedaba impasible ante el efecto
de Jesús, aquella onda expansiva de amor y fuerza que emitía.
Estar cerca de él causaba un efecto certero: transformarse o
apartarse. No había otra opción, porque su energía era tan in-
tensa que calaba en cada mente y en cada corazón. Los que no
estaban dispuestos a recordar que ellos también eran amor y
se aferraban a sus creencias antiguas, como si fueran una tabla
de salvación, se apartaban pronto del lado de Jesús, porque no
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trataban con él se veían obligados a mirar adentro y, entonces,
se generaba una lucha en su interior. Como no se sentían prepa-
rados para afrontarla, escapaban de él, sin darse cuenta de que
estaban escapando de ellos mismos.
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—Ellos, también, María. Ellos, también. Lo que pasa es que
lo han olvidado. Lo único que tienen que hacer es pararse a re-
cordar. Escuchar a sus almas. Nada más. Pero como les da tan-
WRPLHGRSUHÀHUHQLUVH\FULWLFDUQRV¿Locos nosotros? ¡Locos
ellos, que siguen viviendo en la desconexión!
Él sonrío.
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—¿Que no tenéis fuerza? Podéis gestar vida en vuestro inte-
rior, os resulta fácil conectar con el corazón, sois intuitivas, crea-
tivas, perceptivas… Gracias a la conexión con el corazón podéis
acceder con gran facilidad a vuestras capacidades psíquicas y eso a
ellos les asusta. Además, llevan tantos años creyendo que la fuer-
za y la violencia es la solución que cuando se acercan a vosotras
y emergen de ellos sensaciones cercanas al amor, se sienten dé-
ELOHVHLQVHJXURV\SUHÀHUHQKXLUGHWRGRHVR+X\HQGHVXSDUWH
femenina, en verdad, lo que les causa mucho dolor inconsciente,
porque están negando una parte de sí mismos. Luego tienen que
canalizar ese dolor a través de la fuerza, la agresividad y la violen-
cia. Se llenan de rabia por dentro y tienen que expulsarla. Cuando
veas a alguien muy agresivo o muy rabioso compadécete de él, en
vez de acusarlo o reprocharle, porque lo que le pasa en verdad
es que se niega a sí mismo la capacidad de amar. Ha apagado su
parte femenina por temor, y ése es el principio de la desconexión.
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Dijo eso y miró hacia lo lejos, como buscando en el horizon-
te la serenidad.
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—Eres insolente. La gente tiene razón.
—Claro.
0HPLUyDORVRMRVFRQGHVFRQÀDQ]D1RVHORFUHtD
³(UHVKHUPRVDSHURHVRQRHVVXÀFLHQWHSDUDpO-HVKXiVHPHUHFH
a alguien mejor que tú.
—Te diré una cosa, María —añadió él, creciéndose ante mi debi-
lidad— Jeshuá tiene una gran labor que cumplir y yo voy a ayu-
darle. No permitiré que nadie se lo impida; y mucho menos, tú.
49
No pude contener las lágrimas, que rodaron libres por mis
mejillas. Judas se alejó, sin decir una palabra más. Al poco de que-
darme sola sentí una mano en el hombro.
Pedro sonrió.
$VLQWLyFRQODFDEH]DSDUDUHDÀUPDUVHFXDQGR\RORPLUpH[-
trañada.
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El siguiente en acercarse a mí fue Mateo. Su mirada serena me
transmitía paz. Era un chico joven, que mostraba una madurez ex-
traordinaria, como si hubiera vivido mucho más de lo que aparenta-
ba. Aquella tarde, yo intentaba cocinar algo decente en una pequeña
cazuela, para sorprender a Jeshuá, pero me estaba encontrando con
DOJXQDVGLÀFXOWDGHV1XQFDWXYHJUDQGHVGRWHVSDUDODVDUWHVFXOLQDULDV
³<SRUVLHVRQRIXHUDVXÀFLHQWHVHUHQDVORViQLPRVGH-HVKXi
cada vez que se acerca a ti. Le ayudas a equilibrarse.
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—Eso se nota.
—No debe de resultar nada fácil una vida así, ¿verdad? —pre-
guntó, haciendo un gesto con la barbilla en dirección a los chicos,
que charlaban entre ellos a poca distancia de nosotros.
—Debe de ser eso que dice Jeshuá, que cuando habla el cora-
zón no se tienen dudas.
—Sí, debe de ser eso. De todos modos, aquí estoy mejor que
con mis padres, te lo aseguro. Ellos no estaban muy contentos
conmigo. Soy demasiado rebelde.
52
Me pareció que se emocionaba y pregunté:
—Bueno, digamos que cuando uno quiere hacer cosas que se salen
GHOSODQÀMDGRSRUVXSDGUHQRUHVXOWDQDGDIiFLO3HURHVRHVDJXD
pasada —concluyó—. ¡Venga! Déjale eso a Pedro y descansa un poco.
María. Fui bautizada con ese nombre por el propio Jesús, una
tarde junto a un riachuelo. Según él, la ceremonia del agua que le
KDEtDHQVHxDGRVXSULPR-XDQHUDXQDFWRGHSXULÀFDFLyQQHFH-
sario cuando uno inicia una nueva vida. En ese acto se dejan atrás
viejas creencias limitantes y patrones de comportamiento dañinos,
pero sobre todo se deja atrás el dolor. El sufrimiento vivido puede
representar un gran lastre cuando uno se dispone a amar con todo
HOFRUD]yQ\DGLVIUXWDUGHODYLGDSRUÀQ7DPELpQFXDQGRSUHWHQ-
de desempeñar una labor de servicio y ayuda a los demás.
53
Jesús negó en silencio, mirando hacia el cielo, muy serio, como
hacía cada vez que quería concentrarse.
54
—Ya, pero lo que haces con rabia no es nada luminoso.
55
³&RQYRFRDOSRGHUGHODJXDSDUDTXHSXULÀTXHWXGRORU\WHD\X-
de a decir adiós completamente a lo que ya no te sirve en tu realidad.
En el nombre de Dios, que habita en tu alma, yo te bautizo con el
nombre de María, para que tu divinidad se haga uno con tu humanidad
y avances en equilibrio interior contigo misma y con los demás.
7DQWDÀUPH]DPHGHMyPXGD1RHVWDEDDFRVWXPEUDGDDTXHVH
GLULJLHUDDPtGHHVHPRGReOORSHUFLELy\GXOFLÀFyHOWRQR
56
nuestras almas ya se ha producido. Esta es una buena ocasión para
que pongas en práctica lo que antes hemos hablado. 0DQLÀHVWRDKRUD
la intención de dejar atrás el dolor. Dilo. Ese disgusto no nace de tu co-
razón, sino de tu mente herida. Corta ahora mismo el lazo que te
ata a la creencia de que los demás no te aman de verdad.
—María —gritó.
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mi jubón. Me abrazó por la espalda y posó sus labios sobre mi
pelo. Te amo, susurró, y yo ya no pude dormir hasta el amanecer.
No quería perderme ni un instante de aquella experiencia: sentir
su cuerpo junto al mío, su aliento cálido llegando a mi cuello, su
agradable calor. Notaba el alma brincando en el pecho o, tal vez,
fuera el corazón, que no paraba de latir. ¿Qué más daba ya todo
lo demás? Aquel abrazo sellaba sin duda nuestro reencuentro y
me permitía decir adiós al enfado que se había apoderado de mí.
De hecho, ahora lo veía como un sinsentido. Entre los brazos de
Jesús, solo era posible el amor.
58
—¿Qué necesidad tenemos de ir a una boda? —exclamó Ma-
teo—. Mejor sigamos con lo nuestro.
6LJXLHURQGLVFXWLHQGRKDVWDTXHÀQDOPHQWHODPD\RUtDGHFL-
dió que aceptaríamos la invitación y Jesús concluyó diciendo:
—Nadie está obligado a ir, por supuesto, pero los que tengan
ganas de disfrutar que me acompañen.
—¿Cómo estás?
$OOOHJDUYLPRVTXH\DVHKDEtDLQLFLDGRODÀHVWD\TXHODFR-
mida y la bebida corría de un lado a otro, de mano en mano, de
grupo en grupo. Todos comiendo, bebiendo y bailando sin parar.
En poco tiempo, los chicos se sumaron a aquella algarabía, in-
cluidos los que se habían negado a aceptar la invitación. A mí me
costaba un poco soltarme, pero Jesús me tendió la mano y nos
pusimos a bailar.
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—Maestro —le dijo Sebastián—, por ahí murmuran que bebe-
mos mucho, y que si no fuera por nosotros…
—Es muy feo que digan eso —dije yo, pero él le restó impor-
tancia y fue a hablar con Pedro, para enviarlo en busca de más
alimentos.
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Todo era armonioso, hasta que los sacerdotes y los romanos
comenzaron a confabularse en contra de Jesús. Decían que él re-
presentaba una amenaza para el pueblo de Israel, que sus prédicas
eran patrañas que nos llenaban la cabeza de pájaros, que los que le
seguíamos debíamos de estar tan locos como él y que, por tanto,
pUDPRV SHOLJURVRV $ ORV ORFRV KDEtD TXH FRQÀQDUORV HQ OXJDUHV
aislados, igual que a los leprosos, para que no pudieran interferir en
la vida de la sociedad.
