Gadamer Hans Georg - Arte Y Verdad de La Palabra
Gadamer Hans Georg - Arte Y Verdad de La Palabra
Gadamer Hans Georg - Arte Y Verdad de La Palabra
Hans-Georg Gadamer
PAIDÓS
Barcelona • Buenos Aires • México
Títulos originales:
1. «Von der Wahrheit des Wortes», en Gesammelte Werke, vol.
VIII: Ästhetik
und Poetik, 1, Kunst als Aussage, Tubinga, J. C. B. Mohr
(Paul Siebeck),
1993, págs. 37-56.
2. «Stimme und Sprache», en op. cit., págs. 258-270.
3. «Hóren — Sehen — Lesen», en op. cit., págs. 27 1-278.
4. «Lesen ist wie übcrsetzen», en op. cit., págs. 279-285.
5. «Der “eminente” Text und seine Wahrheit», op. cit., págs.
286-295.
6. «Die Vielfalt der Sprachen und das Verstehen der Welt», en
op. cit., págs.
3 39-349.
7. «Grenzen der Sprache», en op. cit., págs. 350-361.
8. «Musik und Zeit. Em philosophisches Postcriptum», en op.
cit., págs. 362-365.
1° edición, 1998
1
y Editorial Paidós, SAICF,
Defensa, 599 - Buenos Aires
2
PRÓLOGO
3
Una de las tesis fundamentales se refiere al enfoque adoptado para explicar
la naturaleza del lenguaje natural humano. Hoy entendemos que el lenguaje
tiene varias funciones y dimensiones fundamentales. La cognitiva es la más
evidente, es la realzada siempre por la tradición hasta el primer Wittgenstein,
y en ella se concedía primero a los nombres y luego a los enunciados que
describen estados de cosas un papel básico en la explicación de lo que es el
lenguaje y su funcionamiento. Una segunda función es la comunicativa,
destacada y comprendida mucho menos que la anterior pero reconocida al
menos desde Humboldt; ella nos permite no tanto describir el mundo como
ponernos de acuerdo con los demás, entendernos acerca de lo que hay en el
mundo o de lo que vale para unos y otros. Por último la función
categorizadora, constituidora o abridora del mundo acerca del que se puede
hablar. Esta última función no ha sido bien comprendida hasta el siglo XX por
Heidegger aunque ya estaba anunciada por lo menos en Leibniz, intuida ya
en el romanticismo alemán, en Hainann y Herder, o presente en pensadores
mayores como Nietzsche. La filosofía del siglo XX ha dado diferentes modelos
del lenguaje según los filósofos hayan fijado su preferencia por alguna de
estas funciones. Quienes han optado por la primera han desarrollado
concepciones cognitivas del lenguaje normalmente tomando como
paradigma a la ciencia y su discurso. Quienes han optado por el segundo han
comprendido el lenguaje como forma de vida, a menudo tomando como
modelo la vida ética en un sentido amplio. Quienes, por el contrario, han se-
guido la tercera opción han colocado a esos modos «anómalos» del empleo
del lenguaje que son la literatura y la retórica en el lugar del modelo.
Gadamer, junto al segundo Heidegger y el posestructuralismo, el
deconstruccionismo y el neopragmatismo, defiende una opción de este
último tipo. «Lo que es el lenguaje en cuanto lenguaje y eso que buscamos
como verdad de la palabra no es inteligible partiendo de las formas
“naturales” —así se las conoce— de la comunicación lingüística, sino que, al
contrario, estas formas de la comunicación son inteligibles en sus
posibilidades propias partiendo de aquel modo poético del hablar» (Capitulo
1).
4
la «poesía» —como se suele traducir— en el sentido de «lírica» o «versos».
Es ahí donde crece el ser, o surge la palabra, según distintas fórmulas de Ga-
damer. «Qué significa el surgir de la palabra en la poesía? Igual que los
colores salen a la luz en la obra pictórica, igual que la piedra es sustentadora
en la obra arquitectónica, así es en la obra poética la palabra más diciente
que en cualquier otro caso. Esta es la tesis» (Capitulo 1).
5
Gadamer sostiene varias tesis más en estos textos, aparte de las cuatro o
cinco que en estas líneas hemos realzado, proponiendo desde luego una
lectura e interpretación de sus reflexiones. El principio hermenéutico es
universal y en la filosofía es tan visible como en la literatura. Pero la filosofía
siempre ha pretendido dar no meras interpretaciones de los temas y
problemas, sino interpretaciones verdaderas o al menos válidas. Por eso la
formulación de tesis es consustancial a la filosofía, aunque no siempre se
formulen de un modo muy visible o reconocible en los textos o discursos de
los filósofos. Y aunque en la hermenéutica de la segunda mitad del siglo xx
no haya sido muy evidente a veces que se trataran problemas filosóficos y se
propusieran tesis e hipótesis acerca de ellos, con Gadamer no hay ninguna
duda que nos hallamos ante un gran continuador de la tradición de Sócrates,
Platón y Aristóteles, ante un pensador empeñado como ellos en una
búsqueda interminable a través del diálogo de lo verdadero y de lo bueno
para el ser humano. Los textos que siguen son una clara muestra de esta
invitación a proseguir ese diálogo milenario que es la filosofía.
GERARD VILAR
Noviembre de 1996
6
CAPÍTULO 1
ACERCA DE LA VERDAD DE LA PALABRA
(1971)
7
también como prohibición o como ley y sentencia o como la leyenda de los
poetas o el principio de los filósofos—. Parece que no es sólo un hecho
extrínseco el que de esas palabras se pueda decir que «están escritas» y que
son el documento de lo que ellas mismas afirman. Así pues, a estos modos
del ser palabra que, en verdad, «hacen cosas» y no pretenden transmitir
simplemente algo verdadero, hay que plantearles la cuestión de qué puede
significar que son verdaderas y que son verdaderas en cuanto palabra.
Quedo, de este modo, ligado al conocido ámbito de cuestiones de Austin,
para poner de manifiesto la palabra poética en su rango de ser.
Para que esta pregunta tenga sentido, debemos ponernos de acuerdo acerca
de qué puede significar «verdad» en este contexto. Es claro que el concepto
tradicional de verdad, la adaequatío reí et intellectus, no tiene ninguna
función allí donde la palabra no se entiende en absoluto como enunciado
acerca de algo, sino que, en cuanto existencia propia, establece y realiza una
pretensión en sí misma. Ciertamente, el singular señalado, que corresponde
a «la» palabra, entraña en sí mismo una inadecuación lógica esencial, en
cuanto que la palabra remite a una infinitud interna de posibles respuestas,
todas las cuales —y, por tanto, ninguna— son adecuadas. Pero
probablemente se pensará en el griego aletheia, cuyo fundamental
significado Heidegger nos ha enseñado a ver. No me refiero sólo al sentido
privativo de aletheia en cuanto «carácter desoculto», es decir, en cuanto
«desocultación». Esta no fue, como tal, una afirmación tan novedosa, pues
desde hacía tiempo se había visto que, en conexión con verbos que indiquen
«decir», aletheia tiene el sentido de franqueza (Humboldt): «No me engañes»
(μή μελδης), le dice Zeus a Hera, y tanto la fantasía exuberante como la
enorme locuacidad de los griegos permitió que, ya en Homero, la aletheia
fuese caracterizada como «no-ocultación». Lo que hace significativa la
renovación heideggeriana de la comprensión del sentido privativo de
aletheia es que esta palabra griega no se limita al discurso sino que también
se usa en relación con todo lo que se incluye en la esfera del significado de
«auténtico» en el sentido de «no falsificado». De manera que también en
griego se dice: un verdadero amigo, oro de verdad, es decir, auténtico, no el
que tiene la falsa apariencia de ser oro. En esos contextos «desocultación»
alcanza un significado ontológico, es decir, no caracteriza un
comportamiento o una exteriorización de alguien o de algo, sino su ser (como
también aletheia puede significar una propiedad del carácter, la sinceridad,
la franqueza). Ya es sorprendente que pueda caracterizarse mediante
aletheia no sólo el ser que puede hablar y engañar e incluso mentir, sino que
también entes como tales pueden ser «verdaderos», como el oro. ¿Qué
puede ser lo que aquí oculta, esconde o disimula, de manera que la no-
ocultación pueda ser atribuida a los entes y no a nuestro hacer? ¿Cómo debe
«ser» el ser, si el ente es de tal modo que puede ser falso?
8
La respuesta deberá partir de la experiencia obvia: surge lo que está en él.
No por causalidad Heidegger le consagro una especial atención al concepto
de physis, concepto que caracteriza el estado ontológico de lo que crece
desde sí mismo. ¿Pero qué significa que el ser mismo es de tal manera que el
ente sólo tiene que surgir como lo que es? ¿Y, mas aún, que pueda ser
«falso», como el oro falso? ¿Qué clase de ocultación es ésa que es tan propia
del ente como la des-ocultación con que entra en la presencia? El carácter
desoculto que corresponde al ente y en el que surge, aparece en si mismo
como un ahí absoluto, como la luz en la descripción aristotélica del nous
poietikós y como el «claro» que se abre en el ser y en cuanto ser.
9
por necesidad interna, cae en las habladurías y pierde su validez, y que
también el destino del pensamiento está dispuesto en esta ambigüedad de
autenticidad y caída, de ser y aparecer. No obstante, partiendo de la analítica
trascendental del ser-ahí, no se había de concebir que la palabra en cuanto
palabra no sólo es desocultación, sino que también tiene que ser tanto más y
precisamente por ello encubridora y ocultadora. Incluso en la famosa
confrontación de Davos con el autor de la Filosofía de las formas simbólicas
Heidegger persistía en la autocomprensión del ser-ahí frente al mundo
intermedio de las formas.
10
mente la pregunta por lo que permite que la palabra en cuanto palabra sea
verdadera. Que también los textos recuperan su carácter de palabra sólo
mediante la realización viva de su comprensión, de su lectura en voz alta, de
su promulgación, todo ello no cambia nada el hecho de que es el contenido
del texto —y, si no, nada— el que vuelve a la vida, es decir, la palabra
potencial que dice algo. Cómo la palabra está ahí cuando es «texto» hace,
por consiguiente, patente lo que ella es en cuanto diciente, esto es, lo que
constituye su ser-diciente.
11
mencionado, es diciente en mayor medida y, gracias a ello, puede llamarse
«verdadera».
Con ello no queda excluido que, por ejemplo, el texto religioso, pero también
el texto jurídico, sean «enunciado» en toda la extensión de nuestro concepto,
es decir, que contengan en su modo lingüístico-escrito de ser dados el
carácter específico de su decir. Por consiguiente, no es que un enunciado que
todavía no fuese promesa sólo se convierta en promesa diciéndoselo a
alguien, por ejemplo, como consolación o como augurio. Más bien es un
enunciado que, en cuanto que tal, tiene en sí mismo el carácter de promesa
y tiene que ser entendido como promesa. Pero esto quiere decir que en la
promesa el lenguaje se sobrepasa a sí mismo. Ni en el Antiguo ni en el Nuevo
Testamento la promesa se realiza a sí misma como lo hace, por ejemplo, una
poesía. Por tanto, la afirmación de una promesa encuentra, por así decir, su
realización en la admisión de la fe, igual que, en efecto, cualquier promesa
sólo es vinculante si es admitida. Del mismo modo, un texto jurídico que
formule una ley o una sentencia, también es vinculante tan pronto como es
promulgado, pero no se cumple en cuanto que promulgado en sí mismo, sino
sólo en su ejecución o cumplimiento. También un simple relato «histórico» se
12
distingue de uno poético porque éste se realiza a sí mismo. Tómese por caso
el ejemplo del Evangelio. El evangelista narra una historia. También un cro-
nista o un historiador podría narrar una historia tal, o un poeta. Pero la
pretensión del decir que se sostiene con la «lectura» de esta historia es
desde el principio un decir propio, que yo he llamado promesa. Pues se trata
del alegre mensaje, del Evangelio. Se puede, ciertamente, leer este texto de
otra manera, por ejemplo con el interés del historiador que se propone
examinar críticamente su valor de fuente. Pero si el historiador no
comprendiese el enunciado del texto en su carácter de promesa no podría
hacer tampoco ningún uso adecuado, en el sentido de fuente crítica, del
texto. Como dice la hermenéutica, el texto tiene un scopus, un propósito, a la
vista del cual debe ser entendido. Y, una vez más, se puede leer el mismo
texto en un sentido literario, por ejemplo, atendiendo a los valores artísticos
que dan a su exposición vida y color, atendiendo a su composición, a sus
medios estilísticos sintácticos y semánticos, pues, sin duda, hay,
especialmente en el Antiguo Testamento, buena poesía, cuyos valores
artísticos saltan a la vista. Y sin embargo, incluso un texto de esa clase, por
ejemplo el «Cantar de los Cantares», se encuentra en el contexto de la
Sagrada Escritura, es decir, exige ser comprendido como promesa. Cierta-
mente, aquí se trata del contexto, pero es de nuevo un dato textual
puramente lingüístico el que presta a una canción de amor el carácter de una
promesa. Por tanto, con el mismo scopus hay que relacionar también textos
sin arte, tan literariamente discretos como los evangelios sinópticos. En
consecuencia, habrá que derivar el carácter de promesa de tales textos del
scopus que muestra el contexto.
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comienza no tanto con la pregunta: qué le revelan a uno los mitos, cuanto
con esta otra: qué le dicen a uno cuando se encuentran en la poesía. Lo que
a uno le dicen consiste en el enunciado que son y que insta necesariamente
a la fijación escrita, e incluso a la fijación acumulativa mediante la poesía que
interpreta los mitos. De manera que el problema hermenéutico de la
interpretación de los mitos tiene su lugar legítimo entre las formas de la
palabra literaria.1
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que «literatura», en sentido estricto, refiera a «bellas letras», es decir, a los
textos que no pueden ser clasificados en ningún otro contexto significativo, o
en relación con los cuales se pueden dejar de lado otras clasificaciones
posibles, por ejemplo, las que se refieren al uso cultual, jurídico, científico e
incluso —aunque debería ser un caso especial— filosófico. Desde antiguo, el
sentido de lo bello, de kalón, fue el de aquello que en sí mismo es deseable,
es decir, que salta a la vista no por mor de otra cosa sino en razón de su
propia manifestación, la cual solicita una aceptación que va de suyo. Con
ello, de ningún modo debe trasladarse el problema de la hermenéutica al
ámbito competencial de la estética. Por el contrario, la pregunta por la
verdad de la palabra referida a la palabra literaria se plantea con conciencia
de que en la estética tradicional esta pregunta no alcanzó carta de
naturaleza. Ciertamente, el arte de la palabra, la poesía, fue desde antiguo
un objeto especial de la reflexión, en cualquier caso mucho antes de que
fuesen considerados otros tipos de arte. Y si, después de todo, se quiere
contar aquí a alguien como Vitruvio o, en otro campo, a los teóricos de la
música, en ambos casos se trata de doctrinas prácticas, de modo que, en el
fondo, todas son ars poetica. Pero los filósofos han hecho objeto de la
reflexión sobre todo a la poesía, y no por casualidad. La poesía fue la vieja
rival de las pretensiones propias de la filosofía. Esto queda testimoniado no
sólo por la crítica de Platón a los poetas, sino también por el especial interés
que Aristóteles tuvo por la poética. A esto se añadió la vecindad de la poesía
con la retórica, a la cual desde muy pronto se le dedicó la reflexión referida a
las materias artísticas.2 Desde muchos puntos de vista, la retórica fue
productiva y fundamental en relación con numerosas formaciones
conceptuales en el ámbito de las consideraciones del arte. El concepto de
estilo, de stílus scribendi, da un testimonio elocuente de ello.
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de lo bello como la manifestación sensible de la idea, sigue sonando Platón, y
ni siquiera la proclamación romántica de la poesía universal ha salido del
atolladero que, por así decir, mantiene encajado al arte de la palabra entre la
retórica y la estética.
De manera que no hay que hacer complicados preparativos para afianzar la
pregunta por la verdad de la palabra. En el romanticismo, y sobre todo en el
sistema hegeliano de las artes, se encuentran sólo apreciaciones inconclusas.
La irrupción heideggeriana en la conceptualidad tradicional de la metafísica y
de la estética abrió aquí un nuevo acceso en cuanto que interpretó la obra de
arte como el poner-en-obra de la verdad y defendió la unidad sensible y
moral de la obra de arte frente a cualquier dualismo ontológico.4 De ese
modo, rehabilitó de nuevo para todas las artes la idea romántica de la
posición clave del poetizar. Pero también a partir de él parece mucho más
fácil decir de qué modo surge en la obra pictórica el verdadero ser del color o
en el de la obra arquitectónica el de la piedra, igual que en la obra poética
surge la palabra verdadera. En esto se basa nuestra pregunta.
¿Qué significa el surgir de la palabra en la poesía? Igual que los colores salen
a la luz en la obra pictórica, igual que la piedra es sustentadora en la obra
arquitectónica, así es en la obra poética la palabra más diciente que en
cualquier otro caso. Esta es la tesis. Si quiere ser formulada de un modo más
convincente, entonces se puede responder la pregunta por la verdad de la
palabra a partir de esta su culminación. Pero, ¿qué quiere decir que la
palabra es «más diciente»? A este respecto, nuestro encadenamiento
metodológico de palabra y texto es una buena preparación. Naturalmente, la
letra muerta de la escritura no puede ser atribuida al ser de la obra de arte,
sino sólo la palabra resucitada (hablada o leída). Pero sólo el paso por su
caída en la escritura le da a la palabra la transfiguración que puede llamarse
su verdad. En este contexto, la pregunta por el significado histórico y ge-
nético de la escritura puede quedar completamente fuera de consideración.
