Shabono Indios Yanomami PDF

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SHABONO

FLORINDA DONNER




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que as como usted lo recibi lo pueda hacer llegar a alguien ms. HERNN




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Rosario Argentina
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Shabono
Florinda Donner
Digitalizador: @ Gaviota
L-01 2/10/03

NDICE NDICE

DESCRIPCIN
NOTA DE LA AUTORA
PRINCIPALES PERSONAJES ITICOTERIS
I
II
III
IV
V

SEGUNDA PARTE
VI - VII - VIII

TERCERA PARTE
IX - X - XI - XII - XIII

CUARTA PARTE
XIV

QUINTA PARTE
XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX - XXI - XXII - XXIII - XIV - XXV

GLOSARIO

DESCRIPCIN DESCRIPCIN

En un remoto asentamiento shabono- en las profundidades de la selva amaznica, entre Venezuela y el norte
del Brasil, vive un grupo de indios yanomanas. Florinda Donner, antroploga reconocida, discpula de Carlos
Castaneda, fue a su encuentro en lo que imaginaba como una visita breve. Poco a poco, sin embargo, ese
mundo virgen y puro, elusivo y misterioso, la fue hechizando y termin quedndose un ao all.
Este libro es el relato de sus aventuras y descubrimientos durante ese viaje, inicitico en ms de un sentido,
que Donner narra con frescura palpitante. Las actividades diarias se alternan con acontecimientos importantes:
la caza, los festejos, los combates, el nacimiento de los hijos, los ritos de iniciacin, los modos de vestirse, las
comidas... la prosa gil de la autora logra trasmitir la belleza salvaje del lugar, la intensidad de sus vivencias y,
sobre todo, la magia y el poder que an hoy conservan los rituales chamnicos de una cultura que se extingue.



NOTA DE LA AUTORA NOTA DE LA AUTORA

Los indios yanomamas, tambin conocidos en la literatura antropolgica como waikas, shamataris, baraf iris,
shirishanas o guharibos, habitan la parte ms aislada de la frontera entre el sur de Venezuela y el norte de
Brasil. Se ha calculado que son aproximadamente entre diez mil y veinte mil, y que ocupan un rea de unos
once mil kilmetros cuadrados. Este territorio comprende las cabeceras de los ros Orinoco, Mavaca, Siapo,
Ocamo, Padamo y Ventuari, en Venezuela, y los ros Uraricoera, Catrimani, Dimini y Araca, en Brasil.
Los yanomamas viven en aldeas de chozas de palma llamadas shabonos, desperdigadas por la selva. El
nmero de individuos que residen en cada una de estas aldeas dispersas vara entre los sesenta y los cien.
Algunos de los shabonos estn situados cerca de las misiones catlicas o protestantes, o en otras reas
accesibles para el hombre blanco; otros se esconden ms profundamente en la selva. Existen todava algunas
aldeas, en zonas remotas del bosque, que no han sido visitadas por los forasteros.
Mi experiencia con los iticoteris, habitantes de uno de estos shabonos desconocidos, es el tema de este libro.
Se trata de una narracin subjetiva, constituida por los datos excedentes, por decirlo as, de una investigacin
antropolgica de campo que realic en Venezuela, sobre las prcticas curativas de los indgenas.
Un aspecto esencial de mi formacin como antroploga se cifra en considerar que la objetividad es lo que da
validez al trabajo antropolgico. Pero durante mi estancia con este grupo de yanomamas no mantuve la
distancia ni la libertad de criterio necesarias para una investigacin objetiva.

Vnculos especiales de gratitud y amistad con ellos me hicieron imposible interpretar los datos o sacar
conclusiones de lo que presenci y aprend. Gracias a que soy mujer y debido a mi apariencia fsica y a ciertos
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rasgos de mi carcter, yo no representaba amenaza alguna para los indios. Me aceptaron como un bicho raro y
dcil, y pude entrar, aunque slo fuese por poco tiempo, en el ritmo peculiar de sus vidas.
En mi narracin he alterado mis notas originales en dos sentidos. El primer cambio se refiere a los nombres: el
trmino iticoteri, as como los nombres de las personas descritas son imaginarios. El segundo se refiere al
estilo. En bien del efecto dramtico he alterado la secuencia de los acontecimientos, y en bien de la fluidez
narrativa he reproducido las conversaciones en una estructura sintctica y gramatical correcta. Si hubiera
traducido literalmente su lengua, no habra podido hacer justicia a su complejidad y flexibilidad, ni a sus
expresiones altamente poticas y expresivas. La variedad de los sufijos y prefijos da a la lengua yanomama
delicados matices de significado que no tienen un verdadero equivalente en nuestro idioma.
Aunque me ejercitaron pacientemente hasta que pude diferenciar y reproducir la mayora de sus palabras,
nunca llegu a hablar con fluidez. Sin embargo, mi incapacidad para dominar su lengua no fue un obstculo
para la comunicacin con ellos. Aprend a hablar con ellos mucho antes de poseer un vocabulario adecuado.
Hablar era ms una sensacin corporal que un verdadero intercambio de palabras. Otra cuestin es en qu
medida nuestra comunicacin era precisa. Para ellos y para m, resultaba eficaz. Me disculpaban cuando no
poda explicarme o cuando no lograba entender la informacin que me daban acerca de su mundo; despus de
todo, no esperaban que pudiera captar las sutilezas y profundidades de su lengua. Los yanomarnas, al igual
que nosotros, tienen sus prejuicios: piensan que los blancos son infantiles y, por tanto, menos inteligentes.


PRI NCI PALES PERSONAJES I TI COTERI S PRI NCI PALES PERSONAJES I TI COTERI S

ANGLICA. Vieja indgena de la misin catlica que organiza el viaje al pas de los iticoteris.
MILAGROS. Hijo de Anglica, un hombre que pertenece a los dos mundos, el de los indios y el de los blancos.
PURIWARIWE. Hermano de Anglica, viejo chamn del poblado iticoteri.
KAMOSIWE. Padre de Anglica.
ARASUWE. Cuado de Milagros, cabecilla de los iticoteris.
HAYAMA. La mayor de las hermanas de Anglica que an viven, suegra de Arasuwe, abuela de Ritimi.
ETEWA. Yerno de Arasuwe.
RITIMI. Hija de Arasuwe, primera esposa de Etewa.
TUTEEMI. Segunda y joven esposa de Etewa.
TEXOMA. Hija de cuatro aos de Ritimi y Etewa.
SISIWE. Hijo de seis aos de Ritimi y Etewa.
HOAXIWE. Hijo recin nacido de Tutemi y Etewa.
IRAMAMOWE. Hermano de Arasuwe, chamn del poblado iticoteri.
XOROWE. Hijo de Iramamowe.
MATUWE. Hijo menor de Hayama.
XOTOMI. Hija de Arasuwe, hermanastra de Ritimi.
MOCOTOTERIS. Habitantes de un shabono cercano.



I I

Estaba medio dormida. Sin embargo, senta que se movan a mi alrededor. Como desde una gran distancia,
con el suave roce de unos pies descalzos sobre el suelo de tierra apisonada de la cabaa, las toses, los
carraspeos y las leves voces de las mujeres. An no amaneca. En la semipenumbra poda distinguir a Ritimi y
Tutemi, con los cuerpos desnudos doblados sobre los hogares, donde an brillaban las ascuas del fuego
nocturno. Hojas de tabaco, cuencos de calabaza llenos de agua, aljabas llenas de flechas envenenadas,
crneos de animales y racimos de pltanos verdes colgaban del techo de palma y parecan suspendidos en el
aire bajo el humo que se elevaba.
Bostezando, Tutemi se levant. Estir los miembros y se inclin sobre la hamaca para coger a Hoaxiwe en sus
brazos. Con suaves risas, frot su cara contra el vientre del beb, y murmur algo ininteligible mientras meta el
pezn en la boca del niito. Suspirando, se recost de nuevo en su hamaca.
Ritimi tir de algunas hojas de tabaco secas, las empap en una calabaza llena de agua, tom una hoja y,
antes de enrollara apretadamente, la salpic de cenizas. Coloc la bola resultante entre su enca y su labio
inferior y fue chupndola ruidosamente mientras preparaba dos ms. Le dio una de ellas a Tutemi y luego se
acerc a mi. Cerr los ojos, para dar la impresin de que segua durmiendo. Acuclillada a la cabecera de mi
hamaca, Ritimi pas su dedo, empapado en tabaco y saliva, entre mi enca y mi labio inferior, pero no dej una
bola dentro de mi boca. Riendo, se acerc a Etewa, que estaba observndola desde su hamaca. Escupi el
tabaco en la palma de su mano y se lo tendi. Un leve quejido se escap de sus labios mientras, ponindose
otra bola en la boca, se tenda sobre l.
El fuego llenaba de humo la cabaa, y calentaba gradualmente el aire fro y hmedo. Los hogares, que ardan
da y noche, eran el centro de cada vivienda. Las manchas de humo que dejaban en el techo de palma
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separaban cada habitacin familiar de la siguiente, porque no haba paredes divisorias entre las cabaas.
Estaban tan cerca unas de otras que los techos adyacentes se superponan, dando la impresin de una
enorme casa circular. Haba una gran entrada principal para todo el conjunto y varias aberturas estrechas entre
algunas cabaas. Cada una de stas la sostenan dos postes largos y dos cortos. El lado ms alto de la
cabaa estaba abierto y daba a un claro en el centro de la estructura circular, mientras que el lado ms bajo y
exterior de la cabaa estaba cerrado por una pared de postes cortos encajados en el techo.
Una densa neblina envolva los rboles circundantes. La fronda de las palmas que colgaban por el borde
interior de la cabaa se recortaba contra la grisura del cielo. El perro de caza de Etewa levant la cabeza de su
cuerpo acurrucado y, sin despertarse del todo, abri la boca en un gran bostezo. Cerr los ojos, dormitando en
el olor de los pltanos verdes que se tostaban en los fuegos. Mi espalda estaba endurecida y me dolan las
piernas por haber permanecido en cuclillas durante horas, el da anterior, arrancando las malas hierbas que
crecan entre las hortalizas vecinas.
Abr de pronto los ojos mientras mi hamaca se columpiaba violentamente y una pequea rodilla se clavaba en
mi estmago, hacindome perder el aliento. De manera instintiva, me cubr con los bordes de la hamaca para
protegerme de las cucarachas y las araas que invariablemente llovan del techo de palma, siempre que se
sacudan los postes que lo sostenan.
Entre risas, los nios treparon sobre m y a mi alrededor. Sus cuerpecitos oscuros y desnudos eran suaves y
tibios contra mi piel. Como haban hecho casi cada maana desde mi llegada, los nios pasaron sus
regordetas manos por mi cara, mis pechos, mi vientre y mis piernas, pidindome que identificara cada parte de
mi anatoma. Fing seguir durmiendo y me puse a roncar con fuerza. Dos niitos se acurrucaron contra mis
costados y la nia que estaba sobre mi acomod su oscura cabecita bajo mi barbilla. Olan a humo y a tierra.
No saba ni una palabra de su idioma cuando llegu a su poblado, escondido profundamente en la selva entre
Venezuela y Brasil. Pero eso no fue obstculo para que las casi ochenta personas que ocupaban el shabono
me aceptaran. Para los indios, no comprender su lengua equivale a ser aka boreki: tonto. Como tal, me
alimentaron, me dieron cario y me mimaron; mis errores eran disculpados o ignorados, como los de un nio.
En el peor de los casos, mis equivocaciones les provocaban estruendosas carcajadas que sacudan sus
cuerpos hasta que rodaban por el suelo, con lgrimas en los ojos.
La presin de una mano diminuta contra mi mejilla puso fin a mis ensoaciones. Texoma, la hija de cuatro aos
de Ritimi y Etewa, acostada sobre m, abri los ojos y, acercando su cabeza, empez a frotar sus densas
pestaas contra las mas.
No quieres levantarte? pregunt la niita, pasando sus dedos por mis cabellos. Los pltanos estn
listos.
No senta ningn deseo de abandonar la tibieza de la hamaca.
Me pregunto cuntos meses habr estado aqu dije.
Muchos me contestaron tres voces al unsono.
No pude evitar sonrer. Cualquier cantidad mayor de tres se expresaba como muchos o ms de tres.
S, muchos meses asent suavemente.
El nio de Tutemi todava estaba durmiendo dentro de su panza cuando t llegaste murmur Texoma,
apretndose contra mi.
No es que hubiese perdido la conciencia del tiempo, pero los das, las semanas y los meses haban perdido
sus fronteras precisas. Aqu importaba el presente. Para estas gentes, slo contaba lo que suceda cada da
entre las inmensas sombras verdes de la selva. El ayer y el maana, decan, eran tan indeterminados como un
vago sueo, tan frgiles como una tela de araa, slo visible cuando un rayo de sol atraviesa las hojas.
Medir el tiempo haba sido mi obsesin durante las primeras semanas. Llevaba mi reloj automtico da y noche,
y registraba cada nuevo da en un diario, como si de ello dependiera mi existencia misma. No puedo sealar
cundo me di cuenta de que se haba producido en mi un cambio fundamental. Creo que todo empez antes
de que llegara al poblado iticoteri, en una pequea ciudad de la Venezuela oriental, donde haba estado
investigando las prcticas curativas.

Despus de transcribir, traducir y analizar las muchas cintas y los cientos de pginas de notas recogidas
durante meses de trabajo de campo entre los tres curanderos del rea de Barlovento, haba empezado a tener
serias dudas sobre la validez y finalidad de mi investigacin. Mis intentos por organizar los datos en un marco
terico coherente resultaron intiles, porque el material estaba plagado de contradicciones e inconsistencias.
Mi trabajo pretenda descubrir el significado que tienen las prcticas curativas para los curanderos y sus
pacientes, en sus vidas cotidianas. Mi preocupacin se centraba en distinguir cmo se creaba la realidad
social, en trminos de salud y enfermedad, a partir de su actividad conjunta. Pensaba que necesitaba saber
perfectamente lo que los curanderos piensan unos de otros y de su conocimiento, porque slo entonces podra
operar en su medio social y dentro de su propio sistema de interpretacin. Y as el anlisis de mis datos
provendra del sistema en que haba estado operando y no quedara sobreimpuesto desde mi propio medio
cultural.
Mientras estuve en el campo, viv en la casa de doa Mercedes, una curandera con quien estaba trabajando.
No slo registr, observ y entrevist a los curanderos y a sus numerosos pacientes, sino que particip en sus
sesiones, sumergindome totalmente en la nueva situacin.
Sin embargo, me encontraba da tras da con flagrantes inconsistencias en las prcticas curativas y en sus
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explicaciones acerca de stas. Doa Mercedes se rea de mi perplejidad y de lo que consideraba mi falta de
fluidez para aceptar cambios e innovaciones.
Ests segura de que dije eso? me pregunt despus de escuchar una de las cintas que yo insist en
hacerle oir.
No soy yo la que habla dije en tono cortante, y empec a leer mis notas mecanografiadas, esperando que
ella comprendiera lo contradictorio de su informacin.
Eso suena maravilloso coment doa Mercedes, interrumpiendo mi lectura. De verdad se refiere a m?
Me has convertido en un verdadero genio. Leme tus notas sobre las sesiones con Rafael y Serafino.
Eran los otros dos curanderos con los que yo haba estado trabajando.
Hice lo que me peda, y luego volv a conectar el magnetfono para que me ayudara con la informacin
conflictiva. Sin embargo, doa Mercedes no tena ningn inters por lo que ella misma dijera meses atrs. Para
ella, era una cosa del pasado y, por tanto, no tena ninguna validez. Sin reparo alguno, me hizo entender que el
magnetfono tena la culpa por haber registrado algo que ella no recordaba haber dicho.
Si de verdad dije esas cosas, fue por tu causa. Cada vez que me preguntas por la curacin, empiezo a
hablar sin saber realmente lo que estoy diciendo. Siempre me pones las palabras en la boca. Si supieras curar,
no te preocuparas por escribir o hablar acerca de eso. Simplemente lo haras.
Yo no deseaba creer que mi trabajo era intil. Fui a ver a los otros dos curanderos. Para gran decepcin ma,
no ayudaron tampoco gran cosa. Reconocieron las contradicciones y las explicaron de un modo muy
semejante a doa Mercedes.
Retrospectivamente, mi desesperacin por este fracaso parece cmica. En un ataque de clera, desafi a doa
Mercedes a que quemara mis notas. Acept sin dificultad, y quem pgina tras pgina en la llama de una de
las velas que iluminaban la imagen de la Virgen Mara en el altar de su cuarto de curaciones.
De verdad que no comprendo por qu te preocupas tanto por lo que dice tu mquina y lo que digo yo
observ doa Mercedes, encendiendo otra vela en el altar. En qu cambia lo que hago ahora y lo que hice
hace unos meses? Lo nico que importa es que los pacientes se curan. Hace aos, vinieron un psiclogo y un
socilogo y registraron todo lo que yo deca en una mquina como la tuya. Creo que su mquina era mejor; era
mucho ms grande. Slo estuvieron aqu una semana. Con la informacin que consiguieron, escribieron un
libro sobre la curacin.
Conozco el libro contest vivamente. No creo que sea un estudio muy exacto. Peca de simplista y
superficial, y le falta una verdadera comprensin.
Doa Mercedes me observ interrogativamente, con una mirada a medias compasiva, a medias despectiva. En
silencio, contempl cmo la ltima pgina se converta en cenizas. No me molestaba lo que haba hecho. Se
levant de su silla y se sent a mi lado en el banco de madera.
Muy pronto sentirs que te han quitado un gran peso de encima me consol.
Me sent forzada a entrar en una amplia explicacin sobre la importancia de estudiar las prcticas curativas no
occidentales. Doa Mercedes me escuch atentamente, con una sonrisa burlona en los labios.
Si yo fuera t me sugiri, aceptara la oferta de tus amigos para ir a cazar por el ro Orinoco arriba. Seria
un buen cambio para ti.
Aunque tena intencin de regresar cuanto antes a Los ngeles para terminar mi trabajo, estaba considerando
seriamente la posibilidad de aceptar la invitacin de un amigo para un viaje de dos semanas hacia el interior de
la selva. No senta ningn inters por la caza, pero pensaba que tal vez tendra oportunidad de encontrar un
chamn, o de presenciar una ceremonia de curacin, mediante uno de los guas indgenas que l pensaba
contratar al llegar a la misin catlica, el ltimo puesto de avanzada de la civilizacin.
Creo que eso es lo que tengo que hacer le dije a doa Mercedes. Tal vez encuentre a un gran curandero
indio que me diga cosas sobre la curacin que ni siquiera usted sabe.
Seguro que oirs toda clase de cosas interesantes contest doa Mercedes riendo. Pero no te
preocupes de escribirlas; no hars ninguna investigacin.
Vaya. Y cmo sabe usted eso?
Acurdate de que soy una bruja dijo, dndome unos golpecitos en la mejilla. Haba una expresin de
inefable dulzura en sus ojos oscuros. Y no te preocupes por tus notas en ingls, que estn a salvo en tu
escritorio. Cuando vuelvas, ya no te servirn de nada las notas.


II II

Una semana ms tarde, me encontraba con mi amigo en una avioneta, camino de la misin catlica del
Orinoco superior. All debamos encontrar a los dems miembros de la expedicin, que haban partido en barco
unos das antes, con el equipo de caza y las provisiones que necesitaramos para pasar dos semanas en la
jungla.
Mi amigo estaba deseoso de mostrarme las maravillas del turbulento y lodoso ro Orinoco. Maniobraba el
pequeo aparato con atrevimiento y habilidad. Por unos instantes estuvimos tan cerca de la superficie del
agua, que asustamos a los caimanes que tomaban el sol en el banco de arena de la orilla. Un momento
despus, estbamos de nuevo en el aire, sobre la selva aparentemente infinita e impenetrable. No bien me
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haba tranquilizado, ya descenda l de nuevo, tan bajo que podamos ver las tortugas adormiladas sobre los
troncos, al borde del agua.
Yo temblaba de nuseas y mareo cuando finalmente aterrizamos en un pequeo claro, cerca de los campos
cultivados de la misin. El sacerdote encargado de sta, padre Coriolano, nos recibi junto con nuestros
compaeros de expedicin, que haban llegado el da antes, y un grupo de indios que gritaban entusiasmados
mientras invadan la avioneta.
El padre Coriolano nos condujo a travs de los campos de maz, mandioca, pltanos y caa de azcar. Era un
hombre delgado, con largos brazos y piernas cortas. Unas cejas espesas ocultaban casi por entero sus ojos
hundidos, y la masa de su barba rebelde cubra el resto de su rostro. Su negra sotana contrastaba con el
sombrero de paja deshilachado, que echaba continuamente hacia atrs para que la brisa le secara la frente
cubierta de sudor.
La ropa, empapada, se pegaba a mi cuerpo al pasar por una especie de muelle hecho de postes clavados en el
lodo de la orilla del ro, donde estaba amarrada la embarcacin. Nos detuvimos, y el padre Coriolano empez a
hablar de nuestra partida, que tendra lugar al da siguiente. Me vi rodeada por un grupo de indias, que no
decan ni una palabra pero me sonrean tmidamente. Sus vestidos mal ajustados se levantaban por delante y
colgaban por detrs, dando la impresin de que todas estaban embarazadas. Entre ellas haba una anciana tan
pequea y arrugada que pareca un nio envejecido. No sonrea como las dems. Haba una splica silenciosa
en los ojos de la anciana cuando me tendi la mano. Me vi presa de extraos sentimientos al advertir que sus
ojos se llenaban de lgrimas; no deseaba verlas rodar por sus mejillas de color de barro. Puse mi mano en la
suya. Sonriendo satisfecha, me condujo hacia los rboles frutales que rodeaban la misin, un edificio alargado,
de una sola planta.
A la sombra, bajo el amplio cobijo del techo de asbesto de la casa, haba un grupo de ancianos acuclillados
que sostenan en sus manos temblorosas copas de aluminio esmaltado. Vestan ropas de color caqui y tenan
los rostros parcialmente cubiertos por sus sombreros de paja manchados de sudor. Rean y hablaban con
voces agudas, y se chupaban ruidosamente los labios mientras beban su caf con ron. Dos alborotados
pericos, con las alas de brillantes colores bien atadas, se mecan sobre el hombro de uno de ellos.
No poda ver los rasgos de los hombres, ni el color de su piel. Parecan estar hablando en castellano, pero sus
palabras me resultaban ininteligibles.
Son indios? le pregunt a la anciana que me guiaba a una pequea habitacin trasera, en una de las
casas que rodeaban la misin.
La anciana se ri. Sus ojos, apenas visibles entre las aberturas de sus prpados, descansaron en mi cara.
Son racionales. A los que no son indios los llaman racionales aclar. Esos viejos han estado aqu
demasiado tiempo. Vinieron a buscar oro y diamantes.
Los encontraron?
Muchos de ellos si.
Por qu estn aqu todava?
Son los que no pueden volver al lugar de donde vinieron dijo, poniendo sus manos huesudas en mis
hombros. Su gesto no me sorprendi. Haba algo cordial y afectuoso en su contacto. Slo pens que estaba un
poco loca. Han perdido su alma en la selva.
Los ojos de la anciana estaban ahora muy abiertos; eran del color de las hojas de tabaco ya secas.
Sin saber qu decir, apart los ojos de su penetrante mirada y contempl la habitacin. Las paredes pintadas
de azul estaban decoloradas por el sol, y la humedad las descascaraba. Cerca de una estrecha ventana, haba
una cama de madera de tosca construccin. Pareca una cuna demasiado grande en torno a la cual hubieran
clavado tela metlica contra los mosquitos. Cuanto ms la miraba, ms me recordaba una jaula en la que slo
se podra entrar levantando la pesada tapa cubierta de tela metlica.
Yo soy Anglica dijo la anciana, mirndome fijamente. Esto es todo lo que traes? pregunt,
quitndome de la espalda la mochila de color naranja.
Sin habla y con cara de completo asombro, vi cmo sacaba mi ropa interior, un par de tejanos y una larga
camiseta.
Es todo lo que necesito para dos semanas expliqu, sealando mi cmara fotogrfica y el bolsito de
tocador que quedaban en el fondo de la mochila.
Cuidadosamente, sac la mquina, abri el bolso de plstico y yaci rpidamente su contenido en el suelo.
Haba un peine, un cortaas, pasta y cepillo de dientes, una botella de champ y una pastilla de jabn.
Sacudiendo la cabeza con incredulidad, volvi la mochila del revs. Abstrada, apart los cabellos oscuros que
se pegaban a su frente. Haba en sus ojos un aire de soadora rememoracin mientras su rostro se arrugaba
en una sonrisa. Puso todo de nuevo en la mochila y sin una palabra me condujo de vuelta a donde estaban mis
amigos.
Mucho despus de que la misin quedara a oscuras y en silencio, yo segua despierta, escuchando los sonidos
poco familiares de la noche que entraban por la ventana abierta. No s si fue a causa de mi cansancio o por la
atmsfera tranquila de la misin, pero esa noche, antes de retirarme, haba decidido no acompaar a mis
amigos en su expedicin de caza. En cambio, deseaba quedarme aquellas dos semanas en la misin.
Afortunadamente, a nadie le molest. En realidad, todos parecieron aliviados. Aunque no lo haban dicho,
algunos de mis amigos pensaban que una persona que no sabe cmo manejar un fusil no tiene nada que hacer
en una cacera.
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Como hechizada, contemplaba la azul transparencia del aire disolverse en las sombras de la noche. Sobre el
cielo se esparca una suavidad que revelaba los .contornos de las ramas y las hojas, ondeando en la brisa
fuera de mi ventana. El grito solitario de un mono aullador fue lo ltimo que o antes de caer en un profundo
sueno.


As que es usted antroploga me dijo el padre Coriolano en el almuerzo del da siguiente. Los
antroplogos que he conocido iban todos cargados de magnetfonos y cmaras de cine y no s cuntos
aparatos ms. Me ofreci una segunda racin de pescado horneado y maz en mazorcas. Le interesan
los indios?
Le expliqu lo que haba estado haciendo en Barlovento
y las dificultades que tena con los datos reunidos.
Me gustara ver algunas sesiones de curacin durante mi estancia aqu.
Me temo que no ver muchas cosas de este tipo por aqu dijo el sacerdote, recogiendo las migajas del pan
de mandioca que se le quedaban prendidas en la barba. Tenemos un dispensario bien equipado. Los indios
vienen desde muy lejos a traernos sus enfermos. Pero tal vez logre organizarle una visita a uno de los
poblados cercanos, donde es posible que encuentre a un chamn.
Le estara muy agradecida silo consiguiera. No es que haya venido para hacer trabajo de campo, pero seria
muy interesante ver a un chamn.
Usted no parece una antroploga. Las cejas del padre Coriolano se arquearon, unindose. La mayora
de los que yo he conocido eran hombres, pero hubo algunas mujeres. Se rasc la cabeza. De algn modo,
usted no concuerda con mi descripcin de una antroploga.
No se puede esperar que todas nos parezcamos dije en tono despreocupado, preguntndome a quines
habra conocido.
Supongo que no admiti dcilmente. Lo que quiero decir es que usted no parece totalmente adulta. Esta
maana, cuando sus amigos se haban ido, diversas personas me preguntaron por qu me haban dejado a la
nia.
Con ojos vivaces, brome acerca de cmo los indios esperan que un adulto blanco sea algo ms que ellos.
Especialmente si es rubio y de ojos azules. Se supone que debe ser un verdadero gigante.
Aquella noche tuve una pesadilla aterradora, en mi cuna cubierta por el mosquitero. So que haban clavado
la tapa. Todos mis esfuerzos por escapar resultaban intiles. El pnico me invadi. Grit y agit el marco hasta
que todo el artefacto volc. Todava medio dormida, me encontr yaciendo en el suelo, con la cabeza apoyada
contra el pequeo bulto que formaban los pechos colgantes de la anciana. Por un momento, no pude recordar
dnde estaba. Un miedo infantil me hizo apretarme ms a la anciana indgena, sabindome a salvo con ella. La
anciana acarici mi cabeza y susurr incomprensibles palabras en mi odo hasta que me despert del todo. Su
contacto y el sonido nasal y ajeno de su voz me tranquilizaron. No poda racionalizar este sentimiento, pero
algo me haca sujetarme a ella. Me llev a su habitacin, detrs de la cocina.
Me acost a su lado, en una pesada hamaca colgada de dos postes. Protegida por la presencia de la extraa
anciana, cerr los ojos sin miedo. El leve latido de su corazn y el goteo del agua que se filtraba en un cntaro
de agua me llevaron al sueo.
Ser mucho mejor que duermas aqu dijo la anciana a la maana siguiente, colgando una hamaca de
algodn junto a la suya.
A partir de aquel da, Anglica rara vez se apart de mi. La mayor parte del tiempo permanecamos junto al ro,
hablando y bandonos en la orilla, donde la arena gris rojiza tena un color de cenizas mezcladas con sangre.
En completa paz, me sentaba durante horas observando cmo las indias lavaban sus ropas y escuchando los
relatos de Anglica sobre su pasado. Como nubes dispersas por el cielo, sus palabras se entremezclaban con
las imgenes de las mujeres que aclaraban la ropa en el agua y la tendan a secar sobre las piedras.
Anglica no era maquiritare, como la mayora de los indios de la misin. Haba sido entregada a un maquiritare
cuando era muy joven. La trat bien, deca ella con gusto. Aprendi rpidamente sus costumbres, que no eran
tan distintas de las suyas propias. Tambin haba ido a la ciudad, pero nunca me aclar a cul. Tampoco me
dijo su nombre indio que, segn las costumbres de su tribu, no deba ser pronunciado en voz alta.
Siempre que hablaba del pasado, su voz se me volva extraa. Se haca muy nasal y a menudo pasaba del
castellano a su propio idioma, mezclando tiempos y espacios. Con frecuencia se detena en mitad de una frase;
horas despus, o incluso al da siguiente, reanudaba la conversacin en el punto exacto en que la haba
dejado, como si fuera la cosa ms natural del mundo charlar de esa manera.
Te llevar con mi gente me dijo Anglica una tarde. Me mir con una sonrisa indecisa en los labios. Tuve
la sensacin de que estaba a punto de decir algo ms y me pregunt si sabra algo del arreglo que haba hecho
el padre Cariolano con el seor Barth para que me llevara al poblado maquiritare ms prximo.
El seor Barth era un minero norteamericano que haba pasado ms de veinte aos en la selva venezolana.
Viva ro abajo, con una mujer indgena, y muchas tardes se invitaba a s mismo a cenar en la misin. Aunque
no tena deseo alguno de volver a Estados Unidos, disfrutaba mucho oyendo hablar de su pas.
Te llevar con mi gente dijo Anglica de nuevo. Necesitaremos muchos das para llegar all. Milagros
nos guiar por la selva.
Quin es Milagros?
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Es un indio como yo. Habla bien el castellano. Anglica se frot las manos con alegra. Se supona que
iba a acompaar a tus amigos, pero decidi quedarse. Yo s por qu.
Anglica hablaba con una rara intensidad; sus ojos brillaban y tuve, como a mi llegada, la sensacin de que
estaba un poco loca.
l ya saba que yo iba a necesitarlo para que nos acompaara dijo la anciana. Sus prpados se cerraron
como si ya no tuviera fuerzas para abrirlos. De pronto, como si temiera quedarse dormida, los abri del todo.
No importa lo que me digas ahora. S que vendrs conmigo.
Aquella noche permanec despierta en la hamaca. Por la respiracin de Anglica, supe que dorma. Rec
porque no se olvidara de su ofrecimiento de llevarme a la selva. Las palabras de doa Mercedes resonaban en
mi cabeza: Cuando vuelvas, ya no te servirn de nada tus notas. Tal vez hara alguna investigacin de campo
entre los indios. El pensamiento me diverta. No llevaba conmigo un magnetfono; tampoco tena papel ni
lpices, slo un cuadernito que era mi diario, y un bolgrafo. Tena la cmara fotogrfica pero slo tres rollos de
pelcula.
Inquieta, me di la vuelta en la hamaca. No, no tena ninguna intencin de ir a la selva con una anciana a quien
crea un tanto chiflada, y un indio al que nunca haba visto. Sin embargo, resultaba tan tentador un viaje a
travs de la selva... Me era fcil tomarme algn tiempo libre, no tena que cumplir con fecha alguna, nadie me
esperaba. Poda dejar una carta para mis amigos, explicndoles mi repentina decisin. No se preocuparan
demasiado. Cuanto ms pensaba en ello, ms intrigada estaba. El padre Coriolano podra, sin duda,
proporcionarme suficiente papel y lpices. Y s, tal vez doa Mercedes tuviera razn. No me serviran de nada
mis viejas notas sobre los curanderos cuando volviera si volva, como interrumpa amenazadoramente mi
pensamiento de semejante viaje.
Me levant de la hamaca y contempl a la frgil anciana dormida. Como si sintiera mi presencia, sus pipados
temblaron, sus labios empezaron a moverse:
No morir aqu sino entre mi propia gente. Mi cuerpo ser quemado y mis cenizas se quedarn con ellos.
Sus ojos se abrieron lentamente; estaban opacos, nublados por el sueo, y no expresaban nada, pero percib
una profunda tristeza en su voz. Toqu sus huecas mejillas. Me sonri, pero su pensamiento estaba en otra
parte.
Me despert con la sensacin de que alguien me observaba. Anglica me dijo que haba estado esperando que
me despertara. Me hizo mirar una caja que estaba junto a ella del tamao de un neceser, hecha de corteza de
rbol. Abri la ajustada tapa y, con gran fruicin, procedi a mostrarme cada uno de los objetos que contena,
con grandes exclamaciones de alegra y sorpresa, como si fuera la primera vez que vea aquellas cosas. Haba
un espejo, un peine, un collar de perlas de plstico, algunos botes vacos de crema Ponds, un lpiz de labios,
un par de tijeras oxidadas, una blusa y una falda desteidas.
Y qu crees que es esto? me pregunt, escondiendo algo detrs de su espalda.
Confes mi ignorancia y se ri.
Es mi libreta de escribir. Abri el cuaderno, de pginas amarilleadas por el tiempo. En cada pgina haba
renglones de letras torcidas. Mrame. Sacando de la caja un lpiz mordido en el extremo, empez a trazar
su nombre.
Aprend a hacer esto en otra misin. Una mucho ms grande que sta. Tambin tena una escuela. Eso fue
hace muchos aos, pero no se me ha olvidado lo que aprend. Una y otra vez, escribi su nombre en las
plidas pginas. Te gusta?
Mucho.
Yo estaba desconcertada ante la visin de la anciana acuclillado en el suelo, con el cuerpo doblado hacia
delante, la cabeza casi tocando el cuaderno. Sin embargo, mantena un equilibrio perfecto mientras delineaba
dificultosamente las letras de su nombre.
Repentinamente, se puso en pie y cerr el cuaderno.
He estado en la ciudad dijo, con los ojos fijos en un punto ms all de la ventana. Una ciudad llena de
gente que se vea toda igual. Al principio me gust, pero muy pronto me cans. Tena que ver demasiadas
cosas. Y haba tanto ruido! No slo hablaba la gente, sino que las cosas hablaban tambin. Se detuvo con el
entrecejo fruncido, en un tremendo esfuerzo por concentrarse; todas las lneas de su cara se hicieron ms
hondas. Finalmente dijo: No me gust nada la ciudad.
Le pregunt en qu ciudad haba estado y en qu misin aprendi a escribir su nombre. Me mir como si no
me hubiera odo, y continu con su relato. Como hiciera otras veces, empez a mezclar tiempos y espacios,
pasando a su propia lengua. A veces se rea, repitiendo una y otra vez:
No ir al paraso del padre Coriolano.
Dice usted en serio lo de ir a ver a su gente? le pregunt. No cree usted que es peligroso para dos
mujeres entrar en la selva? De veras conoce usted el camino?
Claro que conozco el camino dijo, saliendo bruscamente de su estado casi de trance. A una vieja no le
puede pasar nada.
Yo no soy vieja.
Me acarici el pelo.
No eres vieja, pero tu pelo es del color de las fibras de palma y tus ojos del color del cielo. Tampoco te
pasar nada.
Estoy segura de que nos perderemos objet suavemente. Usted ni siquiera recuerda cunto tiempo
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hace que vio a su gente por ltima vez. Usted me dijo que se van adentrando ms y ms en la selva.
Milagros vendr con nosotros -dijo Anglica en tono convincente . El conoce bien la selva. El conoce a casi
toda la gente que vive en la selva. Anglica empez a guardar sus pertenencias en la caja de corteza.
Ser mejor que lo encuentre para que podamos irnos cuanto antes. Tendrs que darle algo.
No tengo nada que l pueda querer. Tal vez pueda convencer a mis amigos para que den a Milagros los
machetes que trajeron.
Dale tu cmara fotogrfica sugiri Anglica. S que tiene tantos deseos de una mquina como de otro
machete.
Sabe cmo usarla?
No s. Se ri, con la mano sobre la boca. Una vez me dijo que quera hacer fotos de los blancos que
vienen a la misin a ver a los indios.
No tena ningunas ganas de separarme de mi cmara. Era buena y muy cara, por lo que lament no disponer
de otra ms barata.
Le dar la mquina acced, con la esperanza de que una vez le hubiera explicado cun complicado era
manejarla, Milagros prefiriera un machete.
Cuantas menos cosas tengas que cargar, mejor advirti Anglica, cerrando de golpe la tapa de su caja.
Le voy a dar todas estas cosas a una de las mujeres de aqu. Ya no las necesitar. Si uno va con las manos
vacas, nadie espera nada de uno.
Me gustara llevarme la hamaca que usted me dio -dije, en broma.
Esa puede ser una buena idea. Anglica me mir, asintiendo. T tienes un sueo muy inquieto y
probablemente no podras descansar en las hamacas de fibra que usa mi gente. Recogi su caja y sali de
la habitacin. Volver cuando encuentre a Milagros.


El padre Coriolano tomaba su caf y me miraba como si yo fuera una extraa. Con gran esfuerzo, se levant
apoyndose en una silla. Visiblemente desorientado, me contempl sin decir una palabra. Era el silencio de un
anciano. Al verle pasarse los dedos rgidos y deformados por la cara, me di cuenta por primera vez de lo frgil
que era.
Est usted loca de irse a la selva con Anglica dijo finalmente. Es muy vieja; no llegar muy lejos.
Caminar por la selva no es un paseo.
Milagros nos acompaar.
El padre Coriolano se volvi hacia la ventana, pensativo. Empujaba sin cesar su barba atrs y adelante, con la
mano.
Milagros se neg a ir con sus amigos. Estoy seguro de que no acompaar a Anglica a la selva.
Silo har.
Mi certidumbre, incomprensible, era un sentimiento totalmente ajeno a mi raciocinio cotidiano.
Aunque es un hombre de fiar, es raro coment el padre Coriolano con preocupacin. Ha sido gua de va-
rias expediciones. Sin embargo... El padre Coriolano volvi a su silla e, inclinndose hacia mi, continu:
Usted no est preparada para entrar en la selva. No puede ni empezar a imaginarse las dificultades y los
peligros de semejante aventura. No tiene ni siquiera los zapatos adecuados.
Me han dicho varias personas que han estado en la selva que el calzado deportivo es lo mejor que se puede
llevar.
Se seca puesto, no se encoge y no produce ampollas.
El padre Coriolano ignor mi comentario.
Por qu quiere usted ir? pregunt, en tono exasperado. El seor Barth la llevar a ver aun chamn
maquiritare; podr usted ver una ceremonia de curacin sin tener que ir muy lejos.
En realidad no s por qu quiero ir admit, en tono de desamparo-. Tal vez quiero ver algo ms que una
ceremonia de curacin. De hecho, quera pedirle que me dejara algo de papel de escribir y lpices.
Y sus amigos? Qu les voy a decir? Que usted desapareci con una anciana senil? me pregunt
mientras se servia otra taza de caf. Llevo aqu ms de treinta aos y nunca he odo un plan tan
descabellado.