Muchos creían que Jesús era el Mesías, el enviado de Dios para rei-
nar en nuestra tierra. Contaba la leyenda que el Mesías liberaría a Israel
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del yugo del opresor. No era difícil imaginar cómo crecía la suspicacia
de los romanos, mientras aumentaba la fama de Jesús.
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entre nosotros, por pudor o por respeto. ¿Qué más da que no te tome
por completo, María?, me decía a mí misma, si caminar de su mano es el
regalo más grande que podías imaginar.
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Al acabar la cena, nos quedamos charlando en la sala. Al poco,
Judas se acercó a Jesús para abrazarlo. El gesto me gustó. Parecía que
SRUÀQLEDQDUHFXSHUDUODSD]SHUR-HV~VHVWDEDOtYLGRFXDQGR-XGDV
le soltó. Me pareció ver que los ojos se le llenaban de lágrimas y en-
tonces quise saber qué le pasaba. Para mi triste sorpresa, me respon-
dió con una evasiva y, al yo insistir, me increpó con un exabrupto:
1ROHVHJXtSRUTXHPHKDEtDTXHGDGRSHWULÀFDGD\QRGHVHD-
ba incrementar su enfado con mi crispación. Como bien me había
indicado en otras ocasiones, cuando dos personas que se aman tie-
nen una discusión o mantienen posturas muy diferentes es mejor
que cada uno se retire a su rincón, para hallar el propio equilibrio,
antes de intentar la reconciliación. De lo contrario pueden decirse
palabras muy hirientes, que queden marcadas en la memoria, cau-
sando mucho dolor.
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Así fue como, esa noche, yo le dejé marchar; solo y ofuscado
KDFLDHOTXHVHUtDHOSULQFLSLRGHOÀQDO7DUGé tres días en volver a
verle, y cuando lo hice ya nada fue igual.
7HQtDXQDPLUDGDVHUHQD\DOPLVPRWLHPSRWULVWH6HUHÁHMDEDHQ
su rostro que la vida no había resultado como ella hubiera preferido
y, sin embargo, en ocasiones se reía a carcajadas, mostrando una gran
KLODULGDG(UDXQDPXMHUWLHUQD\DOPLVPRWLHPSRÀUPH<RVHQWtD
hacia ella un gran respeto. Siempre mantuvo una discreta distancia
entre nosotras, hasta que todo se confundió. Aquella noche se había
quedado a dormir en casa de unos amigos que tenía en Jerusalén,
porque estaba muy cansada y no se encontraba bien. Cuando em-
pezaron a llegar los rumores de que habían apresado a Jesús, Juan y
yo fuimos a buscarla para que la noticia no la pillara en soledad. Era
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mejor que lo oyera de nuestros labios, antes que de algún extraño
que lo adornara con comentarios funestos. Yo misma me las deseaba
para mantener el equilibrio y no desmoronarme, cada vez que oía
TXHORLEDQDFUXFLÀFDU1RVpGHGyQGHVDTXpODWHPSODQ]DQLFyPR
fui capaz de no tirarme al suelo para llorar sin parar. Me mantuve
serena hasta el último momento y, especialmente, ante María, la mu-
jer que se llamaba como yo, la madre del hombre de mi vida. Ella sí
se desmoronó y, para mi sorpresa, se echó en mis brazos gritando
que no, que no, que no podía ser, que no debía ser, que aquello era
tremendamente injusto.
Asida del brazo de Juan y del mío, caminando entre los dos
como si de repente se hubiera convertido en una anciana, nos di-
rigimos hacia la sala donde se habían quedado los chicos después
de la cena, pero ninguno de ellos estaba allí. Presos del temor a las
represalias o a la persecución de los romanos, huyeron de Jerusa-
lén. Algunos de ellos, los más valientes, se quedaron cerca, pero
escondidos en una casa deshabitada, a las afueras de la ciudad. Eso
lo supe más tarde, cuando Juan salió en busca de noticias que nos
indicaran cuál era la situación real. Al parecer, los encontró agaza-
pados, llenos de rabia y de temor. Solo a unos pocos, entre ellos
estaba Sebastián, el chico más apocado del grupo. Cómo engañan
las apariencias, me dije cuando Juan me lo contó. Nunca le hubiera
imaginado capaz.
66
una patrulla de romanos llegó acompañada de un hombre, que nos
señalaba con el dedo indicándoles que nosotros éramos los que
íbamos con él. En ese instante, todo se precipitó.
1RVDSUHVDURQ\QRVFRQGXMHURQDXQHGLÀFLRHOHYDGRGHVGHHO
que podía contemplarse gran parte de Jerusalén. Desde allí pudi-
mos ver el recorrido del horror: el camino lento, arduo y sangrante
que los ajusticiados seguían hasta la cruz.
—¡Muerte al Mesías!
67
¿Qué hacía yo tirada en el suelo, junto a aquellos hombres hieráti-
cos que ni siquiera me miraban? ¿Por qué Juan no estaba? ¿Cuánto
tiempo había pasado? Y, sobre todo, ¿qué quería decirme María
con aquella expresión arrebolada? Con mímica y disimulo intenta-
ba que comprendiera algo que yo no comprendía.
4XLVHOHYDQWDUPHGHXQVDOWRDOGHVFXEULUTXHSRUÀQQRVSHU-
PLWtDQDFHUFDUQRVD-HV~VSHURHOODPHGHWXYRSRVDQGRFRQÀUPH-
za su mano en mi pecho.
—No, no, no, no, no. Ahora estás muy débil. Tienes que re-
ponerte —abrió mucho los ojos, para volver a indicarme algo,
pero yo seguía en mi desconcierto.
—Está agonizando.
Por favor, Dios mío, déjame llegar a tiempo, murmuré sin aliento,
mientras las lágrimas bañaban otra vez mi cara. El olor a sangre
68
y a sudor me abofeteó un instante antes de llegar hasta la cruz
central, la más grande, en la que colgaba ya el cuerpo sin vida
de…
³1R« ³PXVLWp DO GDUPH FXHQWD DO ÀQ GH OR TXH 0DUtD
intentaba decirme.
No necesitaba mirar hacia atrás para saber que era Juan. Inspiré
SURIXQGDPHQWH\PHSHUPLWtOORUDUOLEUHPHQWHVROWDQGRDOÀQJUDQ
parte de la tensión retenida. A los pies de Judas di gracias a Dios,
sintiéndome terriblemente culpable de mi alivio.
69
eco en mi mente, mientras la confusión y la amargura pugnaban por
apoderarse de mí. ¿Qué había pasado realmente? ¿Por qué era Judas
el que estaba allí y no, Jesús? ¡¿Dónde estaba Jesús?! ¿Estaba vivo?
³¢$TXpWHUHÀHUHV"³SUHJXQWpFRQHODOPDHQYLOR
70
Juan se acercó a ella para abrazarla por la espalda, mientras
María pasaba la mano suavemente por el brazo de Judas.
³1R³-XDQVHPRVWUDEDÀUPHRWUDYH]³1DGLHSXHGHVD-
berlo. Si corre la noticia de que no es él, saldrán de nuevo en su
EXVFD\HVWDYH]VHDVHJXUDUiQGHTXHFUXFLÀFDQDODXWpQWLFR
—Nunca hubiera imaginado que esto acabaría así. ¿Qué habrá pa-
sado?
Juan le sonrió desde la puerta del sepulcro, con tanta dulzura que yo
me emocioné.
71
Al quedarme sola junto a la madre de Jesús me sentí un poco extraña.
Nunca habíamos conversado demasiado. Manteníamos una distancia
respetuosa y cordial, pero ahora, todas las barreras habían caído. La des-
gracia nos unía por primera vez.
Ella asintió con una sonrisa afable y me abrió los brazos. Sentí tanto
amor de repente, por aquella mujer serena y reservada, que fue como si
mi corazón se abriera de golpe otra vez. Entre sus brazos volví a llorar,
sintiendo una extraña felicidad que me embargaba; como si, por primera
vez, experimentara el abrazo de una madre.
72
Los vecinos regresaban a sus quehaceres, comentando los detalles
GHODFRQWHFLPLHQWRFRPRVLVHKXELHUDWUDWDGRGHXQDÀHVWD
73
ba mucho a Judas. Sentía por él algo especial. Se conocieron antes
de que empezara todo esto.
—Gracias.
—¿Qué?
Un escalofrío me recorrió.
74
—A lo mejor deliraba —apuntó Juan a nuestra espalda,
mientras preparaba el material para la unción—. Dios no puede
pedir eso.
75
Al cumplirse el tercer día de la muerte de Judas lo preparamos
todo para enterrarlo. Aunque lo habitual hubiera sido cubrir su
cuerpo con un lienzo y sellar el sepulcro con la losa, Juan nos con-
venció para que lo sacáramos de allí. Era mejor que no quedasen
pruebas de lo que había pasado. Si lo sacábamos de madrugada y lo
enterrábamos, nunca nadie lo sabría.
76
Recuperar al hombre que has visto morir en la cruz, cuando
todo ha cambiado, puede ser un gran choque para tu mente. El
alma sabe que no importa lo que suceda, porque la conexión per-
manece más allá de los hechos y de las palabras, pero la mente duda,
se confunde y empieza a imaginar cosas extrañas: ¿Dejó Jesús que
Judas muriera en su nombre? ¿Lo planearon juntos? ¿Estaba escon-
GLGRPLHQWUDVORFUXFLÀFDEDQ"
Si aquello era así, desde luego que todo había cambiado, empezando
por el mismo Jesús, de quien nunca hubiera esperado algo semejante.
