Poemas Manuel José Quintana
Poemas Manuel José Quintana
Poemas Manuel José Quintana
Y tú en tanto embebecido,
Sin atender ni escucharme,
Las voces con que te llamo
Dejas que vayan en balde.
Mirábala el pastorcillo,
Entre animoso y cobarde,
Queriendo a veces huilla
Y a veces queriendo hablalle;
A la hermosura.
Cuando en la flor de mis risueños días
Mi vista hirió tu luz, dulce hermosura,
¡Oh cómo palpité! ¡Cómo mi pecho
Te amó, te idolatró! Tú numen fuiste
Que desplegar hiciste
El vuelo de mi voz, tú presidías
De mi cítara al son, que entonces era
Más bien el eco de las ansias mías
Que el eco de tu gloria: exento ahora
De temor, de deseo y de esperanza,
Que aceptes pido con afable agrado
El tributo que rindo a tu alabanza.
¡Oh si al formar tu vencedor traslado,
Benigno el cielo, la apacible tinta
Me diera con que el día en el oriente
Nace a inundarle en cándidos albores!
¡Los hermosos colores
Flora me diera con que adorna y pinta
Al soberbio clavel su altiva frente!
Diérame de su seno la fragancia,
Y la bella elegancia
Que gentiles los álamos despliegan
Cuando las auras del abril los mecen,
Cuando las lluvias del abril los riegan.
A tu nacer testigo
El orbe se recrea,
Que tanto llega a florecer contigo
Y te contempla en tu halagüeña cuna,
Como al morir el día
Mira el recinto de la selva umbría
La incierta luz de la naciente luna.
Mírate amor alborozado, y lleno
Ya del ardor que en esperanza siente,
«Yo bañaré con mi esplendor su frente,
Soberbio exclama, y con mi ardor su seno.»
Crece; que el lirio y la purpúrea rosa
Tiñan tus gratos miembros a porfía;
El sol de mediodía
La lumbre encienda de tus ojos bellos;
Que el tímido pudor la temple en ellos;
La esencia de las flores
Tu dulce aliento sea,
Y a velar tus encantos vencedores
Bajen en crespas ondas tus cabellos;
En tu nevado seno
Empiecen los amores
La primera a gustar de sus delicias;
Tu pie en la danza embellecer se vea,
Y tu cándida mano en las caricias.
Diosa de la beldad, alza la frente,
Mira tu gloria; al comtemplarla el sabio
Despide de su mente
La grave austeridad; la indiferente
Desmayada vejez siente que inflama
Tu viva lumbre sus cenizas frías,
Y suspirando exclama:
«¡Ah, quien volviera a los floridos días!»
Mientras que ansiosa, arrebatada y ciega,
La juventud a oleadas
Corre, y se agolpa tras de ti, y a oleadas
Su tierno afán a tributarte llega.
¡Qué nube de esperanzas y deseos
Te halaga en derredor! Qué de suspiros!
¡Cuántos amores! Y soberbia y fiera,
Sin ver ni agradecer, sigues hollando
La apacible carrera
Sembrada de placer, ornada en flores,
Tras tu carro de triunfo arrebatando
Los míseros despojos
De tantos amadores
Que al son de su cadena,
Bendiciendo tu luz, cantan su pena.
¡Dichoso aquel que junto a ti suspira,
Que el dulce néctar de tu risa bebe,
Que a demandarte compasión se atreve,
Y blandamente palpitar te mira!
¡En fin triunfaste, amor! ¿Cuál es la gloria
Que iguale en su contento
A tan bella y magnífica victoria?
Mira al mortal que devoró los dones,
Los dulces dones suspirados tanto,
Cual se agita impaciente, estremecido,
De vanidad henchido,
De gozo inmenso, de inefable encanto.
¡Y no es eterno! ¡Ay Dios! ¡Y llega un día
En que del albo seno,
Cansada la hermosura,
Lanza al amor! Amor la embellecía;
Él su semblante de expresión bañaba,
Él gracia la inspiraba y bizarría;
El mundo la veía,
Y cual templo de un Dios la respetaba.
Y ora apagando la sagrada antorcha,
Su alas tiende amor, y huye gimiendo
A la vana inconstancia, a la falsía,
Que su altar profanaron
Y la alma, fuente del sentir, cegaron.
No así en ti se cegó, cuando a la tierra
Ejemplo dabas del amor más puro,
Heloisa infeliz. ¿Cuál fue la mano
Que, despiadada y dura,
Hundió en ese recinto pavoroso,
Morada del horror, tanta hermosura?
Y respondes: «Mi amor.» ¿Quién por tu seno
Dilató de tan bárbaros dolores
El amargo raudal? «Mi amor.» ¿Un tiempo
No llegará en que espire
El nombre de Abelardo en tus clamores,
De que el eco se llena,
Y en esas anchas bóvedas resuena?
«No lo sufre mi amor. Mira los días
Cual pasaron por mí; su triste huella
Marchitó mi beldad, sin que un instante
Viese templar la inapagable llama
Que me consume. Feneció mi amante
Sin fenecer mi amor; sus restos fríos
Son sin cesar bañados
De ardiente llanto y de lamentos míos.
Déjame en ellos inundarme; el cielo
Este solo placer es el que ha dado
A mi infelice suerte.
Déjame mi dolor; cuando la muerte
Venga a librarme del horror del mundo,
Entonces ¡ay! en mi postrer momento
Abelardo, dirá con hondo acento,
Abelardo, mi labio moribundo.»
Así sus ayes lastimeros hienden
De siglo a siglo, y sus agudos ecos
En lástima y amor el pecho encienden.
Rosas y mirtos a su tumba, y llanto,
Llanto más bien; las lágrimas que vierto,
Al mismo tiempo que mi voz la nombra,
Son dulce ofrenda a su adorable sombra.
¿Tanto vale el sentir? ¿A tanto alcanza
Su divino poder? Ojos hermosos,
Sabed que nunca parecéis más bellos,
Sabed que nunca sois más poderosos
Que cuando en vos se mira
El vivo afán que el sentimiento inspira.
Sin él ¿qué es la beldad? Flor inodora,
Estatua muda que la vista admira,
Y que insensible el corazón no adora.
Estremeciose España
del indigno rumor que cerca oía,
y al grande impulso de su justa saña
rompió el volcán que en su interior hervía.
Sus déspotas antiguos
consternados y pálidos se esconden;
resuena el eco de venganza en torno,
y del Tajo las márgenes responden:
«¡Venganza!» ¿Dónde están, sagrado río,
los colosos de oprobio y de vergüenza
que nuestro bien en su insolencia ahogaban?
Su gloria fue, nuestro esplendor comienza;
y tú, orgulloso y fiero,
viendo que aún hay Castilla y castellanos,
precipitas al mar tus rubias ondas,
diciendo: «Ya acabaron los tiranos».