Weiner Jennifer - Bueno en La Cama
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BUENO EN LA
CAMA
Para mi familia
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ÍNDICE
PRIMERA PARTE: Bueno en la cama...............Error:
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Capítulo 1......Error: Reference source not found
Capítulo 2......Error: Reference source not found
Capítulo 3......Error: Reference source not found
Capítulo 4......Error: Reference source not found
SEGUNDA PARTE: Recapacitando. Error: Reference
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Capítulo 5......Error: Reference source not found
Capítulo 6......Error: Reference source not found
Capítulo 7......Error: Reference source not found
Capítulo 8......Error: Reference source not found
Capítulo 9......Error: Reference source not found
TERCERA PARTE: Voy a nadar.......Error: Reference
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Capítulo 10....Error: Reference source not found
Capítulo 11....Error: Reference source not found
Capítulo 12....Error: Reference source not found
Capítulo 13....Error: Reference source not found
Capítulo 14....Error: Reference source not found
CUARTA PARTE: Suzie Lightning. . .Error: Reference
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Capítulo 15....Error: Reference source not found
Capítulo 16....Error: Reference source not found
Capítulo 17....Error: Reference source not found
QUINTA PARTE: Joy......Error: Reference source not
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Capítulo 18....Error: Reference source not found
Capítulo 18....Error: Reference source not found
Capítulo 19....Error: Reference source not found
Capítulo 20....Error: Reference source not found
AGRADECIMIENTOS.....Error: Reference source not found
UNA CONVERSACIÓN CON JENNIFER WEINER....Error: Reference
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NOTA DE LA AUTORA. Error: Reference source not found
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....Error: Reference source
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Qué triste es el hogar. Queda como lo
dejamos,
dispuesto al gusto de los últimos en irse,
como conjurándolos a volver. En vez de eso,
sin nadie a quien gustar, languidece
sin ánimos para prescindir de lo que se
llevaron
y retornar a como era todo, jubilosa
visión de cómo deberían ser las cosas
ahora desaparecidas hace tiempo.
Puedes ver ahora cómo era todo:
mira esos cuadros, esos enseres, la partitura
sobre el taburete del piano. Ese jarrón.
PHILIP LARKIN
LIZ PHAIR
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PRIMERA PARTE:
Bueno en la cama
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JENNIFER WEINER BUENO EN LA CAMA
Capítulo 1
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—No sabía que estaba escribiendo una novela —dijo Samantha, sin
duda desesperada por cambiar de tema.
—Apenas sabe escribir una nota de agradecimiento —dije, mientras
volvía a la página 132.
«Nunca me he considerado un adicto a las obesitas —leí—, pero
cuando conocí a C, me prendé de su ingenio, de su risa, de sus ojos
brillantes. En cuanto a su cuerpo, decidí que aprendería a vivir con él.»
—¡LO MATARÉ!
—Pues mátalo ya y calla —masculló Gabby, al tiempo que se
enderezaba sus gafas de gruesos cristales.
Betsy se había levantado de nuevo, y mis manos estaban temblando,
y de repente las chocolatinas se habían desparramado sobre el suelo y
crujían bajo las ruedecillas de mi silla.
—He de irme —dije a Samantha, y colgué—. Estoy bien —informé a
Betsy. Me dirigió una mirada de preocupación, y luego retrocedió.
Me costó tres intentos marcar bien el número de Bruce, y cuando su
buzón de voz me informó con toda calma de que no podía contestar a mi
llamada, perdí los nervios, colgué y llamé a Samantha.
—Bueno en la cama, y una mierda —dije—. Tendría que llamar a su
director. Es propaganda falaz. Quiero decir, ¿comprobaron sus
referencias? Nadie me llamó.
—Es la ira la que habla —dijo Samantha. Desde que empezó a salir
con su profesor de yoga, se ha vuelto muy filosófica.
—¿Adicto a las obesitas? —dije. Sentí que las lágrimas se agolpaban
detrás de mis párpados—. ¿Cómo ha podido hacerme esto?
—¿Has leído todo el artículo?
—Sólo la primera frase.
—Tal vez será mejor que no sigas leyendo.
—¿Va a peor?
Samantha suspiró.
—¿De veras quieres saberlo?
—No. Sí. No. —Esperé. Samantha esperó—. Sí. Dímelo.
Samantha volvió a suspirar.
—Te llama... lewynskiana.
—¿En relación con mi cuerpo o con mis mamadas?
Intenté reír, pero sólo me salió un sollozo estrangulado.
—Y se explaya sobre tu... A ver si lo encuentro... Tu «amplitud».
—Oh, Dios.
—Dice que eras suculenta —intentó cooperar Samantha—. Y jugosa.
No está mal la palabra, ¿verdad?
—Dios, en todo el tiempo que salimos, nunca dijo nada...
—Lo dejaste plantado. Está enfadado contigo —dijo Samantha.
—¡Yo no lo planté! —grité—. ¡Sólo quería que nos tomáramos un
tiempo para pensar! ¡Y él admitió que era una buena idea!
—Bien, ¿qué iba a hacer? —preguntó Samantha—. Tú dices, «creo
que necesitamos estar separados un tiempo», y o bien te da la razón y se
marcha con los restos de dignidad que le quedan, o te suplica que no lo
dejes, lo cual es patético. Eligió la dignidad.
Me pasé las manos por mi cabello castaño largo hasta la barbilla y
traté de calibrar la enormidad de la devastación. ¿Quién más había visto
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esto? ¿Quién más sabía que C. era yo? ¿Se lo habría enseñado a todos sus
amigos? ¿Lo había visto mi hermana? ¿Y mi madre, Dios no lo quisiera?
—He de irme —dije otra vez a Samantha. Dejé mis auriculares y me
levanté, al tiempo que inspeccionaba la sala de redacción del Philadelphia
Examiner: docenas de personas, la mayoría de edad madura, la mayoría
blancas, tecleando en sus ordenadores o congregadas alrededor de los
televisores para ver la CNN—. ¿Alguien sabe algo sobre la venta de armas
en este Estado? —pregunté a la sala.
—Estamos trabajando en una serie —dijo Larry, el director de noticias
locales, un hombre menudo con barba y de aspecto perplejo que se lo
tomaba todo en serio—. Pero creo que las leyes son muy permisivas.
—Hay un período de espera de dos semanas —dijo un reportero de
deportes.
—Sólo si eres menor de veinticinco años —añadió un subdirector.
—Te confundes con el alquiler de coches —dijo con desdén el tío de
deportes.
—Enseguida estamos contigo, Cannie —dijo Larry—. ¿Tienes prisa?
—Más o menos. —Me senté, y volví a levantarme—. En Pennsylvania
rige la pena de muerte, ¿verdad?
—Estamos trabajando en una serie —dijo Larry sin sonreír.
—Da igual —dije, me senté de nuevo y llamé a Samantha por
segunda vez—. ¿Sabes una cosa? No voy a matarlo. La muerte es
demasiado buena para él.
—Como quieras —dijo con lealtad Samantha.
—¿Me acompañas esta noche? Le prepararemos una emboscada en
su aparcamiento.
—¿Para hacer qué?
—Lo decidiré entre ahora y entonces —contesté.
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Nunca olvidaré el día en que descubrí que mi novia pesaba más que
yo.
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Sabía que C. era una chica grande. Más grande que todas las mujeres
que había visto en la tele, dando saltitos en traje de baño o deslizándose
como cañas a través de comedias, de situaciones o dramas médicos. Más
grande que cualquier mujer con la que hubiera salido.
Sus hombros eran tan anchos como los míos, sus manos casi tan
grandes, y desde los pechos al estómago, desde las caderas a la
pendiente de sus muslos, era toda curvas y cálida bienvenida. Abrazarla
era como estar en el paraíso. Como volver a casa.
Pero no resultaba tan cómodo salir con ella. Tal vez era por la forma
en que yo había asimilado las expectativas sociales, los dictados acerca
de los deseos de los hombres y la apariencia de las mujeres. Lo más
probable era que se debiera a su carácter. C. era un soldado entregado a
las guerras del cuerpo. Con un metro setenta y ocho, la constitución de
un defensa de fútbol americano y un peso ideal para formar parte de un
equipo profesional, C. no podía hacerse invisible.
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muerta.
—Tengo una llave —amenazó mi madre.
Alejé el vaso de tequila de Nifkin.
—Espera —grité.
Recogí la lámpara y abrí la puerta unos centímetros. Mi madre y
Tanya me miraron, con sudaderas de capucha L. L. Bean y expresión
preocupada idénticas.
—Escucha —dije—, estoy bien. Lo único que pasa es que tengo sueño,
así que me voy a dormir. Ya hablaremos de esto mañana.
—Hemos visto el artículo de Moxie —dijo mi madre—. Lucy lo trajo.
Gracias, Lucy, pensé.
—Estoy bien —repetí—. Bien, bien, bien, bien.
Mi madre, que aferraba su cartulina del bingo, me miró con
escepticismo. Tanya, como de costumbre, tenía aspecto de desear un
cigarrillo, una copa, y que ni yo ni mis hermanos hubiéramos nacido
jamás, para poseer por completo a mi madre y poder mudarse ambas a
una comuna de Northampton.
—¿Me llamarás mañana? —preguntó mi madre.
—Llamaré —prometí, y cerré la puerta.
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esposas rosa forradas de piel que Bruce me había regalado un día de San
Valentín. Por fin, imaginé a los paramédicos cuando intentaban bajar mi
cuerpo muerto y mojado por la escalera. «Ésta sí que es gorda», decía
uno.
De acuerdo. Suicidio descartado, pensé, mientras rodaba sobre la
colcha y acomodaba las almohadas naranja bajo mi cabeza. La idea de la
tienda de bollos, o de la mujer anuncio, eran tentadoras, pero
improbables. No veía cómo colarla en la revista de los alumnos. Los
graduados de Princeton que rebajaban sus aspiraciones solían ser los
propietarios de tiendas de bollos, que transformaban a su vez en una
cadena de tiendas de bollos, que luego salían a Bolsa y ganaban millones.
Pero las tiendas de bollos eran sólo una diversión que duraba unos años,
algo para entretenerse mientras criaban a sus hijos, que luego
aparecerían invariablemente en la revista de los alumnos vestidos con los
uniformes negro y naranja, y «¡Curso 2012!» escrito en sus precoces
pechos.
Lo que yo deseaba, pensé, mientras apretaba la almohada contra la
cara, era volver a ser una niña. Estar en la cama de la casa donde había
crecido, abrigada bajo la colcha marrón y rojo, leyendo aunque ya era
tarde, oír abrirse la puerta y a mi padre entrar, sentir que me observaba
en silencio, sentir el peso de su orgullo y su amor como algo tangible,
como agua caliente. Deseaba que apoyara la mano sobre mi cabeza como
entonces, oír la sonrisa de su voz cuando decía: «¿Todavía leyendo,
Cannie?» Ser pequeña, y querida. Y delgada. Eso era lo que deseaba.
Rodé sobre la cama, tanteé en mi mesita de noche, agarré pluma y
papel. «Perder peso», escribí, luego paré y pensé. «Encontrar novio
nuevo», añadí. «Vender guión. Comprar casa grande con jardín y patio
vallado.» «Encontrar novia más presentable para mi madre.» Entre el
momento de escribir «Hacerme un peinado elegante», y pensar
«Hacérselo pagar a Bruce», me quedé dormida.
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Capítulo 2
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Hay dos tipos de casas en el barrio donde crecí: las de los padres que
siguieron casados, y las de los que no.
Si echas una mirada superficial, ambos tipos de casas parecen
iguales, grandes edificios coloniales de cuatro y cinco dormitorios, bien
apartados de las calles sin acera, cada uno sobre casi media hectárea de
tierra. La mayoría están pintadas con colores conservadores, pese a
ciertos contrastes: una casa gris con postigos azules, por ejemplo, o una
casa beis claro con una puerta roja. La mayoría tienen largos caminos de
entrada, de gravilla, y muchos cuentan con piscina en la parte trasera.
Pero si miras con atención o, aún mejor, te quedas un rato,
empezarás a distinguir la diferencia.
Las casas de los divorciados son aquellas en que ya no para una
camioneta de mantenimiento de jardines, aquellas frente a las que el
cortador de césped pasa de largo las mañanas posteriores a tormentas
invernales. Fíjate bien y verás, o bien un desfile de adolescentes hoscos, o
en ocasiones hasta la señora de la casa, que salen para encargarse de
rastrillar, cortar, cavar y podar sin ayuda de nadie. Son las casas donde el
coche de mamá no cambia cada año, sino que envejece sin cesar, y donde
el segundo coche, si existe, es más bien una pieza de cuarta mano
localizada en los anuncios clasificados del Examiner, en lugar del Honda
Civic sin accesorios pero nuevo de trinca. O si el chico es afortunado, el
coche deportivo que compró papá cuando le dio la crisis de los cuarenta.
No hay jardines de diseño, ni grandes fiestas junto a la piscina en
verano, ni cuadrillas de obreros que se presentan a las siete de la mañana
para añadir un nuevo estudio o dormitorio principal a la casa. La pintura
dura cuatro o cinco años en lugar de dos o tres, y ya ha empezado a
desprenderse cuando llega el momento de dar la nueva capa.
Pero podrías distinguir la diferencia sobre todo los sábados por la
mañana, cuando empezaba lo que mis amigos y yo bautizamos como el
Desfile de Papás. A eso de las diez o las once de cada sábado, los caminos
de entrada y las calles vecinas se llenaban de coches conducidos por los
hombres que habían vivido en esas casas de cuatro y cinco dormitorios.
Uno a uno, salían de sus coches, subían por el camino de acceso, tocaban
el timbre de la casa donde antes dormían, y recogían a los críos para que
pasaran el fin de semana con ellos. Esos días, decían mis amigos, estaban
plagados de todo tipo de extravagancias: compras a porrillo,
desplazamientos a las galerías comerciales, el zoo, el circo, comidas fuera,
cenas fuera, una peli antes y otra después. Cualquier cosa con tal de que
el tiempo pasara, con tal de llenar los minutos muertos entre hijos y
padres que, de repente, tenían muy poco que decirse, una vez que habían
intercambiado unas cuantas gracias (en los casos en que reinaba la
cordialidad), o escupido vitriolo (en los casos controvertidos, esos en que
los padres exhibían las mutuas deficiencias e infidelidades delante de un
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La bandera con los colores del arco iris es el emblema del movimiento gay. (N. del T.)
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La chef más popular y prestigiosa de Estados Unidos. (N. del T.)
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Capítulo 3
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«Candy», en inglés, significa «caramelo», «bombón». (N. del T.)
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cógelas!
El médico era un cuarentón delgado (por supuesto), cuyas sienes
empezaban a teñirse de gris, de grandes ojos castaños, que me estrechó
la mano con energía. También era extremadamente alto. Incluso con mis
Doc Martens de suela gruesa apenas le llegaba a los hombros, lo cual
significaba que debía de medir cerca de dos metros. Su nombre sonaba
como doctor Krushelevsky, sólo que con más sílabas.
—Puede llamarme doctor K. —dijo, con su voz tan absurdamente
lenta y profunda.
Yo esperaba que renunciara a imitar a Barry White y hablara como
una persona normal, pero no lo hizo, por lo cual deduje que aquella era su
voz auténtica. Me senté, con el bolso apretado contra mi pecho, mientras
él pasaba las páginas de mi formulario, se demoraba en algunas
respuestas, reía sin disimulos de otras. Paseé la vista a mi alrededor, con
el propósito de relajarme. Su despacho era encantador. Sofás de piel, un
escritorio repleto de cosas, pero sin exagerar, una alfombra de aspecto
oriental cubierta de columnas de libros, papeles, revistas, y un compacto
de televisión y vídeo en una esquina, y una nevera pequeña con una
cafetera encima en otra esquina. Me pregunté si alguna vez dormía aquí...,
si el sofá se convertía en una cama. Era el tipo de lugar que te daba ganas
de habitar.
—¿Humillada en una publicación nacional? —leyó en voz alta—. ¿Qué
pasó?
—Huy —dije—. No querrá saberlo.
—Sí, de veras. Creo que nunca había leído una respuesta tan curiosa.
—Bien, mi novio —me encogí—. Ex novio. Perdón. Escribe una
columna en Moxie...
—«¿Bueno en la cama?» —preguntó el médico.
—Pues sí. Me gusta pensar eso.
El médico se ruborizó.
—No... Quiero decir...
—Sí, es la columna que Bruce escribe. No me diga que la lee.
Si un dietista cuarentón la había leído, cabía suponer que todos mis
conocidos también.
—De hecho, la recorté. Pensé que a nuestras pacientes les haría
gracia.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Bien, se trata de un análisis bastante preciso de..., de...
—¿Una chica gorda?
El médico sonrió.
—No la llamaba así en ningún momento.
—Pero casi.
—¿Ha venido a causa del artículo?
—En parte.
El médico me miró.
—Bien, sobre todo por eso —continué—. Es que... Nunca me había
considerado... así. Una mujer rolliza. O sea, sé que soy... rolliza..., y sé que
debería adelgazar. O sea, no soy ciega, ni ajena a la cultura, ni a las
expectativas de los norteamericanos respecto de sus mujeres...
—¿Ha venido a causa de las expectativas norteamericanas?
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Capítulo 4
Creo que todas las personas solteras deberían tener un perro. Creo
que el Gobierno debería intervenir: si no estás casado o vives en pareja,
tanto si eres divorciado, viudo o te han plantado, deberían obligarte a
presentarte de inmediato en la perrera municipal más cercana y elegir un
animal de compañía.
Los perros dotan a tus días de un ritmo y un propósito. Cuando un
perro depende de ti, no puedes acostarte a horas muy tardías, ni estar
fuera todo el día y toda la noche.
Cada mañana, independientemente de lo que hubiera bebido, lo que
hubiera hecho o el estado de mi corazón, Nifkin me despertaba a base de
apoyar su morro con suavidad sobre mis párpados. Es un perrito muy
comprensivo, que se sienta con paciencia sobre el sofá, con las patas
cruzadas delante del cuerpo, mientras yo coreo las canciones de My Fair
Lady o recorto recetas de Círculo Familiar, a la que me suscribí pese a
que, como me gustaba bromear, no tenía ni familia ni círculo.
Nifkin es un terrier pequeño y bien hecho, blanco con manchas
negras y marcas marrones en sus patas largas y estrechas. Pesa
exactamente cuatro kilos y medio, y parece un Jack Russell anoréxico y
muy nervioso, con orejas de doberman, siempre erguidas. Es un perro de
segunda mano. Lo heredé de tres periodistas deportivos que conocí en mi
primer periódico. Iban a alquilar una casa, y decidieron que una casa
necesitaba un perro. Así que se llevaron a Nifkin de la perrera,
convencidos de que era un cachorro de doberman. No era tal, por
supuesto..., sino un simple terrier todo lo crecido que podía con orejas
desproporcionadas. La verdad es que parece hecho con piezas de
diferentes perros, que alguien combinó como para gastar una broma. Y
tiene una permanente sonrisa despectiva a lo Elvis en su cara, el
resultado, según cuenta la historia, de que su madre le pegara cuando era
pequeñito. De todos modos, me reprimo de comentar sus deficiencias
cuando me puede oír. Es muy sensible en lo tocante a su aspecto. Igual
que su madre.
Los periodistas deportivos pasaron seis meses colmándole de
atenciones, permitiendo que bebiera cerveza en su cuenco de agua, o
bien dejándole encerrado en la cocina sin hacerle el menor caso, mientras
seguían esperando a que se convirtiera en doberman. Después, uno de
ellos consiguió un empleo en el Fort Lauderdale Sun-Sentinel, y los otros
dos decidieron separarse y vivir cada uno en su propio apartamento.
Ninguno quiso llevarse al angustiado Nifkin, que no se parecía en nada a
un doberman.
Los empleados podían publicar gratis anuncios clasificados en el
periódico, y el suyo, «Perro pequeño, moteado, se ofrece gratis para un
buen hogar», salió durante dos semanas sin que nadie se interesara.
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los brazos y hombros desnudos que sobresalían del vestido, el pelo que se
derramaba sobre su piel. Ella dio vueltas y vueltas, y sus hijos la miraban
como hechizados, hasta que al final paró.
