Poemas Manuel José Quintana

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La fuente de la mora encantada

de Manuel José Quintana

Oye, Silvio, ya del campo


Se va a despedir la tarde,
Y no es bien que aquí la noche
Con sus sombras nos alcance.

Ya el redil busca el ganado,


Ya se retiran las aves,
Y en pavoroso silencio
Se ven envueltos los valles.

Y tú en tanto embebecido,
Sin atender ni escucharme,
Las voces con que te llamo
Dejas que vayan en balde.

¿Qué haces, Silvio, en esa fuente?


¿Tan presto acaso olvidaste
Que los padres nos la vedan,
Que la maldicen las madres?

Mira que llega la hora;


Huye veloz y no aguardes
A que el encanto se forme,
Y que esas ondas te traguen.

¡Vente!... Mas ya no era tiempo:


La fascinadora imagen
Reverberaba en las aguas
Con sus encantos mortales.

Como ilusión entre sueños,


Como vislumbre en los aires
Incierta al principio y vaga
Se confunde y se deshace;

Hasta que al fin más distinta


En su apacible semblante
De sus galas la hermosura
Hace el más vistoso alarde.

La media luna que ardía


Cual exhalación radiante
Entre las crespas madejas
De sus cabellos suaves,

Mostraba su antiguo origen


Y el africano carácter
De los que a España trajeron
El alcorán y el alfanje.

Mora bella en sus facciones,


Mora bizarra en su traje,
Y de labor también mora
La rica alfombra en que yace,

Toda ella encanta y admira,


Toda suspende y atrae
Embargando los sentidos
Y obligando a vasallaje.

Mirábala el pastorcillo,
Entre animoso y cobarde,
Queriendo a veces huilla
Y a veces queriendo hablalle;

Mas ni los pies le obedecen


Cuando pretende alejarse,
Ni acierta a formar palabras
La lengua helada en las fauces.

Sólo la vista le queda,


Para mirar, para hartarse
En el hermoso prodigio
Que allí contempla delante.

Ella al parecer dormía;


Mas de cuando en cuando al aire
Unos suspiros exhala
De su seno palpitante,

Que en deliciosa ternura


Convierten luego y deshacen
El asombro que su vista
Causó en el primer instante.

Y abriendo los bellos ojos


Tan bellos como falaces,
A él se vuelve, y querellosa
Le dice con voz suave:

-«¿Viniste al fin? ¡Qué de siglos


De esperanzas y de afanes.
Me cuestas! ¿Dónde estuviste
Que tanto tiempo tardaste?

Mírame aquí encadenada


Por la maldición de un padre
A quien dieron las estrellas
Su poder para encantarme.»

«Vive ahí, me dijo irritado,


Ten esa fuente por cárcel,
Sé rica, pero sin gustos,
Sé hermosa, pero sea en balde.

Enciéndante los deseos,


Consúmante los pesares,
De noche sólo te muestres
Y el que te viere se espante.

Y pena así hasta que encuentres,


Si es posible que le halles,
Quien ahí osado se arroje
Y entre esas ondas te abrace.»

Ya otros antes han venido,


Que, pasmados al mirarme,
El bien con que les brindaba
Se perdieron por cobardes.

No lo seas tú: aquí te esperan


Mil delicias celestiales,
Que en ese mundo en que vives
Jamás se dan ni se saben.

Ven, serás aquí conmigo


Mi esposo, mi bien, mi amante;
Ven...» y los brazos tendía
Como queriendo abrazarle.

A este ademán, no pudiendo


Ya el infeliz refrenarse,
En sed de amor abrasado
Se arroja al pérfido estanque.

En remolinos las ondas


Se alzan, la víctima cae,
Y el ¡ay! que exhaló allá dentro
Le oyó con horror el valle.

