Romanico Monstico

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del libro
EL MONASTERIO DE CLUNY; Arte Música e ideas de
FINES DEL SIGLO XI Y COMIENZOS William Fleming
DEL SIGLO XII

La expresión más típica del periodo románico fue el monasterio. La vida de las ciudades
antiguas Atenas y Pérgamo había culminado en la pléyade perfecta de sus acrópolis, la de Roma se
había materializado en sus foros y construcciones civiles, en tanto que Constantinopla y Rávena
habían perfeccionado la basílica y el palacio como expresiones eclesiástica y política de un orden
teocrático social. En el periodo gótico que siguió al románico, la expresión fundamental sería la
catedral. Al extenderse hacia el norte el cristianismo después de la caída del Imperio Romano de
Occidente, las clásicas formas septentrionales habían entrado en contacto y se habían fundido con
las de los pueblos bárbaros del norte. Esta unión de la antigua y establecida civilización romana,
con sus ideales de razón, moderación y tranquilidad, y el nuevo espíritu avivado del norte con su
inacabable energía y exuberante imaginación, culminó en el románico, estilo que alcanzó su
madurez entre los afios de 1000 y 1150. Al carecer de la seguridad de gobiernos centrales
vigorosos, sin las ventajas de ciudades y poblados florecientes, el hombre monástico buscó la paz
de espíritu en la abadía como asilo del tormentoso mar de la sociedad que lo rodeaba. En esos
centros, alejados del mundanal ruido, construyó un mundo en miniatura que incluyó una síntesis de
la vida románica. Además de ser un templo en que los peregrinos podían reunirse para venerar
reliquias sagradas, el monasterio fue el centro artesanal y agrícola de la región, al igual que la sede
de la cultura y los conocimientos, y albergaba las únicas bibliotecas, escuelas y hospitales de esa
época.
El mayor y más grandioso de todos los monasterios románicos fue la abadía de Cluny, y en la
figura 88 se muestra una reconstrucción que Kenneth J. Conant hizo, cuando ella estaba en el
pináculo de su poder y fama. Dentro de sus muros convivían hombres contemplativos con hombres
de acción; los impregnados en las preocupaciones mundanas vivían junto con los que sabían poco
de la vida extramuros: los santos vivían codo con codo con criminales que buscaban refugio de la
persecución de las autoridades civiles. Los que eran atraídos por la vocación de monje eran firmes
creyentes de la aparente paradoja que encerraban las palabras de Cristo: “Porque quien quisiere
salvar su alma la perderá, pero quien perdiere su vida por amor a mí, la salvará” (San Lucas 9:24).
Al hacer los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, el monje automáticamente renunciaba a
metas mundanas como bienes materiales individuales, los placeres de los sentidos, satisfacciones
personales de la vida familiar, e incluso el ejercicio de su libre albedrío. Según las reglas de San
Benito, el fundador del monasticismo europeo, un monje “no debe dejar absolutamente cosa
alguna para sí, ni un libro ni una tablilla, ni una pluma: nada en absoluto”. Por medio de la
renunciación de todas las aspiraciones mundanas, el monje buscaba una. vida más elevada en el
reino del espíritu, lo que puede ser resumido por completo en las palabras de San Pablo: “Y ya no
vivo yo: es Cristo quien vive en mí” (Epístola a los gálatas, 2:20). Para poner en práctica dichas
metas ultraterrenas había que alejarse del mundo y sus faustos y abrazar una forma especial de
vida.
Para que floreciera la vida pura del espíritu, el monasterio tuvo que ser planeado de modo tal
que los monjes contaran con todo lo necesario para su subsistencia corporal y su sustento
espiritual. El objetivo que se buscaba era ser lo más independientes del César, para de este modo
dar todo a Dios. La regla benedictina no establecía la forma exacta que debía tener una construc-
ción monástica y, al menos en teoría, cada abadía conté con la independencia necesaria para
resolver sus problemas con base en sus necesidades, las características del terreno y la extensión de
sus recursos. Pero la tradición a menudo tenía tanta rigidez como las mismas reglas, y con
variaciones locales, la mayor parte de los monasterios siguió una pauta común. Si se toma en
consideración el tamaño y complejidad excepcionales por su condición como claustro
metropolitano de una gran orden, la planta de Cluny puede ser aceptada como bastante típica.
La vida de un monje cluniacense estaba hecha casi por completo de observancias religiosas
interrumpidas, que alternaban con periodos dedicados a la contemplación, por lo que el alma del
monasterio fue la abadía (ver fig. 88) y su corazón el claustro. La abadía sirvió principalmente
como escenario de constantes actividades piadosas de los monjes, de día y de noche durante todo
el año, y sólo de manera secundaria como templo para las peregrinaciones que se efectuaban para
venerar las reliquias de santos.
fig. 88

Después de todo lo necesario para los servicios .religiosos, seguía en importancia contar con
medios para la vida contemplativa, aspecto que se concentré en el claustro; el cual está, de modo
típico, en el centro de la abadía y al sur de la nave central de la iglesia. Alrededor de él se
disponían otros edificios claustrales monásticos. El claustro corriente fue un solar cuadrangular
abierto con jardín, rodeado en los cuatro lados por una arquería techada. La forma algo irregular
del claustro de Cluny en el siglo XII fue producto de un ambicioso programa de construcción
acorde a las exigencias de crecimiento rápido del monasterio. Por desgracia, desapareció este
famoso claustro de columnas de mármol, y como ejemplo nos servirá el de San Trófimo en Arlés
(fig. 87).

fig. 87 Fig. 89

Una abadía tan completa como Cluny necesitaba contar con medios para otras funciones. La
vida diaria de los monjes exigía un refectorio en donde pudieran tomar en común sus alimentos así
como cocinas, panaderías y espacio para despensa; una sala capitular en donde pudieran arreglar
sus asuntos comunales, y un dormitorio junto a la iglesia para servicio durante la noche y el día. Se
incluyeron tres claustros menores, uno para la educación de novicios, otro para monjes visitantes y
legos con inclinaciones religiosas que buscasen refugio y aislamiento del mundo, y un tercero
cerca de un cementerio para los hermanos enfermos o ancianos. El hospicio o casa de huéspedes
contaba con habitaciones para los visitantes que afluían durante la temporada de peregrinación.
También había talleres e instalaciones para artesanos como herreros, carpinteros y zapateros, al
igual que establos para ganado vacuno y otros animales domésticos.
El plan de Cluny, de este modo, fue un sistema coherente de cuadrángulos colindantes que
incluían patios y claustros cuyo tamaño e importancia variaban con las diversas actividades para
las que estaban destinados. Fue también un plan bastante complejo y al mismo tiempo lógico, para
una comunidad completa, tomando en consideración ideales, aspiraciones, prácticas y actividades
dianas de un grupo que se había reunido para ejercitarse desde el punto de vista físico y espiritual,
hacia una meta común

ARQUITECTURA
Hugo de Semur, el más grande de los abades de Cluny, sucedió a Odión en 1049. Bajo su
administración, Cluny legó a alcanzar un periodo de tanto esplendor, que un cronista entusiasta
describió que “brillaba en la tierra como un segundo sol”. Tomando como modelo la establecida
organización feudal de la sociedad en que los terratenientes menores y más dependientes bajo
juramento dependían de terratenientes más poderosos y con más tierras que los recompensaban con
protección, Hugo comenzó a atraer a muchos de los monasterios benedictinos tradicionalmente
independientes, para incluirlos en la órbita cluniacense. Con la aprobación expresa de los Papas,
Hugo poco a poco concentró el poder de toda la orden en sus manos y transformó Cluny en un
vasto imperio monástico que gobernó con sabiduría y bondad durante más de sesenta años. En la
jerarquía eclesiástica solamente el Papa estaba en plano superior a él y en el mundo seglar su rango
estaba a la par con los reyes. Figuró prominentemente en muchos de los hechos históricos de su
tiempo, al grado de actuar como intermediario entre un Emperador y un Papa en la famosa
humillación de Canossa, en que Enrique IV esperó descalzo en la nieve durante varios días para
arrodillarse ante Gregorio VII en solicitud del perdón. El momento culminante de la vida de Hugo,
empero, llegó cuando el Papa Urbano II que había sido monje y prior en Cluny bajo su guía
personal, estuvo presente en la dedicación del gran altar de la majestuosa nueva abadía.