—¿Qué te parece? —preguntó. Tenía las mejillas sonrosadas, y
respiraba con rapidez. Cada vez que aspiraba, su pecho se hinchaba
contra los bordes del corpiño. Dio otra vuelta, y distinguí diminutos
capullos de rosa de tela cosidos en la parte posterior, tensa como los
labios fruncidos de un bebé—. ¿Es azul? ¿Verde?
La examiné un largo momento, sus mejillas rosadas y la piel lechosa,
los ojos deleitados de su hijo.
—No estoy muy segura —dije—. Pero inventaré algo.
No llegué antes del cierre de la edición, por supuesto. Hacía rato que
el director de noticias locales se había marchado cuando llegué a la
redacción, después de que Sandy me hubiera enseñado las fotos de
Bryan, me contara sus planes para la luna de miel, después de verla leer a
sus hijos Donde viven los monstruos, besarlos en la frente y las mejillas, y
añadir un dedo de bourbon a su gaseosa, y la mitad de otro a la mía.
—Es un buen hombre —dijo con aire soñador. Su cigarrillo encendido
se movía a través de la habitación como una luciérnaga.
Tenía que llenar ocho centímetros de papel, lo suficiente para ocupar
el espacio permitido bajo la foto borrosa del rostro sonriente de Sandy. Me
senté ante el ordenador, aunque la cabeza me daba vueltas un poco, y
llené el formulario matrimonial, el que tiene espacios: nombre de la novia,
nombre del novio, nombre de los padrinos, descripción del vestido.
Después, pulsé la tecla de escape, limpié la pantalla, respiré hondo y
escribí:
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Al cabo de dos años y medio del rollo de las bodas, dio la casualidad
de que mis recortes aterrizaron en la mesa del director apropiado, justo en
el preciso momento en que el diario importante de mi ciudad natal, el
Philadelphia Examiner, había decidido, como institución, que atraer a
lectoras de la Generación X era fundamental, y que una joven reportera,
por su propia existencia, sería capaz de atraer a dichas lectoras. En
consecuencia, me invitaron a volver a la ciudad donde nací, para ser los
ojos y oídos que les informarían sobre las veinteañeras de Filadelfia.
Dos semanas después, el Examiner decidió, como institución, que
atraer a lectoras de la Generación X ya no importaba una mierda, y
volvieron a intentar aumentar la tirada entre las mamás de las afueras.
Pero el daño ya estaba hecho. Me habían contratado. La vida era
estupenda. Bueno, casi.
Desde el primer momento, el mayor y único problema de mi trabajo
fue Gabby Gardiner. Gabby es una corpulenta anciana con una masa de
rizos blancos teñidos de azul y gafas de cristales gruesos. Si yo soy
grande, ella es superlativa. Tal vez penséis que podríamos ser solidarias
debido a nuestra depresión compartida, nuestra lucha común por
sobrevivir en un mundo que tilda de grotesca y risible a cualquier mujer
que supera unas medidas determinadas. Os equivocáis.
Gabby es la columnista de espectáculos del Philadelphia Examiner, y
ha ocupado ese puesto, como gusta de recordarme a mí y a cualquiera
que pueda oírla, «durante más tiempo del que tú has vivido». En ello
residen su fuerza y su debilidad. Tiene una red de contactos que abarca
ambas costas y dos décadas. Por desgracia, esas décadas fueron los
sesenta y los setenta. Dejó de prestar atención en algún momento situado
entre la elección de Reagan y el advenimiento de la televisión por cable,
de modo que hay todo un universo de cosas, desde la televisión por cable
en adelante, que su radar no registra tal como lo hace, pongamos por
caso, con Elizabeth Taylor.
La edad de Gabby podría ser cualquiera a partir de sesenta. No tiene
hijos, ni marido, ni síntomas discernibles de sexualidad, ni síntomas de
una vida ajena a la oficina. Su sangre son los chismorreos de Hollywood, y
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Pese a ser corpulenta, vieja y sorda, podía ser sigilosa como un gato
cuando le interesaba. Me volví y la vi detrás de mí, con la vista clavada en
el sobre que sostenía sobre el regazo.
—¿Has cometido algún error? —preguntó con hipócrita preocupación
—. ¿Hemos de publicar una rectificación?
—No, Gabby —contesté, reprimiendo las ganas de chillar—. Tan sólo
puntos de vista dispares.
Tiré la carta a la papelera y eché mi silla hacia atrás, con tal rapidez
que estuve a punto de triturar los pies de Gabby.
—¡Mierda! —siseó, y retrocedió.
«Querido señor Deiffinger —compuse en mi cabeza—, puede que yo
no sea una supermodelo, pero al menos me quedan suficientes neuronas
para saber cuándo lo que oigo es una mierda.»
«Querido señor Deiffinger —pensé, mientras recorría a pie los tres
kilómetros que distaba mi oficina del Centro de Trastornos Alimentarios,
donde me esperaba mi primera clase de Control del Peso—, lamento que
le ofendiera mi descripción del trabajo de Celine Dion, pero pensé que era
caritativa.»
Entré como una tromba en la sala de conferencias, me senté a la
mesa y paseé la vista a mi alrededor. Estaba Lily, que conocía de la sala
de espera, y una mujer negra mayor, más o menos de mi talla, con un
abultado maletín a su lado, tecleando en uno de esos lectores de correo
electrónico manuales. Había una adolescente rubia, con el pelo largo
apartado de la cara gracias a una banda elástica, el cuerpo oculto bajo
una sudadera gigantesca y unos no menos gigantescos tejanos. Y había
una mujer de unos sesenta años que debía de pesar doscientos kilos,
como mínimo. Me siguió hasta el interior de la sala, caminando con la
ayuda de un bastón, inspeccionó los asientos con atención, y comparó su
mole con los parámetros de las sillas antes de acomodarse.
—Eh, Cannie —dijo Lily.
—Eh —gruñí.
Las palabras «Control de ración» estaban escritas en una pizarra
blanca borrable, y había un cartel de la pirámide alimentaria en una
pared. Otra vez esta mierda, pensé, y me pregunté si podría saltarme la
clase. Al fin y al cabo, había ido a Weight Watchers. Lo sabía todo sobre el
control de las raciones.
La enfermera esquelética que recordaba de la sala de espera entró
con las manos llenas de cuencos, vasos medidores y una réplica diminuta
de plástico de una chuleta de cerdo de ciento veinte gramos.
—Buenas noches a todas —dijo, y escribió su nombre («Sarah
Pritchard, enf. tit.») en la pizarra. Nos sentamos a la mesa y nos
presentamos. La chica rubia era Bonnie, la mujer negra era Anita, y la
mujer muy gorda era Esther, de West Oak Lane.
—Todo esto me recuerda la universidad —susurró Lily, mientras la
enfermera titulada Sarah distribuía folletos plagados de cantidades de
calorías y fajos de impresos sobre modificación de la conducta.
—A mí me recuerda Weight Watchers —susurré a mi vez.
—¿Lo has probado? —preguntó Bonnie, la chica rubia, al tiempo que
se acercaba más a nosotras.
—El año pasado —dije.
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Alusión a la canción de dicha intérprete I Will Survive, «Sobreviviré». (N. del T.)
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SEGUNDA PARTE:
Recapacitando
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Capítulo 5
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Estrado de la sinagoga sobre el que descansa la mesa de lecturas. (N. del T.)
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Capítulo 6
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En inglés, cunt significa coño. (N. del T.)
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Se quedó con nosotros casi seis años después de eso, pero nunca
volvió a ser el mismo. Los breves momentos de dulzura y amor, las noches
que nos leía en la cama, los cucuruchos de helado de los sábados y los
paseos del domingo por la tarde, todo eso desapareció. Era como si mi
padre se hubiera dormido, solo, en un autobús o un tren, y despertado
veinte años después, rodeado de extraños: mi madre, mi hermana, mi
hermano y yo, y todos queríamos algo, ayuda para lavar los platos, un
golpe de coche para ir al ensayo de la orquesta, diez dólares para el cine,
su aprobación, su atención, su amor. Nos miraba, con los dóciles ojos
castaños transparentando confusión, y luego inflamados de ira. ¿Quién es
esta gente?, parecía preguntar. ¿Cuánto tiempo tendré que viajar con
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Y había muchas cosas de las que escapar. Durante los cuatro años
que estuve en Princeton, mi padre se volvió a casar y tuvo dos hijos más,
Daniel y Rebecca. Tuvo el morro de enviarme fotos y anunciarme los
nacimientos. ¿Pensaba que iba a ser feliz cuando vieía sus caritas
arrugadas de bebé y las diminutas pisadas de bebé? Me sentó como una
patada. No se trataba de que mi padre no quisiera tener hijos, comprendí
con tristeza. Era que no nos había deseado.
Mi madre volvió a trabajar, y sus llamadas telefónicas semanales
contenían toda clase de quejas sobre el hecho de que las escuelas, y los
niños, habían cambiado desde que consiguió su diploma. El trasfondo era
claro: ésta no era la vida por la que había firmado. Esto no era lo que
había esperado tener a los cincuenta años, vivir de la pensión de divorcio
y lo que la Junta de la escuela local pagaba a las sustitutas permanentes.
Entretanto, Lucy había tirado la toalla después de su primer año en el
colegio de Boston y vivía en casa, asistía a la universidad de la comunidad
de vez en cuando y se especializaba en hombres inadecuados. Josh
pasaba tres horas al día en un gimnasio, y levantaba pesas con tanta
frecuencia que su torso parecía hinchado, y había dejado de hablar casi
por completo, salvo una serie de gruñidos tonales y el ocasional «lo que
sea».
—Acaba la carrera —decía mi madre en tono de cansancio, después
de recitar por enésima vez que los cheques de mi padre llegaban con
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Capítulo 7
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pecho.
—Lo sé —dije—, pero ojalá las cosas fueran diferentes.
—Todo irá bien —me dijo con firmeza—. Y...
Enmudeció. Parecía incómodo.
—¿Te acuerdas cuando dijiste que eras una mala persona?
—Oh —dije, avergonzada—. Lo siento. Es esta tendencia a ponerme
un poco melodramática.
—No, no. Está bien. Sólo quería decirte...
Las puertas del ascensor se abrieron, y la gente que había dentro me
miró. Yo miré al médico y retrocedí.
—No lo eres —dijo—. Nos veremos en clase.
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Capítulo 8
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heroína. Courtney Love —la viuda de Kurt Cobain— había pedido a NGH
que rehiciera su imagen después de que ella se rehiciera la nariz, las tetas
y los modales, de modo que suavizaron su transición desde diosa del
grunge malhablada a sílfide vestida de marca. En el Examiner los
llamábamos Not Gonna Happen..., no va a pasar. Por ejemplo, ¿estás a la
espera de una entrevista, deseas escribir una semblanza? Not Gonna
Happen. Ya puedes seguir esperando. Por lo visto, Maxi Ryder había
solicitado también su ayuda.
—Queremos que nos asegure —empezó April de NGH— que su
entrevista se centrará exclusivamente en el trabajo de Maxi.
—¿Su trabajo?
—Sus papeles. Sus interpretaciones. Nada de hablar de su vida
privada.
—Es una celebridad —dije. Al menos, yo lo veía así—. Considero que
ése es su trabajo. Ser una persona famosa.
La voz de April habría podido helar manteca caliente.
—Su trabajo es la interpretación —dijo—. Sólo recibe atención por ese
trabajo.
En circunstancias normales lo habría dejado correr, apretado los
dientes, sonreído y accedido a las condiciones ridiculas que hubieran
querido imponerme, pero no había dormido por la noche, y la tal April me
estaba poniendo de los nervios.
—¡Oh, venga ya! —dije—. Cada vez que abro la revista People la veo
con una falda de raja y unas grandes gafas oscuras de cristales opacos. ¿Y
ahora me viene con el cuento de que sólo quiere ser conocida como
actriz?
Había esperado que April se tomara mis comentarios medio en broma
medio en serio, tal como yo pretendía. Pero no fue así.
—No puede preguntar por su vida amorosa —dijo con seriedad April.
Suspiré.
—Está bien —dije—. Fantástico. Lo que sea. Hablaremos de la
película.
—¿Está de acuerdo con las condiciones?
—Sí, estoy de acuerdo. Nada de vida amorosa. Nada de faldas. Nada.
—En ese caso, veré qué puedo hacer.
—¡Ya le he dicho que Roberto había concertado la entrevista!
Pero estaba hablando con una línea muerta.
Dos semanas después, cuando me fui por fin a la entrevista, era una
mañana gris y lluviosa de finales de noviembre, el tipo de día en que
parece que todo quisque con medios y dinero ha huido de la ciudad y se
ha largado a las Bahamas, o a su casa de campo de los Montes Poconos, y
las calles están pobladas de la gente que ha quedado tirada: mensajeros
con la cara picada de viruela, chicas negras con trenzas, chicos blancos en
bicicleta de aspecto piojoso. Secretarias. Turistas japoneses. Un tipo con
una verruga en la barbilla de la que brotan dos pelos, pelos largos y
rizados que le llegan casi al pecho. Sonrió y los acarició cuando nos
cruzamos. Mi día de suerte.
Durante el paseo de veinte manzanas hasta la parte alta de la ciudad
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Sumergirse
Reíamos sin saber por qué nos poníamos tan histéricos. ¿Por qué era
tan difícil?, nos preguntábamos. El sexo, en la medida en que lo habíamos
experimentado, no implicaba demasiado misterio. Enjabonar, enjuagar,
repetir. Ése era nuestro repertorio. Sin alharacas, sin estropicios, sin la
menor confusión.
... Experimenté una compasión absoluta y total por todos los hombres
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Y cuando cierro los ojos, la veo aquella primera vez, inmóvil, tensa
como las alas de un ave diminuta, toda rosada, con sabor a mar, repleta
de vidas diminutas, cosas que nunca veré, y mucho menos comprenderé.
Ojalá pudiera. Ojalá lo hubiera hecho.
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aún había esperanza. Quizá le llamaría más tarde. Quizá todavía existía
una oportunidad.
Subí a la suite del piso veinte, donde una variedad de publicistas
jóvenes, pálidos como larvas, ataviados con una amplia gama de
pantalones de lycra negros, bodys negros y botas negras estaban
sentados en sofás y fumaban.
—Soy Cannie Shapiro, del Philadelphia Examiner —dije a la que
estaba sentada bajo una figura en cartón a tamaño natural de Maxi Ryder,
con traje de faena militar y un Uzi en la mano.
La Chica Larva pasó con languidez varias páginas llenas de nombres.
—No te encuentro —dijo.
Cojonudo.
—¿Está Roberto?
—Ha salido un momento —dijo, señaló la puerta con un movimiento
elegante.
—¿Ha dicho cuándo volverá?
La chica se encogió de hombros, como si hubiera agotado su
vocabulario.
Eché un vistazo a las páginas, intenté leer al revés. Allí estaba mi
nombre: «Candace Shapiro». Tachado con una gruesa raya negra. «NGH»,
decía la nota al margen.
En aquel preciso momento, Roberto entró.
—Cannie —dijo—, ¿qué haces aquí?
—Dímelo tú —contesté, y forcé una sonrisa—. Lo último que supe de
ti es que iba a entrevistar a Maxi Ryder.
—Oh, Dios —dijo—. ¿Nadie te ha llamado?
—¿Para qué?
—Maxi decidió, humm, limitar las entrevistas para la prensa. Sólo
recibirá al Times. Y a USA Today.
—Bien, nadie me lo dijo. —Me encogí de hombros—. Estoy aquí. Betsy
espera un artículo.
—Cannie, lo siento muchísimo...
No lo sientas, idiota, pensé. ¡Haz algo!
—..., pero no puedo hacer nada.
Le dediqué mi mejor sonrisa. Mi sonrisa más encantadora,
complemento de la expresión determinada que anunciaba «trabajo para
un periódico muy importante».
—Roberto —dije—, tenía previsto hablar con ella. Hemos reservado el
espacio. Contamos con ese artículo. Nadie me llamó..., y he venido hasta
aquí en sábado, que es mi día libre...
Roberto empezó a retorcerse las manos.
—... y me sentiría muy agradecida si pudiera tener una entrevista de
un cuarto de hora con ella.
Ahora Roberto se retorcía las manos y se mordisqueaba el labio al
mismo tiempo, aparte de desplazar su peso de un pie al otro. Muy mala
señal.
—Escucha —dije en voz baja, y me incliné hacia él—, he visto todas
sus películas, incluso las que han salido directamente en vídeo. Soy una
experta en Maxi. ¿No hay nada que podamos hacer?
Vi que empezaba a vacilar, y entonces sonó el móvil que llevaba
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sujeto al cinturón.
—¿April? —dijo.
April, me comunicó, moviendo los labios en silencio. Roberto era un
encanto, pero corto de entendederas.
—¿Puedo hablar con ella? —susurré, pero Roberto ya había vuelto a
enfundar su teléfono.
—Dice que no estaban seguros de tu, hum, docilidad.
—¿Cómo? Roberto, accedí a todas sus condiciones...
Estaba elevando la voz. Las larvas del sofá empezaban a parecer
alarmadas. Al igual que Roberto, el cual se iba deslizando hacia el
vestíbulo.
—Déjame hablar con April —supliqué, al tiempo que extendía mi
mano hacia su móvil. Roberto negó con la cabeza—. Roberto —dije, y oí
que mi voz se quebraba, imaginándome la sonrisa satisfecha de Gabby
cuando volviera a la oficina con las manos vacías—. ¡No puedo volver sin
un reportaje!
—Escucha, Cannie, lo siento muchísimo...
Estaba temblando como un flan. Saltaba a la vista. Fue entonces
cuando una mujer menuda, con botas de piel negra de tacón alto se
acercó desde el otro extremo del vestíbulo de mármol. Llevaba un móvil
en una mano, un walkie-talkie en la otra, y una expresión muy seria en su
cara meticulosamente maquillada, sin la menor arruga. Habría podido ser
una joven de veintiocho años muy madura, o una mujer de cuarenta y
cinco con un cirujano plástico estupendo. No cabía la menor duda de que
se trataba de April.
Me examinó (mi grano, mi mala leche, mi vestido negro y las
sandalias del verano pasado, mucho menos elegante que cualquier cosa
exhibida por las larvas del sofá) con una mirada fría y despectiva. Después
se volvió hacia Roberto.
—¿Algún problema? —preguntó.
—Ésta es Candace —dijo Roberto, y me señaló con un ademán débil
—. Del Examiner.
April me miró. Sentí que el grano aumentaba de tamaño mientras me
miraba.
—¿Algún problema? —repitió.
—No, hasta hace unos minutos —dije, y me esforcé por mantener la
calma—. Tenía una entrevista concertada para las dos. Roberto me dice
que ha sido cancelada.
—Exacto —dijo April con placidez—. Hemos decidido limitar nuestras
entrevistas impresas a los periódicos importantes.
—El Examiner tiene una tirada de setecientos mil ejemplares los
domingos, el día en que tenemos previsto publicar el reportaje —dije—.
Somos la cuarta ciudad más grande de la Costa Este. Y nadie se molestó
en anunciarme que habían cancelado la entrevista.
—Eso es responsabilidad de Roberto —dijo April, al tiempo que le
traspasaba con la mirada.
Era una noticia nueva para Roberto, pero no iba a contradecir a la
Chica del Látigo.
—Lo siento —murmuró en mi dirección.
—Agradezco las disculpas —dije—, pero como ya he dicho a Roberto,
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Bajé la tapa del asiento. ¡Primero April, y ahora esto! Me incliné hacia
delante y abrí la puerta a regañadientes. Maxi me esperaba con los brazos
cruzados sobre el pecho, en busca de respuestas.
—Soy del Philadelphia Examiner —empecé—. En teoría, iba a
entrevistarla. Su pequeña celadora de las SS me dijo, después de pegarme
la paliza de hacerme todo el viaje hasta aquí, que la entrevista había sido
cancelada y concedida en cambio a esa mujer de mi oficina que es... —
tragué saliva— vomitiva —concluí—. De modo que ha arruinado mi día.
Para no hablar de la sección dominical. —Suspiré—. Pero supongo que no
es culpa de usted, así que lo siento. No tendría que haberla maldecido.
