Introducción - Francisco Acuña - Gallinal
Introducción - Francisco Acuña - Gallinal
Introducción - Francisco Acuña - Gallinal
Poético. Claudio García & Cía., Editores, Montevideo, 1944, pp. VII-LXVIII.
PRÓLOGO
1
destino, no se ha creído necesario hacer una edición crítica, depurando los
textos.
I
El Hombre
Sin formular juicios temerarios, cabe concluir que fue don Jacinto, típico
representante de la clase burocrática, de una pequeña burguesía que fue y sigue
siendo la más orgánicamente conservadora de la ciudad. De las filas de la gran
burguesía surge con mayor facilidad el ejemplar humano espoleado por la
ambición desmedida de gloria, de dominio o de fortuna, y dispuesto para
lograrla a jugar su suerte en riesgosas aventuras, rompiendo los cuadros de las
clasificaciones sociales. Esta clase cuyo destino es el de adaptarse siempre, es un
canevas gris y uniforme que soporta, oculto, los tejidos caprichosos de la historia
política y militar. Tiene, como todas las clases sociales, vicios y virtudes. Con su
resignación rutinaria, aseguró la relativa estabilidad administrativa de jóvenes
Estados en permanente revuelta.
2
banderas españolas: cayó acribillado de catorce heridas de sable, bayoneta y
bala. En el “Diario Histórico” se relata el episodio.
3
Ni amargo ni escaso fue para nuestro poeta el pan del ostracismo: bien es
verdad que no le dolía subir las escaleras ajenas.
4
“…en un alazán más lerdo
que el rocín de Don Quijote”.
5
trocado en austero predicador de virtud y de abstinencia. Acuña de Figueroa,
versificador de alma frívola, nacido para reír sin profundidad ni alardes
moralistas, de los aspectos feos o burlescos de la vita cuotidiana, pecador
siempre arrepentido, a medias, de sus pasadas culpas y propenso a las más
fáciles recaídas, tuvo que empuñar la lira de hierro y entonar la voz para
convertirse en rapsoda de épicas glorias que había visto desfilar a su lado sin
comprenderlas. Así vivió siempre, con el mea culpa en los labios.
6
“Campeón de Marte y de Venus”,
7
omnímodos, firmadas con un nombre de mujer que ocultaba en anagrama su
nombre y apellido y su título de autor del himno nacional, “por si acaso le
convenía justificar algún día que la composición era suya”. (4)
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La desconfianza de Ellauri tenía motivos serios. Figueroa había sido
colaborador del Defensor de las Leyes, diario oficial de la administración de
Oribe y había prodigado a este gobernante y a Rosas zalameros elogios,
atacando a Rivera y a su partido. Poeta adulón, deslizó Mitre adolescente en la
polémica que con él mantuvo en 1837 desde las columnas del Diario de la Tarde
y del Defensor, a propósito de la Malambrunada y otros temas literarios pero
con causas políticas más hondas. Los contendientes se vapulearon en prosa y en
verso y Mitre dio por muerto y sepultado a su rival, espetándole sarcásticos
epitafios del siguiente estilo:
Obra suya fue el himno cantado en la solemne función teatral con que
fue conmemorada esta batalla el 3 de diciembre de 1836 y una oda heroica
cargada de diatribas contra Rivera y su facción: “caudillo aleve”, “escándalo y
baldón del universo”, “vándalo” y “malvado”, eran los epítetos asestados
contra Rivera. Oribe era entonces el “virtuoso Oribe” y en las festividades del
Presidente sonaban siempre las estrofas de Figueroa. No faltan testimonios que
autoricen a inducir que en el bando oribista se consideró, por lo menos a fines
de 1837, dudosa la lealtad del poeta, con tanto exceso y en todos los tonos
voceada. Cuando el gobierno tambaleaba bajo el embate de la guerra civil,
Figueroa siguió publicando sus composiciones laudatorias. Con el seudónimo
Junio Bruto, uno de los muchos que usó, dio a la prensa con el título “El
Guardia Nacional” el romance ahora incluido con otro título en el tomo IV de
las “Obras Completas”. Se creyó en el caso de adjuntar una epístola en prosa en
la que se defiende contra imputaciones y díceres que se propalaban en la ciudad
y por la prensa; al parecer habían sido atacados los escritores que se escudaban
en el anónimo: se vituperaban sus tapujos y con frase pintoresca y popular se
les llamaba siete colores y manya con tutti; se acusaba a “las gentes de miedo, que
tienen siempre paracaídas a fin de caer de pie y nunca de cabeza”. Figueroa,
acusando el golpe recibido, pero sin bajar el embozo ni descubrir el rostro,
estampó esta jactancia: “Yo no temo ni contemporizo con el traidor Rivera,
porque jamás conseguirá triunfar y en tal caso abandonaría mi país; temo sí,
algunos encubiertos y pérfidos que andan entre nosotros enmascarados”.