A la hermosura.
Cuando en la flor de mis risueños días
Mi vista hirió tu luz, dulce hermosura,
¡Oh cómo palpité! ¡Cómo mi pecho
Te amó, te idolatró! Tú numen fuiste
Que desplegar hiciste
El vuelo de mi voz, tú presidías
De mi cítara al son, que entonces era
Más bien el eco de las ansias mías
Que el eco de tu gloria: exento ahora
De temor, de deseo y de esperanza,
Que aceptes pido con afable agrado
El tributo que rindo a tu alabanza.
¡Oh si al formar tu vencedor traslado,
Benigno el cielo, la apacible tinta
Me diera con que el día en el oriente
Nace a inundarle en cándidos albores!
¡Los hermosos colores
Flora me diera con que adorna y pinta
Al soberbio clavel su altiva frente!
Diérame de su seno la fragancia,
Y la bella elegancia
Que gentiles los álamos despliegan
Cuando las auras del abril los mecen,
Cuando las lluvias del abril los riegan.
A tu nacer testigo
El orbe se recrea,
Que tanto llega a florecer contigo
Y te contempla en tu halagüeña cuna,
Como al morir el día
Mira el recinto de la selva umbría
La incierta luz de la naciente luna.
Mírate amor alborozado, y lleno
Ya del ardor que en esperanza siente,
«Yo bañaré con mi esplendor su frente,
Soberbio exclama, y con mi ardor su seno.»
Crece; que el lirio y la purpúrea rosa
Tiñan tus gratos miembros a porfía;
El sol de mediodía
La lumbre encienda de tus ojos bellos;
Que el tímido pudor la temple en ellos;
La esencia de las flores
Tu dulce aliento sea,
Y a velar tus encantos vencedores
Bajen en crespas ondas tus cabellos;
En tu nevado seno
Empiecen los amores
La primera a gustar de sus delicias;
Tu pie en la danza embellecer se vea,
Y tu cándida mano en las caricias.
Diosa de la beldad, alza la frente,
Mira tu gloria; al comtemplarla el sabio
Despide de su mente
La grave austeridad; la indiferente
Desmayada vejez siente que inflama
Tu viva lumbre sus cenizas frías,
Y suspirando exclama:
«¡Ah, quien volviera a los floridos días!»
Mientras que ansiosa, arrebatada y ciega,
La juventud a oleadas
Corre, y se agolpa tras de ti, y a oleadas
Su tierno afán a tributarte llega.
¡Qué nube de esperanzas y deseos
Te halaga en derredor! Qué de suspiros!
¡Cuántos amores! Y soberbia y fiera,
Sin ver ni agradecer, sigues hollando
La apacible carrera
Sembrada de placer, ornada en flores,
Tras tu carro de triunfo arrebatando
Los míseros despojos
De tantos amadores
Que al son de su cadena,
Bendiciendo tu luz, cantan su pena.
¡Dichoso aquel que junto a ti suspira,
Que el dulce néctar de tu risa bebe,
Que a demandarte compasión se atreve,
Y blandamente palpitar te mira!
¡En fin triunfaste, amor! ¿Cuál es la gloria
Que iguale en su contento
A tan bella y magnífica victoria?
Mira al mortal que devoró los dones,
Los dulces dones suspirados tanto,
Cual se agita impaciente, estremecido,
De vanidad henchido,
De gozo inmenso, de inefable encanto.
¡Y no es eterno! ¡Ay Dios! ¡Y llega un día
En que del albo seno,
Cansada la hermosura,
Lanza al amor! Amor la embellecía;
Él su semblante de expresión bañaba,
Él gracia la inspiraba y bizarría;
El mundo la veía,
Y cual templo de un Dios la respetaba.
Y ora apagando la sagrada antorcha,
Su alas tiende amor, y huye gimiendo
A la vana inconstancia, a la falsía,
Que su altar profanaron
Y la alma, fuente del sentir, cegaron.
No así en ti se cegó, cuando a la tierra
Ejemplo dabas del amor más puro,
Heloisa infeliz. ¿Cuál fue la mano
Que, despiadada y dura,
Hundió en ese recinto pavoroso,
Morada del horror, tanta hermosura?
Y respondes: «Mi amor.» ¿Quién por tu seno
Dilató de tan bárbaros dolores
El amargo raudal? «Mi amor.» ¿Un tiempo
No llegará en que espire
El nombre de Abelardo en tus clamores,
De que el eco se llena,
Y en esas anchas bóvedas resuena?
«No lo sufre mi amor. Mira los días
Cual pasaron por mí; su triste huella
Marchitó mi beldad, sin que un instante
Viese templar la inapagable llama
Que me consume. Feneció mi amante
Sin fenecer mi amor; sus restos fríos
Son sin cesar bañados
De ardiente llanto y de lamentos míos.
Déjame en ellos inundarme; el cielo
Este solo placer es el que ha dado
A mi infelice suerte.
Déjame mi dolor; cuando la muerte
Venga a librarme del horror del mundo,
Entonces ¡ay! en mi postrer momento
Abelardo, dirá con hondo acento,
Abelardo, mi labio moribundo.»
Así sus ayes lastimeros hienden
De siglo a siglo, y sus agudos ecos
En lástima y amor el pecho encienden.
Rosas y mirtos a su tumba, y llanto,
Llanto más bien; las lágrimas que vierto,
Al mismo tiempo que mi voz la nombra,
Son dulce ofrenda a su adorable sombra.
¿Tanto vale el sentir? ¿A tanto alcanza
Su divino poder? Ojos hermosos,
Sabed que nunca parecéis más bellos,
Sabed que nunca sois más poderosos
Que cuando en vos se mira
El vivo afán que el sentimiento inspira.
Sin él ¿qué es la beldad? Flor inodora,
Estatua muda que la vista admira,
Y que insensible el corazón no adora.