El monasterio acumuló honor tras honor bajo este Papa cluniacense, que también fue el predicador
de la primera cruzada.
Hugo había comenzado su obra emprendiendo la construcción de nuevos edificios monásticos para
albergar el número creciente de monjes cluniacenses. Por último, la antigua segunda iglesia fue
insuficiente como claustro metropolitano de la gran orden, especialmente cuando delegaciones de
monjes de los prioratos esparcidos en el país se reunían para los grandes capítulos de la
confraternidad. (Las crónicas señalan que en una reunión del año 1132, más de 1200 monjes
estaban en la procesión.) La importancia creciente de Cluny como centro de peregrinaciones
también creó la necesidad de contar con mayor espacio en la abadía. Por estas razones prácticas, al
igual que por el deseo de Hugo de coronar sus muchos triunfos con un monumento que rivalizan
con el legendario templo de Salomón, comenzó a construir la tercera abadía. A pesar de todo su
poder e influencia, Hugo no intentó emprender la obra antes de consolidar por completo la
posición dominante de Cluny en el orden vigente, y antes de tener la seguridad de apoyo
económico generoso. Los muchísimos prioratos de la orden que en esa época llegaron a sumar más
de 1000 y que se extendían desde Escocia en el norte, a Portugal en el occidente y Jerusalén en el
Oriente, sin problemas pudieron contribuir para la obra. Además, se recibían ofrendas de personas
de todas las clases, desde obispos, hasta el más humilde de los miembros de la parroquia, y de los
grandes señores hasta los más pobres peregrinos que llegaban a la abadía, llenos de fe religiosa.
Por ello, en 1088, cuando tenía más de 65 años y en su cuadragésimo año como abad, Hugo de
Semur, junto con el arquitecto Hezelo, comenzaron la construcción de la monumental abadía que
en su magnitud y gloria eclipsó a otros templos de la cristiandad en Occidente. Gilon uno de sus
primeros biógrafos, dijo que San Hugo el Grande “erigió esa obra tan magna en un lapso de veinte
años y que si un emperador la hubiese construido en tan breve plazo, hubiese sido considerada
maravilla”.

LA TERCERA CRAN ABADIA DE CLUNY.


En el exterior de la gran iglesia construida por Hugo se alzaban sus imponentes torres, La
planta incluía dobles naves transversales, cosa insólita, y muchas capillas absidales colocadas en
sentido radiado al coro. Era costumbre que una gran abadía contara con una impresionante linterna
sobre el cruce de la nave y el transepto. En Cluny, al igual que en San Saturnino en Tolosa (fig.
89), esa enorme fábrica dominaba sobre la silueta del exterior, pero las torres octagonales gemelas
de Cluny, a horcajadas de las naves del transepto, eran más bien raras en esa época. El transepto
menor también tenía su torre central, lo que hacía llegar su número a cuatro en el extremo
occidental, las que añadidas a las dos en uno y otro lados de la entrada del nártex, hacían un total
de seis torres. A diferencia de las catedrales góticas de épocas ulteriores, el exterior de la tercera
abadía no fue adornado con esculturas y todos los ornatos se concentraron en el interior. Incluso la
fachada occidental era desnuda y sencilla, pues estaba diseñada para una comunidad introspectiva
enclaustrada y, en consecuencia, no necesitaba extender invitaciones esculpidas al mundo exterior,
como en una iglesia para los seglares.
En la vida diaria los monjes entraban a la iglesia desde el claustro, pero en las grandes
celebraciones como Pascua, Pentecostés y la fiesta de San Pedro y San Pablo, santos a los cuales
estaba dedicada la abadía, la entrada ceremonial se hacía desde el extremo occidental. En ese sitio,
un doble pórtico entre las torres conducía a un espacioso nártex de tres naves, llamado nave menor.
El nártex, además. de ser un sitio en donde podía ser formada la procesión, tenía capacidad para
acomodar el exceso de legos que se reunían en Cluny durante la época de peregrinación. Cuando la
gran peregrinación entraba con toda pompa en Cluny, lo hacía por tres pórticos tallados, de los
cuales el central tenía 7 m de altura. Sobre el dintel y rodeado por el arco estaba un inmenso
timpano, la zona semicircular incluida por el arco, que contenía un relieve esculpido que
representaba a Cristo en Majestad rodeado por su corte celestial, los cuatro símbolos del
Evangelio, apóstoles y ancianos.