9
Después de todo esto la conversión de Figueroa al bando triunfante de Rivera
aparece marcada con un timbre de impudor, que justifica el juicio de Ellauri.
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medida adoptada por el Gobierno desterrando a Rivera, para cortar las
negociaciones de paz que directamente había entablado con Oribe y que acaso
hubieran puesto término a la guerra con largos años de anticipación y regocijo
de muchísimos orientales, acaso la mayoría, de uno y otro bando. Acuña de
Figueroa pagó su deuda para con Rivera eludiendo la lucha y faltando a la
apasionada sesión de la Asamblea en la que Vega se batió gallardamente en
defensa de su jefe.
11
de nuestros abuelos: allí aparece en las tertulias de la antigua sociedad
montevideana, de gestos sencillos, y semipatriarcales, donde sus ocurrencias y
chistes eran festejados entre una y otra partida de mus o de báciga en las que
sentaba cátedra de maestro, mientras circulaba el mate de labrada plata o ardía
el braserillo con la bien provista y repujada salvilla de vista grata y
reconfortante aroma. Había alcanzado, si no la fama, una modesta gloriola,
confundida en la estimación casera, y en la propia, con la reputación de hombre
ingenioso y decidor, repentista incorregible, número obligado de toda
solemnidad cívica o social.
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Le puso ronquillo:
Usaba antiparras,
Tomaba polvillo
Y era con las damas
Atento y rendido,
No era su carácter
Adusto ni esquivo
Y así era de todos
Amado y bienquisto.
Contaba mil cuentos
Con sus ribetillos
Dejando lo exacto
Por lo divertido.
Formaba renglones
Largos y chiquitos
Que se le antojaban
Versos peregrinos.
No invocaba a Apolo
Por ser masculino
Y sólo a las Musas
Pedía su auxilio...“.
Fue, oficialmente, censor de teatros (6); pero era, sobre todo, el que al
siguiente día de la representación, divertía a la ciudad entera a costa de los
artistas malos de la escena o de los pintamonas de los telones de boca. En la
plaza de toros capitaneaba “a la afición”, dirigía los coros alegres o las
algaradas de protesta y su veredicto era inapelable. Se retiraba, al fin, rumiando
los versos sonoros de alguna Toraida romántica o de morrión, que prolongaría
la bullanga del redondel. Era también infaltable asistente a las riñas de gallos y
celebrador del cruel espectáculo.
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libertad, en cuyos altares no sacrificó un momento de su tranquilidad de
pequeño burgués conformista. Historiador en verso del Montevideo español,
discípulo de Prego de Oliver, alternó años adelante con los poetas de la patria y
con los publicistas de la primera generación romántica. Vivió los años del sitio
grande, y aún sobrevivió al desenlace de ese vasto drama político y social.
Único en esa vocación entrañable y exclusiva entre los hombres de su
generación, sólo aspiró a ser poeta. Poeta de circunstancias, algo así como un
periodista en verso, un rimador de crónicas que tenía su sitio reservado más
abajo del solemne editorial. Sólo al morir soltó su mano la pluma nunca ociosa.