Era despus de la hora de la siesta, pero la misin estaba an silenciosa mientras yo me estiraba en mi
hamaca, colgada a la sombra de largas ramas torcidas y de las hojas dentadas de los yangos. A distancia, vi la
alta figura del seor Barth que se acercaba al claro de la misin. Era extrao, pens, porque generalmente
vena por la noche. Entonces adivin por qu estaba all.
Se detuvo ante los escalones que conducan a la terraza, cerca de donde yo estaba, se acuclill en el suelo y
encendi uno de los cigarrillos que mis amigos le haban trado.
El seor Barth pareca inquieto. Se levant y empez a ir y venir como si fuera un centinela encargado de
guardar el edificio. Estaba a punto de llamarle cuando empez a hablar solo. Las palabras le salan de la boca
envueltas en humo. Se frot las barbas blancas del mentn y restreg una bota contra la otra intentando
quitarles el lodo. De nuevo se acuclill y empez a sacudir la cabeza como si quisiera librarse de lo que haba
en su pensamiento.
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Ha venido usted a contarme que encontr diamantes en la Gran Sabana -dije a manera de saludo, con la
esperanza de desvanecer la expresin melanclica de sus dulces ojos castaos.
Chup de su cigarrillo y dej escapar el humo por la nariz en cortos soplidos. Tras escupir algunas partculas
de tabaco que se le haban quedado en la lengua, pregunt:
Por que quiere usted ir con Anglica a la selva?
Ya se lo dije al padre Coriolano: en realidad, no lo s.
El seor Barth repiti suavemente mis palabras, convirtindolas en pregunta. Encendi otro cigarrillo y exhal
con lentitud mirando la espiral de humo que se disolva en el aire transparente.
Vamos a dar un paseo sugiri.
Caminamos junto al banco del ro, donde grandes races entrecruzadas emergan de la tierra como esculturas
de madera y fango. Rpidamente, la humedad clida y pegajosa perme mi piel. De debajo de una capa de
ramas y hojas, el seor Barth sac una canoa, la empuj al agua y me indic que subiera. La condujo
directamente al otro lado del ro, buscando el cobijo del banco de la izquierda, que ofreca alguna proteccin
contra la plena fuerza de la corriente. Con movimientos fuertes y precisos, gui la canoa ro arriba hasta que
llegamos a un estrecho afluente. La maleza de bambes dio paso a otras plantas pesadas y oscuras, un muro
interminable de rboles pegados tronco contra tronco en la orilla misma del ro. Las races y las ramas
colgaban sobre el agua. Las lianas trepaban por los rboles enroscndose en tomo a sus troncos como
serpientes a punto de romperlos en su estrecho abrazo.
Ah, aqu est dijo el seor Barth, sealando una abertura en lo que pareca un muro impenetrable.
Varamos la canoa en el lodoso banco y la amarramos fuertemente a un tronco. El sol apenas penetraba a
travs del denso follaje, y la luz se esfumaba en un tenue verdor mientras segua al seor Barth por la maleza.
Lianas y ramas me rozaban como cosas vivas. El calor ya no era tan intenso, pero la pegajosa humedad haca
que la ropa se me pegara al cuerpo como fango. Pronto mi cara qued cubierta de sucio polvo vegetal y telas
de araa que olan a podredumbre.
Es una vereda? pregunt con incredulidad, casi cayndome en un charco de agua verdosa.
La superficie del charco temblaba bajo cientos de insectos que eran apenas algo ms que puntos pulsantes en
el liquido turbio. Los pjaros huan y, en medio del verdor, yo no poda distinguir su color ni su tamao, sino
slo escuchar sus furiosos graznidos que protestaban por nuestra intrusin. Comprend que el seor Barth
estaba intentando asustarme. El pensamiento de que me llevaba a otra misin catlica tambin me pas por la
mente.
Es esto un camino? insist.
Abruptamente, el seor Barth se detuvo frente a un rbol, tan alto que sus ramas superiores parecan alcanzar
el cielo. Plantas trepadoras se retorcan y giraban hacia arriba en torno al tronco y las ramas.
Quera darle una conferencia y aterrorizara dijo el seor Barth con expresin sombra. Pero todo lo que
prepar parece tonto ahora. Descansemos un momento y luego volveremos.
El seor Barth dej que la canoa siguiera la corriente, remando slo cuando nos acercbamos demasiado a la
orilla.
La selva es un mundo que usted no puede imaginarse. No puedo describrselo aunque lo he experimentado
con tanta frecuencia. Es un asunto personal: la experiencia de cada persona es diferente y nica.
En vez de volver a la misin, el seor Barth me invit a su casa. Era una gran cabaa circular con un techo
cnico de hojas de palma. Estaba muy oscuro en su interior; la nica luz proceda de la pequea entrada y de
una ventana rectangular abierta en el techo, que se cerraba tirando de una polea de cuero. En medio de la
cabaa colgaban dos hamacas. Contra las paredes encaladas de blanco haba cestas llenas de libros y
revistas; sobre ellas colgaban calabazas, cazos, machetes y un fusil.
Una joven desnuda se levant de una de las hamacas. Era alta, con grandes pechos y anchas caderas, pero
su rostro era el de una nia, redondo y suave, con oscuros ojos rasgados. Sonriendo, tom su vestido, que
colgaba junto a un soplillo de mimbre trenzado.
Caf? pregunt en espaol, sentndose en el suelo frente al hogar, junto a los botes y sartenes de
aluminio.
Conoce usted bien a Milagros? le pregunt al seor Barth, cuando me hubo presentado a su mujer y nos
sentamos en las hamacas, ella y yo juntas.
Es difcil afirmarlo dijo, tomando del suelo su tazn de caf. Viene y va. Es como el ro; nunca se
detiene, no parece descansar nunca. Nadie sabe hasta dnde va Milagros, cunto tiempo se queda en un
lugar. Todo lo que s es que cuando era jovencito unos blancos se lo llevaron de donde viva su gente. Su
historia nunca es la misma. Unas veces dice que eran recolectores de caucho; otras veces, que eran
misioneros; otras, que eran mineros o cientficos. Fueran quienes fueren, viaj con ellos durante muchos aos.
A qu tribu pertenece? Dnde vive?
Es maquiritare, pero nadie sabe dnde vive. Peridicamente regresa con sus gentes. No s a qu poblado
pertenece.
Anglica fue a buscarlo. Me pregunto si sabe dnde encontrarlo.
Seguro que si. Estn muy unidos. Me pregunto si son parientes. Deposit el tazn en el suelo y se levant
de la hamaca, desapareciendo momentneamente en la espesa maleza que rodeaba la cabaa. Reapareci
segundos despus con una cajita de metal. brala me dijo, tendindomela.
Dentro haba una bolsita de cuero marrn.
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Diamantes? pregunt, palpando su contenido.
Sonriendo, el seor Barth asinti; luego me indic que me sentara junto a l en el suelo de tierra. Se quit la
camisa, la extendi en el suelo y me dijo que vaciara la bolsita sobre la tela. Apenas pude ocultar mi desilusin.
Las piedras no brillaban; parecan ms bien hechas de cuarzo opaco.
Est usted seguro de que son diamantes? pregunt.
Completamente seguro dijo el seor Barth, colocando una piedra del tamao de un tomate pequeo en la
palma de mi mano. Si se talla bien, podra hacerse una sortija preciosa.
Encontr estos diamantes aqu?
No respondi riendo. Cerca de la sierra Parima, hace aos. Entrecerrando los ojos, se balance atrs
y adelante. Sus mejillas estaban llenas de venitas y la barba que creca en su mentn estaba hmeda. Hace
mucho tiempo, lo nico que me interesaba en la vida era encontrar diamantes para volver a casa con mucho
dinero. El seor Barth suspir profundamente, la mirada perdida en algn punto ms all de la cabaa. Un
da me di cuenta de que mi sueo de hacerme rico se haba secado, por decirlo as, ya no me obsesionaba, y
tampoco quera volver al mundo que haba conocido. Me qued aqu. Sus ojos brillaban con lgrimas
retenidas mientras sealaba los diamantes.
Con ellos. Parpade varias veces, luego me mir y sonri. Me gustan tanto como me gusta esta tierra.
Quera hacerle muchas preguntas, pero tena miedo de perturbarlo. Nos quedamos en silencio, escuchando el
murmullo continuo y profundo del ro.
El seor Barth habl de nuevo:
Sabe usted? Los antroplogos y los misioneros tienen mucho en comn. Ambos son malos para esta tierra.
Los antroplogos son ms hipcritas; engaan y mienten para obtener la informacin que desean. Supongo
que creen que en nombre de la ciencia todo est justificado. No, no, no me interrumpa me advirti el seor
Barth, agitando la cabeza frente a mi rostro. Los antroplogos continu en el mismo tono duro se han
quejado conmigo de la arrogancia de los misioneros, de su altanera y su actitud paternalista para con los
indios. Y mrelos a ellos: son los ms arrogantes de todos; se meten en las vidas de los dems como si estu-
vieran en su pleno derecho.
El seor Barth suspir con fuerza, como si ese arrebato lo hubiera agotado.
Prefer no defender a los antroplogos, temindome un segundo estallido de enojo, de manera que me
content con examinar el diamante que tena en la mano.
Es muy hermoso dije, tendindole la piedra.
Qudeselo dijo, y luego recogi el resto de las piedras que deposit, una por una, en la bolsita de cuero.
Creo que no puedo aceptar un regalo tan valioso. Empec a rerme nerviosamente y aad como excusa
: Nunca llevo joyas.
No lo considere un regalo valioso. Tmelo como un talismn. Slo la gente de las ciudades lo considera una
joya coment tranquilamente, cerrando mis dedos sobre la piedra. Le dar suerte.
Se levant, sacudiendo con las manos la humedad de la parte trasera de sus pantalones; luego se tendi en su
hamaca.
La joven volvi a llenar nuestras tazas. Sorbiendo el caf fuertemente azucarado, contemplamos cmo las
paredes encaladas se iban tornando violeta a causa del crepsculo. Las sombras no tuvieron tiempo de
alargarse, porque en un instante se hizo oscuro.

Me despert Anglica, murmurando en mi odo:
Nos vamos por la maana.
Qu? Salt fuera de mi hamaca, completamente despierta. Pens que iba a necesitar dos o tres das
para encontrar a Milagros. Ms vale que haga la maleta.
Anglica se ri.
La maleta? No tienes nada que llevarte. Le di los pantalones y una de tus camisas a un muchacho indio. No
necesitas dos pantalones. Ms vale que sigas durmiendo. Maana ser un da muy largo. Milagros anda muy
de prisa.
No puedo dormir dije, agitada. Pronto amanecer. Escribir una nota para mis amigos. Espero que la
hamaca y la manta quepan en mi mochila. Y la comida?
El padre Coriolano dej sardinas y pan de mandioca para nosotros; lo recogeremos todo por la maana. Lo
llevar en una canasta.
Habl usted con l esta noche? Qu dijo?
Dijo que se hiciera la voluntad de Dios.


Haba terminado de hacer el equipaje cuando la campana de la capilla empez a sonar. Por primera vez desde
que llegu a la misin, fui a misa. Indios y racionales llenaban los bancos de madera. Rean y hablaban como
si estuvieran en una fiesta. El padre Coriolano necesit un buen rato para hacerles guardar silencio antes de
iniciar la misa.
La mujer que estaba sentada junto a mise quej de que el padre Coriolano siempre despertaba a su beb con
su poderosa voz. En efecto, el nio empez a llorar, pero antes de que su primer grito llegara a escucharse, la
mujer se descubri el pecho y lo puso en la boca del pequeo.
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Arrodillndome, elev los ojos a la Virgen situada sobre el altar. Llevaba un manto azul bordado de oro. Su
rostro se alzaba hacia el cielo: sus ojos eran azules, sus mejillas plidas y sus labios, muy rojos. En un brazo
sostena al nio Jess; el otro brazo estaba tendido, y la mano blanca y delicada se alargaba hacia los extraos
paganos que tena a los pies.


III III

Machete en mano, Milagros abra camino por el estrecho sendero que bordeaba el ro. Su espalda musculosa
se distingua bajo la roja camisa desgarrada. Los pantalones de color caqui, enrollados hasta la mitad de la
pantorrilla y atados a la cintura con un cordn de algodn, le hacan parecer ms bajo de lo que en realidad
era. Caminaba de prisa, apoyando el peso en el borde exterior de sus pies, que eran estrechos en los talones y
se abran en los dedos como un abanico. Su pelo, muy corto, y la amplia tonsura de la coronilla me recordaban
a un monje.
Me detuve y me volv antes de tomar el camino que llevaba a la selva. A travs del ro, casi oculta tras un
recodo, estaba la misin. Envuelta en la luz del sol recin nacido pareca ya fuera de mi alcance. Me sent
extraamente separada, no slo del lugar y las personas con las que haba estado durante la ltima semana,
sino de todas las cosas familiares. Percib que se produca un cambio en mi, como si cruzar el ro marcara el
final de una fase, una encrucijada. Algo de ello debe haberse expresado en mi cara, porque cuando mir a mi
lado y descubr los ojos de Anglica, vi comprensin en ellos.
Ya estamos lejos dijo Milagros, detenindose junto a nosotras.
Doblando los brazos sobre el pecho, dej que su mirada vagara por el ro. La luz de la maana destellaba
sobre el agua y se reflejaba en su rostro, tindolo con un brillo dorado. Era una cara angular y huesuda a la
que la pequea nariz y el ancho labio inferior aadan una inesperada vulnerabilidad, que contrastaba
agudamente con los profundos crculos y arrugas que rodeaban sus ojos castaos y rasgados. Eran
decididamente parecidos a los ojos de Anglica, y reflejaban la misma expresin intemporal.
En completo silencio, caminamos bajo los enormes rboles, por senderos escondidos en la espesura de los
arbustos que se mezclaban con lianas, hojas y ramas, trepadoras y races. Las telas de araa colgaban de mi
cara como un velo invisible. No vea ms que verdor y no senta ms que humedad. Saltamos y rodeamos
troncos, cruzamos arroyos y pantanos sombreados por inmensos bambes. A veces, Milagros iba delante de
mi; otras veces me preceda Anglica, con la canasta en forma de U sobre la espalda, sostenida por una faja
de corteza de rbol que le rodeaba la frente. Estaba llena de calabazas, pan de mandioca y latas de sardinas.
No tena idea de la direccin en que avanzbamos. No poda ver el sol; slo su luz que se filtraba por el denso
follaje. Pronto empez a dolerme el cuello de mirar hacia arriba, a la increble altura de los rboles inmviles.
Slo las rectas palmeras, invictas en su ascensin vertical hacia la luz, parecan barrer los pocos trozos visibles
de azul con sus frondas de sombras plateadas.
Tengo que descansar dije, sentndome pesadamente sobre un tronco cado. Segn mi reloj, eran ya las
tres de la tarde. Habamos andado sin detenernos durante ms de seis horas. Me muero de hambre.
Anglica me tendi una calabaza de su cesta, y se sent a mi lado.
Llnala dijo, indicndome con la barbilla el arroyito cercano.
Acuclillado en el ro, con las piernas separadas y las palmas de las manos sobre los muslos, Milagros se inclin
hacia delante hasta que sus labios tocaron el agua. Bebi sin mojarse la nariz.
Beba me dijo, incorporndose.
Debe de tener casi cincuenta aos, pens. Y sin embargo, la gracia inesperada de sus fluidos movimientos le
hacan parecer mucho ms joven. Sonri un momento y luego empez a vadear corriente abajo.
Cuidado o acabars dndote un bao! exclam Anglica, burlndose alegremente.
Sorprendida por su voz, perd el equilibrio y ca de cabeza al agua.
No puedo beber como lo hace Milagros dije tranquilamente, entregndole la calabaza llena. Creo que
beber en la calabaza, de aqu en adelante. Me sent junto a ella y me quit las zapatillas deportivas,
empapadas. Quien haya dicho que este calzado era el mejor para la selva, no camin con l durante seis
horas.
Mis pies estaban rojos y cubiertos de ampollas, y mis tobillos sangraban, llenos de araazos.
No est tan mal dijo Anglica, examinando mis pies. Pas sus dedos suavemente por las plantas y los
dedos heridos. Tienes buenos callos. Por qu no vas descalza? Los zapatos mojados slo te ablandarn
ms los pies.
Mir las plantas de mis pies: estaban cubiertas de una gruesa piel encallecida que haba adquirido practicando
karate durante varios aos.
Y si piso una serpiente? pregunt. O una espina? Aunque no haba visto un solo reptil, observ que
Milagros y Anglica se detenan varias veces para arrancarse espinas de los pies.
Hay que ser muy estpido para pisar una serpiente
dijo, retirando mis pies de su regazo. En comparacin con los mosquitos, las espinas no son tan malas. T
tienes suerte de que esos diablillos no te piquen tanto como a los racionales. Frot mis brazos y mis manos,
como si esperara encontrar en ellos la clave del fenmeno. Quisiera saber por qu.
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Anglica ya se haba maravillado en la misin, al yerme dormir como los indios, sin mosquitero.
Tengo mala sangre dije sonriendo.
Al ver su mirada de desconcierto, le expliqu que de nia haba ido a menudo a la selva, con mi padre, a
buscar orqudeas. A l le picaban invariablemente mosquitos, moscas y dems insectos agresivos que hubiera
por all. De algn modo, yo siempre escap a sus picaduras. Una vez, incluso, mi padre fue mordido por una
serpiente.
Muri? pregunt Anglica.
No. Fue un incidente muy curioso. La misma serpiente me pic a m tambin. Grit despus que mi padre. El
crey que yo me estaba burlando, hasta que le ense las pequeas marcas rojas que haba en mi pie. Pero la
mordedura no se hinch ni se tom morada como la suya. Unos amigos nos llevaron en coche hasta la ciudad
ms prxima, donde le dieron a mi padre un suero antiveneno. Estuvo enfermo durante varios das.
Y t?
A mi no me pas nada dije, y le cont que aquellos amigos de mis padres eran los que haban dicho en
broma que yo tena mala sangre.
No crean, como pensaba el mdico, que la serpiente hubiera agotado su reserva de veneno en la primera
mordida, y que lo que le pudiera haber quedado result insuficiente para causarme efecto alguno. Le dije a
Anglica que en una ocasin me haban picado siete avispas, de las llamadas matacaballo. El mdico pens
que me iba a morir, pero slo tuve fiebre, y unos das despus estaba perfectamente.
Nunca haba visto a Anglica tan atenta, escuchndome con la cabeza ligeramente inclinada, como si temiera
perderse una sola palabra.
A mi tambin me mordi una vez una serpiente. La gente crea que me iba a morir. Se qued en silencio
un momento, concentrada en sus pensamientos; luego, una sonrisa tmida le arrug el rostro. T crees que
se haba gastado el veneno en otra persona, antes de morderme a m?
Seguro que si le dije, tocando sus manos marchitas.
Tal vez yo tambin tengo mala sangre coment sonriendo. Pareca muy frgil y vieja. Por un instante, tuve
la sensacin de que podra desaparecer entre las sombras. Soy anciana dijo mirndome como si hubiera
expresado en voz alta mis pensamientos. Debera haber muerto hace aos. He hecho esperar a la muerte.
Se volvi a mirar cmo una fila de hormigas demola un arbusto cortando trocitos de las hojas y
llevndoselos en la boca. Yo sabia que t eras la que me iba a llevar con mi gente; lo supe en el momento
que te vi. Hubo una larga pausa. O bien no quera decir nada ms, o estaba tratando de encontrar las
palabras apropiadas. Me miraba, con una vaga sonrisa en los labios.
T tambin lo sabas, o no estaras aqu dijo finalmente, con absoluta conviccin.
Me re nerviosamente; siempre lograba inquietarme con el intenso brillo de sus ojos.
No estoy segura de lo que estoy haciendo aqu dije. No s por qu voy con usted.
T sabias que estabas destinada a venir aqu insisti Anglica.
Algo en la seguridad de Anglica despertaba en mi el espritu polmico. Hubiera sido muy fcil coincidir con
ella, especialmente porque yo misma no sabia qu estaba haciendo en la selva, camino de Dios sabe dnde.
Para decirle la verdad, no tena intencin de ir a ninguna parte. Recuerde que ni siquiera acompa a mis
amigos ro arriba a cazar caimanes, como haba planeado.
Pero eso es exactamente lo que estoy diciendo me asegur como si hablara con un nio estpido.
Encontraste una excusa para cancelar tu viaje y poder venir conmigo. Puso sus manos huesudas en mi
cabeza. Creme, no tuve que pensarlo mucho. T tampoco. La decisin se tom en el momento en que puse
los ojos en ti.
Escond mi cabeza en el regazo de la anciana para ocultar mi risa. No haba manera de discutir con ella.
Adems, tal vez tena razn, pens. Yo no hallaba ninguna explicacin propia.
Esper mucho tiempo continu Anglica. Casi me haba olvidado de que t debas venir a m. Pero
cuando te vi supe que el hombre tuvo razn. Nunca dud de l, pero hace tanto tiempo que me lo dijo, que yo
cre haber perdido la oportunidad.
Qu hombre? pregunt, levantando la cabeza de su regazo. Quin le dijo que yo iba a venir?
Te lo contar otro da. Anglica acerc la cesta y sac un gran trozo de pan de mandioca. Ms vale que
comamos aadi, y abri una lata de sardinas.
No tena objeto insistir. Una vez que Anglica estaba decidida a no hablar, no haba forma de hacerla cambiar
de idea. Con la curiosidad insatisfecha, me content con examinar la limpia fila de gordas sardinas que
descansaban en la espesa salsa de tomate. Haba visto sardinas de ese tipo en un supermercado de Los
ngeles; una amiga ma las compraba para su gato. Tom una con el dedo y la extend sobre la hogaza de
pan.
Dnde estar Milagros? pregunt, mordiendo el bocadillo de sardina, que era bastante bueno.
Anglica no contest. Tampoco comi. De vez en cuando, tomaba agua del cuenco. Una ligera sonrisa
permaneca an en las comisuras de sus labios y me pregunt en qu estara pensando la anciana, que daba
tal expresin de aoranza a sus ojos. Repentinamente, me mir como si despertara de un sueo.
Mira me dijo, tirndome del brazo.
Ante nosotras haba un hombre, desnudo excepto por las bandas de algodn rojo que adornaban la parte
superior de sus brazos y un cordn en torno a la cintura que rodeaba su prepucio y sujetaba el pene contra el
abdomen. Todo su cuerpo estaba cubierto de dibujos de un rojo amarronado. En una mano sostena un arco
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muy largo y varias flechas; en la otra, un machete.
Milagros? logr murmurar finalmente, recobrndome del choque inicial.
Sin embargo, apenas le reconoca. No era slo que estuviera desnudo; pareca ms alto, ms musculoso. Las
rojas lneas corran en zigzag por su frente y descendan por sus mejillas, sobre su nariz y en torno a sus
labios, agudizando los contornos de su rostro y borrando su vulnerabilidad. Haba algo ms, aparte del cambio
fsico, algo que yo no poda identificar. Era como si al despojarse de la ropa de un racional, se hubiera librado
de un peso invisible.
Milagros empez a rerse de un modo estentreo y abierto. Una risa que surga profundamente de l, sacudi
todo su cuerpo. Repetida y ampliada por la selva, se mezcl con los gritos asustados de una parvada de
pericos que se dieron al vuelo. Acuclillado ante m, se detuvo abruptamente y dijo:
Casi no me reconoces. Acerc tanto su rostro al mo que nuestras narices se tocaron. Luego pregunt:
No quieres que te pinte la cara?
Si le dije, tomando la cmara fotogrfica de mi mochila. Pero antes, te puedo hacer una foto?
Esa es mi cmara dijo enfticamente, alargando la mano. Cre que la habas dejado en la misin para
mi.
Me gustara usarla mientras estamos en el poblado indio empec a decir, explicndole cmo funcionaba la
mquina y poniendo primero un rollo.
Prest mucha atencin a mis explicaciones, asintiendo con la cabeza cada vez que yo preguntaba si entenda.
Esperaba confundirlo sealando todas las complicaciones del aparato.
Ahora tomaremos una foto tuya, para que veas cmo hay que sujetar la mquina.
No, no. Me detuvo rpidamente, quitndome la cmara de las manos. Sin ninguna dificultad, abri la
cubierta trasera y sac la pelcula, exponindola a la luz. Es ma, lo prometiste. Slo yo puedo tomar fotos
con ella.
Sin habla, le vi colgarse la mquina sobre el pecho. Pareca tan incongruente sobre su desnudez que no pude
retener la risa. Con gestos exagerados empez a enfocar, ajustar y apuntar la mquina en torno a s, hablando
con imaginarios sujetos, dicindoles que sonrieran, que se pusieran ms juntos o que se alejaran. Sent un
fuerte impulso de tirar del cordn de algodn que rodeaba su cuello y que sostena su aljaba y su mechero
colgando sobre la espalda.
No hars ninguna foto sin pelcula dije, alargndole el tercer y ltimo rollo.
Nunca dije que quisiera hacer fotos. Alegremente, expuso la pelcula a la luz; luego, con deliberacin, puso
la mquina en su estuche de cuero. A los indios no les gusta que los fotografen dijo con seriedad. Luego
se volvi hacia la cesta de Anglica, que estaba en el suelo, y busc en su interior hasta encontrar un pequeo
cuenco sellado con un trozo de piel de animal. Esto es onoto dijo, mostrndome una pasta roja. Era muy
grasa y tena un leve aroma que no pude identificar. Este es el color de la vida y la alegra.
Dnde dejaste tu ropa? le pregunt mientras cortaba con los dientes un trozo de liana, de la longitud de
un
lpiz. Vives cerca de aqu?
Ocupado en masticar una punta de la liana hasta que obtuvo un improvisado pincel, Milagros no se molest en
contestarme. Escupi sobre el onoto, y luego revolvi la pasta roja con el pincel hasta que estuvo fluida. Con
mano precisa y segura, dibuj lneas onduladas sobre mi frente, mejillas, mentn y cuello, y en torno a mis
ojos, y decor mis brazos con manchas redondas.
Hay un poblado indio por aqu?
No.
Vives solo?
Por qu haces tantas preguntas?
La expresin de molestia, aumentada por las lneas agudas de su rostro pintado, coincidan con el tono irritado
de su voz.
Abr la boca, emit un sonido y dud si decirle que era importante para mi saber algo de l y de Anglica, y que
cuanto ms supiera mejor me sentira.
Me ensearon a ser curiosa dije tras un momento, dndome cuenta de que l no comprendera la breve
inquietud que yo trataba de aliviar haciendo preguntas.
Conocerlos, pensaba yo, me dara cierta sensacin de control.
Sonriendo, sin hacer ningn caso de lo que yo haba dicho, Milagros me mir fijamente, examin mi cara
pintada y estall en grandes carcajadas. Era una risa alegre y contagiosa, como la de un nio.
Una india rubia dijo, secndose las lgrimas de los ojos.
Me re con l, y mis momentneos temores se desvanecieron. Detenindose abruptamente, Milagros se inclin
hacia mi y murmur en mi odo una palabra incomprensible:
Es tu nuevo nombre aclar con seriedad, poniendo su mano en mis labios para evitar que yo lo repitiera en
voz alta.
Volvindose hacia Anglica, murmur el nombre en su odo.
En cuanto hubo comido, Milagros nos indic que lo siguiramos. Sin hacer caso de mis ampollas, me puse
rpidamente los zapatos. No vea ms que verde, mientras trepbamos por las colinas y descendamos por las
planicies: un interminable verdor de lianas, ramas, hojas, espinos, donde todas las horas eran crepusculares.
15
Ya no levantaba la cabeza para ver trocitos de cielo entre los grupos de hojas, sino que me contentaba con su
reflejo en los charcos y arroyos. El seor Barth tena razn al decirme que la selva era un
mundo imposible de imaginar. No poda creer que estaba andando a travs de aquel interminable verdor, hacia
un destino desconocido. En mi cabeza surgan febrilmente las descripciones de los antroplogos sobre indios
feroces y beligerantes, de las tribus no civilizadas.
Mis padres conocan a algunos exploradores y cientficos alemanes que haban estado en la selva amaznica.
De nia, sus relatos sobre los cazadores de cabezas y los canbales me haban impresionado; todos ellos
narraban incidentes en que haban escapado a una muerte segura salvando la vida de un indio enfermo, por
regla general el jefe de una tribu o uno de sus parientes. Una pareja de alemanes con una nia, que haban
regresado despus de un viaje de dos aos por la selva sudamericana, me causaron la impresin ms
profunda. Yo tena siete aos cuando vi los objetos propios de aquellas culturas y las fotos de tamao natural
que haban reunido durante su viaje.
Totalmente cautivada por la nia de ocho aos, la segu por la habitacin decorada con palmas en el edificio de
Sears, en Caracas. Apenas tuve oportunidad de ver el conjunto de arcos y flechas, cestas, aljabas, plumas y
mscaras que colgaban de las paredes, mientras ella me conduca apresuradamente hasta una alcoba
oscurecida. Agachada en el suelo, de debajo de un montn de hojas de palma sac una caja de madera teida
de rojo y la abri con una llave que colgaba de su cuello.
Esto me lo dio uno de mis amigos indios dijo, extrayendo una cabecita arrugada. Es una tsantsa, la
cabeza reducida de un enemigo aadi, acariciando el largo cabello oscuro como si fuera una mueca.
Me llen de aterrada admiracin explicndome que no tuvo miedo en la selva, y que la aventura no transcurri
como sus padres la contaban.
Los indios no eran horrorosos ni feroces dijo en tono muy sincero. Ni por un instante dud de sus palabras,
mientras me miraba con sus grandes ojos, llenos de seriedad. Eran amables y se rean mucho; eran mis
amigos.
No poda recordar el nombre de la nia, que haba vivido los mismos acontecimientos que sus padres pero no
los haba percibido con idnticos prejuicios y miedos. Me re sola, y casi me ca sobre una raz retorcida y
cubierta de musgo resbaloso.
Ests hablando sola? La voz de Anglica cort mis ensoaciones. O con los espritus de la selva?
Hay espritus?
S. Viven en medio de todo esto dijo suavemente, sealando a su alrededor. En lo espeso de las lianas
trepadoras, junto con los monos, las semientes, las araas y los jaguares.
Esta noche no llover afirm Milagros, olfateando el aire, cuando nos detuvimos junto a unas piedras que
bordeaban un arroyo poco profundo.
Sus aguas tranquilas y claras estaban cubiertas de flores rosadas, cadas de los rboles que, como centinelas,
se levantaban en la orilla opuesta. Me quit los zapatos, dej que mis pies doloridos flotaran en la consoladora
frescura, y mir el cielo, de un escarlata dorado que se volva gradualmente color naranja, bermelln y,
finalmente, violeta profundo. La humedad del anochecer llenaba mi nariz con el olor de la selva, un olor a tierra,
a vida, a corrupcin.
Antes de que las sombras se cerraran completamente sobre nosotros, Milagros haba fabricado dos hamacas
con tiras de corteza, atadas a los dos lados de una cuerda hecha de lianas. No pude disimular mi contento
cuando colg mi hamaca de algodn entre las dos cunas de corteza, de aspecto tan poco confortable.
Llena de anticipado entusiasmo, segu los movimientos de Milagros mientras se quitaba la aljaba y el mechero
de la espalda. Mi decepcin fue inmensa cuando, tras retirar el trozo de piel de mono que cubra la aljaba, sac
una caja de cerillas y encendi la lea que Anglica haba acumulado.
Comida para gatos dije mezquinamente cuando Milagros me tendi una lata de sardinas abierta.
Me haba imaginado mi primera cena en la selva, consistente en un tapir o un armadillo recin cazado
y asado a la perfeccin sobre un fuego crujiente. Todo lo que lograron las ramitas hmedas fue
producir una fina lnea de humo en el aire, y sus llamas bajas apenas iluminaban nuestro entorno.
La escasa luz del fuego dramatizaba los rasgos de Anglica y Milagros, llenando de sombras los huecos,
aadiendo brillo a sus sienes, sobre sus cejas salientes, a lo largo de su corta nariz y de los altos pmulos. Me
pregunt por qu el fuego los haca tan parecidos.
Son ustedes parientes? pregunt al cabo.
Si dijo Milagros. Yo soy su hijo.
Su hijo! repet incrdula. Yo esperaba que fuera un hermano menor o un primo, pues pareca tener unos
cincuenta aos. Entonces, t slo eres medio maquiritare?
Los dos empezaron a rer, como si disfrutaran de un chiste secreto. No, no es medio maquiritare explic
Anglica, entre golpes de risa. Naci cuando yo todava viva con mi gente.
No dijo una palabra ms, pero acerc su rostro al mo con una expresin a la vez retadora y divertida.
Me mov nervi osamente bajo su penetrante mirada, pensando que tal vez mi pregunta la haba ofendido. La
curiosidad debe de ser un rasgo adquirido, decid. Estaba ansiosa por saber todo acerca de ellos; sin embargo,
ellos nunca me preguntaban nada sobre m. Lo nico que pareca importarles era que estbamos juntos en la
selva. En la misin, Anglica no haba mostrado inters alguno por mi procedencia. Tampoco estaba deseosa
de informarme sobre la suya, excepto por las pocas historias relativas a su vida en la misin.
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Una vez satisfecha el hambre, nos tendimos en nuestras hamacas; la de Anglica y la ma colgaban cerca del
fuego. Pronto se qued dormida, con las piernas recogidas bajo el vestido. El aire se enfriaba y le ofrec a
Milagros la manta ligera que haba trado conmigo, que acept gustosamente.
Las lucirnagas se encendan, como puntos de fuego, en la densa oscuridad. La noche lata con los gritos de
los grillos y el croar de las ranas. No poda dormir; el agotamiento y el nerviosismo me impedan relajarme. Vi
pasar las horas en mi reloj fosforescente y escuch los sonidos de la selva que ya no poda identificar. Haba
criaturas que gruan, silbaban, crujan y aullaban. Unas sombras se deslizaban por debajo de mi hamaca,
movindose sigilosamente, como el tiempo mismo.
Con un esfuerzo por ver en la oscuridad, me sent, parpadeando, sin saber si estaba dormida o despierta.
Monos con ojos fosforescentes saltaban desde detrs de los helechos. Bestias de hocicos abiertos se estiraban
hacia mi desde las ramas que cubran la hamaca, y araas gigantescas, de largas patas finas como cabellos,
tejan telas plateadas sobre mis ojos.
Cuanto ms observaba, ms miedo tena. Un sudor fro empez a rodar desde mi cuello hasta la base de la
espina dorsal cuando descubr la figura de un hombre desnudo que, con el arco tendido, apuntaba al negro
cielo. Al escuchar claramente el silbido de la flecha, me tap la boca con la mano para ahogar un grito.
No tengas miedo de la noche dijo Milagros, poniendo su mano sobre mi cara.
Era una mano carnosa y encallecido, que ola a tierra y races. At su hamaca sobre la ma, tan cerca que
poda sentir el calor de su cuerpo a travs de las tiras de corteza. Suavemente, empez a hablar en su lengua;
una procesin de palabras rtmicas y montonas, que apagaban los dems sonidos de la selva. Un sentimiento
de paz fue invadindome y los ojos acabaron cerrndoseme.
La hamaca de Milagros ya no colgaba sobre la ma cuando despert. Los sonidos de la noche, ahora muy
leves, todava permanecan entre las palmeras neblinosas, los bambes, las lianas sin nombre y las plantas
parsitas. An no haba color en el cielo; slo una vaga claridad que anunciaba un da despejado.
Agachada sobre el fuego, Anglica remova y soplaba las brasas, devolvindoles la vida. Sonriendo, me indic
que me acercara.
Te escuch mientras dorma. Tenias miedo?
La selva es tan distinta de noche... dije, un poco avergonzada. Deba estar demasiado cansada.
Asinti con la cabeza.
Mira la luz, mira cmo se refleja de hoja en hoja hasta que desciende al suelo, a las sombras dormidas. As
es como el amanecer hace dormir a los espritus de la noche. Anglica empez a acariciar las hojas que
haba en el suelo. Durante el da, las sombras duermen. De noche, bailan en la oscuridad.
Sonre dcilmente, sin saber muy bien qu decir.
Adnde fue Milagros? pregunt, pasado un instan te.
Anglica no me contest; se incorpor, mirando a su alrededor.
No tengas miedo de la selva. Levantando los brazos por sobre su cabeza, empez a bailar con pasitos
saltarines, y a cantar en un tono bajo y montono que cambi abruptamente a otro muy alto. Baila con las
sombras de la noche y duerme con el corazn ligero. Si dejas que las sombras te asusten, te destruirn.
Su voz descendi a un murmullo. Me volvi la espalda y camin lentamente hacia el ro.
El agua estaba fra cuando me sent desnuda en medio del arroyo, cuyos plcidos estanques sostenan la
primera luz de la maana. Vi cmo Anglica recoga lea, colocando cada rama en su brazo doblado como si
sujetara a un nio. Debe de ser ms fuerte de lo que parece, pens, aclarando el champ de mis cabellos.
Pero tambin poda no ser tan vieja como pareca. El padre Coriolano me dijo que cuando una india llega a los
treinta aos a menudo es abuela. Si llega a los cuarenta, habr alcanzado una edad avanzada.
Lav la ropa que llevaba el da anterior, la tend sobre un palo cerca del fuego, y me puse una larga camiseta
que me llegaba casi a las rodillas. Era mucho ms cmoda que mis tejanos ceidos.
Hueles bien dijo Anglica, pasando sus dedos por mis cabellos mojados. Viene de la botella?
Asent.
Quiere que le lave el cabello?
Vacil un momento. Luego, rpidamente, se quit el vestido. Estaba tan arrugada que no tena una pulgada de
piel lisa. Me record uno de los frgiles rboles que bordeaban el sendero, con sus troncos grises y delgados,
casi marchitos, y que sin embargo sostenan ramas con hojas verdes.

Hasta entonces no haba visto a Anglica desnuda, porque llevaba su vestido de algodn da y noche. Estaba
segura de que tena ms de cuarenta aos: era una anciana, en efecto, como ella haba dicho.
Sentada en el agua, Anglica gritaba y rea feliz chapoteando a su alrededor, esparciendo la espuma de su
cabeza por todo su cuerpo. Con una calabaza rota, aclar el jabn y, despus de secarla con la manta, pein
sus cabellos, cortos y oscuros, y le di forma al flequillo.
Lastima que no tengamos un espejo. An tengo la pintura roja?
Slo un poquito dijo Anglica, acercndose al fuego. Milagros tendr que volver a pintarte la cara.
Dentro de un rato oleremos a humoobserv, dirigindome a la hamaca de Anglica.
Me acomod en su interior y me pregunt cmo haba podido dormir all sin caerse. Apenas era
suficientemente larga para mi, y tan estrecha que no poda darme vuelta: Sin embargo, a pesar de la molesta
corteza que me pinchaba la espalda y la cabeza, me encontr medio dormida mientras contemplaba cmo la
anciana iba quebrando la lea que haba recogido, en ramitas del mismo tamao.
17
Una extraa pesadez me mantena en esa grieta de la conciencia que no es ni vigilia ni sueo. Poda sentir el
rojo del sol a travs de mis prpados cerrados. Tena conciencia de que Anglica estaba a mi izquierda,
murmurando para si misma mientras alimentaba el fuego, y de la selva que me rodeaba y me arrastraba ms y
ms hondo, hacia sus verdes cavernas. Llam a la anciana por su nombre, pero ningn sonido sali de mis
labios. Llam una y otra vez, pero slo salan de mi formas silenciosas y deslizantes, que se elevaban y caan
con la brisa como mariposas muertas. Las palabras empezaron a hablar sin labios, burlndose de mi deseo de
saber, haciendo mil preguntas. Explotaban en mis odos y sus ecos reverberaban a mi alrededor como una
parvada de pericos que cruza el cielo.
Abr los ojos al percibir el olor del pelo quemado. En una parrilla toscamente construida, casi medio metro
sobre el fuego, haba un mono entero, con su cola, sus manos y sus pies. Mir con nostalgia la cesta de
Anglica, an repleta de latas de sardinas y pan de mandioca.

Milagros dorma en mi hamaca. Su arco descansaba contra un tronco, y su aljaba y su machete estaban en el
suelo, a su alcance.
Slo caz esto? le pregunt a Anglica, saliendo de la hamaca. Con la esperanza de que nunca estuviera
listo
aad: Cunto tiempo tardar en estar a punto?
Anglica me mir con una gran sonrisa de inconfundible alegra.
Un poco ms. Te gustar ms que las sardinas.
Milagros desmembr con las manos el monito y me sirvi la mejor parte, la cabeza, que se consideraba
exquisita. Incapaz de forzarme a chupar los sesos del crneo partido, opt por un trozo de muslo bien asado.
Era correoso y duro y saba como un ave vieja, un poco amarga. Tras dar cuenta de los sesos del mono con
fruicin un tanto exagerada, Milagros y Anglica empezaron a devorar las entraas, que se haban cocinado
sobre las brasas, cada una envuelta por separado en hojas grandes y fuertes en forma de abanico. Pasaban
cada bocado por las cenizas antes de llevrselo a la boca. Hice lo mismo con los trozos de muslo y me sor-
prend al descubrir que la carne resultaba ms salada. Lo que qued fue envuelto en hojas, atado fuertemente
con lianas y colocado en la cesta de Anglica, para nuestra prxima comida.


IV IV

Los siguientes cuatro das con sus noches parecan fundirse unos en otros mientras caminbamos, nos
babamos y dormamos. Tuvieron la calidad de un sueo en el que rboles y lianas de extraas formas se
repetan como imgenes infinitamente reflejadas en espejos invisibles, imgenes que se desvanecan al
penetrar en un claro o junto al borde de un ro, donde el sol brillaba plenamente sobre nosotros.
Para el quinto da, mis pies ya no estaban ampollados. Milagros haba cortado mis zapatillas y atado a las
suelas blandas trozos de fibra vegetal. Cada maana ataba de nuevo las improvisadas sandalias, y mis pies,
como si obedecieran un impulso propio, seguan a Milagros y a la anciana.
Caminamos siempre en silencio, siguiendo senderos bordeados de hojas y helechos de la altura de un hombre.
Nos arrastramos por debajo de los arbustos o nos abrimos camino a travs de muros de trepadoras y ramas
que dejaban nuestras caras sucias y llenas de araazos. A veces perda de vista a mis acompaantes, pero
segua fcilmente las ramitas que Milagros tena la costumbre de romper al caminar. Atravesamos ros y
arroyos sobre puentes colgantes hechos de lianas atadas a los rboles de ambas orillas. Parecan tan frgiles,
que cada vez que cruzbamos uno de ellos tema que no soportaran nuestro peso. Milagros se rea, asegurn-
dome que los suyos, aunque eran malos navegantes, conocan el arte de construir puentes.
En algunos senderos vimos huellas en el fango, lo cual indicaba, segn Milagros, que estbamos en la
vecindad de un poblado indio. Nunca nos acercamos a uno de ellos porque l quera que llegramos sin
dilacin a nuestro destino.
Si estuviera solo, hace tiempo que habra llegado deca Milagros cada vez que le preguntaba cundo
llegaramos al pueblo de Anglica. Luego, mirndonos, sacuda la cabeza y aada en tono resignado: Las
mujeres retrasan.
Pero Milagros no estaba molesto por la lentitud de nuestro avance. Generalmente acampaba, al empezar la
tarde, sobre la playa de algn gran ro donde nos babamos en los estanques que el sol haba entibiado, y
nos secbamos sobre las enormes rocas lisas que surgan del agua. Perezosamente, contemplbamos las
nubes inmviles que cambiaban de forma tan lentamente que el crepsculo llegaba antes de que se disolvieran
en nuevas configuraciones.
Durante aquellas tardes perezosas, me preguntaba por mis motivos para emprender esta inquietante aventura.
Era para cumplir una fantasa propia? Estaba huyendo de alguna responsabilidad que ya no poda
enfrentar? Incluso consider la posibilidad de que Anglica me hubiera hechizado.
Con el paso de los das, mis ojos se acostumbraron al verdor omnipresente. Pronto empec a distinguir loros
rojos y azules, extraos tucanes con picos negros y amarillos. Una vez vi incluso a un tapir que atravesaba los
arbustos como un torbellino en busca de agua. Acab como plato principal en nuestro siguiente banquete.
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Monos de piel rojiza nos seguan desde lo alto, slo para desaparecer cuando continubamos a travs de un
ro, entre cascadas y por canales tranquilos que reflejaban el cielo. Profundamente ocultos entre los arbustos,
sobre troncos cubiertos de musgo, crecan hongos rojos y amarillos, tan delicados que al ms leve contacto se
desintegraban como si estuvieran hechos de polvo coloreado.
Trat de orientarme por los grandes ros que encontrbamos, pensando que corresponderan a los que
recordaba de los libros de geografa. Pero cuando preguntaba sus nombres, stos nunca coincidan con los
mos, porque Milagros slo se refera a ellos por su designacin indgena.
De noche, a la luz del dbil fuego, cuando una niebla blanca pareca emanar del suelo y senta la humedad del
roco nocturno sobre mi cara, Milagros empezaba a hablar, en su baja voz nasal, sobre los mitos de su gente.
Anglica, con los ojos muy abiertos como si tratara de mantenerse despierta ms que de prestar atencin, se
sentaba muy derecha durante unos diez minutos, antes de quedarse dormida. Milagros hablaba hasta muy
tarde, dando vida al tiempo en que habitaban la selva seres que eran en parte espritus, en parte animales y en
parte humanos: criaturas que causaban inundaciones y enfermedades, volvan a colmar la selva de caza y
frutos y enseaban a la humanidad a cazar y plantar.
El mito favorito de Milagros se refera a lwrame, un caimn que, antes de convertirse en animal de ro,
caminaba y hablaba como un hombre. lwrame era el guardin del fuego, el cual ocultaba en su boca y se
negaba a compartir con los dems. Las criaturas de la selva decidieron dedicarle al cocodrilo un suntuoso
festn, porque saban que slo hacindolo rer podran robarle el fuego. Contaron chiste tras chiste hasta que,
finalmente, incapaz de contenerse por ms tiempo, lwrame rompi a rer. Un pajarito vol hasta su hocico
abierto, arrebat el fuego y subi a lo alto de un rbol sagrado.
Sin cambiar la estructura bsica de los diversos mitos que quiso relatar, Milagros los modificaba y embelleca
segn su humor. Aada detalles que no haba recordado antes, intercalando opiniones personales que
parecan surgir de la inspiracin del momento.
Suea, suea deca Milagros cada noche al acabar sus relatos. Una persona que suea vive muchos
aos.