77
Judas los interceptó diciéndoles que tenían que esperar su turno,
porque había muchas personas que querían verme en privado.
Bueno, ya sabéis como era…
—¿Y cómo sabía Judas que iban a ir a buscarte, esa misma no-
che? —preguntó Juan, con cierta impaciencia.
78
—Al parecer —comenzó, con la voz entrecortada— se había
GHMDGRHQJDxDUVLQGDUVHFXHQWDSRUXQLQÀOWUDGR/RVURPDQRV
HQYLDURQDDOJXLHQTXHVHDFHUFyD-XGDVSDUDJDQDUVXFRQÀDQ]D
Le dio de beber, hasta emborracharlo. Judas estaba enfadado con-
migo desde hacía tiempo. Creo que nunca me perdonó por haber-
me marchado de Nazaret. Su enfado se incrementó cuando llegó
María y, luego, fue creciendo poco a poco. Aquel hombre empezó
a hacerle preguntas, mientras él daba rienda suelta a su dolor. Bus-
caba consuelo y comprensión en un desconocido, sin darse cuenta
de que aquel hombre era nuestro enemigo.
79
lo vi en la cena. Percibí sus emociones encontradas. Vi cómo le
contaba a un desconocido cosas que no debía contar. Por eso me
fui de allí tan bruscamente, porque no pude soportar el dolor que
me causó la visión —dijo aquello mirándome a mí, y añadió—:
Siento mucho lo que te dije, María. No sé qué me pasó. Me volví
loco de dolor.
80
—Conservo un vago recuerdo de lo que pasó después. Esta-
ba muy aturdido. Dominado por las emociones, no podía pensar.
&XDQGRHVWXYLPRVORVXÀFLHQWHPHQWHOHMRVGH-HUXVDOpQDFDPSD-
mos, para pasar la noche y ellos me contaron lo que había sucedido.
³&XDQGRHOKLMRGH-HUHPtDVPHGLMRTXHORKDEtDQFUXFLÀFDGRD
él en mi lugar, casi me vuelvo loco. ¡Qué desesperación! Me desgarré
por dentro. No podéis imaginar…
—Tranquilo, hermano.
<RVRORSXGHVXVSLUDUSRUTXHPHVHQWtDSHWULÀFDGD¢0HHVWDED
convirtiendo en una estatua de sal, como le pasó a Salomé cuando
miró hacia atrás? No lo sabía, pero la sensación me aterraba. ¿Cuál
sería ahora mi papel en aquella historia?
81
Jesús tomó mi mano cuando nos marchamos de allí, tras ocul-
tar las señales de una mentira que no habíamos creado nosotros,
pero que mantendríamos por prudencia. De lo contrario, el sacri-
ÀFLRGH-XGDVQRKDEUtDVHUYLGRSDUDQDGD\HOVLJXLHQWHFUXFLÀ-
cado sería Jesús.
3HURpOVHHPSHxyDÀUPDQGR
—No podemos dejar que todo se acabe así. Además, tengo que
encargarles algo.
82
Nos quedamos solas, María y yo, en aquella pequeña habitación,
nuestro refugio, vencidas por el agotamiento y sin poder dormir.
El cuerpo no obedece a las órdenes de la mente, cuando esta se
halla muy angustiada. Por mucho que lo intenté, di vueltas y vueltas
en mi jubón sin conciliar el sueño. Al igual que mi organismo, me
encontraba dividida. Quería sentir una cosa, pero sentía otra bien
distinta, y aquello me atormentaba. Además, la inquietud de saber
que podían descubrirlos, a pesar del amparo de la noche que les
protegía, me ponía aún más nerviosa. ¡Qué extraña mezcla de emo-
ciones y pensamientos aciagos! Aquello estaba agotándome mucho
más que el cansancio de todo el día.
83
La pregunta me pilló por sorpresa. ¿Qué podía responderle?, ¿que
estaba dudando de su hijo? No, desde luego. Como no quería mentir
suspiré, sin decir nada, y ella interpretó que yo asentía.
/RGLMR\VHTXHGyFDOODGDVXSRQJRTXHUHÁH[LRQDQGRVREUHDOJR
que recordaba, posiblemente escenas de momentos difíciles, porque en-
seguida dijo:
—Bueno, basta, que nos dejamos atrapar otra vez por la preocupa-
ción. Venga, cuéntame algo bonito que te haya sucedido últimamente.
Vamos a cambiar la energía, como dice él.
84
piel. Si hubiera sido él, yo estaría destrozada, hundida en la desola-
ción, y desesperada, eso seguro. Qué complicado es el carácter hu-
mano, algunas veces. No le había perdido y, precisamente por eso,
algo se había quebrado dentro de mí. ¿Qué nos depararía la vida a
partir de ese momento? ¿Cómo continuaría nuestra historia? No lo
sabía. El futuro se mostraba ahora realmente incierto.
85
Abandonamos Jerusalén a plena luz del día, María, Jesús y yo
en un carro tirado por una mula. Él iba disfrazado de mujer, con
la cabeza y la cara cubiertas por un velo. Atrás dejábamos a Juan
con el encargo de organizarlo todo, para que los chicos que no
se habían marchado se convirtiesen en emisores del mensaje que
Jesús nos había transmitido. Ellos serían el ejemplo viviente de las
enseñanzas que él dejó. Predicarían con el ejemplo y también con la
palabra, para que lo aprendido en aquellos tres años llegara lo más
lejos posible, a cuantos más, mejor.
87
—¡El Mesías ha resucitado!
88
—Es una mentira que no has dicho tú y que tal vez te resulte
EHQHÀFLRVD-HVKXi7DPSRFRHUHVUHVSRQVDEOHGHTXHVHPDQWHQ-
ga o no, porque no puedes hacer nada para evitar que se difunda.
89
Entonces lo comprendí. Fue como una revelación repentina.
Mi mente se llenó de claridad. Aquella era una oportunidad mara-
villosa para demostrarme a mí misma que yo podía, que yo sabía,
que no necesitaba que nadie me salvara, porque era yo mi salva-
dora, una mujer fuerte y capaz. Muchas veces, Jesús me lo había
insinuado, cuando ni siquiera imaginábamos lo que iba a pasar.
90
No lo hice hasta ese momento. Él ahora nos necesita más
que nunca, había dicho su madre, y la claridad se abrió en mí.
De ahí procedía mi confusión interna y, también, todos los
juicios que estaba emitiendo. Cuando dejó de ser el hombre
fuerte, seguro e íntegro que me sostenía, o en el que yo me
apoyaba, mi confianza en él se tambaleó. Pero en realidad, lo
que se tambaleaba era mi confianza en mí, mostrándome el va-
cío interno que yo estaba llenando con él. Como no confiaba
en mí, ni me amaba suficiente, había depositado en Jesús todas
mis expectativas, creyendo que él era mi salvador, que sin él no
podría seguir.
-HV~V¢TXpKDJR"¿cóPRORKDJR"'LPHTXpSXHGRKDFHU7~VDEHVPiV
TXH\R7~HUHVYDOLHQWH\FDSD]\RVR\PX\WRUSH-HV~VTXpJUDQGHHUHV0H
VLHQWRWDQSRFDFRVDMXQWRDWL-HV~VQRPHGHMHVQXQFDSRUIDYRUVLQWLQR
podré vivir… Todo eso y mucho más, en forma de pensamientos,
palabras y actitudes, sostenidas durante tres años. ¡Madre mía!
¡Tres años! Y en ningún momento, él me había despreciado ni se
había alejado. Por el contrario permaneció a mi lado, apostando
por mí, recordándome constantemente lo grande, hermosa y di-
vina que yo era. Dios mío…
91
—Todo está bien —murmuró.
3DUDTXHHQXQDUHODFLyQGHSDUHMDÁX\DHODPRUFRQDUPRQtD\
respeto, es necesaria la comprensión. Ambos componentes deben
predisponerse a comprender al otro siempre; y no, a atacarlo por
92
estar equivocado. Profundizar en el propio abismo ayuda a com-
prenderse a uno mismo y también a ser humilde, para reconocer
FXiOHVPLUHVSRQVDELOLGDGHQHOFRQÁLFWR/DDFWLWXGGHDWDTXH\GH
reproche crea separación y dolor.
93
en mí, abrazarla y amarla, para poder hacer lo mismo con la oscu-
ridad que habita en ti.
Jesús y yo nos amamos esa noche por primera vez. Cuando aca-
bamos de cenar y su madre dijo que se iba a dormir, él me tomó de
la mano y propuso:
—Demos un paseo.
—Ven a mi lado.
94
³<DKRUDItMDWH³FRQWLQXy³3RUÀQDTXtHQXQOXJDUDSDU-
tado, junto a ti, sin prisas, sin presiones externas, y yo… Ya no soy
el mismo, María.
—Te brillan los ojos cuando hablas así —dijo él, sonriendo por
primera vez—. Estás preciosa.
95
hecho ya tantas veces, en sueños y cuando estábamos despiertos.