II
La Obra
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aumentó con datos tomados de documentos, y con un prólogo en prosa escrito
en 1854. “Cuando cuarenta inviernos”, escribió en dicho prólogo, “han cubierto
y templado con su nieve el fuego de las rivalidades de la guerra de la
Independencia, se puede ya, con menos inconvenientes, evocar de los sepulcros
la sombra de los guerreros que en su olvido silencioso yacen: contar a los hijos y
a los nietos los timbres y proezas de sus mayores; a los vencedores y vencidos
ponerlos frente a frente, porque se han extinguido rencores, y con la voz de la
imparcialidad invocar su justicia”. Reivindica Figueroa como un mérito
personal el haber realizado un esfuerzo para colocarse en una posición
independiente para la distribución de méritos y loas. Sus invectivas más
apasionadas son contra los gobernantes porteños. Sería interesante, sin
embargo, no obstante el tono de sinceridad de sus protestas, el conocimiento de
la versión primera y auténtica del “Diario”, despojada de las enmiendas y
correcciones posteriores. El manuscrito original fue regalado por el poeta a la
esposa del general Rivera y más tarde adquirido por el contralmirante don
Miguel Lobo, durante su estada en Montevideo. Este emprendió en 1876 la
publicación del manuscrito, ponderándolo, en oposición al que poseía la
Biblioteca Nacional de Montevideo, y que sirvió para la edición de las obras
completas, como “producto genuino de una imaginación y de un corazón libres
aún por completo de toda prevención política, que no a otra cosa aspiraba sino
a narrar con fidelidad los hechos”. De la edición hecha por Lobo sólo conozco
un cuadernillo o fascículo que existe en la Biblioteca Nacional y salió a luz en la
“Imprenta de la Idea”. Cotejada con la de las “Obras Completas”, muestra sólo
numerosas correcciones de estilo y de minucias, y alguna anécdota
insignificante no recogida en la posterior versión. Gregorio F. Rodríguez ha
estampado en su “Historia de Alvear” noticias que el general Mitre hubo de
labios del poeta y consignó luego en papeles inéditos referentes a las
negociaciones de Vigodet con Artigas y Otorgués, durante el sitio de 1812-14.
Valiosas son ya las noticias que el Diario publicado contiene; pero estas
referencias verbales parecerían ir más allá. Es un motivo más para desear la
publicación de la versión primitiva. (7)
El autor dice que no concibió el plan de una epopeya sino “una narración
diaria de todos los acontecimientos de la guerra y de la política, grandes y
pequeños, para que pudiera servir con el tiempo de repertorio al historiador o
al poeta”. Por fortuna, esa decisión privó a nuestras letras de un enorme poema
en octavas reales de tediosa y mortal lectura. Tuvimos, en cambio, un Diario o
libro de memorias, a ratos divertido, útil para el conocimiento de los sucesos,
escrito con prolijo realismo y escrupulosa nimiedad y con gran variedad de
metros y de acentos. No llegó a conocimiento de Figueroa detalle vulgar o
prosaico, ni hecho de armas, no sucedió accidente de reír o llorar, que no
pusiera en verso con paciente minuciosidad. Salvó así del olvido un cúmulo de
noticias que hoy avaloran su obra y cuya narración hubiera desdeñado si, por
desgracia, hubiera calzado a su musa el trágico coturno. Sus fuentes de
información eran muchas y seguras, dada su posición personal en las oficinas
de Gobierno y el rango de su padre, quien intervenía en los detalles de la
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administración cotidiana y en las deliberaciones más secretas y trascendentales
de Gobierno. Claro que no todo lo que recogió en sus papeles es material de
histórica jerarquía. Abundan las minucias que apenas interesan a la crónica
municipal.
Día por día, en su oficina del Parque de Ingenieros, durante los años del
Sitio, Figueroa fue trasladando al verso, prolijamente, los episodios, aún los más
nimios, de la guerra y de la vida interna de la ciudad. Ligera y libre volaba la
pluma rasgueando el papel y dejando trazadas en él, no columnas de números
o párrafos de notas oficiales, sino las estrofas en que se volcaba la irrestañable
vena del joven poeta. Alguna vez el olvido de un borrador sobre la mesa de
trabajo denunciaba a los superiores en qué frívola tarea ocupaba el amanuense
sus ocios, y esta falta se agravaba por el satírico tono de las sorprendidas
anotaciones. Así, en octubre de 1812, quedó abandonada una elucubración
censurando a las autoridades de la plaza por haber albergado entre muros al
culpable de una sangrienta tropelía cometida en el campo sitiador. El mayor de
plaza y jefe de la oficina, Ponce de León, en cuyas manos cayó el manuscrito,
anotó despectivamente al margen: “disparate de poeta”. Pero, al volver al
siguiente día, encontró, como caído al azar, el papel, conteniendo una réplica,
venganza del festivo rimador:
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En las noches tranquilas, junto a las murallas, los pasos rítmicos de los
centinelas resonaban gravemente en el silencio, interrumpido sólo por el alerta
que se alargaba desde un puesto cercano, por el disparo de fusil de algún
soldado medroso que hacía fuego contra algún desertor que creía ver
descolgarse por el muro o contra algún bulto que crecía y se acercaba embozado
en la noche. Cuando la jornada había sido triste o luctuosa —al llegar la nueva
de San Lorenzo, en la noche que siguió al combate del Cerrito o después de la
derrota de la escuadra— las fogatas, los festejos, los ecos de las músicas
marciales que el viento traía del campo sitiador, insultaban la quietud fatigada
de la plaza.