Era real, era un sueo? Estaba dormida o despierta cuando escuch moverse a Anglica? Murmur algo
ininteligible y se sent. Todava adormilada, se apart el cabello de la cara, mir a su alrededor y luego se
acerc a mi hamaca. Me mir con una extraa intensidad; sus ojos parecan enormes en el rostro flaco y
arrugado.
Abri la boca; de su garganta salieron extraos sonidos y todo su cuerpo empez a temblar. Alargu la mano,
pero no haba nada; slo una vaga sombra que retroceda hacia los arbustos.
Anciana, adnde te has ido? me oi preguntar.
No hubo respuesta; slo el sonido del roco que goteaba de las hojas. Por un instante, la vi de nuevo como la
haba visto esa misma tarde bandose en el ro; luego desapareci entre la espesa niebla nocturna.
Sin poder detenerla, vi cmo desapareca en una grieta invisible de la tierra. Por mucho que busqu, no pude
encontrar ni su vestido. Es slo un sueo, me repeta, pero continuaba buscndola entre las sombras, entre
las hojas envueltas en vapor. Pero no haba vestigio de ella.
Me despert con una profunda ansiedad, notando los pesados latidos de mi corazn. El sol ya estaba alto
sobre las copas de los rboles. Nunca haba dormido hasta tan tarde desde el principio de nuestro viaje, no
porque no hubiera querido, sino porque Milagros insista en que nos despertramos al alba. Anglica no
estaba, y tampoco su hamaca ni su cesta. Apoyados en un tronco, vi el arco y las flechas de Milagros. Es
extrao pens, pues nunca se haba ido sin ellos. Debe de haber ido con la anciana a recoger los frutos y
nueces que descubri ayer por la tarde, me repeta una y otra vez, tratando de apaciguar mi creciente in-
quietud.
Camin hasta el borde del agua, sin saber qu hacer, pues hasta entonces nunca se haban marchado juntos,
dejndome sola. Un rbol, infinitamente solitario, se alzaba en la otra orilla del ro, y sus ramas arqueadas
sobre el agua sostenan una red de trepadoras cubiertas de delicadas flores rojas. Colgaban como mariposas
atrapadas en una gigantesca tela de araa.
Una parvada de pericos se pos ruidosamente en unas lianas que parecan crecer del agua sin apoyo visible,
sin que se pudiera distinguir a qu rboles pertenecan. Empec a imitar los gritos de los pericos, pero
ignoraron totalmente mi existencia. Slo cuando entr en el agua alzaron el vuelo, desplegando un arco verde
en el cielo.
Esper hasta que el sol desapareci ms all de los rboles, y el cielo teido de roja sangre inund el ro con
su fuego. Por inercia volv a mi hamaca, atic la hoguera y trat de reavivar el rescoldo. Me qued helada de
terror cuando una serpiente verde con ojos de color mbar me mir fijamente a la cara. Con la cabeza
levantada en el aire, pareca tan sorprendida como yo. Temerosa de respirar, escuch el crujido de las hojas
mientras el animal desapareca lentamente entre las races retorcidas.
Con absoluta certidumbre, supe que nunca ms volvera a ver a Anglica. No quera llorar, pero no poda
retener las lgrimas y hund la cara en las hojas muertas del suelo. Anciana, adnde te has ido?, susurr,
como haba dicho en mi sueo. Grit su nombre por el inmenso mar verde de las plantas. Los viejos rboles no
me respondieron. En silencio, presenciaban mi dolor.
Apenas distingu la figura de Milagros en las sombras que se espesaban. Rgido, estaba ante mi, con la cara y
el cuerpo ennegrecidos de cenizas. Por un instante sostuvo mi mirada; luego, sus ojos se cerraron, sus piernas
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se doblaron bajo su peso y se desplom a tierra exhausto.
La enterraste? pregunt, poniendo su brazo sobre mis hombros para arrastrarlo hasta mi hamaca.
Con gran dificultad, lo levant y lo met dentro: primero el torso, luego las piernas.
Abri los ojos, alargando la mano hacia el cielo como si pudiera alcanzar las nubes lejanas.
Su alma ascendi al cielo, a la casa del trueno dijo con gran esfuerzo. El fuego liber su alma de sus
huesos aadi, y luego cay en un profundo sueno.
Mientras vigilaba su inquieto sueo, vi la forma sombreada de unos rboles fantasmales crecer ante mis ojos
fatigados. En la oscuridad de la noche, esos rboles quimricos parecan ms reales y ms altos que las
palmeras. Ya no estaba triste. Anglica haba desaparecido de mi sueo; era parte de los rboles ficticios y
reales. Vagara para siempre entre los espritus de los animales y los seres mticos desaparecidos.
Era casi de da cuando Milagros tom su machete, su arco y sus flechas, que yacan en el suelo. Con
expresin ausente, se colg la aljaba a la espalda y, sin decir una palabra, entr en la espesura. Le segu,
temerosa de perderlo entre las sombras.

Caminamos alrededor de dos horas, en silencio, hasta que Milagros se detuvo bruscamente a la entrada de un
claro en la selva.
El humo de los muertos es daino para las mujeres y los nios dijo sealando una pira de troncos.
Estaba medio derrumbada y, entre las cenizas, pude ver los huesos ennegrecidos.
Me sent en el suelo y observ cmo Milagros secaba en un pequeo fuego un mortero de madera que haba
hecho con un tronco. Algo entre el horror y la fascinacin mantena mis ojos fijos en Milagros mientras empez
a remover las cenizas buscando los huesos de Anglica. Los golpe con un palo delgado hasta que quedaron
reducidos a un polvo gris negruzco.
Con el humo del fuego, su alma lleg a la casa del trueno dijo Milagros.

Ya era de noche cuando llen nuestras calabazas con los huesos pulverizados. Las sell con una resma
pegajosa.
Si slo hubiera podido hacer esperar a la muerte un poquito ms... dije melanclicamente.
Da lo mismo coment Milagros, levantando la cara del mortero. Su rostro no tena expresin pero sus ojos
negros estaban llenos de lgrimas que no corran. Su labio inferior tembl, y luego se inmoviliz en una media
sonrisa. Lo nico que quera era que la esencia de su vida formara parte de nuevo de su gente.
No es lo mismo objet, sin comprender realmente lo que Milagros deca.
La esencia de su vida est en sus huesos explic, en un tono como excusando mi ignorancia. Sus
cenizas se quedarn con su gente, en la selva.
No est viva insist. De qu sirven sus cenizas, si ella quera ver a su gente? Una tristeza
incontrolable me invadi al pensar que ya nunca ms vera la sonrisa de la anciana ni oira su voz y su risa.
Nunca lleg a decirme por qu estaba tan segura de que yo la acompaara.
Milagros empez a llorar, y recogiendo trozos de carbn de la pira, los frot contra su rostro manchado de
lgrimas.
Uno de nuestros chamanes le dijo a Anglica que, aunque se ira del poblado, morira entre sus gentes y su
alma seguira formando parte de su tribu. Milagros me mir fijamente cuando estaba a punto de
interrumpirle. El chamn le asegur que una nia con los cabellos y los ojos del color de los tuyos hara que
ella volviera.
Pero yo cre que su gente no tena contacto con los blancos... Las lgrimas seguan brotando de los ojos de
Milagros mientras me explicaba que hubo un tiempo en que su gente viva ms cerca del gran ro.
Ahora slo unos pocos viejos se acuerdan de aquellos tiempos dijo suavemente. Desde hace mucho,
nos hemos ido adentrando ms y ms en la selva.
No veo razn para continuar el viaje, pens descorazonada. Qu hara sin la anciana, entre su gente? Ella
era la razn de que yo estuviera all.
Qu har ahora? Me llevars de vuelta a la misin? pregunt, y luego, viendo la expresin
desconcertada de Milagros, aad: No es lo mismo llevar sus cenizas.
Es lo mismo murmur. Para ella era la parte ms importante concluy, atando en torno a mi cintura las
calabazas llenas de cenizas.
Mi cuerpo se puso rgido por un instante, pero se distendi cuando vi los ojos de Milagros. Su rostro
ennegrecido era imponente y triste al mismo tiempo. Apret sus mejillas manchadas de lgrimas contra las
mas, y luego las ennegreci con carbn. Tmidamente, toqu los cuencos que rodeaban mi cintura: eran
ligeros, como la risa de la anciana.


V V

Durante dos das, a un ritmo cada vez ms rpido, caminamos arriba y abajo por las colinas, sin descansar.
Con aprensin, miraba la figura silenciosa de Milagros deslizarse, entrando y saliendo de las sombras. La
urgencia de sus movimientos slo intensificaba mi sensacin de incertidumbre; haba momentos en que tena
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deseos de gritarle que me llevara de vuelta a la misin.
La tarde se cerraba sobre la selva mientras las nubes pasaban del blanco al gris y al negro. Pesadas y
opresivas, se cernan sobre las copas de los rboles. Un ensordecedor rugir de truenos rompi la quietud. El
agua caa en lienzos, quebrando ramas y hojas con despiadada furia.
Milagros me indic que me refugiara bajo las hojas gigantescas que haba cortado, y se acuclill en el suelo.
En vez de instalarme junto a l, me quit la mochila, desat de mi cintura las calabazas que contenan los
huesos pulverizados de Anglica, y me despoj de la camiseta. Tibia y consoladora, el agua golpe mi cuerpo
dolorido. Me enjabon primero la cabeza y luego el cuerpo con champ, y lav las cenizas, el olor a muerte que
tena mi piel. Me volv para mirar a Milagros; su rostro ennegrecido estaba consumido de fatiga, y sus ojos
tenan tal tristeza que lament haberme limpiado con tanta prisa. Presa de nerviosismo, empec a lavar mi
camiseta y, sin mirarle, pregunt:
Estamos llegando al poblado?
Estaba segura de que habamos recorrido ms de cien millas desde que dejamos la misin.
Llegaremos maana dijo Milagros, desatando un pequeo paquete de carne asada, envuelta en hojas y
lianas.
Una sonrisa peculiar elev las comisuras de sus labios y ahond las arrugas que rodeaban sus ojos
rasgados. Es decir, si caminamos a mi paso.
La lluvia se adelgaz y las nubes se dispersaron. Respir profundamente, llenando mis pulmones con el aire
fresco y claro. Las gotas seguan cayendo de las hojas mucho tiempo despus de que la lluvia se hubo
calmado. Al capturar el reflejo del sol, brillaban con deslumbrante intensidad, como trozos de vidrio roto.
Oigo que alguien se acerca susurr Milagros. Qudate quieta.
Yo no oa nada, ni el canto de un pjaro o el rozar de las hojas. Iba a decirlo as cuando una rama cruji y un
hombre desnudo apareci en el sendero, frente a nosotros. No era mucho ms alto que yo. Llevaba un arco
grande y varias flechas. Su rostro y su cuerpo estaban cubiertos de rojas lneas serpentinas que llegaban hasta
los lados de sus piernas Y terminaban en puntos en torno a sus tobillos.
A corta distancia detrs de l, dos jvenes desnudas me miraban. En sus grandes ojos oscuros haba una
expresin de sorpresa congelada. De sus orejas parecan brotar manojos de fibras. De las comisuras de la
boca y del labio inferior asomaban palitos semejantes a cerillas. En torno a la cintura, la parte superior de los
hombros, las muecas y debajo de las rodillas, llevaban fajas de algodn rojo. Sus cabellos oscuros eran
cortos como los de un hombre y tenan una tonsura limpia y amplia en la coronilla.
Nadie dijo una palabra y, por puro nerviosismo grit:
Shroi noje, shori flojel
Anglica me haba aconsejado que si alguna vez encontraba indios en la selva, deba saludarlos gritando:
Buen amigo, buen amigo!
Aja, aja, shori contest el hombre, acercndose.
Unas plumas rojas adornaban sus orejas: salan de dos piezas de caa cortas, del tamao de mi dedo
meique, insertadas a travs de los lbulos. Empez a hablar con Milagros, gesticulando mucho, indicando con
su mano o con un movimiento de cabeza el sendero que llevaba a la espesura. En repetidas ocasiones levant
uno de sus brazos, directamente sobre su cabeza, con los dedos extendidos como si quisiera coger un rayo de
sol.
Indiqu a las mujeres que se acercaran. Riendo, se escondieron detrs de los arbustos. Cuando vi los pltanos
que llevaban en cestas atadas a la espalda, abr mucho la boca y con las manos di a entender que quera
comer uno de ellos. Cautelosamente, la mayor de las dos mujeres se aproxim y, sin mirarme, desat su cesta
y cort del racimo el pltano ms suave y amarillo. Con un movimiento rpido retir los palitos que rodeaban su
boca, hundi los dientes en la cscara, mordi en torno a ella, la abri y luego sostuvo el fruto pelado ante mi
rostro. Tena una curiosa forma triangular y era ciertamente el pltano ms grueso que yo hubiera visto nunca.
Delicioso dije en espaol, frotndome el vientre.
El pltano tena un sabor muy semejante al de uno ordinario, pero dej una espesa pelcula en mi boca.
Me dio dos ms. Cuando estaba pelando el cuarto, trat de hacerle entender que no poda comer ms.
Sonriendo, dej caer los frutos restantes en el suelo y puso las manos en mi estmago. Eran manos
encallecidas pero delicadas, y sus dedos esbeltos tocaban con suavidad vacilante mis pechos, hombros y cara,
como si quisiera verificar que yo era real. Empez a hablar en un tono nasal y muy agudo, que me record la
voz de Anglica. Tir del elstico de mis bragas y llam a su compaera para que viera. Slo entonces empec
a sentirme avergonzada.
Trat de apartarme. Con risas y grititos de gusto, me abrazaron, acariciando la espalda y el frente de mi
cuerpo. Luego tomaron mi mano y la guiaron sobre sus propias caras y cuerpos. Eran un poco ms bajas que
yo, pero muy robustas. Con sus pechos plenos, sus vientres salientes y sus anchas caderas, me hacan
parecer ms pequea.
Son del poblado iticoteri dijo Milagros en espaol, volvindose hacia mi. Etewa y sus dos mujeres, Ritimi
y Tutemi, as como otras gentes del poblado han acampado por unos das en un planto abandonado, aqu
cerca. Tom su arco y sus flechas, que estaban apoyados contra un rbol y aadi: Viajaremos con ellos.
Entretanto, las mujeres haban descubierto mi camiseta empapada. Maravilladas, la frotaron contra sus rostros
y cuerpos pintados antes de que tuviera tiempo de ponrmela. Estirada y manchada de pintura roja de onoto,
colgaba ahora sobre mi como un saco de patatas sucio y demasiado grande.
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Puse las calabazas de cenizas en mi mochila y, cuando la levant para ponrmela en la espalda, las mujeres
empezaron a rer incontrolablemente. Etewa se situ a mi lado; me mir con sus ojos castaos, y una amplia
sonrisa ilumin su rostro mientras pasaba sus dedos por mi cabello. Su nariz finamente cincelada y la suave
curva de sus labios daban a su cara redonda un aire casi de muchacha.
Ir con Etewa para seguir a un tapir que ha visto hace un rato dijo Milagros. T sigue con las mujeres.
Por un instante slo pude mirarle, sin creer lo que oa.
Pero... logr articular finalmente, sin saber qu decir.
Mi gesto debi de haber sido cmico, porque Milagros empez a rerse; sus ojos rasgados casi desaparecieron
entre su frente y sus altos pmulos. Puso una mano en mi hombro. Trat de parecer serio, pero en sus labios
an haba una sonrisa aleteante.
Estas son mis gentes y las de Anglica explic, volvindose hacia Etewa y sus dos mujeres. Ritimi es su
nieta, pero Anglica no lleg a conocerla.
Sonre a las dos mujeres, que asintieron como si hubieran entendido las palabras de Milagros.
La risa de Milagros y de Etewa reson entre las lianas, y se fue apagando cuando llegaron al macizo de
bambes que bordeaba el sendero a lo largo del ro. Ritimi me tom de la mano y me gui por la maleza.

Yo caminaba entre Ritimi y Tutemi. Nos movamos silenciosamente, en fila, hacia los plantos abandonados de
los iticoteris. Me pregunt si seria por la pesada carga que llevaban en la espalda o porque ello daba mejor
apoyo a sus pies en el suelo, que caminaban con las rodillas y los pies hacia dentro. Nuestras sombras crecan
y disminuan con los dbiles rayos del sol que se filtraban por entre los rboles. Mis tobillos estaban debilitados
a causa del cansancio.

Me mova torpemente, tropezando sobre ramas y races. Ritimi puso su brazo en torno a mi cintura, pero esto
hacia an ms difcil caminar por el estrecho sendero. Quit la mochila de mi espalda y la acomod en la cesta
de Tutemi.
Me domin una extraa aprensin. Quera recuperar mi mochila, sacar las calabazas de cenizas y atarlas en
torno a mi cintura. Tena la vaga sensacin de que haba roto alguna clase de vnculo. Si me hubieran pedido
que expresara en palabras mis sentimientos, no habra sido capaz de hacerlo. Sin embargo, senta que a partir
de ese momento algo de la magia y el encantamiento que Anglica me haba infundido se desvanecan.
El sol estaba ya debajo del horizonte de los rboles cuando llegamos a un claro en la selva. En medio de todos
los dems tonos de verde, distingu claramente el ms plido, casi traslcido, de las frondas de los pltanos.
Situadas a lo largo de la orilla de lo que alguna vez fuera una gran huerta, haba unas cabaas bajas de forma
triangular, colocadas en semicrculo con la espalda hacia la selva. Las viviendas estaban cubiertas por todos
lados excepto por el teho, cubierto de varias capas de anchas hojas de pltano.
Como si alguien hubiera dado la seal, nos vimos instantneamente rodeadas de hombres y mujeres con las
bocas y los ojos muy abiertos. Me apoy en el brazo de Ritimi; como haba caminado con ella por la selva, me
pareca diferente de aquellas figuras boquiabiertas. Rodendome por la cintura, me atrajo hacia si. El tono
rpido y excitado de su voz mantuvo a la multitud a raya por unos momentos. Sbitamente, sus caras se
acercaron a slo unas pulgadas de la ma. La saliva goteaba por sus barbillas y sus rasgos estaban
desfigurados por las bolas de tabaco que llevaban entre las encas y el labio inferior. Olvid todo cuanto se
relaciona con la objetividad con que un antroplogo ha de considerar una cultura distinta de la suya. En aquel
momento, aquellos indios no eran sino un grupo de personas feas y sucias. Cerr los ojos, slo para abrirlos un
instante despus, cuando una mano nerviosa y huesuda me toc las mejillas. Era un anciano. Sonriendo,
empez a gritar.
Aia, aja, ajija shori!
Haciendo eco a sus gritos, todos intentaron abrazarme a la vez, y casi me aplastaron con su alegra. Lograron
sacarme la camiseta por sobre la cabeza. Sent sus manos, labios y lenguas sobre mi rostro y mi cuerpo.
Tenan un olor de humo y de tierra; su saliva, que se pegaba a mi piel, ola a hojas de tabaco podridas.
Asustada, romp a llorar.
Con expresiones temerosas, se apartaron. Aunque no poda entender sus palabras, su tono revelaba
claramente su perplejidad.
Ms tarde, aquella misma noche, Milagros me dijo que Ritimi les haba explicado que me encontr en la selva.
Al principio crey que yo era un espritu, y tuvo miedo de acercrseme. Slo cuando me vio devorar los
pltanos se convenci de que yo era humana, porque slo los humanos comen con tanta ansiedad.
Entre mi hamaca y la de Milagros arda un fuego que humeaba y chispeaba, lanzando una plida luz sobre la
cabaa abierta y dejando los rboles de afuera en una slida masa de oscuridad. Era una luz rojiza que,
combinada con el humo, me haca lagrimear. Las gentes estaban sentadas en torno al fuego, tan cerca unas
personas de otras que sus hombros se tocaban. Sus rostros en sombras se me antojaban todos iguales. Los
dibujos rojos y negros de sus cuerpos parecan dotados de vida propia al moverse y retorcerse con cada gesto.
Ritimi estaba sentada en el suelo, con las piernas totalmente extendidas y el brazo izquierdo apoyado en mi
hamaca. Su piel tena un tono suave, amarillo oscuro, a la luz indecisa. Las lneas pintadas de su cara corran
hacia sus sienes, acentuando sus rasgos asiticos. En las comisuras de su boca, el labio inferior y los lados de
su amplia nariz, donde antes llevaba los palitos, yo poda ver claramente los orificios. Al darse cuenta de que la
miraba, me mir a su vez a los ojos, la redonda cara contrada en una sonrisa. Tena dientes cuadrados y
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cortos; eran fuertes y muy blancos.
Empec a dormitar entre el dulce murmullo de las voces, y luego me qued completamente dormida,
preguntndome, cada vez que sus risas me despertaban, qu les estara contando Milagros.



SEGUNDA PARTE SEGUNDA PARTE

VI VI

Cundo crees que volvers? le pregunt a Milagros seis meses despus, al entregarle la carta que haba
escrito para el padre Coriolano.
En ella le notificaba brevemente que tena intencin de permanecer por lo menos dos meses ms con los
iticoteris. Le peda que informara a mis amigos de Caracas y, sobre todo, le rogaba que me enviara, con
Milagros, todos los cuadernos y lpices de que pudiera prescindir.
Cundo estars de vuelta? le pregunt de nuevo.
Dentro de unas dos semanas respondi Milagros, sin prestar demasiada atencin, poniendo mi carta en su
aljaba de bamb. Tal vez percibi mi expresin ansiosa, porque aadi: No hay forma de saber cundo
exactamente, pero regresare.
Le contempl mientras emprenda el camino por el sendero que conduca al ro. Asegur la aljaba en su
espalda y se volvi hacia m un instante, sus movimientos momentneamente detenidos, como si quisiera
decirme algo. Pero se limit a levantar la mano para decirme adis.
Despacio, me dirig de vuelta al shabono, pasando junto a varios hombres que talaban rboles junto a las
hortalizas. Cuidadosamente, di la vuelta a los troncos amontonados sobre el trozo que haban dejado limpio,
para no cortarme los pies con las cortezas y astillas ocultas entre las hojas cadas en el suelo.
Volver cuando los pltanos estn maduros grit Etewa, agitando la mano en la direccin en que Milagros
acababa de partir. No se perder la fiesta.
Sonriendo, respond con la mano, deseosa de preguntarle cundo tendra lugar la fiesta. No fue necesario
hacerlo, pues se apresur a responderme: cuando los pltanos estn maduros.
La maleza y los troncos que se colocaban cada noche ante la entrada principal del shabono para impedir que
se acercaran los extraos ya haban sido retirados. Todava era temprano, pero las cabaas que se abran
sobre el claro circular estaban casi vacas. Hombres y mujeres trabajaban en los huertos cercanos o haban
marchado a la selva para recoger frutos silvestres, miel y lea.
Armados con arcos y flechas en miniatura, un grupo de nios me rode.
Mira qu lagartija he matado dijo Sisiwe, sosteniendo por la cola el animalito muerto.
Eso es todo lo que sabe hacer: dispararles a las lagartijas dijo burlonamente un nio del grupo, rascndose
el tobillo con los dedos del otro pie. Y la mayora de las veces, no les da.
No es cierto! grit Sisiwe, con la cara roja de furia.
Acarici los incipientes cabellos de su coronilla. A la luz del sol, su pelo no era negro sino de un marrn rojizo.
Buscando las palabras correctas en mi limitado vocabulario, trat de asegurarle que algn da sera el mejor
cazador del poblado.
Sisiwe, hijo de Ritimi y Etewa, tena seis aos o tal vez siete, pero no ms, ya que no llevaba una cuerda
pbica atada a la cintura. Ritimi, creyendo que cuanto antes atara un nio su pene contra su abdomen ms
rpidamente crecera, le haba forzado varias veces a hacerlo. Pero Sisiwe se negaba, arguyendo que la
cuerda le haca dao. Etewa no haba insistido. Su hijo creca fuerte y sano. Pronto, deca el padre, Sisiwe se
dara cuenta de que no estaba bien que un hombre se dejara ver sin su cinturn. Al igual que la mayora de los
nios, Sisiwe llevaba un trozo de raz fragante atado al cuello, como talismn contra la enfermedad, y en
cuanto se borraban los dibujos de su cuerpo, le pintaban de nuevo con onoto.
Sonriendo, olvidando su enojo, Sisiwe se cogi de mi mano y con un solo y gil movimiento trep sobre mi
como si yo fuera un rbol. Puso las piernas en torno a mi cintura, se dej caer hacia atrs y, alargando sus
brazos al cielo, grit:
Mira qu azul es! Igual que el color de tus ojos.
Desde el centro del claro, el cielo pareca inmenso. No haba rboles, lianas u hojas que estorbaran su
esplendor. La densa vegetacin surga del shabono, ms all de las empalizadas de troncos que protegan el
poblado. Los rboles parecan tomarse su tiempo, como si supieran que slo los mantenan a raya
provisionalmente.
Tirndome del brazo, los nios me hicieron caer al suelo junto con Sisiwe. Al principio, no haba podido
asociarlos a ningn progenitor en particular porque entraban y salan de las cabaas, comiendo y durmiendo
donde les convena. Slo saba a quin pertenecan los bebs, porque colgaban continuamente en torno al
cuerpo de su madre. Fuera de da o de noche, los pequeos nunca parecan perturbados, hiciera lo que hiciera
la madre.
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Me preguntaba lo que hara sin Milagros. Diariamente dedicaba unas horas a ensearme la lengua, costumbres
y creencias de su gente, que yo registraba con el mayor cuidado en mis cuadernos de notas.
Aprender quin era quin entre los iticoteris result una tarea muy confusa. Nunca se llamaban unos a otros
por su nombre, excepto para insultarse. Ritimi y Etewa eran conocidos como el Padre y la Madre de Sisiwe y
Texoma. (Estaba permitido usar los nombres de los nios, pero en cuanto llegaban a la pubertad, todo el
mundo dejaba de hacerlo.) Las cosas se complicaban ms an porque los hombres y mujeres de cierto linaje
se llamaban unos a otros hermanos y hermanas; los hombres y mujeres de otro linaje eran para los primeros
cuados y cuadas. Un hombre que se casaba con una mujer de un linaje accesible llamaba esposas a todas
las mujeres de ese linaje, pero no tena relacin sexual con ellas.
Milagros sealaba a menudo que yo no era la nica que tena que adaptarse. Los iticoteris quedaban
igualmente perplejos ante mi extrao comportamiento; para ellos yo no era mujer, ni hombre, nia o nio, y por
tanto no saban qu pensar de m ni en qu sitio ponerme.
La vieja Hayama sali de su cabaa. Con su voz aguda, les orden a los nios que me dejaran en paz.
Todava tiene el estmago vaco dijo.
Poniendo su brazo en torno a mi cintura, me condujo junto al fuego que arda en su cabaa.
Me sent frente a Hayama con cuidado de no pisar ni golpear los cazos de cocina de aluminio y esmalte
(adquiridos en intercambio con otros poblados), los caparazones de tortuga, las calabazas y las cestas que se
desparramaban por el suelo. Extend totalmente las piernas, como lo hacan las mujeres iticoteris y, rascando
la cabeza de su perico, esper la comida.
Come dijo, tendindome un pltano horneado sobre una calabaza rota.
Atentamente, la anciana me observ mientras masticaba con la boca abierta, haciendo chasquear
repetidamente los labios. Sonri, contenta de que apreciara plenamente el suave y dulce fruto.
Milagros me haba presentado a Hayama como la hermana de Anglica. Cada vez que la miraba, intentaba
encontrar algn parecido con la frgil anciana que haba perdido en la selva. Hayama meda aproximadamente
un metro sesenta de estatura: alta para una iticoteri. No slo era fsicamente distinta de Anglica, sino que no
tena la ligereza de espritu de su hermana. Haba una dureza en la voz y en los gestos de Hayama que a
menudo me hacia sentir incmoda. Y sus prpados pesados y entrecerrados daban a su rostro una expresin
peculiarmente siniestra.
Te quedars aqu, conmigo, hasta que Milagros regrese dijo la anciana, sirvindome otro pltano asado.
Me llen la boca con el fruto caliente para no tener que responder. Milagros me haba presentado a su cuado
Arasuwe, cabecilla de los iticoteris, as como a los dems miembros del poblado. Sin embargo, Ritimi, al colgar
mi hamaca en la cabaa que comparta con Etewa y sus dos nios, haba hecho saber que yo le perteneca.
La muchacha blanca duerme aqu le haba dicho ella a Milagros, explicndole que los pequeos Texoma y
Sisiwe colgaran sus hamacas junto al fuego de Tutemi, en la cabaa adyacente.
Nadie se haba interferido en el plan de Ritimi. Silenciosamente, con una sonrisa de amable burla en la cara,
Etewa haba contemplado a Ritimi mientras corra de su cabaa a la de Tutemi, acomodando las hamacas en
el acostumbrado tringulo en torno al hogar. En un pequeo trastero situado entre los palos que sostenan la
vivienda por detrs, coloc mi mochila, entre cajas de corteza, una variedad de cestos, un hacha, cuencos con
onoto y races.
La seguridad de Ritimi provena no slo del hecho de que era la hija mayor del jefe Arasuwe y de su primera
mujer, ya muerta, hija de la anciana Hayama y la esposa primera y favorita de Etewa, sino tambin de que
saba que, a pesar de su genio pronto, todos en el shabono la respetaban y le tenan simpata.
No ms le supliqu a Hayama, al ver que sacaba otro pltano del fuego. Mi estmago est lleno.
Levantndome la camiseta, saqu el vientre para que viera cun lleno pareca.
Tienes que engordar alrededor de los huesos dijo la anciana, aplastando el pltano con los dedos. Tus
pechos son pequeos como los de una nia. Riendo, me levant an ms la camiseta. Ningn hombre te
querr nunca: tendr miedo de hacerse dao con los huesos.
Abriendo los ojos con exagerado horror, fing devorar la pasta.
Seguro que engordar y me pondr hermosa con tu comida dije con la boca llena.
Todava mojada tras su bao en el ro Ritimi entr en la cabaa peinndose el pelo con una vaina llena de
espinas. Sentada a mi lado, me ech los brazos al cuello y plant resonantes besos en mi cara. Tuve que
contenerme para no rer. Los besos de los iticoteris me hacan cosquillas. Besaban de otra manera: cada vez
que ponan su boca contra mi mejilla y mi cuello, hacan vibrar los labios mientras expelan el aire
ruidosamente.
No vas a trasladar la hamaca de la muchacha blanca aqu dijo Ritimi, mirando a su abuela.
La seguridad de su tono no coincida con la suavidad inquisitiva de sus ojos oscuros.
Para no ser causa de una discusin, dej claro que no me importaba demasiado dnde colgara mi hamaca.
Dado que no haba muros entre las cabaas, vivamos prcticamente juntos. La cabaa de Hayama estaba a la
izquierda de la de Tutemi, y a su derecha se hallaba la de Arasuwe, el cabecilla, que la comparta con la mayor
de sus esposas y tres de sus hijos ms pequeos. Sus otras dos esposas y sus hijos respectivos ocupaban las
cabaas adyacentes.
Ritimi fij en m sus ojos con expresin de splica.
Milagros me pidi que te cuidara dijo pasndome la espinosa vaina por el pelo, suavemente, para no
araar el cuero cabelludo.
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Tras lo que pareci un interminable silencio, Hayama dijo finalmente:
Puedes dejar tu hamaca donde est, pero comers aqu conmigo.
Era un buen arreglo, pens. Etewa ya tena cuatro bocas que alimentar. A Hayama, por su parte, la cuidaba
bien su hijo menor. A juzgar por la cantidad de crneos de animales y pltanos que colgaban del techo de
palma, su hijo era un buen cazador y cultivador. Adems de los pltanos asados que comamos por la maana,
slo haba otra comida, avanzada la tarde, cuando las familias se reunan. La gente coma durante el da lo que
haba a mano: fruta y nueces, o exquisiteces como hormigas y gusanos asados.
Ritimi tambin pareca complacida con el arreglo alimentario. Sonriendo, fue hasta nuestra cabaa, tir de la
cesta que me haba dado y que colgaba sobre mi hamaca, y sac mi cuaderno y mi lpiz.
Ahora vamos a trabajar dijo en tono de mando.
En los das siguientes, Ritimi me dio lecciones sobre su gente, como Milagros haba hecho durante los ltimos
seis meses. Haba reservado unas cuantas horas diarias para lo que yo consideraba mi instruccin.
Al principio tuve muchas dificultades para aprender su lengua. No slo la encontraba terriblemente nasal, sino
que me resultaba extremadamente difcil entender cuando me hablaban con bolas de tabaco en la boca. Trat
de inventar alguna forma de gramtica comparativa, pero abandon la empresa cuando me di cuenta de que
no slo careca del adiestramiento lingstico necesario, sino que cuanto ms intentaba racionalizar mi
aprendizaje de la lengua, menos poda hablar.

Mis mejores maestros fueron los nios. Aunque me sealaban las cosas y disfrutaban mucho hacindome
repetir palabras, no hacan ningn esfuerzo consciente para explicarme nada. Con ellos poda balbucear a
placer, sin ninguna vergenza de mis errores. Tras la partida de Milagros, y aunque no comprenda an
muchas cosas, me qued asombrada de lo bien que lograba comunicarme con los dems, interpretando
correctamente la inflexin de sus voces, la expresin de las caras y los elocuentes movimientos de sus manos
y cuernos.
Durante las horas de instruccin, Ritimi me llevaba a visitar a las mujeres de las distintas cabaas y se me
permita hacer todas las preguntas que quisiera. Estimuladas por mi curiosidad, las mujeres hablaban
libremente, como si se tratara de un juego. Con paciencia, me explicaban una y otra vez lo que no entenda.
Agradec que Milagros hubiera sentado el precedente. No slo se consideraba la curiosidad una falta de
educacin, sino que contravena su deseo de no ser interrogados. Pero Milagros haba consentido
indulgentemente mis tendencias excntricas, diciendo que cuanto ms supiera de la lengua y costumbres de
los iticoteris, antes me sentira como en mi casa.
Pronto se hizo evidente que no necesitaba formular demasiadas preguntas directas. A menudo, la observacin
ms casual por mi parte obtena por respuesta un flujo de informacin que yo no habra soado provocar.
Cada da, antes de la cada de la noche, ayudada por Ritimi y Tutemi, repasaba los datos recogidos durante la
jornada y trataba de ordenarlos segn algn tipo de esquema clasificatorio, como la estructura social, los
valores culturales, las tcnicas de subsistencia y otras categoras universales del comportamiento social
humano.
Sin embargo, para mi gran decepcin, quedaba un tema que Milagros an no haba tocado: el chamanismo.
Presenci desde mi hamaca dos sesiones de curacin, de las que hice detalladas descripciones escritas.
Arasuwe es un gran shapori me dijo Milagros mientras yo contemplaba mi primer ritual curativo.
Invoca la ayuda de los espritus con sus cantos? pregunt, mientras el cuado de Milagros masajeaba,
chupaba y frotaba el cuerno postrado de un nio.

Milagros me dirigi una mirada furiosa:
Hay cosas de las que no se habla. Se levant abruptamente, y antes de salir de la cabaa agreg: No
preguntes sobre estas cosas. Si lo haces tendrs serios problemas.
Esta respuesta no me sorprendi, pero no estaba preparada para tan declarado enojo. Me pregunt si su
negativa a hablar del tema se deba a que yo era una mujer o ms bien a que el chamanismo era un asunto
tab. No me atrev a averiguarlo entonces. Ser una mujer, blanca y sola, constitua una situacin
suficientemente precaria.
Me di cuenta de que en la mayora de las sociedades los conocimientos relativos a las prcticas chamanistas y
curativas nunca se revelaban ms que a los iniciados. Durante la ausencia de Milagros no mencion la palabra
chamanismo ni una sola vez, pero me pas horas pensando cul seria la mejor forma de averiguar algo acerca
del tema sin despertar enojo o sospechas.
En mis notas sobre las dos sesiones, quedaba claro que los iticoteris crean que el cuerno del shapori sufra
una transformacin bajo la influencia de un alucingeno que se aspiraba por la nariz y se llamaba epena. Es
decir, que el chamn actuaba sobre el supuesto de que su cuerpo humano se transformaba en un cuerpo
sobrenatural. As entraba en contacto con los espritus de la selva. Obviamente, la aproximacin adecuada
consistira en llegar a comprender el chamanismo a travs del cuerno: no como un objeto determinado por
leyes psicoquimicas, fuerzas holsticas de la naturaleza, el medio o la psique misma, sino a travs de una
comprensin del cuerpo como experiencia vivida, el cuerpo como unidad expresiva conocida mediante su
actuacin y desempeo.
La mayora de los estudios sobre el chamanismo, incluido el mo, se centraban en los aspectos
psicoteraputicos y sociales de la curacin. Pens que mi enfoque no slo ofrecera una nueva explicacin,
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sino que me proporcionara una forma de investigar sobre la curacin, sin hacerme sospechosa. Las preguntas
acerca del cuerpo no tienen que asociarse necesariamente con el chamanismo. No dudaba de que, poco a
poco, recogera los datos necesarios sin que los iticoteris se dieran cuenta de lo que realmente persegua.
Silenci prontamente cualquier inquietud de conciencia ante la deshonestidad de mi tarea repitindome que mi
trabajo era importante para la comprensin de las prcticas curativas no occidentales. Las costumbres extraas
relacionadas con el chamanismo, a veces incomprensibles, se volveran inteligibles a la luz de un mbito
interpretativo diferente, y as avanzara el conocimiento antropolgico en general.

Hace dos das que no trabajas me dijo Ritimi una tarde. No has preguntado por las canciones y las
danzas de anoche. No sabes que son importantes? Si no cantamos y bailamos, los cazadores volvern sin
carne para la fiesta.
Con el ceo fruncido, me tir el cuaderno en el regazo. Ni siquiera has pintado en tu libro.
Estoy descansando por unos das dije, sujetando el cuaderno contra mi pecho como si fuera la ms
preciada de mis pertenencias.
No tena intencin de revelarle que cada una de las preciosas pginas tena que contener exclusivamente
datos sobre el chamanismo.
Ritimi tom mis manos en las suyas, las examin intensamente y luego, con una expresin muy seria,
coment:
Tienen aspecto de cansadas; necesitan descansar.
Nos echamos a rer. Ritimi siempre se haba asombrado de que yo considerara que decorar mi libro era
trabajar. Para ella, trabajo significaba arrancar malas hierbas de los plantos, recoger lea y reparar el techo del
shabono.
Me gustaron mucho las danzas y las canciones dije. Reconoc tu voz; era muy hermosa.
Ritimi resplandeca.
Canto muy bien. Haba un candor y una seguridad encantadores en su afirmacin; no estaba
vanaglorindose, sino sealando un hecho. Estoy segura de que los cazadores volvern con muchas presas
para dar de comer a los invi tados a la fiesta.
Asent. Luego busqu una ramita y empec a esbozar una figura humana en la tierra blanda.
Este es el cuerpo de un blanco dije, dibujando los principales rganos y huesos. Qu aspecto tiene el
cuerpo de un iticoteri?
Debes estar muy cansada si haces una pregunta tan estpida dijo Ritimi, mirndome como si fuera una
deficiente mental. Se levant y empez a bailar, cantando con una voz fuerte y melodiosa: Esta es mi
cabeza, este es mi brazo, ste es mi seno, ste es mi estmago, este es mi...
En seguida, atrados por las cabriolas de Ritimi, un grupo de hombres y mujeres se congreg en torno a
nosotras. Chillando y riendo, hacan observaciones obscenas sobre los cuerpos de cada uno. Algunos de los
muchachos adolescentes rean tan fuerte que rodaban por el suelo, sujetndose el pene.
Puede alguno dibujar un cuerpo como yo dibuj el mo? pregunt.
Varios de ellos respondieron al reto. Tomando un trozo de madera, una rama o un arco roto, empezaron a
dibujar en la tierra. Sus dibujos eran muy distintos unos de otros, no slo por las obvias diferencias sexuales,
que ellos acentuaban, sino porque todos los cuerpos de los hombres estaban representados con diminutas
figuras dentro del pecho.
Apenas pude ocultar mi contento. Pens que aquellos deban de ser los espritus que haba odo a Arasuwe
convocar con su canto durante la sesin de curacin.
Qu es esto? pregunt, sin darle importancia.
Los hekuras de la selva que viven en el pecho de un hombre dijo uno de los hombres.
Todos los hombres son shaporis?
Todos los hombres tienen hekuras en el pecho. Pero slo un verdadero shapori puede utilizarlos. Slo un
gran shapori puede ordenar a sus hekuras que ayuden a los enfermos y contrarresten los encantamientos del
shapori enemigo. Tras estudiar mi dibujo, pregunt: Por qu tu dibujo tiene hekuras hasta en las piernas?
Las mujeres no tienen hekuras.
Expliqu que no eran espritus, sino rganos y huesos, y
los aadieron rpidamente a sus propios dibujos. Contenta con lo que haba aprendido, acompa a Ritimi a
recoger lea en la selva, la tarea ms ardua y detestada de las mujeres. Nunca podan reunir lea suficiente
porque los fuegos no deban apagarse ni un momento.
Aquella noche, como todos los das desde que llegu al poblado, Ritimi examin mis pies en busca de espinas
y astillas. Satisfecha al no encontrar ninguna, los frot con sus manos para limpiarlos.
Me pregunto si los cuerpos de los shaporis sufren algn tipo de transformacin cuando estn bajo la
influencia del epena dije.
Era importante confirmarlo en sus propias palabras, ya que la premisa original de mi esquema terico era que
el chamn operaba sobre ciertos supuestos relativos al cuerpo. Necesitaba saber si estos supuestos los
comparta todo el grupo y si eran de naturaleza consciente o inconsciente.
Viste a lramamowe ayer? me pregunt Ritimi. Lo viste caminar? Sus pies no tocaban el suelo. Es un
poderoso shapori. Se convirti en el gran jaguar.
No cur a nadie coment sombramente.
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Me decepcionaba que el hermano de Arasuwe fuera considerado un gran chamn. Lo haba visto golpear a su
mujer en dos ocasiones.
Perdido el inters por nuestra conversacin, Ritimi se alej y empez a prepararse para nuestro ritual nocturno.
Sacando la cesta que contena mis pertenencias del pequeo trastero situado en la parte posterior de la
cabaa, la puso en el suelo. Una por una, cogi cada cosa y la sostuvo por encima de su cabeza, esperando
que yo la identificara. En cuanto yo lo haca, repeta el nombre en espaol y luego en ingls, iniciando as un
coro nocturno mientras las esposas del jefe y varias mujeres ms, que cada noche se reunan en nuestra
vivienda, repetan las palabras extranjeras.
Me estir en la hamaca mientras los dedos de Tutemi separaban mis cabellos en busca de imaginarios piojos;
estaba segura de no tener ninguno; por lo menos, todava no. Tutemi pareca cinco o seis aos menor que
Ritimi, a quien yo le calculaba unos veinte. Era ms alta y pesada, y tena el vientre redondo por el primer
embarazo. Se mostraba tmida y retrada. Con frecuencia haba descubierto en sus ojos oscuros una mirada
triste y distante, y a veces hablaba sola como si pensara en voz alta.
Piojos! Piojos! grit Tutemi, interrumpiendo la cantinela hispano-inglesa de las mujeres.
Djame ver dije, convencida de que bromeaba. Los piojos son blancos? pregunt, examinando los
diminutos bichitos que haba en su dedo.
Siempre haba credo que eran oscuros.
Muchacha blanca, piojos blancos observ Tutemi traviesamente. Con gesto alegre y complacido, los
aplast uno por uno entre sus dientes y se los trag. Todos los piojos son blancos.