—Maldita April —dijo Maxi—. No me dijo nada.
—No me sorprende.
—Me estoy escondiendo —dijo Maxi Ryder, y lanzó una risita nerviosa
—. De April, en realidad.
En persona, su voz era suave, refinada. Vestía téjanos acampanados
y una camiseta rosa de cuello curvo. Llevaba el pelo recogido en un moño
alto, en apariencia sencillo, pero que habría debido costar a su peluquera
media hora de trabajo, adornado con horquillas diminutas y relucientes en
forma de mariposa. Como la mayoría de estrellas jóvenes que yo había
conocido, era delgada hasta extremos sobrenaturales. Se podían distinguir
los huesos de las muñecas y los antebrazos, y la tracería azul pálido de las
venas de su cuello.
Se había aplicado un lápiz de tono escarlata a sus labios sensuales.
Se había pintado con esmero los ojos. Y sus mejillas estaban surcadas de
lágrimas.
—Siento lo de su entrevista —dijo.
—No ha sido culpa suya —repetí—. ¿Qué la trae por aquí? ¿No tiene
cuarto de baño en su habitación?
—Oh —dijo, y exhaló un suspiro largo y estremecido—. Ya sabe.
—Bien, como no soy una estrella del cine delgada, rica y en la cumbre
del éxito, no lo sé.
Una comisura de su boca se elevó apenas, y luego descendió hasta
formar un tembloroso óvalo escarlata.
—¿Le han partido alguna vez el corazón? —preguntó con voz
temblorosa.
—La verdad es que sí —contesté.
Cerró los ojos. Unas pestañas de una longitud imposible se posaron
sobre sus mejillas pecosas, y surgieron lágrimas por debajo.
—Es insoportable —dijo—. Sé que suena...
—No, no. Sé a qué se refiere. Sé lo que siente.
Le tendí una de las toallas dobladas que había cogido antes de entrar.
La tomó, y luego me miró. Era una prueba, pensé.
—Mi casa está llena de cosas que él me regaló —empecé, y ella
asintió vigorosamente, con todos los rizos agitándose.
—Eso es —dijo—, exacto.
—Y hace daño mirarlas, y hace daño tirarlas.
Maxi se derrumbó en el suelo del cuarto de baño y apoyó la mejilla
contra la fría pared de mármol. Tras un momento de vacilación, me senté
a su lado, sorprendida por lo absurdo de la situación, que sería el preludio
de un gran artículo: «Maxi Ryder, una de las jóvenes actrices más
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nos fotografiarán, y luego iremos a algún restaurante que tal vez April
reservó para cenar, sólo que no puedo cenar, Dios nos asista, porque
siempre me fotografían con algo en la boca, o con la boca abierta, o de
una manera capaz de sugerir que con la boca hago algo más que besar
hombres...
—...y fumar.
—Eso tampoco. El lobby del cáncer, ya sabes. Así me quité de encima
a April. Le dije que necesitaba fumar un cigarrillo.
—De modo que quieres pasar de ir de copas y a cenar con Ben..., o
Matt...
—La cosa no termina ahí. Se supone que luego he de ir a bailar a un
bar con nombre de cerdos...
—¿Hogs and Heifers?10
—Eso es. Bailar hasta una hora intempestiva, y después, y sólo
después, se me permitirá dormir un poco. Y eso después de quitarme el
sujetador y bailar en la barra haciéndolo girar por encima de mi cabeza.
—Caramba. ¿De veras han pensado en todo eso para ti?
Sacó un papel arrugado del bolsillo. No cabía duda: 4 de la tarde,
Moomba; 7 de la tarde, Tandoor; ¿11?, Hogs and Heifers. Buscó en otro
bolsillo y sacó un wonderbra muy pequeño de encaje negro. Se envolvió la
mano con el wonderbra y empezó a darle vueltas sobre su cabeza, al
tiempo que meneaba las caderas como parodiando a una bailarina de
striptease.
—Hasta me obligaron a practicar —dijo—. Si fuera por mí, dormiría
todo el día.
—Yo también. Y miraría Iron Chef.
Maxi compuso una expresión de perplejidad.
—¿Qué es eso?
—Hablas como alguien que nunca ha estado sola el viernes por la
noche. Es ese programa de televisión sobre un millonario solitario que
tiene tres chefs...
—Los Chefs de Hierro —conjeturó Maxi.
—Exacto. Cada semana sostienen batallas culinarias con otro chef
que va a desafiarlos, y el millonario excéntrico les da un ingrediente
principal con el que han de cocinar, y la mitad de las veces es algo todavía
vivo, como un calamar o una anguila gigante...
Maxi estaba sonriendo, y asentía, como si ardiera en deseos de ver el
primer episodio. O quizá sólo estaba actuando, me recordé. Al fin y al
cabo, era su trabajo. Tal vez se mostraba tan emocionada y cordial, y
bueno, amable, cada vez que conocía a alguien nuevo, y luego olvidaba su
existencia en cuanto empezaba la siguiente película.
—Es divertido —concluí—. Y también gratis. Más barato que alquilar
una película. Anoche lo grabé, y voy a verlo cuando llegue a casa.
—Nunca estoy en casa los viernes o los sábados —dijo Maxi con
tristeza.
—Bien, yo casi siempre. Créeme, no te pierdes gran cosa.
Maxi Ryder me sonrió.
—Cannie —dijo—, ¿sabes lo que de verdad me apetece hacer?
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Marranos y Vaquillas. (N. del T.)
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Moxie, pero el vuelo era muy largo, me aburría y me leí los ejemplares de
los tres últimos meses...
—No tienes por qué disculparte —dije—. Estoy segura de que mucha
gente lo ha leído.
Se tumbó de nuevo.
—¿Era el que llamaste «el bidet humano»? —preguntó.
Bajo el barro, me ruboricé de nuevo.
—Pero nunca en su cara —dije.
—Bien, podría ser peor. A mí me dejaron plantada en el especial de
Barbara Walters.
—Lo sé. Lo vi.
Nos quedamos en silencio mientras los ayudantes eliminaban el barro
de nuestros cuerpos con media docena de mangueras. Me sentí como un
animal doméstico muy mimado, muy exótico..., o como un corte de carne
especialmente caro. Después, nos cubrieron con una capa de sal, nos
restregaron, nos ducharon de nuevo, luego nos envolvieron en albornoces
calientes y nos enviaron a cuidados faciales.
—Creo que lo tuyo fue peor que lo mío —razoné, mientras dejábamos
que nuestras mascarillas de arcilla se secaran—. Quiero decir, cuando
Kevin habló de acabar con una larga relación, todo el mundo supo que se
refería a ti, pero con el artículo, las únicas personas que sabían la
identidad de C. eran...
—Todos tus conocidos —terminó Maxi.
—Sí. Más o menos —suspiré.
Entre las algas, la sal, la música Nueva Era y las manos suaves,
mojadas en aceite de almendra, de Charles el masajista, me sentía como
envuelta en una nube deliciosa, a kilómetros por encima del mundo, lejos
de teléfonos que no sonaban, compañeros de trabajo resentidos y
publicistas presumidas. Lejos de mi peso..., tanto que ni siquiera estaba
preocupada por lo que pensaran Charles y Cía., mientras frotaban,
aceitaban y me daban la vuelta. Sólo estábamos yo y la tristeza, pero
incluso eso no me pesaba demasiado. Sólo estaba allí, igual que mi nariz,
igual que la cicatriz que tenía encima del ombligo, recuerdo de haberme
rascado una costra de varicela cuando tenía seis años. Otro aspecto más
de mí.
Maxi agarró mi mano.
—Somos amigas, ¿verdad?
Por un momento, pensé que no lo decía en serio, que era una versión
de las amistades de seis semanas que entablaba en los platos de sus
películas. Pero me daba igual.
Apreté su mano a modo de respuesta.
—Sí —dije—. Somos amigas.
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Ophra Winfrey, famosa presentadora de televisión en Estados Unidos. (N. del T.)
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por quien es, no por su talla. —Suspiré—. Pero ¿sabes lo que deseo aún
más que eso? —Maxi me miró expectante. Yo vacilé, y me zampé otro
tequila—. Quiero olvidar a Bruce.
—También tengo una teoría sobre eso —anunció Maxi con aire triunfal
—. Mi teoría es que el odio funciona.
Entrechocó su vaso con el mío. Bebimos y pusimos al revés los vasos
sobre la pegajosa barra, bajo los sujetadores oscilantes que en otro tiempo
habían acogido los pechos de famosas.
—No puedo odiarle —dije con tristeza.
De pronto, experimenté la sensación de que mis labios estaban
formando palabras a medio metro de mi cara, como si hubieran decidido
independizarse y huir a pastos más verdes. Era un conocido efecto
colateral que aparecía cuando disfrutaba de excesivas libaciones. Eso, y
una sensación líquida en los codos, rodillas y muñecas, como si mis
articulaciones se estuvieran descuajaringando. Cuando me emborrachaba,
empezaba a recordar cosas. Y en este momento, como Grateful Dead
estaba sonando en la gramola tragaperras {Cassidy, me pareció), me
acordé de cuando fuimos a recoger a George, el amigo de Bruce, para ir a
un concierto de los Dead, y mientras estábamos esperando nos metimos
en el estudio y le practiqué una veloz y ávida mamada bajo la cabeza
disecada de un ciervo fija a la pared. Mi cuerpo estaba sentado en Hogs
and Heifers, pero en mi cabeza yo estaba de rodillas delante de él, con las
manos agarrando sus nalgas, sus rodillas apretadas contra mi pecho,
mientras temblaba y jadeaba que me quería, y pensaba que yo estaba
hecha para esto, sólo y exclusivamente para esto.
—Pues claro que puedes —insistió Maxi, arrancándome del sótano y
devolviéndome al presente empapado de tequila—. Cuéntame lo peor de
él.
—Era muy desaliñado.
Maxi arrugó la nariz de una forma adorable.
—Eso no es tan malo.
—¡No tienes ni idea! Era muy peludo, y nunca limpiaba la ducha, pero
de vez en cuando cogía un montón de sus asquerosos pelos mojados y
llenos de espuma jabonosa y los aparcaba en un rincón de la bañera. La
primera vez que lo vi, chillé.
Tomamos otro trago. Las mejillas de Maxi resplandecían un poco, y
sus ojos centelleaban.
—Además —continué—, tenía unas uñas repugnantes. —Eructé con la
mayor delicadeza posible sobre la palma de mi mano—. Eran amarillas,
gruesas y mal cortadas...
—Hongos —diagnosticó Maxi.
—Y luego estaba su minibar —dije, volcándome en la disección—.
Cada vez que sus padres iban en avión, le traían botellines de vodka y
whisky. Los guardaba en una caja de zapatos, y cuando alguien venía a
tomar una copa, decía: «Tómate algo del minibar». —Hice una pausa y
reflexioné—. Claro que eso era más bien simpático.
—Eso iba a decir yo —aprobó Maxi.
—Pero me irritó pasado un tiempo. Es decir, llegaba yo con un terrible
dolor de cabeza, sólo quería un poco de vodka con tónica, y se iba directo
al minibar. Creo que era demasiado tacaño para abrir una botella de su
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propiedad.
—Dime, ¿de veras era tan bueno en la cama?
Traté de apoyar la cabeza en la mano, pero el codo no me obedeció, y
casi me di con la cabeza en la barra. Maxi se rió de mí. El camarero frunció
el ceño. Pedí un vaso de agua.
—¿Quieres saber la verdad?
—No, quiero que me mientas. Soy una estrella de cine. Todos lo
hacen.
—La verdad —dije—. La verdad es que...
Maxi estaba riendo, y se acercó más.
—Venga, Cannie, dímelo.
—Bien, tenía ganas de intentar cosas nuevas, cosa que yo
agradecía...
—Venga, nada de edito..., editoriales... —Cerró los ojos y la boca—.
Nada de rollos. He hecho una simple pregunta. ¿Era bueno?
—La verdad... —probé de nuevo—. La verdad es que era muy...
pequeña.
Maxi abrió los ojos de par en par.
—¿Quieres decir... abajo?
—Pequeña —repetí—. Diminuta. Microscópica. ¡Infinitesimal! —
Perfecto. Si era capaz de pronunciar esa palabra, quería decir que no
estaba tan cocida—. Cuando no estaba dura, quiero decir. Cuando estaba
dura, el tamaño era muy normal. Pero cuando estaba alicaída, era como si
se hubiera hundido dentro de su cuerpo, y era así de pequeña...
Intenté decirlo, pero estaba riendo a carcajadas.
—¿Qué? Venga, Cannie. Para de reír. Siéntate recta. ¡Dímelo!
—Como una bellota peluda —articulé por fin.
Maxi lanzó un aullido. Brotaron lágrimas de sus ojos, y de pronto me
encontré a su lado, con la cabeza sobre su regazo.
—¡Una bellota peluda! —repitió.
—¡Shhh! —la acallé, mientras intentaba incorporarme.
—¡Una bellota peluda!
—¡Maxi!
—¿Qué? ¿Crees que va a oírme?
—Vive en Nueva Jersey —dije muy seria.
Maxi se subió a la barra e hizo bocina con las manos.
—Atención, clientes del bar —gritó—. Bellota Peluda reside en Nueva
Jersey.
—¡Si no vas a enseñarnos las tetas, bájate de la barra! —gritó un tío
borracho con sombrero de vaquero. Maxi le hizo un corte de mangas con
elegancia y bajó.
—Casi podría ser un nombre propio —dijo—. Harry Acorn12. Harry A.
Corn.
—No se lo puedes decir a nadie. A nadie.
—No te preocupes. No lo haré. Además, dudo seriamente de que el
señor Corn se mueva en los mismos círculos.
—Vive en Nueva Jersey —repetí, y Maxi rió hasta que le salió tequila
por la nariz.
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Juego de palabras con hairy acorn (bellota peluda). (N. del T.)
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—En ese caso, es mejor que lo sepas de una vez por todas. Podemos
intervenir como cirujanos y cauterizar la herida. Yo te enseñaré los
poderes curativos del odio. —Me ofreció el teléfono—. Bien. El número.
Cogí el teléfono. Era una cosa diminuta, un juguete, del tamaño de mi
pulgar. Lo desdoblé con cuidado, forcé la vista y tecleé los números con el
pulgar.
Descolgó al primer timbrazo.
—¿Hola?
—Eh, Bruce. Soy Cannie.
—Holaaaa —dijo poco a poco, como sorprendido.
—Sé que esto es un poco raro, pero estoy en Nueva York, en este bar,
y nunca adivinarías con quién...
Hice una pausa para tomar aliento. Él no dijo nada.
—He de decirte algo...
—Eh, Cannie...
—No, sólo quiero, sólo necesito... Has de escuchar. Escucha —articulé
por fin. Las palabras salieron a borbotones—. Romper contigo fue un error.
Ahora lo sé. Lo siento, Bruce..., y te echo mucho de menos, y cada día es
peor, y sé que no lo merezco, pero si pudieras concederme otra
oportunidad, sería muy buena contigo...
Oí los muelles que chirriaban cuando cambió de postura en la cama. Y
la voz de alguien al fondo. Una voz femenina.
Eché un vistazo al reloj de pared, detrás de los sujetadores oscilantes.
Era la una de la mañana.
—Te he interrumpido —dije como una estúpida.
—Eh, Cannie, no es el mejor momento...
—Pensé que necesitabas espacio —dije—, debido a la muerte de tu
padre. Pero no es así, ¿verdad? Se trata de mí. Tú no me quieres.
Oí el ruido de algo que caía, y una conversación lejana entre
murmullos. Habría puesto la mano sobre el receptor.
—¿Quién es ella? —chillé.
—Escucha, ¿cuándo te va bien que te llame? —preguntó Bruce.
—¿Vas a escribir sobre ella? —grité—. ¿Va a tener una inicial en tu
maravillosa y fabulosa columna? ¿Es buena en la cama?
—Cannie —dijo Bruce poco a poco—, deja que te llame yo.
—No. No te preocupes. No es necesario —dije, y empecé a apretar
botones hasta que encontré el de colgar.
Le devolví el teléfono a Maxi, que me miraba muy seria.
—Eso no tiene buena pinta —dijo.
Sentí que la sala daba vueltas. Sentí ganas de vomitar. Sentí que
nunca más sería capaz de sonreír, que en algún lugar de mi corazón
siempre iba a ser la una de la mañana, y estaría llamando al hombre que
amaba y habría otra mujer en su cama.
—¿Cannie? ¿Me oyes? Cannie, ¿qué debo hacer?
Levanté mi cabeza de la barra. Me froté los ojos con el puño. Emití un
profundo suspiro estremecido.
—Darme más tequila —dije—, y enseñarme a odiar.
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JENNIFER WEINER BUENO EN LA CAMA
Capítulo 9
Querida Cannie:
Sinceramente,
Maxi Ryder
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grandes ojeras, y todo el maquillaje del Beauty Bar corrido por todas
partes. Estaba sopesando los beneficios de una larga ducha caliente,
cuando alguien llamó a la puerta.
—Servicio de habitaciones —dijo el camarero, y entró con un carrito.
Café caliente, té caliente, cuatro tipos de zumo diferentes y tostadas—. Le
sentará bien —dijo compasivo—. La señorita Ryder dejó instrucciones de
que deje la habitación cuando le convenga.
—¿Cómo de tarde? —pregunté. Mi voz sonó chillona.
—Cuando le parezca oportuno. Tómese su tiempo. Disfrute.
—Caramba —dije.
La luz del sol era como cuchilladas en mis ojos, pero el poderío de la
vista era innegable. Veía Central Park extendido debajo, salpicado de
gente y árboles, con las hojas teñidas de naranja y oro. Después, las
hileras de rascacielos en la distancia. Después, el río. Después, Nueva
Jersey. «Vive en Nueva Jersey», me oí decir.
—Es la suite del ático —dijo el camarero, y se fue.
Me serví una taza de té, añadí azúcar, di unos mordiscos a una
tostada. La bañera, observé con tristeza, era lo bastante grande para dos,
incluso para tres, si a los ocupantes les iba esa marcha. Los ricos son
diferentes, razoné, y dejé correr el agua, caliente hasta los límites de lo
soportable, añadí una loción que garantizaba tantos poderes
restauradores que debería salir de la bañera renacida, o al menos con
mucho mejor aspecto, y me quité mi vestido de tirantes por la cabeza.
Mi segundo error de la mañana. Había espejos por todo el cuarto de
baño, espejos que ofrecían vistas de mi cuerpo que, por lo general, no
podía encontrar fuera de unos grandes almacenes. Y el terreno no tenía
buen aspecto. Cerré los ojos para borrar la visión de las estrías y la
celulitis.
—Tengo piernas fuertes y bronceadas —recité para mí. La semana
anterior habíamos practicado charla positiva en la clase de Control del
Peso—. Tengo hombros bonitos.
Entonces me deslicé en la bañera.
Bien, pensé con amargura. Así que tenía otra. ¿Qué creía yo que iba a
pasar? Es judío, culto, alto, hetero y agradable de mirar, y alguien tenía
que cazarlo.
Rodé en la bañera, y envié una cascada de agua al suelo.
Pero él me quería, pensé. Siempre me lo estaba diciendo. Pensaba
que yo era perfecta..., que éramos perfectos juntos. ¿Y diez minutos
después tiene a otra en la cama? ¿Haciendo las cosas que sólo quería que
hiciera yo?
La voz regresó, implacable. «Pero fuiste tú quien quiso la separación.
¿Qué esperabas?»
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Sam dijo que podía quedarme si quería, pero decidí que no podía
esconderme indefinidamente, de modo que cogí a Nifkin y volvimos a
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JENNIFER WEINER BUENO EN LA CAMA
casa. Me arrastré escaleras arriba, con las manos cargadas con el correo
del sábado, y allí estaba, delante de mi puerta. Le vi a pequeñas dosis: las
zapatillas deportivas que ocupaban el segundo lugar en sus
preferencias..., después, unos calcetines que no iban a juego..., después,
aparecieron las piernas bronceadas y peludas cuando subí más. El
pantalón de chándal, una vieja camiseta de la universidad, la perilla, la
cola de caballo rubia, su cara. Damas y caballeros, recién llegado de su
revolcón con la Aplastadora de Muelles, Bruce Guberman.