Supe que el momento había llegado y me alegré inmensamente de
que fuera bajo la luz de la luna, al amparo de aquel bosque, en con-
tacto directo con la Tierra, que nos daba la vida. Los dos seguíamos
vivos y nuestro amor era el mayor regalo que poseíamos, ahora que
el destino había virado el rumbo.
Toda la vida por delante. Qué bien sonaba aquella frase. Toda la
vida por delante. Él y yo, como hombre y mujer, simplemente. Sin
96
observadores, sin intrusos que cuestionaran nuestra unión. La idea
me encantaba.
³1RORVp3HURWHKDUHPRVFDVR9DPRVDÁXLU$'LRVOHHQFDQWD
que hagamos eso.
97
Me regalaba un intenso abrazo, seguido de una caricia. Yo me
estremecía y me entregaba al momento, deseando que fuera ver-
GDGTXHSRUÀQSXGLpUDPRVGLVIUXWDUMXQWRVGHODYLGDVLQPLUDGDV
curiosas, sin reprobación. Pero, de vez en cuando, el recuerdo de
Judas nublaba nuestra alegría y nos conectaba de nuevo con todo
lo que dejábamos atrás.
—Te has vuelto muy lista —le decía él, y ella negaba.
98
tra relación se fue consolidando. El vínculo que le unía a él con
nosotras era muy fuerte, pero el que me unió a mí con su madre
fue fortaleciéndose poco a poco. Durante aquellos meses llegué a
sentirme en una auténtica familia, rodeada de amor, comprensión
y respeto. No me importaban las inclemencias del viaje, ni que tu-
viéramos que dormir a la intemperie, en lugares donde el frío agui-
joneaba por la noche. El calor que aquellas dos personas le daban
a mi corazón paliaba su efecto, sanando en mí todas las heridas y
preparándome para un renacer. El renacer de una mujer que era yo
misma, pero que necesitaba resurgir plenamente de las profundida-
des del abismo en el que se había escondido para no volver a sufrir,
para protegerse del mundo.
99
Recorrimos la Galia en busca de un lugar donde asentarnos. Él, aún
disfrazado de mujer, por si acaso. El imperio romano se anexionaba
territorios sin cesar y no queríamos arriesgarnos a que algún soldado le
reconociera. Por las noches, en la intimidad, él recuperaba su aspecto
masculino y mi mente se rendía ante su inmensa belleza. Una belleza
que no era solo externa, pero que externamente embriagaba. Jesús era
el hombre más hermoso del mundo. Al menos, eso es lo que yo sentía
al mirarlo. Fueron días preciosos de amor y conexión. Fuimos recu-
perando la alegría poco a poco, dejando atrás el dolor, diciendo adiós
al pasado y abriéndonos a la nueva vida que se nos ofrecía. Recuerdo
DTXHOWLHPSROOHQRGHLQVWDQWHVGHSD]DPRU\FRQÀDQ]D
100
que, tal vez, ya nunca volvería, su propósito de vida… La muerte de
su madre le conectó de nuevo con la melancolía y su brillo se apagó
otra vez. Fue entonces cuando llegó la noticia.
101
Junto a la entrada de nuestra casa nos sentábamos para recibir el
sol cada mañana, practicando un rito antiguo que Jesús había aprendido
en la comunidad esenia, durante su adolescencia: levantarse con el sol;
conectar el alma a su energía; nutrirse de ella y disponerse a emprender
el nuevo día, con el recuerdo pleno de la luz que nos habita. Ambos
sentíamos que aquello nos fortalecía, que nuestra conexión con Dios se
ampliaba y que afrontábamos las adversidades con más equilibrio. Pero
DTXHOODPDxDQDODWULVWH]DGH-HV~VSRUODPXHUWHGHVXPDGUHDÁRUDED
sin cesar. Lágrimas silenciosas nublaban su conexión con el sol.
³'HMD TXH ÁX\DQ PLV HPRFLRQHV 0DUtD 1R TXLHUDV TXH ODV
reprima.
103
Desde la distancia observé cómo se abrazaban y sentí el gozo
que estallaba en el corazón de Jesús, al encontrarse con su ami-
go. Por supuesto que me alegraba, pero una sensación extraña
se apoderaba de mí y me impedía reaccionar. Una sensación que
me avisaba de un peligro cercano, un giro en nuestras vidas que,
una vez más, lo revolvería todo, para conducirnos hacia otro
destino.
104
—El que se enfada es el que tiene que perdonar, María —me
aclaraba, mostrándome la lógica que a mí se me escapaba—. El
que respeta y acepta no se enfada y, por lo tanto, no tiene nada que
perdonar, porque comprende que cada uno es como es y avanza
del mejor modo que sabe. Inmersos en la dualidad de la Tierra, las
pruebas son constantes. Todos podemos apartarnos del camino de
la Luz, sin darnos cuenta, pero no por ello somos despreciables.
Bien al contrario, somos humanos en evolución, que descubren
cómo ser amor, cuando todo se complica. Ese es el acertijo que
cada alma ha venido a desentrañar en este planeta: ¿cómo ser amor
en medio de la densidad que atrapa, una y otra vez, al ser humano?
Todos los caminos son opciones viables para descubrirlo. Unos,
más largos y complicados que otros, pero todos aportan oportu-
nidades evolutivas. El alma crece y se expande cuando la conciencia
de la persona le permite mostrar amor y aplica sus soluciones. Por
eso, amada mía, no debes pedir clemencia a Dios, sino serenidad
y equilibrio, para que tu mente no se ofusque ante la adversidad y
pueda escuchar a tu alma. La conexión con tu alma te mostrará la
solución más amorosa en cada caso.
105
que nos conocimos, pero mi temor inconsciente me impulsó a se-
pararme de él, bruscamente.
106
SRVWHUJDUDOJRLPSRUWDQWH3RUÀQOOHJyHOWXUQRGHORVTXHVHKD-
bían quedado cerca, para transmitir unidos su mensaje, y la mirada
de Pedro se ensombreció.
/RVGRVQRVTXHGDPRVSHWULÀFDGRV\RFRQXQHVFDORIUtRTXH
VHLQWHQVLÀFDED\XQDDYDODQFKDGHLPiJHQHVIXQHVWDVHQODPHQWH
³£+DEOD£3RU'LRV³H[FODPy-HV~VDOÀQWUDVXQHWHUQRVL-
lencio.
107
—Usan esa palabra para nombrarnos y se mofan de la pasión
que nos mueve; pero empiezan a ponerse nerviosos, porque no
pueden apagarla. Ni con fuego, ni con leones, ni con lanzas…
³/RVVDFULÀFDQHQORVFLUFRVSDUDGLYHUWLUVH
108
su imagen quedaba completamente dañada y no resultaría creíble.
En la sociedad en la que nosotros habitábamos, la gente necesitaba
un salvador, alguien que representara una esperanza. Una persona
aparentemente superior, que con su ejemplo despertara admiración y
entusiasmo; que abriese una posible salida. Cansados de someterse al
yugo de tantas civilizaciones que los habían dominado, los habitantes
del pueblo de Israel ya no creían en sí mismos, por eso, se aferraron
tanto a la idea de que Jesús era el Mesías, el gran libertador, el que
les conduciría, de una vez y para siempre, al lugar que por derecho
divino les correspondía. A Jesús nunca le gustó esa perspectiva, pero
tuvo que tolerarla porque persistía: la gente continuaba llamándolo el
Mesías, a pesar de sus intentos de que comprendieran que él no era
un libertador ni un salvador del tipo que ellos esperaban.
3HURDGHPiVGHHVRSDUDUHFXSHUDUODFRQÀDQ]DHQODÀJXUDGHO0H-
sías de Israel, que había sido clavado en una cruz hasta perder la vida,
tuvieron que inventarse un adorno más para la historia: el Mesías había
resucitado al tercer día de su muerte. Ellos mismos lo habían pensado,
al verle llegar, cuando él regresó para avisarles de que seguía con vida.
Esa sería la explicación que limpiaría su imagen y devolvería la espe-
ranza. El Mesías había cumplido su palabra acerca de la vida eterna,
UHJUHVDQGRGHODPXHUWHHQFDUQH\KXHVR6XSRGHUHUDLQÀQLWRSRUTXH
él poseía la verdad. Su mensaje tenía que ser escuchado.
109
muerte, tras el desliz de Judas. Él, con su libre albedrío, se había
dejado llevar por la rabia, los celos y la envidia, provocando un
profundo giro en el plan de vida que el alma de Jesús, en comunión
con Dios, había ideado. Probablemente por eso, el alma de Judas
decidió entregar su vida para compensar el daño causado.
Pero ¿cuál era el plan inicial? Jesús sabía que no tenía que mo-
rir de aquel modo, porque aún quedaba mucho por hacer, pero
desconocía los detalles concretos de lo que había planeado antes
de encarnar, porque la densidad de la Tierra inducía al olvido. A
veces se lo había preguntado a Dios y este siempre respondía lo
mismo:
110
—Al principio, los mataban sin más, al encontrarlos reunidos.
Luego, la gente se fue haciendo más lista, y se escondían antes de
que llegaran. Juan y yo, que íbamos de un lado para otro, visitan-
do a los chicos para ayudarlos y coordinar todas las actuaciones,
descubrimos que, en una pequeña localidad del norte de Galilea,
el grupo de Santiago se escondía en cuevas bajo el suelo. Uno
de ellos se quedaba vigilando, mientras la reunión tenía lugar, y
avisaba si se acercaban los romanos. Aquella nos pareció una idea
estupenda y decidimos transmitírsela a los demás.