La fecundidad metodológica del paso por la escritura es aquí únicamente la
revelación del modo de ser peculiarmente lingüístico de la palabra y,
especialmente, del enunciado poético. Tendremos que examinar si el paso
por la escritura en el caso de las «bellas letras» pone de manifiesto algo más
de lo que puede valer para los otros casos de texto real.
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Comprender esos textos no puede ciertamente significar, como se dice desde
Schleiermacher, reproducir el acto productivo. De ello se podría extraer para
el texto literario la misma consecuencia, a saber: que tampoco en él la
interpretación psicológica tiene la adecuación que se le atribuye. En ninguno
de estos casos hay que entender el enunciado del texto como un fenómeno
de expresión de la interioridad anímica (y, a menudo, en efecto, el texto ni
siquiera puede ser atribuido a un único autor). Con todo, es sabido que son
interlocutores ideales bien distintos los que le anuncian a uno un mensaje
religioso de salvación o los que administran justicia en nombre de la ley o...
Sin embargo, uno se detiene ante este «o». ¿Habría que decir, en realidad,
que le hablan a uno como poetas? ¿No sería más adecuado decir aquí que la
poesía habla? Y yo añadiría: la poesía habla mejor y más propiamente por
medio de los oyentes, de los espectadores —o incluso de los lectores— que
por medio de los recitadores, los actores o los declamadores. Pues, sin duda,
estos interlocutores (incluso aunque sea el autor mismo el que se presenta
en el papel del declamador o del actor) se encuentran frente al texto en una
función secundaria en cuanto que fuerzan al mismo a la accidentalidad de
una ejecución única. Querer, además, reducir la construcción literaria al acto
del querer decir a que dio expresión el autor, es un desamparado
desconocimiento de lo que es la literatura. Aquí es plenamente convincente
la diferencia respecto de las anotaciones que uno se hace a sí mismo o de las
notificaciones que se le hacen a otro. El texto literario no es, como ocurre en
estos casos, secundario respecto de un querer decir primero, originario.
Ocurre que cualquier interpretación posterior —incluso la propia del autor—
está hecha en orden al texto y no, por ejemplo, de manera que el autor
quiera refrescar un oscuro recuerdo de lo que quiso haber dicho recurriendo
a sus bosquejos previos. Con frecuencia, el recurso a las variantes es
inevitable para la producción del texto. Pero cualquier producción de un texto
está precedida por la comprensión del mismo. Quien, en vista de esta
situación, tema por la objetividad de la interpretación, debe más bien preo-
cuparse de si, en suma, la reducción de un texto literario a la exteriorización
del querer decir de su autor no destruye el sentido artístico de la literatura.
Naturalmente, esto es, por de pronto, sólo una delimitación negativa por
medio de la cual se hace plausible la autonomía de la palabra o del texto.
Pero, ¿en qué se funda esa autonomía? ¿Cómo puede la palabra ser tan
diciente y tan multívocamente diciente que ni siquiera el autor sabe, sino que
tiene que oír la palabra? Ciertamente, con la constatación negativa de la
autonomía de la palabra, se ha encontrado un primer sentido del eminente
ser-diciente de un texto literario. Es verdaderamente extraordinario que un
texto literario eleve su voz, por así decir, desde sí mismo y que no hable en
nombre de nadie, ni siquiera en nombre de un dios o de una ley. Así pues,
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afirmo: el interlocutor ideal de esa palabra es el lector ideal. 5 Habría que
puntualizar aquí que esta frase no admite ninguna limitación histórica.
Incluso en las culturas preliterarias, por ejemplo, en la tradición oral de las
epopeyas, es también correcto decir que hay un «lector» de esa clase, esto
es, un oyente que a través de todas las recitaciones (o de una única
recitación), sigue oyendo lo que sólo el oído interno percibe. Conoce la
medida que le permite enjuiciar incluso a los rapsodas, como podemos ver,
en efecto, en el viejo asunto de los certámenes líricos. Un oyente ideal de esa
clase es, por consiguiente, como el lector ideal.5 Habría que exponer,
además, que (y por qué) la lectura, a diferencia de la lectura en voz alta o de
la recitación, no es ninguna reproducción del original, sino que comparte sin
mediaciones la idealidad del original, pues la lectura de ningún modo se deja
reducir a la contingencia de una reproducción. A propósito de esto, las
investigaciones del fenomenólogo polaco Roman Ingarden acerca del
carácter de esquema de la palabra literaria han desbrozado el camino.
También sería muy instructivo traer a colación el problema de la música
absoluta y el del sistema notacional que lo fija por escrito. Siguiendo al
investigador musical Georgiades, se podrían mostrar las diferencias entre la
escritura en uno y otro caso, entre la palabra y el sonido y, así, se podrían
mostrar las diferencias entre la obra literaria y las frases hechas con notas.
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verdadera reproducción, sino un servicio al señor feudal, que desea
comprender como si fuese él mismo quien leyese. Así es que cuando uno
está leyendo en voz alta o recitando sólo para sí suena completamente
distinto de cuando uno se esfuerza, como un actor, en producir
verdaderamente de nuevo el texto. Seguramente hay aquí intercambios
fluidos. Un recitador genial como Ludwig Tieck, sobre todo en cuanto
recitador de Shakespeare, parece haber dominado las modulaciones del
lenguaje de un modo tan perfecto que llegó a ser una especie de hombre-
teatro.
Pero hay que hacer retroceder todo esto a la pregunta apremiante que hay
que dirigir a la palabra «diciente»: ¿qué es, pues, lo que la hace diciente
cuando es diciente en un sentido eminente? Aquí nos sorprende toda la
plétora de los diferentes estilos y géneros literarios: la epopeya y el drama, la
lírica y la prosa artística, la narración ingenua, la melódica sencillez, las
formas enunciativas míticas, fantasiosas, didácticas, meditativas, reflexivas,
periodísticas, herméticas, hasta la poésie pure. Si todo ello puede ser
literatura, esto es, si en todos ellos la palabra habla en cuanto palabra, con la
autonomía descrita arriba, entonces, el interlocutor o el lector ideal que
intentamos construir antes se descompone por completo, y no nos ayuda en
absoluto a responder la pregunta que le habíamos encomendado que
respondiera: de qué modo es diciente la palabra. Ahora bien, ciertamente no
es sólo la variedad de aquello a que refiere la palabra literatura y los
diferentes modos en que dice su palabra lo que aquí nos paraliza. Más bien
parece ser convincente, desde el comienzo, ci que la palabra, que puede
hablar a partir de sí misma, no puede ser caracterizada sólo a partir de
aquello a que refiere su contenido. Lo mismo ocurre en las artes figurativas y
por las mismas razones. Quien sólo mira la representación objetiva de una
pintura, pasa de largo por lo que constituye a la obra de arte en cuanto tal, y
las pinturas «sin objeto» de nuestros días hacen esto patente a cualquiera. El
valor informativo que tiene, por ejemplo, una fotografía en un catálogo de
flores es, con toda seguridad, mayor que el de la orgía de colores del cuadro
de una flor de Nolde. Inversamente, partiendo de aquí se puede comprender
por qué las composiciones colorísticas que han abandonado cualquier objeto,
19
pueden ser, no obstante, tan convincentes como, por ejemplo, una
naturaleza muerta flamenca que represente flores. Es cierto que parece
como si las insinuaciones de sentido, las resonancias, las posibilidades de
asociación estuviesen siempre puestas en juego en nuestra visión
acostumbrada a lo objetivo, pero no dirigen la atención a sí mismas, sino que
orientan nuestra mirada hacia nuevos ensamblajes ordenadores que
convierten a esas composiciones de color en un cuadro, en una imagen, sin
ser copia. Nada parecido ofrece el mundo práctico de la vida bajo el dominio
de sus fines. Lo mismo parece ocurrir en el caso de la palabra poética.
Siempre consta de palabras o de rudimentos de palabra que tienen
significados y nunca termina de formar la unidad de un todo discursivo o de
un todo de sentido, ni siquiera como poésie pure. La estructura ordenadora
en que son introducidas nunca es deducible del sentido habitual del discurso
sintáctico-gramatical que domina nuestras formas comunicativas.
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obra poética no es «más diciente» por poner en primer plano la forma y el
contenido: ars latet arte sua. La ciencia, con sus métodos, puede ocuparse
temáticamente de muchos aspectos de la obra de arte, pero no de la unidad
y del todo de su «enunciado».
Pero esto sería sólo un primer paso para desarrollar nuestro problema. Pues
ahora se plantea la pregunta: ¿cómo, por el lenguaje, se hace poético el
objeto representado poéticamente? Si consideramos que Aristóteles ha dicho
la frase más convincente, según la cual la poesía sería más filosófica que la
historia —y esto quiere decir que contiene más conocimiento real, más
verdad, pues no representa las cosas como han ocurrido, sino como podrían
ocurrir—, entonces se plantea la pregunta: ¿cómo hace esto la poesía? ¿Re-
presentando lo idealizado en vez de lo real-concreto? Pero entonces el
enigma consiste precisamente en por qué lo idealizado aparece en la poesía
precisamente como algo real concreto, como algo, sin duda, más real que lo
real y no como, por lo demás, ocurre con lo idealizado, aquejado por la
palidez de la idea orientada a lo universal. ¿Y cómo, además, todo lo que
resplandece en la poesía participa también de este transfigurarse en lo
esencial (a lo que difícilmente se le puede llamar lo «idealizado»)? Para
contestar a esta pregunta la múltiple diferenciación del discurso poético no
nos desconcierta. La pregunta hace que la tarea sea más unívoca. Sólo se
pregunta por lo que convierte en textos a todos estos modos de discurso, es
decir, por lo que les presta esa identidad lingüística «ideal» que los puede
convertir enteramente en «texto».
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del no-lenguaje de los simbolismos artificiales, cuyo uso sígnico es arbitrario
y posee las ventajas (y los inconvenientes) de la univocidad, en cuanto que
posee una relación fija respecto de lo designado. De esta manera, por
ejemplo, en ciencias naturales la publicación de los resultados se hace en
inglés. Pero también es interesante en cuanto caso límite, es decir, en cuanto
punto cero del grado de coherencia de la palabra individual que es propio de
los textos literarios de una manera sobresaliente. En ellos, la palabra tiene la
más extrema coherencia con el todo del texto. No queremos seguir
ocupándonos aquí del difícil problema de los diferentes grados de coherencia
dentro de la literatura. Su amplitud es patente en la intraducibilidad que
culmina en la poesía lírica y en la poésie pure. Las consideraciones siguientes
sólo pretenden explicar cómo se fijan los textos a su identidad lingüística y
venir a parar al «ser» de esos textos, es decir, a la «verdad de la palabra».
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compacidad de la coherencia que son posibles. Este sonido que se mantiene
firme une los elementos del discurso. Mantiene unida la construcción en
cuanto construcción de tal manera que se destaca frente a otros discursos
(de suerte que, por ejemplo, podemos distinguir una cita por el tono). Pero,
sobre todo, se destaca frente a cualquier discurso que no sea literatura y que
no tenga su sonoridad en sí mismo, sino que lo busca o lo encuentra fuera de
sí mismo.
En las preguntas críticas, los casos límite son siempre los más sugerentes.
Así por ejemplo, el modo en que Píndaro, en el contexto de sus cantos,
intercala el homenaje al vencedor, implica un momento ocasional. Pero la
fuerza y la coherencia de la formulación lingüística se muestra precisamente
en que la construcción poética sabe sostener esta dedicatoria plenamente, y
lo mismo ocurre en el caso de Hólderlin, quien, en sus himnos, sigue a
Píndaro. Todavía más sugerente que en esas secciones ocasionales de un
texto, se plantea la pregunta allí donde el texto mismo en conjunto refiere a
una realidad extralingüística, como en el caso de la novela histórica o del
drama histórico. No se puede creer, por ejemplo, que la auténtica obra
literaria hace desaparecer absolutamente esa referencia. Las exigencias de
la realidad histórica también resuenan, indudablemente, en el texto
construido. El asunto no es simplemente «inventado», e incluso la apelación
a la libertad poética, que se le concede al poeta, de cambiar las relaciones
reales que nos muestran las fuentes, confirma esto. Justamente que esté
obligado a cambiarlas, que esté obligado a imaginar toda suerte de eventos
hasta el límite de las auténticas relaciones históricas, prueba por el contrario
hasta qué punto la materia de la realidad histórica, también allí donde está
fijada fielmente, es superada en la formulación poética. Esto distingue este
caso de la envoltura artística que muestra el arte expositivo de un
historiador.
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y en extremo expresivo ejercicio de la comparación en Homero. En realidad,
la comparación y la metáfora están en Homero tan apoyados en el tono épico
del narrador que todos ellos forman un único mundo. La ironía poética, que
se basa en la tensión contrastadora de las comparaciones homéricas, de-
signa con precisión la perfección de su uniformidad. Así, se puede decir no
sólo del caso de Kafka, en quien el realismo ficticio de la narración da
motivos para ello, sino también de la palabra poética en conjunto, que tiene
el carácter de una metáfora «absoluta» (Allemann) frente a cualquier dis-
curso cotidiano. De manera que el discurso poético tiene el carácter de la
suspensión y de la ampulosidad que se lleva a efecto mediante la
neutralización de cualquier posición de ser y que lleva a cabo la
transformación en una construcción.
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manera que el «ruido» (Geräusch) es reforzado por ungeheure de tal modo
que murmura (rauscht) de nuevo, y mediante la consonancia de la erre en
Rausch y heuren son arriostrados de nuevo uno con el otro. Estos
arriostramientos dejan, por así decir, la palabra al arbitrio de sí misma y, con
ello, la habilitan para ser ella misma. Le permiten abrir de nuevo el juego con
otras palabras y no sin que entren en juego también las referencias de
sentido, por ejemplo, la vista de la costa del mar nórdico y su contramundo
sureño.6 A través de ello la palabra se vuelve más diciente y lo dicho es(tá),
de un modo más esencial, «ahí». Igual que he hablado, en otro contexto, de
la valencia de ser de la imagen,7 en cuanto que lo representado en la imagen
gana ser gracias a la imagen, así también quisiera ahora hablar de la
valencia de ser de la palabra. Naturalmente, hay una diferencia: no se trata
tanto de lo dicho en el sentido del contenido objetivo, cuyo ser se acrecienta,
cuanto del ser en total. En esto radica una diferencia esencial entre el modo
en que el mundo polícromo se transforma en la obra figurativa del arte y el
modo en que la palabra se sopesa y se pone en juego.
La palabra no es un elemento del mundo como son las formas y los colores,
dispuesto en un orden nuevo. Más bien cada palabra es, ella misma, ya
elemento de un orden nuevo y, por tanto, es ese orden mismo y en total. Allí
donde resuena una palabra está invocado el conjunto de un lenguaje y todo
lo que puede decir. Y el lenguaje sabe decirlo todo. De manera que en la
palabra «más diciente» no surge tanto un singular elemento de sentido del
mundo cuanto la presencia del todo suministrada por el lenguaje. Aristóteles
resaltó la vista porque este sentido admite la mayor parte de las diferencias,
pero tanto más y con mucha más razón el oído, porque el oído puede admitir,
sin duda alguna, todo lo distinguible por la vía del discurso. El «ahí» universal
del ser en la palabra es el milagro del lenguaje, y la más alta posibilidad del
decir consiste en retener su transcurso y su huida y en fijar la cercanía al ser.
Es la cercanía y la presencia, no de esto o aquello, sino de la posibilidad de
todo. Esto es lo que realmente caracteriza a la palabra poética. Se cumple en
sí misma, porque es el «mantenimiento de la proximidad», y se queda vacía,
se convierte en palabra vacía cuando queda reducida a su función sígníca,
que necesita por ello de la realización mediada comunicativamente.
Partiendo de la autorrealización de la palabra poética se vuelve claro por qué
el lenguaje puede ser un medio de información y no al contrario.
25
palabra filosófica, la frase especulativa, comparten verdaderamente el rasgo
distintivo de la palabra poética, el ser dicientes por antonomasia. Esta
reflexión nos conducirá a un último paso de nuestra exposición. El problema
es claro:’la leyenda oral no es escritura ni texto, aunque también hable a
través de la poesía y adopte en ella una configuración textual. En cuanto
leyenda oral, no parece todavía estar dotada en absoluto de la integridad de
la coherencia poético-lingüística, sino que se ve arrastrada de un lado a otro
de una corriente de sabiduría de origen primitivo, que se alimenta de la
memoria cultual. Con todo, parece razonable llamar a la «leyenda oral»
«enunciado» en un sentido eminente. Evidentemente, no lo es en la
organización lingüística de su modo narrativo, pero sí en su núcleo, el
nombre apelativo, cuyo secreto poder nominador impregna la narración de la
leyenda oral. Pues parece que la leyenda oral, que sale a la luz gracias a la
narración, se encuentra oculta en el nombre. Concuerda con esto el hecho de
que el nombre es siempre, por así decir, el punto negativo de la traducción,
esto es, de la posibilidad de separar el decir de lo dicho. Pero qué otra cosa
es el nombre sino la última solidificación en que la existencia obedece a sí
misma. Pues el nombre consiste en que uno o una obedece a él, y el nombre
propio es lo que uno es y el que desempeña nuestro lugar.8 Así también la
palabra de la poesía se desempeña a sí misma y se encuentra como ante su
auto desenvolvimiento en el discurso de la palabra reflexiva. La «sintaxis» de
la poesía consiste en estar «en la palabra». Los grados de coherencia de las
palabras determinan también los niveles de traducibilidad (compárese I. A.