fig.90

En el interior de la nave (fig. 90), descollaban las poderosas proporciones de la enorme basílica.
Desde el pórtico de la entrada hasta el extremo del ábside, había una distancia de casi 140 m, en
tanto que todo el eje horizontal del frente hasta el trasero, incluido el nártex, tenía una longitud
global de 205 metros. La nave central en sí tenía 11 tramos o vanos repartidos en una longitud de
86 metros. Cada espacio tenía como límites un grupo de columnas agrupadas en los pilares de
sostén, los cuales, como equivalente arquitectónico de los monjes, marchaban en solemne
procesión hasta culminar en el extraordinario altar. La nave tenía una anchura de casi 40 m,
dividida en cinco naves laterales. Esta división dependía en parte de la necesidad de contar con
espacio adicional para altares, pues era costumbre que cada monje dijera misa diariamente. Las
naves de los lados, que se extendían por completo alrededor de la iglesia y el coro, permitían a los
peregrinos llegar a los innumerables altares, especialmente a las capillas menores en el coro, sin
perturbar la liturgia monástica. Estas naves laterales también brindaban más espacio para las
grandes procesiones que caracterizaban a la liturgia cluniacense, y que exigían instalaciones más
impresionantes y espaciosas. Podemos advertir en la figura 90 que la nave mayor estaba cruzada
por un muro de piedra para limitar el espacio destinado al coro de los monjes. La altura de la
bóveda era de tal magnitud, que la impresión unificada del conjunto no era alterada ni rota por el
muro a manera de mampara, y la mirada era llevada rápidamente a las altísimas columnas
alrededor del altar mayor y por arriba de ellas, a su vez, hasta la figura excelsa de Cristo que,
mirando hacia abajo como en una visión, estaba pintada al fresco en el interior de la concavidad
del ábside.
A diferencia de las basílicas paleocristianas romanas que de modo predominante tenían orientación
horizontal, las construidas en estilo románico, por la influencia septentrional, elevaron los niveles
de la nave central en sentido vertical. Poco a poco, ello se tradujo en la mayor importancia
concedida a las partes del edificio por arriba de la arquería de la nave central. En Cluny
encontramos una doble hilera de ventanas, en la cual las inferiores estaban obturadas por
mampostería, en tanto que las superiores estaban abiertas y servían como ventanales altos de
iluminación. A pesar de contar con muchísimas ventanas, los constructores góticos de épocas
ulteriores como crítica señalaron que la iglesia era demasiado sombría. Sus gruesos muros y
proporciones masivas sólo dejaban entrar muy poca luz directa en el interior cosa que no tenía
mucha importancia, pues gran parte de la liturgia monástica se hacía durante la noche, en que el
interior era iluminado con cirios. Las iglesias destinadas a los seglares ciudadanos, que acudían a
ellas durante el día, hubieron de conceder mayor atención a los problemas de iluminación.
La nave mayor de Cluny se extendía debajo de una gran bóveda en cañón cuyo claro tenía más de
10 m, apoyada en arcos transversos ligeramente apuntados. A una altura de casi 33 m del suelo, las
bóvedas fueron las más altas en esa época. Pero el impulso emocional de alcanzar esa altura pesó
más que los conocimientos de ingeniería y arquitectura necesarios para sostenerla y parte de la
bóveda de Cluny pronto se derrumbó. Después de este accidente se experimentó con contrafuertes
exteriores, y cuando se construyeron de nuevo las bóvedas, se colocaron por fuera de los techos de
las naves laterales, soportes rudimentarios con arcos abiertos de medio punto. De este modo, Cluny
alcanzó la distinción de ser la primera iglesia que contó con contrafuertes exteriores que sostenían
las bóvedas de la nave central, y con sus arcos casi en ojiva y altas bóvedas, Cluny combinó por
primera vez en una estructura tres de las características que los futuros constructores emplearían
para hacer el sistema unificado característico del estilo gótico.
La basílica románica difirió poco de su equivalente paleocristiano romano, excepto en tamaño,
predominio de la verticalidad y mayor atención al transepto y las partes más allá de él. Los
monasterios gravitaron hacia el extremo oriental, en donde el coro se reunía después de la
procesión y especialmente hacia el altar mayor, en donde se celebraban los solemnes ritos. En una
iglesia para seglares, la nave central debía contar con espacio suficiente para la asamblea de fieles,
pero en un monasterio la clerecía, incluidos los monjes, no excedía de cientos de personas y
prácticamente no existía la gran asamblea de fieles legos. En estas circunstancias, lógicamente el
espacio alrededor del altar tenía que extenderse para acomodar sentados a todos los monjes que
integraban el coro. El ábside de mayores proporciones y los dobles transeptos en Cluny fueron
perfeccionados para dar a los monjes la sensación de rodear el altar mayor, y producir un marco
espacioso y resonante para los cantos casi interminables.
El altar mayor en si estaba separado del ambulatorio que se extendía a su alrededor, por ocho
columnas de una delgadez y belleza sorprendentes. Estaban coronadas por capiteles
primorosamente tallados (algunos de los cuales se muestran en las figuras 98 a 101), y es todo lo
que queda del ábside, en nuestros días. Desde la época románica producían una impresión tan
fuerte como la que hoy sentimos, que Hildeberto, obispo de Le Mans escribió después de una
visita: “Si quienes habitan en el cielo pudieran deleitarse en una morada hecha por manos
terrenales, el ambulatorio de Cluny sería el sitio en que los ángeles transitarían”.
El plan decorativo de la iglesia fue hecho en escala semejante en calidad, a la grandeza de sus
dimensiones espaciales. Más de 1 200 capiteles esculpidos coronaban las columnas de la
estructura, en tanto que molduras talladas subrayaban los perfiles de los graciosos arcos
ligeramente apuntados de la nave central. Gran parte de las esculturas estaban pintadas en ricos
colores que daban un toque de mayor esplendor al interior, y toda la iglesia estaba pavimentada
con mosaicos, en los que destacaban imágenes de santos y ángeles, o bien diseños abstractos.
Toda esta magnificencia no tenía rival. San Bernardo de Claraval, el crítico y rival inflexible
de la orden cluniacense, condenaba ásperamente dichas extravagancias, y al dejar constancia
escrita de ello involuntariamente dejó una descripción directa del esplendor de la abadía de Hugo,
poco después de terminada. En una carta a uno de los abades cluniacenses deploraba (teniendo a
Cluny en la mente) “la increíble altura de vuestras iglesias, su longitud inmoderada, su anchura
superflua, el costosisimo dorado, las curiosas tallas y pinturas que atraen la mirada del devoto y
distraen su atención”. Pensaba que “simplemente al mirar estas vanidades costosas, si bien
maravillosas, los hombres están más dispuestos a dar ofrendas que a rezar. Por ello la iglesia
ostenta enjoyadas coronas de luz: arañas de cristal como carromatos, guarnecidas con lámparas,
aunque también resplandecen las piedras preciosas que las adornan. Hemos visto también
candelabros como árboles inmensos de bronce, decorados con las maravillosas sutilezas del arte,
que brillaban a la par con las joyas que los adornaban, mucho más que con las velas que sostenían.
Pensad ¿qué se busca con todo ello? ¿La contrición de los penitentes o la admiración de los
visitantes?
La abadía de Cluny resistió airosa los embates del tiempo hasta 1798, año revolucionario en que
Francia fue sacudida por una ola de anticlericalismo que tuvo como consecuencia su saqueo e
incendio. Todas las construcciones, salvo un ala de transepto fueron dinamitadas, y la piedra de
cantera derruida fue vendida como simple material de construcción. Sobreviven sólo algunos
fragmentos de escultura pero el espíritu del gran monasterio perdura en la influencia que ejerció en
edificios análogos como con el de San Trófimo en Arles (fig. 87 San Saturnino en Tolosa (flg. 89)
y la Magdalena en Vézelay (figs. 91 a 94).
fig. 94 fig. 93 fig. 92

ESCULTURA
Alguinos ejemplares de la mejor escultura que data del periodo de grandeza de Cluny, están en la
abadía de la Magdalena en Vézelay. La nave y el nártex son contemporáneos de los de la abadía de
Cluny, y la restauración inteligente en el sigo XIX por Viollet-le-Duc arqueólogo francés
especialista en monumentos medievales, aplica su buen estado actual. Si bien sus proporciones son
mucho menores de las de la gran Basilca de Cluny, la Magdalena en nuestros días es la más grande
iglesia abacial románica en Francia. Iglesia rica en sucesos históricos, su fama en épocas
medievales descansé en ser guardían de las reliquias de Santa Maria Magdalena.
Lo más interesante de Vézelay, empero, es la riqueza aparentemente inagotable de capiteles
esculpidos, y sobre todo, los maravillosos relieves esculpidos sobre sus tres portales que del nártex
dan acceso a la nave central y a las laterales. Por primera vez desde la antigñedad aparece la
escultura como elemento arquitectónico monumental. En las iglesias románicas fue empleada en el
tinapano sobre los portales, y la de mayor proporción y más elaborada se empleó en las archivoltas
sobre el portal central.
El espléndido tímpano sobre el portón central de Vézelay (fig. 91) data del primer cuarto del sigo
XII. En su iconografía y artesanía es, con mucho, el tímpano románico más complejo, aunque la
división lógica del espacio evita que la composición parezca desordenada o confusa. En este caso,
como en otros, los diseñadores y escultores románicos seleccionaron sus temas y modelos en los
dibujos y pinturas en miniatura que ilustraban los textos de las Sagradas Escrituras en las
bibliotecas monacales. Dichos manuscritos iluminados proporcionaron modelos adecuados que los
monjes pudieron mostrar a los escultores encargados de los proyectos. En Vézelay, las vestiduras
de Cristo, al igual que la de los apóstoles, revelan una profusión de líneas netas, definidas,
sinuosas, copia de los dibujos a pluma de los manuscritos miniados de la época.