Así, los grupos de cristianos, que se reunían para recibir las en-
señanzas de Jesús, empezaron a construir catacumbas bajo las ciu-
dades. De ese modo podían congregarse sin riesgo de ser asediados. A
pesar de eso, muchos fueron detenidos tras la denuncia de sus vecinos.
³$ORVTXHFDSWXUDQORVOOHYDQDORVFLUFRVSDUDVDFULÀFDUORVFRQ
fuego o con animales salvajes —Pedro rompió el silencio, erizándonos
la piel. Nos miró a los ojos y añadió, con algo parecido a una sonri-
VD³3HURHOORVVLJXHQFDQWDQGRPLHQWUDVORVVDFULÀFDQ&DQWDQHQWX
nombre, Jesús. No puedes imaginarte qué energía. Sus voces transmi-
111
ten amor. ¡Amor! ¡Aman a sus asesinos! Lo has logrado, hermano. Has
tocado el corazón de mucha gente. Esto ya no lo detiene nadie.
112
Recé una oración silenciosa por el alma de aquellos hombres.
Se habían arriesgado tanto que habían perdido sus vidas. Sus
PXHUWHV VH VXPDEDQ DO VDFULÀFLR GH -XGDV HQJURVDQGR XQD OLV-
ta de dolor y pérdida que me partía el corazón. ¿Era realmente
necesario? Llegué a dudar de la bondad de Dios en algunos ins-
tantes. La incomprensión y el miedo eran demasiado intensos.
/RVSHQVDPLHQWRVQHJDWLYRVHUDQWDQDQJXVWLRVRV\DVÀ[LDQWHV
que me hicieron olvidar algo evidente: quedarse quieto ante la in-
justicia no era propio del carácter de Jesús. Mucho menos, si esa
injusticia se causaba en su nombre.
—Cada día que pasa mueren más —me repetía cuando yo pro-
testaba, y en mi interior se generaba un sentimiento de culpa que
crecía cada vez más.
113
—¿Quieres quedarte? —me preguntó la víspera de nuestra
partida, cuando Pedro salió a dar un paseo, antes de dormir.
Tal era la tristeza que yo manifestaba, al estar presa de mi lucha
interna.
114
—Hoy me cuesta —reconocí, cabizbaja—. Ya sé que no te
necesito para estar bien, que debo sentirme bien aunque no es-
tés tú, pero hoy…
³7~WDPELpQSXHGHVKDFHUOR6RORWLHQHVTXHFRQÀDUHQWL\HQ
lo que percibes. Es más fácil de lo que crees. Pruébalo.
115
que tú. Eso genera en tu interior una gran insatisfacción, una protes-
ta que emite y genera dolor. En cambio, cuando aceptas que el que
quiere dominarte es como es y abandonas la lucha, con serenidad y
amor, comprendiendo que él o ella no es más fuerte que tú, sino que
simplemente tiene miedo y un gran vacío de amor, entonces conser-
vas en ti todo tu poder. No se lo cedes, no pierdas energía. Simple-
mente aceptas que es como es. Tal vez modulas un poco tu compor-
tamiento, para no provocar su ira contra ti, pero interiormente no te
has doblegado, porque permaneces en ti, respetándole, sin juzgarlo
ni emitir rencor, y respetándote a ti, al considerarte fuerte y capaz, a
pesar de las creencias ajenas que quieren doblegarte. Manteniendo,
HQGHÀQLWLYDXQDJUDQRSLQLyQVREUHWLPLVPD\FRQÀDQGRHQTXHWX
sentir te está guiando, en que no está mal ni equivocado lo que surge
de ti. ¿Comprendes?
Asentí.
³$KRUDUHÁH[LRQD0DUtD¢4XpVHQWtDV\VREUHWRGRTXpSHQ-
sabas cuando tu padre te imponía su voluntad?
—Sentía que había hecho algo mal y no sabía qué era. Con-
IXVLyQ6tVHQWtDFRQIXVLyQ'HVFRQÀDEDGHPt7DPELpQGRORU
No me gustaba que me hablara así, diciéndome cosas tan horri-
bles. Sentía que no me quería, que yo no merecía el amor. Me
llenaba de rabia. Se suponía que tenía que quererme, ¿no? Yo era
su hija…
116
Apreté los dientes. Me costaba decirlo en voz alta.
³$OGHVFRQÀDUGHWLPLVPDHPSH]DVWHDHPLWLUUDELD\UHQFRU
hacia los demás. ¿Comprendes?
³&UHRTXHSRGUtDSHUGRQDUPHSRUKDEHUGHMDGRGHFRQÀDU
en mí.
117
—Podría perdonarme por haber creído que él tenía razón y por
esconderme dentro de una cueva en mi interior, creyéndome inde-
fensa, volviéndome insegura ante él.
Las lágrimas rodaban por mis mejillas silenciosamente pero, esta vez,
QRDYLYDEDQPLGRORUVLQRTXHPHFDOPDEDQFRPRVLDOGHMDUODVÁXLUDO
ritmo de mis palabras, fueran sanando la herida que aún sangraba.
118
E mprendimos el viaje de regreso a Jerusalén, junto a un
Pedro que se mostraba cariñoso y atento, como si los aconte-
cimientos le hubieran vuelto más sensible aún, más amoroso, y
su inocencia innata se hubiese transformado en madurez.
El también sonrío.
—Es admirable.
119
Jesús nos miró a los ojos, seguramente para comprobar si
decíamos la verdad, y sonrió con tristeza, también.
120
Los dos me miraron como si me vieran por primera vez. Sentí
el impulso de disculparme:
121
Jesús asintió, complacido:
122
mos al ojo del huracán precisamente por eso: porque aquello le co-
nectaba directamente con la misión que se vio obligado a abandonar.
Elisa nos recibió con cara de pocos amigos, sin darse cuenta de que
uno de nosotros era el hermano que, supuestamente, perdió. Nadie la
KDEtDLQIRUPDGRGHTXHHOFUXFLÀFDGRQRIXH-HV~VVLQR-XGDV\DKRUD
su mente no lo reconocía, aunque su corazón debió de notar su pre-
sencia, porque le dirigió varias miradas de extrañeza y curiosidad. Algo
en él llamaba su atención: una mujer demasiado alta para ser mujer,
con rasgos ciertamente masculinos y ojos de mirada profunda. Elo-
cuentes, porque Jesús no podía disimular la emoción al reencontrarse
con Elisa y comprobar que estaba bien. Pero ella no nos dejó pasar.
Nos pidió austeramente que la dejásemos en paz, porque no quería
complicarse la vida con nada ni con nadie que tuviese que ver algo con
el Mesías. Yo iba a decirle la verdad, pero Jesús me detuvo. Mirándola
intensamente asintió sin decir nada y nos tomó del brazo, para que nos
marcháramos de allí. La puerta se cerró a nuestras espaldas. El suspiro
que él emitió me partió el corazón. Tal vez, Elisa se había dado cuenta
GHTXLpQHUDSHURHOLJLyÀQJLUTXHQR«
123
desgarbada y masculina con Jesús, lo cierto era que corríamos un
riesgo muy grande al aparecer en la ciudad.
124
—Jesús, no quiero ir —le dije muy apurada, cuando paramos
para que bebiera el caballo.
³1RWDUGDUiQHQOOHJDU³GLMRQXHVWURDQÀWULyQTXHVHDGHODQ-
tó con la antorcha y la insertó en un hueco que había en la pared—.
Nos reunimos aquí todas las noches, para contarnos las novedades
y decidir lo que vamos a hacer. También para hablar de ti. Les en-
canta que les cuente anécdotas del tiempo que compartimos. Mu-
chos formulan una pregunta a menudo: ¿qué haría él?, cuando se
encuentran ante un problema que no saben resolver. ¿Qué haría
él?, y entonces comienza el debate, hasta que acaban preguntándo-
me a mí: ¿Cómo lo resolvería él?
125
Jesús sonreía complacido.
—No es tan fácil, Jeshuá. Primero hay que mostrar con el ejem-
plo. Lo dijiste tú. Sí, no me mires como si estuviera desvariando.
Cuando no sé qué decirles, busco en mi interior, y entonces hallo
la respuesta. Es como si una voz me hablase desde adentro, como
una certeza. Sé que esa es la respuesta apropiada y se la doy. Todos
quedan maravillados y se abren a tu mensaje cada vez un poco
más. La información entra en sus cabezotas, porque la dijiste tú,
¿comprendes?
126
—La gente continúa viniendo. Hay algo muy grande que nos
hermana y nadie quiere prescindir de esa sensación.
3HGURDVLQWLyUHVSRQGLHQGRFRQÀUPH]D
127
uno a uno. Había allí más de cincuenta personas, que se habían sen-
tado en círculo alrededor de Pedro. El silencio lo invadió todo, otra
vez. Cincuenta pares de ojos esperaban una explicación. Algunos
me miraban a mí, en busca de una respuesta, pero yo estaba tan
muda como los demás, sintiendo un intenso latido en mi interior.