—¿Cannie?
Me sentí muy rara, como si mi corazón intentara hundirse y elevarse
al mismo tiempo. O quizá sólo eran más náuseas.
—Escucha —dijo—, esteeee, siento lo de anoche.
—No hay nada de qué disculparse —dije con desenvoltura, pasé a su
lado y abrí la puerta—. ¿Qué te trae por aquí?
Entró, con los ojos clavados en los cordones de las zapatillas y las
manos en los bolsillos.
—En realidad, voy camino de Baltimore.
—Qué amable —dije, y dirigí a Nifkin una mirada severa con la
esperanza de impedir que saltara hacia Bruce, mientras meneaba la cola
tres veces más rápido que de costumbre.
—Quería hablar contigo —dijo.
—Qué amable eres conmigo —contesté.
—Iba a decírtelo. Quería decírtelo antes de que lo leyeras —dijo.
Fantástico. ¿No sólo tendría que padecerlo, sino también leerlo?
—¿Leerlo, dónde?
—En Moxie.
—De hecho, Moxie no se cuenta entre mis lecturas favoritas. Yo ya sé
practicar buenas mamadas. Como tal vez recuerdes.
Respiró hondo, y supe qué pasaba, supe lo que se avecinaba, igual
que notas el cambio de presión en el aire cuando va a descargar una
tormenta.
—Quería decirte que estoy viendo a alguien.
—¿De veras? ¿Quieres decir que anoche no tuviste los ojos cerrados
todo el rato?
No rió.
—¿Cómo se llama?
—Cannie —dijo con dulzura.
—Me niego a creer que hayas encontrado otra chica llamada Cannie.
Vamos, dímelo. ¿Edad? ¿Rango? ¿Número de serie? —pregunté en tono
jocoso, oyendo mi voz como si estuviera a un millón de kilómetros de
distancia.
—Tiene treinta y un años... Es maestra de jardín de infancia. También
tiene un perro.
—Eso es fantástico —dije con sarcasmo—. Apuesto a que tenemos
montones de cosas en común. Déjame adivinar... ¡Apuesto a que tiene
tetas! ¡Y pelo!
—Cannie...
Y entonces sólo se me ocurrió preguntar:
—¿A qué colegio fue?
—Hum... Montclair State.
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TERCERA PARTE:
Voy a nadar
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Capítulo 10
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cómo es mi barrio!
La verdad era que nadie permitía que sus hijos vinieran a jugar a
nuestra casa desde 1985, cuando mi padre inició su caída en picado,
descuidó el jardín y se puso en contacto con el artista que llevaba dentro.
Había traído un escalpelo del hospital y transformado media docena de
calabazas en reproducciones muy fallidas de miembros de la familia de mi
madre, incluyendo una tía Linda verdaderamente espantosa que había
colocado sobre nuestro porche, coronada con una peluca rubia platino que
se había agenciado en el departamento de objetos perdidos del hospital.
Pero también era verdad que Avondale no podía calificarse de comunidad
bien integrada. Ningún negro, pocos judíos y nada de gays declarados, por
lo que yo podía recordar.
—¿A quién le importa la opinión de los demás?
—A mí —sollocé—. Es fantástico tener ideales y confiar en que las
cosas cambiarán, pero hemos de vivir en el mundo tal como es, y el
mundo es..., es...
—¿Por qué lloras? —preguntó Bruce—. ¿Estás preocupada por tu
madre, o por ti? —Yo estaba llorando con tal sentimiento que no pude ni
contestar, y las mucosidades exigían una atención inmediata. Me pasé la
manga por la cara y me soné ruidosamente. Cuando levanté la vista,
Bruce seguía hablando—. Tu madre ha hecho una elección, Cannie, y si
eres una buena hija, lo que tienes que hacer es apoyarla.
Bien. Para él era fácil decirlo. No era como si la Siempre Exquisita
Audrey hubiera anunciado durante uno de sus banquetes kosher de cuatro
platos que había decidido aparcar en la acera de enfrente. Apostaría la
paga de una semana a que la Siempre Exquisita Audrey nunca había visto
la vagina de otra mujer. Era muy probable que ni siquiera hubiera visto la
suya.
Pensar en la madre de Bruce en su bañera de hidromasaje para dos,
toqueteándose sus partes con una manopla de algodón, me hizo reír un
poco.
—¿Lo ves? —dijo Bruce—. Tienes que aceptarlo, Cannie.
Reí con más ganas todavía. Una vez cumplida su misión de novio,
Bruce cambió de rollo. Su voz abandonó el tono de consejero y guía
preocupado y adoptó uno más íntimo.
—Ven aquí, nena —murmuró, en el mejor estilo Lionel Richie,
mientras me indicaba por señas que me acercara, me besaba con ternura
la frente y expulsaba a Nifkin de la cama con mucha menos ternura—. Te
deseo —dijo, y colocó mi mano en su entrepierna para disipar cualquier
duda.
Y allá que fuimos.
Bruce se marchó a medianoche. Me sumí en un sueño inquieto y
desperté por la mañana después de que el teléfono aullara sobre mi
almohada. Despegué un párpado. Las cinco y cuarto. Descolgué.
—¿Hola?
—¿Cannie? Soy Tanya.
¿Tanya?
—La amiga de tu madre.
Oh, Dios, Tanya.
—Hola —dije con un hilo de voz. Nifkin me miró como diciendo, ¿de
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Olí. Sí, Marlboro Lights e incienso. Puá. ¿Por qué tenía que meter sus
guías de autoayuda y sus olores a cigarrillo en mi habitación? ¿Dónde
estaban mis cosas?
Me volví hacia mi madre.
—Podrías habérmelo dicho. Habría venido y recogido mis cosas.
—No hemos tirado nada, Cannie. Todo está guardado en cajas en el
sótano.
Puse los ojos en blanco.
—Bien, eso consigue que me sienta mucho mejor.
—Escucha, lo siento. Estoy intentando mantener un equilibrio...
—No, no —dije—. «Mantener un equilibrio» significa tener en cuenta
diferentes cosas. Esto —abarqué con un gesto el telar, el cenicero, el
delfín disecado acomodado sobre el futón— es tener en cuenta a una
persona, y dar por el culo a la otra. Es de un egoísmo monstruoso. Es
absolutamente ridículo. Es...
—Cannie —dijo Tanya. Había subido la escalera sin que me diera
cuenta.
—Perdónanos, por favor —dije, y le cerré la puerta en las narices. Me
proporcionó un perverso placer oír que forcejeaba con el pomo después de
que yo pasara el pestillo.
Mi madre se dispuso a tomar asiento donde antes estaba mi cama, se
detuvo a mitad del movimiento y se dirigió a la silla de la mesa de Tanya.
—Escucha, Cannie, sé que esto es una sorpresa...
—¿Te has vuelto loca? ¡Esto es ridículo! Habría bastado con una puta
llamada telefónica. Habría venido, recogido mis cosas.
Mi madre parecía desdichada.
—Lo siento —repitió.
No me quedé a dormir por la noche. Aquella visita ocasionó mi primer
(y hasta ahora último) contacto con la terapia. El plan de salud del
Examiner pagaba diez visitas con la doctora Blum, la menuda mujer
parecida a Annie la Huerfanita que escribía frenéticamente, mientras yo le
contaba toda la historia del padre chiflado, la boda equivocada y la madre
lesbiana. La doctora Blum me preocupaba. Para empezar, siempre parecía
un poco asustada de mí. Y siempre parecía perderse en las sinuosidades
de la historia que le estaba contando.
—Bien, retrocedamos —dijo, cuando pasé con brusquedad de la
última atrocidad de Tanya a la incapacidad de mi hermana Lucy para
conservar un empleo—. ¿Su hermana bailaba, hum, desnuda para ganarse
la vida, y sus padres no se habían dado cuenta?
—Eso fue en el ochenta y seis —dije—. Mi padre se había ido. Mi
madre conseguía pasar por alto el hecho de que yo me acostaba con el
sustituto de mi profesor de historia y de que había engordado veinticinco
kilos durante el primer año de universidad, de modo que sí, creía a pies
juntiñas que Lucy trabajaba de canguro hasta las cuatro de la mañana.
La doctora Blum consultó sus notas.
—De acuerdo, y el profesor de historia era... ¿James?
—No, no. James era el tío del equipo de fútbol. Jason era el poeta de
E-Z-Lube, Bill era el tío de la facultad, y Bruce es el tío de ahora.
—¡Bruce! —dijo con aire triunfal, cuando localizó su nombre en el bloc
de notas.
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Capítulo 11
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aunque tal vez no volviera a ver nunca más a Bruce, quizá sería posible
conservar una parte de él, o de lo que habíamos sido juntos, si yo era
capaz de ser más generosa y amable. Pese a todos sus discursos, todas
las ocasiones en que se había mostrado didáctico y condescendiente,
sabía que en el fondo era una buena persona, y yo..., bien, yo también, en
mi vida privada, pero podía decirse que me ganaba la vida a base de ser
desagradable. Tal vez podría cambiar. Y tal vez a él le gustaría eso, y un
día le caería mejor..., y volvería a quererme. En el caso de que
volviéramos a vernos, por supuesto.
Debajo de la mesa, Nifkin se removió y gruñó a algo que había
aparecido en su sueño. Noté mi mente fría y ordenada. No era que todos
mis problemas hubieran desaparecido (ni siquiera uno), pero por primera
vez desde que había visto el signo positivo en el caduceo de la farmacia,
tenía la sensación de que podría superarlos. Ahora tenía algo a lo que
aferrarme, con independencia de la decisión que tomara. «Puedo ser una
persona mejor», pensé. «Una hermana mejor, una hija mejor, una amiga
mejor.»
—¿Cannie? —dijo mi madre—. ¿Has dicho algo?
No, pero en aquel momento creí sentir un levísimo movimiento en mi
estómago. Podía deberse a la comida, o a mi angustia, y sabía que era
demasiado pronto para experimentar esas sensaciones, pero parecía
como si algo me estuviera saludando con la mano. Una mano diminuta,
cinco dedos extendidos como una estrella de mar, entre el agua. Hola y
adiós.
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Todo parecía familiar, porque había hecho ese recorrido millones de veces.
Iba a nadar con mi madre los sábados por la mañana, temprano, y
volvíamos a casa juntas, y veíamos despertar los pueblos dormidos
cuando íbamos a comprar bagels calientes y zumo de naranja recién
exprimido, y desayunábamos juntos los cinco.
Ahora, todo parecía diferente. Los árboles habían crecido, las casas
parecían más dejadas. Había nuevos semáforos en algunos de los cruces
más peligrosos, nuevas casas con paredes de madera de aspecto tosco, y
céspedes destrozados en casas que no existían cuando iba alinstituto. De
todos modos, me gustaba ir en coche con mi madre otra vez. Casi podía
fingir que Tanya se había instalado en el apartamento de su ex novia
obsesiva, compulsiva y dependiente, y salido de la vida de mi madre..., y
que mi padre no nos había abandonado por completo..., y que yo no me
encontraba en mi situación actual.
—¿Se lo vas a decir a Bruce? —preguntó por fin.
—No lo sé. En estos momentos, no es que hablemos mucho. Además,
creo... Bien, estoy segura de que, si se lo dijera, intentaría convencerme
de que lo perdiera, y no quiero. —Hice una pausa y reflexioné—. Parece...
No sé, si yo fuera él, si estuviera en su situación..., es una carga muy
pesada traer un niño al mundo...
—¿Quieres que tenga un papel en tu vida?
—Ésa no es la cuestión. Ha dejado bastante claro que no desea eso.
En cuanto a si quiere tener un papel en... —intenté decirlo por primera vez
—... en la vida de nuestro hijo...
—Bien, no depende sólo de él. Tendrá que pagar el sustento del niño.
—Huy —dije, al imaginar que llevaba a Bruce a los tribunales y tenía
que justificar mi comportamiento ante un juez y un jurado.
Mi madre siguió hablando, sobre fondos de inversión, interés
compuesto, un programa de televisión que había visto en que madres
trabajadoras instalaban cámaras de vídeo ocultas y pescaban in fraganti a
sus canguros desatendiendo a los bebés, mientras ellas (las canguros, no
los bebés, supuse) veían culebrones y hacían llamadas de larga distancia
a Honduras. Me recordó a Maxi, cuando parloteaba de mi futuro
económico.
—De acuerdo —dije a mi madre. Sentía los músculos agradablemente
cansados de nadar, y me pesaban mucho los párpados—. Nada de
canguros hondureñas. Lo prometo.
—Quizá Lucy podría echarte una mano —dijo, y me miró cuando
paramos en un semáforo en rojo—. Has ido a tu ginecólogo, ¿verdad?
—Aún no —dije, y bostecé de nuevo.
—¡Cannie!
Procedió a largarme un discurso sobre nutrición, ejercicios durante el
embarazo, y el efecto benéfico de las cápsulas de vitamina E en la
prevención de las estrías. Dejé que mis ojos se cerraran, arrullada por el
sonido de su voz y las ruedas, y casi estaba dormida cuando entró en el
camino de acceso. Tuvo que sacudirme para que despertara, pronunciar
mi nombre con dulzura y anunciarme que habíamos llegado.
Fue un milagro que me dejara volver a Filadelfia aquella noche.
Regresé a casa con el maletero cargado con cinco kilos de pavo, relleno y
pastel en envases de plástico, y sólo tras darle mi solemne promesa de
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Capítulo 12
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—Dios, espero que mi inconsciente no sea tan listo como para eso.
—La inteligencia no tiene nada que ver con esto. Tal vez, en el fondo,
una parte de ti confiaba..., o confía... en que cuando Bruce se entere,
volverá contigo.
—No se lo voy a decir.
—¿Cómo que no?
—¿Por qué habría de hacerlo? —repliqué—. Ha seguido su rollo, ha
encontrado a otra, no quiere tener nada que ver conmigo, o con mi vida,
de modo que ¿por qué debería decírselo? No necesito su dinero, y no
quiero las migajas de atención que se sentiría obligado a arrojarme...
—¿Y el niño? ¿No se merece tener un padre?
—Venga ya, Samantha. Estamos hablando de Bruce. El drogata de
Bruce. Bruce, el de la cola de caballo y la pegatina de «Legalizadla»...
—Es un buen tío, Cannie. Hasta podría ser un buen padre.
Me mordí el labio. Me dolía admitirlo, hasta pensar en ello, pero debía
de ser cierto. Bruce había sido asesor de campamentos durante años. Los
chicos le adoraban, con coleta o no, drogata o no. Cada vez que le veía
con sus primos o con chicos que habían estado en sus campamentos,
siempre rivalizaban por sentarse a su lado a la hora de comer, o por jugar
a baloncesto con él, o por pedirle que les ayudara a hacer los deberes.
Incluso cuando nuestra relación pasaba por sus peores momentos, nunca
dudé de que sería un padre maravilloso.
Samantha estaba meneando la cabeza.
—No lo sé, Cannie. No lo sé. —Me dirigió una larga y seria mirada—.
Se va a enterar, y tú lo sabes.
—¿Cómo? Ya no conocemos a la misma gente... Vive muy lejos...
—Pero se enterará. He visto suficientes culebrones para
garantizártelo. Te toparás con él en alguna parte... Le hablarán de ti... Se
enterará.
Me encogí de hombros y traté de aparentar valentía.
—De acuerdo, descubre que estoy embarazada. Eso no significa que
tenga que decirle que es suyo. Igual se piensa que le estaba poniendo los
cuernos. —Aunque me doliera en lo más hondo la idea de que Bruce
tuviera motivos para pensar eso—. Igual se piensa que fui a un banco de
esperma. La cuestión es que no ha de saberlo. —Miré a Samantha—. Y tú
no se lo dirás.
—Cannie, ¿no crees que tiene derecho a saberlo? Va a ser padre...
—No.
—Bien, pues nacerá un niño que es de él. ¿Y si quiere ser padre? ¿Y si
te denuncia para conseguir la custodia?
—Mira, yo también vi ese programa de...
—Hablo en serio —dijo Samantha—. Podría hacerlo.
—Oh, por favor. —Me encogí de hombros, y traté de aparentar menos
preocupación de la que sentía—. Bruce apenas sabe dónde están sus
diplomas. ¿Qué haría con un bebé?
Samantha se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez nada. O tal vez pensaría que un niño necesita..., ya
sabes..., una figura paterna.
—Bien, le dejaré jugar con Tanya —bromeé. Samantha no rió. Parecía
tan preocupada que pensé en darle un abrazo, hasta que comprendí que
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aroma a café que surgía del Starbucks de South Street, me llegaba con su
intensidad normal multiplicada por diez. Pero aquí arriba, el aire no olía a
nada, como si lo hubieran filtrado especialmente para mí. Bien, para mí y
para los afortunados poseedores de los áticos rodeados de balcones que
gozaban de acceso ilimitado.
—¿Te sientes mejor? —preguntó el doctor K.
—Sí.
El doctor K. se sentó con las piernas cruzadas y me indicó con un
gesto que le imitara. Lo hice, con cuidado de no sentarme sobre su bata.
—¿Te apetece hablar del asunto? —preguntó.
Le miré de reojo.
—¿Quiere escuchar?
Pareció avergonzado.
—No es mi intención fisgonear... Sé que no es mi problema...
—Oh, no, no, no es eso. Es que no quiero aburrirle. —Suspiré—. Es la
historia más vieja del mundo. Chica conoce a chico, chica quiere a chico,
chica planta a chico por motivos que no alcanza a comprender, el padre
del chico muere, la chica intenta consolarle, la chica acaba embarazada y
sola.
—Ah —dijo él con cautela.
Puse los ojos en blanco.
—¿Creía que había sido con otro?
No dijo nada, pero a la luz reflejada por las calles, pensé que parecía
avergonzado. Me acomodé hasta sentarme de cara a él.
—No, de veras. ¿Creía que había encontrado otro chico tan deprisa?
Por favor —resoplé—. Me sobrestima.
—Creo que pensé... Bien, en realidad ni siquiera me lo había
planteado.
—Bien, créame, necesito mucho más que unos cuantos meses para
encontrar a alguien a quien le guste, y que desee verme desnuda, y yo me
sienta lo bastante a gusto para dejarle. —Le miré de reojo otra vez. A lo
mejor pensaba que estaba flirteando—. Sólo para su información —añadí.
—Pasaré eso por alto —replicó muy serio. Casi me dieron ganas de
reír.
—Dígame una cosa. ¿Cómo sabe la gente cuándo está de broma?
Porque siempre habla más o menos igual.
—¿Cómo? ¿Como un chiflado?
Tardó mucho en decir la palabra «chiflado», lo cual le hizo parecer...
un poco chiflado.
—No exactamente. Siempre serio.
—Bien, pues no es verdad. —Dio la impresión de que se había
ofendido—. De hecho, tengo un gran sentido del humor.
—No me había dado cuenta —me burlé.
—Bien, considerando que las pocas veces que hemos hablado
estabas inmersa en una extravagante crisis vital, no me he mostrado muy
chistoso.
Ahora sí que parecía muy ofendido.
—Comprendido —dije—. Estoy convencida de que eres muy divertido.
Me miró con suspicacia, el ceño fruncido.
—¿Cómo lo sabes?
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Capítulo 13
Bruce:
Cuídate,
CANNIE
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tres días estuve pendiente del teléfono de casa de una manera obsesiva.
Durante una semana iba en coche a casa a mediodía para echar un
vistazo al buzón, y me maldecía por no haber enviado la carta por correo
certificado, porque así sabría al menos si la había recibido.
No hubo nada. Día tras día, nada de nada. No podía creer que fuera
tan frío. Que me (nos) diera la espalda tan por completo. No obstante,
parecía la pura verdad. De modo que me rendí..., o intenté creer que me
rendía.
—Las cosas son así —dije a mi estómago.
Era un domingo por la mañana, dos días antes de Navidad. Había ido
a dar un paseo en bicicleta (tenía permiso hasta el sexto mes, salvo
complicaciones), y había montado un móvil con huesos para perros
pintados de alegres colores, a partir de un libro titulado Juguetes sencillos
para niños, y me estaba recompensando con un largo y cálido remojón.
—Creo que los bebés deberían tener dos padres. Lo creo firmemente.