VII VII

Era el da de la fiesta. Desde el medioda, estuve al cuidado de Ritimi y Tutemi, que se tomaron grandes
trabajos para embellecerme. Con un trozo de bamb afilado, Tutemi me cort el pelo segn el estilo habitual, y
con una hoja fina como un cuchillo, me rasur la coronilla. Elimin el vello de mis piernas mediante una pasta
abrasiva hecha de cenizas, resma vegetal y tierra.
Ritimi me pint lneas onduladas en la cara y traz complicados diseos geomtricos sobre todo mi cuerpo, con
un trozo de ramita masticada. Mis piernas, rojas e inflamadas por la depilacin, quedaron sin pintar. A mis
pendientes en forma de aro, que yo afirm que no se podan quitar, at una flor rosa junto con manojitos de
plumas blancas. En la parte superior de mis brazos, muecas y tobillos, at bandas de algodn rojo.
Ah, no. No vas a hacer eso le advert, saltando lejos del alcance de Ritimi.
No te har dao me asegur, y luego pregunt con un tono exasperado: Quieres parecer una vieja? No
te har dao insisti Ritimi, persiguindome.
Djala tranquila dijo Etewa, cogiendo una caja de corteza del trastero. Me mir, y luego se ech a rer. Sus
grandes dientes blancos, sus ojos rasgados parecan burlarse de mi vergenza. No tiene mucho vello pbico.
Agradecida, me at en torno a las caderas el cinturn de algodn rojo que Ritimi me haba dado, y me re con
l. Cuid de atar el ancho cinturn de tal forma que los extremos adornados cubrieran el vello ofensivo.
Ahora ya no ves nada le dije a Ritimi.
Ritimi no se dej impresionar, pero se encogi de hombros con indiferencia y continu examinando su pubis en
busca de algn pelo.
El cuerpo de Etewa estaba decorado con crculos y arabescos oscuros. Sobre la cuerda que llevaba siempre
en torno a la cintura, at un ancho y gordo cinturn de hilo de algodn. Alrededor de los brazos se puso
estrechas bandas de piel de mono, a las que Ritimi sujet las plumas blancas y negras que Etewa haba
elegido de la caja de corteza.
Mojando los dedos en la pasta de resma pegajosa que una de las esposas de Arasuwe haba preparado por la
maana, Ritimi los pas por el cabello de Etewa. Inmediatamente, Tutemi tom un puado de plumitas blancas
de otra caja y se las fue pegando sobre el pelo; al final pareca que llevaba un gorro de piel blanca.
Cundo empezar la fiesta? pregunt, contemplando cmo un grupo de hombres apartaba enorme pilas
de cscaras de pltano del claro ya limpio y libre de hierbajos.
Cuando estn listas la sopa de pltano y toda la carne dijo Etewa, pasendose, para asegurarse de que
podamos verle desde todos los ngulos.
Sus labios todava se abran en una sonrisa y sus ojos an se entrecerraban humorsticamente. Me mir y se
quit la bola de tabaco de la boca. La dej en un trozo de calabaza rota, en el suelo, y escupi por encima de
su hamaca, describiendo un arco amplio. Con la seguridad de quien se siente complacido y contento de su
propia apariencia, se volvi una vez ms hacia m y luego sali de la cabaa.
La pequea Texoma recogi la pasta ensalivada. Se la puso en la boca y empez a chuparla con el mismo
placer que yo habra sentido saboreando un trozo de chocolate. Su carita desfigurada, con una mitad de la bola
salindose de la boca, pareca grotesca. Sonriendo, trep a mi hamaca e inmediatamente se qued dormida.
En la cabaa siguiente, vea al jefe Arasuwe acostado en su hamaca. Desde all supervisaba la preparacin de
los pltanos y la carne asada, trada por los cazadores que haban marchado pocos das antes. Como
trabajadores en una cadena de montaje, varios hombres haban trasladado en un tiempo rcord numerosos
racimos de pltanos. Uno hunda sus agudos dientes en la cscara, para abrirla; otro quitaba la cscara y
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tiraba el fruto en la cuba de cortezas que Etewa haba fabricado temprano por la maana; un tercero vigilaba
los tres pequeos fuegos que haba encendido debajo.
Por qu slo los hombres estn cocinando? le pregunt a Tutemi.
Saba que las mujeres nunca cocinaban las grandes piezas de caza, pero me asombraba que ninguna de ellas
se hubiera acercado siquiera a los pltanos.
Las mujeres son demasiado descuidadas contest Arasuwe por Tutemi, entrando en la cabaa. Sus ojos
parecan desafiarme a que le contradijera. Sonriendo, aadi. Se distraen muy fcilmente y dejan que el
fuego queme la corteza.
Antes de que yo tuviera tiempo de hacer el menor comentario, estaba de vuelta en su hamaca.
Ha venido solamente para decir eso?
No dijo Ritimi. Ha venido a revisarte.
No me atrev a preguntar si haba aprobado el examen de Arasuwe, no fueran a recordarme mi pubis sin
depilar.
Mira dije, estn llegando las visitas.
Ese es Puriwariwe, el hermano mayor de Anglica dijo Ritimi, sealando a un anciano entre un grupo de
hombres. Es un shapori muy temido. Una vez lo mataron, pero no muri.
Lo mataron pero no muri repet lentamente, preguntando si deba interpretarlo literalmente o silo deca en
sentido figurado.
Lo mataron en una redada aclar Etewa, entrando en la cabaa. Muerto, muerto, muerto, pero no muri.
Hablaba con claridad, moviendo exageradamente los labios como si as pudiera hacerme entender el
verdadero significado de sus palabras.
Todava hay redadas?
Nadie respondi a mi pregunta. Etewa tom una caa hueca y un pequeo cuenco escondido tras una de las
vigas del techo, y se fue a recibir a los invitados que estaban en el centro del claro, ante la cabaa de Arasuwe.
Entraron ms hombres y me pregunt en voz alta si habran invitado a mujeres.

Estn afuera dijo Ritimi. Con el resto de los invitados, adornndose mientras los hombres toman epena.
El jefe Arasuwe, su hermano lramamowe, Etewa y otros seis iticoteris todos adornados con plumas, piel y
pasta roja de onoto se acuclillaron ante los visitantes, que ya estaban acomodados en el suelo. Hablaron
durante un rato, evitando mirarse a los ojos.
Arasuwe desat el pequeo cuenco que colgaba de su cuello, verti algo del polvo marrn verdoso en un
extremo de su caa hueca y se situ ante el hermano de Anglica. Poniendo el extremo de la caa contra la
nariz del chamn, Arasuwe sopl el polvo alucingeno con gran fuerza en los agujeros de la nariz del anciano.
El chamn no se inmut, ni se quej o se tambale como haba visto hacer a otros. Pero sus ojos se nublaron,
y de su nariz y su boca no tard en gotear un limo verdoso, que l apart con una ramita. Lentamente, empez
a cantar. Yo no poda captar sus palabras; hablaba muy suavemente y los quejidos de los dems apagaban su
canto.
Con los ojos vidriosos y moco y saliva goteando de su barbilla y su pecho, Arasuwe salt en el aire. Las rojas
plumas de perico que colgaban de sus orejas y sus brazos se desplegaron en torno a l. Salt varias veces,
tocando el suelo con una ligereza que pareca increble en alguien tan robusto. Su rostro pareca esculpido en
piedra. Un recto flequillo colgaba sobre una ceja sobresaliente. La ancha nariz y la boca de la que se
escapaban gruidos me recordaron uno de los cuatro reyes guardianes que vi una vez en un templo de Japn.
Unos cuantos hombres se apartaron, tambalendose, del resto del grupo, sujetndose la cabeza mientras
vomitaban. El canto del anciano se hizo ms fuerte; uno por uno, los hombres se reunieron de nuevo en torno a
l. Se quedaron silenciosos y acuclillados, los brazos doblados sobre las rodillas y los ojos perdidos en un
punto invisible que slo ellos distinguan, hasta que el shapori termin su canto.
Cada uno de los iticoteris volvi a su cabaa acompaado por un invitado. Arasuwe haba invitado a
Puriwariwe, y Etewa entr en su cabaa con uno de los jvenes que haban vomitado. Sin mirarnos, el invitado
se tumb en la hamaca de Etewa como si fuera suya; no pareca tener ms de diecisis aos.
Por qu no todos los iticoteris varones han tomado epena y se han adornado? le susurr a Ritimi, que
estaba limpiando y repintando el rostro de Etewa con onoto.
Maana todos estarn adornados. Vendrn ms invitados en los prximos das dijo. Hoy es para los
parientes de Anglica.
Pero Milagros no est.
Lleg esta maana.
Esta maana! repet, incrdula.
El joven tendido en la hamaca de Etewa abri mucho los ojos, me mir y volvi a cerrarlos. Texoma se
despert y empez a llorar. Trat de calmarla ponindole en la boca la bola de tabaco, que se haba cado al
suelo. Rechazndola, empez a llorar an ms fuerte. Se la tend a Tutemi, que la meci hasta que se qued
tranquila. Por qu Milagros no me haba hecho saber que estaba de vuelta? Me lo preguntaba, enfadada y
herida. Los ojos se me llenaron de lgrimas de autocompasin.
Mira, ah viene dijo Tutemi, sealando la entrada del shabono.
Seguido por un grupo de hombres, mujeres y nios, Milagros camin directamente hacia la cabaa de
Arasuwe. En torno a sus ojos y su boca haba lneas rojas y negras. Hechizada, contempl con la boca abierta
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la negra cola de mono enrollada en torno a su cabeza, de la que colgaban multicolores plumas de perico, como
las que pendan de sus brazaletes de piel. En vez del festivo cinturn rojo, llevaba un taparrabos de color
escarlata.
Una inexplicable inquietud se apoder de m cuando se acerc a mi hamaca. Sent que el corazn me lata de
miedo y mir su rostro tenso y fatigado.
Trae tu cuenco me dijo en espaol y, volvindose, se alej hacia la cuba llena de sopa de pltano.
Sin prestarme la ms mnima atencin, todos siguieron a Milagros hacia el claro. Sin habla, tom mi cesta, la
puse en tierra ante m y saqu todas mis pertenencias. En el fondo, envueltas en mi mochila, estaban las
suaves calabazas de color ocre que contenan las cenizas de Anglica. A menudo me haba preguntado qu
deba hacer con ellas. Ritimi nunca haba tocado la mochila, cuando revisaba mis cosas.
Las calabazas pesaban en mis manos rgidas y fras. Haban sido tan ligeras cuando las llevaba atadas a mi
cintura en la selva!
Vacalas en la cuba dijo Milagros, que de nuevo hablaba en espaol.
Est llena de sopa observ estpidamente.
Sent que mi voz temblaba y mis manos eran tan inseguras que cre que no podra quitar el tapn de resma de
las calabazas.
Vacalas repiti Milagros, empujando ligeramente mi brazo.
Me acuclill torpemente y, poco a poco, vert los huesos quemados y pulverizados en la sopa. Me qued
mirando como hipnotizada el montoncito que formaban en la densa y amarilla superficie. El olor me dio
nuseas. Las cenizas no se hundieron. Las mujeres empezaron a llorar y gritar. Deba imitarlas?, me
pregunt. Estaba segura de que, por mucho que lo intentara, no acudira ni una lgrima a mis ojos.
Asustada por unos bruscos sonidos de cosa quebrada, me incorpor. Con el puo de su machete, Milagros
haba partido las dos calabazas en mitades perfectas. Luego mezcl el polvo en la sopa, tan bien que la pulpa
amarilla se puso de un color gris sucio.
Le vi acercarse el cuenco lleno de sopa a la boca y vaciarlo de un largo trago. Secndose la barbilla con el
dorso de la mano, lo llen de nuevo y me lo tendi.
Horrorizada, mir los rostros que me rodeaban; observaban atentamente todos mis movimientos y gestos, con
ojos que ya no parecan humanos. Las mujeres haban dejado de llorar. Poda or los acelerados latidos de mi
corazn. Tragu repetidamente intentando eliminar la sequedad de mi boca y alargu una mano temblorosa.
Luego cerr los ojos con fuerza y tragu el espeso lquido. Para mi sorpresa, la sopa dulce y a la vez
ligeramente salada pas con suavidad por mi garganta. Una leve sonrisa distendi la cara tensa de Milagros al
tomar el cuenco vaco. Me di la vuelta y me alej despacio mientras oleadas de nuseas apretaban mi est-
mago.

Oa el tono agudo de la conversacin y los retazos de risas que salan de la cabaa. Sisiwe, rodeado de sus
amigos, estaba sentado en el suelo, mostrndoles cada una de mis cosas, que yo haba dejado desperdigadas.
Mi nusea se disolvi en furia cuando vi mis cuadernos ardiendo en el hogar.
Asombrados, los nios se rieron de m al yerme quemarme los dedos para tratar de recuperar lo que quedaba
de los cuadernos. Lentamente, la expresin divertida de sus caras se cambi en desconcierto al darse cuenta
de que yo estaba llorando.
Sal corriendo del shabono por el sendero que conduca al ro, apretando las pginas quemadas contra mi
pecho.
Le pedir a Milagros que me lleve de vuelta a la misin balbuceaba, secndome las lgrimas.
La idea me pareci tan absurda que estall en carcajadas. Cmo podra enfrentarme al padre Coriolano con
una tonsura en la cabeza!
Agachada a la orilla del agua, me puse el dedo en la garganta y trat de vomitar, Fue intil. Exhausta, me
acost boca arriba sobre una roca plana que sobresala del agua y examin lo que quedaba de mis notas. Una
brisa fresca soplaba en mis cabellos. Me volv sobre el vientre. El calor de la piedra me llen de una suave
pereza que disolva mi enojo y mi cansancio.
Busqu mi cara en la claridad del agua, pero el viento borraba todos los reflejos de la superficie. El ro no me
devolva ninguna imagen. Atrapado en los oscuros estanques que bordeaban la orilla, el verde brillante de la
vegetacin era una masa nublada.
Deja que el ro se lleve tus notas dijo Milagros, sentndose a mi lado sobre la roca.
Su sbita presencia no me sobresalt. Lo haba estado esperando.
Con un rpido movimiento de cabeza asent en silencio y dej colgar mi mano sobre la roca. Mis dedos se
abrieron. Q un leve chapoteo cuando el cuaderno chamuscado cay en el agua. Sent como si me hubieran
quitado un peso de encima, mientras las notas flotaban a la deriva ro abajo.
No fuiste a la misin dije. Por qu no me dijiste que tenias que traer a los parientes de Anglica?

Milagros no contest, sino que se qued mirando a travs del ro. Les dijiste a los nios que quemaran mis
notas? pregunt.
Se volvi hacia mi, pero mantuvo su silencio. La contraccin de su boca revelaba una vaga desilusin que yo
no pude comprender. Cuando finalmente habl, lo hizo con un tono suave que pareca forzado.
Los iticoteris, as como otros pueblos, se han trasladado a lo largo de los aos cada vez ms al interior de la
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selva, lejos de la misin y de los grandes ros por donde pasa el hombre blanco. Se volvi a mirar una
lagartija que se arrastraba inquieta sobre la piedra. Por un instante nos mir con sus ojos sin prpados, y luego
se escurri y desapareci. Otros pueblos han elegido hacer lo contrario continu Milagros. Buscan las
mercancas que ofrecen los racionales. No han comprendido que slo la selva puede darles seguridad.
Demasiado tarde descubrirn que, para el hombre blanco, el indio no es mejor que un perro.
El saba, dijo, porque haba vivido toda su vida entre los dos mundos, que los indios no tenan ninguna
oportunidad en el mundo del hombre blanco, aunque algunos individuos de cualquiera de las dos razas hicieran
o creyeran lo contrario.
Habl de los antroplogos y su trabajo, de la importancia de registrar usos y creencias que, como l haba
mencionado en una ocasin anterior, estaban condenados al olvido.
Un amago de sonrisa burlona torci sus labios.
S cmo son los antroplogos; una vez trabaj para uno de ellos como informante dijo, y empez a rer.
Aquella era una risa aguda, pero no haba ninguna emocin en su rostro. Sus ojos no rean, sino que brillaban
de animosidad.
Me qued sorprendida porque su clera pareca dirigida hacia m. T sabas que yo era antroploga dije,
vacilante. T mismo me ayudaste a llenar parte de mi cuaderno con informacin sobre los itcoteris. T fuiste
quien me llev de cabaa en cabaa, quien alent a los dems para que me hablaran, para que me ensearan
vuestra lengua y vuestras costumbres.
Impasible, Milagros sigui sentado, su rostro pintarrajeado inmvil como una mscara inexpresiva. Sent
deseos de sacudirlo. Era como si no hubiera escuchado mis palabras. Milagros mir los rboles, ya negros en
el cielo descolorido, y yo le mir a la cara. Su cabeza se recortaba contra el cielo. Las llameantes plumas de
perico y las crines violetas de la piel de mono que le adornaban parecan manchones en el cielo.
Milagros agit tristemente la cabeza.
Sabes que no viniste aqu a hacer tu trabajo. Podras haberlo hecho mucho mejor en uno de los poblados
cercanos a la misin. En sus ojos se formaron lgrimas; pendan de sus densas pestaas, brillando,
temblando. El conocimiento de nuestras costumbres y nuestras creencias se te dio para que te movieras con
el ritmo de nuestras vidas; para que te sintieras segura y protegida. Fue un regalo, no algo para ser utilizado o
entregado a otros.
No poda apartar la mirada de sus ojos brillantes y hmedos; no haba resentimiento en ellos. Vi mi cara
reflejada en sus pupilas negras. El regalo de Anglica y Milagros. Finalmente comprend. Me haban guiado por
la selva, no para ver a su gente con los ojos de un antroplogo pesando, juzgando, analizando todo lo que
vea y oa, sino para verla como Anglica la habra visto por ltima vez. Ella tambin sabia que su tiempo y el
tiempo de su pueblo tocaban a su fin.
Volv la mirada al ro. No me haba dado cuenta de que mi reloj haba cado, pero all estaba, entre las piedras
del fondo, una imagen inestable de diminutos puntos luminosos que se reunan y se apartaban en el agua. Uno
de los eslabones de metal del extensible deba de haberse roto, pens; pero no hice ningn esfuerzo para
recuperar el reloj, mi ltimo vinculo con el mundo que estaba ms all de la selva.
La voz de Milagros irrumpi en mi divagacin:
Hace mucho tiempo, en un poblado cerca del gran ro, trabaj para un antroplogo. No vivi con nosotros en
el shabono, sino que se construy una cabaa fuera de la empalizada. Tena muros y una puerta que se
cerraba desde el interior y desde el exterior. Milagros se detuvo un momento, enjugndose las lgrimas que
se secaban en torno a sus ojos arrugados, y luego me pregunt: Quieres saber lo que le hice?
S dije vacilante.
Le di epena. Milagros hizo una breve pausa y sonri como si disfrutara de mi aprensin. Ese antroplogo
actu como todos los que inhalan el polvo sagrado. Dijo que haba tenido las mismas visiones que un chamn.
No hay nada de extrao en eso dije, un tanto picada por el tono superior de Milagros.
Silo hay objet y se ri. Porque lo que le sopl en la nariz eran cenizas. Las cenizas slo hacen sangrar
la nariz.
Eso es lo que vas a darme am? pregunt, y me sonroj ante la evidente autocompasin que se filtraba
en mi voz.
Te di una parte del alma de Anglica dijo suavemente, ayudndome a incorporarme.
Los limites del shabono parecan disolverse en la oscuridad. Poda ver bien en la luz difusa. La gente reunida
en torno a la cuba me record a las criaturas de la selva, cuyos brillantes ojos coloreaba la luz de las fogatas.
Me sent junto a Hayama y acept el trozo de carne que me ofreci. Ritimi frot su cabeza contra mi brazo. La
pequea Texoma se sent en mis piernas. Me senta contenta, protegida por los olores y sonidos familiares.
Atentamente, observ las caras de los que me rodeaban, preguntndome cuntos de ellos eran parientes de
Anglica. Ninguno se le pareca. Incluso los rasgos de Milagros, que una vez me haban parecido tan
semejantes a los de Anglica, parecan diferentes. Tal vez yo haba olvidado ya su rostro, pens con tristeza.
Luego, en un destello de luz surgido del fuego, vi su cara sonriente. Sacud la cabeza, tratando de borrar la vi -
sin, y me encontr mirando fijamente al viejo chamn Puriwariwe, en cuclillas y un poco apartado del grupo.
Era un hombre pequeo, delgado y seco, de piel amarillenta; los msculos de sus brazos y piernas se haban
encogido ya. Pero su cabello todava era oscuro y se rizaba ligeramente en torno a su cabeza. No llevaba
adornos; slo tena una cuerda de arco en torno a la cintura. Escasos cabellos colgaban de su mentn y los
vestigios de un bigote sombreaban los extremos de su labio superior. Bajo los prpados muy arrugados, sus
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ojos eran como pequeas luces, que reflejaban el brillo del fuego.
Bostezando, abri una boca cavernosa en la que amarilleaban dientes como estalagmitas. La conversacin y
las risas se apagaron cuando empez a cantar con una voz que daba la impresin de pertenecer a otro tiempo
y espacio. Posea dos voces: la que brotaba de su garganta era aguda e iracunda; la otra, que proceda de su
vientre, sonaba profunda y consoladora.
Mucho despus de que todos se hubieran retirado a sus hamacas y los fuegos se consumieran, Puriwariwe
permaneca acuclillado frente a una pequea hoguera en el medio del claro. Cantaba con voz aguda.
Me levant de la hamaca y me puse en cuclillas junto a l, tratando de que mis nalgas tocaran el suelo. Segn
los iticoteris, esa era la nica forma de estar en cuclillas durante horas, totalmente relajado. Puriwariwe me
mir, reconociendo mi presencia, y luego sigui contemplando el espacio como si yo hubiera perturbado su
lnea de pensamiento. No se movi, y tuve la extraa sensacin de que se haba quedado dormido, Luego
movi las nalgas sobre el suelo sin relajar las piernas y, gradualmente, empez a cantar de nuevo con una voz
que no era ms que un leve murmullo. No pude entender ni una sola palabra.
Empez a llover y volv a mi hamaca. Las gotas resonaban suavemente en el techo de palma, creando un ritmo
extrao, como de trance. Cuando mir de nuevo hacia el centro del claro, el anciano haba desaparecido. Y
cuando el amanecer ilumin la selva, sent que me perda en un sueo sin tiempo.


VIII VIII

El rojo crepsculo tea el aire con destellos de fuego. El cielo se incendi pocos minutos antes de disolverse
rpidamente en la oscuridad. Era el tercer da de fiesta. Desde mi hamaca, con los nios de Etewa y Arasuwe,
contemplaba cmo los casi sesenta hombres, entre iticoteris e invitados, continuaban bailando, sin comer ni
descansar desde el medioda, en el centro del claro. Siguiendo el ritmo de sus propios gritos destemplados, y
de los golpes de sus arcos y flechas, se volvan a un lado, luego al otro, daban un paso atrs, otro adelante, en
un poderoso e inacabable latido de sonidos y movimientos, un despliegue ondulante de plumas y cuerpos, una
borrosa mezcla de dibujos negros y escarlata.
La luna llena se alz sobre las copas de los rboles, lanzando su radiante luz sobre el claro. Por un momento,
hubo una pausa en el ruido y el movimiento incesantes. Luego, los bailarines prorrumpieron en gritos salvajes y
estrangulados que llenaron el aire con un estruendo insoportable, mientras lanzaban a un lado sus arcos y
flechas.
Los danzantes corrieron a las cabaas, tomaron los leos ardientes de los hogares y, con frentica violencia,
los golpearon contra los postes que sostenan el shabono. Todo tipo de insectos reptantes escap buscando
seguridad en el techo de palmas, antes de caer en cascada al suelo.
Temiendo que las cabaas se derrumbaran o que las ascuas sueltas incendiaran el techo, corr fuera con los
nios. La tierra temblaba bajo los golpes de tantos pies que atropellaban todos los hogares de las cabaas.
Blandiendo los leos encendidos muy por encima de sus cabezas, corrieron hacia el centro del claro y
reemprendieron la danza con creciente frenes. Dieron vuelta a la plaza, balanceando las cabezas atrs y
adelante como marionetas con los hilos rotos. Las suaves plumas blancas que llevaban en el cabello caan
sobre los hombros lustrosos de sudor.
La luna se ocult tras una nube negra; slo las chispas de los troncos ardientes iluminaban el claro. Los
agudos gritos de los hombres subieron a un tono ms alto; blandiendo sus mazos sobre la cabeza, invitaban a
las mujeres a unirse al baile.
Gritando y riendo, las mujeres saltaban atrs y adelante, eludiendo gilmente los troncos enarbolados. El
frenes de los bailarines alcanz su mayor intensidad cuando las jvenes, llevando manojos de amarillos frutos
de palma en los brazos levantados, se unieron a la multitud, meciendo sus cuerpos en un sensual abandono.
No estoy segura de si fue Ritimi quien sujet mi mano y me arrastro al baile, porque en el instante siguiente
qued sola entre los rostros extticos que giraban en torno a m. Capturada entre sombras y cuerpos, trat de
llegar hasta la vieja Hayama, que estaba de pie bajo la proteccin de una cabaa, pero no saba en qu
direccin moverme. No reconoc al hombre que, blandiendo un tronco sobre su cabeza, me empuj de nuevo
entre los danzantes.
Grit. Aterrada, me di cuenta de que era como si mis gritos fueran mudos y se agotaran en incontables ecos
que reverberaban dentro de m. Sent un agudo dolor en un lado de la cabeza, inmediatamente detrs de la
oreja, y ca boca abajo al suelo. Abr los ojos tratando de ver entre las sombras que se espesaban a mi
alrededor, y me pregunt si aquellos frenticos pies que giraban y saltaban en el aire se daban cuenta de que
yo haba cado entre ellos. Luego sobrevino la oscuridad, punteada de alfilerazos de luz que entraban y salan
velozmente de mi cabeza como lucirnagas en la noche.
Me di cuenta vagamente de que alguien me arrastraba lejos de los danzantes hasta una hamaca. Me forc a
abrir los ojos, pero la figura que se mova sobre mi sigui borrosa. Sent un par de manos dulces y ligeramente
temblorosas que me tocaban la cara y la parte de atrs de la cabeza. Por un instante pens que era Anglica.
Pero tras escuchar la inconfundible voz que vena de las profundidades de su estomago, supe que era el viejo
chamn Puriwariwe, cantando. Trat de enfocar la mirada, pero su cara sigui distorsionada, como si la viera a
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travs de capas de agua. Quera preguntarle dnde estuvo, porque no le haba visto desde el primer da de la
fiesta, pero las palabras no eran ms que visiones en mi cabeza.
No s si estuve inconsciente o dorm, pero cuando me despert Puriwariwe ya no estaba. En su lugar vila cara
de Etewa, inclinada sobre la ma, tan cerca que podra haber tocado los rojos crculos que haba, en sus
mejillas, entre sus cejas y en los extremos de cada uno de los ojos. Alargu el brazo, pero no haba nadie all.
Cerr los ojos; los crculos bailaban dentro de mi cabeza como un velo rojo en un vacio oscuro. Los apret
ms, hasta que la imagen se rompi en mil fragmentos. Haban vuelto a encender el fuego; llenaba la cabaa
con una blanda tibieza que me envolva como una opaca crislida de humo. Sombras danzarinas se perfi laban
contra la oscuridad y se reflejaban sobre la ptina dorada de las calabazas que colgaban de las vigas.
Riendo alegremente, la vieja Hayama entr en la cabaa y se sent en el suelo a mi lado.
Pens que dormiras hasta maana. Levant ambas manos hasta mi cabeza y sus dedos me palparon
hasta que
encontr el chichn detrs de la oreja. Es grande.
Sus rasgos marchitos expresaban una pena distante; us ojos tenan una luz suave y amable.
Me sent en la hamaca de fibras. Slo entonces me di cuenta de que no estaba en la cabaa de Etewa.
Es la de lramamowe dijo Hayama antes de que tuviera tiempo de preguntar dnde estaba. Era la cabaa
ms cercana y Puriwariwe te trajo despus de que te empujaron contra uno de los garrotes de los hombres.
La luna se haba movido mucho en el cielo. Su plido brillo se derramaba sobre el claro. La danza haba
cesado, pero an quedaba prendida en el aire una vibracin inaudible.
Gritando, haciendo sonar sus arcos y flechas, un grupo de hombres se coloc en semicrculo ante la cabaa.

lramamowe y uno de los visitantes se situaron en el centro del ruedo de hombres gesticulantes. No era capaz
de precisar de qu poblado vena el visitante, pues no pude distinguir los diversos grupos que haban ido y
venido desde el principio de la fiesta.
lramamowe extendi las piernas en firme postura, y levant su brazo izquierdo sobre la cabeza, exponiendo
plenamente su pecho.
Ha, ha, ahaha, aita, alta grit, golpeando su pie en el suelo, un valeroso grito que retaba a su oponente a
que le golpeara.
El joven visitante midi la distancia extendiendo su brazo izquierdo hasta el cuerpo de lramamowe; dio algunas
carreras cortas y luego, con el puo cerrado, asest un poderoso golpe en el lado izquierdo del pecho de
lramamowe.
Mi cuerpo se encogi de miedo. Tena nuseas como s el dolor hubiera pasado por mi propio pecho.
Por qu pelean? le pregunt a Hayama.
No estn peleando dijo, riendo. Quieren or cmo resuenan sus hekuras, la esencia de vida que habita
en sus pechos. Quieren or cmo los hekuras vibran con cada golpe.
La multitud vitore con entusiasmo. El joven visitante dio un paso atrs con el pecho tumultuoso de
entusiasmo, y golpe una vez ms a lramamowe. El mentn orgullosamente erguido, los ojos firmes y el cuerpo
rgido y desafiante, lramamowe agradeci los vtores de los hombres. Slo despus del tercer golpe se alter
su postura. Por un instante, sus labios se abrieron con sonrisa apreciativa, y luego se fijaron de nuevo en una
mueca de indiferencia y desprecio. El golpeteo persistente de su pie, me asegur Hayama, no revelaba ms
que molestia; su adversario an no le haba golpeado bastante fuerte.
Con una satisfaccin mrbida y vengativa, dese que lramamowe sintiera el dolor de cada puetazo. Se lo
mereca, pens. Desde que le viera golpear a su esposa, haba alimentado resentimiento contra l. Sin
embargo, al contemplarle, no pude evitar admirar la gallarda forma en que se mantena de pie en medio de la
multitud. Haba algo infantilmente desafiante en la rigidez metlica de su espalda, la manera en que echaba
hacia delante el pecho lastimado. Su cara redonda y plana, con la estrecha frente y el labio superior levantado,
pareca muy vulnerable mientras miraba al joven que tena delante. Me pregunt si el ligero movi miento de sus
ojos castaos traicionaba su conmocin.
Con aplastante fuerza el cuarto golpe alcanz el pecho de Iramamowe. Reverber como las rocas que caen al
ro durante una tormenta.
Creo que he odo sus hekuras dije, segura de que lramamowe tendra una costilla rota.
iEs waiterl! gritaron al unsono los iticoteris y sus invi tados.
Con los rostros iluminados de alegra, saltaban sobre sus piernas dobladas, golpeando los arcos y flechas
contra sus cabezas.
S. Es un valiente repiti Hayama, con los ojos fijos en lramamowe que, satisfecho de que sus hekuras
hubieran resonado poderosamente, segua de pie en medio de los que lo vitoreaban, con el pecho herido
inflado de orgullo.
Arasuwe impuso silencio a los espectadores y se acerc a su hermano.
Ahora t recibirs el golpe de lramamowe le dijo al joven que haba descargado los cuatro puetazos.
El visitante se coloc en la misma postura desafiante ante
lramamowe. Le sala sangre de la boca cuando cay al suelo, tras recibir el tercer golpe.
lramamowe salt en el aire, y luego empez a bailar en torno al hombre cado. Le caa el sudor por la cara, por
los msculos extenuados del cuello y los hombros. Pero su voz son clara, vibrante de alegra, cuando grit:
Al al aiaiaiai, alal!
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Dos de las mujeres visitantes llevaron al hombre herido hasta la hamaca vaca que colgaba cerca de donde
nos encontrbamos Hayama y yo. Una de ellas lloraba; la otra se inclin sobre el hombre y empez a chupar
sangre y saliva de su boca hasta que le volvi el aliento, en aspiraciones lentas y medidas.
Iramamowe desafi a otro de los invitados para que lo golpeara. Tras de recibir el primer envite, se arrodill en
el suelo, desde donde desafi a su adversario a que pegara de nuevo. Escupi sangre tras el siguiente golpe.
El invitado se acuclill ante l. Echndose los brazos al cuello, se abrazaron.
Pegaste bien dijo lramamowe, y su voz apenas era un susurro. Mis hekuras estn llenos de vida,
potentes y felices. Nuestra sangre ha corrido. Eso es bueno. Nuestros hijos sern fuertes. Nuestros huertos y
los frutos de la selva madurarn y sern dulces.
El invitado expres pensamientos similares. Prometindole eterna amistad, ofreci a lramamowe un machete
que haba adquirido a un grupo de indios asentados cerca del gran ro.
Tengo que vigilar a se ms de cerca dijo Hayama, saliendo de la cabaa.
Su hijo menor era uno de los hombres que haban entrado en el circulo para la siguiente ronda de golpes
rituales.
No quera quedarme con el visitante herido en la cabaa de lramamowe. Las dos mujeres que le transportaron,
haban ido a pedir al chamn de su grupo que preparara alguna medicina para calmarle el dolor del pecho.
Al ponerme de pie, me dio vueltas la cabeza. Lentamente, camin por las cabaas vacas hasta llegar a la de
Etewa. Me tumb en mi hamaca de algodn, y un espeluznante silencio se cerr sobre m como si cayera en
un leve desmayo.
Me despertaron unos gritos colricos. Alguien dijo:
iEtewa, has dormido con mi mujer sin mi permiso!
La voz sonaba tan cerca que era como si hubiera hablado en mi odo. Sobresaltada, me sent. Un grupo de
hombres y sonrientes mujeres se haba reunido frente a la cabaa. Etewa estaba de pie, perfectamente quieto
en medio de la multitud; su rostro era una mscara ilegible, pero no neg el cargo. Repentinamente grit:
iT y tu familia habis comido como perros hambrientos durante los ltimos tres das!
Era una acusacin deplorable: se daba a los visitantes todo lo que pedan, porque durante una fiesta los
huertos y el territorio de caza de los anfitriones estaban a disposicin de los invitados. Un insulto como se
significaba que el hombre se haba aprovechado de su situacin privilegiada.
Ritimi, treme mi hekuras! grit Etewa, sin dejar de mirar al iracundo joven que tena delante.
Sollozando, Ritimi corri a la cabaa, recogi el garrote y, sin mirar a su esposo, se lo tendi; era un palo de
ms de un metro de largo.
No puedo ver lo que va a pasar dijo, dejndose caer en mi hamaca.
Puse mis brazos en torno a ella, tratando de consolarla. Si ella no hubiera estado tan perturbada, me habra
redo. En absoluto molesta por la infidelidad de Etewa, Ritimi tena miedo de que la noche terminara con una
pelea seria. Al ver cmo los dos hombres furiosos se gritaban y la reaccin excitada de la multitud, no pude
sino alarmarme yo tambin.
Pgame en la cabeza exigi el furibundo visitante. Pgame, si eres hombre. A ver si podemos rernos
juntos otra vez. A ver si se me pasa el enojo.
Los dos estamos enfadados! grit Etewa con insolente vigor, balanceando el nabrushi en la mano.
Debemos calmar nuestro enojo.
Luego, sin ms, lanz un batacazo sobre la tonsura de su contrincante.
La sangre que empez a manar de la herida se derram lentamente sobre la cara del hombre, hasta que
estuvo cubierta como una grotesca mscara roja. Sus piernas temblaban y casi se doblaron bajo su peso. Pero
no cay.
Golpame y seremos amigos de nuevo! grit Etewa, beligerante, silenciando a la acalorada multitud.
Se apoy en su garrote, agach la cabeza y esper. Cuando el hombre le golpe, Etewa se qued
momentneamente atontado; la sangre inund sus cejas y pestaas, forzndole a cerrar los ojos. Los gritos
explosivos de los hombres rompieron el silencio en un coro de ruidosa aprobacin que exiga se golpearan de
nuevo.
Con una mezcla de fascinacin y asco, yo contemplaba a los dos hombres enfrentados. Sus msculos estaban
tirantes, las venas de sus cuellos sobresalan, y les brillaban los ojos como rejuvenecidos por el rabioso correr
de la sangre. Mientras daban vueltas uno en torno al otro semejantes a gallos heridos, sus rostros fijos como
rojas mscaras de desprecio, no traicionaban dolor alguno.
Con el dorso de la mano, Etewa se limpi la sangre que no le permita ver y escupi. Levantando su garrote, lo
dej caer sobre la cabeza de su oponente quien, sin proferir sonido alguno, cay redondo al suelo.
Chasqueando las lenguas, los ojos un tanto desenfocados, los espectadores emitan gritos aterradores. Yo
estaba segura de que estallara una pelea; el shabono entero resonaba con sus penetrantes aullidos. Me
agarr del brazo de Ritimi y me sorprendi ver que su cara manchada de lgrimas tena una expresin
complacida, casi alegre. Explic que, por el tono de los gritos de los hombres, se sabia que ya no pensaban en
los insultos iniciales. Slo estaban interesados en conocer el poder de los hekuras de cada uno de los
oponentes. No haba perdedores o ganadores. Si un guerrero caa, slo significaba que sus hekuras no eran
suficientemente fuertes en ese momento.
Uno de los espectadores yaci una calabaza llena de agua sobre el visitante postrado, le tir de las orejas y le
limpi la sangre de la cara. Luego, ayudndole a levantarse, le tendi al hombre medio aturdido su garrote y le
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incit a golpear a Etewa una vez ms en la cabeza. El hombre apenas tena fuerzas para levantar la pesada
arma; en vez de golpear el crneo de Etewa, le alcanz en mitad del pecho.
Etewa cay de rodillas; la sangre manaba de su boca; sobre los labios, la barbilla y la garganta, desde su
pecho y sus muslos, la estela roja se hunda en la tierra.
Qu bien golpeas dijo Etewa con voz estrangulada. Nuestra sangre ha corrido. Ya no estamos
perturbados. Hemos calmado nuestra clera.
Ritimi se acerc a Etewa. Suspirando con fuerza, me recost en la hamaca y cerr los ojos. Haba visto
suficiente sangre para una noche. Tante la zona hinchada de mi cabeza, y pens que tal vez sufra una leve
conmocin.
Casi me ca de la hamaca cuando alguien cogi la cuerda de lianas que la ataba a uno de los postes de la
cabaa. Sobresaltada, descubr la cara de Etewa, cubierta de sangre. O no me vio o no le importaba dnde se
acostaba, porque se limit a dejarse caer sobre mi. El olor de la sangre, tibio y penetrante, se mezclaba al olor
acre de su piel. Llena de repugnancia y fascinacin, no poda apartar los ojos de la herida abierta en su crneo,
que todava sangraba, y de su pecho amoratado e hinchado.
Me preguntaba cmo hara para sacar mis piernas de debajo de su pesado cuerpo, cuando Ritimi entr en la
cabaa con un cuenco lleno de agua y lo puso a calentar en el fuego. Con expertos movimientos, levant un
poco a Etewa y me indic que me deslizara detrs de l en la hamaca para que pudiera apoyarlo contra mis
rodillas dobladas. Suavemente, le limpi la cara y el pecho con el agua tibia.
Etewa tena tal vez veinticinco aos; sin embargo, con el pelo colgando sobre la frente y los labios
entreabiertos, pareca tan desamparado como un nio dormido. Se me ocurri que poda morir de lesiones
internas.
Maana estar bien dijo Ritimi como si hubiera adivinado mis pensamientos. Empez a rerse suavemente;
su risa tena el tono de una secreta alegra pueril. Es bueno que corra la sangre. Sus hekuras son fuertes. Es
waiteri.
Etewa abri los ojos, contento de or las alabanzas de Ritimi. Me mir y balbuci algo ininteligible.
Si. Es waiteri coincid con Ritimi.
Tutemi lleg poco despus con una infusin oscura y caliente.
Qu es eso? pregunt.
Medicina dijo Tutemi sonriendo. Meti el dedo en el brebaje y lo puso en mis labios. Puriwariwe la hizo
con races y plantas mgicas.
Los ojos de Ritimi brillaban de alegra mientras forzaba a Etewa a beber el amargo cocimiento. La sangre haba
corrido; estaba convencida de que dara a luz a un hijo fuerte y sano.
Ritimi me examin las piernas, llenas de cortes y araazos que me haba hecho cuando Puriwariwe me arrastr
fuera del claro, y las lav con el agua caliente que quedaba. Me acost en la incmoda hamaca de fibras de
Etewa.
La luna, circundada de un halo amarillo, se haba movi do hasta casi tocar el horizonte de rboles. Unos pocos
hombres bailaban y cantaban todava en el claro; luego, una nube ocult la luna y oscureci cuanto nos
rodeaba. Slo el rumor de las voces, ya no agudas sino reducidas a un suave murmullo, indicaba que los
hombres an estaban all. La luna surgi de nuevo con su luz plida que iluminaba las copas de los rboles, y
las figuras de piel tostada se materializaron en la oscuridad; sombras de cuerpos alargados que daban
sustancia al suave golpeteo de arcos y flechas.
Algunos de los hombres siguieron cantando hasta que un destello de luz apareci sobre los rboles, hacia
Oriente. Oscuras nubes moradas, del color del pecho herido de Etewa, cubran el cielo. El roco brillaba sobre
las hojas, en los bordes de la fronda de palmas que colgaban del techo. Las voces empezaron a disolverse, a
la deriva, en la brisa fra del amanecer.