A España, después de la Revolución de marzo

¿Qué era, decidme, la nación que un día


reina del mundo proclamó el destino,
la que a todas las zonas extendía
su cetro de oro y su blasón divino?
Volábase a occidente,
y el vasto mar Atlántico sembrado
se hallaba de su gloria y su fortuna.
Do quiera España: en el preciado seno
de América, en el Asia, en los confines
del África, allí España. El soberano
vuelo de la atrevida fantasía
para abarcarla se cansaba en vano;
la tierra sus mineros le rendía,
sus perlas y coral el Oceano,
y dondequier que revolver sus olas
él intentase, a quebrantar su furia
siempre encontraba costas españolas.

Ora en el cieno del oprobio hundida,


abandonada a la insolencia ajena,
como esclava en mercado, ya aguardaba
la ruda argolla y la servil cadena.
¡Qué de plagas, oh, Dios! Su aliento impuro
la pestilente fiebre respirando,
infestó el aire, emponzoñó la vida;
la hambre enflaquecida
tendió sus brazos lívidos, ahogando
cuanto el contagio perdonó; tres veces
de Jano el templo abrimos,
y a la trompa de Marte aliento dimos;
tres veces ¡ay! los dioses tutelares
su escudo nos negaron y nos vimos
rotos en tierra y rotos en los mares.
¿Qué en tanto tiempo viste
por tus inmensos términos, oh, Iberia?
¿Qué viste ya sino funesto luto,
honda tristeza, sin igual miseria,
de tu vil servidumbre acerbo fruto?

Así, rota la vela, abierto el lado,


pobre bajel a naufragar camina,
de tormenta en tormenta despeñado,
por los yermos del mar ya ni en su popa
las guirnaldas se ven que antes le ornaban,
ni en señal de esperanza y de contento
la flámula riendo al aire ondea.
Cesó en su dulce canto el pasajero,
ahogó su vocería
el ronco marinero,
terror de muerte en torno le rodea,
terror de muerte silencioso y frío;
y él va a estrellarse al áspero bajío.