Así, pacientemente, día a día, noche por noche, narró el poeta la lenta
agonía de Montevideo, postrado por el hambre, por la peste, por el fuego
enemigo. No todo es lúgubre en su relato. Hay también espacio para episodios
jocosos que tornaban más livianas y llevaderas las miserias. Tal, un asalto
nocturno del poeta a los jardines del Fuerte para robar verduras. La chispa
epigramática saltó irreverente y jovial al narrar lances como el del predicador
que declamaba su sermón en un día de bombardeo, con propósito de
tranquilizar a su auditorio:
17
gritaba con fervor el misionero;
mas silbó una redonda y el buen padre,
desconfió del escudo y saltó al suelo”.
Figueroa, durante su larga vida, hizo siempre una labor semejante a ésta.
Acertó Menéndez y Pelayo cuando vio en la obra total del poeta una especie de
crónica de las costumbres de Montevideo durante más de medio siglo. Crónica
rimada en versos de arte mayor o menor, de tono heroico o fúnebre, risueño o
sarcástico. Obra de circunstancias, labor de periodista al margen del periodismo
18
oficial, labor de cronista que, sin escalar las alturas del artículo pontificial o la
columna doctrinaria, reservados para los graves directores, tenía su público
siempre renovado y fiel.
19
de ellas, para dejar más velada a la penetración de los extranjeros el objeto y
blanco de algunas fuertes invectivas”.
20
civiles y guerreros; rimó “lamentos” para deplorar las calamidades públicas, las
epidemias de fiebre amarilla o de escarlatina; trenos, encomios, epicedios... La
oda, tal como la concibieron los escritores de la época, cuyas producciones
inundan las antologías y las columnas de los diarios, es una forma de oratoria.
Una oratoria que en las definiciones retóricas, no consiente familiaridad ni
llaneza ni vulgaridad. La aspiración a una constante sublimidad falsea, por lo
general, esos versificados discursos y los torna ficticios y monocordes. Como
toda oratoria contiene muchos elementos circunstanciales y caducos. Por eso, la
literatura heroica de nuestra revolución produjo poco que pueda afrontar una
severa valoración estética. Tampoco la revolución del 89 suscitó entre los
franceses ningún poeta que fuera digno vocero de su épica grandeza: los
escritos de sus contemporáneos arrastraron todavía, como los americanos, el
lastre pesado del siglo XVIII. Pero en Quintana, en Heredia, en Olmedo, más
tarde en Zorrilla de San Martín, por lo menos en los pasajes mejor logrados de
sus obras, hay elocuencia, riqueza y novedad de imágenes, cuadros
arrebatados, realzados por la sonoridad y el número de los versos; las palabras
parecen caldeadas por el encendimiento espiritual del alma de que brotan.
Acuña de Figueroa no tenía ninguna de las cualidades del cantor épico o del
poeta civil o religioso. Analizando la poesía clásica de la Revolución en una
penetrante página crítica ha discernido Rodó, por debajo de su unidad
monocorde y formal, la presencia de un aliento vivificante de verdad: “en la
conciencia del poeta, aquella poesía era toda ingenuidad y toda sentimiento,
pero era artificial en su realización.” El fuerte y alto propósito de señalar como
fuentes de inspiración para la obra militante de la acción o del pensamiento
presentes, los ejemplos de gloria o de grandeza moral de la antigüedad heroica
se desvanecía por lo general en declamaciones. La fantasía de los poetas,
prisionera de aquel mundo ideal, no reflejaba una sola imagen del mundo real,
lleno de briosa originalidad y de color tumultuoso, de la epopeya americana. En
Figueroa faltaba también aquella alma de verdad, aquella oculta chispa de
sinceridad. No tenía alma de Píndaro ni de Tirteo. No creía en los mitos
patrióticos y sólo por obligación sacrificaba ante los ídolos del foro. Trabajaba
en frío, manejando con habilidad de versificador docto un arsenal de ideas y de
imágenes, gastado y descolorida de tanto uso. Componía el pecho, inflaba la
voz, declamaba. El tono hiperbólico, la exageración tremebunda, la hojarasca
retórica, los rasgos de pésimo gusto, denuncian y hacen patente la insinceridad
mental y el ejercicio académico. Analizando la “Oda a la reforma de la
Constitución”, anota Lauxar la sospecha de que en ciertos momentos el autor
pareciera burlarse de su propio tema. Es posible. A pesar de las reminiscencias
bíblicas que sostienen las primeras estrofas, la “Oda a la escarlatina” deja
idéntica expresión de declamación pomposa y hueca. De lo mucho que Acuña
de Figueroa escribió sobre tales tópicos y en tono mayor es difícil que algo le
sobreviva con algún valor que no sea el de una pura curiosidad.