Richards).
26
«enunciado». No sólo para Hegel y para su método dialéctico es válido que la
filosofía no progresa, sino que tiende a regresar a todos sus caminos y a
todos los rodeos que ha dado. El límite de la intraducibilidad, que designa la
adherencia del decir a lo dicho, se alcanza, aquí también, rápidamente.
Por ello, me parece que la palabra poética posee además, frente a cualquier
otra obra de arte, una determinación adicional. No sólo le corresponde la
impresionante proximidad de cualquier arte, sino que también tiene que, y
puede, conservar esta proximidad, es decir, mantener lo que sale al
encuentro. Pues hablar es expresar-se y salir al encuentro de sí mismo.
Tampoco la palabra poética puede dejar de ser discurso (o balbuceo), para
poner en juego, siempre de un modo nuevo, sus posibilidades de sentido.
¡Qué distinto es el sonido en el sistema de los sonidos! ¡Cómo está en su
lugar la obra figurativa o la obra arquitectónica! Me parece que la palabra
tiene, por así decir, su condensación en el mantenerse-en-sí y en el
comportar-se de la palabra poética, y esto quiere decir que es aquí donde
tiene su posibilidad más extrema. La palabra se consuma en la palabra
poética. Y se inserta en el pensamiento de quien piensa.
27
CAPÍTULO 2
LA VOZ Y EL LENGUAJE
(1981)
Un aspecto que surge por sí mismo, directamente en relación con el tema «la
voz y el lenguaje — el habla y el lenguaje», es la tríada de fenómenos hablar,
escribir y leer. Estos tres conceptos, que atraviesan, como experiencias y
modos de comportamiento, la totalidad del espacio entre la voz y el lenguaje,
no son simplemente una secuencia en la cual el primero sea el primero, el
segundo el segundo y el tercero el tercero. Se muestran más bien en un
peculiar entrelazamiento de unos con otros, tanto en sus operaciones propias
cuanto en la reflexión sobre la que propiamente son. Por tanto, quisiera
poner de relieve el significado esencial de la escritura para el lenguaje. Hablo
sólo de una tríada, y no del oír. Naturalmente, el oír es propio de todo lo que
sea lenguaje, hablado, escrito o secreto. Pero de qué manera el escribir y el
leer son propios del lenguaje es una cuestión sobre la que hay que
reflexionar.
Hay que recordar, en pocas palabras, la pérdida del intercambio vivo del
hablar que se le atribuye a la escritura y a la fijación escrita. En un famoso
pasaje del Fedro platónico se cuenta que el inventor de la escritura se
presentó ante el rey de Egipto para ensalzar ante él su más reciente
invención como, entre otras cosas, apoyo y reforzamiento de la memoria.
Pero el sabio rey de Egipto no está en absoluto satisfecho con esta
explicación y objeta: «No has inventado un medio para reforzar la memoria,
sino para debilitarla». En la época del Xerox, probablemente para todos
nosotros esta clara la verdad de esta sentencia real.
28
relación con la cuestión de hasta qué punto la posibilidad de la fijación
escrita del lenguaje proyecta una considerable y clarificadora luz sobre la
misma esencia del lenguaje. Ambos, la configuración fónica del discurso y la
configuración sígnica del escrito, tienen en sí, palmariamente, una idealidad
constituyente. La palabra «idealidad» tiene, a este respecto, un uso
meramente descriptivo. No se deberían condenar las verdades de Platón sólo
porque provengan de Platón. Es sencillamente verdadero que el lenguaje, por
su esencia y exactamente igual que la escritura, idealiza buscando
constantes esenciales en un espacio de juego enraizado en lo contingente y
lo variable.
29
convencional, como, por ejemplo, la sonrisa arcaica. Debo recordar que
Aristóteles, en su famosa definición del lenguaje, usa la expresión syntheke:10
κατά συντήκην significa «de acuerdo con la convención». Aristóteles rechaza,
con ello, ciertas teorías que creen erróneamente que el lenguaje y la
formación de las palabras se deben a una imitación natural, y subraya el
carácter convencional de todas las formas de comunicación lingüística. Este
convencionalismo es de tal naturaleza que la convención nunca puede ser
concertada como convención; nunca es resultado de un convenio. Es una
convención que, por así decir, se realiza como la esencia del entendimiento
mutuo y a través del entendimiento mutuo. No sería posible hablar si no
estuviésemos siempre concordando en el sentido apuntado y, sin embargo,
cuando aprendemos a hablar no comenzamos con una concordancia. Pero la
esencial conexión interior entre lenguaje y convención sólo dice que el
lenguaje es un acontecimiento comunicativo en que los hombres
concuerdan. Notoriamente, ésta es con exactitud la dimensión en que, desde
el inicio, marchan juntos ci lenguaje y la escritura y se relacionan mu-
tuamente.
30
cuando, en el contexto de la acción política, se dice en tono de crítica
despectiva que algo es «literatura»: se quiere decir, en realidad, que no es
posible aplicarlo en la práctica. El concepto «literatura» puede ser usado,
naturalmente, en un sentido mucho más amplio. Tenemos que abarcar con la
mirada toda la amplitud del concepto para ordenar nuestras ideas en este
asunto. De todos modos, yo diría que todos concordamos en que las notas
que están escritas aquí, en este pedazo de papel, no son literatura a pesar de
estar escritas. ¿Dónde radica la diferencia? Ostensiblemente, lo que está
escrito y no es ni pretende ser literatura tiene su propia demarcación
comunicativa y su propia función comunicativa. Gracias a esta función, la
escritura remite retrospectiva y específicamente a lo que se ha dicho o
querido decir originalmente. De modo que, en realidad, las notas que alguien
hace para sí mismo son ayudas mnemotécnicas y sirven para que lo que se
ha querido decir en el acto original del pensamiento o del habla sea, en
cierta medida, reproducible por el que ha escrito la nota. Esta relación se
invierte en el instante en que algo se convierte en literatura. Cuando leo un
libro, ya no se trata de que sea remitido al acto original del hablar o del
escribir, acaso a la voz real o a la esencia individual del escritor. Me
encuentro, en ese caso, inmerso en un acontecer comunicativo de un tipo
completamente distinto. Hablaremos pormenorizadamente de esto.
31
las cartas representan claramente la posibilidad de continuar y de seguir
tramando en cierto modo la conversación, todos conocemos los
malentendidos que pueden surgir, incluso entre amigos, en la correspon-
dencia, malentendidos que serían eliminados en el discurso vivo mediante
una auto-corrección inmediata. Fue también un conocido argumento de
Platón: lo escrito no puede acudir en ayuda de sí mismo y por eso está, sin
recursos, expuesto al abuso, a la tergiversación y al malentendido. Lo escrito,
incluso en el caso de las cartas, penetra en una zona determinada de
abstracción o de idealidad, aunque pretende ser aún, según su propia
concepción, la continuación de la conversación viva, o al menos motivo para
la reanudación de la conversación viva, en un mundo que, como el nuestro,
es más literario. Por el contrario, hay otras formas de la escritura a las que
llamo literatura en un sentido más amplio cuando, en lugar de, por ejemplo,
la nota, me refiero, si se me permite expresarme así, a la codificación. Uso
intencionadamente la expresión «codificación» sin pensar en la terminología
lingüística actual, sino teniendo presente sólo el uso lingüístico natural y su
fundamento, a saber: que lo escrito «está escrito», tal y como dice Lutero en
su traducción de la Biblia. Está escrito, ha alcanzado, gracias a su estar es-
crito, un estado definido y este estado quiere decir, claramente, que lo
escrito habla por sí mismo y que no sólo logra su fuerza enunciativa
retrocediendo a una situación hablada originaria. Este es el sentido de todas
las fijaciones que se realizan en nuestro mundo dominado por la escritura, en
las cuales se formula, por ejemplo, un acuerdo con fuerza jurídica. Debemos
admitir, a nuestro pesar, que la mayoría de las veces los documentos
antiguos de la humanidad no son elevadas obras del espíritu, sino contratos
de venta, listas de impuestos o, en el mejor de los casos, tablas legales. En
cualquier caso, son asuntos de carácter documental, en los cuales,
claramente, no se echa una mirada retrospectiva a una situación originaria
de habla, sino que se atiende a las implicaciones de lo establecido en el
documento. Esto posee un gran significado hermenéutico. Me limito a
recordar el hecho de que, en relación con lo escrito —el código, el libro de
leyes o lo que sea—, el jurista se cuida de remitir exclusivamente, para
interpretar la ley, a las intenciones del legislador. Cuando, por ejemplo, se
estudian las actas de las comisiones legislativas de los parlamentos
modernos, se da una forma secundaria y más que dudosa de facilitar la
interpretación de la ley. Quien tenga suficiente con reconstruir las
intenciones originarias del legislador, sería más bien un historiador y no un
jurista. Lo que le importa al jurista es la ratío legis. Esta es la función que
posee lo establecido por escrito, de acuerdo con su propio contenido, para ci
orden legal y su conservación.
Así, pues, constato que aquí se suceden dos formas distintas de relacionarse
la escritura con el lenguaje, una como sustituto de la conversación viva, la
32
otra casi algo así como una nueva creación, un ser-lenguaje de nuevo cuño
que, precisamente por estar escrito, ha alcanzado una exigencia de sentido y
una exigencia formal que no corresponde a la palabra hablada, que se
desvanece. Ahora bien, es claro que el concepto «literatura» está más
próximo a esta segunda forma en la que lo decisivo no es la referencia
retrospectiva a una situación originaria de habla, sino la referencia previa —
en este caso, a un correcto dejar que hable el texto y a una correcta
comprensión del texto—. Ya me he referido al hecho de que, partiendo de
aquí, se puede comprender muy bien por qué las llamadas «bellas letras»
cumplen con el sentido de literatura del modo más propio. Las bellas letras
se llaman «bellas» porque no están referidas al uso ni tampoco, por tanto, a
las consecuencias inmediatas de la acción. Se trata del antiguo concepto de
kalón y de artes liberales. Incluso en el caso del «saber» puede tener
también vigencia la libertad frente a lo útil y lo utilizable y, por consiguiente,
lo kalón. Lo que define enteramente el concepto de literatura es que no es
literatura de consumo.
11
Véase al respecto, en este mismo volumen, «El texto “eminente” y su verdad».
33
La escritura es, en resumidas cuentas, un fenómeno lingüístico porque lo que
está escrito se lee. Creo que merece la pena someter a un análisis más
exacto los modos y el proceso de la lectura. Soy consciente de que, de esa
manera, trato, en cierto modo, un tema opuesto al tema principal voix et
langage. Pero los temas opuestos tienen siempre la ventaja de establecer
delimitaciones que hacen visible también lo que cae fuera de lo delimitado.
Preguntamos, pues: ¿qué es la lectura? Quisiera resaltar una serie de
fenómenos que nos pueden aclarar, quizás, a todos de qué manera se
presenta, en cada caso, la ligazón regresiva de la escritura al lenguaje. Los
distingo siguiendo un orden. Ante todo una primera constatación: leer no es
deletrear. Mientras que se deletrea, no se puede leer. La lectura presupone
siempre determinados procesos anticipadores de la captación del sentido y
tiene, como tal y en sí misma, una determinada idealidad. Podemos leer los
manuscritos, a pesar de que todos tenemos nuestra propia e individual
caligrafía, y así también podemos pasar por alto los errores de impresión sin
interrumpir el proceso de la lectura. El demonio de las erratas es el
testimonio más conocido del consolador hecho de que estamos inmersos en
un contexto de comprensión y podemos pasar por alto la falta objetiva del
signo visible y leer con provecho. Naturalmente, esto tiene limites, pero estos
limites muestran, en alguna medida, la teleología del sentido que guía la
lectura.
Así, pues, hay formas intermedias que penetran en la conciencia desde los
primeros tiempos. No sólo existe el lector de la literatura escrita, sino
también el oyente de la literatura no escrita. Deberíamos reflexionar sobre el
fenómeno de la oral poetry. Una idea reciente muy importante es que la
tradición épica de los pueblos puede estar vigente, gracias a la oralidad,
durante muchísimo tiempo. La conocida investigación sobre las canciones
heroicas albanesas que, realizada en los Balcanes por una expedición
americana a comienzos de la década de los treinta, produjo unos resultados
tan sorprendentes, permite, por ejemplo, que el conjunto de la investigación
sobre Homero aparezca hoy bajo una nueva luz. Sabemos ahora mucho más
acerca de la perdurabilidad de las formas de tradición épica de carácter oral.
Cuento esto por mor de una importante cuestión que, según creo, es
normalmente pasada por alto. En mi opinión, el reciente entusiasmo por el
hecho de que ciertas tradiciones puedan mantenerse durante tanto tiempo
vigentes en forma oral ha oscurecido, por contra, qué vía hacia la escritura
se encuentra ya inserta en los medios lingüísticos de la oral poetry. Con ello,
no me refiero sólo a rasgos evidentes de carácter mnemotécnico, como la
métrica, las partículas expletivas o cosas parecidas, aunque las técnicas
mnemotécnicas también forman parte de esa vía. A este respecto, hay
fórmulas repetitivas, recurrencias portadoras del sentido, que fijan de un
modo determinado el acontecimiento de la recitación que se repite. Las
34
investigaciones en este ámbito son muy interesantes. Se ha mostrado que
también aquí la memoria legendaria posee una considerable precisión, pero
también un cierto espacio de juego que debe ser completado. Este espacio
de juego que debe ser completado es exactamente el mismo, aunque con un
mayor nivel de libertad, que tracé al principio cuando hablé del espacio de
juego en que se configuran todos los signos convencionales, tanto nuestros
sonidos cuanto nuestros signos escritos.
Así, pues, quisiera examinar una cierta gradación de problemas que tienen
un significado para nuestra relación con el lenguaje y con la tradición
lingüística de nuestra cultura, al cual acaso no siempre se le ha dedicado
suficiente atención. Me refiero a la gradación recitar, leer ante un público,
leer en voz alta y leer en silencio. Esta gradación tiene una lógica racional y
hay que preguntarse qué es lo que cambia en cada caso. Como se mostrará,
todas estas formas de lectura se diferencian más o menos, aunque con
carácter fundamental, del ideal inmediato del hablar reproductivo entendido
como un hablar nuevo, real. Leer ante un público no es hablar, aunque
adopte una configuración fónica. Más complicado es el caso de la recitación.
Uno puede preguntarse: ¿recitar es reproducir? Conocemos reproducciones
genuinas cuando, por ejemplo, habla el actor sobre el escenario. En este
caso, en efecto, es cierto que el verdadero actor «habla» realmente, a pesar
de estar limitado por un texto previo, mientras que el mal actor no; nos deja
siempre la impresión de estar diciendo la lección. Comienza siempre un
segundo antes de lo que debiera —un fenómeno conocido en el teatro—, y
uno nunca puede librarse de la sensación de que el mal actor conoce ya,
cuando habla, la palabra siguiente. Hablar significa, sin embargo, hablar
dentro de un espacio abierto. El verdadero actor reproduce un hablar ge-
nuino, de modo que uno olvida que le ha sido prescrito. Por consiguiente, el
arte de la improvisación es propio, en efecto, del buen actor, al menos en
ciertas formas de teatro. Pero también en el teatro literario el texto deja
abierto un espacio de juego que debe ser completado. Este contraste con el
arte del actor pone de manifiesto que incluso la recitación, que vuelve a dar
configuración fónica a un texto, todavía no es hablar, sino que, de algún
modo, es aún «leer». Todavía no es habla como la del actor que encarna su
papel. Cuando tiene éxito, el actor habla de verdad, es decir, rompe el
silencio o enmudece, toma la palabra o guarda silencio.