Fig. 91
Las escenas del tímpano sugeridas con mayor frecuencia son la elección de los apóstoles, como
se describe en el último capítulo del Evangelio según San Lucas, y la descripción de la escena de
Pentecostés en el segundo capítulo de los Hechos de los apóstoles. Empero, una fuente más
probable es la visión final de San Juan en la última parte del Apocalipsis. Queda como tema de
especulación de los eruditos si en la sutil síntesis cluniacense están combinados una sola escena,
dos o incluso tres de ellas. Si se acepta la escena única, la fuente más convincente serían los dos
primeros versículos del capítulo 22 de la sexta parte del Apocalipsis: “y me mostró un río de agua
de vida clara como el cristal, que salía del trono de Dios y del cordero. En medio de la calle y a
uno y otro lados del río había un árbol de vida que daba doce frutos, cada fruto en su mes, y las
hojas del árbol eran saludables para las naciones”.
De nuevo, en esta obra la figura de Cristo predomina en la composición, sentado, como San
Juan subrayó, “en un majestuoso trono blanco”, pero no tanto como juez del género humano, sino
como su redentor. A pesar que la figura tiene una majestad extraordinaria, Cristo no está coronado.
Las ondas de agua que emanan de sus dedos se extienden sobre los apóstoles descalzos, arquetipos
de la clerecía, que son portadores del conocimiento espiritual, por los libros que sostienen en las
manos, y la curación física, por medio de la misericordia divina que ellos transmiten a la
humanidad. A un lado de la cabeza de Cristo, el agua mencionada en la cita de San Juan fluye
hacia abajo, en tanto que en el otro están las ramas del árbol. Los doce ‘frutos, uno para cada mes,
están repartidos entre los 29 medallones en la banda central de la archivolta, la serie de arcos que
rodean el tímpano. Una figura entretejiendo racimos de uvas, por ejemplo, representa el mes de
septiembre; octubre es simbolizado por un hombre recogiendo bellotas para sus cerdos. Los meses
en sí, además de guardar relación con esas labores, también están simbolizados por los signos del
zodiaco, que a su vez recuerdan al hombre el poco tiempo de que dispone pan alcanzar su
salvación. En algunos de los demás medallones están representadas bestias exóticas y extrañas,
tomadas de los bestiarios, curiosos libros de la época que recogían los datos acerca de animales
reales y fabulosos. La figura de un centauro, herencia de la antigiüdad, puede advertirse en el
cuarto medallón en la parte inferior derecha.
El intradós de la archivolta está dividido en ocho bandas o compartimentos irregulares que
contienen figuras que representan las naciones, para cuya salud se extienden las hojas del árbol de
la vida. Una de las figuras en la parte superior izquierda junto a la cabeza de Cristo contiene dos
hombres con cabeza de perro, llamados cinocéfalos en la Etimologías de San Isidoro, miembros de
una tribu que se supone habitó India. El compartimento correspondiente del lado derecho muestra
la figura paralítica y enconada de un hombre y la de una ciega dando algunos pasos vacilantes al
ser conducida hacia adelante. En otros, el lisiado con muletas se confunde con los leprosos que
señalan sus llagas.

A lo largo del dintel inferior, el desfile de las naciones converge hacia el centro. En tanto los
compartimentos superiores muestran a los inválidos, en los del sitio señalado están los paganos y
gentiles de la tierra que necesitan ayuda espiritual. Entre esta gente extraña que puebla las regiones
remotas del planeta están un hombre y una mujer (al fmal de la esquina derecha), con enormes
orejas y cuerpos emplumados. Después le sigue un grupo de enanos o pigmeos tan pequeños, que
para montar un caballo necesitan una escalera. Al final del compartimento a la izquierda, los
salvajes semidesnudos cazan con arcos y flechas, en tanto que hacia la parte central izquierda,
algunos gentiles conducen a un toro al sacrificio. En el centro está San Juan Bautista sosteniendo
un medallón con la imagen del Cordero Pascual. Ello indudablemente indica que el “río de agua de
vida” es el bautismo, el medio de salvación que todos debemos recibir para obtener la vida eterna.
Es un símbolo lógico para adornar el portal que lleva a la nave central del interior, el que, con sus
colores brillantes y decorados enjoyados, fue a menudo comparada con la ciudad celestial, la nueva
Jerusalén elocuentemente descrita por San Juan: “Sus puertas no se cerrarán de día, pues noche ahí
no habrá y llevarán a ella la gloria y el honor de las naciones” (Apocalipsis, 21:25 a 26). Los libros
abiertos de los apóstoles sentados junto a San Pedro, a la izquierda, recuerdan los siguientes
versículos que señalan que todos quienes entren en el templo son “los que están escritos en el libro
de la vida del Cordero” (Apocalipsis 21:27). Aún más, en un monasterio especialmente, los monjes
con seguridad conocían la referencia final a estas puertas: “Bienaventurados los que lavan sus
túnicas para tener derecho al árbol de la vida y entrar por las puertas que dan acceso a la ciudad”
(Apocalipsis, 22:14). El interés naciente en pueblos y países extraños fue producto indudable de la
influencia de las primeras cruzadas, las cuales fueron predicadas.
En Vézelay, la riqueza imaginativa mostrada en la procesión de capiteles esculpidos, deja atónito
al observador. Escenas bíblicas, incidentes de la vida de los santos, comentarios alegóricos y las
manifestaciones de la fantasía pura se encuentran esparcidas en todo el nártex y la nave central. En
uno de los capiteles de la nave central esta el ángel de la muerte en el momento de abatir al
primogénito del faraón (flg. 92), y en otro, una figura barbada vertiendo grano en un molino que
un hombre descalzo hace girar (fig. 93). El significado real de esta escena se habría perdido si no
fuese por un comentario casual en las escrituras de Suger, él abad de San Dionisio en París quien
visitó Cluny y Vézelay antes de comenzar a reconstruir su iglesia abacial. Señaló que el grano es la
vieja ley que es vaciada en el molino místico por un anciano profeta hebreo, tal vez Moisés, y que
comienza a ser molido por San Pablo para dar la harina de la nueva ley. En otros capiteles se
muestran a menudo incidentes de la vida de los dos santos favoritos cluniacenses, Antonio.. y
Pablo, ambos ermitaños en el desierto egipcio. En una de las horrendas tentaciones de San
Antonio, un demonio que simboliza la lujuria (flg. 94) toma la forma de un horripilante monstruo
cuyos erizados cabellos remedan llamas sulfurosas, y cuya boca gesticulante se abre para mostrar
sus afilados dientes.
A diferencia de las estatuas de la antigiledad hechas de mármol o bronce, los capiteles románicos
franceses suelen ser de piedra caliza y piedra arenisca blanda. Con ellas se buscaba principalmente
decorar interiores que no tuvieran que resistir el embate de los elementos.

