La Licnomancia

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La licnomancia

Erika Mergruen

Desde nia me gustaba perderme en los laberintos dorados de los retablos y


sentir inquietud ante la mirada de esos falsos tteres que algunos llaman querubines.
Busco y siempre encuentro: vides, flores, carrizos, llagas, ojos de vidrio, terciopelos,
parafina y telas de araa. Pero que el lector no se engae, no profeso ninguna religin,
ni siquiera fui educada en una, cuestin que agradezco pues acaso esta neutralidad es la
que me permite disfrutar las expresiones plsticas de la fe dentro de las iglesias.
Hace unas semanas conoc una edificacin nueva, de las ms hermosas que he
visto. Era una iglesia con olor a bosque, seguramente porque toda ella est acabada en
madera: paredes, cielo raso, duelas, bancos, cristos y santoral. Reconfortaba con su
temperatura perfecta, con su acstica adecuada, y bendeca las pupilas con su claridad
justa para contemplar las formas. Podra uno quedarse ah para siempre, buscar un nicho
vaco y sentarse por toda la eternidad para leer, para observar o simplemente para estar.
Debo aclarar que no siento lo mismo en todas las iglesias; no todas poseen la misma
vibra, pues las hay desasosegadas, grises, fras y, digmoslo, desangeladas. Pero la
iglesia de madera es anglica; dentro de ella, el ms ateo podra afirmar que ah se
escondi Dios, de todo y de todos.
Tal era el silencio dentro de aquella iglesia que fue inevitable escuchar los rezos
en lengua de uno de sus visitantes. Observ como l colocaba cierto nmero de velas
frente al santo de su devocin, hincado, y enseguida comenz a rezar. Su rezo pareca
ms una conversacin con un viejo conocido. No entend el significado de aquellas

palabras, pero trat de entender dnde se guarda esa fe, de dnde surge y cmo es que
no se deteriora aunque su depositario pertenezca a uno de los estratos ms olvidados de
esta sociedad. No tengo dudas, la fe verdadera, esa cosa inasible, es tan ntima que no se
obtener con un simple ritual. Era tanta la belleza del gesto que, por un momento, dese
rescatar al cristo muerto de su ataud de vidrio y resanar sus llagas y peinar sus cabellos
enredados en la corona de espinas. Dese librarlo de esa imagen de sufrimiento que ha
atemorizado y provocado culpas por siglos.
Mas luego sent tristeza al recordar todo aquello que fue sepultado bajo esos
smbolos hechos de madera y lminas de oro y leos vermelln. Imagin a aquel
hombre que rezaba en lengua con sus mismas velas pero en otro templo, o tal vez a
campo abierto, leyendo las llamas, maestro de la lictomancia, encontrando respuesta a
todas sus preguntas en el movimiento del fuego.
Entonces sent que las llamas de las veladoras se agitaban en los vasos y las de
las velas se retorcan como deseando desprenderse del pabilo para quemar toda esa
madera pa. Y tuve la certeza de que en esa iglesia barroca slo yo escuchaba el grito del
fuego, pues ya nadie desea escuchar sus respuestas.
Aun ms, pens que todas las respuestas haban sido canceladas, lo supe al
descubrir dos tallas primorosas de las nimas del purgatorio. Los torsos, uno de hombre
y otro de mujer, me observaban atrapados en las llamas estticas de madera, rojsimas.
Ambos estaban custodiados por capelos de acrlico, para protegerlos del paso del
tiempo; como si alguien se empeara en perpetuar esa respuesta lapidante, la verdad
absoluta sobre el destino de los pecadores, de esos seres alejados de esta gran iglesia,
de aquellos que piensan en lavar los cabellos de una estatua de madera y en curar el
dolor de sus falsas heridas.

Vi a una mujer, se dirigi a uno de los altares desde donde una virgen vestida de
rosa nos observaba. La mujer se hinc y comenz a cantar, tambin en lengua. Su voz
era de una dulzura inaudita. Por un momento las llamas todas guardaron silencio. Quise
creer que era un ngel enviado para distraerme, para que dejara de pensar que toda
creencia se deteriora, como esos lienzos sacros que las polillas devoran en secreto antes
de arrojarse al fuego en busca de la respuesta ltima.

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