35
miedo y que incluso rompe a llorar cuando se trata de cualquier escena tris-
te. Evidentemente, Platón lo describe con conciencia crítica. Ve en ello una
determinada manifestación de la disolución de la tradición épica y religiosa
de la cultura helénica. El rapsoda se convierte en un virtuoso. El verdadero
rapsoda era un mero transmisor de los acontecimientos míticos y épicos y él
mismo no pretendía en absoluto ser mencionado. Por otro lado, habrá que
decir que el poeta profesional ya no es un mero narrador, sino que el narrar
empieza ya a someterse a determinadas condiciones literarias. Son cuestio-
nes difíciles las relativas a las relaciones entre el arte de narrar que se
manifiesta como obra literaria y el arte de narrar con que nos topamos fuera
del ámbito de la literatura. ¿Qué se traspasa del talento de un buen narrador
al arte narrativo de un novelista? Si es cierto que el narrar establece una de-
terminada relación con la escritura —o, al menos, con el texto memorístico—,
entonces se debe reflejar en las posibilidades de la literatura. Traigo a la
memoria el drama escrito para ser leído. No se trata de un drama que,
además, se lee, sino de un drama escrito para ser leído o, al menos, de un
drama cuya representación en el teatro fracasa. Pensemos, por ejemplo, en
Maeterlinck, cuyas notas escénicas excluyen ya toda ejecución, dada su
propia densidad lingüística. Por tanto, es intrínseco al recitar una referencia a
la lectura, ya sea en la oral poetry, en la tradición oral de la épica o en la
continuación de ésta. Por lo demás, nunca deberíamos olvidar que,
entretanto, con la oral poetry se ha puesto sobre el tapete una vasta
cuestión. Lo más importante no es si una tradición estuvo o no fijada por
escrito, sino si había sido propia de la declamación o sí hubo también
lectores que usaron directamente el texto sin la mediación del recitador, del
rapsoda. Me parece que el decir algo de memoria es el fenómeno en que
todo el problema del recitar alcanza su punto culminante. Esto fue antes para
la poesía, sin discusión, digno de la mayor estima y según mi propia
convicción sigue siéndolo. Una poesía que uno se sabe realmente de
memoria se recita, ya sea interiormente o en voz alta. No se reproduce. No
hay que dar nueva vida a no se sabe qué acto originario de habla, sino que
su única referencia radica en la misma idealidad del texto, su arte lingüístico
está, en efecto, documentado por su carácter escrito, pero vivo en la
memoria. Manifiestamente, en el saberse algo de memoria, este arte del
lenguaje está en su entera realidad. Desde hace tiempo me ocupa la cuestión
de hasta qué punto el recitar es propio del saberse algo de memoria. Esta es
la cuestión.
No creo que todas las poesías que alguien se sabe de memoria puedan
también decirse ante otros realmente. Hay poesías para ser recitadas. No me
refiero sólo a las que fueron ejecutadas originalmente, como la lírica coral,
por ejemplo, los himnos de Píndaro. ¿Qué ocurre en el caso de las poesías de
36
Horacio? Con más razón se pregunta uno si se puede recitar a Rilke (los
ejemplos que he presenciado me autorizan a dudar de ello).
Aún más clara es la relación de la voz con el texto en la lectura en voz alta.
En este caso, no se aspira a la espontaneidad del habla que es propia del
escenario. La lectura en voz alta debe hacer que se oiga como «texto» algo
que está escrito, lo cual presupone determinadas restricciones de la
espontaneidad del estar hablando. Es una cuestión de tacto y una cuestión
de comprensión. Conocemos demasiado bien lo que ocurre cuando se le pide
a un estudiante que lea en voz alta una determinada frase y no la ha
entendido. Entonces ninguno de los presentes comprende la frase. No se
37
puede comprender ninguna frase que se lea en voz alta sin que quien la lee
la haya comprendido. ¿Por qué es esto así? ¿Qué clase de «idealización» está
aquí presente que instituye la comunidad? Quisiera llamarla «idealización
hermenéutica», pues es dependiente de la comprensión, es una clase del
decir en voz alta, del estar diciendo y del estar hablando que es, por así
decir, sopesada por el sentido. «Con comprensión» no quiere decir
«expresivamente». La cosa sale bastante mal cuando uno lee
«expresivamente». El actor que encarna un papel debe dotar de fuerza
expresiva al personaje que representa, pero también y sólo en esa medida al
«texto». Pero quien lee en voz alta, ¿debe dar expresividad al texto, y hasta
qué punto, vinculándose retrospectivamente al hablante o al escritor
originarios? ¿No debe tener la expresividad que requiere, por ejemplo, un
texto narrativo, una especie de sentido y de claridad impersonales? Una
analogía tomada de las artes figurativas puede aclarar esto. A diferencia del
arte renacentista, encontramos en los pintores sieneses que el pliegue de las
vestiduras de un ángel puede ser extremadamente expresivo, mientras que
el rostro o la propia gesticulación no muestran en absoluto ninguna
«expresividad», ni siquiera los ojos. Algo de ese anonimato de la expresión se
encuentra en el estilo correcto de la lectura en voz alta de una narración. Sea
como fuere, el punto decisivo sobre el que quiero incidir es que cualquier
utilización de la voz se subordina a la lectura y tiene su medida en la
idealidad que sólo oye el oído interno, en el cual desaparece el carácter
contingente de la propia voz y de la propia manera de escribir.
38
en la representación magistral de un papel, siempre podemos percibir el
estilo del poeta en la manera de hablar del actor. En el caso de la lectura en
voz alta en que hay varios papeles repartidos, tiene que haber siempre, de
todos modos, algo de «lectura», y en el caso de los dramas leídos en voz alta
—que en otro tiempo fueron un acontecimiento social de gran resonancia;
menciono únicamente el caso de Ludwig Tieck— tampoco ocurre, sin duda,
que el hablante se pierda en el personaje, cuyas palabras está pronunciando
en ese momento. Sigue estando presente un cierto tono conjunto de lectura
en voz alta gracias a la misma voz, que sólo se modifica ligera y
característicamente y mantiene la presencia de un texto leído. Incluso en
casos raros como el de Tieck, que recitaba él solo todos los papeles de un
drama de Shakespeare, de manera que era casi como un locutor vivo con
papeles repartidos, había, sin duda, en comparación con el escenario, una
cierta reducción. Pues las lecturas en voz alta de Tieck tenían, ciertamente,
una particular uniformidad estilística. En el arte narrativo la cuestión tiene,
de nuevo, un aspecto diferente. En este caso, es seguro que hay que percibir
el estilo de un narrador, pero de manera que, casi sin advertirlo, uno siga la
narración olvidándose de sí mismo, aunque pueda maravillarse
posteriormente del arte lingüístico.
Esto tiene que ver ya, en la mayoría de los casos, con la lectura silenciosa.
No tengo claro ni sé hasta qué punto nos damos cuenta de esto. Pues,
¿desde cuándo leemos sin leer en voz alta? En la Antigüedad era natural leer
en voz alta. Lo sabemos por una sorprendente declaración que Agustín hizo
sobre Ambrosio. Pero sigamos: ¿desde cuándo «se» lee en silencio y no se es
oyente? ¿Desde cuándo tiene importancia para el que escribe que se lea en
silencio, sin leer sonidos? Creo que el escritor actual escribe para una clase
distinta de lectura de su arte lingüístico que cuando se trataba de la lectura
en voz alta. No se puede dudar de que el paso a una cultura de la lectura
generalizada, que modificó las formas estilísticas de la escritura, es
anticipado por los escritores. En la poesía se puede, a veces, apreciar esto,
por ejemplo, cuando estamos ante los anagramas de la poesía lírica barroca
que fueron también compuestos para el sentido de la vista. Del mismo modo
puede ser considerado el juego con el ajuste de impresión que Mallarmé
dispuso para Un Coup de Dés. Las composiciones visuales pueden estar al
servicio del oyente del lenguaje de la poesía, como requiere, por poner un
caso, el escrito de George, «declamar de memoria» con franqueza, para
distinguirse precisamente de las artes recitativas que tienden a la
teatralización.
39
construcción del lenguaje en el oído interno del lector y en su espíritu. 12 Se
dan, a este respecto, modificaciones, por ejemplo, el caso de la canción que
se canta, o de la poesía que uno se sabe de memoria y recita ante sí mismo;
y, por otro lado, la pura literatura para leer, por ejemplo, la novela. Aunque
algunas narraciones pueden requerir, al ser leídas, una ininterrumpida
secuencia temporal, el autor de una novela es consciente de la discon-
tinuidad con que debe contar la literatura narrativa en conjunto. Seguro que
Musil no esperaba que se leyese sin pausa su Hombre sin atributos. La
literatura épica se esfuerza por convertir la discontinuidad en una nueva
continuidad. Con ello cuenta, lo cual le confiere ciertas libertades en el trata-
miento de la secuencia temporal, pero también nuevas exigencias al arte de
escribir, por ejemplo, suscitar e incrementar el suspense. A diferencia de los
libros científicos, no es recomendable para una novela tener que repasar lo
ya leído. La configuración temporal de la lectura se corresponde en cierto
modo con la configuración temporal del texto. Pero no son la misma y, en
cualquier caso, no es una unidad que deba ser cumplida como en el caso de
la «lectura» de una poesía o de la audición de una pieza musical. Sin
embargo, a pesar de todas las diferencias, se impone un rasgo común.
Dilthey, por ejemplo, la ha llamado «estructura», entendiéndola como
centrarse en un punto medio y, en el moderno estructuralismo francés, se
sitúa completamente en primer plano. Así, el proceso de la lectura varía
según se interfiera la dimensión sucesiva del tiempo con la dimensión cíclica
del tiempo en el acto de leer. La estructura temporal de la lectura, como la
del habla, representa, pues, un amplio ámbito de problemas.
CAPÍTULO 3
OÍR - VER - LEER
(1984)
12
Más detalles respecto de esta cuestión en el artículo siguiente, «Oír —ver — leer».
40
sabemos lo que significa no comprender las palabras de uno mismo. Algo así
se dice cuando hay demasiado ruido en el ambiente. Con ello, uno refiere a
algo esencial, a saber, que no se comprende la palabra de uno mismo porque
no puede ver cómo la recibe el otro. Esto no quiere decir que haya que es-
cuchar las palabras de uno mismo, pero sí que hay que procurar que el otro
pueda oírlas. Lo que importa es que lleguen al destinatario. Incluso hay que
preguntarse si todo estancamiento en la comprensión de uno mismo —que
es, probablemente, una de las experiencias básicas que nos dan que pensar
— no será siempre una llegada a uno mismo que se retrasa.
Cuando considero el fenómeno del leer vinculado a los del oír y el ver, el
tema presenta dos aspectos, uno antropológico y otro poetológico. El aspecto
antropológico es antiquísimo. La rivalidad de estos nuestros dos sentidos
más humanos es un fenómeno conocido. Sabemos que un azor ve mejor y
que un gato oye mejor que cualquiera de nosotros. Pero el funcionamiento
combinado del oído y la vista distingue al hombre específicamente desde
antiguo. Oír no quiere decir sólo oír, sino que oír quiere decir oír palabras.
Aquí aparece una característica del oído. Así, en la conocida expresión que
afirma que uno se queda consternado, que uno pierde los sentidos (eínem
vergeht Hören und Sehen) el oído ocupa el primer lugar. Ciertamente,
Aristóteles tiene razón cuando, al comienzo de la Metafísica, dice que de
todos los sentidos del hombre el de la vista es el más importante, pues
presenta la mayor parte de las diferenciaciones, la mayor parte de las
diferencias y es, por ello, entre todos los sentidos, el más próximo al conocer,
al establecer diferencias. Aristóteles dice también algo respecto de la
primacía del oír. El oído puede recibir el discurso humano y su universalidad
lo sobrepasa todo.
El nexo entre leer y oír es evidente. Sólo en las fases tardías de nuestra
cultura europea ha sido, en general, posible leer sin hablar. Sabemos por un
pasaje de Agustín que el padre de la Iglesia Ambrosio quedó atónito ante el
hecho de poder leer sin hablar en voz alta. Recuerdo que, en mi juventud, el
41
profesor de alemán del Instituto de Breslau me observaba al principio con
desconfianza —hasta que se hubo convenido de mi inocencia— porque yo
siempre movía los labios al escribir, como si estuviese hablando. Quizá fue
una primera y temprana disposición al talento hermenéutico: cuando leo algo
quisiera siempre, además, oírlo. De lo que se trata es, pues, de volver a
convertir lo escrito en lenguaje y del oír asociado a esa reconversión.
42
Pero los diferentes modos en que lo legible se transforma en audible tienen,
evidentemente, un significado más amplio. Piénsese en la diferencia que hay
entre la manera de cantar ante el público de un rapsoda profesional o la
manera de entonar del recitador de un género determinado, por ejemplo, la
epopeya, o cómo se ejecuta la lírica coral. Lírica coral quiere decir que
muchos cantan y actúan conjuntamente.
Conecto aquí con investigaciones que realicé como joven docente en 1929
cuando, en el seminario de filosofía, a lo largo de todo un semestre, examiné
la cuestión: ¿qué es realmente la lectura: es una especie de representación
ante un escenario interior? Esa fue la denominación que le dio una vez
Goethe a la lectura. La expresión no está, por cierto, mal elegida, pues, al
leer, hay que crear un escenario si se quiere aquilatar o hacer presente la
articulación del lenguaje en toda su envergadura. Pero la comparación tiene,
evidentemente, límites muy estrechos. Esto quedará claro si menciono una
traducción como la que hizo Gundolf de Shakespeare. La utilizo como
ejemplo en este pequeño trabajo precisamente porque la última vez que oí
hablar a Rudolf Sühnel fue en una bonita conferencia sobre Gundolf. Mostró
entonces cómo la recepción alemana de Shakespeare estuvo, con creciente
intensidad, motivada por la época clásica de la cultura de la lectura y. en
consecuencia, por el escenario interior de la lectura. En el caso de Gundolf,
su poético trabajo de traducción se agudizó hasta el punto de convertirse en
una forma incapaz de ser representada en el teatro. Son cuestiones
interesantes. Goethe las ha considerado, por completo, en el mismo sentido
cuando, por ejemplo, dice que Shakespeare tiene reservado un lugar de
honor en la poesía y que su lugar en el teatro es más bien accidental y
extrínseco. La recepción que de Shakespeare hizo el clasicismo alemán
estuvo, en efecto, enteramente dominada por la palabra y dirigida al efecto
poético del lenguaje. Esto quiere decir, obviamente, que se basó
esencialmente en la lectura en voz alta. Goethe fue un lector sobresaliente
de sus propias poesías y sabemos que Ludwig Tieck fue un maestro
inigualable en la recitación de los dramas de Shakespeare. Pero, ¿qué clase
de lectura es esa lectura en voz alta? ¿Es mimo? ¿El ideal consiste en una
transformación total de la voz, de manera que se tenga la impresión de que,
sin interrupción, es realmente otra persona quien habla? ¿O es más bien una
ligera entonación en la dirección de las diferentes personas que hablan la
que se mantiene unida a la canción y a la melodía de la voz una de la obra
poética y de los que la recitan? Es claro que se trata de una forma intermedia
entre la ejecución real sobre el escenario y esa ejecución sobre el es-cenado
43
interior que, de ningún modo, es una ejecución, sino únicamente un oír
interior el hacerse sonido del lenguaje.
Ahora bien, para cualquiera es evidente que esto último es el rasgo distintivo
de la literatura. Es cierto que se llama literatura, pero su objeto es el
lenguaje y no la escritura. El lenguaje es la realidad propia de lo transmitido
en la literatura y es la máxima posibilidad de sustraerse a todo lo material y
de alcanzar, a partir de la realización lingüística del texto, una, por así decir,
nueva realidad de sentido y sonido. Todas las demás artes —el teatro,
naturalmente, también— están ligadas a condiciones limitadas
materialmente. Así, se puede decir de una pieza teatral que no es
representable, y ello quiere decir que las condiciones limitadoras que se ori-
ginan en el hecho de tener que transponerla a un modo de presentación
distinto que el del lenguaje atentan contra la soberanía del sentido que se
manifiesta en el lenguaje. Aquí se capta el núcleo del nexo interior entre el
leer y el oír. Donde tenemos que habérnoslas con literatura, la tensión entre
el signo mudo de la escritura y la audibilidad de todo lenguaje alcanza su
solución perfecta. No sólo se lee el sentido, también se oye.
No falta, pues, razón para hablar, como hace Goethe, de una ejecución
interior. Esto me lleva al segundo punto, el de la relación entre leer y ver. No
se trata, naturalmente, del sentido trivial —hay que ver para poder leer lo
escrito—, sino de que por medio de la lectura se despierta algo a lo que se le
da el nombre de «intuición». Se trata, en suma, del milagro de la fuerza
evocadora del lenguaje y de su perfeccionamiento en la fuerza evocadora de
la palabra poética. Se puede sencillamente decir que la palabra poética
prueba su autonomía por esta fuerza que posee. A quien, por ejemplo,
pretenda encontrar en la realidad el paisaje descrito en una poesía o en una
narración para comprender mejor la poesía, se le puede calificar de persona
trivial. La fuerza evocadora del lenguaje conduce más bien a una intuición y a
una claridad, que posee una enigmática presencia que da, directamente, fe
de sí misma.
Este es el segundo punto sobre el que quisiera hacer una observación porque
hace alusión a un problema reiteradamente discutido desde que Emil Staiger,
impresionado por las ideas de Heidegger, trató el tiempo como medio de la
imaginación poética. En la actualidad, la cuestión ha sido llevada al extremo
en la poetología post-estructuralista. En este contexto, se le levanta un
proceso a cualquier presente. Considero que esto es un malentendido.
Derrida ve en esa presencia una continuación de la metafísica griega.
Heidegger nos ha enseñado, en efecto, que la metafísica griega y su
comprensión del ser se concentran en el presente. Lo que está ante los ojos
en este momento, lo presente, constituye el carácter propio de la
44
comprensión griega del ser. Este modo temporal de la presencia del ser
contradice, efectivamente, la temporalidad del hablar y del oír, que incluye la
sucesión. Pero hay que considerar que esto mismo es válido para la intuición
que suscita el habla. El mismo Goethe distingue, en el contexto de su
pequeño ensayo sobre Shakespeare, entre el sentido de la vista, del ojo
corporal, y el sentido interior, al que sólo se puede acceder adecuadamente a
través de la palabra. Aquí se encuentra nuestro problema: ¿En qué consiste y
cómo se constituye el carácter intuible que sabemos apreciar como calidad
de la expresión lingüística, no sólo en el poeta, sino también en cualquiera
que usa el lenguaje?