En circunstancias ideales, tendrías un padre, pero no es así. Tu, hum,
padre biológico es un buen tío, pero no era el tío que me convenía, y
ahora lo está pasando un poco mal, además de que sale con otra... —Tal
vez no era lo que mi hijo nonato necesitaba escuchar, pero daba igual—.
De modo que lo siento, pero así son las cosas. Voy a intentareducarte lo
mejor que pueda, y nos entenderemos lo mejor posible, y con suerte no
acabarás odiándome, cubierto de tatuajes y anillados corporales para
exteriorizar tu dolor, o lo que hagan los chicos dentro de quince años,
porque lo siento, y voy a lograr que salgamos adelante.
Pasé como pude las vacaciones. Hice dulces y galletas para mis
amigos, en lugar de comprar cosas, y ahorré dinero (menos del que había
gastado el año anterior) en tarjetas de felicitación para mis hermanos. Fui
a casa de mi madre para asistir a su fiesta anual de puertas abiertas, en
que docenas de sus amigas, más todos los miembros de las Switch Hitters
y casi toda la nómina de Una Liga Muy Suya me colmaron de mimos,
felicitaciones, consejos, nombres de médicos de centros de día, y un
ejemplar algo sobado de Heather tiene dos mamás (este último de una
despistada jugadora de segunda base llamada Dot, a la que Tanya se llevó
a un lado de inmediato para informarle de que yo no era lesbiana, sino
una vulgar semental abandonada). Me quedé en la cocina el mayor rato
posible, rallando patatas, friendo un pastel de patatas ralladas que los
judíos llaman latke, mientras Lucy me contaba que una amiga y ella había
convencido a un tipo que habían conocido en un bar de que las llevara a
casa de él, donde habían abierto todos los regalos de Navidad acumulados
bajo el árbol cuando él perdió el conocimiento.
—Eso no fue muy amable por vuestra parte —la reprendí.
—Él no era muy amable —replicó Lucy—. ¿Te parece bonito que nos
llevara a las dos a su casa, aprovechando que su mujer estaba fuera de la
ciudad?
Admití que tenía razón.
—Todos son unos perros —continuó Lucy con altanería—. No hace
falta que te lo diga, desde luego. —Tragó el líquido transparente de su
vaso. Sus ojos centellearon—. He de imprimir un giro a mis vacaciones —
anunció.
—Llévate tu giro fuera —la apremié, y tiré más patata rallada a la
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sartén. Pensé que Lucy debía de estar complacida en secreto de que fuera
yo, y no ella, quien hubiera terminado en esta situación. Para Lucy, un
embarazo imprevisto hubiera sido casi normal. Para mí, era una sorpresa
mayúscula.
Mi madre asomó la cabeza en la cocina.
—¿Cannie? Te quedarás a dormir, ¿verdad?
Asentí. Desde el Día de Acción de Gracias había adoptado la
costumbre de pasar al menos una noche cada fin de semana en casa de
mi madre. Ella preparaba la cena, yo hacía caso omiso de Tanya, y a la
mañana siguiente mi madre y yo íbamos a nadar, poco a poco, codo con
codo, antes de llenar el coche de comida y cosas necesarias para un
recién nacido que sus amigas habían aportado, y luego volvía a la ciudad.
Mi madre se acercó a los fogones y movió los latkes con una espátula.
—Creo que el aceite está demasiado caliente —comentó.
Intenté expusarla de la cocina, pero no llegó más allá del fregadero.
—¿Aún no has tenido noticias de Bruce? —preguntó. Negué con la
cabeza—. No puedo creerlo. No es propio de él...
—Da igual —la interrumpí. La verdad era que mi madre tenía razón.
No era propio del Bruce que yo había conocido, y me sentía tan herida y
perpleja como el que más—. Es evidente que he conseguido despertar sus
peores demonios.
Mi madre me dedicó una sonrisa bondadosa. Después se acercó y
bajó el fuego.
—No los quemes —dijo, y regresó a la fiesta, dejándome con una
sartén llena de pasteles de patata a medio hacer y todas mis preguntas.
«¿Es que no le preocupa?», me pregunté. «¿Es que no le preocupa en
absoluto?»
Intenté mantenerme ocupada durante todo el invierno. Asistí a las
fiestas de mis amigas, tomé sidra especiada en lugar de ponche o
champagne. Salí a cenar con Andy, y a pasear con Samantha, y a clases
de preparación para el parto con Lucy, que había accedido a ser mi
acompañante en el parto «¡A condición de que no tenga que ver tu
trasero!». De hecho, casi nos expulsaron el primer día. Lucy empezó a
vociferar «¡Empuja! ¡Empuja!», cuando lo único que deseaba la profesora
era hablar sobre cómo elegir un hospital. Desde entonces, las parejas de
futuros padres pasaron de nosotras.
El doctor K. se había convertido en mi nuevo colega de correo
electrónico. Me escribía a la oficina una o dos veces por semana,
preguntaba cómo iba todo, me ponía al día sobre mis amigas de la clase
de Control del Peso. Averigüé que Esther había comprado una cinta de
andar y perdido veinte kilos, y que Bonnie había encontrado novio. «Dime
cómo te va», escribía siempre, pero a mí nunca me apetecía contarle gran
cosa, sobre todo porque no sabía encasillarle. ¿Era un médico? ¿Era un
amigo? No estaba segura, de modo que hablaba de cosas superficiales, las
últimas habladurías de la sala de redacción, en qué estaba trabajando,
cómo me sentía.
Poco a poco, empecé a revelar a mis conocidos lo que estaba
pasando, ampliando progresivamente el círculo (buenos amigos, no tan
buenos amigos, un puñado de compañeros de trabajo, media docena de
parientes). Lo hacía en persona, siempre que era posible, o por correo
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Llovió durante la mayor parte de enero y nevó casi todos los días de
febrero, de modo que casi todo se teñía de blanco durante unos diez
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Capítulo 14
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Me dijo que vivía en Filadelfia desde hacía siete años, pero nunca
había estado en el Morning Glory Diner, mi lugar favorito para desayunar.
Si hay una cosa que me encanta, es presentar a la gente mis
descubrimientos gastronómicos. Fui a casa, tomé una ducha rápida, me
puse una variación de mi indumentaria habitual (pantalones de terciopelo
negro, blusa gigantesca, zapatillas Chuck Taylor de cordones, en un sutil
tono margarita, que me habían costado 10 dólares), y después me
encontré con él en el restaurante, donde, por fortuna, ni siquiera había
cola, una auténtica chiripa los fines de semana. Me sentía muy bien
cuando nos sentamos en el reservado. Él también tenía buen aspecto. Se
había duchado, pensé, y puesto unos pantalones caqui y una camisa a
cuadros.
—Supongo que te debe resultar extraño salir a comer con gente —dije
—. Deben sentirse muy tímidos a la hora de pedir lo que de verdad
desean.
—Sí —dijo—, me he dado cuenta.
—Bien, estás invitado —dije, y llamé a una camarera con el pelo a lo
rastafari, vestida con un top sin espalda, con un tatuaje que serpenteaba
sobre su estómago—. Yo tomaré la fritatta de la casa con queso provolone
y pimientos asados, acompañada de beicon de pavo, un bollo, y si es
posible, patatas y sémola en lugar de uno u otro.
—No hay problema —dijo la mujer, y movió el bolígrafo en dirección al
doctor.
—Yo tomaré lo mismo que ella —dijo el doctor K.
—Buen chico —contestó la camarera, y se alejó hacia la cocina.
—Es un brunch —dije a modo de explicación. Él se encogió de
hombros.
—Estás comiendo por dos —dijo—. ¿Cómo... va... todo?
—Si te refieres a mi situación, estoy bien. De hecho, ahora me siento
mucho mejor. Todavía un poco cansada, pero eso es todo. Se acabaron los
mareos, se acabaron los vómitos, se acabó el agotamiento por culpa del
cual me quedaba dormida en el lavabo del trabajo...
El doctor K. rió.
—¿Te sucedió alguna vez?
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—Sólo una vez, pero ahora todo va mejor. Pese a darme cuenta de
que mi vida se ha convertido en una de las canciones menores del
catálogo de Madonna, voy tirando. —Pasé una mano con ademán
melodramático sobre mi frente—. So-la.
Me miró fijamente.
—¿Se supone que has imitado a la Garbo?
—Eh, no te metas con la embarazada.
—Es la peor imitación de Garbo que he presenciado en mi vida.
—Sí, bien, me sale mejor si he bebido —suspiré—. Dios, cómo echo de
menos el tequila.
—Dígamelo a mí —dijo nuestra camarera, mientras depositaba
nuestras colmadas bandejas sobre la mesa. Nos abalanzamos sobre ellas.
—Esto está muy bueno —dijo el médico entre bocado y bocado.
—¿Verdad? Sus bollos son insuperables. El secreto reside en la
manteca de cerdo.
Me miró.
—Homer Simpson.
—Muy bien.
—Homer te sale mucho mejor que Garbo.
—Sí. Me pregunto qué revelará eso sobre mí. —Cambié de tema antes
de que pudiera contestar—. ¿Piensas alguna vez en el queso?
—Constantemente. De hecho, vivo atormentado. Me despierto de
noche, pensando... en queso.
—No, en serio —dije, y pinché mi fritatta—. Por ejemplo, ¿quién
inventó el queso? ¿Quién dijo: «Hum, apuesto a que esta leche resultaría
deliciosa si la dejara pasar hasta que se formara un anillo de moho a su
alrededor?» El queso tuvo que ser una equivocación.
—Nunca lo había pensado, pero me he interrogado a menudo sobre el
Cheez Whiz.
—¡El plato oficial de Filadelfia!
—¿Has mirado alguna vez la lista de ingredientes del Cheez Whiz? —
preguntó—. Es aterradora.
—Si quieres hablar de terrores, te enseñaré el folleto sobre
episiotomías que me dio mi doctora —dije. Tragó saliva—. De acuerdo, no
lo haré mientras estés comiendo —corregí—, pero en serio, ¿qué le pasa a
la profesión médica? ¿Intentáis asustar a la raza humana para que abrace
el celibato?
—¿Estás nerviosa por el parto?
—Joder, sí. Intento encontrar un hospital que me dé pastillas para
dormir. —Le miré esperanzada—.'Tú puedes extender recetas, ¿verdad?
Quizá podrías darme algo antes de que empiece la diversión.
Se estaba riendo de mí. Tenía una sonrisa encantadora. Sus labios
gruesos estaban rodeados de arrugas provocadas por las carcajadas. Me
pregunté qué edad tendría en realidad. Más joven de lo que había pensado
al principio, pero probablemente quince años mayor que yo. No llevaba
alianza, pero eso no significaba nada. Muchos tíos no la utilizaban.
—Todo irá bien —dijo.
Me dio el resto del bollo y ni siquiera se inmutó cuando pedí chocolate
a la taza, e insistió en que al brunch invitaba él, y que, de hecho, me lo
debía por haberle presentado el restaurante.
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Le advertí en el aparcamiento.
—Cuando entremos en las tiendas, tal vez imaginen que eres el,
hum...
—¿Padre?
—Hum, sí.
Sonrió.
—¿Cómo quieres que lo afronte?
—Humm. —No había pensado en eso, tan dichosa me sentía de estar
en este coche grande, fiable y poderoso, mirando la primavera por la
ventanilla—. Improvisemos.
Y no salió nada mal. En los grandes almacenes, donde compré un
equipo de embarazo completo (vestido largo, vestido corto, falda,
pantalones, blusa, todo fabricado en una tela negra indestructible, elástica
y garantizada a prueba de manchas), los pasillos estaban abarrotados y
nadie nos hizo caso. Lo mismo en la juguetería «R» Us, donde compré
cubos apilables, y en Target, donde tenía cupones dos por uno para
toallitas y pañales desechables. Noté que la chica de Baby Gap paseaba la
vista entre nosotros mientras tecleaba mis compras en la caja
registradora, pero no dijo nada. Al contrario que la mujer de Pea in the
Pod, que la semana pasada nos había dicho a Samantha y a mí que
éramos muy valientes, o la mujer de Ma Jolie que, dos semanas antes, me
había asegurado que «¡A papá le encantarán!» los pantalones que me
estaba probando.
Fue muy agradable ir de compras con el doctor K. Circunspecto, pero
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CUARTA PARTE:
Suzie Lightning
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Capítulo 15
Nunca había tenido suerte con Hollywood. Para mí, la industria del
cine era como un tipo al que mirabas con lujuria desde la cafetería del
instituto, tan apuesto, tan perfecto, que estabas convencida de que nunca
se fijaría en ti, y de que si le pedías que firmara en tu anuario en la
ceremonia de graduación, te miraría sin comprender y se esforzaría por
recordar tu nombre.
Era una relación amorosa no correspondida, pero yo nunca había
dejado de probar. Cada pocos meses importunaba a agentes con cartas en
que preguntaba si les interesaba mi guión. Lo único que obtenía era un
puñado de cartas de rechazo preimpresas («Querida aspirante a
escritora», empezaban), o de vez en cuando una carta semipersonal para
advertirme de que ya no aceptaban material no solicitado, escritores
desconocidos, escritores noveles, escritores sin agente, o el término
despectivo de moda que utilizaran en ese momento.
En una ocasión, el año antes de conocer a Bruce, un agente se citó
conmigo. Lo que más recuerdo de nuestro encuentro fue que, durante los
diez minutos que me concedió, no pronunció mi nombre en ningún
momento, ni se quitó las gafas de sol.
—He leído tu guión —dijo, al tiempo que lo empujaba hacia mí sobre
la mesa con las yemas de los dedos, como si fuera demasiado repugnante
para que su palma entrara en contacto con él—. Es agradable.
—¿Agradable no quiere decir bueno? —pregunté, la conclusión
evidente que alguien extraería de la expresión de su rostro.
—Agradable es bueno, para libros infantiles o viernes en la ABC. Para
películas, bien... Preferiríamos que tu heroína estrellara algo. —Dio unos
golpecitos con su bolígrafo sobre la página del título. Hechizo de estrellas,
rezaba. Sólo que había dibujado pequeños colmillos, similares a
serpientes, que brotaban de la «s» final—. Además, debo decirte que sólo
hay una actriz gorda en Hollywood...
—¡Eso no es verdad! —estallé, al tiempo que abandonaba mi
estrategia de sonreír con cortesía y callar la boca, sin saber qué era lo que
más me había ofendido, su utilización de la expresión «actriz gorda», o la
idea de que sólo había una.
—Una actriz gorda rentable —corrigió—. La verdad es que nadie
quiere ver películas sobre gente gorda. ¡Las películas son para evadirse!
Bien.
—¿Qué debo hacer ahora? —pregunté.
Meneó la cabeza, mientras empujaba la silla hacia atrás, cogía su
móvil y el vale del aparcamiento.
—No me imagino implicado en este proyecto —dijo—. Lo siento.
Otra mentira de Los Ángeles.
—Somos antropólogos —murmuré a Nifkin, y al bebé, mientras
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volábamos sobre lo que bien podía ser Nebraska. No había traído ningún
libro infantil, pero supuse que, si no podía leer, al menos podía explicar—.
Considéralo una aventura. Estaremos de vuelta en casa antes de que te
des cuenta. En Filadelfia, donde nos aprecian.
Nosotros (yo, Nifkin y mi vientre, que había alcanzado un tamaño en
que ya lo consideraba como algo aparte) íbamos en primera clase. De
hecho, por lo que podía ver, éramos primera clase. Maxi había enviado
una limusina a mi apartamento, la cual me había conducido al aeropuerto,
que distaba catorce kilómetros, donde habían reservado cuatro asientos a
mi nombre, y nadie parpadeó siquiera cuando vio llegar a un pequeño y
aterrorizado terrier en una cesta verde de plástico. Estábamos volando a
una altitud de nueve mil metros, y tenía los pies apoyados en una
almohada, con una manta extendida sobre mis piernas, en la mano un
vaso helado de agua mineral con una raja de limón, y un surtido lustroso
de revistas en el asiento de al lado, bajo el cual descansaba Nifkin.
Cosmo, Glamour, Mademoiselle, Mirabella, Moxie. El número de abril de
Moxie, todavía calentito.
Lo cogí, noté que mi corazón se aceleraba, mi estómago se revolvía, y
la nuca se cubría de sudor frío.
Lo dejé sobre el asiento. ¿Por qué debía disgustarme? Era feliz, tenía
éxito, volaba a Hollywood en primera clase para recoger un talón como
nunca había visto en mi vida, para no hablar de que iba a codearme con
superestrellas.
Lo recogí. Lo dejé. Lo recogí de nuevo.
—Mierda —murmuré, a nadie en particular, y busqué la página de
«Bueno en la cama».
«Las cosas que ella abandonó», era el título.
«Ya no la quiero», empezaba el artículo.
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Anoche estaba barriendo (mi nueva novia iba a venir, y quería que
todo estuviera presentable), y descubrí una galletita de perro embutida
en una grieta entre las baldosas.
Devolví lo más lógico, las ropas y las joyas, y tiré el resto. Sus cartas
están guardadas en una caja, en el armario, y su foto exiliada en el
sótano. Pero ¿cómo te defiendes de una galleta de su perro que ha
sobrevivido, sin ser detectada, durante meses, y luego reaparece en tu
pala de recoger la basura y te da náuseas? ¿Cómo sobrevive la gente a
esto?
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Bajé del avión con los bolsillos llenos de regalitos que las azafatas me
habían dado, paquetes de chicles y chocolatinas, más las toallitas, tubitos
de rímel y calcetines de rigor. Yo llevaba la cesta de Nifkin en una mano,
la bolsa en la otra. En la bolsa llevaba ropa interior para una semana, mi
equipo de embarazada, salvo la falda larga y la blusa, que llevaba
puestas, y algunos artículos de higiene que había metido en el último
momento. Un camisón, varias zapatillas, mi agenda telefónica, mi diario y
un ejemplar manoseado de Tu bebé saludable.
—¿Cuánto tiempo estarás? —había preguntado mi madre la noche
antes de irme. Las cajas y bolsas con mis compras seguían diseminadas
por el vestíbulo y la cocina, como cadáveres. Pero observé que la cuna
estaba montada a la perfección. El doctor K. debía haberse encargado de
ello mientras yo hablaba con Maxi.
—Sólo un fin de semana. Tal vez algunos días más —dije.
—Has hablado a Maxi del bebé, ¿verdad?
—Sí, mamá, se lo dije.
—Y llamarás, ¿verdad?
Puse los ojos en blanco, dije que sí y me fui con Nifkin a casa de
Samantha, para darle la buena nueva.
—¡Detalles! —exigió, al tiempo que me ofrecía una taza de té y se
acomodaba en su sofá.
Le dije lo que sabía: que iba a vender mi guión a un estudio, que
necesitaba encontrar un agente, y que me presentarían a los productores.
No dije que Maxi me había animado a encontrar un lugar donde alojarme
un tiempo, en caso de que quisiera quedarme en California para las
inevitables revisiones y reescrituras.
—¡Esto es increíble! —dijo Samantha, y me abrazó—. ¡Es fantástico,
Cannie!
Y era fantástico, reflexioné, mientras avanzaba por la pista y la cesta
de Nifkin me golpeaba la pierna.
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descubrí una cama grande como una pista de tenis, toda sábanas blancas
y rematada con una colcha rosa y dorada. Todo estaba limpio y olía a
nuevo, y era tan espléndido que casi daba miedo tocarlo. También había
un fastuoso ramo de flores esperándome al lado de la cama.
«¡Bienvenida!», decía la tarjeta de Maxi.
—Ramo —informé al bebé—. Muy caro, probablemente.
Nifkin había salido de su jaula y se dedicaba a olfatear la suite. Me
miró un momento, y luego se alzó sobre sus patas traseras para mover el
morro hacia el inodoro. Una vez que recibió el visto bueno, entró en el
cuarto de baño.
Lo acomodé sobre una almohada en la cama, tomé un baño y me
envolví en el albornoz del Wilshire. Llamé al servicio de habitaciones y
pedí té caliente, fresas y piña natural, y extraje del minitar una botella de
agua mineral y una caja de Choco Leibniz, la reina de todas las galletas,
sin ni siquiera palidecer cuando vi el precio (8 dólares), el triple de lo que
debían de costar en Filadelfía. Después, me recosté sobre dos de las seis
almohadas que venían con la cama, aplaudí y reí.