Lo tenían delante, pero no podían verlo. Sus mentes ya se habían
despedido de él. Ni siquiera lo contemplaban como una posibi-
lidad.
128
do continuar, porque todo hubiese acabado tan abruptamente,
por la inmensa pérdida que representaba todo lo que sucedió.
Pero vosotros… —se emocionó—. Vosotros le habéis devuelto
la alegría a mi corazón.
129
Sinceramente, aquel desatino me llenó de rabia. ¿Qué necesi-
dad había de revelar la verdad? ¿Con qué objetivo se desnudaba él
públicamente, exponiéndose a ser denunciado o descubierto? Aun-
que aquellas personas estuvieran entregadas a su causa, no dejaban
de ser humanas, y los humanos, muchas veces, se dejan llevar por
el ego, sin querer…
Jesús miró a Pedro, que cruzó las manos y guardó silencio. Lue-
go se dirigió a mí:
—No entiendo por qué te pones así. Creía que estabas conmigo
en esto.
130
—¡Es increíble! ¡Te he acompañado hasta aquí! ¿No te he
seguido siempre? ¿Cómo puedes reprocharme algo así?
Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Con los ojos clavados en
los suyos forcé una falsa serenidad:
³6tDORPHMRUHVHVRORTXHWHQJRTXHKDFHU&RQÀDUPiVHQ
mí y dejar de creer que tú siempre das los pasos acertados.
131
hogar. ¿Qué sentido tenía aquella empresa? ¿Qué necesidad había
de exponerse tanto? Como en otras ocasiones, él leyó lo que yo
pensaba y respondió:
³3DUDPtHVLPSRUWDQWH6LORSUHÀHUHVSXHGHVUHJUHVDUDFDVDW~
132
Cuando estás ofuscado no puedes hablar desde el corazón. Es
mejor que te apartes de lo que te ofusca, que recuperes tu serenidad
y que intentes comprenderte a ti mismo, antes de intentar arreglar
lo que se estropeó. Jesús y yo se lo habíamos aconsejado muchas
veces a otras parejas, seguros de que aquella era la mejor solución.
Ahora nos tocaba aplicarla a nosotros mismos y no resultaba nada
fácil, porque la mente se empeñaba en revivir la escena y regodear-
se en el dolor. ¡Basta!, me decía yo internamente, pero los pensa-
mientos me llevaban de regreso al mismo punto, una y otra vez: el
momento en el que él me dijo que regresara a casa sola. ¿Dónde
quedaban sus promesas?, todas las veces que me repitió que no nos
separaríamos nunca más. Los hombres se olvidan con facilidad de
las cosas que prometen a las mujeres…
133
Profundizar en mí para encontrar el origen… Desde luego, seguro
que algo tenía que ver con mi madre, porque aquella frase no había
aparecido en mí por casualidad. Las creencias que se instalan en no-
VRWURVFXDQGRVRPRVQLxRVQRVLQÁX\HQGHPDQHUDLQFRQVFLHQWH<R
nunca había tenido una pareja, antes de Jesús. Incluso, durante los tres
años que pasamos juntos, yendo de acá para allá, no vivimos la vida
de una auténtica pareja, pues rodeados de gente y en estrecha convi-
vencia con doce hombres más, disponíamos de muy poco tiempo para
FRPSDUWLUVRORVpO\\RÓQLFDPHQWHKDEtDPRVIRUPDGRXQDIDPLOLD
en el último año. Entonces, sí. Las cosas cambiaron mucho desde que
abandonamos Jerusalén. Aun con la compañía de su madre, Jesús y yo
tuvimos mucho tiempo para hablar y compartir. Fue entonces cuando
se inició verdaderamente nuestra relación de pareja. Pero lo que yo
tenía con Jesús no se parecía en nada a lo que tenía mi madre. Ella no
era feliz junto a mi padre, de eso estaba segura. Fueron muchas las oca-
siones en las que mi madre se escondió para llorar en soledad o para
protestar por lo bajo. Pretendía evitar que él la descubriese. Eso habría
complicado mucho más su situación, porque ellos dos formaban una
pareja típica, acorde con los dogmas de su época y con los mandatos
de su sociedad: el hombre mandaba, la mujer obedecía. No había más.
Las promesas que los hombres hacían, llevadas tal vez por la emoción
de un instante de pasión, eran arrojadas al fuego del olvido cuando lle-
gaba el momento de cumplir lo prometido y se veían ante la disyuntiva
de elegir: hacer lo que les viniese en gana o respetar las palabras que
habían salido de su corazón.
134
fadada porque se había olvidado de todo eso? ¿Estaba suponiendo
que él actuaba ahora como mi padre, y como todos los demás,
llevado por el egoísmo masculino del que tanto hablaba mi madre?
¿De quién era aquel enfado, de ella o mío? ¿Quién era la dueña de
esa creencia?, ¿ella o yo?
Me quedéWDQDQRQDGDGDDQWHDTXHOGHVFXEULPLHQWRTXHÀQJí
echarme a dormir, para evadir su mirada inquisitiva. Necesitaba
estar en mí, solo en mí, para seguir profundizando, para desmadejar
el hilo que se había enredado en mi interior. Les di la espalda, pero
sentí los ojos de Jesús clavados en mí y, al poco, unos pasos que se
acercaban. Sabía que era él. Su energía era inconfundible. Se tumbó
a mi lado, me abrazó. Con la palma de su mano sobre mi corazón
acercó su boca a mi oído y musitó:
135
Cuando los romanos los descubrían, muchos perdían la vida en
circunstancias muy dolorosas, expuestos a una tortura pública,
con la que los gobernantes querían aleccionar al pueblo: que na-
die osara sumarse a aquel movimiento cristiano. Así los llamaban,
los cristianosFRQXQWDODQWHGHVSHFWLYRUHÀULpQGRVHDHOORVFRPR
ORVVHJXLGRUHVGHXQFUXFLÀFDGR3HURDTXHOODJHQWHVHVHQWtDRU-
gullosa de recibir ese apelativo. Pertenecemos al Cristo, decían con el
pecho henchido. ¿Dónde estaba la necesidad de demostrarles que
el Cristo seguía vivo?
1XHVWUD SULPHUD GLVFXVLyQ D~Q ÁRWDED HQ HO DLUH FRPR XQD
amenaza funesta. De repetirse, uno de los dos volvería a salir
herido.
136
abruptamente? Cuando me atreví a sugerírselo me miró con una
inmensa frialdad.
—Me haces daño con esa pregunta —dijo, con los ojos llenos
de lágrimas.
137
gasen y entonces, él realizaba su actuación estelar, para contarles
que seguía vivo, que había esperanza, que estaba a su lado, dis-
puesto a acompañarles en aquella dura prueba, como uno más,
exponiendo su propia vida, porque todos juntos formábamos un
equipo de luz. Eso decía, que éramos un equipo de luz con una
misión divina, pero yo no me sentía en absoluto luminosa. Bien al
contrario me sentía una sombra. Cada vez más apagada, cada vez
más cansada, con menos energía, durmiéndome por todas partes,
a cualquier hora, con la cabeza llena de pensamientos muy desa-
gradables, que acrecentaban mi dolor y también, mi frustración.
138
Yo no me acordaba de eso en aquellos instantes, en los que mi
desconsuelo era tan grande que apenas podía pensar con claridad
y, mucho menos, conectar con la luz de mi alma. Siempre había
utilizado ese recurso para recuperar la paz interna: concentrarme
en la luz que brillaba en el centro de mi pecho, expandirla hasta
que me abarcara por completo, dejarme acunar por ella… Pero
ahora no podía. Solo quería llorar a escondidas y encerrarme en
mi interior, desaparecer del mundo. De repente, la vida ya no era
XQEHOORMDUGtQGHÁRUHVH[TXLVLWDVVLQRXQYDOOHRVFXUR\GHVROD-
do, donde nadie me veía. Ni una sola mano amiga…
139
tristeza se apoderaba de nosotros cuando oíamos hablar de los
que habían sido ajusticiados.
El lugar al que llegué era hermoso: la luz serena del alba acari-
ciaba el ambiente, se oía el canto de los pajarillos que despertaban
al nuevo día, la naturaleza se preparaba para resurgir renacida.
Algo me conectó con mis recuerdos de niña, porque me acordé
de los días en que acudía al río, en Nazaret, para sentirme libre y
calmarme. A menudo me bañaba desnuda, cuando nadie me veía,
\QRWDEDFyPRHODJXDSXULÀFDEDPLPHQWHOOHYiQGRVHODVSUHR-
cupaciones o los disgustos. ¿Por qué no?, me dije. Puede que esta vez
también me sirva.
140
Sentí que algo sucedía. El viento se alzó un poco y agitó el agua.
Yo sabía que la naturaleza me respondía. Noté la fuerza de la Tierra
llegando a mí desde las piedras que tocaba con mis manos. Real-
mente era mágico lo que sucedía. Lloré para liberarme del dolor y
de la angustia. Dejé que el viento se llevará todo aquello de lo que
me desprendía. El viento, el agua, la misma Tierra eran ahora mis
aliados, me ayudaban a recuperar el equilibrio. Y entonces llegó
la luz, la caricia cálida del sol sobre mi cara. $\~GDPHW~WDPELpQ, le
pedí, anhelando que me nutriera con su energía. Al poco me sentí
fortalecida.