Por cierto, ¿qué quiere decir aquí comprender? Seguramente tenemos que
habérnoslas aquí con un continuo que va desde la más vaga suposición del
sentido a un concebir susceptible de dar cuenta de sí. El caso más llamativo
y extremo se da allí donde no sólo se lee o se recita, sino que se representa
45
teatro en toda regla. Los distintos grados de comprensión que, por ejemplo,
venían a coincidir en el juicio concordante del público del teatro ático, no son
meras extensiones de una comprensión parcial en dirección al ideal de la
comprensión perfecta. Los grados están más bien dispuestos
concéntricamente unos dentro de los otros. También el actor de hoy se sitúa
siempre dentro de este espacio de variación entre la «actuación según
medida» y la interpretación consciente. Tenemos noticia de esto por los
ejemplos contrarios, como la recitación memorística de poesías que tuvimos
que hacer cuando éramos niños pequeños en el cumpleaños de nuestros
padres. Es una suerte de declamación que no es tal. Pues, en este caso, la
ejecución del lenguaje se abandona por completo al extremo de la forma
mecánica de la memorización y no queda depositada en un acto
comprensivo, que no es imitación, sino «formación según medida», una
ejecución completa. De manera que es evidente la diferencia esencial que
hay entre la configuración temporal del carácter intuible del presente y
aquella configuración temporal de la sucesión, de lo uno después de lo otro,
cuya expresión pura se encuentra en el tiempo fisicalista, en el tiempo
medido.
46
dimensión del tiempo. Para esta física de las apariencias es válido también lo
repentino del cambio brusco. Pues bien, eso repentino del cambio brusco se
da también en cualquier comprensión. Tenemos experiencia de ello cuando
escuchamos una sencilla comunicación en la vida cotidiana. Prestamos
atención hasta que lo «tenemos». En el momento en que lo «tenemos»
aparece, por así decir, la totalidad. A las personas impacientes ni siquiera les
gusta que el otro siga hablando hasta el final.
47
difícil evitar el ruido de la rima. Pero también se da el mismo abuso en
relación con otros medios artísticos, por ejemplo, en la asonancia que sigue
las reglas de la aliteración. En realidad, la particularidad de la construcción
poética es siempre una defensa frente al deterioro del lenguaje. Pero el
deterioro del lenguaje significa que el lenguaje no siempre rinde lo que
puede: crear una nueva presencia, una nueva familiaridad que no se deterio-
re, sino que constantemente gane en profundidad. Ciertamente, en esto
queda incluido el que las palabras no son primero registradas en la
exterioridad del sonido, a continuación en su ser soportes de significados y
después en el marco de un contexto significativo, y así, poco a poco, son
dispuestas en una totalidad. Más bien ocurre que la unidad efectual de
sentido y sonido, que se sostiene como un todo, está ya inserta en cada
palabra. Pero este estar inserto de la totalidad en todo lo particular de la
construcción engloba el que lo que esta construcción realiza desaparece
completamente en ella, igual que quien intuye en la intuición o quien canta
en su canción. En esto está encerrado el verdadero sentido del saberse de
memoria la poesía. El que la presencia de la palabra poética esté,
constantemente, recién llegada es lo que nos hace encontrarnos plenamente
en casa. En efecto, hablamos de saberse una poesía de memoria y también
de sabérsela interiormente, y esto es el estar en casa, el habitar en algún
sitio que, por lo demás, hace posible también la superación de la extrañeza.
Goethe usó una vez «habitar» en este contexto. Heidegger la ha tratado
expresamente. De manera que, al final, el tema «oír — ver — leer», en las
limitaciones que le son propias y en la indisolubilidad de los distintos
aspectos en que se presenta, se plantea en un contexto más amplio. Toda
nuestra experiencia es lectura, elección de aquello sobre lo que nos
concentramos y estar familiarizados, por la re-lectura, con la totalidad así
articulada. También la lectura que nos familiariza con la poesía permite que
la existencia se vuelva habitable.
CAPÍTULO 4
LEER ES COMO TRADUCIR
(1989)
48
aproximaciones al lenguaje realmente vivo que salen al paso como
traducciones. Se soportan cada vez con más dificultad y, para colino, son
cada vez más difíciles de comprender.
49
sigue el otro ni tampoco puede seguir ayudando donde falta la fuerza
persuasiva. El escritor debe extraer de los signos petrificados de la escritura
toda la fuerza persuasiva que pueda. La articulación, la modulación, el ritmo
del discurso, intenso o suave, el énfasis, ligeras alusiones y, por fin, el medio
más fuerte de todo discurso persuasivo, el titubeo, la pausa, el buscar y
encontrar la palabra —y es entonces como un golpe de fortuna del que el
oyente, con un sobresalto casi placentero, recibe parte—, todo ello debe ser
sustituido por no otra cosa que signos escritos. En este respecto, muchos de
nosotros no somos verdaderos escritores, verdaderos conocedores y artífices
del lenguaje, sino sólidos científicos, investigadores que se han atrevido a
aventurarse en lo desconocido y que quieren relatar qué aspecto presenta lo
desconocido y cómo suceden allí las cosas.
Esto último es lo más difícil de todo. Uno se arriesga a ser más tonto que el
otro cuando pretende expresar convincentemente lo que quiere decir el texto
leído a partir de la propia visión, más amplia y abarcante, y de una compren-
sión más sagaz, y no se da cuenta de lo fácil que es mal interpretar
introduciendo supuestos que no están en el texto. La lectura y la traducción
tienen que superar una distancia. Éste es el hecho hermenéutico
fundamental. Como yo mismo he mostrado, cualquier distancia, y no sólo la
distancia temporal, significa mucho para la comprensión, pérdida y ganancia.
A veces puede parecer que no se presentan dificultades cuando no se trata
en absoluto de la superación de la distancia temporal, sino sólo de la
traducción de una lengua a otra en escritos contemporáneos. En realidad, en
este caso el traductor se expone al mismo peligro que cualquier poeta, que
se ve amenazado constantemente por la recaída en la lengua cotidiana o en
la imitación de modelos poéticos agotados. Esto vale para el traductor en los
dos casos, pero también para el lector. A ambos llegan constantemente ofer-
tas procedentes del trato humano, de la conversación y de las habladurías,
tanto para la propia voluntad de configuración del traductor como para la
voluntad de comprensión del lector. Pueden servir de inspiración, pero
también pueden desconcertar. Con todo ello, el traductor debe despachar su
trabajo. Leer textos traducidos es, en general, decepcionante. Falta el hálito
de quien habla, que inspira la comprensión. Le falta al lenguaje el volumen
del original. Pero, con todo, precisamente por ello, las traducciones son a
50
veces, para quien conoce el original, verdaderas ayudas a la comprensión.
Las traducciones de escritores griegos o latinos al francés o de escritores
alemanes al inglés tienen, con frecuencia, una univocidad asombrosa y
clarificadora. Esto puede ser una ganancia, ¿no?
51
puede prescindir o incluso sospechar. Es un factor que constituye la legibili-
dad, y, por consiguiente, representa obviamente una tarea infinita de
aproximación. No es únicamente una cuestión de técnica manual. Mucho, o
casi todo, lo que como autor o como traductor (e incluso como lector) se
puede desear es una traducción legible, si, además, es en alguna medida
«fiable». La situación es, a pesar de todo, completamente distinta cuando la
tarea consiste en traducir textos verdaderamente poéticos. En este caso,
siempre se da un término medio entre traducir e imitar la poesía.
El arte salva todas las distancias, también la distancia temporal. Así que el
traductor de textos poéticos se encuentra en una identificación coetánea,
para él inconsciente, lo cual exige de él una configuración nueva y propia
que, no obstante, debe reproducir el modelo. Completamente distinta es la
situación para el simple lector, cuya formación histórica o humanística (o las
deficiencias de la misma) despiertan en él la conciencia de una distancia
temporal. Como lectores, somos más o menos conscientes de ello cuando te-
nemos que habérnoslas con traducciones de la literatura clásica griega o
latina o de la historia de la literatura moderna. En estos casos, los textos han
sido, a través de los siglos, objeto de tales esfuerzos que arrastran tras de sí
un completo elenco de traducciones literarias desde hace al menos dos-
cientos años. En esta historia, como lectores con sentido histórico, nos
percatamos de cómo se ha sedimentado la literatura del presente del
traductor de entonces en esa configuración de traducciones. Esa presencia
de toda una historia de traducciones, que muestra diversas traducciones del
mismo texto, aligera, en cierto sentido, la tarea del nuevo traductor y, sin
embargo es también una exigencia que apenas puede ser satisfecha. La
traducción antigua tiene su pátina.
52
Por otra parte, una cuestión particular es la que afecta a la traducción de
narraciones. A este respecto, apenas hay que esperar acuerdo acerca de los
objetivos de una traducción. ¿El objetivo es la fidelidad a la palabra, o al
sentido, o la fidelidad a la forma? Esto es válido casi en los mismos términos
para cualquier prosa «elevada». ¿Cuál es el objetivo? Cuando se piensa en
las grandes traducciones literarias, que trajeron, por ejemplo, la novela
inglesa a Alemania, o en las traducciones de las grandes novelas rusas a
otras lenguas del mundo, se ve en seguida que la pérdida de lo propio, de la
cercanía al pueblo y de la fuerza, que inevitablemente se produce, apenas
entra en consideración frente a la presencia de lo narrado. Cómo se eligen
las palabras con que se narra no es tan importante. Lo que importa es el
carácter intuible, la densidad del suspense, la hondura de alma, la magia del
mundo. El arte de las grandes narraciones es un extraño milagro que, incluso
en las traducciones, apenas mengua. Los conocedores de la lengua rusa le
aseguran a uno que la traducción alemana de Dostoievski en la edición de
Piper (de Rahsin) es poco adecuada, por su fluidez y legibilidad, al estilo
entrecortado, escabroso y descuidado de Dostoievski.
53
puede arriesgar la siguiente paradoja: cualquier lector es un medio traductor.
¿En el fondo, no es, de veras, el mayor milagro el que, en fin, se pueda
superar la distancia entre las letras y el habla viva, incluso cuando «sólo» se
trate de la misma lengua? ¿No es más bien leyendo traducciones como se
supera la distancia entre dos lenguas distintas? Sea como sea, la lectura
supera tanto un alejamiento como el otro, el que se da entre texto y habla.
Pero, ¿qué ocurre con la poesía, que no sólo ha de ser leída y comprendida,
sino también oída? Respecto de esto, los traductores no saben qué decir, el
latín que saben no les sirve para nada. Lo que alegan sigue siendo eso, latín.
Hay, ciertamente, casos especiales. Si un verdadero poeta traduce los versos
de otro poeta a su propia lengua, el resultado puede ser una verdadera
poesía. Pero entonces es más bien casi una poesía propia, no la poesía del
autor original. Las traducciones que George hizo de Baudelaire, ¿son aún Las
flores del mal? Antes bien, ¿no resuenan como si fuesen los primeros acordes
de una nueva juventud? ¿Y las traducciones que Rilke hizo de Valéry? ¿Dónde
queda la transparencia y la aspereza de Provenza en las maravillosamente
delicadas meditaciones de Rilke sobre El cementerio marino? Haríamos bien
en llamar a cosas parecidas a éstas no tanto traducciones de poesías cuanto
adaptaciones de poesías. Más bien podrían considerarse como una
traducción poética las partes de la Divina comedía venidas al alemán por
Stefan George. En general, un poeta verdadero puede hacer de traductor
¡sólo cuando la poesía elegida por él puede insertarse en su propia obra
poética. Sólo entonces podrá imponer su tono propio, también cuando
traduce. El tono es, para el poeta verdadero, su segunda naturaleza. La
consecuencia es, pues, que cuando un traductor, que no es un verdadero
poeta, toma prestados equivalentes poéticos de su propia lengua y hace de
ellos, artificialmente, un lenguaje «poético», siempre suena a latín o a chino,
es decir, artificioso y extraño. Por mucho que suenen, entremedias,
reminiscencias poéticas y preciosidades lingüísticas de la lengua a que se
traduce, falta el tono, el τόνος, la cuerda tensada que debe temblar bajo las
palabras y los sonidos, si es que ha de ser música. Cómo podría ser de otro
modo.
54
No sólo hay que encontrar equivalencias para los significados de las
palabras, sino también para los sonidos. Pero no, ni las palabras (por mucho
que equivalgan) ni los sonidos (por mucho que agraden) podrían rendir como
se pretende. Los versos son frases. Pero no, ni siquiera es esto. Son versos, y
el conjunto es una poesía, un canto, una melodía —aunque ni siquiera debe
ser una melodía lo que se repite—. Siempre será una resonancia, un sonido
con sentido, uno solo o muchos, una armonía oculta que es más sólida que
otra manifiesta, como sabía Heráclito.
De manera que deberíamos sentir admiración por todos los traductores que
no nos oculten completamente la distancia con el original pero que, no
obstante, sean capaces de salvarla. Son casi intérpretes. Pero son más que
intérpretes. El mayor orgullo del intérprete sólo puede ser que nuestra
interpretación sea una simple interlocución y que se inserte como si fuese de
suyo en la relectura del texto original y desaparezca. Por el contrario, la
huella copoetizadora que el traductor deja para toda nuestra lectura y
nuestra comprensión sigue siendo un arco sólidamente asentado, un puente
transitable en ambos sentidos. La traducción es, por así decir, un puente
entre dos lenguas como el que está tendido entre dos orillas de un mismo
país. Esos puentes están transitados permanentemente y con fluidez. Esto es
lo que distingue al traductor. No hay que esperar a ningún barquero que le
traduzca a uno. Naturalmente, alguien necesitará ayuda para encontrar el
camino que conduce al otro lado, pero después seguirá siendo un caminante
solitario. Quizá más adelante, de nuevo, encuentre a uno que le ayude a leer
y a comprender. Cada lectura de una poesía es una traducción. «Cada poesía
es una lectura de la realidad, esta lectura es una traducción que transforma
la poesía del poeta en la poesía del lector» (Octavio Paz).
CAPÍTULO 5
EL TEXTO «EMINENTE» Y SU VERDAD
(1986)
Este tema, así formulado, parece una paradoja. La poesía nos sale al paso
como tradición literaria o, al menos, ingresa en ella. En un sentido esencial,
por exigencia propia, la poesía es texto, es decir, un texto que no remite a la
fijación de un discurso pensado o dicho, sino que, separado de su origen,
reclama una validez propia que, por su parte, es una instancia última para el
lector o para el intérprete. Pero entonces parece que la pregunta por la
verdad yerra el camino, Precisamente aquí no se da lo que otras veces puede
justificar la pretensión de verdad de los enunciados, la relación con la
«realidad», lo que se acostumbra a llamar «referencia». Un texto es poético
55
cuando no admite en absoluto esa relación con la realidad o cuando, a lo
sumo, lo admite en un sentido secundario. Así ocurre con todos los textos
que incluimos en la «literatura». La obra de arte lingüística posee una
autonomía propia, que significa que aquélla se encuentra liberada
expresamente de la pregunta por la verdad que, sin ese requisito, cualifica a
los enunciados, ya sean hablados o escritos, como verdaderos o falsos. ¿Qué
puede entonces significar que se pregunte por la verdad de esos textos?
Evidentemente, no puede tratarse de que en ellos figuren enunciados y se
transmitan conocimientos cuya verdad podamos conocer en cualquier otro
sitio. El texto en cuanto tal no depende de ese reconocimiento.
56
lo reconoció como figura del espíritu absoluto que, naturalmente, sólo
presentaba lo verdadero en la forma de la intuición y no en la del concepto.
57
gesticulación, etc., se articule a sí mismo y haga presente lo que se ha
querido decir.13 Que el volver a hacer hablar al texto, por ejemplo, en la
lectura en voz alta, conlleve nuevos problemas relativos a la «praxis de la
ejecución», no cambia nada de la «idealidad» del texto. La escritura y la lec-
tura coordinada con ella son, por tanto, el resultado de una abstracción
idealizadora. En el caso de la escritura fonética esto es particularmente
patente, pues es una abstracción genial en la que ninguna referencia
figurativa a la realidad interfiere en lo que se ha querido decir. La
comunicación logra, con ello, un nuevo alcance. El texto escrito es accesible,
sobrepasando el espacio y el tiempo, a todos los que conocen un lenguaje y
una escritura; y lo es, además, como documento auténtico y no como la
aproximación que representa una copia.
Literatura quiere decir «bellas letras». No todo lo que sirve para divertir al
público lector forma parte de ellas, por no hablar de los textos científicos o
de los textos de uso práctico en cualquier ámbito. Formar parte de la
literatura, ser un texto literario, es una distinción. La palabra «literatura» es
especialmente sugerente. Lo que pertenece a la literatura no se define por
estar escrito, sino porque, a pesar de estar «sólo» escrito, le corresponde una
entidad propia que abarca todo lo que entra en cuenta: como un obispado,
un principado, la Antigüedad, la cristiandad, la época heroica, dicho
brevemente: como la riqueza, que engloba en si misma todo lo que forma
parte de ella. Evidentemente, esto incluye el que un texto erija una
pretensión de validez independientemente de su contenido y no sólo
satisface una necesidad coetánea de información. Al menos según sus
propias pretensiones, sobrepasa cualquier destino u ocasión limitados. Como
obra de arte lingüística, es «eminente».