—¡He triunfado! —grazné, mientras Nifkin ladraba para hacerme
compañía—. ¡Lo conseguí!
Después, llamé a todas las personas que se me pasaron por la
cabeza.
—Si comes en algún restaurante de Wolfgang Puck, pide la pizza de
pato —aconsejó Andy, en su papel de crítico gastronómico.
—Envíame un fax antes de firmar nada —me urgió Samantha, y
procedió a darme un sermón legal de cinco minutos antes de que pudiera
calmarla.
—¡Toma notas! —dijo Betsy.
—¡Toma fotos! —dijo mi madre.
—Te has llevado mis primeros planos, ¿verdad? —preguntó Lucy.
Prometí que haría propaganda de Lucy, tomaría notas con vistas a
futuras columnas para Betsy y fotos para mamá, enviaría por fax cualquier
cosa de aspecto legal a Samantha, y comería pizza de pato como
homenaje a Andy. Entonces, me fijé en la tarjeta apoyada sobre una de las
almohadas, grabada con las palabras «Maxi Ryder». Bajo su nombre se
veía una única palabra, Garth, un número de teléfono y una dirección de
Ventura Boulevard. «Preséntate aquí a las siete. Habrá bebidas y
diversión», decía.
—«Bebidas y diversión» —murmuré, y me estiré sobre la cama.
Percibí el olor de las flores, y capté el tenue ruido de los coches que
pasaban treinta y dos pisos más abajo. Después, cerré los ojos y no
desperté hasta las seis y media. Me mojé la cara con agua, me puse los
zapatos y salí a toda prisa.
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sólo en mis ojos, que parecían mucho más grandes, mucho más
apremiantes. Me parecía a mí misma, sólo que más..., una versión mejor
de mí, más feliz.
Y mi pelo...
—Es el mejor corte de pelo de mi vida —dije.
Me pasé los dedos poco a poco. Había virado de un color castaño
ratón con algunos reflejos repartidos al azar, a un color caramelo
reluciente, con mechas de oro, bronce y cobre. Lo había dejado corto, los
rizos de las sienes apenas rozaban mis mejillas, había recuperado el
ondulado natural, y por un lado lo había remetido detrás de la oreja, lo
cual me daba aspecto de golfilla. Una golfilla preñada, claro, pero ¿quién
era yo para quejarme?
—Es el mejor corte de pelo de la historia.
Sonaron aplausos desde la puerta. Maxi apareció, con un vestido
negro de tirantes delgadísimos y sandalias negras. Llevaba clavos en
forma de diamante en las orejas y un solo diamante colgado de una
cadena de plata alrededor del cuello. El vestido se ceñía al cuello y dejaba
su espalda al desnudo, casi hasta la línea divisoria del culo. Vi los tiernos
brotes de sus omóplatos, cada vértebra del tamaño de una canica, la
mancha simétrica de pecas sobre sus hombros.
—¡Cannie! Dios mío —dijo, mientras estudiaba primero mi pelo, y
después mi estómago—. Estás... Caramba.
—¿Creías que bromeaba? —pregunté, y reí de su expresión de
estupor.
Se arrodilló delante de mí.
—¿Puedo...?
—Claro —dije. Apoyó una mano sobre mi estómago, y al cabo de un
momento, el bebé dio pataditas.
—¡Oh! —exclamó Maxi, y retiró las manos como si se hubiera
quemado.
—No te preocupes. No le harás daño a la niña. Ni a mí.
—¿Así que es una niña? —preguntó Garth.
—Nada oficial. Una simple intuición —dije.
Maxi, entretanto, daba vueltas a mi alrededor como si fuera una pieza
que pensara comprar.
—¿Qué ha dicho Bruce al respecto? —preguntó.
Sacudí la cabeza.
—Nada, por lo que yo sé. No sé nada de él.
Maxi dejó de dar vueltas y me miró, con los ojos abiertos de par en
par.
—¿Nada? ¿Aún?
—No bromeo —dije.
—Podría encargar que lo mataran —se ofreció—. O que le dieran una
paliza, al menos. Podría enviar a media docena de enfurecidos jugadores
de fútbol americano con bates de béisbol para que le rompieran las
piernas...
—O la polla —sugerí—. Eso le dolería aún más.
Maxi sonrió.
—¿Te encuentras bien? ¿Tienes hambre? ¿Tienes sueño? ¿Tienes
ganas de salir? Porque si no, ningún problema...
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16
Revista de chismorreos. (N. del T.)
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la criatura».
—He venido sola —dije, y decidí pasar el tema por alto—. En realidad,
he venido con Maxi Ryder.
—Yo he venido solo —dijo, como si no me hubiera oído—. Siempre
estoy solo.
—Yo sé que eso no es cierto —dije—. Da la casualidad de que estoy
enterada de que sales con una estudiante de medicina alemana llamada
Inga.
—Greta —murmuró—. Rompimos. Tienes buena memoria.
Me encogí de hombros e intenté aparentar modestia.
—Soy una admiradora —dije. Estaba intentando decidir si sería
prudente pedirle el autógrafo, cuando Adrian tomó mi mano.
—Tengo una idea —dijo—. ¿Quieres salir a la calle?
—¿A la calle?
¿Quería salir a la calle con Adrian Stadt? ¿Llevaba el Pontífice un
sombrero grande? Asentí con tal entusiasmo que temí ser víctima de un
latigazo cervical, y me interné entre las masas ataviadas con tops sin
espalda y minifaldas en busca de Maxi. La localicé por fin apretujada en la
barra.
—Escucha —dije—, salgo un momento a la calle con Adrian Stadt.
—Ah, ¿de veras, eh? —dijo con socarronería.
—No es eso.
—Ah, ¿no?
—Parece un poco... solitario.
—Hummm. Bien, recuerda que es un actor. —Meditó un momento—.
Bien, en realidad es un comediante que hace películas.
—Sólo vamos a dar un paseo —dijo, desesperada por no ofenderla o
irritarla, pero aún más desesperada por volver con Adrian.
—Como quieras —dijo. Escribió su número en una servilleta y
extendió la mano para que le devolviera el móvil—. Llámame desde donde
estés.
Le di el teléfono, guardé el número en mi bolso y puse los ojos en
blanco.
—Oh, claro. Voy a seducirle. Será muy romántico. Nos apretujaremos
en el sofá, y yo le besaré, y él me dirá que me adora, y entonces, mi hijo
nonato le dará una patada en las costillas.
Maxi abandonó su expresión enfurruñada.
—Y a continuación —proseguí—, filmaré todo el rollo y venderé los
derechos a la Fox, y lo convertirán en un especial: El trío más pervertido
del mundo. Maxi rió.
—De acuerdo. Pero ve con cuidado.
La besé en la mejilla y, aunque parezca mentira, descubrí que Adrian
Stadt continuaba esperándome. Le sonreí, y él me guió hasta el ascensor,
y luego hasta la puerta, donde nos encontramos ante algo que parecía
una autopista. Ni bancos, ni hierba, ni siquiera una solitaria parada de
autobús o una acera por la que pasear.
—Uf —dije. Entretanto, Adrian parecía mucho más cocido que en el
Star Bar. Daba la impresión de que el aire fresco no le despejaba, tal como
yo había esperado. Agarró mi mano, pero en realidad rodeó mi muñeca, y
me acercó a él..., bien, todo lo que mi vientre le permitió.
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—Hecho —informé.
—Ahora, masajea su esternón con los nudillos. Es el hueso del pecho.
Hazlo con fuerza... Lo que queremos saber es si así reacciona.
Me incliné y seguí sus instrucciones. Adrian se encogió y dijo una
palabra que habría podido ser «madre». Me volví a acomodar en el asiento
y conté al doctor K. lo sucedido.
—Muy bien —dijo—. Creo que tu caballero acompañante se pondrá
bien, pero deberías hacer dos cosas.
—Adelante —dije. Encajé el teléfono bajo la barbilla y me volví hacia
Adrian.
—Primero, ponle de costado. De esta forma, si vomita, no se
atragantará.
Empujé a Adrian hasta colocarle como me indicaban.
—Ya está —dije.
—Lo segundo es quedarte con él. Échale un vistazo cada media hora
o así. Si se pone frío o empieza a temblar, o si el pulso es irregular, yo
llamaría al 911. Si no, por la mañana debería encontrarse bien. Tal vez
sienta náuseas, o le duela la cabeza —avisó—, pero no existirán daños
permanentes.
—Fantástico —dije, y me encogí por dentro cuando pensé en lo que
ocurriría por la mañana, cuando Adrian se despertara con la madre de
todas las resacas y se encontrara a mi lado.
—No estaría mal que mojaras un paño en agua fría, lo escurrieras y se
lo aplicaras en la frente —dijo el doctor—. En el caso de que te sientas
compasiva.
Me puse a reír. No pude evitarlo.
—Gracias —dije—. De veras. Muchísimas gracias.
—Espero que la situación mejore —dijo—, pero parece que la tienes
controlada. Llámame y dime cómo van las cosas.
—Desde luego. Gracias otra vez.
—Cuídate, Cannie. Llámame si necesitas algo más.
Colgamos, y medité. ¿Un paño? Miré en la guantera y sólo encontré
un contrato de alquiler del coche, varios estuches de CD y dos bolígrafos.
Miré en mi bolso: el lápiz de labios que Garth me había regalado, el
billetero, llaves, agenda, un salvaeslip que Lo que hay que esperar cuando
esperas me aconsejaba llevar encima.
Miré a Adrian. Miré el salvaeslip. Ojos que no ven, corazón que no
siente, de manera que bajé del coche, me acerqué con cuidado al agua,
mojé el salvaeslip, volví arriba y lo apoyé con ternura sobre su frente,
conteniendo la risa.
Adrian abrió los ojos.
—Eres tan dulce —dijo, arrastrando las palabras.
—¡Hola, Bella Durmiente! —dije—. ¡Estás despierto! Estaba
empezando a preocuparme...
Por lo visto, Adrian no me oyó.
—Apuesto a que serás una madre estupenda —dijo, y cerró los ojos
de nuevo.
Sonreí, y me recliné en el asiento. Una madre estupenda. Era la
primera vez que pensaba en eso, en el hecho de ser madre. Había
pensado en el parto, claro está, y también en la logística de cuidar de un
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Capítulo 16
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helada, que habíamos tomado con los pies colgando sobre el agua. El día
anterior habíamos ido a un mercadillo de productos naturales del centro,
donde habíamos llenado una mochila con frambuesas, zanahorias baby y
melocotones de viña, que Maxi distribuyó a sus compañeros de reparto
(excepto al protagonista porque, razonó, consideraría los melocotones una
invitación a hacer Bellinis, «y esta vez no quiero ser la responsable de que
se caiga del remolque»).
Había cosas de California a las que todavía no me había
acostumbrado: la belleza uniforme de las mujeres, para empezar, el hecho
de que todas las personas que veía en las cafeterías o las mantequerías
de lujo se me antojaban vagamente familiares, como si hubieran
interpretado a la novia o el mejor amigo del chico en alguna comedia de
situaciones de 1996, suspendida al poco de empezar. Por otra parte, la
cultura del coche me asombraba. Todo el mundo iba motorizado a todas
partes, de modo que no había aceras ni carriles bici, tan sólo
interminables embotellamientos de tráfico, una contaminación tan espesa
como mermelada, aparcacoches por doquier, incluso en una de las playas
a las que habíamos ido, aunque parezca increíble.
—Ahora, oficialmente, ya lo he visto todo —informé a Maxi.
—No, ni hablar —contestó ella—. En el Third Street Promenade hay un
perro salchicha disfrazado con mallas adornadas con lentejuelas, que
colabora en un acto de malabarismo. En cuanto hayas visto eso, lo habrás
visto todo.
—¿Trabajas en algo? —preguntó mi madre, a quien las historias de
perros salchicha malabaristas y melocotones de viña no parecían
impresionar.
—Cada día —le dije, lo cual era cierto.
Entre aventura y salida, dedicaba al menos tres horas al día a trabajar
con mi portátil. Violet me había enviado un guión tan trufado de notas que
era prácticamente ilegible. «QUE NO CUNDA EL PÁNICO —había escrito
con tinta azul espliego en la página del título—. Las notas púrpura son
mías, las notas rojas son de un lector contratado por el estudio, las negras
son del tipo que tal vez acabe dirigiendo la película, y casi todo lo que dice
son chorradas, creo. Tómatelo con calma, ¡SÓLO SON SUGERENCIAS!» Me
iba abriendo paso entre el bosque de notas garrapateadas al margen,
tachones, flechas y agregados en papeles autoadhesivos.
—¿Cuándo vendrás a casa? —preguntó mi madre.
Me mordí el labio. Aún no lo sabía, y tenía que tomar una decisión...
pronto. Mi trigésima semana se estaba acercando a la velocidad del rayo.
Después, debería buscar un médico en Los Ángeles y dar a luz en la
ciudad, o descubrir una forma de volver a casa que no fuera en avión.
—Infórmame de tus planes, por favor —dijo mi madre—. Me haría
muy feliz trasladarte del aeropuerto a casa, y hasta echar un vistazo a mi
nieto o nieta antes de su primer cumpleaños...
—Mamá...
—¡Sólo era una advertencia materna! —dijo, y colgó.
Me levanté y caminé hasta la arena. Nifkin trotaba detrás de mí, con
la esperanza de que tendría que ir a buscar su pelota de tenis al agua.
Sabía que debía tomar una decisión pronto, pero todo marchaba tan
bien que resultaba difícil pensar en otra cosa que no fuera el siguiente día
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la propia Maxi.
—La casa —dije en voz baja.
—Bien, pronto llegaremos —contestó Maxi.
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Le ofrecí una versión condensada: las compras con Maxi, los platos
que cocinaba, el mercadillo de productos naturales que había descubierto.
Describí la casita de la playa. Le dije que California se me antojaba
maravillosa e irreal a la vez. Le dije que paseaba cada mañana, trabajaba
cada día, y que Nifkin había aprendido a atrapar pelotas de tenis en medio
de las olas.
El doctor K. emitió ruidos que transmitían interés, hizo las preguntas
pertinentes y atacó la más importante.
—¿Cuándo volverás?
—No estoy segura —dije—. Tengo permiso sin sueldo, y aún hay que
arreglar algunas cosas del guión.
—Así que... ¿darás a luz ahí?
—No lo sé —dije poco a poco—. No creo.
—Bien —fue todo cuanto dijo—. Deberíamos desayunar otra vez
cuando vuelvas.
—Claro —contesté, con una repentina añoranza del Morning Glory de
Sam. No había un sitio semejante aquí—. Sería fantástico. —Oí el coche de
Maxi en el garaje—. Oye, he de irme...
—Ningún problema. Llama cuando quieras.
Colgué el teléfono, sonriente. Me pregunté cuántos años tendría en
realidad. Me pregunté si me consideraba algo más que una paciente, algo
más que una de las chicas gordas que entraban y salían arrastrando los
pies de su consulta, cada una con su mal rollo a cuestas. Y decidí que me
gustaría volver a verle.
17
El novio de la muñeca Barbie. (N. del T.)
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con los ojos entornados a causa del sol. Bruce en el concierto de Grateful
Dead, con un pie extendido como a punto de lanzar una patada, una
cerveza en la mano y el cabello suelto sobre los hombros. Después me
obligué a retroceder y seguí adelante.
Dejé que el mar acariciara mis pies y sentí... nada.
O quizás era el final del amor lo que sentía, el lugar frío y vacío que
queda en tu interior cuando desaparecen el calor, el dolor y la pasión, el
beso de la arena mojada cuando las olas se retiran.
De acuerdo, pensé. Has llegado. Has Triunfado. Y continúas adelante
porque las cosas son así. Es la única manera de funcionar. Continúas
avanzando hasta que deja de doler, o hasta que encuentras cosas que
todavía duelen más. Así es la condición humana, todos arrastrándonos
hacia adelante cargados con nuestras miserias privadas, porque así son
las cosas. Porque, imagino, Dios no nos dio otra alternativa.
Maduras, recuerdo que me dijo Abigail. Aprendes.
Maxi seguía sentada en la terraza, esperando.
—Hemos de ir de compras —dije.
Se puso en pie al instante.
—¿Adonde? —preguntó—. ¿Para qué?
Me reí, y oí las lágrimas dentro de la carcajada, y me pregunté si ella
también las habría percibido.
—He de comprarme un anillo de boda.
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Capítulo 17
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Si deseas algo con todas tus fuerzas, nos enseñan los cuentos de
hadas, al final lo obtienes. Pero pocas veces tal como lo habías imaginado,
y los finales no siempre son felices. Durante meses, había deseado a
Bruce, soñado con Bruce, conjurado el recuerdo de su rostro delante de mí
mientras me dormía, incluso cuando no lo intentaba. Al final, era casi
como si hubiera deseado que cobrara forma, y al soñar con él tan a
menudo y con tanta intensidad, no tuvo otro remedio que materializarse
ante mí.
Sucedió tal como Samantha había predicho.
«Volverás a verle —me había dicho aquella mañana, varios meses
antes, cuando le conté que estaba embarazada—. He visto suficientes
culebrones para garantizártelo.»
Bajé del avión, bostecé para destaparme los oídos, y allí, en la zona
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seas feliz.
—Noto los buenos deseos que irradian de ti —repliqué—. Ah, espera.
Me he equivocado. Es efecto de la hierba.
Tuve la sensación de que una parte de mí se había separado de mi
cuerpo, flotaba hasta el cielo y contemplaba el desarrollo de la escena,
aterrorizada... y muy triste. Canute, oh, Cannie, murmuró una vocecilla,
no es esta persona la que despierta tu furia.
—¿Sabes una cosa? —le pregunté—. Siento lo de tu padre. Era un
hombre. Tú no eres más que un chico de pies grandes y vello facial. Nunca
serás nada más que eso. Nunca serás más que un escritor de tercera fila
en una revista de segunda división, y que Dios te ayude cuando no puedas
vender más recuerdos de nuestra relación.
La novieta se materializó a su lado y le cogió la mano. Yo seguí
hablando.
—Nunca serás tan bueno como yo, y tú siempre sabrás que yo he sido
lo mejor que te ha pasado en la vida.
La novieta intentó decir algo, pero yo no me iba a callar.
—Siempre serás un cretino con un montón de cintas en cajas de
zapatos. El tipo de los periódicos enrollados. El tipo con los piratas de
Grateful Dead. El bueno de Bruce. Pero esa forma de ser fatiga después de
segundo de carrera. Envejece, de la misma forma que envejeces tú. No
mejora, como tu escritura. ¿Sabes una cosa más? —Avancé un paso, de
forma que nuestros pies casi se tocaron—. Nunca vas a terminar la tesina.
Y siempre vas a vivir en Nueva Jersey.
Bruce estaba pasmado. Boquiabierto, literalmente. No le favorecía,
teniendo en cuenta su barbilla huidiza y la red de arrugas alrededor de los
ojos.
La novieta me miró.
—Déjanos en paz —dijo con voz chillona.
Mis nuevos zapatos Manolo Blahnik me concedían siete centímetros
más, y me sentía como una amazona, poderosa, indiferente a esa cosilla
insignificante que apenas me llegaba a los hombros.
La miré como diciendo «cierra el pico y deja hablar a la gente
inteligente», técnica que había perfeccionado durante años con mis
hermanos. Me pregunté si alguna vez habría oído hablar de las pinzas para
depilar, Claro que, a juzgar por el modo en que me miraba, tal vez se
estaba preguntando si yo había oído hablar alguna vez de las dietas..., o
del control de natalidad. Descubrí que me importaba un pimiento.
—Creo que no estaba hablando contigo —dije, y tomé prestada una
frase de la Marcha «Recupera la noche», fechada hacia 1989—. No creo en
culpar a la víctima.
Eso devolvió a Bruce a la realidad. Apretó la mano de la chica con
más fuerza.
—Déjala en paz —dijo.