Realizó Figueroa un curioso ensayo literario, del que dio cuenta en las
columnas del Defensor al dar a luz el romance “El Oriental celoso” el 7 de
agosto de 1837. Su propósito, que no cristalizó en una realidad artística
21
condigna, fue el de “adaptar el Romance heroico que tanto ha enriquecido el
Parnaso español… abriendo a la poesía nacional una senda nueva”.
22
sus manuscritos: la libre sátira de Casti, pudo ser obra de su predilección, muy
adecuada a su modalidad.
Si Acuña de Figueroa no hubiera escrito más que estas obras serias, sería
un escritor sin personalidad. Aunque más afinado que sus contemporáneos
nacionales, dueño de una cultura clásica y moderna que ninguno de ellos
poseyó, sus escritos serían obra muerta, para los inventarios de las historias
literarias o de las antologías. Con obras como esas, más o menos correctas y
pulidas, distrajeron sus ocios cultos varones a quienes nadie lee, a no ser algún
erudito o profesor a quien por oficio competa saber todo lo que sudaron las
prensas. En su mismo tiempo, no hay que engañarse por las loas que
mutuamente se prodigaron, fueron leídos tan sólo por sus émulos de la minoría
universitaria. Para esa minoría escribió, en España, Quintana. La otra
personalidad del clasicismo rioplatense, Juan Cruz Varela, cuando quiso dar
mayor alcance a su voz, cuando deseó esgrimir un arma eficaz de combate, tuvo
que despojarse de la toga. Los preceptos de la escuela que hacían de la oda un
género impoluto y solemne coincidían con el interés político que reclamaba un
instrumento de propaganda más mortífero. El estirado cantor de Dido y de
Argía aguzó para ello los filos del epigrama o de la letrilla o descendió a
remedar los romances gauchescos que, esos sí, circulaban de mano en mano. No
faltó tampoco quien recurriese al lenguaje de los negros. Las jácaras de
Quevedo mostraban un ejemplo lleno de gracejo de esta explotación de lo
popular y plebeyo por un poeta culto. (9)
23
No lo engañaban, por cierto, las grandes palabras de libertad, de gloria,
de heroísmo con que había rellenado, en las horas en que oficiaba de poeta civil,
sus odas postizas. No ignoraba que míseras realidades se disimulaban
revestidas de vistosas apariencias; conocía las encrucijadas y los cenagales de la
baja política; despreciaba las vanidades y flaquezas de los hombres públicos a
quienes debía adular, las declamaciones y los histrionismos merced a los cuales,
en su tierra y en todas partes, en su época y en todas las épocas, suelen granjear
aplausos del necio vulgo. Si había puesto su pluma al servicio de las pasiones
ríspidas e irracionales de épocas bravías, entonces recobraba la libertad de
espíritu y los derechos de espectador dispuesto a mirar la comedia humana con
una sonrisa burlesca en los labios. Había formado en la procesión y ahora se
mofaba de los cofrades. Reía de la honradez de los hombres. Reía de la virtud
de las mujeres, tanto como de sus arquitecturales peinetones. Hacía chistes y
retruécanos a costa de la ciencia de los médicos y de la castidad y pobreza de
los religiosos o de la tontería de los poetas rivales. Su risa ligera e ingeniosa
contrastaba con la fraseología de los románticos y con el tono trascendental de
sus elucubraciones, escritos en lenguaje galicano. El romántico era el hombre de
importancia, grave y gemebundo y, sobre todo, ridículo:
24
vicios de una escuela de decadencia. La ausencia de pensamiento y la atonía de
la sensibilidad han precipitado, en épocas de declinación, a la literatura en
parecidos bizantinismos. Acuña de Figueroa hubiera podido emular a Molinet,
bibliotecario de Margarita de Austria, en su rebusco insensato de rimas y de
palabras. Hubiera superado largamente a aquel Meschinot de Nantes que
escribía versos que podían ser leídos comenzando por el principio, por el fin o
por el medio. ¿Qué vale la proeza que consumó el retórico bretón, una oración
que se podía leer, sin que perdiera su sentido, de treinta y dos maneras
diversas, comparada con la Salve multiforme de don Francisco? ¿No la sometió
éste al sesudo dictamen de los profesores de matemáticas de la ciudad para que
la examinaran por el procedimiento de logaritmos y no certificó el doctor
Mendoza que “cien mil millones de siglos no contienen en su curso tantos
segundos de instantes como Salves se pueden conformar”?