34
TERCERA PARTE TERCERA PARTE

IX IX

Plantar y sembrar eran tareas primordialmente masculinas, pero la mayora de las mujeres acompaaban a sus
maridos, padres y hermanos cuando iban a trabajar por la maana en los huertos. Adems de hacerles
compaa, las mujeres ayudaban a limpiar el terreno o aprovechaban para recoger lea si haban cado nuevos
rboles.
Durante varias semanas, fui con Etewa, Ritimi y Tutemi a sus parcelas. Las largas y arduas horas que
pasamos limpiando el terreno parecan desperdiciadas, porque nunca poda apreciarse progreso alguno. El sol
y la lluvia favorecan implacablemente el crecimiento de todas las especies, sin adoptar las preferencias
humanas.
Cada familia tena su propio trozo de tierra separada por troncos de rboles cados. El huerto de Etewa estaba
al lado del de Arasuwe, que tena la parcela ms grande de los iticoteris, ya que con el producto de la parcela
del jefe se alimentaban los invitados a las fiestas.
Al principio no poda distinguir ms que los pltanos, varias clases de sus frutos y las diversas palmeras des-
perdigadas por los huertos. Las palmeras tambin se cultivaban para recoger sus frutos, y cada rbol
perteneca al individuo que lo haba plantado. Me sorprendi descubrir, entre la masa de malas hierbas, un
muestrario de races comestibles, como mandioca y batatas, y gran variedad de guas de calabaza, algodn,
tabaco y plantas mgicas. Tambin crecan en los huertos y en torno al shabono los rboles de flores rosas y
vainas rojas con que se haca la pasta de onoto.
Los montones de vainas rojas llenas de espinas se cortaban y abran, y las semillas, de un rojo escarlata, junto
con la pulposa carne que las rodeaba, se colocaban en una gran calabaza llena de agua. El onoto se pona a
hervir toda una tarde, mientras se iba removiendo y machacando. Tras enfriarse toda una noche, la masa
semislida se envolva en capas de hojas de pltano agujereadas y los paquetes resultantes se ataban a una
de las vigas del techo, para que se secaran. Unos das ms tarde, la roja pasta se distribua en cuencos
pequeos, lista para usarse.
Ritimi, Tutemi y Etewa tenan en la parcela de Etewa plantaciones individuales de tabaco y plantas mgicas.
Como todos los plantos de tabaco, estaban rodeadas con una tapia de palos y huesos afilados, para ahuyentar
a los intrusos. El tabaco no se poda tomar sin permiso, y cuando alguien contravena lo establecido, se
desencadenaban peleas. Ritimi me haba asignado varias de sus plantas mgicas. Algunas se empleaban
como afrodisacos y agentes protectores; otras se utilizaban con propsitos malficos. Etewa nunca hablaba de
sus plantas mgicas, y Ritimi y Tutemi fingan no saber nada de ellas.
Una vez vi cmo Etewa extraa una raz bulbosa. Al da siguiente, antes de marcharse a cazar, se frot los pies
y las piernas con la raz macerada. Tuvimos carne de armadillo para nuestra cena de aquella noche.
Qu planta tan poderosa! coment.
Perplejo, me mir durante un buen rato; luego, sonriendo, dijo:
Las races de adorna me protegen de las mordeduras de serpiente.
En otra ocasin, yo estaba sentada en el huerto, con el pequeo Sisiwe, escuchando sus detalladas
explicaciones sobre las variedades de hormigas comestibles, cuando vi a su padre sacar otra de sus races.
Etewa la machac, mezcl la pulpa con onoto y luego se frot esa sustancia por todo el cuerpo.
Un pecan se cruzar en el camino de mi padre susurr Sisiwe. Lo s por el tipo de raz que ha usado.
Para
cada animal hay una planta mgica.
Hasta para los monos? pregunt.
Los monos se asustan si uno grita fuerte dijo Sisiwe con seguridad. Paralizados, los monos ya no
pueden escaparse, y los hombres pueden dispararles.
Una maana, casi oculta tras las tupidas hojas, las calabazas y las hierbas, descubr a Ritimi. Slo poda ver su
cabeza que sobresala tras la empalizada, las hojas puntiagudas y los montones de campnulas blancas de las
plantas de mandioca. Pareca hablar consigo misma. Yo no poda escuchar lo que deca, pero sus labios se
movan sin cesar, como si recitara un encantamiento. Me pregunt si estara embrujando sus plantas de tabaco
para que crecieran con ms rapidez o si en realidad tena intencin de robar tabaco de la parcela de Etewa,
vecina a la suya.
Subrepticiamente, Ritimi se aproxim al centro de su plantacin. Sus movimientos eran precipitados mientras
cortaba ramas y hojas. Mirando a su alrededor, las meti en su cesta y las cubri con hojas de pltano.
Sonriendo, se levant, dud un instante y ech a andar hacia m.
Levant la cara con fingida sorpresa al sentir su sombra sobre mi.
Ritimi dej su cesta en el suelo y se sent a mi lado. Yo reventaba de curiosidad, pero saba que sera intil
preguntarle qu haba estado haciendo.
No toques el paquete que hay en mi cesta dijo, un momento despus, incapaz de retener la risa. S que
me estabas viendo.
Me sent sonrojar y sonre.
35
Cogiste algo de tabaco de Etewa?
No rechaz con fingido horror. Conoce tan bien sus hojas que se dara cuenta si le faltara una.
Cre que estabas en su parcela dije, sin insistir.
Levantando las hojas de pltano de la cesta, Ritimi explic:
Estaba en la ma. Mira, tom unas ramas de oko-shiki, una planta mgica susurr. Har un poderoso
cocimiento.
Vas a curar a alguien?
Curar! No sabes que slo el shapori cura? Inclinando la cabeza ligeramente hacia un lado, dud un
momento antes de continuar. Voy a hechizar a la mujer que hizo el amor con Etewa en la fiesta confes
con una amplia sonrisa.
Tal vez deberas preparar una pocin para Etewa tambin observ, examinando su rostro. Su cambio de
expresin me tom por sorpresa. Su boca se cerr en una lnea recta, y sus ojos se estrecharon, mirndome.
Despus de todo, es tan culpable como la mujer balbuc en tono de disculpa, inquieta por la dureza con que
me contemplaba.
No viste con qu desvergenza lo tent esa mujer?
pregunt Ritimi con aire de reproche. No viste con qu vulgaridad se comportaron todas las mujeres
visitantes?
Ritimi suspir, casi cmicamente, y aadi con un desencanto no disimulado: A veces eres muy estpida.
No sabia qu decirle. Estaba convencida de que Etewa era tan culpable como la mujer. A falta de algo mejor,
sonre. La primera vez que descubr a Etewa en una situacin comprometedora fue por casualidad. Como
todos, a diario yo abandonaba la cabaa al amanecer para hacer mis necesidades. Siempre me adentraba un
poco en la selva, ms all del rea reservada para la evacuacin humana. Una maana, me sobresalt un
suave quejido. Creyendo que se trataba de un animal herido, me arrastr, tan silenciosamente como pude,
hacia el lugar de donde proceda el sonido. Sorprendida, slo pude quedarme inmvil al ver a Etewa sobre la
ms joven de las esposas de lramamowe. Me mir, sonriendo blandamente, pero no dej de moverse sobre la
mujer.
Ms tarde, el mismo da, Etewa me ofreci parte de la miel que haba encontrado en la selva. La miel era una
rara exquisitez y casi nunca se comparta tan voluntariamente como el resto de la comida. De hecho, la
mayora de las veces, se consuma en el mismo lugar donde se encontraba. Le di las gracias a Etewa por su
regalo, y supuse que me haba sobornado.
Yo estaba continuamente hambrienta de azcares. Ya no me molestaba tener que comer la miel mezclada con
trozos de cera, abejas, gusanos, crislidas y polen, como lo hacan los iticoteris. Siempre que Etewa traa miel
al poblado, me sentaba a su lado y miraba ansiosamente la fluida pasta llena de abejas en diversos estadios de
su proceso de metamorfosis, hasta que me ofreca un poco. Nunca se me ocurri que l crea que yo haba
aprendido, finalmente, que mirar algo que uno desea o pedirlo sin ms se consideraba el comportamiento
correcto. Una vez, con la esperanza de recordarle que sabia de sus escapadas, le pregunt si no tena miedo
de que le volviera a pegar en la cabeza algn marido furioso.
Etewa me mir con absoluto asombro.
Dices estas cosas porque no sabes lo que se debe hacer; si no, no las diras.
Su tono era distante; con mirada altiva, se volvi hacia un grupo de nios que afilaban astillas de bamb para
usarlas como puntas de flecha.
Hubo otras ocasiones, no siempre accidentales, en que encontr a Etewa en parecidas circunstancias. Pronto
se hizo obvio que el amanecer no slo era el momento de atender las funciones corporales ms bajas, sino que
proporcionaba la oportunidad ms segura para las actividades extramaritales. Yo tena mucha curiosidad de
saber quin engaaba a quin. Los dos interesados se ponan de acuerdo la noche anterior y desaparecan al
amanecer en la maleza. Unas cuantas horas ms tarde, muy tranquilamente, volvan por caminos separados
con nueces, fruta, miel, a veces incluso lea. Algunos maridos reaccionaban ms violentamente que otros al
descubrir las actividades de su mujer. Los haba que, adems de darle una paliza a la esposa, exigan un duelo
a garrote con el culpable masculino, duelo que a veces terminaba en una pelea colectiva en la que otros
participaban.
La voz de Ritimi irrumpi en mis pensamientos.
De qu te res?
Me ro porque tienes razn dije. A veces soy muy estpida.
De pronto me di cuenta de que Ritimi conoca las actividades de Etewa; probablemente todos en el shabono
saban lo que estaba ocurriendo. Sin duda no fue ms que una coincidencia que Etewa me ofreciera miel
aquella primera vez. Pero yo haba interpretado el asunto con suspicacia, y cre haberme convertido en su
cmplice.
Ritimi me ech los brazos al cuello y me llen de besos las mejillas, asegurndome que yo no era estpida;
slo muy ignorante. Me explic que si ella sabia con quin estaba enredado Etewa, sus aventuras amorosas no
la preocupaban demasiado. No le gustaban, pero crea mantener cierto control si se trataba de un miembro del
shabono. Lo que la inquietaba era la posibilidad de que Etewa tomara una tercera mujer venida de otro
poblado.
Cmo vas a embrujar a esa mujer? le pregunt. Vas a preparar t misma la infusin?
Levantndose, Ritimi sonri con evidente satisfaccin.
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Si te lo digo ahora, la magia no. tendr efecto. Se detuvo, con una expresin vacilante en los ojos. Te lo
explicar cuando haya embrujado a esa mujer. Tal vez algn da t tambin necesitars saber cmo embrujar a
alguien.
Vas a matarla?
No. No soy tan valiente. La mujer tendr dolores en la espalda, hasta abortar. Ritimi se puso la cesta sobre
los hombros, y luego se dirigi a uno de los pocos rboles cercanos a su plantacin de tabaco. Ven, necesito
descansar antes de baarme en el ro.
Me qued un momento de pie, para aflojar mis msculos doloridos, y luego la segu. Ritimi se sent en el suelo,
con la espalda apoyada contra el enorme tronco del rbol. Sus hojas eran como manos abiertas entre nosotras
y el sol, y proporcionaban una sombra muy fresca. La tierra, cubierta de hojas, era blanda. Apoy la cabeza en
el muslo de Ritimi y observ el cielo, tan azul, tan plido, que pareca transparente. La brisa susurraba entre las
caas que tenamos detrs, suavemente, como si no se decidiera a imponerse en aquella calma de la maana.
El chichn ha desaparecido dijo Ritimi, pasndome los dedos por el pelo. Y no tienes cicatrices en las
piernas aadi con cierto tono de burla.
Asent soolienta. Ritimi se rea de mi miedo a enfermar por lo que ella consideraba lesiones insignificantes. El
hecho de que Puriwariwe me hubiera arrastrado hasta un sitio seguro era garanta suficiente de que me
pondra bien, me asegur ella. Sin embargo, yo tena miedo de que los cortes de las piernas se me infectaran,
e insist en que me los lavara con agua hervida todos los das. La vieja Hayama, como precaucin adicional,
frot las heridas con polvos de hormiguero quemado que, segn deca, eran un desinfectante natural. Los
malolientes polvos no tuvieron ningn efecto negativo, y los cortes se curaron rpidamente.
A travs de los prpados entrecerrados, yo contemplaba el aireado espacio de los huertos que tenamos
delante. Me sobresaltaron unos gritos procedentes del extremo ms lejano del huerto y abr los ojos.
lramamowe pareca haber surgido de la nada bajo las hojas de los pltanos y en camino hacia el cielo.
Fascinada, segu sus movimientos mientras avanzaba trepando por el espinoso tronco de la palmera llamada
rasha. Para no clavarse las espinas, se ayudaba con dos pares de palos cruzados y atados entre si, que
colocaba alternativamente sobre el tronco. Con gran soltura y movi mientos que se sucedan sin pausas
perceptibles, trepaba sobre un par de palos cruzados y, de pie sobre l, levantaba el otro para colocarlo ms
arriba, hasta alcanzar los amarillos racimos de rashas, que estaban a unos veinte metros del suelo. Por un
momento desapareci bajo las hojas de la palmera, que formaban un arco plateado contra el cielo. lramamowe
cort las grandes drupas, at los pesados racimos sobre una larga liana y los desliz al suelo. Descendi
lentamente y desapareci en la verde densidad de los pltanos.
Me gustan las drupas hervidas; saben a... dije, cuando me di cuenta de que no conoca la palabra para
decir patata. Me incorpor. Con la cabeza reclinada y la boca entreabierta, Ritimi se haba quedado
profundamente dormida. Vamos a baarnos le suger, acaricindole la nariz con una brizna de hierba.
Ritimi abri los ojos; tena la mirada desorientada de quien acaba de despertar de un sueo. Perezosamente,
se levant, bostez y se estir como un gato.
S, vamos acept, atndose la cesta a la espalda. El agua se llevar mi sueo.
Era un mal sueo?
Me mir con gravedad, y luego se apart el cabello de la frente.
Estabas sola en una montaa dijo con aire vago, como si tratara de recordar el sueo. No tenias miedo,
pero estabas llorando. Ritimi me mir fijamente, y aadi: Entonces me despertaste.
Cuando tombamos el sendero que conduca al ro, Etewa acudi corriendo detrs de nosotras.
Coge unas hojas de pishaansi le dijo a Ritimi. Y volvindose hacia m: T ven conmigo.
Le segu por el rea recin despejada en la selva, donde haban plantado nuevos pltanos, entre los montones
de rboles cados y las hojas recortadas que cubran el suelo. Estaban situados cada tres metros
aproximadamente, para que los futuros rboles adultos juntaran las hojas pero no llegaran a darse sombra.
Apenas unos das atrs, Etewa, lramamowe y otros parientes cercanos del jefe Arasuwe le haban ayudado a
separar los pltanos jvenes de los grandes bulbos de la base de los rboles. En un artefacto hecho de lianas y
gruesas hojas transportaron los pesados retoos al nuevo huerto.
Encontraste miel? Le pregunt esperanzada.
Nada de miel dijo Etewa, pero si una cosa igual de deliciosa.
Me seal el sitio donde se encontraban Arasuwe y dos de sus hijos mayores. Pateaban por turnos un viejo
pltano. Cientos de larvas gordas y blanquecinas caan de las mltiples capas que conformaban el tronco.
En cuanto Ritimi volvi de la selva con las hojas de pishaansi, los chicos recogieron los serpenteantes gusanos
y los colocaron sobre las anchas y fuertes hojas. Arasuwe encendi una pequea fogata. Uno de sus hijos
sostena, con los pies firmemente plantados en tierra, un trozo de madera de forma elptica, mientras Arasuwe
haca girar una punta de madera con asombrosa velocidad. El serrn encendido hizo arder el nido de termes, al
que se aadieron hojas y ramitas secas.
Ritimi cocin las larvas slo un momento, hasta que las hojas de pishaansi se pusieron negras y quebradizas.
Etewa abri uno de los envoltorios, se moj un dedo con saliva, lo pas por el montn de gusanos asados y me
lo ofreci.
Es muy rico insisti al yerme apartar la cara.
Encogindose de hombros, se chup el dedo hasta dejarlo limpio.
Con la boca llena, Ritimi me incitaba a probar el nuevo manjar.
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Cmo puedes decir que no te gusta, si ni siquiera lo has probado?
Con la punta de los dedos, me puse en la boca uno de los gusanos, grisceo y todava blando. No es muy
diferente de un caracol o de una ostra horneada, me deca. Pero cuando trat de tragar, el gusano se me
qued pegado a la lengua. Lo saqu de nuevo, esper a tener saliva suficiente, y me tragu el gusano como si
fuera una pldora.
Por la maana slo puedo comer pltanos le dije a Etewa, que coloc un buen montn delante de mi.
Has trabajado en el huerto dijo. Tienes que comer. Cuando no hay carne, es bueno comer esto.
Me record que me haban gustado las hormigas y los ciempis que me ofreciera en diversas ocasiones.
Al ver su rostro expectante, no pude decirle que no me gustaban en absoluto, aunque los ciempis saban
como trocitos de verdura fritos. A regaadientes, me obligu a tragar unos cuantos gusanos asados ms.
Ritimi y yo seguamos a los hombres camino al ro. Los nios jugueteaban en el agua y cantaban en torno a un
gordo tapir que se haba cado al agua y se haba ahogado. Los 4 adultos se frotaban con hojas, y sus cuerpos
brillaban al sol, dorados y suaves. Gotitas brillantes colgaban de sus lisos cabellos y reflejaban la luz como
diamantes.
La vieja Hayama me indic que me sentara a su lado en una gran roca, a la orilla del agua. Tal vez me haba
convertido en la pupila especial de la abuela de Ritimi, y consideraba una especie de reto personal la tarea de
engordarme.

Como hacan con los nios del shabono, a los que alimentaban bien para que crecieran fuertes y sanos, la
vieja Hayama se aseguraba de que yo tuviera mucho que comer a todas
horas del da. Procuraba satisfacer mi insaciable apetito por los azcares. Siempre que alguien encontraba la
miel dulce, espesa y clara que producan las abejas inofensivas el nico tipo de miel que se daba a los
nios la anciana consegua que yo por lo menos la probara. Si alguien traa miel de las abejas negras, que si
picaban, Hayama tambin consegua un poco para mi. Slo los adultos coman ese segundo tipo, porque los
iticoteris crean que a los nios les produca nuseas e incluso la muerte. Los iticoteris estaban seguros de
que nada malo me ocurrira si yo tomaba de las dos clases, porque no podan decidir si yo era nia o adulta.
Come me dijo Hayama, ofrecindome algunos frutos de sopaa.
Eran de color amarillo verdoso, y tenan el tamao de un limn. Los abr con una piedra (ya me haba roto un
diente tratando de cascar nueces y frutos a la manera de los iticoteris), chup la pulpa blanca y dulce, y escup
las diminutas semillas de color marrn. El pegajoso zumo me cubri los dedos y la boca.
La pequea Texoma trep sobre mi espalda, y me puso en la cabeza un monito capuchino que llevaba consigo
de da y de noche. El animalito enrosc la cola en torno a mi cuello tan ajustadamente que casi me ahoga. Una
mano peluda se sujetaba a mi cabello mientras la otra se agitaba ante mi cara, intentando arrancarme la fruta.
Temerosa de tragarme pelos y piojos del mono, trat de liberarme. Pero Texoma y su animalito aullaron de
contento, creyendo que yo estaba jugando. Met los pies en el agua y trat de sacarme la camiseta por la
cabeza. Cogidos por sorpresa, la nia y el mono saltaron hacia atrs.
Los nios me arrastraron a la arena y rodaron junto a mi. Entre risas, empezaron a caminar, uno por uno, sobre
mi espalda, y me entregu al placer de sus piececitos frescos sobre mis msculos doloridos. Haba intentado
en vano convencer a las mujeres de que me masajearan la espalda, los hombros y el cuello cuando haba
trabajado durante horas en el huerto. Siempre que intentaba mostrarles el bien que produca, me hacan
comprender que, aunque les gustaba que las tocaran, el masaje era algo que slo el shapori ejecutaba cuando
una persona estaba enferma o hechizada. Afortunadamente, no tenan inconveniente en que sus nios
caminaran sobre mi espalda. Para los iticoteris, era inconcebible que alguien derivara placer de acto tan
brbaro.
Tutemi se sent junto a mi en la arena y empez a desatar el envoltorio de pishaansi que Ritimi le haba dado.
Su vientre preado y sus pechos hinchados parecan apenas retenidos por la piel tensa. Nunca se quejaba de
dolores o nuseas, ni manifestaba antojos. De hecho, haba tantos tabes alimentarlos para las mujeres
embarazadas que yo me preguntaba cmo podan dar a luz nios sanos. No podan comer piezas grandes de
caza. Su nica fuente de protenas eran los insectos, las nueces, las larvas, el pescado y ciertos tipos de
pjaros pequeos.
Cundo tendrs el beb? le pregunt, acaricindole el costado del vientre.
Tutemi frunci las cejas con gesto concentrado e hizo clculos. Esta luna viene y se va; otra luna viene y se
va; luego viene otra, y antes de que se vaya tendr un nio sano.
Me pregunt si estaba en lo cierto. Segn sus clculos, seran tres meses ms. Para m, pareca que tuviera
que dar a luz cualquier da.
Hay peces ro arriba: de los que te gustan dijo Tutemi, sonrindome.
Me baar rpidamente, y luego ir contigo a pescarlos.
Llvame a nadar contigo suplic la pequea Texoma.
Tienes que dejar a tu mono aqu le advirti Tutemi.
Texoma colg el monito sobre la cabeza de Tutemi y vino corriendo detrs de m. Gritando de placer, se acost
sobre mi espalda en el agua, con las manos cogidas a mis hombros. Estir lentamente las piernas y los brazos,
alargndolos con cada brazada, hasta que llegamos a un estanque en la orilla opuesta.
Quieres bajar hasta el fondo? le pregunt.
S, s grit, frotando su naricita mojada contra mi mejilla. Tendr los ojos abiertos, no respirar, me
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coger fuerte sin ahogarte.
El agua no era muy honda. Las borrosas piedras del fondo, grisceas, rojas y blancas, descansaban sobre una
arena de color mbar y destellaban de luz a pesar de la sombra de los rboles sobre el estanque. Sent las
manos de Texoma que tiraban de mi cuello; rpidamente sal a la superficie.
Salid grit Tutemi en cuanto vio nuestras cabezas. Os estamos esperando y seal a las mujeres que
aguardaban a su lado.
Volver ahora al shabono anunci Ritmi. Si ves a Kamosiwe, dale esto y me tendi el ltimo paquete
de larvas.
Segu a las mujeres y a varios hombres por el amplio sendero. Pronto encontramos a Kamosiwe, de pie en
medio del camino. Apoyado en su arco, pareca totalmente dormido. Puse el paquete a sus pies. El anciano
abri su nico ojo sano; el sol le hizo parpadear, desfigurando de un modo grotesco su rostro lleno de
cicatrices. Recogi las larvas; lentamente, empez a comer, alternando el peso de su cuerpo de uno a otro pie.
Seguimos a Kamosiwe hasta lo alto de una pequea colina cubierta de matorrales; me maravillaba la
extraordinaria agilidad con que se mova. Nunca miraba dnde pona los pies, pero siempre evitaba las races y
espinas que haba en su camino.
Pequeo, encogido por la edad, era el hombre de aspecto ms viejo que yo haba visto nunca. Sus cabellos no
eran ni negros, ni grises ni blancos, sino que formaban una melena lanosa de color indefinido que al parecer no
haba conocido el peine desde hacia aos. Sin embargo, no eran largos, lo que hacia pensar que se los cortaba
peridicamente. Probablemente haban dejado de crecer, conclu, como la barba incipiente de su mentn, que
siempre tena la misma longitud. Las cicatrices de su cara arrugada se deban a un garrotazo, que le haba
dejado tuerto. Cuando hablaba, su voz no era ms que un murmullo cuyo sentido haba que adivinar.
Por las noches, sola quedarse de pie en el centro del claro, hablando horas y horas. Los nios se acuclillaban
a sus pies y alimentaban el fuego que se haba encendido para l. Su voz gastada posea una fuerza, una
ternura, que pareca no coincidir con su aspecto. Siempre haba en sus palabras, que se perdan en la noche,
una sensacin de urgente necesidad, un tono de advertencia o encantamiento.
Hay palabras de sabidura, de tradicin, que estn preservadas en la memoria de este anciano me haba
explicado Milagros.
Slo despus de la fiesta me dijo que Kamosiwe era el padre de Anglica.
Quieres decir que es tu abuelo? le pregunt con incredulidad.
Asintiendo, Milagros aadi:
Cuando yo nac, Kamosiwe era el jefe de los iticoteris.
Kamosiwe viva solo en una de las cabaas cercanas a la entrada del shabono. Ya no cazaba ni trabajaba en
los huertos; sin embargo, nunca le faltaba comida ni lea. Acompaaba a las mujeres a los campos o a la selva
cuando iban a recoger nueces, frutos y madera. Mientras las mujeres trabajaban, Kamosiwe vigilaba, apoyado
en su arco, con una hoja de pltano clavada en la punta de una flecha, para proteger su rostro del sol.
A veces agitaba su mano en el aire, tal vez para saludar a un pjaro, tal vez a una nube, que crea el alma de
un iticoteri. A veces se rea solo. Pero la mayor parte del tiempo se quedaba inmvil. Soando o escuchando el
rumor del viento que agitaba las hojas.
Aunque nunca haba hecho o dicho nada que significara un reconocimiento de mi presencia entre los iticoteris,
a menudo descubra su mirada fija en mi. A veces yo tena la clara sensacin de que buscaba intencionalmente
mi presencia, porque siempre acompaaba al grupo de mujeres que iban conmigo. Y al anochecer, cuando yo
buscaba la soledad del ro, all estaba l, acuclillado no lejos de mi.
Nos detuvimos en un punto donde el ro se ensanchaba. Las rocas oscuras, desperdigadas sobre la arena
amarilla, daban la impresin de que alguien las hubiera ordenado en un orden simtrico. El agua quieta y
sombreada pareca un oscuro espejo que reflejaba las races areas de los gigantescos matapalos.
Descendan desde una altura de casi treinta metros y ahogaban y apretaban a los rboles. Estas mortales
races haban germinado inicialmente en una de las ramas del rbol, como una diminuta semilla que un pjaro
dejara caer. No poda distinguir de qu rbol se trataba: tal vez una ceiba, porque las ramas que se doblaban
con trgica grandeza estaban llenas de espinas.
Provistas de ramas de los rboles de arapuri que crecan all cerca, algunas mujeres vadearon las aguas poco
profundas del ro. Sus gritos penetrantes y agudos rompieron la quietud, mientras golpeaban la superficie del
agua. Los peces, asustados, se refugiaron bajo las hojas podridas de la orilla opuesta, donde las dems
mujeres los cogan con las manos. Les quitaban la cabeza de un mordisco y los lanzaban, todava
contorsionndose, en las cestas planas que haban dejado en la arena.
Ven conmigo me dijo una de las mujeres del jefe. Me tom de la mano y me gui ro arriba. Probemos
nuestra suerte con las flechas de los hombres.
Los hombres y los jvenes que nos haban acompaado se encontraban rodeados por un grupo de mujeres
que les pedan a gritos sus armas. La pesca estaba considerada una actividad femenina; los hombres slo
acudan para rerse y burlarse. Era el nico momento en que permitan a las mujeres utilizar sus arcos y
flechas. Algunos hombres entregaron sus armas a las mujeres y luego salieron corriendo a guarecerse en la
orilla, por miedo a que los hirieran accidentalmente. Quedaron encantados de que ninguna de ellas lograra una
pieza.
Prueba me invit Arasuwe, alargndome su arco.
Yo haba tomado lecciones de tiro con arco en la escuela y me senta segura de mi habilidad. Sin embargo, en
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cuanto tom su arco supe que me era imposible disparar bien. Apenas poda tensarlo; mi brazo temblaba
incontrolablemente cuando solt la pequea flecha. Prob varias veces, pero nunca pude alcanzar un pez.
Qu forma tan atrevida de tirar observ el viejo Kamosiwe, entregndome un arco ms pequeo que perte-
neca a uno de los hijos de lramamowe.
El muchacho no se quej, pero me mir con hosco disgusto. A su edad ningn hombre entregara
voluntariamente su arco a una mujer.
Prueba de nuevo me anim Kamosiwe, cuyo nico ojo brillaba con extraa intensidad.
Sin la menor vacilacin, tens de nuevo el arco, apuntando la flecha al cuerpo plateado y reluciente que, por un
instante, pareci inmvil bajo la superficie. Sent la tensin del arco relajarse sbitamente, y la flecha sali
disparada sin esfuerzo. O claramente el agudo sonido de la flecha golpear el agua y, luego, vi un reguero de
sangre. Con vtores, las mujeres me entregaron el pez ensartado. No era mayor que una trucha mediana.
Devolv el arma al muchacho, que me miraba con sorprendida admiracin.
Busqu al viejo Kamosiwe, pero se haba marchado.
Te har un arco pequeo dijo Arasuwe, y flechas delgadas, del tipo que se usa para disparar a los
peces.
Hombres y mujeres me rodeaban.
Realmente acertaste al pez? me pregunt uno de los hombres. Intntalo de nuevo. No lo vi.
Si, lo hizo, lo hizo le asegur la esposa de Arasuwe, mostrndole el trofeo.
Ahahahaha! exclamaron los hombres.
Dnde aprendiste a tirar con el arco y las flechas? me pregunt Arasuwe.
Lo mejor que pude, intent explicar lo que es una escuela. Mirando los ojos desconcertados de Arasuwe,
dese haber dicho que mi padre me haba enseado. Explicar algo que requiriese ms de dos o tres frases
seguidas poda resultar una experiencia frustrante no slo para mi, sino tambin para mi auditorio. No siempre
era cuestin de saber las palabras adecuadas; la dificultad provena ms bien del hecho de que ciertas
palabras no existan en su lengua. Cuanto ms hablaba, ms preocupada se tornaba la expresin de Arasuwe.
Con el entrecejo fruncido de decepcin, insisti en que explicara cmo sabia yo usar el arco y las flechas.
Dese que Milagros no se hubiera ido de visita a otro poblado.
Conozco blancos que son buenos tiradores con el fusil dijo Arasuwe, pero nunca he visto a un blanco
usar un arco con habilidad.
Sent la necesidad de quitar importancia al hecho de que hubiera acertado al pez, alegando que se trataba de
pura suerte, como en verdad haba sido. Pero Arasuwe segua insistiendo en que yo saba utilizar las armas de
los indios. Hasta Kamosiwe se haba dado cuenta de la forma en que yo sostena el arco, segn dijo en voz
alta.
Creo que de alguna manera logr hacerles captar la idea de lo que es una escuela, porque insistieron en que
les dijera qu ms haba aprendido. Los hombres se rieron a carcajadas cuando oyeron que la forma en que
haba decorado mis cuadernos era una cosa que aprend en la escuela.
No te han enseado bien dijo Arasuwe con conviccin. Tus dibujos eran muy malos.
Se necesitan cientos de personas para eso expliqu. Los machetes se hacen en una fbrica. Cuanto
ms intentaba hacerles entender, ms se me enredaba la lengua.
Slo los hombres hacen machetes dije finalmente, contenta de haber encontrado una explicacin que los
satisficiera.
Qu ms aprendiste? pregunt Arasuwe.
Dese tener conmigo algn aparato, como una grabadora, una linterna o algo as, para impresionarles. Enton-
ces record la gimnasia que haba practicado durante varios aos.
Puedo saltar en el aire dije con pretensin. Despejaron un rea cuadrada en la playa de arena y puse
cuatro de las cestas llenas de pescado en las esquinas. Nadie puede entrar en este espacio.
De pie en medio de la arena, observ los rostros llenos de curiosidad que me rodeaban. Estallaron en
hilarantes carcajadas al yerme realizar una serie de ejercicios de calentamiento. Aunque la arena no tena la
consistencia de una pista de gimnasia, por lo menos me consolaba el hecho de que no me hara dao si perda
el paso. Me puse de cabeza, di varias volteretas sobre las manos, salt hacia atrs y hacia delante y camin
atrs y adelante sobre las manos. No aterric con la gracia de una gimnasta cumplida, pero me llenaron de
satisfaccin las expresiones admiradas que descubr a mi alrededor.
Qu cosas tan extraas te ensearon! coment Arasuwe. Hazlo de nuevo.
Slo se puede hacer una vez.
Me sent en la arena para recuperar el aliento. Aunque
hubiera querido, no habra podido repetir mi actuacin.
Hombres y mujeres se acercaron, con los ojos fijos en m.
Qu ms puedes hacer? me pregunt uno de ellos. Por un instante, no supe qu decir; pensaba que ya
haba
hecho bastante. Tras un momento de duda, dije:
Puedo sentarme sobre la cabeza.
La risa les hizo temblar el cuerpo hasta que las lgrimas rodaron por sus mejillas.
Sentarse en la cabeza! repetan, y cada vez volvan a estallar en carcajadas.
Puse los brazos planos sobre el suelo, coloqu la frente en las palmas unidas y, lentamente, levant el cuerpo.
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Cuando estuve segura de mi equilibrio, cruc las piernas que tena estiradas. Las risas se apagaron.
Arasuwe se tumb en el suelo, con la cara cerca de la ma. Sonrea, arrugando los extremos de sus ojos.
Muchacha blanca, no s qu pensar de ti, pero s que si voy contigo por la selva los monos se pararn a
mirarte. Encantados, se sentarn muy quietos a contemplarte, y yo los matar. Toc mi cara con sus manos
grandes y encallecidas. Sintate de nuevo sobre las nalgas. Tienes la cara roja, como si estuviera pintada
con onoto. Tengo miedo de que se te salgan los ojos de la cabeza.

De vuelta en el shabono, Tutemi puso frente a m, en el suelo, uno de los envoltorios de pescado, cocinado en
hojas de pishaansi. El pescado era mi comida favorita. Para sorpresa de todos, lo prefera al armadillo, el
pecan o el mono. Las hojas de pishaansi y la solucin salada procedente de las cenizas del rbol de kurori le
aadan un gusto que mejoraba mucho su sabor natural.
Tu padre quera que aprendieras a usar el arco y las flechas? me pregunt Arasuwe, sentndose a mi
lado. Antes de que tuviera tiempo de responder, continu: Quera un nio cuando naciste t?
No creo. Se puso muy contento cuando yo nac. Ya le haban nacido dos varones.
Arasuwe abri el envoltorio que tena delante. En silencio, desliz el pescado hasta el centro de las hojas,
como si estuviera ponderando un misterio para el que careca de palabras. Me indic que tomara parte de su
comida. Con dos dedos y el pulgar, levant una gran porcin de pescado hasta mi boca. Como era correcto,
chupaba el jugo que corra por mi brazo, y cuando encontraba una espina la escupa en el suelo, sin una pizca
de la blanca carne.
Por qu aprendiste a disparar flechas? me pregunt Arasuwe con tono imperativo.
Sin pensarlo dos veces, respond:
Tal vez algo dentro de mi saba que algn da iba a venir aqu.
Deberas haber sabido que las nias no usan el arco y las flechas. Me sonri brevemente y luego empez a
comer.


X X

El suave tamborileo de la lluvia y las voces de los hombres que cantaban fuera de la cabaa me despertaron
de mi siesta vespertina. Las sombras empezaban a alargarse y el viento jugaba con las hojas de palmera que
colgaban de los techos. Sonidos y presencias llenaron las cabaas sbitamente. Atizaron los fuegos. Todo
empez a oler en seguida a humo, a humedad, a comida y a perros mojados. Haba hombres conversando
afuera, sin hacer caso de las gotas que caan sobre sus espaldas, sobre sus rostros quietos como mscaras.
Sus ojos, hmedos por efecto del epena, estaban fijos en las nubes lejanas, abiertos a los espritus de la selva.
Camin bajo la lluvia hasta el ro. Las pesadas gotas sonaban sobre las hojas de ceiba y despertaban a las
ranas diminutas escondidas bajo la hierba alta que creca junto a la orilla. Me sent al borde del agua. Sin
conciencia del paso del tiempo, observ los crculos concntricos de la lluvia que se dispersaban sobre el ro y
las flores rosas que pasaban, a la deriva, como sueos olvidados de otro lugar. El cielo se oscureci; el diseo
de las nubes empez a borrarse mientras se fundan unas en otras. Los rboles se juntaron en una masa
nica. Las hojas perdieron sus formas distintivas y se mezclaron con el cielo de la noche.
G sollozos detrs de m; me volv, pero slo pude ver el leve brillo de la lluvia sobre las hojas. Un inexplicable
temor me invadi, y sub al sendero que conduca al shabono. De noche nunca me senta segura de nada: el
ro y la selva eran como presencias que yo poda percibir, pero nunca comprender. Resbal en el sendero
lodoso, el pie enganchado en una raz saliente. De nuevo escuch un suave sollozo. Me recordaba los gemidos
dolorosos del perro de caza de Iramamowe, que en un ataque de furia l haba herido con una flecha
envenenada, porque durante una cacera el animal ladr inoportunamente. El perro herido regres al poblado y
se escondi tras una empalizada, y all estuvo, aullando durante horas, hasta que Arasuwe puso fin a sus
sufrimientos con otra flecha.
Llam suavemente. Los gemidos cesaron y luego escuch claramente un quejido agnico. Tal vez es verdad
que hay espritus en la selva, pens, incorporndome. Los iticoteris afirman que hay seres que se sitan en
una tenue frontera entre los animales y el hombre. Esas criaturas llaman a los indios por la noche y los
conducen a la muerte. Ahogu un grito, pues una figura pareca destacarse en la oscuridad: una forma oculta
que se mova entre los rboles apenas a un paso de donde yo estaba. Me sent de nuevo con intencin de
ocultarme. Escuch una dbil respiracin; era ms como una serie de suspiros acompaados de un sonido
raspante, como de ahogo. Pasaron por mi cabeza, a gran velocidad, las historias sobre viejas venganzas e
incursiones sangrientas que los hombres gustaban de relatar por las noches. Recordaba en particular la
historia del hermano de Anglica, el anciano chamn Puriwariwe, que supuestamente haba sido asesinado en
una de esas incursiones, pero no haba muerto.
Le dispararon en el estmago, donde se esconde la muerte haba dicho Arasuwe una noche. No se
acost en su hamaca, sino que sigui de pie en el centro del claro, apoyado en su arco y sus flechas. Se
tambaleaba, pero no cay.
Los asaltantes se quedaron como clavados en el suelo incapaces de disparar otra flecha, mientras el anciano
cantaba invocando a los espritus. Con la fl echa todava clavada en el sitio donde se encuentra la muerte,
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desapareci en la selva. No volvi en muchos das y noches. Vivi en la oscuridad de la espesura sin comida ni
bebida. Les cantaba a los hekuras de los animales y los rboles, criaturas que son inofensivas a la clara luz del
da, pero que en las sombras de la noche causan terror a quien no puede mandar sobre ellas. Desde su
escondite, el viejo shapori hizo dormir a sus enemigos con su canto, y los mat uno por uno, con flechas
mgicas.
De nuevo escuch un gemido, luego un suspiro de ahogo. Me deslic, tanteando cuidadosamente el camino
para evitar las espinas. Estuve a punto de gritar de terror al tocar una mano; los dedos estaban enroscados en
torno a un arco roto. No reconoc el cuerpo tendido hasta que palp la cara llena de cicatrices de Kamosiwe.
Anciano llam, temerosa de que estuviera muerto.
Se volvi sobre un costado y contrajo las piernas con la facilidad de un nio que busca calor y consuelo. Trat
de enfocarme en la fijeza de su nico ojo que me miraba con desamparo. Pareca que volviera de una gran
distancia, de otro mundo. Apoyndose en el tronco roto, trat de ponerse en pie. Se agarr de mi brazo, pero
cay de nuevo al suelo con un sonido espeluznante. No pude levantarle. Le sacud, pero permaneci inmvil.
Busqu los latidos de su corazn para ver si estaba muerto. Kamosiwe abri su nico ojo; en su mirada pareca
haber una splica silenciosa. La pupila dilatada no reflejaba ninguna luz; como un tnel hondo y oscuro,
pareca chupar la fuerza de mi cuerpo. Temerosa de cometer un error, le habl en espaol, suavemente, como
si fuera un nio. Deseaba que cerrara ese ojo aterrorizante y se durmiera.
Lo levant por debajo de los brazos y lo arrastr hacia el shabono. Aunque no era ms que piel y huesos, su
cuerpo pareca pesar una tonelada. Tras unos pocos minutos, tuve que sentarme y descansar; me preguntaba
si an estaba vivo. Sus labios temblaron; escupi una bola de tabaco. La oscura saliva gote sobre mi pierna.
Su ojo se llen de lgrimas. Volv a poner el tabaco en su boca, pero lo rechaz. Tom sus manos, y las frot
contra mi cuerpo para darles algo de calor. Empez a decir algo, pero slo percib un murmullo ininteligible.
Uno de los jvenes que dorman cerca de la entrada, junto a la cabaa del anciano, me ayud a levantarlo
hasta su hamaca.
Pon lea en el fuego le dije a uno de los chicos que nos miraban con la boca abierta. Y llama a Arasuwe,
Etewa o alguien que pueda ayudar al anciano.