Llega el momento, en fin; tiende su mano


el tirano del mundo al occidente,
y fiero exclama: «El occidente es mío».
Bárbaro gozo en su ceñuda frente
resplandeció, como en el seno oscuro
de nube tormentosa en el estío
relámpago fugaz brilla un momento,
que añade horror con su fulgor sombrío.
Sus guerreros feroces
con gritos de soberbia el viento llenan;
gimen los yunques, los martillos suenan,
arden las forjas. ¡Oh, vergüenza! ¿Acaso
pensáis que espadas son para el combate
las que mueven sus manos codiciosas?
No en tanto os estiméis: grillos, esposas,
cadenas son, que en vergonzosos lazos
por siempre amarren tan inertes brazos.

Estremeciose España
del indigno rumor que cerca oía,
y al grande impulso de su justa saña
rompió el volcán que en su interior hervía.
Sus déspotas antiguos
consternados y pálidos se esconden;
resuena el eco de venganza en torno,
y del Tajo las márgenes responden:
«¡Venganza!» ¿Dónde están, sagrado río,
los colosos de oprobio y de vergüenza
que nuestro bien en su insolencia ahogaban?
Su gloria fue, nuestro esplendor comienza;
y tú, orgulloso y fiero,
viendo que aún hay Castilla y castellanos,
precipitas al mar tus rubias ondas,
diciendo: «Ya acabaron los tiranos».

¡Oh, triunfo! ¡Oh, gloria! ¡Oh, celestial momento!


¿Conque puede ya dar el labio mío
el nombre augusto de la Patria al viento?
Yo le daré; mas no en el arpa de oro
que mi cantar sonoro
acompañó hasta aquí; no aprisionado
en estrecho recinto, en que se apoca
el numen en el pecho
y el aliento fatídico en la boca.
Desenterrad la lira de Tirteo,
y el aire abierto, a la radiante lumbre
del sol, en la alta cumbre
del riscoso y pinífero Fuenfría,
allí volaré yo, y allí cantando
con voz que atruene en rededor la sierra,
lanzaré por los campos castellanos
los ecos de la gloria y de la guerra.

¡Guerra, nombre tremendo, ahora sublime,


único asilo y sacrosanto escudo
al ímpetu sañudo
del fiero Atila que a occidente oprime!
¡Guerra, guerra, españoles! En el Betis
ved del Tercer Fernando alzarse airada
la augusta sombra; su divina frente
mostrar Gonzalo en la imperial Granada;
blandir el Cid su centellante espada,
y allá sobre los altos Pirineos,
del hijo de Jimena
animarse los miembros giganteos.
En torbo ceño y desdeñosa pena
ved cómo cruzan por los aires vanos;
y el valor exhalando que se encierra
dentro del hueco de sus tumbas frías,
en fiera y ronca voz pronuncian «¡Guerra!

»¡Pues qué! ¿Con faz serena


vierais los campos devastar opimos,
eterno objeto de ambición ajena,
herencia inmensa que afanando os dimos?
Despertad, raza de héroes: el momento
llegó ya de arrojarse a la victoria;
que vuestro nombre eclipse nuestro nombre,
que vuestra gloria humille nuestra gloria.
No ha sido en el gran día
el altar de la Patria alzado en vano
por vuestra mano fuerte.
Juradlo, ella os lo manda: ¡Antes la muerte
que consentir jamás ningún tirano!»

Sí, yo lo juro, venerables sombras;


yo lo juro también, y en este instante
ya me siento mayor. Dadme una lanza,
ceñidme el casco fiero y refulgente;
volemos al combate, a la venganza;
y el que niegue su pecho a la esperanza
hunda en el polvo la cobarde frente.
Tal vez el gran torrente
de la devastación en su carrera
me llevará. ¿Qué importa? ¿Por ventura
no se muere una vez? ¿No iré, expirando,
a encontrar nuestros ínclitos mayores?
«¡Salud, oh padres de la patria mía»,
yo les diré, «salud! La heroica España
de entre el estrago universal y horrores
levanta la cabeza ensangrentada,
y, vencedora de su mal destino,
vuelve a dar a la tierra amedrentada
su cetro de oro y su blasón divino».

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