&XDQGRVDOtGHODJXDPHYLUHÁHMDGDHQHOOD$OJROODPyPLDWHQ-
ción, me detuve a observarme. Mis senos parecía más grandes, más
ÀUPHVKDVWDFRQXQFRORUGLVWLQWR)XHODLQWXLFLyQRODFHUWH]DQR
lo sé. Mi mano resbaló hasta mi vientre y allí se detuvo. Un cosqui-
lleo interno me erizó la piel, un poco antes de que la voz brotara de
nuevo:
141
historia. No era lo mismo exponernos a un gran peligro, nosotros
solos, que exponer a un bebé aún no nacido. Estaba segura de que
Jesús recapacitaría y por eso quería serenarme primero, para poder
pensar con claridad. Ahora, la densidad ya no me atrapaba; mis emo-
ciones de rabia, tristeza y culpa se habían evaporado. En su lugar
me sentía dichosa, bendecida. Una vida en mi interior… El fruto de
nuestro amor inmenso creciendo en mi vientre cada día. La felicidad
regresaba a mí para quedarse, porque un hijo era para toda la vida.
Un hijo mío y de Jesús. ¿Podía haber algo más grandioso? Su semilla
XQLGDDODPtDÁX\HQGRDWUDYpVGHPLVDQJUHSRUWRGRPLFXHUSR
Unidad pura. Ese bebé representaba la materialización completa de
nuestra unidad. ¡Qué maravilla!
142
contárselo, pero la vocecilla de mi hijo —ahora sabía que lo era—
me advirtió de repente:
0HGHWXYHDUHÁH[LRQDU¢3RUTXpPHDGYHUWtD"<RVtTXHTXH-
ría que Jesús hiciera eso. Era lo que más quería en el mundo, y
mucho más ahora, ante la inminente llegada de un hijo. No sabía
cuándo nacería, porque ni siquiera recordaba cuánto tiempo lle-
vábamos viajando, ni había tenido en cuenta la ausencia de mi
menstruación, tan ofuscada como estaba. ¿Tal vez tres meses? No
lo sabía con certeza. En cualquier caso, en aproximadamente seis
o siete lunas, mi bebé nacería, y yo no quería que eso sucediera en
una catacumba fría y bajo la energía del miedo que aquella aven-
tura loca me producía. Yo quería que llegara en un lugar seguro,
en nuestro hogar, con la compañía de sus padres, de los dos. Pero
¿sería eso lo que querría también Jesús? Él parecía entregado por
completo a aquel empeño de contarles a todos que seguía vivo,
de seguir predicando, de buscar a Juan. Su hermano aún no ha-
bía aparecido, ni siquiera había dado señales de vida. En algunos
pueblos nos decían que había pasado por allí, hacía algún tiempo,
pero nadie sabía nada de su paradero. Jesús amaba a Juan con
toda su alma. ¿Tenía yo derecho a pedirle que dejara de buscarlo?
Hacía muy poco que había perdido a su madre y a muchos de los
chicos. ¿Debía yo obligarle a vivir con la incertidumbre de no
saber si su hermano amado seguía con vida?
0HTXHGpÀQDOPHQWHGRUPLGDGiQGROHYXHOWDVDDTXHOODLGHD
mientras el amor y la compasión se abrían paso a través de mis
miedos. Soñé con una playa, donde un mar agitado recuperaba la
calma tras una intensa tormenta. Un mar que me impregnaba con
su espuma mientras yo, tumbada en la orilla, me dejaba acariciar
por sus aguas. Alguien se acercó a mí, hizo sombra al sol que me
daba en la cara. Era Jesús. Un Jesús intensamente iluminado, que
me miraba con amor pero también, con tristeza. Sus ojos habla-
ron para entregarme un mensaje que no necesitaba palabras:
143
—María, déjame ser yo mismo, por favor.
144
No era la primera vez que viajaba sola. De hecho era mucho
más seguro para mí. Junto a Pedro y a una mujer un tanto sospe-
chosa, yo me encontraba en el centro del huracán. Sin ellos podía
pasar desapercibida y, de ser reconocida, mostrar mi vulnerabi-
lidad, para que nadie pudiera verme como una amenaza para la
causa romana. En realidad, mi presencia podía suscitar más com-
pasión que miedo, pues había perdido a alguien muy importante
para mí. Una mujer sola no aparentaba más que fragilidad. Sin
embargo, yo me sentía fuerte, segura de lo que estaba haciendo.
145
de que se hubiese negado a que me marchara o, incluso peor,
que me hubiera dicho que me fuera sin él. Esa posibilidad se me
antojaba demasiado insoportable…
146
lidad. No lloré. No me lo permití. Ahora tenía que ser fuerte para
cuidar de mí misma y del hijo que crecía en mi interior.
147
ravillosa para después apagarse… Aunque aquello me llenaba de
angustia, yo no permitiría que esa emoción se apoderase de mí
nuevamente, porque ahora estaba él, y por él yo lucharía, ven-
cería todas las inclemencias, resolvería todos los inconvenientes,
saldría airosa de aquella triste aventura. Le llevaría sano y salvo,
GH UHJUHVR DO KRJDU D QXHVWUD TXHULGD FDVD GRQGH SRU ÀQ GHV-
cansaría. Crearía el entorno apropiado para él. Yo sabía labrar la
tierra, coser la ropa, cocinar un poco... Dios me ayudaría para que
saliéramos adelante, estaba segura.
148
todo iría bien, porque ahora la energía me apoyaba. Quizás me había
equivocado al tomar la decisión de marcharme sin decirle nada, pero
no al querer llevar a mi hijo a casa. Mi bebé no nacería en circunstan-
cias peligrosas, sino al abrigo de un hogar tranquilo y seguro.
149
mucho que hacer: limpiarlo todo, arar la tierra, sembrar nuevas se-
millas, preparar una pequeña camita para mi bebé…
150
Mi hijo está punto de nacer y Jesús no aparece por ninguna
parte. Estos meses de soledad me han ayudado a comprender-
me. He descubierto que, sin darme cuenta, actué por miedo. Me
dejé llevar por mis temores inconscientes, olvidándome de que
él y yo formábamos una unión sagrada. A este lugar no llegan
noticias de nuestra tierra. Desconozco si aún sigue con vida…
151
do es que sigue vivo, y entonces su ausencia se prolonga porque
no pretende regresar…
—Perdóname, hijo. Prometo ser una buena madre para ti, en-
tregarte todo el amor del mundo. Yo cuidaré de ti y tú me darás
fuerzas para seguir cuidando de mí misma. Como haces ya…
152
a atraparme. Puedo afrontar esto yo sola. Soy una mujer fuerte. Siem-
pre lo he sido, aunque me dejara llevar por las emociones y me olvidara
de mí misma… Hoy renazco junto a él. Mi hijo se merece una madre
segura. Esa soy yo misma. Voy a demostrarle, a él y a mí, que yo puedo,
que soy fuerte. Aunque el dolor apriete voy a soportarlo.
(OGRORUVHLQWHQVLÀFD\JULWR(VPXFKRPiVLQWHQVRGHORTXH
imaginaba. Una pequeña duda me hace temblar: ¿podré soportar-
lo? ¡Por supuesto!, sentencia mi propia alma, con tanta vehemencia
que me convence, y recuerdo que yo misma estoy ahora renaciendo.
153
se desbordan. Es una niña preciosa que me mira un segundo, antes
de echarse a llorar conmigo. La llevo a mi regazo, para abrazarla con
todo mi ser, y me tumbo de nuevo. El calor del sol calienta nuestros
cuerpos húmedos, mientras le susurro:
154
llegada. A veces me parece que la escucho, que me habla, como
cuando estaba en mi vientre y me susurraba mensajes de esperanza.
Sé que le resulta difícil estar lejos de mí, por eso apenas la dejo sola
en su camita. Enseguida se despierta y siente miedo. Se desorienta.
Necesita el calor y la seguridad que le proporcionan mis brazos.
Noto que junto a mí se relaja, me busca para sentirse protegida. Es
tan pequeña, tan dulce, tan bonita…
155
tan grande que a veces ni me reconozco. Yo sé. Yo puedo. Saldremos
adelante, hija mía. No lo dudes nunca.
156
Han pasado los meses y Jesús no ha regresado. Me planteo ir a
buscarlo, envolver a mi hija con una sábana, alrededor de mi cuer-
po, y regresar a Nazaret. Seguro que allí alguien sabe algo. Su her-
mana, tal vez. Cuando conozca a su sobrina no se atreverá a pedir-
nos que nos marchemos de allí. Elisa es bondadosa, aunque tenga
miedo. Voy a prepararlo todo para emprender el viaje. Cerraré la
casa, abandonaré esta tierra, otra vez. No puedo quedarme aquí, a
la espera. Tengo que averiguar si le ha pasado algo. Cuento las lunas
desde que me aparté de él. Ya son quince. Demasiadas. Un peque-
ño desencuentro no termina con una conexión como la nuestra.
Voy a ir a buscarle. Si no regresa es porque no puede. Estoy segura
de eso. Me he demostrado a mí misma que puedo lograr cosas
importantes sola, sin ayuda de nadie, sin que nadie me sostenga
o me proteja. Yo lo hago. Ahora también sostengo y protejo a mi
hija. He crecido. He madurado. Puedo afrontar este nuevo reto, y
lo haré. No me detiene nada. Voy a buscarlo.