13
Véase a este respecto el texto anterior «La voz y el lenguaje».
58
Incluso las canciones, que no han sido creadas para ser cantadas una sola
vez, parecen estar de camino en dos direcciones, la de la poesía y la de la
música. Cuando son compuestas, sus «textos», en cuanto que son textos
para canciones, apenas se cuentan entre la literatura, pero sólo porque son,
en realidad, más y caen del lado del repertorio clásico de la música, del que
no hay que separarlas.
59
Esta no es consecuencia de un estilo elegido o de una estilización, sino
expresión directa de las posibilidades estructurales de la configuración que
se le imponen obligatoriamente al lector, igual que al autor. Se puede,
siguiendo a Paul Valéry, practicar el cálculo de esta estructuración como un
juego matemático, pero la configuración que, sea como fuere, surge y el
hecho de que, a fin de cuentas, surja una configuración, que se mantiene y
tiene una sólida estabilidad, es algo que sencillamente tiene que aceptar el
calculador más racionalista, que es consciente de su sobria acción. No es un
proceso enigmático que admita descripciones, por ejemplo, mediante una
teoría del genio, sino que corresponde directamente a nuestra temporalidad.
Como toda lectura, también la escritura es una figura temporal discontinua.
Su configuración última es que «ella» está ahí, separada del proceso de su
producción y que sólo está propiamente «ahí» como la obra que es. Así, a fin
de cuentas, una obra de arte literaria sólo está terminada cuando al artista
ya no le fue posible reanudar el trabajo en ella. Esta es la respuesta que
debió darse Paul Valéry y la que, en cualquier caso, da Goethe con sus
fragmentos completos (por ejemplo, Prometeo, El regreso de Pandora, La
flauta mágica. Segunda parte, a los que he dedicado un estudio separado).14
La estética informática moderna, que se vanagloria de poder producir poesía
por ordenador, confirma nolens volens esto mismo. Olvida que tiene que ser
uno quien, de entre la maquinal producción en serie de una gran cantidad de
versos, escoja y seleccione lo que tiene visos de ser poesía. Cualquier lector
de una poesía lograda sabe de esta instancia legitimadora definitiva, sobre
todo por la experiencia de que sólo el oído interno, y no, por muy adecuada
que sea, cualquier reproducción de una poesía por medio de la voz, puede
hacer audible la pura idealidad de la configuración. Es como si la
contingencia de lo material, que es inherente a la voz que recita, a su
entonación y modulación, a la elección de su ritmo, a la construcción de las
frases y a la posición de los acentos, hiciera perceptible un resto insoportable
de arbitrariedad y capricho que el oído interno, que es, todo él, sólo oído,
rechaza. Sólo en el oído interno son plenamente uno la referencia de sentido
y la forma del sonido.
60
Las artes reproductivas, el teatro y la música sobre todo, tienen la tarea de
representar expresamente su modelo textual a través de una peculiar
recreación en una materia sensorial contingente. Éste es su rasgo distintivo,
lo cual significa que, en cuanto que son interpretaciones, como efectivamen-
te también se las denomina, poseen el carácter de una creación propia. Pero
también esta creación propia queda sometida, por su parte, al juicio del oído
interno, y esto quiere, a fin de cuentas, decir: a la indestructible (y con tanta
facilidad destruida) figura propia de la configuración. Existe aquí,
innegablemente, un antagonismo entre ambas especies de creación, la
literaria y la escénica. Ambas están sujetas a leyes propias. Pero donde
actúan conjuntamente, como es el caso del denominado teatro literario, la
segunda creación queda sometida a la primera. Se trata de una verdad
hermenéutica que, ciertamente, puede ser vulnerada; y, hoy en día, el
hombre de teatro se inclina a poner por encima de las leyes del texto poético
las del teatro. Pero en lo que afecta al teatro literario, no se puede negar la
regla hermenéutica descrita.
61
siempre pueden ser verdaderos o falsos cuando se los convierte en el
contenido de un verdadero enunciado, pero que la construcción misma no
posee, de ningún modo, esa referencia al mundo. Un texto poético habla con
verdad o con falsedad, sin distinciones intermedias. A su modo, es
verdadero.
Existe, en relación con esto, una clara diferencia entre las configuraciones
poéticas de calidad inferior y las que enjuiciamos como cursis. Sólo de estas
últimas diríamos que son contrarias a la verdad. Esto afecta también,
obviamente, a los casos en que formas del decir poético tomadas
exteriormente son puestas al servicio de contenidos que no están
legitimados bajo el punto de vista del arte, sino por intereses de otra especie.
Piénsese en la cursilería religiosa o patriótica.
¿No se deduce de todo esto que la palabra poética, más allá de la pregunta
por su calidad o por su perfección artística, posee una suerte de veracidad y
que, donde hay veracidad (o falta de ella), no debe entrar en juego la
pregunta por la verdad?16 Ciertamente, aunque todos nos inclinamos a negar
la veracidad de ciertas creaciones literarias, aunque posean cierta calidad,
cuando, por ejemplo, dotados escritores ceden a presiones ideológicas y
crean un producto de acuerdo con los deseos oficiales, esta cuestión se
complica enormemente cuando, como lectores instruidos, no enjuiciamos
partiendo del presente y de sus condiciones, sino que vemos y enjuiciamos
un texto a la luz de las creaciones «clásicas» del arte poético.
16
Véase también «Über den Beitrag der Dichtkunst bei der Suche nach der Wahrheit» (Sobre la contribución del arte
poético a la búsqueda de la de la verdad». En Gesammelte Werke, vol. 8, Tubinga, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1993, págs.
70-79.
62
Sin embargo, también las obras clásicas pertenecen, como el ¿a en que nos
encontramos, a nuestro propio presente. Con ello se está afirmando que
desde que no nos apoyamos en la herencia, común a todos, de la tradición
antigua y cristiana, en que el arte se insertaba de un modo natural, la
imaginación creadora de los artistas, como la de cualesquiera otros, se
encuentra bajo una creciente presión que se origina en la simultaneidad del
arte y en la universalidad de nuestra comprensión artística. Los artistas están
expuestos a una nueva tentación: la tentación de la imitación, a la que con
connotaciones peyorativas, denominamos también imitatio. La imitación y el
seguimiento fiel, por ejemplo, en la forma de la sucesión de maestros y
discípulos y discípulos de discípulos, fue, sin duda, la ley de la vida, en
constante movimiento, de toda cultura. Pero donde se aceptaba de un modo
natural, dejaba lugar precisamente para la manifestación más auténtica de
uno mismo. Por contra, la imitatio está (como su contrario: la originalidad
buscada), en realidad, —así caracterizó Platón al arte— «triplemente alejada
de la verdad». Donde más se nota la coacción de la imitatio es en las tareas
que impone la traducción literaria:17 la coacción del verso, la coacción de la
rima, la coacción de la materia, fuerzan al traductor, consciente o
inconscientemente, a la mera imitatío de modelos poéticos de la propia
lengua, para llevar al texto de la lengua extranjera a una suerte de ac-
tualidad poética.
Además, sabemos, por así decir, ya de antemano que lo que nos impresiona
cuando nos sale al paso en la distancia de la lejanía histórica tendría, como
creación actual, un efecto poco veraz. Géneros enteros de una acreditada
tradición del arte poético están hoy casi extinguidos y no nos conceden la
esperanza de un resurgimiento. Así, Lukács basó, con razón, la teoría de la
novela en la extinción de la continuidad mítica de la épica en verso. Dante o
Milton o Klopstock pudieron todavía recibir el género de la epopeya en verso
formado por Homero y Virgilio. Esta época se habría propuesto trasladar a lo
propio la herencia antigua de la tragedia y la comedia griegas y romanas y,
en fin, reconducirlas a la forma de la tragedia burguesa. ¿No debemos
aceptar que esto ya no funciona hoy o que sólo se logra en forma paródica
porque, sencillamente, no todo es posible en todos los tiempos? ¿Y no se
basa la verdad del arte precisamente en que muestra esa limitación? Que la
literatura de nuestro siglo haya sido acuñada por autores como Proust, Joyce,
Beckett, que disolvieron los conceptos narrativos de acción, carácter,
secuencia temporal, que el héroe de una gran novela inacabada, y
probablemente inacabable, pudiese ser El hombre sin atributos o que un
poeta hermético como Paul Celan nos ponga ante la cuestión «¿Quién soy yo
y quién eres tú?», como si fuese un enigma insoluble, en todo ello se expresa
una norma de veracidad y de verdad, que corresponde a la esencia de la
17
Véase al respecto el anterior «Leer es como traducir»
63
poesía. Esa norma caracteriza el que en la poesía se anula la distancia del
querer decir y que, precisamente por ello, lo que se representa como
lenguaje dice más de lo que puede decir el decir. Es la forma enigmática de
la no-distinción entre lo dicho y el cómo del ser-dicho, que presta al arte su
unidad y ligereza especificas y, con ello, sencillamente, un modo propio de
ser verdadero. El lenguaje se recusa a sí mismo y resiste al capricho, a la
arbitrariedad y al dejarse seducir a sí mismo. Así que, también en un tiempo
indigente, el mensaje de la poesía sigue siendo mensaje, aunque en la forma
negativa de la recusación.
64
CAPÍTULO 6
LA DIVERSIDAD DE LAS LENGUAS
Y LA COMPRENSIÓN DEL MUNDO
Una conferencia en el Studiurn-generale
(1990)
65
confundamos su lenguaje, de modo que cada cual no entienda el
de su prójimo». Y desde aquel punto los desperdigó Yahveh por
toda la faz de la tierra, y dejaron de eficiar la ciudad.18
Mi tarea como filósofo es clarificar los conceptos con los que aquí
trabajamos. A este respecto cabe plantearse varias preguntas: ¿Qué es el
lenguaje? ¿Qué es el mundo? Y ¿qué significa aquí múltiple (vieles) y qué es
uno (eines)? La torre de Babel repite, en una forma invertida, el problema de
la unidad y la pluralidad (Víelheit). Ahí la unidad representa el peligro y la
pluralidad su conjuración. El relato aparece completamente aislado en el
contexto narrativo del primer libro de Moisés, y seguramente es parte del
material más antiguo. Los estudiosos del Antiguo Testamento sabrán de
dónde procede, pero, en cualquier caso, posee un trasfondo tan expresivo
que apenas se puede eludir la actualización del relato.
Por consiguiente, planteo tales preguntas con total independencia de este
relato y no con el propósito de interpretarlo. Quiero decir con ello que es lo
bastante conmovedor como para que cada cual pueda escucharlo con oídos
de hoy. Si tomamos este relato como punto de partida, entonces, con miras a
la diversidad de las lenguas entre los hombres, deberíamos preguntamos:
¿qué aspecto tiene la torre de Babel, o lo que se le parezca, en nuestro
mundo?
66
legitimado, por así decirlo, el logos, la lógica y, por tanto, las consecuencias
necesarias del pensamiento en su abstracción sin miramientos. ¿No es la
matemática el lenguaje unitario de la época moderna? Este es el origen de la
situación de la historia universal en que se encuentra hoy en día la
humanidad, tal como se formulaba en el texto citado. Parece como si ahora
fuera posible llevar a cabo todo cuanto pueda proponerse. Esto se lo
debemos a la capacidad de abstracción del hombre y a su matemática, en la
que se funda el dominio (Beberrschung de las fuerzas naturales y que
indirectamente comprende también nuestras fuerzas sociales.
Desde este punto de partida de lenguajes hablados queda muy claro cuál es
el despenar de Occidente a su gran viaje, el despenar a la ciencia, sobre el
que no puedo extenderme ahora en detalle. Son dos las culturas lingüísticas
mediante las cuales se formaron el mundo antiguo y la historia de las cien-
cias y sobre cuya base la época moderna se ha imbuido de nuevas fuerzas: la
lengua griega y la lengua latina. Como lenguas de cultura (Kultursprachen)
ejercieron su hegemonía sobre la totalidad de la antigua oikumene, el mundo
habitado. Como lengua erudita, el latín ha dominado incluso mucho más
tiempo, hasta los albores de la época moderna. Por lo general se olvida que
la misma Crítica de la razón pura de Kant es implícitamente tina traducción
del latín al alemán. Veremos el significado de que en la época moderna haya
19
Rhabarber y Barbar son términos emparentados etimológicamente. El primero (del griego nhã rhēon y bárbaros) significa
literalmente «raíz o planta extranjera». El nombre de la planta parece estar vinculado al antiguo nombre del Volga (Rha), en
cuya desembocadura se cultivaba (Friedrich Kluge, Etymologírches Wörterbuch uler deutschen Sprache, Berlín/Nueva York,
Walter de Gruyter, 1989, 22ª edición, págs. 598-599. Véase J. Corominas y J. A. Pascual, Diccíonario crítico etimológíco
castellano e híspánico, vol. V, Madrid, Gredos, 1983, págs. 90-91). (N. del t.)
67
que desarrollar lenguas nacionales propias para comunicar algo al prójimo, y
ciertamente también para entenderse unos a otros. Fue un proceso de la
historia universal, en el cual el lenguaje erudito y el eclesiástico del Medioevo
condujeron finalmente, también a través de las traducciones de la Biblia, al
desarrollo de las lenguas nacionales. Desde entonces, sólo en la ciencia
natural matemática y en sus éxitos técnicos se puede encontrar el lenguaje
único, que quizá no se habla, pero que todos deben leer.
Pinto sólo un cuadro aproximado para recordar cómo se ha llegado a que hoy
el camino más corto entre los investigadores de la naturaleza, sobre los que
descansa nuestra perfección técnica, sea en mayor o menor grado el camino
a la pizarra en la que escriben símbolos para nosotros casi ininteligibles. Esto
tiene poco que ver con el lenguaje en cuanto lengua materna dada y
estrechamente ligada a nosotros, como traté de ilustrar con el ejemplo de la
palabra «caballo». Nuestra situación mundial es, por consiguiente, ésta: el
conjunto de fórmulas dominantes ha posibilitado una técnica y simbología
matemáticas de una grandiosa perfección. Ello quiere decir al mismo tiempo
que todos necesitaremos nuestra razón para encauzar el inmenso potencial
de conocimientos y capacidades a nuestra disposición hacia aplicaciones
racionales. Éste ha sido el punto de vista en virtud del cual he contado el
relato de la torre de Babel.
Las tentativas para lograr una lengua unitaria, una Ars combinatoria, como
fue desarrollada, verbigracia, por Leibniz y los matemáticos de la época, han
68
abierto el camino a enormes progresos para la evolución futura de la humani-
dad y con ello también para nuestra capacidad técnica. A pesar de todo, está
claro que se necesitaba una suerte de contraaviso, que comenzó con el
romanticismo alemán:
69
Husserl, que desemboca en el giro hermenéutico introducido por Heidegger.
Por tanto, lo lingüístico —la constitución fundamental del Dasein humano—,
ser lingüísticamente, se ha tomado tan esencial y dominante que hasta la
metafísica, la doctrina de lo que significa el ser, ha sido situada en un nuevo
contexto. El lenguaje es acontecer lingüístico, es acontecimiento. La palabra
que le es dicha a alguien no es representable con símbolos conceptuales, aun
cuando se pueda representar lo dicho (das Gesagte) como tal de forma
matemática mediante ecuaciones. La palabra existe más bien como algo que
le llega a uno. Las expresiones en Wittgenstein son muy similares. Él habla
de pragmática lingüística; esto es, el lenguaje pertenece a la praxis, a los
hombres en cuanto están juntos unos con otros y frente a otros. La
hermenéutica afirma que el lenguaje pertenece al diálogo (Gespräch); es
decir, el lenguaje es lo que es si porta tentativas de entendimiento
(Verständigungsversuche), si conduce al intercambio de comunicación, a
discutir el pro y el contra. El lenguaje no es proposición y juicio, sino que
únicamente es si es respuesta y pregunta. De este modo, en la filosofía de
hoy se ha cambiado la orientación fundamental desde la que consideramos
el lenguaje en general. Conduce del monólogo al diálogo (Díalog).
21
Alexander von Humboldt (1769-1859), Cosmos. Ensayo de una descripción física del mundo (Kosmos. Entwurf eíner
physischen Weltbeschreíbung), 5 volúmenes, Stuttgart, 1845-1862. (N. del t.)
70
parte de las etimologías. Pero en el caso de «Welt» apenas podemos dudar —
incluso si pensamos en el término inglés «world»— que aquí la raíz «wer»
(hombre) está metida dentro: «weralt»? Piénsese también en «Wergeld»
(valor de un hombre), «Werwolf» (hombre lobo).22 En todas estas palabras
está contenida la partícula «wer», es decir, «hombre, humano» (Mensch). En
suma, «mundo» es mundo humano, mundo del hombre (Menschenwelt). Este
es el significado originario en las lenguas germánicas e indogermánicas.
22
La primera palabra compuesta (Wer = hombre, Geld = dinero) es un germanismo usado también por nuestros juristas,
pues se refiere al precio que, según el antiguo derecho germánico, pagaba a título de resarcimiento el responsable de un delito
de agresión o muerte a la víctima o a su familia para ¡quedar a salvo de la venganza que, de acuerdo con las leyes, podían
tomarse los agraviados o sus herederos. La segunda (Wer = hombre, Wolf = lobo) se refiere al licántropo (véase Friedrich
Kluge, Etymologisches Wörterbuch da deutschen Sprache, 22ª edición, Berlín/Nueva York, Walter de Gruyter, 1989, pág.