25
Altamora. Excitadas por el rencor y los celos se aprestan al combate contra las
jóvenes que descansan ignorantes del peligro. El último canto relata el despertar
del bando juvenil, al que Venus da la señal de alarma. La batalla entre las
jóvenes y las viejas termina por el triunfo de las primeras. La falange senil
derrotada se precipita a una laguna donde Plutón convierte a las viejas en
ranas.
26
el americano don Francisco Figueroa, autor del Himno Oriental, de los treinta y
tres, y de otras producciones, entre ellas, la traducción al Castellano, y en
hermosas décimas, del sublime cántico del Te Deum Laudamus”. Es una
versión anterior a la del Parnaso y en ella faltan algunos de los cuadritos más
acabados, incluso todo el elemento fantástico. Figueroa, antes de proceder a la
refundición que declara en sus manuscritos, había concebido una batalla de las
viejas contra las jóvenes, una sátira local escandalosa, porque las jóvenes que se
trenzan en lucha con las viejas no tienen nombres convencionales, sino que son,
con nombre y apellido, jóvenes de la sociedad montevideana de la época. Más
tarde amplió el plan, depuró y ensanchó su concepción hasta forjar el lindo
juguete cómico del Parnaso. En una última etapa lo recargó de alusiones
satíricas a las luchas del presente, variando al par, bajo la influencia romántica,
la versificación.
27
Nos pinte a Dido y su dolor insano;
Mientras yo al son de gaitas y panderos,
Sólo canto Toraidas y Toreros.
28
Queda todavía el tesoro epigramático. Ningún escritor en lengua
castellana puede ostentarlo tan rico. En número iguala a Marcial. Cierto que la
abundancia es el más relativo de los méritos literarios. Ya Menéndez y Pelayo
señaló, por otra parte, que no todos los epigramas de la copiosísima antología
son originales, ni se confiesa la procedencia de todos los traducidos. Figueroa
reivindica la plena originalidad para la tercera parte de ellos.
“A la abeja semejante,
Para que cause placer,
El epigrama ha de ser
Pequeño, dulce y punzante.”
***
29
La parte publicada de la obra de Figueroa llena doce volúmenes, en cuya
formación no siempre fueron respetados la redacción de los manuscritos ni los
consejos del poeta (15). Cuidadoso de su fama, copió y recopiló prolijamente
sus manuscritos, aderezándolos con perfiles y primores caligráficos que
denuncian la péñola experta y voluptuosa de un oficinista de los viejos tiempos.
Adornados de viñetas soñó publicar sus libros. Así edito, en lo posible,
supuesta la pobreza de las imprentas, el Mosaico poético, en dos volúmenes
que alcanzó a publicar en 1857 por la Imprenta del Liceo Montevideano: única
obra considerable y representativa de todas las facetas de su ingenio que salió a
luz durante su vida. (16)
30
nuestro ambiente embrionario los ecos de una escuela decadente, de la que dice
su historiador: “la decadencia no estaba sólo en las ridiculeces de la forma;
estaba, principalmente, en su esencia. Ni una idea filosófica, ni un movimiento
del entusiasmo o de la pasión”. La obra de Figueroa está maculada por los
estigmas que marcan esa cultura decadente, que fue, sin embargo, uno de los
elementos primarios de nuestra formación intelectual. La vena afluente y
copiosísima de su inspiración se volcó durante largos años en el erial de un
pueblo novísimo, donde todo debía crearse en el orden de la cultura. La
perversa retórica que torna en extremo fatigosa la lectura de sus maestros,
ostenta las mismas taras que afean la producción del nuestro. Figueroa es del
siglo XVIII español, hasta por la vena libertina que corre a flor de sus páginas y
la vena de burlona incredulidad que se siente manar soterraña. Figueroa no
inventó, sino encontró prodigadas por sus precursores las aberraciones en las
que gastó su ingenio: las epístolas en latín macarrónico, las parodias, los ecos,
las cartas con títulos forzados de comedias, los acrósticos, los laberintos, los
versos anacíclicos o que se leen igualmente de izquierda a derecha o de derecha
a izquierda, los retruécanos, resacas de la marea conceptista y culteranista,
proezas formales de la poesía que renunciaba a más altas empresas y se movía
en el vacío. (17)
31
espíritu, y su castellano, si no rico y numeroso, limpio y discreto, que hace de él,
en lo que toca a la dicción, uno de los escritores más puros que pueden
encontrarse en América, según el juicio de Menéndez y Pelayo.