Kamosiwe abri la boca para respirar mejor. La luz indecisa del pequeo fuego acentuaba su palidez
fantasmal. Su rostro se torca en una extraa sonrisa, una mueca que me confirmaba que haba hecho lo que
deba hacer.
La cabaa se llen de gente. Sus ojos brillaban llenos de lgrimas; sus tristes quejas llenaron el shabono.
La muerte no es como la oscuridad de la noche dijo Kamosiwe en un murmullo apenas audible.
Sus palabras cayeron en el silencio mientras los que se haban reunido en torno a su hamaca, suspendan
momentneamente sus lamentos.
No nos dejes solos se lamentaban los hombres, y luego estallaban en sollozos ms intensos.
Empezaron a hablar del valor del anciano, de los enemigos que haba matado, de sus hijos, de los tiempos en
que fue jefe de los iticoteris y de la prosperidad y la gloria que haba trado al poblado.
No morir todava. Las palabras del anciano acallaron de nuevo a los dems. Vuestros llantos me ponen
demasiado triste. Abri su ojo y observ las caras que le rodeaban. Los hekuras todava estn en mi
pecho. Cantadles, porque ellos son los que me mantienen vivo.
Arasuwe, lramamowe y otros cuatro hombres soplaron epena unos en la nariz de Otros. Con ojos borrosos
empezaron a cantar a los espritus que viven debajo y por encima de la tierra.
Qu tienes? le pregunt Arasuwe despus de un rato, inclinndose sobre el anciano.
Sus fuertes manos masajearon el pecho dbil y marchito; su boca soplaba calor sobre la forma inmvil.
Slo estoy triste susurr Kamosiwe. Los hekuras pronto abandonarn mi pecho. Mi tristeza es lo que me
debilita.
Volv con Ritimi a nuestra cabaa.
No se morir dijo, secndose las lgrimas de la cara. No s por qu quiere vivir tanto tiempo. Es tan
viejo! Ya no es un hombre.
Qu es?
Su cara se ha vuelto tan pequea, tan delgada...
Ritimi me mir como si le faltaran palabras para expresar sus pensamientos. Hizo un gesto vago con la mano,
como tratando de alcanzar algo que no sabia cmo explicar. Encogindose de hombros, sonri.
Los hombres cantarn toda la noche, y los hekuras mantendrn vivo al anciano.
La lluvia montona, clida y persistente se mezclaba con los cantos de los hombres. Cada vez que me sentaba
en la hamaca poda verlos a travs del claro, en la cabaa de Kamosiwe, sentados en torno al fuego.
Convencidos de que sus invocaciones podan preservar la vida, cantaban con gran fuerza, mientras el resto de
los iticoteris dorma.
Las voces se apagaron con la sonrosada melancola del amanecer. Me levant y atraves el claro, El aire
estaba fro y el suelo, empapado de lluvia. El fuego se haba apagado, pero la cabaa estaba tibia gracias al
humo neblinoso que la llenaba. Los hombres, acurrucados unos contra otros, todava rodeaban a Kamosiwe.
Sus rostros parecan extenuados, los ojos rodeados de profundos crculos.
Volv a mi hamaca mientras Ritimi se levantaba para volver a encender el fuego.
Kamosiwe tiene buen aspecto dije, ponindome a dormir.
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Al incorporarme detrs de un arbusto vi a la menor de las esposas de Arasuwe y a su madre abrindose
lentamente camino entre la maleza, en direccin al ro. En silencio, segu a las dos mujeres. No llevaban
cestas; slo un trozo de bamb afilado. La mujer preada se sujetaba el vientre con las manos, como para
aguantar su peso. Se detuvieron bajo un rbol de arapur, limpio de maleza y cubierto de anchas hojas de
platanillo extendidas por el suelo. La mujer preada se arrodill sobre las hojas, apretndose el abdomen con
las dos manos. Un suave quejido escap de sus labios y dio a luz.
Me llev la mano a la boca para acallar la risa. No poda concebir que dar a luz pudiera ser algo tan carente de
esfuerzo, tan rpido. Las dos mujeres hablaban en susurros, pero ninguna de las dos miraba o recoga el beb
mojado y reluciente que descansaba sobre las hojas.

Con la caa de bamb, la mujer mayor cort el cordn umbilical, y luego busc hasta encontrar una rama recta.
Vi cmo pona la rama sobre el cuello del beb, y luego pisaba con ambos pies los dos extremos. Hubo un leve
ruido seco. No estaba segura de si lo que se haba quebrado era la rama o el cuello del nio.
Envolvieron la placenta en un paquete de hojas de platanillo y al pequeo cuerpo sin vida en otro. Ataron los
paquetes con bejucos y los colocaron debajo de un rbol.
Trat de esconderme detrs de los arbustos mientras las mujeres se levantaban para irse, pero las piernas no
me obedecan. Me senta vaciada de toda emocin, como si la escena que tena ante m fuera alguna extraa
pesadilla. Las mujeres me miraron. Un leve aleteo de sorpresa pas por sus rostros, pero no vi en ellos dolor o
arrepentimiento.
En cuanto se hubieron marchado, desat las lianas. El cuerpo sin vida de una niita descansaba en las hojas
como si estuviera dormida. Largos cabellos negros, como hilos de seda, se pegaban a la cabeza mojada. Tena
los ojos cerrados, los prpados sin pestaas e hinchados. La sangre haba dejado de manar de la nariz y la
boca y se haba secado, como un macabro dibujo de onoto, sobre la piel levemente amoratada. Abr los
puitos. Revis los pies para ver si tena todos los dedos; no encontr ninguna deformidad visible.
Haban transcurrido las ltimas horas de la tarde. Las hojas secas no hacan ruido alguno bajo mis pies
descalzos; la noche las humedeca. El viento apartaba las ramas frondosas de las ceibas. Miles de ojos
parecan espiarme; ojos indiferentes, velados de sombras verdes. Camin ro abajo y me sent sobre un tronco
cado que todava no estaba muerto. Toqu los manojos de brotes nuevos que deseaban desesperadamente
ver la luz. El ruido de los grillos pareca burlarse de mis lgrimas.
Poda oler el humo de las cabaas y me molestaban esos fuegos que ardan da y noche, tragndose el tiempo
y los acontecimientos. Negras nubes ocultaron la luna, cubriendo el ro con un velo de luto. Escuch a los
animales: los que se despiertan de su sueo diurno y rondan por la selva de noche. No tena miedo. El silencio,
como un suave polvo de estrellas, caa en torno a m. Quera quedarme dormida y despertarme sabiendo que
todo haba sido un sueo.
A travs de un hueco entre los rboles, vi una estrella fugaz. No pude evitar sonrer. Siempre haba sido rpida
para formular deseos, pero no pude pensar en ninguno.
Sent el brazo de Ritimi sobre mi cuello. Como un espritu de la selva, se haba sentado a mi lado sin hacer
ruido. Los palitos de color claro que sealaban las comisuras de sus labios brillaban en la oscuridad como si
estuvieran hechos de oro. Agradec su presencia y que no dijera nada.
El viento se llev las nubes que oscurecan la luna; su luz nos cubri de un color azul plido. Slo entonces
descubr al anciano Kamosiwe, en cuclillas junto al tronco, su ojo fijo en m. Empez a hablar, lentamente,
enunciando cada palabra. Pero yo no escuchaba. Apoyndose con fuerza en su arco, nos indic que lo
siguiramos al shabono. Se detuvo en su cabaa; Ritimi y yo seguimos hasta la nuestra.
Slo hace una semana, hombres y mujeres lloraban dije, sentndome en mi hamaca. Lloraban porque
crean que Kamosiwe se iba a morir. Hoy vi a la esposa de Arasuwe matar a su recin nacido.
Ritimi me dio un poco de agua.
Cmo puede una mujer alimentar a un nuevo recin nacido con su pecho si tiene un nio que todava
mama? observ con brusquedad. Un nio que ha vivido todo este tiempo.
Intelectualmente, comprend las palabras de Ritimi. Saba que el infanticidio era una prctica comn entre los
indios del Amazonas. Los nios se espaciaban aproximadamente dos o tres aos. La madre daba el pecho
durante este tiempo y evitaba tener otro nio, para mantener una buena provisin de leche. Si naca durante
ese tiempo un nio deforme o una nia, se le mataba, para dar al que an mamaba una mejor oportunidad de
supervivencia.
Sin embargo, emocionalmente, no poda aceptarlo. Ritimi me cogi la cara y me forz a mirarla. Sus ojos
brillaban, sus labios temblaban.
El que todava no ha visto el cielo tiene que volver al lugar de donde vino. Alarg su brazo hacia las
inmensas sombras negras que empezaban a nuestros pies y terminaban en el cielo. A la casa del trueno.


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XI XI

Una maana, en vez de despertarme las suaves charlas de las mujeres, lo hicieron los gritos de lramamowe
que anunciaba que ese da preparara curare.
Me sent en la hamaca. lramamowe estaba de pie en el centro del claro. Con las piernas separadas y los
brazos cruzados sobre el pecho, examinaba detenidamente a los jvenes que se haban reunido en torno a l.
Gritando cuanto poda, les adverta que si pensaban ayudarle a preparar el veneno, no podran dormir con una
mujer esa noche. Iramamowe continu rindolos como silos chicos hubieran cometido ya una falta,
recordndoles que se enterara si lo desobedecan porque probara el veneno en un mono. Si el animal
sobreviva, nunca ms pedira a los hombres que le ayudaran. Les dijo que si deseaban acompaarle a la selva
para recoger las diversas hierbas necesarias para fabricar el mamucoil, no deban comer ni beber hasta que
hubieran untado el veneno en las puntas de sus flechas.
La calma volvi al shabono en cuanto los hombres se marcharon. Tutemi, tras atizar los fuegos, hizo bolas de
tabaco para ella, Ritimi y Etewa, y volvi a su hamaca. Pens que tena tiempo de dormir un poco ms antes
de que estuvieran listos los pltanos metidos entre las brasas. Me di la vuelta en la hamaca; el humo calentaba
el aire fro. Como cada maana, tras hacer sus necesidades, la pequea Texoma y Sisiwe, as como los dos
nios menores de Arasuwe, treparon a mi hamaca y se acurrucaron contra m.
Ritimi no se haba enterado de los acontecimientos matutinos. Dorma profundamente en el suelo. El sueo no
interfera en la vanidad de Ritimi. Su cabeza, apoyada en su brazo, estaba colocada de forma que le permita
conservar todos sus adornos; haba palitos delgados y pulidos incrustados a travs de las aletas de su nariz y
en las comisuras de sus labios. La mejilla visible revelaba dos lneas de color marrn, signo en el que cualquier
habitante del shabono poda reconocer que estaba menstruando. Las dos ltimas noches, Ritimi no haba
dormido en su hamaca, no haba comido carne, no haba cocinado ninguna de las comidas y no haba tocado a
Etewa ni ninguna de sus pertenencias.
Los hombres tenan miedo de las mujeres menstruantes. Ritimi me haba dicho que se saba que las mujeres
no tenan hekuras en el pecho, pero estaban vinculadas a la esencia vital de la nutria, de la que descenda la
primera mujer que hubo en la Tierra. Durante sus menstruaciones, se supona que las mujeres estaban
imbuidas de los poderes sobrenaturales de la nutria. Al parecer no saba cules eran estos poderes, pero deca
que si un hombre vea a una nutria en el ro nunca la mataba, por miedo a que una mujer del poblado muriera
en ese mismo instante.
Las mujeres iticoteris estaban al principio muy desconcertadas porque yo no haba menstruado desde mi
llegada. Mis explicaciones prdida de peso, cambio de rgimen, nuevas circunstancias no les parecan
razn suficiente. Crean en cambio que, al no ser india, no era del todo humana. No tena vnculos con la
esencia vital de ningn animal, planta o espritu.
Slo Ritimi quera creer y probarles a las dems mujeres que yo era humana.
Tienes que avisarme inmediatamente cuando ests roo, como si yo fuera tu madre me deca Ritimi cada
vez que ella misma menstruaba. Y har los preparativos necesarios para que no te conviertan en piedra las
diminutas criaturas que viven bajo tierra.
Probablemente, la insistencia de Ritimi era otra de las razones por las que mi cuerpo no segua sus ciclos
normales. Dado que tena tendencia a sufrir claustrofobia, sufra ataques peridicos de ansiedad ante la
posibilidad de sufrir las mismas restricciones que una nia iticoteri cuando tiene sus primeras menstruaciones.

Slo una semana antes, Xotomi, una de las hijas del jefe, haba salido de un confinamiento de tres semanas.
Su madre, al enterarse de que Xotomi tena la primera menstruacin, construy una celda hecha con palos,
hojas de palmera y lianas, en un rincn de su cabaa. Dejaron un pequeo espacio abierto que apenas
permita a la madre deslizarse al interior dos veces al da para alimentar el pequeo fuego que arda dentro (y
que no deba apagarse), y retirar las hojas de platanillo manchadas que cubran el suelo. Los hombres,
temerosos de morir jvenes o de enfermar, ni siquiera miraban hacia esa parte de la cabaa.
Durante los tres primeros das de menstruacin, Xotomi slo tom agua y tuvo que dormir en el suelo. Despus
le dieron tres pltanos pequeos por da y se le permiti descansar en la pequea hamaca de corteza que
colgaron dentro de la celda. No poda ni hablar ni llorar durante su encierro. Todo lo que se oa detrs de las
hojas de palma era el leve sonido de Xotomi rascndose con un palito, porque tena prohibido tocar su cuerpo.
Al final de la tercera semana, la madre de Xotomi desmantel la celda, at las hojas de palma en un apretado
paquete y les pidi a algunas amigas de su hija que las escondieran en la selva. Xotomi no se movi, como si
las hojas de palma todava la rodearan. Permaneci acuclillada en el suelo con los ojos bajos. Sus hombros
ligeramente encogidos se vean tan frgiles que pareca que, de tocarlos alguien, los huesos cederan con un
crujido hueco. Ms que nunca, pareca una nia asustada, delgada y sucia.
Ten los ojos fijos en el suelo le recomend su madre, ayudando a levantarse a la nia de doce, tal vez
trece aos. Con los brazos en torno a su cintura, llev a Xotomi hasta el fuego. No pongas los ojos en
ninguno de los hombres del claro le advirti a la nia si no quieres que les tiemblen las piernas cuando
tengan que subir a los rboles.
Haban calentado agua. Amorosamente, Ritimi lav a su hermanastra de pies a cabeza, luego frot su cuerpo
con onoto hasta que brill, uniformemente rojo. Pusieron nuevas hojas de pltano en el fuego, mientras Ritimi
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guiaba a la nia en una vuelta en torno al hogar. Slo cuando su piel no tuvo ms olor que el de las hojas
quemadas, permitieron a Xotomi mirarnos y hablarnos.
Se morda el labio inferior mientras levantaba lentamente la cabeza.
Mam, no quiero irme de la cabaa de mi padre dijo finalmente, y rompi a llorar.
Bah, bah, niita tonta! exclam su madre, tomando la cara de Xotomi en sus manos.
Secndole las lgrimas, la mujer le record la suerte que tena al convertirse en esposa del hijo ms joven de
Hayama, Matuwe, y lo afortunada que era de estar tan cerca de sus hermanos, que la protegeran si el marido
la maltrataba. Los oscuros ojos de la madre brillaban, nublados de lgrimas.
Yo tena razones para estar triste cuando vine por primera vez a este shabono. Haba dejado a mi madre y mis
hermanos. No tena a nadie que me protegiera.
Tutemi abraz a la nia.
Mrame a mi. Yo tambin vine de lejos, pero ahora estoy contenta. Pronto tendr un nio.
Pero yo no quiero un nio se lamentaba Xotomi entre sollozos. Yo slo quiero abrazar a mi monito.
Segu un rpido impulso y alcanc el monito colgado de un racimo de pltanos para drselo a Xotomi. Las
mujeres rompieron a rer.
Si tratas bien a tu esposo, l ser como tu monito -dijo una de ellas entre carcajadas.
No le digis esas cosas a la nia protest la vieja Hayama. Sonriendo, se encar con Xotomi. Mi hijo es
un buen hombre dijo en tono consolador. No tienes por qu tener miedo.
Hayama continu elogiando a su hijo, insistiendo en la habilidad de Matuwe como cazador y proveedor del
hogar.
El da de la boda, Xotomi sollozaba en silencio. Hayama acudi a su lado.
No llores ms. Te adornaremos. Hoy estars tan hermosa que todo el mundo se quedar con la boca abierta
admirndote.
Tom a Xotomi de la mano e indic a las mujeres que la siguieran por una salida lateral, hacia la selva.
Sentada en un tronco cado, Xotomi se sec las lgrimas con el dorso de la mano. En sus labios apareci una
sonrisa frgil mientras contemplaba el rostro de la vieja Hayama, y se someti sin resistencia a los preparativos
de las mujeres.
Le cortaron el pelo y le afeitaron la tonsura. Le colocaron manojos de suaves plumas blancas en los orificios de
las orejas, que contrastaban con sus negros cabellos y daban a su
rostro delgado una etrea belleza. Los agujeritos de las comisuras de su boca y su labio inferior fueron
decorados con rojas plumas de perico. En la perforacin de la nariz, Ritimi insert un palito muy pulido y casi
blanco.
Qu hermosa ests! exclamamos, cuando Xotomi qued ante nosotros, engalanada.
Mam, estoy lista para irme dijo solemnemente.
Sus ojos oscuros y rasgados brillaban, y su piel pareca resplandecer de onoto. Sonri brevemente, mostrando
unos dientes blancos, fuertes y regulares, y nos precedi en el camino de vuelta al shabono. Slo por un
instante inmediatamente antes de entrar en el claro, sus ojos se volvieron a mirar a su madre con una
muda splica.

Con la cabeza en alto y sin fijar la mirada en nadie en particular, Xotomi dio lentamente la vuelta al claro, en
apariencia indiferente a las palabras de admiracin y las miradas de los hombres. Entr en la cabaa de su
padre y se sent ante un cuenco lleno de pulpa de pltano. Primero ofreci a Arasuwe algo de sopa, luego a
sus tos y hermanos y, finalmente, a cada hombre del shabono. Cuando hubo servido a las mujeres, camin
hasta la cabaa de Hayama, se sent en una de las hamacas y empez a comer el animal que haba cazado y
preparado su marido, al que estaba prometida desde antes de nacer.

Las palabras de Tutemi interrumpieron mis ensoaciones:
Vas a comerte tu pltano aqu o en la cabaa de Hayama?
Ser mejor que me lo coma all dije, sonrindole a la abuela de Ritimi, que ya me esperaba en la cabaa
contigua a la de Tutemi.
Xotomi me sonri cuando me vio acercarme. Haba cambiado mucho. No se deba al peso que haba ganado
desde que saliera de su encierro. Ms bien se trataba de la madurez de su comportamiento, la manera en que
me miraba, la forma en que me invitaba a comer el pltano. Me pregunt si esto se deba a que, a diferencia de
los nios que pueden prolongar su infancia hasta la adolescencia, las nias deben ayudar a su madre en las
tareas domsticas desde que tienen seis u ocho aos: recoger lea, limpiar los huertos, cuidar a sus hermanos
ms pequeos. A la edad en que un varn llega a adulto, una nia ya est casada y a menudo es ya madre de
uno o dos nios.
Despus de comer, Tutemi, Xotomi y yo trabajamos durante varias horas en los huertos, y volvimos al shubono
tras un refrescante bao en el ro. Un grupo de hombres con los rostros y los cuerpos pintados de negro,
estaban sentados en el claro. Algunos quitaban la corteza a unos gruesos trozos de rama.
Quines son? pregunt.
No los reconoces? Tutemi se ri de m. Son lramamowe y los hombres que fueron ayer con l a la
selva.
Por qu estn pintados de negro?
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lramamowe! grit Tutemi. La muchacha blanca quiere saber por qu tenis las caras negras y entr
corriendo en su cabaa.
Mejor que corras le dijo lramamowe, levantndose. El beb que llevas en el vientre podra debilitar el
rnamucori aadindole agua.
Con el ceo fruncido, se volvi a Xotomi y a mi; antes de que tuvisemos tiempo de decir algo ms, Xotomi me
tir de la mano y me meti en la cabaa de Etewa.
Entre ataques de risa, Xotomi me explic que cualquiera que hubiera estado en el agua ese da tena prohibido
acercarse a los hombres que estaban preparando el curare. Se crea que el agua debilitaba el veneno.
Si el mamucori no acta bien, te echar la culpa a ti.
Me hubiera gustado verles preparar el mamucori coment, decepcionada.
A quin le gustara ver una cosa as? dijo Ritimi incorporndose. Te dir lo que van a hacer. Bostez
y se estir, dobl las hojas de platanillo sobre las que haba estado durmiendo y cubri el suelo con otras
nuevas. Los hombres estn pintados de negro porque el mamucori no slo sirve para cazar sino tambin
para hacer la guerra dijo Ritimi, indicndole que me sentara a su lado.
Pel un pltano y, con la boca llena, me explic cmo los hombres hervan la planta de marnucori hasta que se
converta en un liquido oscuro. Ms tarde se aadan plantas secas de ashukamakz para espesar el veneno.
Cuando la mezcla hubiera hervido hasta evaporar toda el agua, estara lista para untara en las puntas de las
flechas.
Con resignacin, ayud a Tutemi a preparar hojas de tabaco para secar. Bajo sus precisas instrucciones, cort
cada hoja siguiendo la nervadura y tirando hacia arriba para que se enrollaran, y luego las at en montones a
las vigas. Desde donde yo estaba sentada no poda ver lo que ocurra fuera de la cabaa de lramamowe. Los
nios rodearon a los hombres que estaban trabajando, con la esperanza de que les pidieran que ayudaran. No
era extrao que no hubiera visto un solo nio bandose en el ro esa maana.
Traed un poco de agua del arroyo le dijo lramamowe al pequeo Sisiwe, Pero no te mojes los pies. Pisa
sobre los troncos, las races o las piedras. Si te mojas, tendremos que enviar a otro.
La tarde ya estaba avanzada cuando Iramamowe termin de mezclar y cocer el curare.
Ahora el mamucorise est volviendo fuerte. Siento cmo mis manos se ponen a dormir.
Con una voz baja y montona, empez a cantarles a los espritus del veneno, mientras revolva el curare.
Hacia media maana, al da siguiente, lramamowe entr corriendo en el shabono.
El rnaniucori no sirve. Le dispar a un mono pero no muri. Se fue caminando con la flecha intil clavada en
la pata. lramamowe corri de cabaa en cabaa, insultando a los hombres que le haban ayudado a preparar
el curare. No os advert que no durmierais con mujeres? Ahora el mamucor no sirve para nada. Si un
enemigo nos atacara, ni siquiera podrais defender a vuestras mujeres. Os creis valientes guerreros, pero sois
tan intiles como vuestras flechas. Deberais cargar cestas en vez de armas.

Por un momento cre que lramamowe iba a llorar, al verle sentarse en el suelo, en medio del claro.
Har el veneno yo solo. Sois todos incompetentes murmuraba una y otra vez, hasta que su furia se gast y
qued completamente exhausto.


Unos das ms tarde, al amanecer, poco antes de que el mono que lramamowe haba matado con una flecha
recin untada de veneno nuevo estuviera cocido del todo, un extrao entr en el shabono llevando un gran
envoltorio. Tena el cabello todava mojado de haberse baado en el ro su rostro y su cuerpo estaban
extravagantemente pintados con onoto. Dejando en el suelo su paquete y tambin el arco y las flechas, se
qued unos minutos de pie, en silencio, en el centro del claro, y luego se aproxim a la cabaa de Arasuwe.
He venido a invitaros a la fiesta que celebra mi gente dijo el hombre con voz aguda y cantarina. El jefe
de los mocototeris me ha enviado a deciros que tenemos muchos pltanos maduros.
Arasuwe, sin levantarse de la hamaca, le dijo al hombre que no podra asistir a la fiesta.
No puedo dejar ahora mis huertos. He plantado pltanos nuevos; necesitan cuidado. Arasuwe hizo un
amplio gesto con la mano. Mira toda la fruta que cuelga de las vigas; no quiero que se eche a perder.
El visitante camin hasta nuestra cabaa y se dirigi a Etewa.
Tu suegro no quiere venir. Espero que t podrs visitar a mi gente, que me ha enviado para invitarte.
Etewa se golpe los muslos con alegra.
S. Yo ir. No me importa dejar mis pltanos. Les dar permiso a otros para que se los coman.
Los ojos vivaces y oscuros del visitante brillaban de alegra mientras iba de cabaa en cabaa convocando a
los iticoteris a su poblado. Lo invitaron a descansar en la cabaa del viejo Kamosiwe, y le ofrecieron sopa de
pltano y carne de mono. Ms tarde, esa noche, desat su envoltorio en medio del claro.
Una hamaca murmuraron decepcionados los hombres que se haban reunido en torno a l.
Aunque los iticoteris reconocan la comodidad y el calor de las hamacas de algodn, slo algunas mujeres las
tenan. Los hombres preferan las de corteza o lianas, y las cambiaban peridicamente por otras nuevas. El
visitante quera cambiar la hamaca de algodn por puntas de flecha envenenadas y polvos de epena. Algunos
hombres se quedaron toda la noche hablando e intercambiando noticias con el forastero.


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Arasuwe se neg rotundamente a que yo formara parte del grupo que asistira al festn de los mocototeris.
Milagros te ha dejado encargada a m me record el jefe. Cmo puedo protegerte si ests en otro sitio?
De qu necesito que me protejan? pregunt. Los mocototeris, son gente peligrosa?
No hay que confiar en los mocototeris dijo Arasuwe, tras un largo silencio-. Siento en mis piernas que no
es bueno que vayas.
La primera vez que vi a Anglica me dijo que no era peligroso para una mujer caminar por la selva.
Arasuwe no se tom la molestia de contestar o comentar lo que yo haba dicho, sino que me mir como si me
hubiera vuelto invisible. Obviamente consideraba el asunto resuelto y no pensaba rebajarse a ms discusiones
con una chica ignorante.
Tal vez Milagros est all aventur.
Arasuwe sonri.
Milagros no estar all. Si as fuera, yo no tendra ninguna razn para preocuparme.
Por qu no se puede confiar en los mocototeris?
Haces demasiadas preguntas. No estamos en trminos amistosos con ellos aadi a regaadientes.
Le mir con incredulidad.
Entonces, por qu os invitan a la fiesta?
Eres ignorante concluy Arasuwe, saliendo de la cabaa.
No slo yo qued decepcionada con la decisin de Arasuwe. Ritimi estaba tan triste porque no podra
mostrarme y presumir de mi ante los mocototeris, que consigui que Etewa, lramamowe y el anciano
Kamosiwe ayudaran a convencer a su padre de que me permitiera acompaarles. Aunque los consejos de los
ancianos eran valorados y respetados, fue lramamowe, conocido por su valenta, quien finalmente persuadi y
asegur a su hermano de que nada malo me ocurrira en el poblado mocototeri.
Debes llevarte el arco y las flechas que hice para ti me advirti Arasuwe ms tarde, por la noche. Empez
a rerse a carcajadas. Eso si asombrar a los mocototeris. Casi valdra la pena que yo fuera para ver su
sorpresa. Al advertir que yo revisaba mis flechas, Arasuwe aadi, ms seriamente: No puedes llevrtelas.
No est bien que una mujer vaya por la selva llevando un arma de hombre.
Yo cuidar de ella le prometi Ritimi a su padre. Tendr cuidado de que no se aparte de mi lado, ni
siquiera
cuando tenga que ir a esconderse en la maleza.
Estoy segura de que Milagros habra querido que yo fuera dije, esperando que esto tranquilizara un poco a
Arasuwe.
Me mir sombramente y se encogi de hombros.
Espero que vuelvas sana y salva.
Expectante y temerosa, no pude dormir aquella noche. El ruido familiar de los troncos que caan en el fuego me
llen de malos presentimientos. Etewa atiz las brasas con un palo antes de acostarse. A travs del humo y la
humedad, las copas distantes de los rboles parecan fantasmas. Los huecos entre las hojas semejaban ojos
vacos que me acusaban de algo que yo no comprenda. Casi me sent tentada de seguir el consejo de
Arasuwe, pero la luz del da hizo desvanecerse toda aprensin.


XII XII

El sol apenas haba disipado el fro aire matutino cuando emprendimos el viaje, cargados de cestos llenos de
pltanos, calabazas, hamacas, los ingredientes que necesitbamos para adornarnos y objetos para comerciar:
grandes bultos de hilo de algodn crudo, puntas de flecha de nuevas formas, y recipientes de bamb llenos de
onoto y epena. Con sus hamacas colgadas en torno al cuello, los nios mayores caminaban detrs de sus
madres. Los hombres, que cerraban la marcha de cada grupo familiar, slo llevaban sus arcos y sus flechas.
ramos un grupo de veintitrs personas. Durante cuatro das caminamos en silencio por la selva, al paso
tranquilo que fijaban los ancianos y los nios. Cuando perciban el menor movimiento o sonido en la maleza,
las mujeres se detenan, sealando con la barbilla en direccin al ruido. Rpidamente, los hombres
desaparecan en esa direccin. Casi siempre volvan con un agut un roedor parecido a un conejo o un
pecan, o un pjaro, que cocinbamos en cuanto acampbamos para pasar la noche. Los nios estaban
siempre a la busca de frutos silvestres. Sus ojos agudos seguan el vuelo de las abejas hasta que encontraban
sus colmenas en el tronco hueco de los rboles. Con los insectos todava en pleno vuelo, ellos podan
identificar con precisin si pertenecan a la variedad de los que picaban o de los que no picaban.
Hayama, Kamosiwe y varios ancianos ms llevaban atados en torno al trax y el abdomen el lber fibroso de un
rbol. Decan que les devolva la energa y les hacia ms fcil caminar. Lo prob, pero el lber ceido slo me
produjo urticaria.

Mientras subamos y bajbamos por las colinas, me preguntaba si aquella era una ruta diferente de la que
habamos seguido con Milagros. No poda recordar ni un rbol, una roca o un tramo de ro. Tampoco recordaba
que hubiramos encontrado mosquitos ni ningn otro insecto en las marismas. Atrados por nuestros cuerpos
sudorosos, zumbaban en torno a nosotros con enloquecedora insistencia. Yo, que nunca los haba sufrido, no
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poda decidir qu parte del cuerpo rascarme primero. Mi camiseta desgarrada no me protega en absoluto.
Hasta lramamowe, que al principio no haba hecho ningn caso de las constantes picaduras, reconoca
ocasionalmente la molestia dndose bofetadas en el cuello y los brazos o levantando una pierna para rascarse
el tobillo.
Mediado el quinto da, acampamos a la orilla de los huertos de los mocototeris. Los claros libres de maleza
hacan que las gigantescas ceibas parecieran todava ms monumentales que en medio de la selva.
Parches de luz se filtraban a travs de las hojas, iluminando y ensombreciendo el oscuro suelo.
Nos baamos en el ro cercano, en el que las flores rojas que colgaban de las lianas sobre el agua se
balanceaban con gracia sensual al ritmo de la brisa. lramamowe y otros tres jvenes fueron los primeros en
concluir su atuendo festivo y pintarse con onoto, antes de dirigirse al shabono de nuestros huspedes.
lramamowe volvi poco despus, con un cesto lleno de carne asada y pltanos horneados.
Iduy, los mocototeris tienen mucho ms dijo, distribuyendo la comida entre nosotros.
Antes de que las mujeres empezaran a embellecerse, ayudaron a sus hombres a pegar plumas y pelusa blanca
en sus cabellos y a atar ms pluma y piel de mono en torno a sus brazos y cabezas. Me encomendaron la
tarea de decorar las caras y cuerpos de los nios con los dibujos de onoto prescritos para ellos.
Nuestras risas y charlas se vieron interrumpidas por los gritos de un mocototeri que se acercaba.
Parece un mono susurr Ritimi.
Asent, apenas capaz de ocultar la risa. Las piernas cortas y arqueadas del hombre y sus brazos
desproporcionadamente largos parecan an ms acentuados cuando se acerc a Etewa e lramamowe,
imponentes con las cabezas cubiertas de plumn blanco y las largas plumas multicolores que salan de sus
brazaletes y sus cinturones de color escarlata.
Nuestro jefe quiere iniciar el banquete. Desea que vengis pronto dijo el mocototeri con la misma voz
aguda y formal que el hombre que haba acudido al shabono a invitarnos. Si perdis demasiado tiempo
preparndoos, no tendremos oportunidad de hablar.
Con las cabezas en alto y el mentn un poco levantado, Etewa, lramamowe y tres jvenes, tambin
adecuadamente pintados y adornados, siguieron al mocototeri. Aunque fingan indiferencia, los hombres
estaban conscientes de las miradas de admiracin que les dirigamos mientras marchaban hacia el shabono.
Dominadas por el nerviosismo del ltimo momento, las mujeres se apresuraron a dar los ltimos toques a su
atuendo, aadiendo aqu una flor, all una pluma, aqu un poco de onoto. Su apariencia quedaba al juicio de
los dems, porque no haba espejos.
Ritimi me at el ancho cinturn, asegurndose de que su amplio extremo quedara debidamente centrado.
Todava ests tan delgada me dijo, tocndome los pechos a pesar de lo mucho que comes! No comas
hoy de la forma que comes en nuestro shabono, o los mocototeris pensarn que no te damos bastante.
Le promet comer poco, y luego me ech a rer al recordar que era el mismo consejo que me daba mi madre
siempre que me invitaban a pasar el fin de semana en casa de algunos amigos. Ella tambin se avergonzaba
de mi apetito voraz, pensando que la gente creera que en casa no me daban bien de comer o, peor an, que
yo tena una solitaria.
Inmediatamente antes de salir hacia el shabono de los mocototeris, la vieja Flayama les advirti a sus nietos,
Texoma y Sisiwe, que se portaran bien. Elevando la voz para que los dems nios que nos acompaaban
tambin la oyeran, insisti en la importancia de evitar que las mujeres mocototens tuvieran oportunidad de
criticarlos cuando se hubieran marchado. La anciana Hayama insista en que los nios intentaran orinar y
defecar una ltima vez detrs de los arbustos, porque dentro del shabono nadie podra limpiar lo que
ensuciaran, ni acompaarles fuera si tenan que ir.
Al llegar al claro de los mocototeris, los hombres formaban una fila, sosteniendo sus armas verticalmente frente
a sus rostros levantados y altivos. Nos colocamos detrs de ellos con los nios.
Un grupo de mujeres salieron gritando de las cabaas en cuanto me vieron. No sent miedo ni repugnancia
cuando me tocaron, me besaron y lamieron mi cuerpo y mi cara. Pero Ritimi pareca haber olvidado la forma en
que los iticoteris me recibieron la primera vez que me vieron, cuando llegu a su poblado, porque murmuraba
sin cesar, a mi lado, que tendra que volver a trazar los dibujos de onoto sobre mi piel.
Sujetando mi brazo con mano firme, una de las mujeres mocototeris empuj a Ritimi a un lado.
Ven conmigo, muchacha blanca dijo.
No! grit Ritimi, atrayndome hacia ella. Su sonrisa no dulcificaba el tono enfadado y agudo de su voz.
He trado a la muchacha blanca para que la veis. Nadie debe apartarla de mi. Cada una es como la sombra
de la otra. Voy donde ella va.
Tratando de derrotar a su oponente con los ojos, Ritimi sostuvo la mirada fija de la mujer, retndola a desafiar
sus palabras.
La mujer abri la boca llena de tabaco y se ri abiertamente.
Si has trado a la muchacha blanca para que nos visite, debes dejarla venir a mi cabaa.
Alguien se nos acerc desde detrs del grupo de mujeres. Con los brazos cruzados sobre el pecho, ech sus
caderas un poco hacia delante con un leve titubeo, mientras se colocaba junto a mi.
Soy el jefe de los mocototeris dijo. Mientras sonrea, sus ojos no eran ms que dos aberturas brillantes en
medio de los dibujos rojizos de su rostro, profundamente arrugado. Es hermana tuya la muchacha blanca,
que la proteges tanto? le pregunt a Ritimi.
Si respondi ella con energa. Es mi hermana.
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Sacudiendo la cabeza con incredulidad, el jefe me examin. Pareca muy poco impresionado.
Veo que es blanca, pero no parece una verdadera mujer blanca dijo finalmente. Va descalza como
nosotros; no lleva en el cuerpo ropas extraas, excepto esto. Tir de mis bragas rasgadas y flojas. Por
qu lleva esto debajo de un cinturn indio?
Pantis dijo Ritimi, dndose importancia; le gustaba ms la palabra inglesa que la castellana, que tambin
haba aprendido. As lo llama su gente. Tiene dos ms. Lleva pantis porque tiene miedo de que las araas,
por la noche, y los ciempis, durante el da, puedan metrsele en el cuerpo.
Asintiendo como si comprendiera mi temor, el jefe toc mis cortos cabellos y frot su palma regordete contra mi
tonsura rasurada.
Es del color de las hojas de palma assai cuando son jvenes. Acerc su rostro al mo hasta que nuestras
narices se tocaron. Qu ojos extraos! Tienen el color de la lluvia. Su ceo desapareci en una sonrisa de
disfrute. Si, debe de ser blanca, y si la llamas tu hermana, nadie puede apartarla de ti le dijo a Ritimi.
Cmo puedes llamarla hermana? pregunt la mujer, que todava sujetaba mi brazo.
Haba una verdadera perplejidad en su rostro pintado.
La llamo hermana porque es como nosotros aclar Ritimi, poniendo su brazo en torno a mi cintura.
Quiero que venga y se quede en mi cabaa dijo la mujer. Quiero que toque a mis nios.
Seguimos a la mujer a una de las cabaas. Arcos y flechas descansaban contra el techo inclinado. Pltanos,
cuencos y paquetes de carne envuelta en hojas colgaban de las vigas. En los rincones haba machetes,
hachas y una variedad de garrotes. El suelo estaba cubierto de ramitas, pieles de frutas y trozos de vasijas de
barro rotas.
Ritimi se sent conmigo en la misma hamaca de algodn. En cuanto hube acabado el jugo de frutos de palma
remojados que la mujer me haba dado, ella me puso un beb en el regazo.
Acarcialo.
El pequeo se volva y retorca en mis brazos, hasta que por poco se cae al suelo. Y cuando mir mi cara
empez a llorar a gritos.
Ser mejor que le coja usted dije, tendindole el nio a la mujer. Los bebs me tienen miedo. Han de
conocerme antes de que pueda tocarlos.
Ah, s? pregunt la mujer, mirando con suspicacia a Ritimi mientras meca al nio en sus brazos.
Nuestros bebs no gritan coment Ritimi, mirando despreciativamente al infante. Mis nios y los de mi
padre incluso duermen con ella en la misma hamaca.
Llamar a los nios mayores decidi la mujer, sealando con un gesto a las nias y los nios que nos
miraban escondidos detrs de los racimos de pltanos que se amontonaban contra el techo inclinado.
No lo haga le advert, pues sabia que tambin me tendran miedo. Si los fuerza a venir, tambin llorarn.
Si dijo una de las mujeres que nos haban seguido hasta la cabaa. Los nios se sentarn junto a la
muchacha blanca cuando hayan visto que sus mams no tienen miedo de tocar su pelo de fibra de palma y su
cuerpo plido.
Varias mujeres se haban reunido en torno a nosotras. Indecisas al principio, sus manos exploraron mi cara,
luego mi cuello, mis brazos, mis pechos, estmago, muslos, rodillas, pantorrillas y dedos de los pies; no
dejaron sin examinar parte alguna de mi cuerpo. Cada vez que descubran una picadura de mosquito o un
araazo, escupan sobre l y luego frotaban el lugar con los dedos. Si la picadura era reciente, chupaban el
veneno.
Aunque estaba acostumbrada a las muestras excesivas de afecto de Ritimi, Tutemi y los nios iticoteris, que
nunca duraban ms de unos minutos, me senta incmoda bajo el tacto explorador de tantas manos sobre mi
cuerpo.
Qu estn haciendo? pregunt, sealando a un grupo de hombres acuclillados delante de la cabaa
vecina.
Estn preparando las hojas de assai para el baile dijo la mujer que haba puesto al beb en mi regazo.
Quieres verlas?
S respond convencida, deseosa de distraer la atencin lejos de m misma.
Tiene Ritimi que acompaarte a donde quiera que vayas? pregunt la mujer cuando Ritimi se levant de
la hamaca a la vez que yo.
Si. De no haber sido por ella, yo no estara aqu de visita. Ritimi ha cuidado de mi desde que llegu a la
selva.
Ritimi me mir resplandeciente. Dese haber dicho algo as mucho antes. Durante el resto de nuestra estancia,
las mujeres mocototeris no volvieron a poner ni una sola vez en tela de juicio las maneras de propietaria que
tena Ritimi para conmigo.
Fuera de la cabaa, los hombres estaban separando con palitos afilados las hojas de color amarillo claro,
todava cerradas, de una joven palmera assai. Cuando nos acercamos, uno de los hombres se incorpor,
abandonando su postura acuclillada. Sacndose de la boca la bola de tabaco, se sec con el dorso de la mano
el jugo que escurra de su barbilla, y sostuvo la hoja de palma sobre mi cabeza. Sonriendo, seal las finas
venas doradas de la hoja, apenas visibles contra la luz del sol poniente. Acarici mi cabello, volvi a ponerse el
tabaco en la boca y, sin decir una palabra, continu separando las hojas.
En cuanto oscureci, encendieron fogatas en medio del claro. Los varones iticoteris obtuvieron una explosin
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de fuertes vtores de sus huspedes cuando se alinearon, con las armas en la mano, en torno a las hogueras.
De dos en dos, los iticoteris danzaron alrededor del claro, demorndose ante cada cabaa, para que todos
pudieran admirar su atuendo y sus pasos de baile.
Etewa e lramamowe constituan el ltimo par. Los gritos alcanzaron notas ms agudas mientras avanzaban con
pasos perfectamente simultneos. No bailaron en torno a las cabaas sino que permanecieron cerca de las
fogatas, girando y girando a una velocidad cada vez mayor, siguiendo el ritmo de las llamas saltarinas. Etewa e
Iramamowe se detuvieron de pronto sobre sus pasos, alzaron arcos y flechas verticalmente frente a sus rostros
y los apuntaron contra los mocototerisjz que estaban de pie ante sus cabaas. Con enormes carcajadas, los
dos hombres reemprendieron la danza, mientras los espectadores rompan a gritar con eufrica aprobacin.
Los huspedes invitaron a los iticoteris a descansar en sus hamacas. Mientras se servia la comida, un grupo de
mocototeris irrumpi en el claro. Haii, hulil, halil!, gritaban, movindose al ritmo de los golpes de sus arcos y
flechas, al comps del silbante sonido de las hojas de palmera assai, ondulantes y desflecadas.
Apenas poda distinguir las figuras de los danzantes. A veces parecan fundirse para apartarse de nuevo de un
salto; entre las hojas de palma que se agitaban, se perciban fragmentos de brazos, piernas y pies danzantes:
siluetas negras, semejantes a pjaros de gigantescas alas que se alejaban de la luz de las hogueras; brillantes
y pulidas figuras de cobre, ya no humanas ni animales, con los cuerpos cubiertos de sudor reluciendo al fulgor
de las llamas.
Queremos bailar con vuestras mujeres pidieron los mocototeris. Como los iticoteris no respondan,
empezaron a burlarse. Tenis celos de ellas. Por qu no dejis bailar a vuestras pobres mujeres? No os
acordis de que os dejamos bailar con nuestras mujeres, en vuestra fiesta?
La que quiera bailar con los mocototeris, puede hacerlo! grit Iramamowe, y luego advirti a los
hombres: Pero no forzaris a ninguna de nuestras mujeres a bailar si no desea hacerlo.
Hall, halil, halilil, gritaron los hombres, entusiasmados, dando la bienvenida a las mujeres iticoteris y a las suyas
propias.
No quieres bailar? le pregunt a Ritimi. Ir contigo.
No. No quiero perderte en la multitud. No quiero que nadie te pegue en la cabeza.
Eso fue un accidente. Adems, los mocototeris no estn bailando con leos encendidos. Qu mal pueden
hacerme con hojas de palmera?
Ritimi se encogi de hombros.
Mi padre dijo que no hay que fiarse de los mocototeris.
Yo crea que uno slo invitaba a sus amigos a una fiesta.
A los enemigos tambin dijo Ritimi, rindose. Las fiestas son buenas ocasiones para averiguar qu
planes tienen los dems.
Los mocototeris son muy amables. Nos han dado muy bien de comer.
Nos dan bien de comer porque no quieren que alguien pueda acusarles de tacaos. Pero, como te dijo mi
padre, eres muy ignorante todava. Obviamente no te das cuenta de lo que est pasando, si crees que estn
siendo amables.
Ritimi me dio unas palmaditas en la cabeza, como si yo fuera una nia; luego continu: No te has dado
cuenta de que nuestros hombres no tomaron epena esta tarde? No te percataste de lo alertas que estn?
No me haba dado cuenta, y estuve tentada de aadir que el comportamiento de los iticoteris no era muy
amistoso, pero guard silencio. Despus de todo, como Ritimi haba sealado, yo no entenda lo que estaba
ocurriendo. Observ a los seis iticoteris que bailaban en torno a las fogatas. No se movan con el habitual
abandono y sus ojos iban de un lado a otro, observando atentamente cuanto suceda a su alrededor. El resto
de los iticoteris no estaban descansando en las hamacas de sus huspedes, sino de pie fuera de las cabaas.
La danza haba perdido su encanto para mi. Las sombras y las voces tomaron otro cariz. La noche pareca
ahora cargada de una oscuridad amenazadora. Empec a comer lo que me haban servido antes.
Esta carne tiene un sabor amargo dije, preguntndome si estara envenenada.
Es amarga debido al mamucori explic Ritimi tranquilamente. No han lavado bien el lugar donde la
flecha envenenada hiri al mono.
Escup la carne. No slo tena miedo de envenenarme, sino que me daban nuseas al recordar la imagen del
mono cocindose en una gran olla de aluminio, con una capa de grasa y pelos flotando en la superficie.
Ritimi volvi a poner el trozo de carne en mi plato, hecho de calabaza.
Cmelo. Es buena, incluso la parte amarga. Tu cuerpo se acostumbrar al veneno. No sabes que los
padres siempre les dan a los hijos la parte donde la flecha entr? Si en un asalto al shabono los hieren con una
flecha envenenada, no morirn, porque sus cuerpos estn acostumbrados al mamucori.
Tengo miedo de morirme por comer carne envenenada antes de que me hieran con una flecha.
No. Uno no se muere por comer mamucori me asegur Ritimi. Tiene que entrar por la piel. Tom el
trozo ya masticado de mi plato, mordi un trocito y puso la mitad restante en mi boca abierta. Sonriendo
burlonamente, me cambi su plato por el mo. No quiero que te atragantes dijo, y se comi el resto del
pecho de mono guisado, con exageradas muestras de deleite.
Todava masticando, seal hacia el claro y me pregunt si poda ver a la mujer de rostro redondo que bailaba
junto al fuego.
Asent, aun sin distinguir a cul se refera, pues unas diez mujeres bailaban junto al fuego. Todas tenan rostro
redondo, ojos rasgados y oscuros, y cuerpos voluptuosos de color de miel a la luz de las llamas.
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Es la que se acost con Etewa en nuestra fiesta aclar Ritimi. Ya la he embrujado.
Cundo lo has hecho?
Esta tarde confes Ritimi suavemente, y empez a rerse. Sopl sobre su hamaca el okoshiki que haba
recogido en mi huerto aadi con satisfaccin.
Y qu pasar si otra persona utiliza la hamaca?
Nada. La magia slo est dirigida contra ella me asegur Ritimi.
No pude averiguar ms cosas sobre la hechicera porque en ese momento ces la danza, y los bailarines,
cansados y sonrientes, volvieron a las diversas cabaas a descansar y comer.
Las mujeres que se nos unieron en torno al hogar se sorprendan de que Ritimi y yo no hubiramos bailado.
Bailar era tan importante como pintarse el cuerpo con onoto: ambas actividades lo mantenan a uno joven y
feliz.
Poco despus, el jefe entr en el claro y anunci con voz atronadora: Quiero or cantar a las mujeres
iticoteris. Sus voces son agradables a mis odos. Quiero que nuestras mujeres aprendan sus canciones.
Riendo, las mujeres se empujaban entre si suavemente.
Ve t, Ritimi dijo una de las esposas de Iramamowe. Tu voz es hermosa.
Ritimi no necesitaba ms estimulo.
Vamos todas juntas me propuso, levantndose.
Se hizo el silencio en el shabono mientras entrbamos en el claro tomadas por la cintura. Frente a la cabaa
del jefe, Ritimi empez a cantar con voz clara y melodiosa. Las canciones eran muy cortas; el resto de nosotras
repetamos los dos ltimos versos, como un coro. Las otras mujeres cantaron tambin, pero el jefe mocototeri
insisti en que le repitieran, una y otra vez, las canciones de Ritimi, y una en particular, hasta que sus mujeres
la aprendieron:

Cuando el viento sopla en las hojas de la palma, escucho su triste sonido con las ranas silenciosas. Arriba en el
cielo, las estrellas se ren, pero cuando las nubes las cubren, lloran lgrimas de tristeza.