MUSICA

Odón de Cluny fue abad de dicha congregación entre 927 y 942, e hizo que el monasterio ganase
sus primeros laureles por el impulso activo que dio a la música coral.
Los documentos de la época señalan que más de 100 salmos eran cantados diariamente y que en
sus viajes de inspección a otros monasterios, dedicó gran parte de su esfuerzo a la instrucción de
coros. El gran éxito alcanzado lo obligó a escribir sus métodos de enseñanza, y gracias a esa
providencia, podemos conocer algo del estado original de la música en C!uny.
Las grandes realizaciones de Odón inchiyen disponer los tonos de la escala en una progresión
ordenada desde el la hasta el sol, si bien al asignarles un sistema de letras fue el autor de uno de los
primeros métodos eficaces de notación musical de Occidente. El método de Odón como se expone
en su tratado, también incluyó la medición matemática de los espacios del monocordio, lo que le
permitió estimar con exactitud la altura y los intervalos de cada uno de los modos gregorianos.
Antes de la época de Odón, los cantos empleados en los servicios divinos tenían que ser
aprendidos laboriosamente de memoria y de oído, y para lograr alguna autenticidad tenían que ser
enseñados por un graduado de la Schola Cantorum que Gregorio Magno había establecido en
Roma. Al enseñar a los cantores a leer notación musical, el, tratado nos narra que pronto cantaron
a primera vista e improvisaron sin falta alguna, todo lo escrito en música, algo que hasta esa fecha
los cantores corrientes no habían podido hacer, y que muchos continuaban practicando y
estudiando por 50 años sin beneficio alguno.
Otro monje, Guido de Arezzo en el siglo Xl hizo una serie de refinamientos en el método de
Odón. Su tratado, que estaba en la biblioteca de Cluny, es señal indudable que Guido conoció y
abrazó las reformas musicales cluniacenses. Sin ambajes declara su agradecimiento a la obra de su
gran predecesor, el abad Odón “de cuyo ejemplo’’ señala “he diferido sólo en la forma de las
notas”. La pequeña diferencia de Guido fue en realidad la invención de la base de la notación
musical moderna en el pentagrama. Como explicó: los sonidos, por este método, son dispuestos en
forma tal, que cada uno de ellos, sea cual sea el número de veces que se repite una melodía
siempre esté en su propio sitio. Y para que sea posible distinguir mejor dichos sitios, se han trazado
líneas en gran cercanía y algunos sonidos quedan localizados en las propias lineas, en tanto que
otros lo están en los intervalos o espacios entre ellas. En esta forma los sonidos de cada línea o
espacio suenan de manera semejante”. La obra de Odón también hizo que Guido creara su sistema
de solfeo, que asigné algunas silabas tomadas del himno a San Juan, a cada nota o grado de la
escala.

Más tarde se agregó como séptimo grado de la escala la sílaba si, obtenida de las dos primeras
letras del nombre latino de San Juan (Sancte Ioannes). En Francia, estas sílabas aún se emplean
como en la época de Guido; en Italia y las demás naciones la primera nota ut fue substituida por la
nota do, más fácil de cantar.
El hecho más notable acerca de los tratados de Odón y Guido es que ambos propugnaron por la
música como un arte para ejecutar en alabanza del Creador y para reforzar la belleza y significado
de la oración. Antes Boecio, con la mayor parte de los escritores de la antigúedad que se ocuparon
de la música la habían considerado una rama de las matemáticas que podía revelar los secretos del
universo. Guido, empero, dejó asentado con toda claridad que los escritos de Boecio eran “útiles
para filósofos pero no para cantantes” y Odón y él intencionalmente omitieron las especulaciones
celestiales. Cluny, en consecuencia, surgió como un centro de ejecución práctica de la música y no
como un sitio en que los teóricos deliberaban sobre la música como una ciencia abstrusa y obscura.
La historia de la música en Cluny también fue narrada en forma visual con ingente belleza
en dos capiteles esculpidos que sobreviven, del ábside de la magnífica abadía de San Hugo. En el
santuario, el clímax arquitectónico de todo el edificio estaba en una serie de columnas agrupadas
en un semicírculo que rodeaba el altar mayor, y los capiteles de esos pilares constituyeron al
apogeo del arte escultórico de finales del sigo XI. En ellos, capitel por capitel, estaban plasmadas
expresiones simbólicas de los ideales más altos de la vida monástica. Por ejemplo, estaban
representadas en las cuatro caras de un capitel las virtudes teologales, y en toros las virtudes
cardinales. En un tercero se mostraban los ciclos y trabajos del año monacal en término de las
cuatro estaciones, y las esperanzas para el más allá estaban representadas por los cuatro ríos y
árboles del Paraíso. Por último, la alabanza al Creador fue expresada en una doble cuaternidad, con
figuras que simbolizan los ocho tonos de la salmodia sagrada. Esta inclusión de la música en el
recinto sagrado junto a los símbolos de las más altas virtudes humanas y bellezas celestiales fue
otra prueba de la alta estima en que los monjes Cluny tuvieron al arte sonoro.