788). Como bien recuerda aquí Gadamer, Welt resulta de una composición de Wer (hombre, varón) y alt (antiguo, edad) —en
inglés ocurre otro tanto con world—. Luego para el germano antiguo, mundo equivaldría a «edad o tiempo vital del hombre».
De ahí que la obra de Schelling Die Weltalter (Las edades del mundo) (1811-1813) parezca un pleonasmo. Por supuesto, esta
incursión etimológica debemos tenerla presente más adelante al considerar los matices semánticos que incorpora el
neologismo welten (hacer o devenir mundo, «mundanear»). (N. del t.)
23
Literalmente «nuevo ciudadano de la Tierra» (neuer Erdenbürger) (N. del t.)
71
«metafísica dogmática», que el mundo como todo nunca es algo dado y por
tanto tampoco puede ser explicado como un todo dado con las categorías de
la experiencia científica. Así queda claro en cualquier caso y tanto más para
todos nosotros —y aquí retomo uno de mis conceptos predilectos—: el
mundo existe como horizonte.24 «Horizonte» evoca la experiencia viva que
todos conocemos. La mirada está dirigida hacia el infinito de la lejanía, y este
infinito retrocede ante nosotros con cada esfuerzo, por grande que sea, y con
cada paso, por grande que sea, se abren siempre otros nuevos horizontes. El
mundo es en este sentido para nosotros un espacio sin limites en medio del
cual estamos y buscarnos nuestra modesta orientación.
Pero saber si podemos buscar esta orientación sólo por vía de los progresos
en las ciencias naturales y de su experiencia acumulada y por vía de las
ciencias sociales afines a ellas exige un instante de reflexión. Ahora se trata,
sin embargo, de que no sólo el mundo no es algo dado, sino que tampoco lo
es nuestro ser en medio del mundo. La precaria posición del hombre,
intermedia entre un ser vivo de la especie animal y un ser natural dotado de
una peligrosa capacidad de pensar, lo ha puesto fuera de las líneas del
instinto a las que la naturaleza impele a los seres vivos o, mejor dicho, los
somete obedientemente a su dictado (dent Gebot der Natur).
Luego el hombre está así puesto aparte en una singular ¡libertad. Kant ha
sido el gran pensador que habría debido enseñarnos de una vez por todas el
significado metafísico del concepto de libertad. Habría debido enseñarnos,
por ejemplo, que era un absurdo que tantos estudiosos e investigadores
respetables, invocando el principio de indeterminación, se prestaran a decir
en los años 20 que ahora estábamos más cerca de la demostración de la
libertad. Si la «casualidad por libertad» (Kausalität aus Freiheit)25 fuera
explicable mediante la ciencia y de ella dependiera sentirse o no responsable
de algo, esto constituiría, sin embargo, una triste cesión de los derechos y
deberes supremos, más propios y personales, y sería incluso peor que la
drogodependencia.
72
mundo común y construir instituciones sociales, un ordenamiento jurídico y
ético y una convivencia pacífica entre los pueblos de nuestro entorno. Todo
esto ha sido fundado en el célebre imperativo categórico de la filosofía moral
de Kant.
Por consiguiente, ¿qué significa propiamente, para volver a nuestra pregunta
inicial, entenderse en el mundo? Significa entenderse unos con otros. Y
entenderse unos con otros (Miteínander-sich Verstehen) significa entender al
otro. Y esto tiene una intención moral, no lógica. Constituye, sin duda, la
tarea humana más ardua, y tanto más para nosotros, que vivimos en un
mundo marcado por las ciencias monológicas. Las ciencias son un único y
gran monólogo, y están orgullosas de ello; de hecho, pueden estarlo, ya que
las seguridades, certezas y posibilidades de control que han introducido nos
protegen en gran medida de nuestras debilidades y de los eventuales abusos
por parte de los otros. No obstante, se trata evidentemente —en nuestro
mundo y para todos nosotros, incluyendo la ciencia y su investigación— ¡de
algo distinto de tal seguridad.
Heidegger ha usado alguna vez de joven una expresión que con el tiempo,
gracias a la publicación de sus cursos de juventud, se ha hecho conocida: «Es
weltet» (Se hace mundo).27
27
Aunque literalmente el neologismo welten equivaldría a «mundanear», en Heidegger seria más preciso traducirlo por
«hacer o devenir mundo». (N. del t)
73
receptivo a las audacias lingüísticas— exclamó lleno de entusiasmo: «¿No es
maravilloso?». En efecto, cuando se hace mundo, ha venido al lenguaje algo
plenamente esencial, la eclosión en horizontes abiertos, el fundirse con
múltiples horizontes abiertos.28
74
aprendí que lo importante no era convencer a mi interlocutor ruso con mis
propios argumentos, sino ganar al intérprete para mi causa. Éste debía decir
lo que era útil para mi propósito. Si se hubiera limitado a traducir lo que yo
decía, presumiblemente yo no habría tenido mucho éxito.
75
nueva Babel. Pero este mundo pluralista contiene tareas, que consisten no
tanto en la programación y planificación racionalizadoras cuanto en la
salvaguardia de los espacios libres de la convivencia humana, incluso por
encima de lo extraño. El lenguaje tampoco es lo que solemos denominar
lenguaje periodístico (Zeitungsdeutsch), en el cual cualquiera se percata de
que esto ya no es propiamente una lengua, sino un simple trabajo infor-
mativo que adquiere su valor y su necesidad como formación de opinión,
pero que no puede sustituir al propio pensamiento y al intercambio vivo de
ideas en que consiste el diálogo.
Me gustaría decir que hemos ganado con ello un mejor concepto de razón.
Esto no es algo irracional, porque ese concepto ciertamente no es sólo
calcular o deducir con necesidad lógica. Ofrece, al contrario, una imagen más
polifacética de la razón,31 tal como decimos en nuestra lengua: «;Pero sé
razonable y no argumentes a tontas y a locas!». ¿Qué significa esto, cuando
quizás está en litigio que uno deba ser razonable? Obviamente, debe
significar que uno debería hacer suyo en sus positivas intenciones aquello
que el otro ha querido decir. Sólo si se entiende al otro en este sentido, es
posible tal vez llegar de consuno a soluciones en las cuestiones en litigio.
Toda diplomacia descansa esencialmente en aprovechar tales posibilidades.
76
aprobar un examen nos convierte en personas cultas, formadas? ¿Qué es
propiamente formación? Permítanme citar a este propósito a uno de los
grandes. Son palabras de Hegel: formación significa poder contemplar las
cosas desde la posición de otro.32
En este sentido les deseo a todos ustedes que sus estudios los ayuden a
adquirir no sólo capacidad real o patentes,33 sino también la formación para
aprender a entender a otro desde sus puntos de vista.
CAPÍTULO 7
LOS LÍMITES DEL LENGUAJE
(1985)
Reflexionar sobre el lenguaje y sus límites es una oferta tan irresistible para
mí como la que recibió Sócrates cuando un joven muy prometedor le
comunicó que valía la pena hablar con él. Eso me sucede cuando se trata del
«hueso del lenguaje» que Hamann estuvo royendo toda su vida sin soltarlo,
aunque ya no parece que se desprendan más jirones de carne del hueso.
Mientras que, sin duda, las ciencias empíricas pueden dar coloridas y
sugerentes comunicaciones sobre el lenguaje, el peculiar color gris de la
filosofía sólo ha de poder ofrecer aclaraciones conceptuales. Indirectamente
también puede ganar algo la investigación científica del lenguaje y de sus
límites. Con todo, la cuestión de hasta qué punto la teoría de la evolución
juega un papel aquí, no será enteramente dejada de lado en lo que sigue.
32
Se refiere a la Fenomenología del espíritu, de la que se ha ocupado en reiteradas ocasiones; véanse, p. ej., La dialéctica de
la conciencia en Hegel (1973), Valencia, Cuadernos Teorema, 1980; La dialéctica de Hegel Cinco ensayos hermenéuticos (1971),
Madrid, Cátedra, 1980. En Verdad y método lleva a cabo una sucinta historia de la palabra formación (Bildung) (págs. 38-48). (N.
del t.)
33
Nuestra última reforma del plan de estudios universitarios ha introducido, a modo de híbrido entre el modelo norteamericano
y el alemán y también con resultados nefastos, como asevera Gadamer, el sistema de patentes o créditos. (N. del t.)
77
el trato lingüístico de los hombres. Hay también el denominado lenguaje de
los animales. Sin embargo, éste es un tema aparte. Por el contrario, es para
mí especialmente importante atender a la forma intermedia que, sin duda, es
una forma de comunicación de un tipo especial, a saber: el lenguaje que el
hombre habla con los animales y que ciertas especies animales domésticas,
de alguna manera, comprenden. Pero, obviamente, en el centro de mis refle-
xiones estará el lenguaje formado por palabras.
Para poder llegar a ser conscientes del problema del lenguaje en todo su
significado quisiera recurrir, como hago a menudo, a Aristóteles. Con todo el
respeto ante gente como Herder o Rousseau, que han hablado sobre el
origen del lenguaje, creo que, a fin de cuentas, ninguno de ellos ha leído lo
suficiente a Aristóteles. Pienso, en primer lugar, en la célebre locución de
Aristóteles sobre la primacía de la vista. Al comienzo de la Metafísica se dice
que, de entre todos los sentidos, la vista es el primero y más importante,
porque da a conocer la mayor parte de las diferencias. Pero en otro pasaje
Aristóteles atribuye la primacía al oído.34 En efecto, nuestro oído puede oír
el lenguaje y, merced a ello, no sólo puede dar a conocer la mayor parte de
las diferencias, sino, en suma, todas las diferencias posibles. Esta
universalidad del oído llama la atención sobre la universalidad del lenguaje.
Tiene una significación especial precisamente también para discusiones de
tenor científico que he tenido, por ejemplo, con amigos míos que son
científicos de la naturaleza o con la escuela de Francfort, con Habermas y
otros, en las que se trataba de la cuestión acerca de si no hay, junto al len-
guaje, otros rasgos característicos del hombre, igualmente fundamentales,
que sean determinantes para su destino. A este respecto, me parece que no
ha sido tenida en cuenta toda la potencialidad que se encuentra en el
lenguaje y que lo pone en condiciones de guardarle el paso a lo que recibe el
nombre de razón.
34
De Sensu 1, 437 a5.
78
Un pasaje central que podemos leer en Aristóteles acerca de la universalidad
del lenguaje y que toma posición al respecto con una amplitud
extraordinariamente rica en perspectivas, es la célebre definición del hombre
en el contexto de la Política aristotélica.35 Como es conocido, se afirma ahí
que el hombre es el ser viviente racional, el animal rationale. Así lo
aprendimos también en clase de filosofía y me acuerdo de que cuando tenía
treinta y dos años comencé a abrir los ojos por primera vez, gracias a
Heidegger, ante lo extraordinariamente equivoco que es traducir en el pasaje
de Aristóteles logos por rationale y definir al hombre como el ser de razón. El
contexto del pasaje es totalmente unívoco. En él se habla de que la
naturaleza, en el caso de las aves, ha llegado tan lejos que puede mostrarse
mutuamente mediante señales el peligro o el alimento. Por el contrario, en el
caso del hombre, la naturaleza ha dado un paso más. Le ha dado el logos, es
decir, la posibilidad de mostrar algo mediante palabras. El habla puede
representar algo, poner algo ante nosotros, como es, aunque no esté
presente. Pero a continuación, el significativo párrafo de Aristóteles dice que
con ello la naturaleza nos ha dado el sentido para lo conveniente y para lo
justo. Aunque somos conscientes de que el pasaje se encuentra en el
contexto de los cursos de Aristóteles sobre política, es enigmático cómo se
relaciona todo esto. Habremos de meditar con más precisión sobre ello.
35
Pol. A2, 1253 a9.
79
Sin embargo, la teoría de la evolución adopta aquí una perspectiva
completamente distinta. La teoría de la evolución no debe olvidarlo
precisamente en este momento, cuando intenta erigir una teoría del
conocimiento sobre sus propios presupuestos y, por tanto, proyectar nueva
luz sobre cuestiones epistemológicas. Si la teoría de la evolución es
consecuente, debe plantearse cuáles son las consecuencias de que nuestro
organismo y, por tanto, las capacidades cognoscitivas y prácticas de la raza
humana, se hayan desarrollado adaptándose a las condiciones de la vida
sobre la tierra, que han proporcionado formidables resultados en la forma del
saber humano y de la ciencia occidental. Pero precisamente desde este
punto de vista, no puede considerarse imposible que la falta de
especialización, que es el rasgo distintivo del ser viviente hombre, a quien le
ha proporcionado una capacidad de adaptación única a las condiciones de la
vida sobre la tierra, sea una especialización que conduce a un callejón sin
salida. Podría conducir a que aprendiéramos a matarnos después de discutir
a gritos, hasta que, finalmente, una nueva especie, quizá los delfines o algún
otro animal oceánico (o las ratas), inaugurara un nuevo período de la vida
sobre la tierra.
80
actualmente presente, para lo conveniente, por mor de lo cual elijo medios
—también los que no me agradan de inmediato.
36
De lnt 2, 16a27; 4, 17a2.
37
An. Post B19, l00a12
81
concepto de syntheke engloba el que el lenguaje se forma en la convivencia,
en cuanto que en ella se engendra un entendimiento mutuo gracias al cual
se puede llegar a acuerdos, se pueden establecer convenciones. Este
ponerse de acuerdo tiene una importancia extraordinaria. No hay en él
ningún comienzo, sino que es precisamente en el sentido literal de la
expresión un convenir, un continuum del tránsito que lleva la vida del
hombre desde la familia, desde la vida y la morada en pequeños grupos
hasta el ulterior desarrollo de una lengua articulada en grandes comunidades
lingüísticas.
Esto tiene, por supuesto, validez general. Son, sobre todo, los poetas quienes
hacen uso de la flexibilidad de la capacidad lingüística más allá de las reglas,
más allá de la convención y, no obstante, dentro aún de las posibilidades que
el mismo lenguaje ofrece, saben expresar lo no dicho. Si pensamos en los
casos particulares del niño y el genio, entonces nos damos cuenta de hasta
qué punto nosotros, como sociedad humana, hemos de ser tomados en
consideración para modelamos en ella. En el aprendizaje del lenguaje se
articula una experiencia con la que nos familiarizamos bien y que representa
un verdadero tesoro. Se trata de una orientación en el mundo transformable
con bastante facilidad. Durante mi infancia aún me enseñaron a decir «pez
ballena». Hoy todos decimos «ballena». Se ha grabado en la conciencia de
todos nosotros que las ballenas son mamíferos y no peces. Así que la misma
lengua tiene en cuenta, otra vez, la experiencia. Pero, en conjunto, se trata
de una peculiar doble direccionalidad de nuestra capacidad creativa. Por un
lado, somos capaces de generalizar y de simbolizar, como es manifiesto,
especialmente, en el milagro del lenguaje articulado; y, sin embargo, por otro
lado, esta capacidad de figuración lingüística está, por así decir, encerrada
82
en limites que ella misma establece. Se transforma, por decirlo así, en
crisálida sin volver a mover las alas como la mariposa.
Nos aproximamos así a la pregunta por los «límites del lenguaje». Lo que se
ha mostrado en nuestras consideraciones no ha sido sólo el contraste del
lenguaje con lo prelingüístico. No deberíamos dejar de considerar lo que está
próximo a lo lingüístico. Me refiero, por ejemplo, a lo siguiente: ¿qué es la
risa? Aristóteles dio dos definiciones del hombre. Es el animal que tiene
lenguaje y el único ser viviente que puede reír. 38 No sin razón. Ambas
definiciones tienen, sin duda, una raíz común, la de la distancia. En el
lenguaje hemos tenido conocimiento de ella como la capacidad de hacer
conjeturas, de representar algo que no está presente, pero representándolo
de manera que podamos reflexionar sobre ello. También en la risa se
presenta una singular forma de autodistanciamiento en que la realidad
pierde su presión de realidad por un instante y se convierte en espectáculo
(Bergson, Plessner). La risa me parece estar próxima a lo lingüístico; no es,
como las formas diferentes de la comunicación animal, algo prelingüístico.
Quien ríe, dice algo. Los animales no ríen. Aunque hay palomas a las que
llamamos «palomas de la risa» (Lachtauben), sedan un mal argumento. Nos
preguntamos, pues, qué es verdaderamente esto próximo al lenguaje, como
la risa, que parece estar tan estrechamente vinculada al lenguaje. En el niño
pequeño observamos, en efecto, la relación interna entre el desarrollo del
lactante hasta convertirse en un ser comunicativo, que ríe y habla. ¿Qué
sucede? ¿Qué clase de transición es ésta, que tanto nos conmueve? ¿Cómo
es posible que, a partir de los juegos imitativos de articulación, del balbuceo
del lactante y de las contestaciones de la madre, finalmente eclosione y se
afiance lo que es significativo para la formación de las palabras?
38
De Part An. T. 10, 673 a8,28.