GUSTAVO GALLINAL.
(1) Ariosto Fernández. El Diario de Acuña de Figueroa. Historia. Año 1. N° 1. Montevideo, 1942.
Sobre esta fuga obran varios documentos en el libro 82. Copador de Oficios. Gobierno
Provisorio. Años 1825, 1826, 1827. Archivo General de la Nación; pág. 69 habla de “la versación
del citado Figueroa en que resulta descubierto en cantidad de pesos”. Concuerda con el
borrador de fs. 124 dirigido al Cabildo de Maldonado sobre impedimento de salida a la esposa
de Figueroa para impedir el traspaso de propiedades raíces de Figueroa ordenado por éste para
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eludir las resultancias del proceso. En las Obras Completas da una excusa incierta para explicar
su fuga.
(4) Obras completas. Poesias diversas. Tomo 2º, pág. 33. En otras notas (págs. 30 y 35) intenta
justificarse invocando la época o la necesidad de interceder ante Rosas por un prisionero.
(5) Me inclino a pensar que fue de su pluma la campaña en verso contra Oribe que llevó
adelante “El Nacional” de 1843; no toda, porque existieron otros colaboradores, sino numerosas
composiciones en las que Oribe es satirizado con el mote de Ciriaco Alderete. Por ej.: “Una
noche de insomnio de Ciriaco Alderete” (6 de Junio 1843) “Lamentatio Ciriacus profete” (7 de
Julio 1843). Esta última, en latín macarrónico. En el mismo idioma burlesco un largo poema:
“Historia del sitio de Montevideo puesto por el General D. Ciriaco Alderete, alias Manuel
Oribe, en el año 1843, sacada de los armarios de Tito Livio, Tácito y Salustio, o sea más bien “La
Aldereteada”, poema épico vaciado en el molde de “La Eneida” de Virgilio en cuanto al número
de los libros, que en uno y otro poema son doce. Obra inédita de D. Venancio Undarreitia,
natural de Mocosuena, impresa en el Miguelete, imprenta o saladero de Chopitea”. Empezó a
publicarse esta violenta diatriba en el número del 13 de junio de 1843. “Tu est autor
campanillarum — est ipse Quebedi dignus...” comentó otro colaborador, aludiendo al autor de
esta parodia, lo que parece aludir a Figueroa. También una “Gramática decana” debe ser de su
cálamo. Todo esto, disparado en 1843 contra Oribe, de quien haba sido turiferario hasta 1838.
La afirmación de Menéndez y Pelayo de que los epigramas de Figueroa rara vez tienen
la punta envenenada o parecen dictados por la maledicencia, no podría extenderse a toda su
obra, que el mismo poeta creyó necesario expurgar antes de publicarla. Su sátira política no
retrocede ante ninguna calumnia y no se detiene en los umbrales de la vida privada. Pagó
amplio tributo a la política brava de su época.
(7) En el citado artículo “El Diario de Acuña de Figueroa, fuente de verdad” Ariosto Fernández
consigna otras noticias sobre los manuscritos.
(9) “Unitarios y federales en la literatura argentina” por Avelina M. Ibáñez. Buenos Aires, 1933.
(10) Remitió esta letrilla para ser publicada en “El Periódico” de 1839, diario sin editor a la vista,
que se oponía a las nuevas corrientes literarias y acompañando una esquela firmada por Un
Quidam: “En un tiempo en que me es preciso recurrir al Diccionario para hallar la significación
de algunas frases que leo en ciertos papeles impresos, aunque llevo chasco algunas veces
porque no encuentro el sentido de ellas, he podido conseguir que un amigo me franquee la
adjunta composición literaria que por casualidad halló entre unos papeles en que estaba su
mujer probando el calor de la tenaza de hacer rulos.”
(11) El rulito de pelo, Piripipí, El pajarillo, A una vieja con dolor de muelas, etc., etc.
33
(12) El manuscrito de la Biblioteca Nacional trae la siguiente nota, luego testada por Figueroa:
“El autor había publicado en el tercer tomo del Parnaso Oriental un fragmento de este poema y
tenía inédito otro muy semejante titulado “La Carlinada”. Él presentó una y otra composición
hace años al distinguido poeta y literario argentino don Juan Cruz Varela (que hoy no existe) y
apreció sus elogios y mucho más las críticas observaciones que le hizo; siempre las ha tenido
presentes y ahora refundiendo en una y corrigiendo ambas composiciones no hace más que
pagar un tributo de respeto a la memoria de aquel malogrado Mentor; bien que no da a esta
composición más importancia que la de un juguete muy trivial.”