fig. 98 primera nota del tonarium fig. 99 Segunda nota


fig. 100 Tercera nota Fig. 101 Cuarte nota

En la primera de las ocho caras de estos capiteles gemelos (fig. 98) está escrito: “este tono es el
primero en el orden del tonarius musical” y la figura es la de un joven de expresión solemne
tocando un laúd. En este caso, el simbolismo del instrumento de cuerdas proviene de la creencia en
el poder de la música para alejar el mal, tal como David arrojó el demonio del cuerpo de Saúl
cuando tocó para él. El segundo tono (flg. 99) está representado por la figura de una mujer joven
danzando y tocando un tamborcillo, y la inscripción, reza: después sigue el tono que por número y
ley es el segundo”, Se sabe que dichos instrumentos de percusión fueron empleados para
acompañar las procesiones medievales en las grandes celebraciones y festividades, en la forma
descrita en el salmo sexagesimooctavo “preceden los cantores, detrás los músicos, en medio los
coros de vírgenes con címbalos”. La siguiente inscripción (flg. 100) dice:
resuena el tercero y representa la resurrección de Cristo”, El instrumento mostrado es del tipo de la
lira, con una caja de resonancia adicional, que es una de las formas que en el siglo XI tuvo el
salterio, el instrumento legendario con el que David se acompañó para cantar los Salmos. Este
instrumento tiene cuerdas de tripas estiradas sobre una caja de madera que en cieno modo se
asemeja a una cruz, y fue empleado como referencia simbólica a Cristo extendido en la cruz para la
redención del mundo, La cuarta figura (fig. 101) es la de un joven que toca un juego de campanas
y la inscripción acompañante es esta: “el cuarto tono sigue y representa un lamento cantado”. La
palabra latina planctus denota un tañido funeral y la práctica de sonar campanas en los entierros es
mostrada en la representación contemporánea del entierro de Eduardo el Confesor en el tapiz de
Bayeux (fig. 106) en donde las figuras que acompañan al féretro tienen campanillas en las manos.
Tornado como una serie, las ocho inscripciones y figuras simbólicas nos revelan bastante acerca de
la práctica musical de Cluny. Por ejemplo, en el segundo, cuarto quinto y sexto tonos las figuras
están en movimiento o de pie, lo que parece señalar los cantos procesionales; en otros están
sentadas en una forma adecuada a los cantos estacionarios. En las figuras relacionadas con la
acción, los instrumentos son un tamborilete o címbalos, campanas y una trompeta de algún tipo; en
las figuras sentadas se tocan instrumentos de cuerdas. Este simbolismo aparentemente denota
algunas de las diferencias rítmicas y melódicas en los dos tipos de cantos:
el empleado para procesiones y el usado de manera estacionaria, lo que a su vez refleja los dos
aspectos de la vida, la activa y la contemplativa.
El coro hábil y cultivado de Cluny constituyó sin duda la vanguardia musical en la época, al igual
que la tercera abadía estuvo a la cabeza de la arquitectura y la escultura contemporáneas. los
métodos de enseñanza de Odón indicaban claramente que de sus coros monásticos cabía esperar un
alto grado de cultura vocal, y al cantar la mayor parte del tiempo, adquirieron práctica indiscutible.
De este modo, fueron capaces de entonar cantos de enorme complejidad, y la música se situó en el
comienzo de una corriente que la llevaría a ser un arte altamente desarrollado. Si bien el canto
llano gregoriano fue un estilo puramente melódico y continué siendo practicado en su forma
original, durante el periodo románico las respuestas del coro comenzaron a mostrar variaciones
hacia el canto a varias voces. Por lo señalado, los siglos IX, X y XI fueron testigos de las primeras
tentativas del estilo polifónico o a varias voces, que florecería en los periodos gótico y
renacentista.
Por desgracia, la práctica polifónica del periodo pregótico se conoce sólo por tratados teóricos. No
obstante, por las reglas que ellos daban para la adición de voces, al canto tradicional, puede tenerse
idea alguna de las primeras formas de polifonía. Como cabría esperar, en el uso musical de esa
época se advierte la influencia de las matemáticas y la teoría pitagórica. Los intervalos perfectos de
octava, quinta y cuarta fueron preferidos a los demás, pues sus proporciones matemáticas
indicaban correspondencia más íntima con el orden divino del universo. En un tratado que data del
siglo X, años antes de la época de Odón, se comenta el tipo de respuesta coral conocido como
organum paralelo. Se conservaba intacta la melodía original gregoriana y como una variante en dos
partes, se añadía a la voz principal otra voz en paralelo (u organum) a una quinta inferior, de
manera que había una estricta concordancia melódica y rítmica entre las dos voces. Cuando se
cantaba a tres voces, el organum era duplicado a la octava superior, de modo que la voz principal
era embellecida por el movimiento de voces paralelas a una quinta inferior y una cuarta superior.
Al añadir una cuarta voz, las voces principal y la quinta inferior (organum), quedaban duplicadas a
la octava, lo que hacía una mezcla compuesta de intervalos que incluía el movimiento paralelo de
tres intervalos perfectos: cuarta, quinta y octava.
El organum paralelo, en efecto, constituiría una fortaleza poderosa del canto coral
siguiendo la línea tradicional gregoriana del canto llano. De este modo, al incluirlo dentro de los
intervalos perfectos, severos y potentes, se logró un estilo masivo y sólido en íntima
correspondencia con otras artes románicas.
La música de esa época fue otra expresión de la alabanza a Dios, y cuando se le coloca al lado de
las majestuosas construcciones, la escultura ricamente tallada, los manuscritos iluminados y los
murales, encaja perfectamente en el conjunto. En consecuencia, cuando se planeaba la
construcción de la parte destinada al coro en un monasterio, se hacía todo esfuerzo para que
contara con resonancia absoluta para el canto perfecto. La gran abadía de Cluny tuvo renombre por
su maravillosa acústica. Las bóvedas curvas, el cielo raso y la gran variedad de ángulos en las
superficies de las paredes de los amplios transeptos y la combada nave central dieron al canto en
ese sitio un matiz característico y único, que podía ser reproducido sólo en otro sitio semejante. El
efecto de un coro de monasterio de cientos de voces entonando cantos jubilosos con todo su
corazón y alma, debió haber sido abrumadoramente impresionante.
Los capiteles esculpidos de Cluny en que se muestran los tonos del canto llano, representan una
síntesis obvia de las artes de la escultura, la música y la literatura en un escenario arquitectónico
adecuado. Aún más, su intensidad expresiva nos habla del movimiento y la emoción típicos del
estilo románico en general. En su forma original son producto representativo de un pueblo capaz
de largas y arduas peregrinaciones y del esfuerzo fantástico que entrañé la organización de la
primera cruzada. De esas esculturas dimana algo de esa energía indomable, especialmente de una
actitud vigorosa hacia el acto de la adoración y la veneración que seguramente fueron canalizados
en un estilo de ejecución musical que concedió énfasis al ritmo. Son de hecho, materialización del