83
Me acuerdo de una pequeña observación que hice una vez en casa de una de
mis hijas. Yo estaba leyendo el periódico. El niño debía tener, más o menos,
dos años y medio. De repente, señala con el dedo a la sección anuncios con
la expresión: «¡meeh, meeh!». Al principio yo no tenía ni idea de lo que
quería decir. Entonces veo que había un anuncio de la cerveza bock donde se
reproducía, muy estilizado, un macho cabrío (Zíegenbock). El niño había
reconocido el macho cabrío abstracto mejor que yo. Tales operaciones
abstractivas representan en la conciencia de un niño que se esta
despertando un primer paso de gran alcance. Cuando me dirijo a un niño,
confío en que es capaz de discernir entre la prosodia eufónica de mi alemán
culto. Así que, como padre, he procurado no utilizar el alemán de las nodrizas
y no estoy seguro de que haya sido realmente una deficiencia. Creo también
que mi madre, a quien yo había perdido muy pronto y estaba muy enferma,
apenas intentaba comunicarse conmigo de ese modo y conseguí, no
obstante, aprender alemán.
Pero tras esta broma hay un problema más serio. ¿Cómo es la comunicación
que sucede en el aprendizaje del lenguaje? Todavía no puede ser hablar. Sin
duda, se trata de un ejercitarse-con-otros. Obviamente, el adulto está en
posesión de una, en cierto sentido, plena capacidad lingüística y el niño no la
tiene aún. Pero, por otra parte, un verdadero comunicarse sólo es posible
cuando se trate de un auténtico juego de pregunta y respuesta, de respuesta
y pregunta. Esto es lo que se anuncia ya aquí, en un estadio previo a las
palabras que finalmente conduce a una construcción en común del
entendimiento mutuo y a la «comprensión» del mundo.
84
No creo que el recurso al lenguaje animal tenga, en este contexto, especial
fuerza explicativa. Se puede decir, ciertamente, que está genéticamente
preprogramado todo lo que sucede en el comportamiento de una familia de
animales o, en general, de animales de la misma especie. La curruca tiene un
canto y el mirlo otro distinto. En nosotros opera otra clase de libertad, que se
muestra en la confusión babilónica de lenguas, en la que las comunidades
lingüísticas humanas se desarrollaron autónomamente. Pero, al fin y al cabo,
también las aves aprenden mucho unas de otras y los hombres, con
frecuencia, no más que los papagayos. De modo que no estoy muy seguro de
si la flexibilidad de la capacidad de que se trata aquí no se extiende mucho
más lejos y que quizá deberíamos decir que toda la esfera pre-lingüistica
esta orientada al lenguaje en cuanto que en ella se muestra ya un proceso
articulador que se desenvuelve finalmente en el hombre. Desde mi punto de
vista, esto tiene consecuencias para el mismo concepto de lenguaje y para la
distancia que lo separa de los códigos artificiales. En el lenguaje hay una
apertura ilimitada a una formación continua. El lenguaje no es el sistema de
reglas que tiene en la cabeza el maestro de escuela o que abstrae el
gramático. Cualquier lenguaje está permanentemente en vías de
transformación. Puede ser que se vaya desgastando la estructura gramatical
de nuestro lenguaje, mientras que su vocabulario se va enriqueciendo. Sin
embargo, en una gramática que se va desgastando siempre se conservará
algo de la riqueza prosódica que hay en el habla.
Debe de ser como con todas las cosas de un mundo que, como el nuestro,
está expuesto al aplanamiento de la revolución industrial. Parece emerger
inexorablemente una separación muy acentuada entre la sociedad de masas
y unos pocos talentos verdaderamente creativos, separación que es al mismo
tiempo coexistencia. Así, seguramente también podrá sobrevivir una
sociedad que técnicamente sigue sobrepasando nuestros progresos porque
se equilibran y entran en relaciones nuevas los talentos adaptativos y los
innovadores creativos. Por otro lado, en lo que afecta al vocabulario, no
deberíamos estar ciegos ante el hecho de que la instancia intermedia del
mundo de los ordenadores, que llegará a dominar nuestro lenguaje escrito,
pone, con seguridad, estrechos límites a la riqueza léxica del posible
entendimiento mutuo, de manera que, por así decir, venimos a parar en un
código que representa un obstáculo para nuestra capacidad lingüística y que
fuerza su anquilosado marco de reglas con violencia maquinal.
Por último, me gustaría aludir, como límite del lenguaje, a lo que está por
encima de lo lingüístico, al limite más allá del cual está lo no dicho y, quizá,
lo que nunca podrá ser expresado. Para ello tomo como punto de partida eso
85
a lo que hemos llamado el enunciado.39 Su límite fue, probablemente, el
destino de nuestra civilización occidental. Al abrigo de la extrema primacía
de la apophansis, del enunciado, se ha desarrollado una lógica adecuada a
él. Es la lógica clásica del juicio, la lógica basada en el concepto de juicio. La
primacía de esta forma del hablar, que representa sólo un aspecto en el
conjunto de la rica variedad de expresiones lingüísticas, significa una singular
abstracción que ha mostrado su importancia para la construcción de
sistemas doctrinales, por ejemplo, para el monólogo de la ciencia, que tiene
su modelo en el sistema de enseñanza de Euclides. Pues sólo sobre los
enunciados se puede ejercer un control lógico. Pero, por ejemplo, cuando uno
ha sido requerido como testigo ante un tribunal, debe también hacer
enunciados. De ellos, de lo que uno ha dicho ante el tribunal, se hace a
continuación un protocolo que uno debe firmar. Queda fijado por escrito sin
el contexto de la conversación viva. No puedo poner en duda que he dicho lo
que recoge el protocolo. Por tanto, no puedo denegar la rúbrica. Pero, como
pobre testigo, ya no puedo influir en absoluto en los con-textos de habla en
que surgió mi testimonio, ni tampoco en qué contexto de pruebas queda
insertado con el fin de encontrar y fundar la sentencia. El ejemplo muestra
con especial claridad qué es un enunciado que ha sido separado de su
contexto pragmático. Hay buenas razones para hacer las cosas de ese modo
en el ámbito de la judicatura. Cómo se podría, de otra manera, llegar a
enunciados imparciales sobre hechos. Para ello es necesario que el testigo
esté tan desinformado como sea posible sobre las incertidumbres y sobre lo
que se busca en el interrogatorio. Si uno es un tanto astuto, se pregunta en
cada pregunta qué es lo que realmente quieren saber. Por tanto, hay que
proteger la desinformación del testigo para que sus enunciados sean útiles.
Se trata, claramente, de un problema hermenéutico extremadamente
complicado. Para el testigo no puede ser muy agradable y al tribunal se le ha
encomendado demasiado.
Algo parecido ocurre con las citas. En efecto, nada es tan sufrido como una
cita separada del contexto. Algunas han alcanzado vida propia como
modismos, por ejemplo: «Ich kenne meine Pappenheimer» (¡Si conoceré yo
el paño!). En la obra de Schiller, Wallenstein lo dice con pretendida
satisfacción, porque la considera (a la tropa del regimiento del conde de
Pappenheim) valiente y leal. La expresión ha adquirido en el uso actual un
sentido por completo irónico.
86
nosotros introduce, en el fondo, un proceso infinito. Desde un punto de vista
hermenéutico, diría que no hay ninguna conversación que concluya hasta
que haya conducido a un acuerdo real. Acaso hay que añadir que, por ello,
no hay, en el fondo, ninguna conversación que concluya realmente, pues un
acuerdo real, un acuerdo total entre dos hombres contradice la esencia de la
individualidad. En realidad, son las limitaciones de nuestra temporalidad, de
nuestra finitud y de nuestros prejuicios las que nos impiden concluir
realmente una conversación. La metafísica habla del dios aristotélico, que no
conoce nada de esto. Por consiguiente, el límite del lenguaje es, en realidad,
el límite que se lleva a cabo en nuestra temporalidad, en la discursividad de
nuestro discurso, del decir, pensar, comunicar, hablar. Platón llamó al
pensamiento la conversación interior del alma consigo misma. Aquí se pone
de manifiesto, con toda claridad, la estructura de la cosa.40 Se llama
conversación porque es pregunta y respuesta, porque uno se pregunta a sí
mismo tal como le preguntada a otro y se dice a sí mismo algo como se lo
diría a otro. Agustín también llamó la atención sobre este modo de hablar.
Cualquiera está, por así decir, en conversación consigo mismo. Incluso
cuando conversa con otro, debe mantenerse en conversación consigo mismo,
mientas siga pensando.
40
Véase Wahrheit und Methode (Cesammelte Werke, vol. 1, Tubinga, J.C.B. Mohr [Paul Siebeck], 1986), págs 368 y sigs.
(trad. cast.: Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977, págs. 439 y sigs.).
87
en el caso de los alemanes, que eso que es un caballo, también se pueda
decir horse. Parece que algo no es correcto.
Pero esto es válido para todos nosotros en nuestro trato con traducciones.41
En este caso, la poesía, la poesía lírica, es la gran instancia que permite
experimentar el carácter propio y extraño del lenguaje. No hay tanto grados
de traducibilidad de un lenguaje a otro cuanto grados de intraducibilidad. La
desesperación de cualquier traductor cuando está trabajando radica en que
no hay expresiones que se correspondan con las expresiones particulares de
la lengua extranjera. La pura teoría de la correspondencia es manifiesta-
mente falsa. Tenemos que reconocer aquí un limite. Por lo demás, diría que
es un límite que siempre puede ser excedido dando algunos pasos más y que
siempre promete un mejor resultado. Esto mismo le pediría yo al intento de
decir con palabras propias lo que ha pensado otro y lo que aparece ante
nosotros con un ropaje lingüístico distinto, ya sea como palabra o como
texto. Naturalmente, la mayor parte de las veces, los traductores, fatigados,
se quedan parados a mitad de camino, aunque no se trate del caso extremo
del verbo poético. Llevar a cabo la transformación del tacto lingüístico y de
los contenidos lingüísticos del hablante extranjero en el tacto lingüístico y los
contenidos lingüísticos de la propia lengua es, pues, un proceso infinito. Es
una conversación, siempre inacabada, del traductor consigo mismo. Y lo
mismo le ocurre a quien usa una lengua extranjera. Las mismas palabras o
palabras de la misma familia pueden tener, en el contexto de la lengua
extranjera, un valor completamente distinto. Cuanto mejor se habla la lengua
a que se traduce, tanto menos se podrán soportar las meras aproximaciones
que se encuentran en las llamadas traducciones.
Por último, sea indicado lo más profundo del problema que es esencialmente
inherente al limite del lenguaje. Siento que es un enigma lo que en otros
41
Más detalladamente al respecto en el artículo precedente «Leer es como traducir».
88
ámbitos de la investigación —pienso sobre todo en el psicoanálisis— juega un
gran papel. Es la conciencia de que cualquier hablante, en cualquier instante
en que esté buscando la palabra correcta —es decir, la palabra que alcanza
al otro—, tiene al mismo tiempo la conciencia de que no termina de
encontrarla. Siempre pasa de largo una alusión, una tendencia más allá de lo
que realmente en el lenguaje, apresado en palabras, alcanza al otro. Un
insatisfecho deseo de la palabra pertinente: probablemente esto sea lo que
constituye la vida y la esencia verdaderas del lenguaje. Aquí se muestra un
estrecho lazo entre la imposibilidad de cumplir este deseo, el désir (Lacan) y
el hecho de que nuestra propia existencia humana discurre en el tiempo y
perece.
CAPÍTULO 8
LA MÚSICA Y EL TIEMPO
Un postscriptum filosófico
(1988)
89
un enigmático ápeiron con que, a fin de cuentas, probablemente comience el
pensar humano. Pero ante estos sistemas de signos éste retrocede
continuamente. Para el pensar que acompaña al lenguaje y que cubre un
extenso espacio de sentido, para el pensar de los poetas y de los que
continúan pensando mediante conceptos, el uso de estos signos abstractos
es como un deslumbramiento que, más que iluminar la oscuridad habitual, la
oculta.
¿Qué ocurre con la música, con el lenguaje de los sonidos? ¿Y qué ocurre con
la música del lenguaje? Ambos pueden ser cantos y a menudo se los llama
así. Cuando es «realmente» canto, se da un juego conjunto del mundo de la
palabra y del mundo del sonido, un juego entre dos mundos. Es bien
conocido que el poeta y su lector nunca vuelven a encontrarse ni a
escucharse plenamente en una poesía a la que se le ha puesto música.
Goethe prefería la música de compositores menores al prodigio de las
canciones de Schubert y, en fin, la «poesía» de los libretos del grandioso arte
de la ópera no pertenece a la literatura universal. ¿Realmente es el mundo
de los sonidos, como el de la matemática, un mundo tan completamente
distinto del mundo interpretado por los sonidos naturales del lenguaje
humano?
90
elevado arte de los compositores de canciones y ante la autonomía del
mundo del sonido.
Pero, ¿qué clase de mundo, qué clase de totalidad está por registrar? Incluso
quien no esté bien familiarizado con el alfabeto de la música, percibe su
legalidad propia y encuentra que es muy distinta del juego de fórmulas mate-
máticas, que tienen, por cierto, su propio encanto. Así, me pregunto: ¿acaso
es el lenguaje de los sonidos un lenguaje real, como el lenguaje del arte
poético? Ciertamente, incluso en la lectura silenciosa de poesías, cualquiera
«oye», aunque el sonido se da de una manera peculiar, idealizada, inau-
dible.42 Así que me pregunto: ¿acaso no hay en juego, cuando «se hace
música», una audición parecida a la de esa clase de lectura? Queda, en
efecto, una distancia infranqueable entre la forma del sentido y el sonido,
que se «oye» leyendo, y cualquier sonido audible que se le dé a esa forma,
aunque sea el de la propia voz. Al dejar que un texto hable, al poderlo hacer,
lo llamamos interpretación. Parece ser lo mismo que hace quien hace música
y lo mismo que hace el lector cuando lee con comprensión.
En este contexto, nos ayuda mucho ci uso lingüístico. Nos previene de seguir
a aquellos que atribuyen un sentido «secundario» a la interpretación de la
música o a la representación de una pieza teatral, un sentido distinto del de
la ciencia, cuya «interpretación» de los textos lleva el sello de la cientificidad.
En realidad, ¿no es este esfuerzo lo secundario, no es más parecido a la
afinación de los instrumentos para que todo resulte «puro» y, a continuación,
aparezca la entonación colectiva que conduce al afinado de la orquesta en
una forma fónica homogénea? Tanto aquí como allí, lo que resulta nunca es,
del todo, repetible. Un oyente lector de una poesía nunca volverá a leer, del
todo, como alguna otra vez, aunque siempre lo comprenda «del todo». Lo
que lleva a cabo el inspirado director de orquesta —y, en principio,
cualquiera de sus músicos (o el director escénico o cualquiera de sus actores)
—, sólo puede ser, a fin de cuentas, un modelo para nosotros y para las
ciencias interpretativas. El verdadero objetivo de la comprensión no se
presenta en la interlocución de los intérpretes, cuyos comentarios llenan
gruesos volúmenes, sino en que llegue a hablar la obra que tenemos a la
vista. Ningún intérprete, sea de la clase que sea, debería desear existir de
otro modo que desapareciendo en este objetivo; no debería querer otra cosa.
Pero, ¿cómo lo puede llevar a cabo? El gran artista debe saber, como
cualquiera que comprenda de verdad, si comprende un texto o a una
persona. No es casual que me haya venido a las mientes la palabra Vollzug
(llevar a cabo), una palabra asombrosa, llena de tensión dialéctica. Toda Zug
(tendencia) es un transcurso en el tiempo y todo transcurso en el tiempo deja
42
Más detalladamente al respecto, «La voz y el lenguaje», en este volumen.
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tras de sí el tiempo transcurrido y deja vacío el emplazamiento que uno
acaba de atravesar a toda prisa. Por contra, el interpretar que es comprender
no deja nada vacío, ni tras de sí ni ante sí. Quien comprende, sabe esperar y
espera, como el buen actor, que no recita de memoria completando los
espacios vacíos, sino que tiene la capacidad de esperar, como si buscara y
encontrara la palabra, como si estuviera «hablando».
43
Véase «Über leere tmd erfullte Zeit» (Sobre el tiempo vacío y el tiempo pleno), en Cesammeltc Werke, vol. 4, Tubinga,
J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), 1987, págs 137-153.
92
cienta la subida y la bajada del pulso vital y existe de un modo enigmático y
nos entusiasma. Son, de nuevo, configuraciones del tiempo. Ahora bien, es
significativo que, a la vez que irrumpe esa música, y casi acompasando el
paso con la expansión de la cultura científica europea y de la técnica in-
dustrial, la cultura musical occidental experimente una expansión
verdaderamente planetaria. En este paralelismo se anuncia todo un nuevo
ámbito de cuestiones —y también en la impresionante velocidad con que se
están realizando en nuestro siglo ambas expansiones—. La música
«absoluta», en un puesto destacado, forma parte de la maduración de la
cultura musical occidental. Con ella entramos de lleno en una nueva
dimensión, en un más allá de la multiplicidad de lenguas humanas y, no
obstante, enlazando con ellas. Aquí se va abriendo paso una comunicación
planetaria, que no es una especie de soplo inmaterial del espíritu, sino que se
debe a una acción corporal, a un hacer música, siempre la misma y siempre
nueva. Sean dedicadas estas meditaciones a los mensajeros de esa cultura
musical de la humanidad.
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