(13) Giosue Carducci “Delle rime di Dante”: trae referencias precisas sobre esta obra.
(15) Los libros manuscritos originales se guardan en la Biblioteca Nacional; también muchas
composiciones sueltas corren dispersas. En las notas de aquellos libros manuscritos destaca
Figueroa que ha excluido más de trescientas composiciones “relativas a las disensiones y
guerras civiles, a personalidades satíricas o asuntos muy triviales y finalmente ha sacrificado
todas las del género erótico libertino” (la nota aparece testada). Muchas composiciones están
marcadas con signos especiales para ser proscriptas de la imprenta o para ser corregidas. Trae
otras indicaciones para la publicación de la obra: “como las mujeres feas suelen encubrir su
deformidad con el lujo y adornos, así yo deseo que estas mezquinas composiciones salgan
adornadas con viñetas vistosas alusivas al asunto que ellas contienen... También deseo que si,
por indulgencia, no se excluyen muchas de estas composiciones, se imprimieren ellas con
muchos espacios entre una y otra; a fin de que puedan componer dos o tres tomos en 4º menor
o en 8º mayor”. Clasifica así sus composiciones: Patrióticas, Amatorias, Fúnebres, Jocosas,
Religiosas, Ingeniosas, Enigmáticas, Varias, Epigramáticas, Satíricas. Dice haber escrito más de
1.500 epigramas: “de todos los epigramáticos españoles, franceses, italianos y portugueses el
que ha hecho mayor número de epigramas no ha pasado de 440, y todos ellos se han imitado o
traducido mutuamente de modo que apenas la 5ª parte son originales. Yo puedo asegurar que
en los míos más de 550 (malos o buenos) son completamente originales.”
(16) No pudo realizar su propósito de publicar el Diario Histórico: “El librero impresor don
Jaime Hernández, regulando hoy, 28 de octubre de 1842, cuánto me costaría la impresión de mi
Diario poético del Sitio de Montevideo, me ofreció imprimir cada pliego de gaceta formando 16
páginas de cuarto menor a razón de 24 patacones, tirándose 500 pliegos o ejemplares cada vez;
y a razón de 36 tirándose mil, advirtiéndose que él pondría el papel, tinta, prensistas, etc. en fin,
todo completamente; y teniendo cada página o plana de 38 a 40 renglones. Contados los
renglones escritos que tiene el Diario y los que son pliegos de aquella forma 40... y formando
cada entrega dos pliegos o 32 páginas, serían 20 entregas las que completarían el total de la
obra. Cobrando, pues, medio patacón por entrega, vendría al fin a costar al comprador toda la
obra 10 patacones. Imprimiéndose sólo 500 ejemplares de los cuales se vendiesen únicamente
300 (aunque los demás se perdiesen) se sacarían 3.000 patacones. Costando, pues, la impresión
y gastos a 20 patacones por pliego 800 patacones; y doscientos ídem lo gastos de repartidores y
otros adherentes, me quedaría una ganancia libre de dos mil patacones y más de 200 ejemplares
sobrantes, que rebajados como unos 20 de donaciones y regalos serían 180 los cuales vendidos a
4 patacones me darían 720 patacones. Total de la ganancia 2.720 patacones ó 3.264 pesos plata”.
Sigue una lista de suscriptores, 294, seleccionados entre lo más notable de la ciudad. Estos datos
constan en notas de los manuscritos. Consta también haber entregado para vender 48
cuadernitos del Diœs Irae “a doce vintenes”. Copio a título de curiosidad estos pormenores.
Publicar sus gruesos volúmenes no era empresa fácil para un escritor pobre como lo era
Figueroa: volúmenes de quinientos o a lo más mil ejemplares. La prensa periódica, no el libro,
era en la época el instrumento de difusión intelectual.
(17) El profesor Basagoda ha estudiado con acierto en varios artículos los ternas de Figueroa y
en relación con los poetas españoles del siglo XVIII.
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(18) La carta de Ellauri a Rivera de que se hace mención en el texto, en la parte que toca a
Figueroa, me fue comunicada en copia del original por Dardo Estrada. La de Figueroa a Rivera
me fue entregada en copia del original del Archivo Histórico por Mario Falcao Espalter.
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