157
Cierro la puerta, recojo el hatillo que dejé en el suelo y echo
una última ojeada al lugar. El trigo se estremece al compás de
la suave brisa que se levantó hace un rato. Los árboles del bos-
que cercano reciben los primeros rayos del sol de la mañana y
adquieren un aspecto diferente, como si cambiaran de color,
como si se alegraran del regreso de la luz. Yo misma me deten-
go a recibirla sobre mi cara. Me pongo frente al sol, cierro los
ojos y formulo un deseo interiormente: que todo salga bien, que
regrese a casa con mi hija y con Jesús…
158
A veces, solo hace falta tomar la decisión de traspasar el miedo,
volverse valiente y dar el primer paso, para que la vida mueva los
hilos del destino y te demuestre que no necesitas más para superar
la prueba de evolución ante la que te encuentras, que la historia
cambia con tu decisión de superarte y avanzar.
159
que, a ratos, me echaba a llorar de impotencia. Yo puedo con esto, me
decía. Si me lo ha enviado Dios es que yo puedo.
160
—Amor mío, esta es nuestra hija.
—Precisamente por eso. Con dos Marías en casa, las dos res-
ponderíais a mi llamada. Sarah era una mujer admirable. Me gusta-
ría que sus dones estuvieran en nuestra hija.
161
pasó a llamarse Sarah, aunque al principio a mí me costaba dirigir-
me a ella de ese modo.
—Por miedo. Callé por miedo y también, por amor. Pero amor ba-
sado en el miedo. Lo que más temía era enfrentarme a tu rechazo, en el
caso de que hubieras decidido seguir tu viaje, a pesar del embarazo. Te-
mía también que, por mi causa, dejaras de ser tú mismo, y quise realizar
un acto de amor: asumir yo sola la responsabilidad, para permitirte
seguir tu camino. Pero no lo hice desde la perspectiva adecuada. Lo
hice por temor. Temía que dejarás de quererme, si te impedía ser tú…
162
—Realmente has crecido —dijo—. Vuelves a ser la María de la
que yo me enamoré como un tonto.
—Está bien empleado, si era necesario para que volvieras a ser tú.
163
—Cuéntamelo —murmuré, notando el latido de mi corazón,
que empezaba a acelerarse.
—Está bien.
164
Pedro y Jesús entraron en contacto con muchos grupos de
cristianos, difundiendo la noticia de que el Mesías había regresado.
Tras la incredulidad inicial, la reacción solía ser siempre la misma:
aplausos, lágrimas y entusiasmo. Si él seguía con vida, aún había
esperanza. Las muertes de todos los hermanos que habían sido
apresados por los romanos cobraban sentido. Jeshuá se ocuparía
de arreglar las cosas.
165
Protegido y amparado por los demás, en una mazmorra fría
\RVFXUD-HV~VWXYRWLHPSRGHUHÁH[LRQDUDFHUFDGHVXYLGD0H
contó que estuvo allí cuatro días. Solo les daban agua, para mante-
nerlos con vida, mientras se preparaba la función en la que serían
ajusticiados. Pasó hambre, pasó frío, pasó miedo. Sus compañeros
esperaban que él hiciese un milagro, pero estaba tan angustiado y
confuso que difícilmente podía mantener el equilibrio. Solo pensa-
ba en mí, me dijo. En mí y en nuestra vida juntos, en nuestro pe-
queño hogar, seguro y tranquilo. Dijo que se había dado cuenta de
algo importante, algo que le costó reconocer en sí mismo. De algún
modo, de manera muy sutil, se había dejado llevar por el impulso de
salvar al mundo, olvidándose de salvarse primero a sí mismo.
Lloró por Pedro, lloró por todos los chicos, lloró por Juan, del
cual había tenido noticias. Se encontraba en un país lejano, a salvo,
pero lejos. No había vuelto a verlo. Tal vez, ya no lo vería nunca.
166
Ahora se daba cuenta y se arrepentía. Ahora que ya no tenía
remedio, porque iba a ser ajusticiado en un circo público. De-
lante de cientos de romanos que aplaudirían y gritarían para que
un toro o un león o el fuego acabaran lentamente con su vida.
Esta vez como un anónimo, porque nadie lo había delatado.
La lealtad seguía latente en las miradas de sus compañeros, a
pesar de todo. Ningún reproche. Ni siquiera una pequeña de-
cepción en aquellos ojos asustados que esperaban la muerte a su
lado. Asustados, pero valientes. Se admiró de la fuerza interior
de aquellos hombres y mujeres que lo rodeaban y comprendió
que no todo estaba perdido, porque el mensaje había calado en
aquellos corazones, generando un gran cambio en las personas.
La semilla había germinado. Solo había que esperar a que se
expandiera por el mundo.
167
las fauces de los leones que esperaban, hambrientos, a que les
dieran de comer. Jesús le pidió a Dios que le diera valor para
enfrentarse a aquello. Al poco, sus compañeros comenzaron a
cantar y él se estremeció. Pedro se lo había contado, pero vivirlo
de cerca era sobrecogedor. Una fuerza poderosa nacía de aquella
canción, entonada al unísono por tantas voces. Poseía el poder
de un decreto pronunciado con la fuerza de la unidad. Un canto
PDJQLÀFRTXHSURFODPDEDHODPRU$OJRDVtFRPRnuestros cuerpos
morirán, pero las almas volarán hasta el sol, para brillar con más fuerza
y ayudaros a recordar que sois amor, que el amor es la fuente que mueve el
universo, y está en vuestro interior.
168
Cuando llegó su turno, casi todos los leones se habían retira-
do, hartos ya, saciados. El terrible espectáculo que había queda-
do a su alrededor le encogió el corazón. Cuerpos destrozados,
algunos vivos todavía. Se oían lamentos; la canción, ya no.
169
El amor entre un hombre y una mujer es algo sagrado, una lec-
ción de vida permanente. En soledad podemos aprender muchas
FRVDVHQXQLGDGQRVUHÁHMDPRVPXWXDPHQWHODSDUWHGHQRVRWURV
mismos que no queremos ver. Es así como salen a la luz compor-
WDPLHQWRV \ DFWLWXGHV DQWLJXRV TXH GLÀFXOWDQ OD FRQH[LyQ FRQ HO
corazón y, por tanto, la expresión del alma.
171
me valiente, superar mis limitaciones enfrentándome a mis fantasmas
internos y decidiéndome a cuidar de mí, en primer lugar. El auténtico
amor de pareja nace del amor a uno mismo y crece sobre él.
Jesús también tuvo que respetar sus propios deseos para descu-
brir de dónde procedían. En ocasiones es necesario errar el paso
para darse cuenta de que no es por ahí. La senda que eligió lo llevó
a un callejón sin salida plagado de horror, una experiencia parecida
a la que ya vivió, pero mucho más dolorosa e intensa. La vida vol-
vía a mostrarle que su función pública terminó. La primera vez se
resignó, la segunda lo comprendió.
172
Su vida era un ejemplo evolutivo. Su sangre era un tesoro,
porque llevaba impreso ese modo de afrontar la dualidad, esa
perspectiva: la certeza de que la verdad se halla en el corazón y
GHTXHODFRQÀDQ]DHQXQRPLVPRHVODOODYHGHODHYROXFLyQ3RU
eso, antes de abandonar este mundo para regresar a Dios, Jesús
debía engendrar a varios hijos, seres humanos conscientes que
esparcirían su semilla por toda la Tierra.
(VROHGLMR'LRV\-HV~VORFRPSUHQGLyDFHSWDQGRSRUÀQ
los envites del destino, que lo habían obligado a apartarse de la
que creía su única misión. Quizás, las cosas no sucederían como
se habían planeado, quizás podría haberse evitado gran parte del
sufrimiento que muchos tuvieron que pasar, pero el libre albe-
drío de los hombres había hablado y eso se tenía que respetar.
Respetar las decisiones de los demás, adaptarse a los cambios y
ocuparse de seguir siendo uno mismo, en medio del caos que
se generó. La mejor manera de seguir siendo uno mismo, con-
tra viento y marea, era escuchar y atender a la voz del corazón,
recurriendo a la conexión con Dios cuando el ego o la mente o
la conciencia colectiva impulsaba a dar pasos en otra dirección.
173
Amado lector, el libro se acaba aquí, pero la historia continúa
en tu propia vida. Yo solo fui testigo de una vida extraordinaria,
compañera afortunada de un ser especial y único en su especie, en
el momento en el que yo viví. Hoy, su esencia se encuentra en ti. El
mensaje de Jesús recorrió la Tierra. Su voz resuena en cada corazón
que siente la verdad. No importa que lo que dijo fuese tergiversado.
Importa la resonancia que su recuerdo genera en ti. Probablemen-
te, en tu sangre se encuentre parte de la suya, porque nuestros hijos
se expandieron por el mundo, para cumplir su función.
175
Alicia Sánchez Montalbán nació en Sevilla y vive en Barcelona
desde 1996. Después de estudiar Derecho y Fiscalidad y trabajar en
diversas entidades bancarias se dedicó al mundo de la formación,
donde encontró su verdadera vocación.
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OTROS LIBROS DE
ALICIA SÁNCHEZ MONTALBÁN