El jefe se aproxim a nosotras y, dirigindose a mi, dijo:
Ahora t debes cantar para nosotros.
Pero yo no s ninguna cancin objet, incapaz de dominar mi risa nerviosa.
Alguna debes saber insisti el jefe. Hemos odo contar que a los blancos les gusta mucho cantar. Hasta
tienen cajas que cantan.
En el tercer grado, en Caracas, la maestra de msica me dijo que adems de tener una voz horrible, careca
totalmente de odo musical. Sin embargo, el profesor Hans, como le gustaba que le llamaran, no fue insensible
a mi deseo de cantar. Me permiti permanecer en la clase, si me quedaba en la ltima fila y cantaba muy bajito.
El profesor Hans no se preocupaba mucho de las canciones religiosas y populares que supuestamente
debamos aprender, sino que nos ense tangos argentinos de los aos treinta. Yo no haba olvidado esas
canciones.
Mirando las caras expectantes que me rodeaban, me acerqu ms al fuego. Me aclar la garganta y empec a
cantar sin hacer caso de las notas desafinadas que salan de mi boca. Por un momento, pens que estaba
reproduciendo fielmente la forma apasionada en que el profesor Hans cantaba sus tangos. Me llev las manos
al pecho y cerr los ojos como transportada por la tristeza y la tragedia contenidas en cada verso.
Mi auditorio estaba fascinado. Mocototeris e iticoteris haban salido de las cabaas para no perderse ni uno
solo de mis gestos.
El jefe se me qued mirando un lago rato. Finalmente, dijo:
Nuestras mujeres no pueden aprender a cantar de esa manera tan extraa.
Despus cantaron los hombres. Cada cantante se colocaba solo en medio del claro, con las dos manos
apoyadas en el arco, colocado en el suelo. A veces, un amigo acompaaba al cantante; entonces, ste
apoyaba el brazo en el hombro de su compaero. Una cancin interpretada por un joven moctoteri, fue la
favorita de la noche.

Cuando un mono salta de rbol en rbol, le disparo mi flecha.
Slo caen verdes hojas.
Girando en el aire, se amontonan a mis pies.

Los iticoteris no se acostaron en sus hamacas, sino que hablaron y cantaron toda la noche con sus huspedes.
Yo dorm con las mujeres y los nios en las cabaas vacas que rodeaban la entrada principal del shabono.
Por la maana me com una enorme fuente de trozos de papaya y pia que una de las muchachas mocototeris
haba trado para mi del huerto de su padre. Ritimi y yo habamos descubierto aquellos frutos cuando bamos
tras los arbustos. Ella me haba aconsejado que no los pidiera, no porque no fuera correcto, sino porque no
estaban maduros. Pero no me import su sabor amargo ni el ligero dolor de estmago que sigui. No haba
comido fruta conocida desde hacia meses. Los pltanos y los dtiles eran como verduras para m.
Tenias una voz terrible cuando cantaste me dijo un joven, sentndose a mi lado. Huy, no entend tu
cancin, pero sonaba espantoso.
Incapaz de contestar, le lanc una furibunda mirada. No sabia si rerme o insultarle a mi vez.
51
Echndome los brazos al cuello, Ritimi se ri a carcajadas. Me mir de reojo y luego susurr en mi odo:
Cuando cantaste pens que la carne de mono te haba dado dolor de tripas.
Acuclillados en el mismo lugar del claro en que se haban situado la noche anterior, un grupo de iticoteris y
mocototeris hablaban todava de la manera formal y ritualizada propia de los wayamou. El regateo era un
asunto lento y laborioso durante el cual se daba igual importancia a los artculos objeto de trueque que al
intercambio de informacin y el chismorreo.
Cerca del medioda, algunas mocototeris empezaron a criticar a sus maridos por los artculos que haban
adquirido, diciendo que necesitaban machetes, ollas de aluminio y hamacas de algodn para ellas mismas.
Flechas envenenadas! grit enojada una de las mujeres. Podrais hacerlas vosotros mismos si no
fuerais tan perezosos.
Sin prestar la menor atencin a las observaciones de las mujeres, los hombres continuaron con sus
negociaciones.


XIII XIII


Salimos del poblado mocototeri despus del medioda, con las cestas llenas de los acostumbrados pltanos,
dtiles y carne que nos dieron nuestros huspedes.
Poco antes del anochecer, tres mocototeris nos alcanzaron. Uno de ellos levant el arco para hablar.
Nuestro jefe quiere que la muchacha blanca se quede con nosotros.
Me mir por encima de la punta de su flecha dirigida hacia m.
Slo un cobarde apunta su flecha contra una mujer dijo lramamowe, ponindose delante de m. Por
qu no disparas, mocototeri intil?
No hemos venido a pelear seal el hombre, volviendo el arco y la flecha a su posicin vertical.
Podamos haberos emboscado hace un rato. Lo nico que queremos es asustar a la muchacha blanca para
que venga con nosotros.
No puede quedarse con vosotros. Milagros la trajo a nuestro shabono. Si l hubiera querido que se quedara
con vosotros, la hubiera trado a vuestro poblado.
Queremos que venga con nosotros insisti el hombre. La llevaremos de vuelta antes de que empiecen
las lluvias.
Si me hacis enfadar, os matar aqu mismo. Iramamowe se golpe el pecho. Recuerda, cobarde
mocototeri, que soy un feroz guerrero. Los hekuras de mi pecho estn siempre a mis rdenes, incluso sin tomar
epena.
Iramamowe se acerc a los tres hombres. No sabis que la muchacha blanca pertenece a los iticoteris?
Por qu no le preguntas a ella dnde quiere quedarse? Nuestra gente le gust. Tal vez quiera vivir con
nosotros.
lramamowe empez a rerse con unas carcajadas atronadoras que no dejaban adivinar si estaba divertido o
furioso. Se detuvo abruptamente.
A la muchacha blanca no le gust la apariencia de los mocototeris. Dijo que todos parecis monos.
Iramamowe se volvi hacia m. Haba tal expresin de splica en sus ojos, que todo lo que pude hacer fue no
rerme.
Experiment cierto remordimiento al mirar los rostros perplejos de los tres mocototeris. Por un instante me sent
tentada de negar las palabras de Iramamowe. Pero no poda ignorar su enojo, ni haba olvidado la aprensin
de Arasuwe ante la idea de que yo acudiera a la fiesta. Cruc los brazos sobre el pecho, levant la barbilla y,
sin mirarles directamente, dije:
No quiero ir a vuestro poblado. No quiero comer y dormir con monos.
Los iticoteris estallaron en grandes carcajadas. Los tres hombres se volvieron abruptamente de espaldas y
desaparecieron en el sendero que conduca a la selva.
Acampamos no lejos del ro, en una parte despejada de la selva, en la que an permanecan restos de refugios
temporales. No los cubrimos con hojas nuevas, porque el viejo Kamosiwe nos asegur que no llovera esa
noche.
Iramamowe no comi sino que se sent, sombro y concentrado, frente al fuego. Haba tensin en l, como si
estuviera esperando que los tres hombres reaparecieran en cualquier momento.
Hay peligro de que los mocototeris regresen? le pregunt.
lramamowe tard en contestarme.
Son cobardes. Saben que mis flechas los mataran en el acto. Miraba fijamente el suelo, los labios
apretados en una lnea recta. Estoy pensando cul seria el mejor camino para regresar a nuestro shabono.
Deberamos dividirnos sugiri el viejo Kamosiwe, mirndome con su nico ojo. No hay luna esta noche:
los
mocototeris no volvern. Tal vez maana nos pidan de nuevo a la muchacha blanca. Podemos decirles que
ellos la asustaron y solicit que la llevramos de regreso a la misin.
Vais a enviarla de vuelta? La voz de Ritimi colgaba de la oscuridad, llena de tensin.
52
No dijo el anciano alegremente.
Las grises barbas de su mentn, su ojo que nunca dejaba pasar nada inadvertido, su cuerpo leve y arrugado le
daban la apariencia de un duende maligno. Etewa debe volver al shabono con Ritimi y la muchacha blanca,
por las montaas. Es una ruta ms larga, pero podrn ir ms de prisa porque no llevarn nios ni ancianos.
Llegarn a nuestro poblado slo un da o dos despus que nosotros. Es una buena ruta, por la que no pasa
mucha gente. El viejo Kamosiwe se levant y husme el aire. Maana llover. Construid un refugio para la
noche le dijo a Etewa. Luego se acuclill, con una sonrisa en los labios y su ojo hundido clavado en mi.
Tienes miedo de volver al shabono por el camino de las montaas?
Sonriendo, sacud la cabeza. De alguna forma, no poda creer que estaba en una situacin de verdadero
peligro.
Tuviste miedo cuando el mocototeri apunt su flecha contra ti? pregunt el anciano.
No. Saba que los iticoteris me protegeran.
Tuve que refrenarme para no aadir que el incidente me haba parecido ms cmico que peligroso. No me
daba cuenta del todo, entonces, de que a pesar de la evidente fanfarronera, caracterstica de cualquier
circunstancia crtica, mocototeris e iticoteris eran perfectamente serios en sus amenazas y exigencias.
El viejo Kamosiwe qued encantado de mi respuesta. Tuve la sensacin de que le complaca ms mi confianza
en su gente que el hecho de no haberme asustado. Habl largo rato con Etewa por la noche. Ritimi se qued
dormida con mi mano en la suya, y una alegre sonrisa en los labios. Mirndola dormir, adivin por qu pareca
tan feliz. Durante unos pocos das tendra a Etewa prcticamente para ella sola.
En el shabono los hombres casi nunca hacan demostraciones de cario a sus mujeres, pues las carantoas se
consideraban una debilidad. Los hombres slo eran abiertamente tiernos y amorosos con los nios; los
mimaban, besaban y acariciaban con fervor. Haba visto a Etewa, e incluso al feroz lramamowe, llevar las
pesadas cargas de lea de sus mujeres slo para dejarlas caer en cuanto se acercaban al shabono. Cuando
no haba ningn otro hombre a su alrededor, observ cmo Etewa guardaba un trozo especial de carne o de
alguna fruta para Ritimi o Tutemi. Protegido por la oscuridad, le haba visto apoyar la oreja contra el vientre de
Tutemi para escuchar las fuertes patadas de su hijo. En presencia de otras personas nunca mencionaba el
hecho de que iba a ser padre.

Etewa nos despert a Ritimi y a mi horas antes del alba. Silenciosamente, dejamos el campamento, siguiendo
la orilla arenosa del ro. Excepto por nuestras hamacas, unos cuantos pltanos y las tres pias que la joven
mocototeri me haba dado, nuestras cestas iban vacas. El anciano Kamosiwe le haba asegurado a Etewa que
encontrara mucho que cazar. No haba luna, pero el agua brillaba negra, reflejando el dbil resplandor del
cielo. A intervalos, el ruido de un ave nocturna atravesaba la quietud: un dbil grito que anunciaba el amanecer.
Una por una desaparecieron las estrellas los contornos de los rboles se destacaron poco a poco, mientras la
luz rosada del alba descenda lentamente hasta las sombras que haba a nuestros pies. Me qued asombrada
de la anchura del ro, del silencio de sus aguas, tan quietas que no parecan moverse. Tres loros formaron un
tringulo en el cielo, y colorearon las blancas nubes con sus plumas rojas, azules y amarillas, mientras el sol
reluciente y anaranjado se alzaba sobre las copas de los rboles.
Etewa abri la boca en un bostezo que pareca surgir desde las ms remotas profundidades de sus pulmones.
Entrecerraba los prpados; la luz del sol era demasiado brillante para sus ojos que no haban dormido lo
suficiente.
Desatamos nuestras cestas. Ritimi y yo nos sentamos en un tronco y contemplamos cmo Etewa sacaba su
arco. Lentamente, levant los brazos y arque la espalda, apuntando la flecha muy alto en el aire. Permaneci
inmvil un tiempo interminable, como una figura de piedra, con cada poderoso msculo cuidadosamente
dibujado, la mirada atenta a los pjaros que cruzaban el cielo. No me atreva a preguntar por qu estaba tanto
tiempo antes de disparar su flecha.
No oi el zumbido de la flecha al cruzar el aire: slo un grito corto que se disolvi en un abanicar de alas. Por un
instante, el loro, una masa de plumas que la flecha teida de rojo pareca mantener unidas, qued suspendido
en el aire; luego se desplom verticalmente, no muy lejos del sitio donde se encontraba Etewa.
Etewa encendi una hoguera en la que as el pjaro una vez desplumado, y tambin algunos pltanos. Slo
comi una pequea porcin, e insisti en que nosotras tomramos el resto, a fin de que acopiramos fuerzas
para emprender el difcil ascenso de las colinas.
No echamos de menos los rayos del sol que caan sobre el curso del ro al internarnos en la selva. La
penumbra de las trepadoras y los rboles fue un consuelo para nuestros ojos fatigados. Las hojas marchitas
parecan grupos de flores contra el fondo verde. Etewa cogi ramas de los oscuros rboles de cacao silvestre.
Esta madera es buena para frotar y encender fuego dijo, limpiando de corteza las ramas con su afilado
cuchillo, hecho con el incisivo inferior de un agut.
Luego cort las vainas verdes, amarillas y moradas, cada una de las cuales se adhera individualmente a los
breves troncos de cacao mediante tallos cortos, desprovistos de hojas. Abri los frutos y chup la carne dulce y
gelatinosa que rodea las semillas, que envolvi en hojas.
Cocidas explic Ritimi, las semillas de pohoro son deliciosas.
Me pregunt si tendran un sabor semejante al chocolate.
Debe de haber monos y comadrejas por aqu explic Etewa, mostrndome las cscaras de frutas ya
comidas desperdigadas por el suelo. Les gustan los frutos depohoro tanto como a nosotros.
53
Un poco ms all, Etewa se detuvo frente a una liana retorcida, que marc con su cuchillo
Mamucori. Volver a este lugar cuando necesite hacer veneno nuevo.
Ashukamaki? pregunt cuando nos detuvimos debajo de un rbol que tena el tronco incrustado de hojas
brillantes y como enceradas.
Pero no se trataba de la liana que servia para espesar el curare. Etewa seal que las hojas de aqulla eran
largas y dentadas. Se haba detenido al advertir huesos de distintos animales en el suelo.
Un guila arpa dijo, sealando el nido escondido en la copa del rbol.
No la mates suplic Ritimi. Tal vez es el espritu de un iticoteri muerto.
Sin hacer caso de su mujer, Etewa trep al rbol. Al llegar al nido, levant a un aguilucho blanco y plumoso que
piaba sin parar. Omos los fuertes gritos de su madre cuando Etewa lanz el polluelo a tierra. Se apoy contra
el tronco y una rama, y apunt su flecha contra el pjaro que daba vueltas sobre l.
Me alegro de haberla matado dijo Etewa, indicndonos que le siguiramos hasta el sitio donde el guila
muerta haba cado chocando contra rboles y ramas. Slo come carne. Se volvi a Ritimi, y aadi
suavemente: Escuch su grito antes de apuntar: no era la voz de un espritu.
Sac las plumas suaves y blancas que tena el pjaro en el pecho, y otras, grises y largas, de las alas, y las
envolvi en hojas.
El calor de la tarde que se filtraba a travs de los rboles me hacia sentirme amodorrada, y no experimentaba
ms deseos que dormir. Ritimi tena ojeras negras bajo los ojos, como si se hubiera untado carbn en la suave
piel. El paso de Etewa se redujo. Sin decir una palabra, se dirigi hacia el ro. Se qued de pie, inmvil, en el
agua poco profunda y ancha, suspendido en el calor y el resplandor. Miraba las nubes y los rboles reflejados;
luego se acost en un banco de arena de color ocre, en medio del ro. El azul se volva verde y rojo por los
pigmentos de las races sumergidas. No se mova ni una hoja, ni una nube. Hasta los caballitos del diablo que
reposaban sobre el agua parecan inmviles en sus vibraciones transparentes. Acostada boca abajo, dej que
mis manos se apoyaran planas sobre la superficie del ro, como si pudiera sostener la lnguida armona que
reinaba entre los reflejos del ro y el brillo del cielo. Me deslic sobre el vientre hasta que mis labios tocaron el
agua, y beb las nubes reflejadas.
Volvieron dos garzas que haban salido votando al llegar nosotros. Apoyadas en sus largas patas, el cuello
sumergido entre sus plumas, nos miraban con los ojos entrecerrados y parpadeantes. Vi cuerpos plateados
que saltaban en el aire, buscando el embriagante calor que reposaba sobre el agua.
Peces! exclam, mi letargo momentneamente disipado.
Rindose, Etewa seal con su flecha una parvada de loros gritones que cruzaban el cielo.
Pjaros! grit.
Cogi una punta de flecha y, con la punta de la lengua, prob el veneno para ver si todava era bueno.
Satisfecho de su gusto amargo, at la punta a un astil. Luego prob el arco y solt la cuerda.
No est bien tensada dijo desatando un extremo. Lo retorci varias veces y lo fij de nuevo. Pasaremos
aqu la noche decidi, mientras vadeaba el ro.
Subi a la orilla opuesta, y desapareci entre los rboles.
Ritimi y yo nos quedamos en la arena de la orilla. Desenvolvi las plumas y las extendi sobre una piedra para
que el sol matara los piojos. Con gran entusiasmo, me seal un rbol del que colgaban como frutos racimos
de flores plidas. Cort ramas enteras y me ofreci las flores.
Son muy dulces me explic, al notar que no me decida a comerlas.
Trat de explicarle que las flores me recordaban un jabn fuertemente perfumado, y casi en seguida me venci
el sueo. Me despert cuando los rumores del anochecer borraban la luz del da, mientras el murmullo de la
brisa refrescaba los rboles y los pjaros llamaban disponindose a pasar la noche.
Etewa haba vuelto con dos guacos y un montn de hojas de palma. Ayud a Ritimi a recoger lea a lo largo de
la orilla del ro. Mientras ella desplumaba los pjaros, ayud a Etewa a construir un refugio.
Ests seguro de que va a llover? le pregunt, mirando el cielo claro y despejado.
Si el viejo Kamosiwe dijo que va a llover, llover respondi Etewa. Puede oler la lluvia igual que otros
pueden oler la comida.
Hicimos una cabaita acogedora. El poste delantero era ms alto que los dos traseros, pero no lo bastante
para que pudiramos permanecer de pie. Los postes estaban unidos mediante largos palos que daban al
refugio una forma triangular. Tanto el techo como la parte de atrs estaban cubiertos de hojas de palma.
Cubrimos el suelo de hojas de platanillo, porque los postes no eran bastante fuertes para aguantar tres
hamacas.
El realidad, Etewa no haba construido el refugio para comodidad de Ritimi y ma tanto como para la suya
propia. Si se mojaba a causa de la lluvia, poda ser causa de que el nio que llevaba Tutemi en el vientre
naciera muerto o deforme.
Ritimi as las aves, varios pltanos y las semillas de cacao en el fuego que Etewa encendi fuera de la cabaa.
Yo machaqu una de nuestras pias. La mezcla de sabores y texturas me record una cena de Accin de
Gracias.
Debe ser como las nueces de momo dijo Ritimi cuando le expliqu cmo era nuestra salsa de arndano.
El momo tambin es rojo; hay que cocerlo mucho tiempo hasta que queda blando. Luego hay que aclararlo en
agua hasta que pierde todo el veneno.
No creo que me gustaran las nueces de momo.
54
Seguro que s afirm Ritimi. Mira cmo te gustan las semillas de pohoro. Las nueces de momo son
todava mejores.
Sonriendo, asent. Aunque las semillas de cacao tostadas no saban a chocolate, eran tan deliciosas como los
anacardos frescos.
Etewa y Ritimi se quedaron dormidos en el momento en que se acostaron en las hojas de platanillo. Yo me
tend junto a Ritimi. Dormida, se estir hacia mi y me apret junto a ella. El calor de su cuerpo me llen de una
consoladora laxitud; su respiracin acompasada me arrastr a una somnolencia agradable. Por mi mente
pasaba a la deriva una sucesin de imgenes soadas, a veces lentas, a veces rpidas, como si alguien las
proyectara ante mi: los mocototeris saltando de rbol en rbol se deslizaban junto a mi, y sus gritos se
confundan con los del mono aullador. Caimanes de ojos luminosos, apenas visibles sobre la superficie del
agua, parpadeaban soolientos y, repentinamente, abran sus gigantescas mandbulas dispuestos a tragarme.
Osos hormigueros de lenguas viscosas y largas como hilos soplaban burbujas en las que yo me vea cautiva
junto con cientos de hormigas.
Me despert un repentino golpe de viento; traa con l el olor de la lluvia. Me sent y escuch las pesadas
gotas que golpeaban las hojas de palmera. Los ruidos familiares de los grillos y las ranas proporcionaban un
continuo y pulstil zumbido de fondo a los gritos y quejas de los monos noctumos y las notas de flauta de las
perdices. Estaba segura de or pasos y luego unas ramas rotas.
Hay alguien afuera dije, tocando a Etewa.
Se acerc al poste delantero del refugio.
Es un jaguar que busca ranas en los pantanos. Etewa me hizo girar la cabeza un poco hacia la izquierda
. Puedes olerlo.
Husme el aire repetidas veces.
No huelo nada.
Lo que huele es el aliento del jaguar. Es fuerte porque todo lo come crudo. Etewa me hizo girar la cabeza
de nuevo, esta vez hacia la derecha. Escucha, ya vuelve a la selva.
Me acost de nuevo. Ritimi se despert, se frot los ojos y sonri. So que suba a las montaas y vea las
cataratas.
Maana iremos por all dijo Etewa, desatndose la bolsita de epena que llevaba en torno al cuello.
Puso un poco de polvo en la palma de su mano y, con una aspiracin profunda, lo inhal por la nariz.
Vas a cantar a los hekuras ahora? le pregunt.
Suplicar a los espritus de la selva que nos protejan dijo Etewa, y empez a cantar en voz baja.
Su cancin, llevada por la brisa nocturna, pareca atravesar la oscuridad. Estaba segura de que los espritus
que vi van en las cuatro esquinas de la Tierra podan escucharla. El fuego se fue apagando hasta que slo
qued un destello rojizo. Ya no oa la voz de Etewa, pero sus labios seguan movindose cuando me qued
dormida, con un sueo sin ensueos.

Poco despus me despertaron los dbiles quejidos de Ritimi y la toqu en el hombro, pensando que tena una
pesadilla.
Quieres probar? murmur.
Sorprendida, abr los ojos y vi la cara sonriente de Etewa; estaban haciendo el amor. Los observ durante un
rato. El movimiento de sus cuerpos se adaptaba tan ntimamente que apenas se movan.
Etewa, en absoluto avergonzado, sali de Ritimi y se arrodill frente a m. Levantndome las piernas, las estir
ligeramente. Apret sus mejillas contra mis muslos; su contacto era como la caricia juguetona de un nio. No
hubo abrazo, ni palabras. Pero yo me senta llena de ternura.
Etewa volvi a Ritimi, apoyando la cabeza entre su hombro y el mo.
Ahora somos hermanas de verdad dijo Ritimi suavemente. Por fuera no tenemos el mismo aspecto, pero
por dentro ahora somos iguales.
Me acurruqu contra ella. La brisa del ro que soplaba a travs del refugio era como una caricia.

La luz sonrosada del amanecer descendi suavemente sobre los rboles. Ritimi y Etewa se dirigieron al ro.
Sal del refugio y respir el aire del nuevo da. En el amanecer la oscuridad de la selva ya no es negra sino de
un verde azulado, como una caverna submarina iluminada por la luz que se filtra a travs de una grieta secreta.
Un leve roco, como lluvia suave, me moj la cara al apartar hojas y lianas de mi camino. Pequeas araas de
patas peludas reconstruan sus telas de plata rpidamente.
Etewa encontr una colmena dentro de un rbol hueco. Tras exprimir la ltima gota en nuestras bocas aclar el
panal en una calabaza llena de agua y bebimos el agua dulce.
Subimos por senderos casi cerrados junto a pequeas cascadas y gargantas del ro, que corra a velocidades
vertiginosas y produca una brisa que nos remova el cabello y agitaba los bambes de la orilla.
Esta es la escena de mi sueo dijo Ritimi, extendiendo los brazos como para abarcar el amplio curso del
agua que se despeaba ante nosotros en un estanque amplio y profundo.
Camin sobre las oscuras rocas de basalto que sobresalan en torno a las cataratas. Durante largo tiempo, me
qued debajo del agua, con las manos levantadas para romper la fuerza atronadora de la cascada que caa de
las alturas ya entibiada por el sol.
Ven, muchacha blanca! grit Etewa. Los espritus del agua que corre te pondrn enferma.
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Despus, por la tarde, acampamos junto a un platanar silvestre. Entre los pltanos encontr un aguacate. Slo
tena un fruto, no en forma de pera, sino que era redondo y del tamao de un meln, y brillaba como si
estuviera hecho de cera. Etewa me alz para que pudiera alcanzar la primera rama y luego trep lentamente
hacia el fruto que colgaba al final de la rama ms alta. Mi deseo de alcanzar aquella bola verde era tan grande,
que no hice caso de las frgiles ramas que se quebraban bajo mi peso. Mientras tiraba del fruto hacia mi, la
rama en que estaba apoyada cedi.
Etewa ri hasta que le rodaron las lgrimas por las mejillas. Ritimi, rindose tambin, rascaba la papilla de
aguacate de mi panza y mis muslos.
Me poda haber hecho dao dije, picada por su indiferencia y su diversin. Tal vez me haya roto una
pierna.
No, no te la has roto me asegur Etewa. El suelo es blando gracias a las hojas muertas. Sac un poco
de fruta machacada con la mano y me invit a probarla. Te dije que no te quedaras bajo las cataratas
aadi con seriedad. Los espritus del agua que corre te hicieron ignorar el peligro de las ramas secas.
Cuando Etewa hubo construido el refugio ya haba desaparecido todo vestigio del da. Una neblina blanquecina
enturbiaba el aire. No llovi, pero el roco caa de las hojas en grandes gotas al menor contacto.
Dormimos sobre las hojas de platanillo, abrigados por nuestros cuerpos y por el fuego bajo que Etewa mantuvo
vivo toda la noche empujando de vez en cuando, con el pie, los leos ardientes hacia las llamas.
Dejamos el campamento antes de amanecer. Una espesa niebla envolva an los rboles, y el croar de las
ranas nos alcanzaba como si viniera de una gran distancia. Cuanto ms subamos, ms escasa se hacia la
vegetacin, hasta que al final no quedaban ms que hierbas y rocas.
Llegamos a lo largo de una llanura erosionada por los vientos y las lluvias, como una reliquia de otros tiempos.
Abajo, la selva continuaba dormida bajo un manto de niebla: un mundo misterioso y sin caminos, cuya
vastedad uno jams podra adivinar desde el exterior. Nos sentamos en el suelo y esperamos en silencio a que
saliera el sol.
Un insoportable sobrecogimiento me hizo ponerme de pie cuando el cielo se ti de rojo y violeta a lo largo del
horizonte, hacia Oriente. Las nubes, obedeciendo al viento, se abrieron para dejar pasar el disco que se
alzaba. Una neblina sonrosada rodaba sobre las copas de los rboles, y tocaba las sombras pintndolas de
azul oscuro, esparciendo verdes y amarillos por el cielo hasta que alcanz un azul transparente.
Me volv a mirar detrs de mi, hacia el Oeste, donde las nubes cambiaban de forma y permitan la entrada de la
luz en expansin. Hacia el Sur, el cielo estaba teido de ramalazos de fuego, y las nubes luminosas se
amontonaban, empujadas por el viento.
All est nuestro shabono dijo Etewa, sealando en la distancia. Tom mi brazo y me volvi hacia el
Norte. Y all est el gran ro, por donde pasa el hombre blanco.
El sol haba levantado el manto de niebla. El ro brillaba como una culebra dorada cortando el verdor hasta
perderse en una inmensidad de espacio que pareca formar parte de otro mundo.
Quera hablar, gritar a todo pulmn, pero no tena palabras con que expresar mis emociones. Mirando a Ritimi
y Etewa, supe que entendan cun profundamente me conmova el lugar. Abr los brazos como para tomar en
ellos la maravillosa frontera entre selva y cielo. Sent que estaba en el filo del tiempo y el espacio. Poda oir las
vibraciones de la luz, el susurrar de los rboles, y los gritos de los lejanos pjaros llevados por el viento.
Supe repentinamente que si los iticoteris nunca se haban mostrado curiosos respecto de mi pasado era por
eleccin y no por falta de inters. Para ellos, yo no tena historia personal. Slo as podan aceptarme como
algo ms que un ser extrao. Los acontecimientos y relaciones del pasado haban empezado a desdibujarse en
mi memoria. No es que los hubiera olvidado: simplemente haba dejado de pensaren ellos, porque no tenan
significado all, en la selva. Como los iticoteris, haba aprendido a vivir en el presente. El tiempo estaba fuera de
mi. Era algo que deba utilizarse slo en el momento. Una vez usado, se hunda de nuevo en s mismo y se
converta en una parte imperceptible de mi ser interior.
Has estado muy callada durante largo rato observ Ritimi, sentndose en el suelo.
Dobl las piernas, las rode con sus brazos y puso la barbilla sobre ellas, mirndome.
He estado pensando en lo feliz que me siento aqu.
Sonriendo, Ritimi se balance suavemente atrs y adelante.
Un da recoger lea y t ya no estars a mi lado. Pero no me sentir triste, porque esta tarde, antes de
llegar al shabono, nos pintaremos con onoto y estaremos contentos de ver una parvada de loros perseguir al
sol poniente.

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CUARTA PARTE CUARTA PARTE

XIV XIV

Segn me haban dicho, las mujeres no deban tener relacin con ningn aspecto del ritual del epena. No
deban prepararlo, ni se les permita inhalar el polvo alucingeno. Ni siquiera era correcto que una mujer tocara
el tubo de caa por el que se soplaba el polvo, a menos que un hombre le pidiera especficamente que se lo
alcanzara.
Para mi total asombro, una maana vi a Ritimi inclinada sobre el hogar estudiando atentamente las semillas de
epena, de color rojo oscuro, que se secaban sobre las brasas. Sin darme a entender que notaba mi presencia,
procedi a frotar las semillas secas entre las palmas de sus manos sobre una gran hoja que contena un
montoncito de cenizas de corteza. Con la misma confianza y maestra con que haba visto hacerlo a Etewa,
escupa peridicamente sobre las semillas y las cenizas mientras las amasaba en una pasta uniforme y flexible.
Mientras extenda la harinosa mezcla sobre un fragmento de vasija calentado, Ritimi me mir y su sonrisa
revelaba claramente cunto le gustaba mi perplejidad.
Huy, el epena ser fuerte dijo, volviendo a mirar la pasta alucingena que explotaba en ruidosas bombas y
burbujas sobre el trozo de barro cocido.
Con una piedra lisa, moli la masa, rpidamente seca hasta que se convirti en un polvo muy fino y uniforme,
que inclua una capa de polvo del propio fragmento de vasija.
Yo no sabia que las mujeres saben preparar el epena coment.
Las mujeres pueden hacerlo todo replic Ritimi, depositando el polvo amarronado en un estrecho
recipiente de bamb.
Esper en vano que satisficiera mi curiosidad y, finalmente, pregunt:
Por qu lo ests preparando?
Etewa sabe que yo preparo bien el epena declar con orgullo. Le gusta tener listo un poco siempre que
regresa de una cacera.
Durante varios das no habamos comido ms que pescado. Como no tena ganas de cazar, Etewa y un grupo
de hombres hicieron un dique en un arroyuelo, colocando trozos aplastados de plantas de ayori-toto. El agua
se puso blancuzca, como si fuera leche. Todo lo que las mujeres tenan que hacer era llenar sus cestas con los
peces asfixiados que salan a la superficie. Pero a los iticoteris no les gustaba mucho el pescado, y pronto las
mujeres y los nios empezaron a quejarse de la falta de carne. Haban pasado dos das desde que Etewa y sus
amigos se internaran en la selva.
Cmo sabes que Etewa volver hoy? pregunt y antes de que Ritimi contestara, aad rpidamente:
Ya s; lo sientes en tus piernas.
Sonriendo, Ritimi levant el largo y estrecho tubo y sopl repetidamente.
Lo estoy limpiando dijo con un brillo travieso en los ojos.
Has tomado epena alguna vez?
Ritimi se inclin ms para susurrar en mi odo:
Si, pero no me gust. Me dio dolor de cabeza. Mir a su alrededor furtivamente. Quieres probar un
poco?
No quiero que me d dolor de cabeza.
Tal vez a ti no te pase igual.
Levantndose, puso tranquilamente el recipiente de bamb y la caa de un metro de largo en su cesta.
Vamos al ro. Quiero asegurarme de que mezcl bien el epena.
Caminamos por la orilla a buena distancia de donde los iticoteris solan ir a baarse o a recoger agua. Me
acuclill en el suelo frente a Ritimi, que con sumo cuidado empez a introducir una pequea cantidad de epena
por un extremo de la caa. Con delicadeza, golpeaba el tubo con el indice, distribuyendo el polvo a lo largo de
la caa. Sent que me rodaban gotas de sudor por los costados. La nica vez que me haba drogado fue
cuando me sacaron tres muelas del juicio. Entonces me pregunt si no habra sido mejor soportar el dolor, en
vez de sufrir las espantosas alucinaciones que me produjo la droga.
Levanta un poco la cabeza me aconsej Ritimi, sosteniendo el delgado tubo delante de mi. Ves la
pequea nuez de rasha que hay en la punta? Apritala contra el agujero de tu nariz.
Asent. Vea que la semilla de palma haba sido fuertemente adherida con resma al extremo de la caa. Me
asegur de que el agujerito abierto en el fruto hueco estaba dentro de mi nariz. Recorr con los dedos la frgil y
tersa caa, a todo lo largo. O el ruido sbito del aire comprimido disparado a travs del tubo. Lo solt cuando
un penetrante dolor perfor mi cerebro.
Se siente una cosa horrible! me quej, golpeando lo alto de mi cabeza con las palmas.
Ahora el otro dijo Ritimi riendo, mientras colocaba la caa sobre el lado izquierdo de mi nariz.
Sent que estaba sangrando, pero Ritimi me asegur que slo eran mocos y saliva que goteaban
incontrolablemente de mi nariz y mi boca. Trat de limpiarme, pero no poda levantar la mano, de pesada que
pareca.
Por qu no tratas de disfrutarlo en vez de preocuparte tanto porque te cae un poco de baba sobre el
57
ombligo?
dijo Ritimi, burlndose de mis torpes esfuerzos. Despus te lavar en el ro.
No hay nada que disfrutar repliqu, empezando a sudar profusamente por todos los poros.
Tena nuseas y senta los miembros extraamente pesados. Vea puntos de luz rojos y amarillos por todas
partes. Me preguntaba qu le parecera tan gracioso a Ritimi. Su risa reverberaba en mis odos como si
procediera del interior de mi cabeza.
Djame soplar un poco en tu nariz suger.
Oh, no; tengo que cuidarte. No podemos acabar las dos con dolor de cabeza.
Este epena me dar algo ms que un dolor de cabeza. Sopla un poco ms en mi nariz. Quiero ver un hekura.
Los hekuras no vienen a las mujeres dijo Ritimi entre ataques de risa. Puso la caa contra mi nariz. Pero
tal vez si cantas, vendrn a ti.
Sent cmo cada grano viajaba por mi conducto nasal, explotando en lo alto de mi crneo. Lentamente, una
deliciosa laxitud se extendi por mi cuerpo. Volv la mirada al ro, casi esperando que alguna criatura mtica
emergiera de sus profundidades. Las ondas empezaron a crecer hasta convertirse en olas que rompan con
tanta fuerza que me ech hacia atrs sobre manos y rodillas. Estaba segura de que el agua intentaba
atraparme. Al mirar la cara de Ritimi, me sorprendi su expresin de alarma.
Qu pasa? pregunt.
Mi voz se perdi mientras segua la direccin de su mirada. Etewa e lramamowe estaban de pie ante nosotras.
Con gran dificultad, me levant. Los toqu para asegurarme de que no estaba alucinada.
Desataron los grandes bultos que colgaban de sus espaldas y se los tendieron a los dems cazadores que
esperaban
detrs de ellos, en el sendero.
Llevad la carne al shabono dijo lramamowe con voz ronca.
La idea de que Etewa e lramamowe comeran una parte tan pequea de la carne me llen de tal tristeza que
empec a llorar. Un cazador regala la mayor parte de la caza que obtiene. Antes pasara hambre que correr el
riesgo de ser acusado de avaricia.
Te dar mi parte le dije a Etewa. A m me gusta ms el pescado que la carne.
Por qu ests tomando epena?
La voz de Etewa era severa, pero sus ojos brillaban de diversin.
Tenamos que ver si Ritimi haba mezclado bien el polvyo murmur. No es suficientemente fuerte.
Todava no he visto ningn hekura.
Es fuerte contest Etewa. Poniendo sus manos sobre mis hombros, me hizo sentarme en el suelo frente a
l. El epena de semillas es ms fuerte que el que se hace de corteza. Llen la caa con el polvo. El
aliento de Ritimi no tiene mucha fuerza.
Una sonrisa diablica arrug su rostro mientras colocaba el tubo contra mi nariz y soplaba.
Me ca hacia atrs, sujetndome la cabeza, que reverberaba con las carcajadas de lramamowe y Etewa.
Lentamente, me levant. Senta como si mis pies no tocaran el suelo.
Baila, muchacha blanca me incit lramamowe. A ver si puedes atraer a los hekuras con tu canto.
Fascinada por sus palabras, alargu los brazos y empec a bailar con pequeos pasos saltarines, tal como
haba visto que hacan los hombres cuando estaban en un trance de epena.
En mi cabeza resonaban la meloda y las palabras de una de las canciones para los hekuras, que entonaba
Iramamowe.