espíritu expresado por San Agustín: “cantad con vuestras voces y vuestros corazones y con todas
vuestras convicciones morales, cantad los nuevos cantos, no sólo con la boca sino con vuestra
vida”.

IDEAS

La clave para comprender el arte románico como una forma viva y activa de expresión, es el
conocimiento de las fuerzas antagónicas que lo originaron. Al extenderse al norte la influencia
cristiana romana, se topó con el espíritu y la energía agitada e inquieta de las tribus bárbaras
primitivas. En efecto, una iglesia que veneraba la tradición y propiciaba un orden estático, absorbía
pueblos con un impulso natural hacia la experimentación y La acción. Las innovaciones resultantes
dieron a las antiguas formas, nuevos giros y peculiaridades. Cuando la basílica horizontal
paleocristiana de tipo romano, por ejemplo, se combiné con la aguja o chapitel septentrional, se dio
el primer paso hacia la arquitectura románica. El desarrollo ulterior del estilo fue resultado directo
de este maridaje de la horizontalidad meridional y la verticalidad septentrional que reflejé como lo
hizo, el amplio espíritu del humanismo romano tardío y las elevadas aspiraciones de los pueblos
del norte. La contrapartida musical se advierte en la fusión de la monofonía del sur y la polifonía
del norte, que ocurrió cuando a tradición mediterránea de la melodía al unísono entró en contacto
con la costumbre norteña de cantar a varias voces. El resultado fue la experimentación con formas
primitivas de contrapunto y armonía que caracterizaron a la música del periodo románico. Esta
fusión de la unidad meridional con la diversidad septentrional y su lenta maduración con los siglos,
fue el origen del primer estilo artístico verdaderamente europeo: el románico. Las ideas en que se
sustenta la faceta monástica del estilo, son consecuencia de las que generaron el periodo más
temprano de Rávena. El misticismo del periodo anterior se orientó hacia una fase ascética
ultraterrena y el autoritarismo de principios del cristianismo resulté en una estratificación rígida de
la sociedad en jerarquías estrictas. Las dos ideas básicas, de. este modo, cristalizaron en forma de
ascetismo y jerarquización.
ASCETISMO. La forma monástica de vida exigió el retiro del cristiano al campo, como una
evasión der mundanal ruido. El monje concebía su vida terrena como un escalón para la Vida en el
más allá, y por esa causa, para vivir se necesitaba sólo lo más indispensable. La ausencia verdadera
del lujo material hizo que se produjera una rica vida interior y del páramo del aislamiento rural
nació en una forma casi milagrosa, un la movimiento artístico importante. Pobreza, castidad y
humildad se tornaron las virtudes más señaladas como resultado de impulsos morales, más que
estéticos, pero la a. intensa severidad de la vida monástica estimulé la experiencia imaginativa, y la
autonegación del individuo la estimulé el florecimiento de los intereses comunales.
La actitud de alejamiento del mundo halló su expresión arquitectónica en los sencillos
exteriores y ricos interiores de las iglesias monásticas. Por esa causa, el efecto neto del ascetismo
fue intensificar el fervor del espíritu y expresarlo con gran intensidad. Dos santos que gozaban del
favor de los cluniacenses fueron Pablo y Antonio, que habían penetrado más que otros en el
prohibido desierto africano; por ello habían sufrido las visiones más fantásticas y las tentaciones
más espeluznantes. La proliferación de centros sociales en las comunidades monásticas
diseminadas, como señalamos en el párrafo anterior dio una intensidad peculiar y una amplia
variedad a las formas de expresión del periodo románico. Como consecuencia, las artes no
buscaban reflejar el mundo natural o decorar la morada de un gobernante terreno, sino más bien
conjurar visiones a ultraterrenas de majestad divina. Por esa causa todas las artes compartieron un
campo común en su deseo de mostrar los diversos aspectos del mundo ultraterreno.
Los monjes perfeccionaron el arte del simbolismo elaborado, dirigido a una comunidad culta
residente en el claustro, versada en refinadas alegorías. Dicho lenguaje simbólico, en arquitectura,
escultura, pintura y música sólo pudo haber sido propiciado por un abad como Hugo cuyos
conocimientos eran tan universales que con fortuna añadió: “filosofía a la ornamentación y
significado a la belleza”. Por lo contrario, las artes del gótico tardío se orientaron hacia los
humildes del mundo y los legos analfabetas de las comunidades extraconventuales. La escultura y
los vitrales de la catedral gótica estaban destinados a ser la Biblia en piedra y cristal para los
pobres; en cambio, en un monasterio, las formas semejantes eran siempre distantes y aristocráticas,
y a veces intencionalmente sutiles y enigmáticas. Ello no significa que el arte románico fuese
abiertamente intelectualizado y alejado de la experiencia de aquellos a los que estaba dirigido. Por
lo contrario, guardaba relación muy directa con la intensidad de la vida interior y el enfoque
visionario ultraterreno de las comunidades religiosas que produjo.
La escultura grecorromana pudo alcanzar su meta precisamente porque el hombre clásico había
concebido a sus dioses en forma humana y como tales podían ser representados con enorme
eficacia en mármol. Cuando la divinidad fue concebida como un principio abstracto, se volvió
tarea imposible representarla en forma realista. Al hombre románico no e fueron útiles las
proporciones racionales, y consideró imposible comprender a Dios intelectualmente, Dios tenía
que ser captado por la fe y no abarcado por e¡ espíritu. Sólo por el ojo intuitivo de la fe podía ser
captada su esencia. De ahí que tenía que ser representado simbólicamente, pues un símbolo podía
sugerir algo intangible en forma mucho mejor que una representación literal. La materia física
visible era secundaria y el alma, lo primario, pero esta última podía ser mostrada sólo en el reino
de la imaginación.
Una vida con la orientación metafísica tan intensa y motivada por convicciones religiosas
tan profundas, nunca hallaría sus modelos en el mundo natural. Las proporciones fantásticas de la
arquitectura románica, el tratamiento excéntrico y las deformaciones del cuerpo humano en su
escultura, las enmarañadas iniciales elaboradas en las iluminaciones de manuscritos y los melismas
floridos añadidos a las silabas del canto fueron prueba de un rechazo del orden natural de cosas y
su substitución por lo sobrenatural. El libro de la Biblia más admirado fue el Apocalipsis, que
contenía las visiones ultraterrenas de San Juan. El elemento pictórico en la escultura y la pintura en
sus formas majestuosa y pequeña reflejó las convicciones del hombre románico con tanta
intensidad, que las figuras humanas parecen estar consumidas por las llamas interiores de su fe. La
razón tranquila buscaría persuadir por medio de actitudes plácidas o serenas, pero figuras animadas
como las de los profetas en Souillac (fig. 102) y Moissac, parecen ejecutar danzas espirituales en
que sus delgadas formas se restiran para alcanzar longitudes no naturales, y sus ademanes son más
convulsos que graciosos.
Fig. 102