—Oh, Jesús —suspiré—. Como si os estuviera haciendo algo a
cualquiera de los dos. Para tu información —dije a la novieta—, le escribí
una carta cuando descubrí que estaba embarazada. Una sola carta. Y no
volveré a hacerlo. Tengo dinero por un tubo, y un empleo mejor que el de
él, por si se olvidó decírtelo cuando te contó nuestra historia, y me va a ir
de coña. Espero que seáis muy felices juntos. —Recogí a Nifkin, agité mi
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QUINTA PARTE:
Joy
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Capítulo 18
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Capítulo 18
Cuando abrí los ojos, estaba bajo el agua. ¿En una piscina? ¿En el lago
de un campamento de verano? ¿En el mar? No estaba segura. Veía la luz
sobre mí, filtrada a través del agua, y notaba el tirón de lo que había
debajo, las profundidades oscuras que no podía distinguir.
Había pasado casi toda mi vida nadando con mi madre, pero fue mi
padre quien me enseñó a nadar, cuando era pequeña. Había tirado un
dólar de plata al agua, y yo lo había seguido, aprendido a contener la
respiración, a hundirme más de lo que creía posible, a propulsarme hacia
la superficie. «Húndete o nada», decía mi padre cuando emergía con las
manos vacías, escupiendo y quejándome de que no podía. Húndete o
nada. Y volvía a sumergirme. Quería el dólar de plata, pero más que nada,
quería complacerle.
Mi padre. ¿Estaba aquí? Di la vuelta frenéticamente, chapoteé,
intenté izarme hacia el origen de la luz, pero me estaba mareando. Me
costaba seguir chapoteando, me costaba flotar, y notaba que el fondo del
mar tiraba de mí, y pensé que sería estupendo dejar de moverme,
hundirme hasta el fondo, en el lodo blando formado por millares de
conchas trituradas, dormir...
Húndete o nada. Vive o muere.
Oí una voz, procedente de la superficie.
¿Cómo te llamas?
Déjame en paz, pensé. Estoy cansada, muy cansada.
Notaba que la oscuridad tiraba de mí, y anhelaba abandonarme.
¿Cómo te llamas?
Abrí los ojos, los entorné a causa de la brillante luz blanca.
Cannie, murmuré. Soy Cannie, déjame en paz.
Quédate con nosotros, Cannie, dijo la voz.
Negué con la cabeza. No quería estar aquí, fuera donde fuera. Quería
volver al agua, donde era invisible, donde era libre. Quería ir a nadar otra
vez. Cerré los ojos. El dólar de plata centelleó a la luz del sol, describió un
arco en el aire, se hundió en el agua, y yo lo seguí hasta el fondo.
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¿Cannie?
Gemí como si despertara del sueño más delicioso y abrí los ojos de
nuevo.
Aprieta mi mano si puedes oírme, Cannie.
La estreché sin apenas fuerzas. Oí voces sobre mí, oí algo acerca del
grupo sanguíneo, algo acerca del monitor fetal. ¿Era esto el sueño, y la
chica de la cama era real? ¿O el agua? Quizá había ido a nadar, quizá
había ido demasiado lejos, me había cansado, quizá me estaba ahogando
en este preciso momento, y la imagen de mi cama era algo que mi
cerebro había improvisado como postrera diversión.
¿Cannie?, repitió la voz, casi al borde de la histeria. ¡Quédate con
nosotros!
Pero yo no quería estar allí. Quería volver a la cama.
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En inglés, «alegría, gozo». (N. del T.)
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—Da igual —repliqué—. Yo creo que sí, y espero que esa puta
estúpida también.
Mi madre estaba asombrada.
—Cannie...
—Cannie ¿qué? ¿Crees que voy a perdonarlos? Nunca los perdonaré.
Mi bebé casi murió, yo casi morí, nunca tendré más hijos, y ahora, sólo
porque lo sienten, ¿hay que olvidarlo todo? Nunca los perdonaré. Nunca.
Mi madre suspiró.
—Cannie —dijo con dulzura.
—¡No puedo creer que te pongas de su parte! —chillé.
—No me pongo de su lado, Cannie, claro que no. Estoy de tu parte.
Pero creo que no es sano para ti estar tan furiosa.
—Joy casi murió.
—Pero no lo hizo. No murió. Se pondrá bien...
—No lo sabes —repliqué con furia.
—Cannie, le falta peso, y sus pulmones están poco desarrollados...
—¡Se quedó sin oxígeno! ¿No lo oíste? ¡Se quedó sin oxígeno! ¡Podría
tener infinidad de problemas!
—Se parece a ti cuando naciste —dijo mi madre, impaciente—. Se
pondrá bien. Lo sé.
—¡Ni siquiera sabías que eras gay hasta cumplir los cincuenta y seis
años! —grité—. ¿Cómo voy a creer que sepas algo?
Señalé la puerta.
—Vete —dije, y me puse a llorar.
Mi madre meneó la cabeza.
—No pienso irme —dijo—. Habla conmigo.
—¿Qué quieres oír? —dije, mientras intentaba secarme la cara y
hablar con voz normal—. La nueva novia del capullo de mi ex novio me
empujó, y mi hija casi murió...
Pero el meollo del asunto, aquello que no me decidía a reconocer, era
que le había fallado a Joy. No había logrado ser lo bastante buena, lo
bastante guapa, lo bastante delgada, lo bastante adorable, para retener a
mi padre. O a Bruce. Y ahora, no había logrado proteger a mi hija.
Mi madre se acercó de nuevo y me abrazó.
—No me la merecía —lloré—. No supe protegerla, dejé que se
expusiera al peligro...
—¿De dónde has sacado esa idea? —susurró en mi pelo—. Fue un
accidente, Cannie. No fue culpa tuya. Vas a ser una madre maravillosa.
—Si tan fantástica soy, ¿por qué no me quiso? —lloré, aunque no
sabía muy bien de quién estaba hablando. ¿De Bruce? ¿De mi padre?—.
¿Qué me pasa?
Mi madre se levantó. Vi que miraba el reloj de pared. Ella captó mi
mirada. Se mordió el labio.
—Lo siento —dijo en voz baja—, pero he de irme unos minutos.
Me sequé los ojos para ganar tiempo, para intentar procesar lo que
me había dicho.
—Has de...
—He de recoger a Tanya en su clase de educación continuada.
—¿Qué pasa, Tanya ha olvidado cómo se conduce?
—Tiene el coche en el taller.
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Carraspeó.
—¿Demasiada información? —pregunté entre sollozos.
Negó con la cabeza.
—En absoluto —dijo—. Puedes hablarme sobre todo lo que quieras.
La bolsa de lona negra saltó de su regazo. Me pareció tan divertido
que casi sonreí, pero era como si mi cara hubiera olvidado la técnica.
—¿Llevas una máquina de movimiento perpetuo en la bolsa, o es que
se alegra de verme?
El doctor K. echó un vistazo a la puerta cerrada. Después se inclinó
hacia mí.
—Era peligroso —susurró—, pero pensé...
Dejó la bolsa sobre la cama y abrió la cremallera. Asomó el morro de
Nifkin, seguido por las puntas de sus orejas, y después, enseguida, todo su
cuerpo.
—¡Nifkin! —exclamé, mientras el animal se acomodaba sobre mi
pecho y procedía a lamerme toda la cara. El doctor K. le sujetaba, para
alejarle de mis diversos tubos y conexiones.
—¿Cómo conseguiste...? ¿Dónde estaba?
—Con tu amiga Samantha. Está esperando fuera.
—Gracias —dije, a sabiendas de que las palabras eran incapaces de
expresar la felicidad que me había deparado—. Muchísimas gracias.
—Ningún problema —dijo el doctor—. Mira... Hemos estado
practicando. —Levantó a Nifkin y lo dejó en el suelo—. ¿Lo ves?
Me apoyé sobre los codos y asentí.
—Nifkin... ¡SIÉNTATE! —dijo el doctor K., con una voz tan profunda y
autoritaria como la de James Earl Jones anunciando al mundo que esto
es... la CNN. El trasero de Nifkin besó el linóleo a la velocidad del rayo, y
meneó la cola a triple velocidad de la habitual—. Nifkin... ¡TÚMBATE! —Y
Nifkin se aplastó contra el suelo, en tanto miraba al doctor K. con ojos
centelleantes y su lengua rosada colgaba mientras jadeaba—. Y ahora,
nuestro acto final... ¡EL MUERTO!
Nifkin se derrumbó de costado, como si le hubieran disparado.
—Increíble —dije. Era cierto.
—Aprende rápido —dijo el doctor K., al tiempo que metía el perro
dentro de la bolsa. Se inclinó hacia mí—. Ánimo, Cannie —dijo, y apoyó
una mano sobre la mía.
Salió, y entró Samantha, que corrió hacia mi cama. Iba vestida de
abogada: traje negro, botas de tacón alto, maletín de color caramelo en
una mano y las gafas de sol y las llaves del coche en la otra.
—Cannie —dijo—. He venido...
—... en cuanto te has enterado —terminé.
—¿Cómo te encuentras? ¿Cómo está la niña?
—Yo me encuentro bien, y la niña... Bien, está en la unidad de
cuidados intensivos. Hay que esperar.
Samantha suspiró. Cerré los ojos. De repente, me sentí agotada por
completo. Y hambrienta.
Me incorporé, y puse otra almohada bajo mi espalda.
—Eh, ¿qué hora es? ¿Cuándo se come aquí? No llevarás un plátano en
el bolso, o algo por el estilo, ¿verdad?
Samantha se puso en pie, agradecida de poder hacer algo, supuse.
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Tres días después, Joy respiró por primera vez sin respirador artificial.
Y me dejaron sostenerla por fin, levantar su cuerpecito de dos kilos y
medio y acunarla, acariciar sus manos, cada uña imposiblemente perfecta
y diminuta. Se agarró con fuerza a mi dedo con los suyos. Noté los huesos,
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barra de protección labial y una caja de cerillas del Star Bar parecían
reliquias de otra vida. Estaba tanteando en busca de las llaves, cuando
Lucy introdujo su llave en la puerta del primer piso.
—Yo no vivo aquí —dije.
—Ahora sí —contestó Lucy. Me dedicó una amplia sonrisa. Mi madre y
Tanya también.
Atravesé cojeando el umbral y parpadeé.
El apartamento (gemelo del mío del tercer piso, todo madera oscura y
apliques años setenta) había sido transformado. La luz del sol entraba a
chorros por unas ventanas que antes no existían, y se reflejaba en los
suelos de arce prístinos y pulidos que no lo eran cuando había visto por
última vez el piso.
Entré con paso lento en la cocina, moviéndome como si estuviera
bajo el agua. Armaritos nuevos de color miel. En la sala de estar había un
sofá y confidente nuevos, mullidos y cómodos, tapizados en algodón
amarillo crema, bonitos pero robustos, recuerdo haber dicho a Maxi,
mientras le enseñaba las cosas que me gustaban del último número de
Martha Stewart Living, una tarde perezosa. Una bonita alfombra tejida en
granate, azul oscuro y oro cubría el suelo. Había un televisor de pantalla
plana y un nuevo estéreo en el rincón, y montones de libros infantiles en
las estanterías.
Lucy casi bailaba de pura alegría.
—¿A que es increíble, Cannie? ¿No es asombroso?
—No sé qué decir —dije, mientras avanzaba por el pasillo.
El cuarto de baño estaba irreconocible. El papel pintado color pastel
que se remontaba a la época de la administración Carter, el feo tocador de
madera oscura, los baratos apliques de acero inoxidable y el retrete
agrietado, todo había desaparecido. Todo era de azulejos blancos, con
pinceladas doradas y azul marino. La bañera era de burbujas, con dos
duchas, por si quería bañarme acompañada. Había armaritos nuevos con
espejos, lirios en un jarrón, una profusión de las toallas más esponjosas
que había visto jamás, en un toallero nuevo de trinca. Una bañerita blanca
para bebés descansaba sobre una repisa, junto con un surtido de juguetes
de baño, esponjitas cortadas en forma de animales, y una familia de
patitos de goma.
—¡Ya verás la habitación de la niña! —graznó Lucy.
Las paredes estaban pintadas de amarillo limón, como yo había hecho
arriba, y reconocí la cuna que el doctor K. había montado, pero los demás
muebles eran nuevos. Vi un cambiabebés muy adornado, una cómoda,
una mecedora de madera blanca. «Antigüedades», jadeó Tanya, mientras
pasaba un grueso dedo sobre la madera curva, pintada de un rosa muy
tenue. Había ilustraciones enmarcadas en las paredes: una sirena
nadando en el mar, un velero, elefantes que desfilaban de dos en dos. Y
en un rincón había lo que parecían los juguetes más pequeños del mundo.
Estaban todos los juguetes que yo había visto, más algunos que no. Un
juego de bloques para construir edificios. Sonajeros. Pelotas. Juguetes que
hablaban, ladraban o lloraban cuando los apretabas o tirabas de sus
cordones. El mismo caballito mecedor que había visto en Santa Mónica
dos meses antes. Todo.
Me hundí poco a poco en el confidente de algodón amarillo, bajo el
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Mayo dio paso a junio, y todos mis días giraban en torno a Joy. Iba al
hospital a primera hora de la mañana, recorría a pie las treinta manzanas
que distaba el Hospital de Niños de Filadelfia en cuanto salía el sol. Con
bata, mascarilla y guantes me sentaba a su lado en la mecedora
esterilizada de la Unidad de Cuidados Intensivos de Neonatos, sostenía su
manita, rozaba sus labios con las yemas de los dedos, cantaba las
canciones que habíamos bailado meses antes. Eran los únicos momentos
en que no sentía la rabia que me consumía. Las únicas veces que podía
respirar.
Y cuando notaba que volvía la rabia, cuando sentía un ahogo en el
pecho y mis manos deseaban golpear algo, me iba. Marchaba a casa para
pasear de un lado a otro y extraer leche de mis pechos, para limpiar y
restregar suelos y encimeras que ya había limpiado y restregado el día
anterior. Daba largos y furiosos paseos por la ciudad, con mi tobillo
embutido en un yeso cada vez más mugriento, cruzaba los semáforos en
ámbar y lanzaba miradas siniestras a cualquier coche que osaba avanzar
unos centímetros.
Me acostumbré a la vocecilla de mi cabeza, la del aeropuerto, la que
había flotado hasta el techo y presenciado mi ataque de rabia contra
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Capítulo 19
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«No encuentro una forma sencilla de decírtelo —ha escrito—, así que
lo diré sin más. Estoy embarazada.»
—No creo —dije, en voz tan alta que los sin techo dispersos por la
calle se detuvieron y miraron. No creo. Un hombre. Un hombre me habría
llamado. ¡Habría enviado una postal, como mínimo! Devolví mi atención a
la página.
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Aquella tarde caminé horas y horas, hasta que las calles, las aceras y
los edificios se convirtieron en una mancha gris. Recuerdo que compré
una limonada en algún sitio, y unas horas después paré en una estación
de autobús para mear, y recuerdo que, en un momento dado, el tobillo
que había llevado enyesado empezó a doler. No hice caso. Seguí andando.
Caminé hacia el sur, luego hacia el este, atravesé barrios desconocidos,
pisé vías de tranvía, pasé ante farmacias apagadas, fábricas
abandonadas, la curva lenta y nauseabunda del Schuylkill. Pensé que,
quizá, seguiría andando hasta Nueva Jersey. «Mira», diría, parada en el
vestíbulo del edificio de apartamentos de Bruce como un fantasma, como
un pensamiento culpable, como una herida antigua que hubiera empezado
a sangrar de repente. «Mira en qué me he convertido.»
Caminé y caminé, hasta que sentí algo extraño, una sensación
desconocida. Un dolor en el pie. Bajé la vista, levanté el pie izquierdo y
observé confusa que la suela se desprendía poco a poco de la mugrienta
zapatilla y caía al suelo.
Un tipo sentado en la entrada de una casa de la acera de enfrente se
puso a reír.
—¡Eh! —gritó, mientras yo paseaba la mirada entre el zapato y la
suela, como idiotizada, intentando extraer alguna conclusión—. ¡La nena
necesita un par de zapatos nuevos!
Mi nena necesita un par de pulmones nuevos, pensé, en tanto
paseaba la vista a mi alrededor. ¿Dónde estoy? No conocía el barrio. No
me sonaban los nombres de las calles. Y estaba oscuro. Consulté mi reloj.
Las ocho y media, y por un momento no supe si era de día o de noche.
Estaba sudada, sucia y agotada..., y perdida.
Registré mis bolsillos en busca de respuestas, o al menos de dinero
para un taxi. Encontré un billete de cinco dólares, algo de calderilla y
diversos hilos.
Busqué un punto de orientación, una cabina telefónica, algo.
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estadio, los rascacielos, la lejana torre blanca del edificio del Examiner. Y
después, vi la oficina de Trastornos Alimentarios de la Universidad de
Filadelfia, donde había ido un millón de años antes. Cuando lo único que
me preocupaba era no estar delgada.
Encuéntrate, pensé, y tiré del cordón de parada con tanta fuerza, que
por un momento pensé que lo había arrancado. Subí en ascensor hasta la
séptima planta, pensando que encontraría todas las luces apagadas y las
puertas cerradas con llave, mientras me preguntaba por qué me tomaba
la molestia.
Pero su luz estaba encendida, y la puerta abierta.
—¡Cannie! —dijo el doctor K., sonriente. Sonriente hasta que se
levantó, rodeó el escritorio y percibió mi hedor. Y me miró de cerca.
—Soy un éxito —dije, e intenté sonreír—. ¡Mírame! ¡Veinte kilos de
sebo perdidos en un mes! —Me pasé una mano sobre los ojos—. Estoy
delgada —dije, y me puse a llorar—. Sí, yo.
—Siéntate —dijo, y cerró la puerta.
Pasó un brazo alrededor de mis hombros y me guió hasta el sofá,
donde me senté, sorbiendo por la nariz y patética.
—Dios mío, Cannie, ¿qué te ha pasado?
—Fui a dar un paseo —empecé. Sentía la lengua hinchada y como
cubierta de sarro, y los labios agrietados—. Me perdí —dije. Hablaba con
voz extraña y ronca—. Fui a dar un paseo, y me extravié. Ahora intento
encontrarme.
Apoyó una mano sobre mi cabeza y la acarició con dulzura.
—Deja que te acompañe a casa.
Dejé que me guiara hasta el ascensor, y luego hasta su coche.
Mientras salíamos, se paró en una máquina dispensadora y compró una
lata fría de Coca-Cola. La agarré sin preguntar y me la zampé toda. Él no
pronunció palabra, ni siquiera cuando eructé ruidosamente. Paró en un
súper y salió con una botella de agua y un polo de naranja.
—Gracias —grazné—, eres muy amable.
Bebí el agua y chupé el polo.
—Llevo unos días intentando localizarte —dijo—. En casa y en el
trabajo.
—Estoy muy ocupada —recité.
—¿Joy ya está en casa?
Negué con la cabeza.
Me miró.
—¿Te encuentras bien?
—Ocupada —volví a graznar. Me dolían las tetas. Bajé la vista y no me
sorprendió ver dos manchas circulares debajo de la V de sudor que
empezaba en la clavícula.
—¿Ocupada en qué? —preguntó.
Cerré la boca. No había pensado en continuar el diálogo después de
«ocupada».
En un semáforo, me miró y escrutó mi rostro.
—¿Te encuentras bien?
Me encogí de hombros. El coche de detrás tocó la bocina, pero él no
se movió.
—Cannie —dijo con voz cariñosa. Una sola lágrima resbaló por mi
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bien.
Carraspeó. Imaginé que era como una señal para irme. Debía de
tener planes para la noche. Hasta una cita, tal vez. Me devané los sesos y
traté de recordar. ¿Qué día era? ¿Ya había llegado el fin de semana?
Bostecé, y el doctor K. me sonrió.
—Pareces muy cansada —dijo—. ¿Por qué no descansas un rato?
Su voz era cálida, relajante.
—Te gusta el té, no el café, ¿verdad? —Asentí—. Vuelvo enseguida.
Fue a la cocina y yo estiré mis piernas sobre el sofá, y cuando volvió
ya estaba medio dormida. Los párpados me pesaban. Bostecé, y traté de
incorporarme cuando me dio el tazón.
—¿Adonde ibas hoy? —preguntó.
Volví la cabeza, en busca de la manta colgada sobre el respaldo del
sofá.