El hombre románico, por lo señalado, habitó en un mundo de ensueño en que los árboles
que existían en el Paraíso, los angeles que poblaban los cielos y los demonios del Infiemo eran más
reales que cualquier objeto o cualquier persona de su vida diaria. A pesar de que nunca vio
realmente dichas criaturas, jamás dudó de su existencia. Por ello, los monstruos cuyas
características temibles fueron descritas en los bestiarios y que están representados en los
manuscritos y esculturas, tenían para él una función moral y simbólica mucho más real que
cualquier animal del reino natural. Todas estas criaturas imaginarias existieron juntas en una
especie de selva de la imaginación en que lo anormal fue lo normal y lo fabuloso se volvió lugar
común.

JERARQUIZACION. En todo el periodo románico prevaleció una estricta estructura


jerárquica de la sociedad, que era tan rígida dentro de un monasterio, como el feudalismo lo era
fuera de los claustros. El pensamiento de esa época se basaba en la suposición de un orden
establecido por mandato divino en el universo, y la Iglesia estaba revestida con la autoridad
suficiente para interpretarlo. La majestuosa figura de Cristo en majestad tallada en los portales de
las iglesias abaciales cluniacenses y repetida en las composiciones murales pintadas en el interior
de sus ábsides cóncavos, proclamaba aquel concepto a todo el mundo. Cristo no era ya el Buen
Pastor de comienzos del cristianismo, sino un rey poderoso coronado y entronizado, en medio de
su corte celestial, sentado para juzgar a todo el mundo. Las llaves de su reino celestial, como se
advierte en el tímpano de Vézelay (fig. 91) y en las pinturas del ábside en Berzé-la-Ville (fig. 97)
estaban firmemente en manos de San Pedro, el primero de los Papas según la tradición romana.
Como para dar mayor énfasis a esta doctrina, la figura de San Pedro en Berzé-la-Ville recibe de
manos de Cristo un pergamino que contiene los estatutos divinos. El papado de los días del
medioevo siempre encontró su apoyo más potente en la orden cluniacense, y gracias a ella pudo
con fortuna establecer una teocracia absoluta basada en una autoridad de origen divino.
La autoridad de la Iglesia en ninguna otra fábrica humana encontró mejor expresión que en
estas monumentales composiciones escultóricas y murales que colocadas en un sitio preeminente,
advertían a los que entraban en ellas, que su vida terrena estaba en una senda que los llevaría a la
salvación o a la condenación. Las piedras miliares que jalonaban el camino habían sido colocadas
en su sendero por la Iglesia, cuyo clero era el único que podía interpretarlas y asegurar al
implorante que se dirigía a las calles de oro del cielo, en vez de las calderas del infierno. La
frecuencia con que era representada la visión apocalíptica de San Juan con apóstoles y ancianos
alrededor del trono de Cristo, fue signo de la veneración de la imagen del padre protector en forma
del barbado patriarca.
En un orden divino como el señalado, nada podía dejarse al azar y toda la vida tenía que ser
puesta en un plan de organización acorde con el orden cósmico de las cosas. La fuente de la
autoridad que descendía de Cristo a través de San Pedro a sus sucesores papales, fluía en una
corriente desde Roma en tres direcciones principales. El Emperador del Sacro Imperio Romano
recibía su corona de las manos del Sumo Pontífice Romano, y a su vez todos los reyes del mundo
occidental le debían tributo y homenaje. Desde los más grandes señores hasta los siervos más
humildes, todos tenían un sitio predeterminado en este gran orden cósmico. En siguiente lugar, los
arzobispos y obispos recibían sus mitras de Roma, y en sus obispados eran señores feudales por
derecho propio. Bajo su mandato el llamado clero “secular” desde el sacerdote de una parroquia
hasta el diácono, debían obediencia a sus superiores, de quienes recibían las órdenes. Por último,
las comunidades monásticas bajo el mando de los abades también debían obediencia al Papa y por
su apoyo leal al papado, la orden cluniacense creció con tanta fuerza y poder que su abad era,
excepto el Papa, el eclesiástico más poderoso de la cristiandad.
Cluny, que comenzó como un pequeño monasterio independiente fue el primero en ser
eximido de tributo a cualquier autoridad secular, excepto la del Papa; pero en vez de seguir siendo
una unidad independiente como otras abadías benedictinas, Cluny adoptó el principio feudal de
expandirse y absorber otros monasterios, hasta que dominó el movimiento monástico. Como
cabeza de un sistema monárquico, la orden fue la fuerza unificadora más potente de su época no
sólo en el campo religioso y político, sino en el pensamiento arquitectónico, artístico y musical.
Por su adhesión a este sistema feudal, se transformó en la más grande institución terrateniente y en
una organización económica en que la tierra era la fuente básica de riqueza, y por esas causas los
monasterios se volvieron los patrones principales que comisionaban la elaboración de obras de
arte. En un mundo en que la fe triunfaba sobre la razón y el único camino a la salvación estaba en
la Iglesia, la orden cluniacense actuó como el pilar de la tradición romana y participó activamente
en la difusión de su autoridad, doctrinas y liturgia en toda la cristiandad.
El rango de los monjes fue copiado básicamente de la clase aristocrática, cuyos miembros
se contaban entre los pocos que tenían la libertad suficiente para elegir su propia forma de vida.
Todos los cargos eclesiásticos más elevados estaban en manos de miembros de familias nobles, a
menudo hijos jóvenes que no tenían derecho bajo la ley de la primogenitura, a heredar las
propiedades feudales. El voto de pobreza aplicado sólo a un habiente en lo particular y de modo
colectivo a una comunidad monástica, se asemejaba a un señorío feudal. Fue sólo en épocas
ulteriores que las órdenes mendicantes de monjes intentaron interpretar de manera literal el voto de
pobreza. Por esa causa el arte románico fue también un arte aristocrático y evolucionó sin perder
sus características durante todo ese periodo con los medios del patronazgo concentrados casi por
completo en manos de sus abades y obispos.
La iglesia abacial románica fue estructurada según un plan jerárquico rígido que reflejaba el
orden estricto de prioridad en las procesiones litúrgicas para la cual había sido erigida como
escenario. Por su insistencia en las proporciones visibles, manifestaba el plan invisible de un
mundo ordenado a semejanza divina. La regularidad de los edificios, monásticos que la rodeaban,
de modo semejante, tenía como función albergar a quienes expresaban su voluntad de adaptarse a
dicha regularidad cósmica de vida y de este modo, constituían un reflejo humano del plan divino
establecido, para la salvación de la humanidad. La enorme amplitud de las abadías excedía de la
necesaria para acomodar los cientos de personas que normalmente rendían culto en ella. Empero,
fue el monumento que tradujo las convicciones religiosas inamovibles del hombre románico y
como la casa del Señor y Soberano del Universo, se transformó en un palacio que hacía palidecer
los sueños de gloria de cualquier rey de la tierra. En la inseguridad que caracterizó al mundo
feudal, el hombre románico construyó una fortaleza para su fe y para su Dios, que tenía como
función resistir los embates de herejes y gentiles, al igual que resistir la embestida de fuerzas más
elementales como el viento, la lluvia y el fuego. Aún más, la iglesia abacial era el sitio en que el
monarca celestial tenía su corte y en donde sus vasallos podían rendirle homenaje incesante en
forma de los servicios divinos que se celebraban día y noche, año tras año.
Este principio jerárquico, aún más, fue válido y aplicado no sólo a los rangos sociales y
eclesiásticos sino también a los procesos básicos del pensamiento. La autoridad para cualquier
asunto descansaba firmemente en las Sagradas Escrituras y en las interpretaciones que de ellas
habían hecho los primeros padres de la Iglesia. La rectitud y la idoneidad dependían de la
antigúedad de la tradición, y la erudición consistía no tanto en abrir nuevos caminos intelectuales,
como en dilucidar e interpretar las fuentes tradicionales. Para los insúuidos, este proceso adoptó la
forma de comentarios eruditos; para los ignorantes, se expresó en el culto de reliquias. Miles de
peregrinos se lanzaban a los polvorientos caminos y viajaban a través de Francia y España para
tocar con sus manos la tumba legendaria del apóstol Santiago en Compostela. En las artes, esta
veneración del pasado obligó a la continuación de formas tradicionales como la basilica romana
paleocristiana y la música del canto gregoriano.
Este tradicionalismo, por curioso que parezca, no condujo al estancamiento ni a la
uniformidad. Al hacer eruditos comentarios de las Sagradas Escrituras, los escritores de manera
inconsciente, y a veces bastante consciente, las interpretaron a la luz de criterios contemporáneos,
y como aconteció al populacho inculto que viajó a través de Europa en peregrinaciones para más
tarde lanzarse al Cercano Oriente en las Cruzadas, absorbió nuevas ideas que terminarían por
sacudir el provincianismo de épocas feudales y cambiarlo en una estructura social más dinámica.

Todas las artes, empero, mostraron una extraordinaria capacidad de invención y una
variedad tan grande, que hicieron del periodo románico uno de los más espontáneos y originales de
la historia. La regla de la arquitectura románica fue la diversidad y no la unidad. Esta enorme
variedad dependió de las tradiciones regionales arquitectónicas y la disponibilidad de artífices y
materiales. En San Marcos de Venecia (fig. 169), cabe admirar una combinación del estilo
bizantino con sus innumerables cúpulas, y las plantas en forma de cruz griega. En España se sintió
la influencia musulmana; en el norte de Italia, San Ambrosio de Milán (fig. 103) tiene los ricos
campanarios cuadrangulares de ladrillo rojo típicos de Lombardía, en tanto que en el centro de
Italia el románico se caracterizó por edificios enteramente revestidos de taraceas marmóreas de dos
colores, con bandas alternas verdes y marfilinas como en el Baptisterio de Florencia (fig. 138) y la
Catedral de Pisa.
Las estructuras románicas nunca alcanzaron la categoría de prototipos como los templos
griegos, iglesias bizantinas y las catedrales góticas ulteriores. Cada edificio y cada región buscó
sus propias soluciones. Por la experimentación constante, los arquitectos románicos hallaron la
clave de nuevos principios esculturales como las técnicas para levantar bóvedas, y al lograr poco a
poco un dominio absoluto de su medio y sus materiales, fueron capaces de transformar sus
edificios, de estructuras sólidas a manera de fortalezas, a edificios de considerable elegancia.
Mientras tanto, los decoradores empedraron el camino hacia el nuevo florecimiento de la escultura
y la pintura mural monumentales. De manera semejante, la necesidad de coros de mayores
dimensiones y mejores características condujo a la invención de sistemas de notación y la
exuberancia emocional en el culto religioso hizo muchas modificaciones en el canto tradicional
que culminó en el arte del contrapunto. En sentido global, la vitalidad creadora mostrada en cada
material susceptible al arte, es una fuente constante de asombro.
En el marco de formas aportado por la iglesia abacial, el detalle arquitectónico, la escultura
y otras artes decorativas, la música y la liturgia se combinaron como partes integrales de un diseño
arquitectónico completo. La enorme nave central y los cruceros de una iglesia fueron diseñados
como una sala resonante para el canto, al igual que el tímpano sobre el portal de entrada y el
interior cóncavo del ábside fueron el escenario idóneo para los ornamentos escultóricos y de las
pinturas murales. Las representaciones escultóricas del canto llano en los capiteles del
deambulatorio en la tercera abadía de Cluny muestran una fusión de la música y la escultura, en
tanto que sus inscripciones añaden una tercera dimensión literaria. Todas las artes convergen en la
estructura unificada de la liturgia, pues según el concepto monástico, todo fue creado para la
mayor gloria de Dios

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