—Sólo fui a dar un paseo. Supongo que me perdí, o algo por el estilo.
Pero estoy bien. No deberías preocuparte. Estoy bien.
—No lo estás —replicó; había irritación en su voz—. Eso es evidente.
Estás medio muerta de hambre, vagas por la ciudad sin rumbo, dejas tu
trabajo...
—Permiso —corregí—. Estoy de permiso por compasión.
—No debería avergonzarte pedir ayuda.
—No necesito ayuda —dije instintivamente. Porque ése era mi reflejo
condicionado desde la adolescencia, alimentado con los años. Estoy bien.
Puedo arreglármelas. Estoy bien—. Lo tengo todo controlado. Estoy bien.
Estamos bien. Yo y mi hija. Estamos bien.
Meneó la cabeza.
—¿Cómo vas a estar bien? No eres feliz...
—¿Por qué debería ser feliz?
—Tienes una niña hermosa...
—Sí, pero no gracias a los demás.
Me miró. Yo le devolví la mirada, furiosa. Después, dejé el té y me
levanté.
—Debo irme.
—Cannie...
Busqué mis calcetines y los zapatos sujetos con cinta adhesiva.
—¿Puedes llevarme a casa?
Parecía afligido.
—Lo siento... No quería que te enfadaras.
—No me he enfadado. No estoy enfadada. Pero quiero ir a casa.
Suspiró, y luego se miró los pies.
—Yo pensaba... —musitó.
—¿Pensabas qué?
—Nada.
—¿Pensabas qué? —repetí, con más insistencia.
—Era una mala idea.
—¿Pensabas qué? —repetí, en un tono que no aceptaba el no como
respuesta.
—Pensaba que si venías aquí, te relajarías. —Meneó la cabeza, como
estupefacto por sus esperanzas, sus suposiciones—. Pensaba que quizá
querrías hablar de cosas...
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—No hay nada de qué hablar —dije, pero con más dulzura. Me había
dado cena, ropa limpia, un polo de naranja, me había acompañado en
coche—. Estoy bien. De veras.
Nos quedamos en silencio unos momentos, y algo pasó entre
nosotros, la tensión se apaciguó. Sentí las ampollas de mis pies, las
mejillas tensas y doloridas por el sol. Sentí el algodón delgado y fresco de
su camiseta en mi espalda, y lo agradable que era, y mi estómago lleno de
buena comida, y lo agradable que era. Y sentí mis pechos, aquejados de
un dolor sordo.
—Eh, ¿no tendrás un sacaleches por casualidad? —pregunté. Mi
primer intento de bromear desde que había despertado en el hospital.
Negó con la cabeza.
—¿Ayudaría un poco de hielo? —preguntó.
Asentí y volví a sentarme en el sofá, adonde me trajo hielo envuelto
en una toalla. Le di la espalda y me puse el hielo debajo de la camiseta.
—¿Cómo está Nifkin? —preguntó.
Cerré los ojos.
—Está con mi madre —murmuré—. Lo envié con ella una temporada.
—Bien, que no se prolongue demasiado. Olvidará sus trucos. —Tomó
un sorbo de té—. Iba a enseñarle a hablar, si hubiéramos pasado más
tiempo juntos.
Asentí. Me volvían a pesar los párpados.
—Tal vez en otro momento —dijo. Mantenía los ojos cortesmente
apartados, mientras yo iba moviendo el hielo—. Me gustaría volver a ver a
Nifkin. —Hizo una pausa y carraspeó—. También me gustaría verte a ti,
Cannie.
Le miré.
—¿Por qué? —Una pregunta grosera, lo sabía, pero tenía la sensación
de que me había desprendido de los buenos modales..., de todos, en
realidad—. ¿Por qué yo?
—Porque te aprecio.
—¿Por qué?
—Porque eres... —Se interrumpió. Cuando le miré, estaba moviendo
las manos en el aire, como si intentara esculpir frases en el aire—. Eres
especial.
Negué con la cabeza.
—Lo eres.
Especial, pensé. Yo no me sentía especial. En realidad, me sentía
ridicula. Me sentía como un fantoche, una llorica, un monstruo. ¿Qué
aspecto debo de tener?, me pregunté. Me imaginé en la calle aquella
noche, con mi zapato descuajaringado, sudorosa y mugrienta, los pechos
rezumando leche. Deberían tomar una foto, colocar mi cartel en todos los
institutos, clavarlo con chinchetas en las librerías junto a las novelas de
Harlequin y los libros de autoayuda acerca de encontrar a tu alma gemela,
el compañero de tu vida, tu verdadero amor. Podría convertirme en una
advertencia. Podría conseguir que las chicas eludieran mi destino.
Debí de adormecerme en aquel momento, porque cuando desperté
con un sobresalto, con la mejilla apoyada sobre la manta y la toalla llena
de hielo fundiéndose en mi regazo, estaba sentado delante de mí.
Se había quitado las gafas, y sus ojos eran bondadosos.
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—Cannie —repitió.
Abrí los ojos.
—No ha de ser así.
Le miré en la oscuridad.
—¿De qué otra forma podría ser?
Se inclinó hacia adelante y me besó.
Me besó, y al principio me quedé demasiado sorprendida para hacer
algo, demasiado sorprendida para moverme, demasiado sorprendida para
hacer otra cosa que continuar sentada, muy quieta, cuando sus labios
tocaron los míos.
Apartó la cabeza.
—Lo siento —dijo.
Me incliné hacia él.
—Suelos de madera dura —susurré, y me di cuenta de que le estaba
tomando el pelo, y de que estaba sonriendo, y de que hacía mucho tiempo
que no sonreía.
—Te daré lo que pueda —dijo, y me miró de una manera indicadora
de que, oh, milagro de los milagros, se lo estaba tomando muy en serio. Y
después, me volvió a besar, subió las sábanas hasta mi barbilla, apoyó su
mano cálida sobre mi frente y salió de la habitación.
Oí que la puerta se cerraba, y que acomodaba su cuerpo larguirucho
en el sofá. Escuché hasta que apagó las luces y su respiración se hizo
profunda y regular. Escuché, con las sábanas apretadas contra mi cuerpo,
atesorando la sensación de estar protegida, de que alguien cuidaba de mí.
Y entonces pensé con claridad, por primera vez desde que Joy había
nacido. Decidí, en aquella cama extraña, en la oscuridad, que podía seguir
asustada eternamente, que podía seguir paseando, que podía cargar con
mi rabia a todas partes, concentrada en mi pecho. Pero tal vez existía otra
forma. «Tienes todo lo que necesitas», había dicho mi madre. Y, tal vez,
todo lo que necesitaba era la valentía de admitir que necesitaba a alguien
en quien apoyarme. Y después sería capaz de hacerlo: podría ser una
buena hija, y una buena madre. Y hasta feliz. Quizá.
Bajé de la cama. Sentí la frialdad del suelo bajo mis pies. Avancé con
cautela a oscuras, salí de la habitación, cerré la puerta a mi espalda. Me
acerqué al sofá, donde él se había quedado dormido con un libro que
estaba resbalando de sus dedos. Me senté en el suelo a su lado y me
acerqué tanto, que mis labios casi tocaron su frente. Después, cerré los
ojos, respiré hondo y me lancé al vacío.
—Socorro —susurré.
Abrió los ojos al instante, como si no estuviera dormido, sino
esperando, y tocó mi mejilla.
—Socorro —repetí, como si fuera una niña, como si acabara de
aprender esta palabra y no pudiera cesar de repetirla—. Ayúdame.
Socorro.
Dos semanas después, Joy fue a casa. Tenía ocho semanas, pesaba
tres kilos y medio, y respiraba, por fin, sin ayuda.
—Todo irá bien —dijeron las enfermeras. Pero yo aún no había
decidido que estaba preparada para ser la de siempre. Estaba demasiado
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yo empujando, Peter a mi lado. La luz del sol era como miel sobre mis
hombros, y mi cabello brillaba.
—Gracias —dije. Se encogió de hombros, como violento.
—Me alegro de que te guste —contestó.
Anduvimos sobre el paseo de tablas, unos veinte minutos en una
dirección, otros veinte minutos en la otra, porque había decidido que no
quería que Joy pasara más de una hora fuera de casa. Sólo que el aire
salado no parecía molestarla. Se había quedado dormida como un tronco,
con la boquita relajada, la cinta rosa algo suelta y el fino cabello castaño
rizado alrededor de sus mejillas. Me incliné para oírla respirar, y para
echar un vistazo al pañal. Ningún problema.
Peter volvió a mi lado con una manta en los brazos.
—¿Quieres sentarte en la playa? —preguntó.
Asentí. Desdoblamos la manta, desaté a Joy, caminamos hasta el
agua y nos sentamos, contemplando las olas que rompían. Hundí los
dedos de los pies en la arena caliente y escudriñé la espuma blanca, las
profundidades verdeazuladas, el borde negro del océano cuando se
encontraba con el horizonte, y pensé en todo lo que no podía ver:
tiburones, caballitos y estrellas de mar, las ballenas que se cantaban unas
a otras, vidas secretas que nunca conocería.
Peter pasó otra manta sobre mis hombros, y dejó apoyadas sus
manos unos segundos.
—Cannie —empezó—, quiero decirte algo.
Le dirigí lo que supuse una sonrisa de aliento.
—El día aquel en Kelly Drive, cuando Samantha y tú estabais
paseando... —dijo, y carraspeó.
—Me acuerdo. Sigue.
—Bien, yo, eeeeh... no suelo correr.
Le miré, confusa.
—Es que.., bien, recuerdo que dijiste en clase que ibas a dar paseos
en bicicleta y a pie por allí, y pensaba que no podía llamarte...
—¿Y te pusiste a correr?
—Cada día —confesó—. Mañana y noche, y a veces a la hora de
comer. Hasta que te vi.
Me dejó sorprendida el alcance de su devoción, a sabiendas de que
en mi caso, por más que, deseara ver a la otra persona, no sería suficiente
para animarme a correr.
—Yo, humm, tengo las espinillas hechas trizas ahora —musitó, y yo
estallé en carcajadas.
—¡Bien merecido! Podrías haberme llamado...
—Pero no podía. Para empezar, eras una paciente...
—Era una paciente.
—Y estabas, humm...
—Embarazada de otro hombre —terminé.
—¡Eras indiferente! —exclamó—. ¡Indiferente por completo! ¡Eso era
lo peor! Allí estaba yo, soñando contigo, con las espinillas entablilladas...
Reí otra vez.
—Para empezar, estabas triste por Bruce, que hasta yo sabía que no
te convenía...
—No eras muy objetivo —repuse, pero aún no había terminado.
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Cuando tenía doce años descubrí que era gorda. Mi padre me lo dijo,
señalando la parte interior de mis muslos y la parte inferior de mis brazos
con el mango de su raqueta de tenis. Recuerdo que habíamos estado
jugando, y yo estaba congestionada y sudorosa, contenta por mover el
cuerpo. Tendrás que vigilar eso, me dijo, y me dio unos golpecitos con el
mango, de manera que la carne superflua se agitó. A los hombres no les
gustan las mujeres gordas.
Y aunque esto resultó no ser cierto del todo (hubo hombres que me
quisieron, y gente que me respetó), cargué con estas palabras hasta la
edad adulta como una profecía, y veía el mundo a través del prisma de
mi cuerpo, y de la predicción de mi padre.
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Capítulo 20
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Palio bajo el que se celebran las bodas judías. (N. del T.)
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AGRADECIMIENTOS
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R: Bien sabe el Señor que no me senté ante mi portátil y dije: «Voy a escribir
una novela política que empujará a las mujeres a las barricadas y logrará
que la industria de las dietas se ponga de rodillas». Sólo quería contar una
historia extraída de mi propia experiencia, y con un final feliz (cuando la
estaba escribiendo, no estaba segura de que mi vida gozaría de un final
feliz, por lo cual quería estar muy segura de que mi heroína conseguiría lo
que ansiaba con tanta desesperación).
Además, sabía que terminar delgada no iría incluido en el lote del
final feliz de Cannie. Por otra parte, empecé a escribir en pleno escándalo
Lewinsky, que me irritó sobremanera. Había problemas de perjurio, de
infidelidad, de tratar a los empleados de una manera que habría
provocado el despido de cualquier director general, ¿y qué hacía nuestra
cultura? Chistes sobre gordas. Comentar que el presidente habría podido
traicionar a su esposa con una belleza más estereotipada. Decir cosas
horribles sobre el aspecto de Monica Lewinsky y Linda Tripp, y tratar los
problemas que yo consideraba fundamentales como si fueran irrelevantes.
Me enfureció... y me entristeció. Porque si eres alguien cuyo cuerpo se
parecía más al de Monica o al de Linda Tripp, el mensaje te llegaba claro y
fuerte: no vales nada. No mereces respeto, no mereces amor, ni siquiera
mereces ser deseada.
El mensaje no era intencionado, pero cuando terminé de escribir el
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R: Un momento, ¿qué dices? ¿Vamos a permitir que los hombres lean este
libro? De acuerdo. Lo siento... Supongo que los hombres pueden comprar
lo que les dé la gana. La verdad es que Bueno en la cama no tuvo lectores
previos. Lo escribí sola, en mi austero dormitorio, y no estaba segura de si
le interesaría a alguien. Cuando lo terminé, hice cuatro copias y envié tres
a varios agentes de Nueva York, cuyos nombres había visto en las
dedicatorias de libros que me habían gustado. Di la cuarta copia al
hombre que por aquel entonces era mi novio, y ahora mi marido. Él fue mi
primer lector. Me enviaba correos electrónicos o me llamaba todo el día
para decirme cuánto le gustaba, y siempre le preguntaba en qué página
estaba, porque quería localizar el momento exacto en que decidiría que yo
estaba loca, o era patética, y ya no quisiera volver a salir conmigo. Creo
que el segundo tío que lo leyó fue mi hermano Jake. Fue bastante violento.
Quería darle una versión expurgada, con todas las escenas de sexo
tachadas, pero creo que lo manejé bien. No paraba de repetirle: «¡Es
ficción! ¡No te preocupes! ¡Me lo he inventado todo!» En este momento
ignoro cómo reaccionarán frente al libro los hombres con los que no tengo
relación o piensan casarse conmigo. Espero que les aporte una visión de la
vida que no habían imaginado. Los hombres de nuestra cultura todavía
son juzgados por sus actos, sus éxitos y sus ingre-sos, mientras que las
mujeres todavía son juzgadas por sus cuerpos, sus rostros, o su éxito o
fracaso en conformarse a lo que el mundo dice que es «bello», y creo que
los hombres no cesan de sorprenderse y horrorizarse de lo dura que
puede ser la vida para las mujeres que no encajan en esas definiciones.
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JENNIFER WEINER BUENO EN LA CAMA
bondadosa Joanna Pulcini, pero nunca he oído decir a Joanna nada más
fuerte que «maldita sea». Además, los lectores deberían saber que el
resultado de introducir personas reales (aunque sólo sean fragmentos) en
tus novelas es que la gente se pone muy rara. Mi familia, por ejemplo.
«¡OH, NO!», exclamarán a pleno pulmón, «¡ES JEN! ¡NO HABLES CON
ELLA! ¡TE SACARÁ EN UN LIBRO!»
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R: No esperarás que desvele a mis favoritos... ¡es como pedir a una madre
que elija entre sus hijos! Pero ahí va: nunca me pierdo la nueva novela de
Susan Issacs, Andrew Vachss, John Irving y Nicholas Christopher. He
perdido la cuenta de las muchas veces que he releído Pearl, de Tabitha
King, y Oración por Owen Meany, de John Irving. Una buena banda sonora
debería incluir música de Liz Phair (Exile in Guyville y
Whitechocolatespaceegg), Emmylou Harris, Dar Williams? Richard
Thompson, bastante Ani DiFran-co y, por supuesto, Warren Zevon y Bruce
Springsteen.
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P: ¿Cómo crees que son tus lectores? ¿Qué desean de una novela?
Describe a tu lector ideal.
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NOTA DE LA AUTORA
Queridos lectores:
¡Saludos desde Filadelfia! Antes que nada, quiero daros las gracias
por leer Bueno en la cama. Espero que seguir la experiencia de Cannie os
haya divertido tanto como a mí crearla.
Quería informaros de que estoy trabajando con ahínco en mi nuevo
libro, la historia de dos hermanas sin nada en común y la abuela que
nunca han conocido. Se titula En su lugar, y será publicada la primavera
de 2003. No es una secuela de la historia que acabáis de leer, aunque
algunos personajes hacen apariciones especiales, de modo que gozaréis
de la oportunidad de ver dónde se encuentran Cannie, Peter, Nifkin y Joy
unos años más tarde.
Por fin, si queréis hacerme preguntas o comentarios (o si por algún
extraño motivo quisierais saber más de mi vida, o en qué estoy
trabajando..., o si queréis echar un vistazo a los primeros capítulos de En
su lugar), entrad en mi web, www.jenniferweiner.com, o escribidme algo
[email protected].
¡Una vez más, gracias por leer! Cuidaos,
JENNIFER WEINER.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
JENNIFER WEINER
Jennifer Agnes Weiner nació el 28 de Marzo de 1970 en la base de
la armada De Ridder en Louisiana. Es escritora de bestseller, a menudo
categorizados como chic-lit.
Se educó en Conneticut y estudió Inglés y escritura creativa en la
Universidad de Princeton. Jennifer, humoristicamente, se refiere a sí
misma como una paria de la prestigiosa tradición en escritura creativa de
Princeton. Después de la universidad ingresó como periodista en
practicas en el Centre Daily Times, el periódico diario del State College
de Pennsylvania. Después se transladó al Lexington Herald-Leader de
Kentucky. Mientras mantenía una columna sobre la Generación X, aterrizó en el Philadelphia
Inquirer como articulista, donde continúa contribuyendo ocasionalmente, así como en otras
populares revistas del país. Ella cree firmemente que su trabajo como periodista beneficia su
escritura de ficción y que tener un trabajo para un aspirante a escritor es mejor que un master
postgraduado en Bellas Artes.
Reside en la ciudad de Philadelphia con su marido, el abogado Adam Bonin, su hija
Lucy y su perro Wendell.
Weiner es la autora de cuatro novelas y de una colección de relatos. En orden de
publicación: Good in Bed, In Her Shoes, Little Earthquakes, Goodnight Nobody, The Guy Not
Taken. Su obra In Her Shoes fue adaptada al cine en el 2005, interpretada por Cameron Diaz
y Toni Collette. Good in Bed y Little Earthquakes están también en proyecto de ser filmadas.
Las novelas de Jennifer, especialmente la primera, son semi-autobiográficas, y a
menudo están ambientadas en Philadelphia y centradas en caracteres femeninos que tienen
una talla "super-extra".
BUENO EN LA CAMA
A los 28 años, Cannie Shapiro cree que su vida ha sido razonablemente feliz. Es una
periodista de reconocido talento, a quien sus amigos consideran divertida e independiente.
Quizá demasiado agobiada por sus eternos problemas de peso y los constantes conflictos con
los hombres, está siempre dispuesta a ver el lado cómico de las cosas y es capaz de reaccionar
con ironía frente a las situaciones más difíciles.
Ese sentido del humor le permite aceptar con filosofía la separación temporal que,
después de tres años de relación, le propone su novio Bruce.Pero cuando ojea la revista
femenina de moda y descubre un texto firmado por su anterior pareja, se siente destrozada por
un artículo que considera una humillación pública.
En su artículo, Bruce no solamente describe con todo detalle aspectos muy íntimos de
su vida sexual, también se refiere claramente a las inseguridades de Cannie y a su constante
batalla contra la báscula.Herida y con la autoestima por los suelos, buscará consuelo en la
ginebra y refugio en el afecto inquebrantable de su perro Nifkin.
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Pero Niflkin sólo puede ladrar para consolarle y las consecuencias de la ginebra no son
lo que se dice muy recomendables. Así que Cannie decidirá que ha llegado el momento de dar
un giro a su vida. ¿Hacia dónde?
Cuando una chica como Cannie se propone cambiar, las consecuencias son siempre
imprevisibles.
«Una historia original, ágil y divertida. Una lectura obligada para las mujeres que están
preocupadas por conseguir la silueta ideal o conocen a alguien que lo está».
Publishers Weekly.
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