Despus de llamar durante varios das al hekura del colibr vino a m finalmente. Maravillado, contempl su
danza. Me desmay en el suelo y no sent nada cuando me atraves la garganta y me arranc la lengua. No vi
cmo mi sangre corra hasta el ro, tiendo el agua de rojo. l llen la abertura de plumas preciosas. Por eso s
las canciones de los hekuras, por eso canto tan bien.

Etewa me gui a la orilla del ro y ech agua sobre mi cara y mi pecho.
No repitas su cancin me advirti. lramamowe se enfadar. Te har dao con sus plantas mgicas.
Quera obedecer, pero estaba forzada a repetir la cancin de hekuras de lramamowe.
No repitas su cancin suplic Etewa. Iramamowe te dejar sorda. Har que te sangren los ojos. Etewa
se volvi hacia lramamowe. No embrujes a la muchacha blanca.
No lo har le asegur lramamowe. No estoy enfadado con ella. Ya s que todava no conoce nuestras
costumbres. Tomando mi cara entre sus manos, me forz a mirarlo a los ojos. Veo a los hekuras bailar en
sus pupilas.
A la luz del sol, los ojos de lramamowe no eran oscuros, sino claros, del color de la miel.
Yo tambin puedo ver los hekuras en tus ojos le dije, estudiando las chispas amarillas que haba en sus
iris.
Su rostro resplandeca con una bondad que yo nunca haba visto antes. Trat de decirle que por fin haba
entendido por qu se llamaba Ojo de Jaguar, pero me desmay sobre l. Recuerdo vagamente que alguien me
llevaba en sus brazos. En cuanto me encontr en mi hamaca, ca en un profundo sueo, del que no me
despert hasta el da siguiente.

58

Arasuwe, Iramamowe y el viejo Kamosiwe se haban reunido en la cabaa de Etewa. Los mir uno por uno,
presa de ansiedad. Se haban pintado con onoto, y sus orejas perforadas estaban adornadas con trozos de
caa y plumas. Cuando Ritimi se sent a mi lado, en mi hamaca, supe que haba venido a protegerme de la ira
de los hombres. Antes de que stos tuvieran oportunidad de hablar, empec a tejer excusas por haber tomado
el epena. Cuanto ms rpidamente hablaba, ms a salvo me senta. Un flujo continuo de palabras, pensaba,
era el modo ms seguro de disipar su enojo.
Arasuwe interrumpi al cabo mi incoherente charla.
Hablas demasiado aprisa. No entiendo lo que dices.
Me sent desconcertada por la amabilidad de su tono. Estaba segura de que sta no era resultado de lo que yo
haba dicho. Observ a los otros dos. Excepto por una vaga curiosidad, sus rostros no revelaban nada. Me
apoy en Ritimi y pregunt bajito:
Si no estn enfadados, por qu se encuentran en la cabaa?
No s respondi suavemente.
Muchacha blanca, habas visto un hekura alguna vez, antes de ayer? pregunt Arasuwe.
No he visto ningn hekura en mi vida asegur rpidamente. Ni siquiera ayer.
lramamowe vio hekuras en tus ojos insisti Arasuwe. Tom epena anoche. Su hekura personal le dijo
que l te haba enseado su cancin.
Yo s la cancin de Iramamowe porque la he odo muchas veces dije casi gritando. Cmo podra
habrmela enseado su hekura? Los espritus no vienen a las mujeres.
No pareces una mujer iticoteri coment el viejo Kamosiwe, mirndome como si me viera por primera vez.
Los hekuras podran confundirse fcilmente. Se sec el jugo de tabaco que le caa por la comisura de los
labios. A veces los hekuras se han presentado a las mujeres.
Cranme le dije a lramamowe; s tu cancin porque te he odo cantarla muchas veces.
Pero canto muy bajo argument lramamowe. Si realmente sabes mi cancin, por qu no la cantas
ahora?
Con la esperanza de que esto dara por terminado el asunto del epena, empec a tararear la meloda. Para mi
gran desolacin, no pude recordar las palabras.
Ves? exclam lramamowe, triunfante. Mi hekura te ense mi cancin. Por eso no me enfad contigo
ayer, por eso no sopl sobre tus ojos y tus orejas, por eso no te golpe con un tronco ardiente.
As debe ser admit, forzndome a sonrer.
Por dentro, me recorri un escalofro. lramamowe era bien conocido por su mal carcter, su naturaleza
vengativa y sus crueles castigos.
El anciano Kamosiwe escupi su bola de tabaco al suelo
y cogi un pltano que colgaba directamente encima de l.
Lo pel y se lo meti entero en la boca.
Hace mucho tiempo, hubo un shapori mujer balbuci, masticando todava. Su nombre era lmaawami. Su
piel era tan blanca como la tuya. Era alta y muy fuerte. Cuando tomaba epena, cantaba a los heku ras. Saba
cmo quitar el dolor con masajes y cmo chupar una enfermedad. No haba nadie como ella para cazar las
almas perdidas de los nios y para contrarrestar las maldiciones de los chamanes enemigos.
Dinos, muchacha blanca intervino Arasuwe, has conocido a un shapori antes de venir aqu? Alguno te
ha enseado?
Conozco a chamanes, pero nunca me ensearon nada. Con gran detalle, describ el tipo de trabajo a que me
dedicaba antes de mi llegada a la misin. Habl de doa Mercedes y de cmo ella me permiti observar y
grabar las visitas de sus pacientes.
Una vez, doa Mercedes me dej tomar parte en una sesin espiritista. Crea que tal vez yo era una mdium.
En su casa se haban reunido curanderos de varias regiones . Todos nos sentamos en crculo cantando para
que los espritus vinieran. Cantamos durante mucho tiempo.
Tomasteis epena? pregunt lramamowe.
No. Fumamos unos puros grandes y gruesos dije, y casi me re al recordarlo.
Haba diez personas en la habitacin de doa Mercedes. Nos sentamos rgidamente en taburetes cubiertos de
piel de cabra. Con obsesiva concentracin, chupamos nuestros puros, y llenamos la habitacin de un humo tan
espeso que apenas podamos vernos unos a otros. Yo estaba demasiado ocupada con mi mareo como para
poder entrar en trance.
Uno de los curanderos me pidi que me fuera, diciendo que los espritus no acudiran mientras yo estuviera
en la habitacin.
Se presentaron los hekuras cuando t te fuiste? pregunt lramamowe.
S. Doa Mercedes me cont al da siguiente cmo los espritus haban entrado en la cabeza de cada curan-
dero.
Qu raro murmur lramamowe. Pero debes de haber aprendido muchas cosas si viviste en su casa.
Aprend sus oraciones y sus encantamientos para los espritus, y tambin los tipos de plantas y races que
usaba para sus pacientes. Pero nunca me ense cmo comunicarme con los espritus o cmo curar a la
gente. Mir a cada uno de los hombres. Etewa era el nico que sonrea.
Segn ella, la nica forma de aprender algo sobre la curacin era practicndola.
59
Empezaste a curar? pregunt el viejo Kamosiwe.
No. Doa Mercedes me sugiri que me fuera a la selva.
Los cuatro hombres se miraron. Luego, lentamente, se volvieron hacia mi y preguntaron casi a coro:
Viniste aqu para aprender sobre los chamanes?
No! grit; luego, en un tono ms bajo, aad: Vine aqu a traer las cenizas de Anglica.
Eligiendo mis palabras con mucho cuidado, les expliqu que mi profesin era estudiar a la gente, incluidos los
chamanes, no porque yo quiera ser uno de ellos, sino porque me interesaba investigar las similitudes y
diferencias entre las diversas tradiciones chamanistas.
Alguna vez has estado con otros shaporis, aparte de doa Mercedes? pregunt el viejo Kamosiwe.
Les cont acerca de Juan Caridad, un anciano al que conoc diez aos antes. Me levant y cog mi mochila,
que guardaba dentro de una cesta atada a una de las vigas. Del bolsilo interior, que, debido a su extraa
cerradura una cremallera, haba escapado a la curiosidad de la anciana, saqu una bolsita de cuero. Vaci
su contenido en las manos de Arasuwe. Con desconfianza, contempl una piedra, una perla y el diamante sin
tallar que me haba dado el seor Barth.
Esta piedra dije, tomndola de manos de Arasuwe me la dio Juan Caridad. La hizo salir del agua de un
salto ante mis ojos.
Acarici la piedra suave de color dorado. Se ajustaba perfectamente a la palma de mi mano. Tena forma de
valo, plana por un lado, con un bulto redondo por el otro.
Te quedaste con l, de la misma forma que con doa Mercedes? pregunt Arasuwe.
No. No me qued mucho tiempo con l. Le tena miedo.
Miedo? Yo cre que nunca tenias miedo! exclam el viejo Kamosiwe.
Juan Caridad era un hombre impresionante. Me provocaba extraos sueos en los que l siempre apareca.
Por la maana me contaba con todo detalle lo que yo haba soado.
Los hombres se miraron y asintieron.
Qu shapori tan poderoso! dijo Kamosiwe. Qu te hizo soar?
Les dije que el sueo que ms me haba asustado haba sido, hasta cierto punto, una rplica secuencial exacta
de un acontecimiento que tuvo lugar cuando yo contaba cinco aos. Una vez, cuando volva de la playa en el
coche con mi familia, mi padre decidi no encaminarse directamente a casa, y tomar un desvo por la selva
para buscar orqudeas. Nos detuvimos junto a un ro no muy profundo. Mis hermanos se internaron con mi
padre por la maleza. Mi madre, temerosa de las serpientes y los mosquitos, se qued en el coche. Mi hermana
me ret a vadear con ella hasta la otra orilla. Ella tena diez aos ms que yo, y era alta y delgada, con el pelo
corto y rizado, tan quemado por el sol que pareca blanco. Sus ojos eran de un oscuro marrn aterciopelado,
no azules ni verdes como los de la mayora de las rubias. Se sent en medio del arroyo y me dijo que
observara el agua entre sus pies: para mi completo asombro el agua se puso roja de sangre. Te has hecho
dao?, le pregunt. No me dijo una palabra; se levant y, sonriendo, me dijo que la siguiera. Yo permanec en
el agua, petrificada, mientras la vea trepar a la orilla opuesta.
En el sueo, yo tena el mismo miedo, pero me dije que ahora que yo era adulta no tena nada que temer. Iba a
seguir a mi hermana a la otra orilla por el empinado borde del ro, cuando escuch la voz de Juan Caridad que
me incitaba a quedarme en el agua. Te est llamando desde la tierra de los muertos dijo. No te acuerdas
de que est muerta?
Por mucho que le supliqu, Juan Caridad se neg absolutamente a decirme cmo logr aparecer en mi sueo
o cmo sabia que mi hermana haba muerto en un accidente de avin. Nunca le haba hablado de mi familia.
No sabia nada de m, excepto que proceda de Los ngeles y quera investigar las prcticas curativas.
Juan Caridad no se enfad cuando suger que probablemente l conoca a alguien que a su vez me conoca
bien. Me asegur que no importaba lo que dijera ni de qu lo acusara: no hablara de un asunto sobre el que
haba jurado guardar silencio. Tambin me incit a volver a casa.
Por qu te dio la piedra? pregunt el viejo Kamosiwe.
Veis estas manchas oscuras y las venas transparentes que atraviesan su superficie en todos sentidos?
expliqu, acercando la piedra a su nico ojo. Juan Caridad me dijo que representan los rboles y los ros de
la selva. Dijo que la piedra revelaba que yo pasara largo tiempo en la selva, que deba conservarla como un
talismn que me protegera de todo mal.
Los cuatro hombres guardaron silencio durante largo rato. Arasuwe me tendi el diamante sin tallar y la perla.
Dinos qu son estas piedras.
Les habl del diamante que el seor Barth me haba dado en la misin.
Y esto? pregunt el anciano Kamosiwe, recogiendo de mi mano la pequea perla. Nunca haba visto
una piedra tan redonda.
Hace mucho tiempo que la tengo.
Ms que la piedra que te dio Juan Caridad? pregunt Ritimi.
Mucho ms. La perla tambin me la dio un anciano cuando llegu a la isla Margarita, adonde fui con unos
compaeros de escuela a pasar unas vacaciones. Cuando desembarcamos, un viejo pescador vino
directamente hacia mi. Puso la perla en mi mano y me dijo: Es tuya desde el da que naciste. La perdiste, pero
yo la encontr para ti en el fondo del mar
Y qu pas entonces? pregunt Arasuwe, impaciente.
No pas gran cosa. Antes de que me recobrara de la sorpresa, el anciano se haba ido.
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Kamosiwe sostuvo la perla en su mano, dejndola rodar atrs y adelante. Pareca extraamente hermosa en su
palma oscura y llena de callosidades, como si tal fuera su sitio.
Me gustara que te quedaras con ella le dije. Sonriendo, Kamosiwe me mir.
Me gusta mucho. Sostuvo la perla contra la luz del sol. Qu hermosa es. Hay nubes dentro de la piedra.
El anciano que te la dio se pareca a m? pregunt mientras los cuatro salan de la cabaa.
Era viejo como t dije, mientras l caminaba hacia su cabaa.
Pero no me haba odo. Sosteniendo la perla muy arriba sobre su cabeza, caminaba por el claro.

Nadie dijo nada sobre el hecho de que yo hubiera tomado epena. Algunas noches, sin embargo, cuando los
hombres se reunan fuera de sus cabaas para inhalar el polvo alucingeno, algunos jvenes gritaban en
broma:
Muchacha blanca, queremos verte bailar! Queremos orte cantar la cancin de hekuras de lramamowe!
Pero no, prob el polvo nunca mas.

XV XV

Nunca descubr dnde viva Puriwariwe, el hermano de Anglica. Me preguntaba si cuando le necesitaban iban
realmente a llamarlo, o si l lo intua. Nadie saba si iba a quedarse en el shabono unos das o varias semanas.
Haba algo tranquilizador en su presencia, en el modo en que cantaba a los hekuras por la noche, pidiendo a
los espritus que protegieran a su gente, especialmente a los nios, que eran los ms vulnerables de todos, de
los encantamientos de un shapori maligno.
Una maana, el viejo shapori entr directamente en la cabaa de Etewa. Se sent en una de las hamacas
vacas, y me pidi que le mostrara los tesoros que tena escondidos en mi mochila.
Estuve tentada de decirle que no tena nada escondido, pero guard silencio y desat la cesta que colgaba de
la viga. Sabia que iba a pedirme una de las piedras y deseaba fervientemente que no fuera la que Juan
Caridad me haba dado. De alguna manera, estaba segura de que la piedra me haba conducido a la selva.
Tema que si Puriwariwe me la quitaba, llegara Milagros y me llevara de vuelta a la misin. O, peor an, algo
horrible podra sucederme. Aceptaba implcitamente la creencia en los poderes protectores de la piedra.
El anciano estudi atentamente tanto el diamante como la piedra. Sostuvo el diamante contra la luz.
Quiero sta dijo, sonriendo. Tiene los colores del cielo dentro. Estirndose en la hamaca, el anciano
puso el diamante y la otra piedra sobre su estmago. Ahora, quiero que me cuentes acerca del shapori Juan
Caridad.
Quiero or todos los sueos en que ese hombre apareca.
No s si me acuerdo de todos.
Mirando su rostro delgado y lleno de arrugas y su cuerpo demacrado, tuve la vaga sensacin de conocerle
desde haca ms tiempo del que poda recordar. Produca en m una sensacin familiar y tierna cuando sus
ojos sonrientes sostenan mi mirada. Me acost cmodamente en mi hamaca y empec a hablar con fluidez.
Cuando no conoca la palabra iticoteri para decir algo, utilizaba la espaola. A Puriwariwe esto no pareca
molestarle. Yo tena la impresin de que le interesaban ms el sonido y el ritmo de mis palabras, que su
significado real.
Cuando termin mi narracin, el anciano escupi el tabaco que Ritimi le haba preparado antes de irse a
trabajar en las huertas. Con voz suave, me habl de la mujer chamn que ya haba mencionado Kamosiwe.
lmaawami no slo estaba considerada como un gran shapori, sino que se crea que haba sido una magnfica
cazadora y guerrera que asaltaba los poblados enemigos junto a los hombres.
Tena un fusil? pregunt, con la esperanza de averiguar algo sobre su identidad.
Desde que oyera hablar de ella por primera vez, me haba obsesionado la posibilidad de que se tratara de una
cautiva blanca. Tal vez de tiempos tan remotos como la poca de la llegada de los espaoles en busca de El
Dorado.
Usaba arco y flechas dijo el anciano chamn. Su veneno de mamucori era de la mejor clase.
Aunque intent formular mi pregunta de diversas maneras, me fue imposible averiguar si Imaawami era una
persona real o un ser que perteneca a una poca mitolgico. Lo nico que el shapori estaba dispuesto a
decirme era que lmaawami existi hacia mucho tiempo. Yo tena la seguridad de que el anciano no intentaba
eludir mis preguntas:
era muy comn que los iticoteris se mostraran vagos acerca de los acontecimientos pasados.

Algunas tardes, cuando las mujeres ya haban preparado la ltima comida del da, Puriwariwe se sentaba junto
al fuego en el centro del claro. Jvenes y ancianos se reunan en torno a l. Yo siempre buscaba un sitio en su
proximidad, porque no quera perderme ni una palabra de lo que deca. Con tono lento, montono y nasal,
hablaba del origen del hombre, del fuego, de las inundaciones, de la luna y el sol. Algunos de estos mitos me
eran ya conocidos. Sin embargo, cada vez que los escuchaba era como si se tratara de una historia distinta.
Cada narrador los embelleca o mejoraba segn su propio criterio.
Cul es el verdadero mito de la creacin? le pregunt una noche a Puriwariwe cuando hubo terminado la
historia de Waipilishoni, una mujer chamn que haba creado la sangre mezclando onoto y agua.
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Haba dado vida a los cuerpos de madera de un hermano y una hermana hacindoles beber esa sustancia. La
noche anterior el shapori nos haba dicho que el primer indio naci de la pierna de una criatura con forma
humana.
Por un instante, Puriwariwe me mir con expresin de perplejidad.
Todos son reales dijo finalmente. No sabes que el hombre fue creado muchas veces a lo largo de los
tiempos?
Sacud la cabeza asombrada. Me toc la cara y se ri.
Huy, qu ignorante eres todava! Escucha con atencin. Te dir todas las veces que el mundo ha sido
destruido por incendios e inundaciones.

Unos das ms tarde, Puriwariwe anunci que Xorowe, el hijo mayor de Iramamowe, deba ser iniciado como
shapori. Xorowe tena tal vez diecisiete o dieciocho aos. Su cuerpo era gil y esbelto, y en su rostro estrecho
de facciones finas sus ojos castaos oscuros parecan demasiado grandes y brillantes. Llevando slo una
hamaca, se traslad a la pequea cabaa que haba sido construida para l en el claro. Se crea que los
hekuras huan de las mujeres, por lo que no se permita a ninguna de stas acercarse a la habitacin, ni
siquiera a la madre, la abuela y las hermanas de Xorowe.
Eligieron a un joven que nunca haba estado con una mujer para que cuidara del iniciado. El soplaba el epena
en la nariz de Xorowe, vigilaba que el fuego no se apagara y se aseguraba todos los das de que Xorowe
tuviera una cantidad suficiente de agua y miel, la nica comida que el iniciado tena permitida. Las mujeres
siempre dejaban lea suficiente fuera del shabono, para que el muchacho no tuviera que ir a buscarla
demasiado lejos. Los hombres eran responsables de encontrar la miel. Cada da, el shapori los enviaba ms
lejos, por la selva, a buscar nuevos panales.
Xorowe se pasaba la mayor parte del tiempo dentro de la cabaa, tendido en su hamaca. A veces se sentaba
en un tronco pulido que lramamowe haba colocado fuera de la casita, porque no deba sentarse en el suelo. Al
cabo de una semana, el rostro de Xorowe se haba oscurecido debido al epena. Sus ojos, antes brillantes,
estaban opacos y desenfocados. Su cuerpo, sucio y demacrado, se mova con torpeza, como si estuviera
ebrio.
La vida continu como siempre en el shabono, excepto para las familias que vivan ms cerca de la cabaa de
Xorowe, a las que no se les permita cocinar carne en sus hogares. Segn Puriwariwe, los hekuras detestaban
el olor de la carne asada y con slo que olfatearan levemente este aroma, huiran de vuelta a las montaas.
Como su aprendiz, Puriwariwe tomaba epena da y noche. Sin descanso, cantaba durante horas, invitando a
los espritus a la cabaa de Xorowe, suplicando a los hekuras que abrieran de un tajo el pecho del joven.
Algunas noches, Arasuwe, Iramamowe y otros acompaaban al anciano en sus cantos.
Durante la segunda semana, con una voz insegura y temblorosa, Xorowe se uni a los cantos. Al principio slo
entonaba las canciones de los hekuras del armadillo, el tapir, el jaguar y otros animales grandes, que se
consideraban espritus masculinos. Eran los ms fciles de convencer. Luego, las canciones de los hekuras de
las plantas y las rocas. Por ltimo, las de los espritus femeninos: la araa, la serpiente y el colibr. No slo eran
los ms difciles de atraer, sino que su naturaleza traicionera y celosa resultaba difcil de controlar.
Una noche, tarde ya, cuando la mayora de los habitantes del shabono dorman, me sent fuera de la cabaa
de Etewa y contempl a los hombres que cantaban. Xorowe estaba tan dbil que uno de aqullos tena que
sostenerlo para que Puriwariwe pudiera bailar a su alrededor.
Xorowe, canta ms alto! le deca el anciano. Canta tan alto como los pjaros, tan alto como los
jaguares. Puriwariwe sali bailando del shabono y se intern en la selva. Xorowe, canta ms alto!
gritaba. Los hekuras que viven en todos los rincones del mundo necesitan escuchar tu cancin.
Tres noches ms tarde, los gritos de alegra de Xorowe resonaron en todo el shabono:
Padre, padre, los hekuras se acercan! Puedo orlos zumbar y silbar. Bailan y vienen hacia m. Me estn
abriendo el pecho, la cabeza. Vienen a travs de mis dedos y de mis pies. Xorowe sali corriendo de la
cabaa. En cuclillas ante el anciano, grit: Padre, padre, aydame, porque vienen a travs de mis ojos y mi
nariz!
Puriwariwe ayud a Xorowe a levantarse. Empezaron a bailar en el claro; sus sombras delgadas y esquelticas
se derramaban por el suelo iluminado por la luna. Horas ms tarde, un grito desesperado, el aullido de pnico
de un nio, perfor el alba.
Padre, padre, de aqu en adelante no dejes que ninguna mujer se acerque a mi cabaa!
Eso es lo que dicen todos murmur Ritimi, saliendo de su hamaca. Atiz el fuego y enterr varios pltanos
entre las brasas. Cuando Etewa decidi que lo iniciaran como shapori, yo ya me haba ido a vivir con l. La
noche en que le suplic a Puriwariwe que no dejara a ninguna mujer acercrsela fui a su cabaa y expuls a
los hekuras.
Por qu?
La madre de Etewa as me lo aconsej. Tena miedo de que l se muriera. Saba que a Etewa le gustaban
demasiado las mujeres, y que nunca se convertira en un gran shapori.
Ritimi se sent en mi hamaca. Te contar toda la historia. Se instal cmodamente contra m, y empez
a hablar en un murmullo bajo. La noche en que los hekuras entraron en el pecho de Etewa, grit igual que
Xorowe ha gritado esta noche. Los hekuras hembra son los que producen tanto ruido. No quieren a ninguna
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mujer en la cabaa. Etewa sollozaba amargamente esa noche, gritando que una mujer malvada haba pasado
cerca de su cabaa. Me sent muy triste cuando le o decir que los hekuras lo haban abandonado.
Etewa lleg a saber que fuiste t quien estuvo en su cabaa?
No. Nadie me vio. Si Puriwariwe lo sabe, nunca se lo dijo, pues l saba que Etewa nunca sera un buen
shapori.
Por qu fue iniciado, entonces?
Siempre hay la posibilidad de que un hombre se convierta en un gran shapori. Ritimi apoy su cabeza en
mi brazo. Aquella noche muchos hombres se quedaron cantando para que los hek aras volvieran. Pero los
espritus no tenan ningn deseo de volver. Huyeron no slo porque Etewa qued manchado por una mujer,
sino porque teman que l nunca fuera un buen padre para ellos.
Por qu se mancha un hombre cuando va con una mujer?
Los shaporis se manchan. No s por qu, pues tanto los hombres como los shaporis disfrutan de ello. Creo
que los hekuras hembra estn celosos y tienen miedo de un hombre que goza de mujeres con demasiada
frecuencia.
Ritimi continu explicando que un hombre sexualmente activo tiene pocos deseos de tomar epena y cantar a
los espritus. Los espritus masculinos no son posesivos. Se contentan con que un hombre tome el alucingeno
antes y despus de una cacera o un asalto.
Yo prefiero tener por marido a un buen cazador y guerrero que a un buen shapori confes A los shaporis
no les gustan mucho las mujeres.
Y qu ocurre con lramamowe? pregunt. Est considerado como un gran shapori pero tiene dos
mujeres.
Huy, eres tan ignorante ... ! Te lo tengo que explicar todo. Ritimi se ri. lramamowe no duerme a
menudo con sus dos mujeres. Su hermano menor, que no tiene mujer propia, duerme con una de ellas.
Ritimi mir a su alrededor para asegurarse de que nadie nos escuchaba. Te has dado cuenta de que
lramamowe muchas veces se va solo a la selva?
Asent.
Pero as lo hacen otros hombres.
Y tambin las mujeres. Ritimi me imitaba, pronunciando mal las palabras, tal como yo lo haba hecho. Me
era muy difcil reproducir el tono nasal correcto de los iticoteris que acaso se debiera a que solan tener tabaco
en la boca. No es eso lo que quiero decir. Iramamowe se va a la selva para encontrar lo que buscan los
grandes shaporis.
Qu es?
La fuerza para viajar a la casa del trueno. La fuerza para viajar hasta el sol y volver vivo.
He visto a Iramamowe durmiendo en la selva con una mujer confes.
Ritimi se ri suavemente.
Te dir un secreto muy importante susurro. Iramamowe duerme con una mujer en la forma en que lo
hacen los shaporis. Se lleva la energa de la mujer, pero no le da nada a cambio.
T has dormido con l?
Ritimi asinti. Pero a pesar de lo mucho que la presion y le supliqu, no quiso explicarme nada mas.

Una semana ms tarde, la madre, hermanas, tas y primos de Xorowe empezaron a lamentarse en sus
cabaas.
Anciano! gritaba la madre. Mi hijo ya no tiene fuerza. Quieres matarlo de hambre? Quieres matarlo
de falta de sueo? Es tiempo de que lo dejes en paz.
El viejo shapori no prest atencin a sus gritos. La noche siguiente, Iramamowe tom epena y bail ante la
cabaa de su hijo. Alternativamente, saltaba muy alto o se arrastraba a cuatro patas, imitando los feroces
rugidos de un jaguar. Se detuvo de pronto. Con los ojos fijos en un punto situado directamente delante de l, se
sent en el suelo.
Mujeres, mujeres, no desesperis! grit con voz fuerte y nasal. Xorowe tiene que quedarse sin comida
unos pocos das ms. Aunque parece dbil y sus movimientos son torpes y se queja en sueos, no se morir.
Levantndose, lramamowe se dirigi a Puriwariwe y le pidi que soplara ms epena en su cabeza. Luego
volvi al mismo lugar donde estuvo sentado.
Escucha con cuidado me aconsej Ritimi. Iramamowe es uno de los pocos shapons que han viajado al
sol durante su iniciacin. Ha guiado a otros en su primer viaje. Tiene dos voces. La que acabas de or es la
~uya; la otra es la de su hekura personal.
Ahora las palabras de lramamowe surgan de lo hondo de su pecho; como piedras que rodaran por un
barranco, las palabras se amontonaban en el silencio de la gente reunida en sus cabaas. Acurrucados y
juntos, en una atmsfera pesada de humo y expectacin, apenas parecan respirar. Sus ojos brillaban de
anhelo por lo que el hekura personal de lramamowe haba de decir, por lo que iba a ocurrir en el mundo
misterioso de los iniciados.
Mi hijo ha viajado hasta las profundidades de la Tierra y se ha quemado en los ardientes fuegos de las
cavernas silenciosas dijo lramamowe con su atronadora voz de hekura. Guiado por los ojos de los
hekuras, ha sido conducido a travs de telaraas de oscuridad, a travs de ros y montaas. Le han enseado
las canciones de los pjaros, los peces, las serpientes, las araas, los monos y los jaguares.
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Aunque sus ojos y sus mejillas estn hundidos, es fuerte. Los que han descendido a las cavernas silenciosas y
ardientes, los que han viajado ms all de la neblina de la selva, volvern con su hekura personal en el pecho.
Ellos sern guiados hasta el sol, a las luminosas cabaas de mis hermanos y hermanas, los hekuras del cielo.
Mujeres, mujeres, no gritis su nombre! Dejadlo continuar su viaje. Dejadlo separarse de su madre y sus
hermanas, para que pueda alcanzar ese mundo de luz, que es ms agotador que el de la oscuridad.
Fascinada, escuchaba la voz de Iramamowe. Nadie hablaba, nadie se mova, nadie miraba nada que no fuera
su figura, rgidamente sentada ante la cabaa de su hijo. Despus de cada pausa, su voz se alzaba a un tono
de intensidad ms alto.
Mujeres, mujeres, no desesperis! En su camino encontrar a los que han soportado las largas noches de
niebla. Encontrar a los que no han vuelto. Encontrar a los que no han temblado de miedo ante lo que han
presenciado durante su viaje. Encontrar a aquellos cuyos cuerpos fueron quemados y cortados en pedazos,
cuyos huesos fueron arrancados y puestos a secar al sol. Encontrar a los que no cayeron en las nubes en su
camino hacia el sol.
Mujeres, mujeres, no perturbis su equilibrio! Mi hijo est por llegar al final de su viaje. No contemplis su
rostro oscuro. No miris sus ojos vacos que brillan sin luz, porque est destinado a ser un hombre solitario.
lramamowe se levant. Con Puriwariwe, entr en la cabaa de Xorowe, donde pasaron el resto de la noche
cantando suavemente a los hekuras.
Pocos das despus, el jovencito que se haba encargado de Xorowe durante sus largas semanas de iniciacin
lo lav con agua caliente y lo sec con hojas aromticas. Luego pint su cuerpo con una mezcla de carbones y
onoto: lneas onduladas que iban desde su frente hasta sus mejillas y sus hombros. El resto de su cuerpo
qued salpicado de manchas rojas dispuestas uniformemente que le llegaban hasta los tobillos.
Por un momento, Xorowe se qued en medio del claro. Sus ojos brillaban tristemente desde las rbitas
hundidas, llenos de una inmensa melancola, como si acabara de darse cuenta de que ya no era el ser humano
que fuera hasta entonces, sino apenas una sombra. Sin embargo, haba un aura de fuerza en torno a l que
antes no tena, como si la conviccin de la sabidura y la experiencia recin adquiridas fueran ms perdurables
que la memoria de su pasado. En silencio, Puriwariwe le condujo hacia la selva.


XVI XVI

Muchacha blanca!
El hijo de Ritimi gritaba, corriendo entre las filas de arbustos de mandioca. Sin aliento, se detuvo delante de m
y grit lleno de excitacin:
Muchacha blanca, tu hermano...!
Mi qu?
Dej caer mi palo de sembrar y sal corriendo hacia el shabono. Me detuve a la orilla del tramo despejado de la
selva que rodeaba la empalizada de madera que servia de muro al shabono. Aunque no estaba considerado
como un huerto, crecan all calabazas, algodn y diversas plantas medicinales. Segn Etewa, la razn de que
hubiera esa franja limpia era que los enemigos no podan pasar en silencio a travs de aquel tipo de vegetacin
como podran hacerlo al amparo de la selva.
No sala de las cabaas ningn sonido fuera de lo normal. Al atravesar el claro hacia el grupo de personas que
estaban sentadas frente a la cabaa de Arasuwe, descubr sin sorpresa a Milagros.
India rubia dijo en espaol, indicndome que me acuclillara junto a l, hasta hueles como una india.
Me alegro de que hayas venido. El pequeo Sisiwe dijo que eras mi hermano.
Habl con el padre Coriolano en la misin. Milagros seal los cuadernos, lpices, latas de sardinas, cajas
de galletas y bizcochos dulces que los iticoteris se pasaban de mano en mano. El padre Coriolano quiere que
te lleve de vuelta a la misin dijo Milagros, mirndome pensativamente.
No se me ocurri nada que responder. Recog una ramita y me puse a dibujar en la tierra.
No puedo irme todava.
Ya lo s. Milagros sonrea, pero haba un rastro de tristeza en torno a sus labios. Su voz era muy dulce,
irnica. Le dije al padre Coriolano que estabas trabajando mucho. Lo convenc de cun importante es para ti
terminar la notable investigacin que ests realizando.
No pude reprimir la risa. Sonaba como un pomposo antroplogo.
Te crey?
Milagros empuj hacia milos cuadernos y los lpices.
Le asegur que estabas bien. De un pequeo envoltorio, Milagros sac una caja que contena tres pastillas
de jabn Camay. Tambin me dio esto para ti.
Y qu voy a hacer con esto? pregunt, husmeando los perfumados jabones.
Lavarte! dijo Milagros enfticamente, como si de verdad pensara que yo haba olvidado para que serva el
jabn.
Djame olerlo pidi Ritimi, tomando una pastilla de la caja. La sostuvo contra su nariz, cerr los ojos e
inhal profundamente. Hum... Qu vas a lavar con esto?
M cabello! exclam, pues se me ocurri que tal vez el jabn matara a los piojos.
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Yo me lavar el mio tambin dijo Ritimi, frotando el jabn contra su cabello.
El jabn slo sirve con agua le expliqu. Tenemos que ir al ro.
Vamos al ro! gritaron, levantndose, las mujeres que se haban reunido en torno a los hombres.
Riendo, corrimos todas por el sendero. Los hombres que volvan de los huertos nos miraban con la boca
abierta, mientras las mujeres que los acompaaban se daban vuelta y corran detrs de nosotras, hacia Ritimi,
que sostena el precioso jabn en su mano levantada.
Tenis que mojaros el pelo grit desde el agua.
Las mujeres se quedaron en la orilla, mirndome vacilantes. Sonriendo, Ritimi me tendi el jabn. Pronto mi
cabeza qued cubierta de una espesa espuma. Frot con fuerza, disfrutando de las burbujas sucias que se
deslizaban por mis dedos, mi cuello, espalda y pecho. Con media calabaza, me aclar el cabello, utilizando el
agua jabonosa para lavarme el cuerpo. Empec a cantar un viejo comercial de jabn Camay, en espaol, que
yo escuchaba cuando era nia: No hay como jabn Camay, para una limpieza celestial.
Quin quiere ser la siguiente? pregunt vadeando hacia la orilla en que estaban las mujeres.
Me senta radiante de limpieza.
Las mujeres dieron un paso atrs; sonrean, pero ninguna se ofreci voluntaria.
Yo quiero, yo quiero! grit la pequea Texoma, corriendo hacia el agua.
Una por una, las mujeres se acercaron. Impresionadas, miraban atentamente la espuma que pareca brotar de
la cabeza de la nia. Produje una capa espesa de burbujas y di forma a los cabellos de Texoma hasta que
pareca que le salieran pas de toda la cabeza. Vacilante, Ritimi toc el cabello de su hija. Una sonrisa tmida
contraa las comisuras de sus labios:
Ooh, qu belleza!
Para una limpieza celestial cantaba Texoma mientras el agua jabonosa le corra por la espalda no hay
como... Me mir y yo dije lo que faltaba. Canta otra vez esa cancin, quiero que mi cabello se vuelva del
color del tuyo.
No se volver de mi color, pero oler bien.
Yo tambin quiero! empezaron a gritar las mujeres.
A excepcin de las que estaban encinta, temerosas de que el mgico jabn daara a sus bebs, lav por lo
menos veinticinco cabezas. Pero, no queriendo ser menos, las mujeres encinta decidieron lavarse el cabello de
la forma acostumbrada: con hojas y fango del fondo del ro. Tambin para ellas tuve que cantar el estpido
comercial del jabn Camay. Cuando todas estuvimos listas, yo tena la voz ronca.
Reunidos en torno a la cabaa de Arasuwe, los hombres escuchaban todava la crnica de la visita de Milagros
al mundo exterior. Olisquearon nuestros cabellos cuando nos sentamos junto a ellos. Una anciana acuclillada
junto a un joven empuj la cabeza de ste entre sus piernas.
Huele esto; lo lav con jabn Camay y empez a tararear la meloda del comercial.
Hombres y mujeres estallaron en carcajadas. Todava rindose, Etewa grit:
Abuela, nadie quiere tu vagina, aunque la llenes de miel!
Refunfuando, la vieja hizo un gesto obsceno, se meti en su cabaa, y desde su hamaca grit:
Etewa te ha visto acostado entre las piernas de viejas ms viejas que yo!
Cuando las risas se apagaron, Milagros seal los cuatro machetes que descansaban en el suelo, ante l.
Tus amigos los dejaron en la misin antes de volver a la ciudad. Son para que t los regales.
Le mir sin saber qu hacer.
Por qu son tan pocos?
Porque yo no poda cargar con ms dijo Milagros alegremente. No se los des a las mujeres.
Se los dar al jefe dije, mirando los rostros expectantes que me rodeaban. Sonriendo, puse los cuatro
machetes frente a Arasuwe. Mis amigos te envan esto.
Muchacha blanca, eres lista dijo, comprobando la afilada punta de uno de los machetes. Me quedar
con ste. Uno es para mi hermano lramamowe, que te protegi de los mocototeris. Otro es para el hijo de
Hayama, de cuyo huerto y caza has comido ms que de ningn otro. Arasuwe mir a Etewa. Uno debera
ser para ti, pero como a ti te dieron uno no hace mucho en una de nuestras fiestas, se lo dar a tus mujeres,
Ritimi y Tutemi. Ellas cuidan de la muchacha blanca como si fuera su propia hermana.
Por un momento, hubo un silencio absoluto. Luego, uno de los hombres se levant y se dirigi a Ritimi.
Dame tu machete para que pueda cortar rboles. T no tienes que hacer el trabajo de un hombre.
No se lo des dijo Tutemi. Es ms fcil trabajar en los huertos con un machete que con una coa.

Ritimi mir el machete, lo cogi y se lo dio al hombre.
Te lo dar. El peor de todos los pecados es no dar lo que otros te piden. No quiero terminar en el
shopariwabe.
Dnde est eso? le pregunt bajito a Milagros.
El shopariwabe es un lugar como el infierno de los misioneros.
Abr una lata de sardinas. Tras ponerme uno de los aceitosos y plateados pescaditos en la boca, le ofrec la
lata a Ritimi.
Toma una le insist.
Me mir vacilante. Entre el ndice y el pulgar, levant delicadamente un trozo de sardina y se lo puso en la
boca.
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Ugh, qu horrible sabor! grit, escupindolo.
Milagros me quit la lata de la mano.
Gurdalas. Son para el viaje de vuelta a la misin.
Pero no voy a volver todava. Se echarn a perder si las guardamos mucho tiempo.
Debes volver antes de las lluvias dijo Milagros gravemente. Cuando empiezan, es imposible atravesar
los ros o caminar por la selva.
No pude reprimir una sonrisa de superioridad.
Tengo que quedarme por lo menos hasta que nazca el nio de Tutemi.
Estaba segura de que el beb llegara durante las lluvias.
Qu le dir al padre Coriolano?
Lo que ya le dijiste le respond en tono de burla:
que estoy haciendo una notable investigacin.
Pero l espera que vuelvas antes de las lluvias protest Milagros. Llueve durante meses!
Sonriendo, tom una de las cajas de galletas.
Ser mejor que nos las comamos: se echarn a perder con la humedad.
No abras las dems latas de sardinas aconsej Milagros en espaol. A los iticoteris no les gustarn. Me
las comer yo.
No tienes miedo de ir al shopariwabe?
Sin contestar, Milagros hizo circular la lata que ya estaba abierta. La mayora de los hombres slo olan el
contenido y se lo pasaban a la siguiente persona. Los que se atrevan a probar las sardinas, las escupan. Las
mujeres no se molestaron en olerlas ni en probarlas. Milagros me sonri cuando le devolvieron la lata.
No les gustan las sardinas. No me ir al infierno si me las como todas yo solo.
Las galletas tampoco tuvieron xito, excepto con unos pocos nios, que chuparon la sal y dejaron el resto. Pero
los bizcochos, aunque saban a rancio, fueron devorados con sonoros rechupeteos de aprobacin.
Ritimi se apropi de los lpices y cuadernos. Insisti en que le enseara el mismo tipo de dibujos con que
haba decorado el cuaderno que se haba quemado. Concienzudamente, practicaba la escritura de las palabras
inglesas y espaolas que le haba enseado. No tena inters en aprender a escribir, aunque finalmente
aprendi a dibujar todas las letras del alfabeto, incluidos algunos ideogramas chinos que yo haba aprendido
hacia tiempo en una clase de caligrafa. Para Ritimi, eran dibujos que pintar a veces en su cuerpo y prefera las
letras S y W.

Milagros se qued unas cuantas semanas en el shabono. Fue a cazar con los hombres y les ayud a trabajar
en los huertos. Sin embargo, la mayor parte del tiempo la pasaba estirado en su hamaca, sin hacer nada ms
que jugar con los nios. A todas horas se podan escuchar sus chillidos de contento mientras Milagros
balanceaba a los ms pequeos en el aire, sobre sus pies levantados al cielo. Por las noches nos diverta con
historias sobre los napes, los hombres blancos que haba conocido a lo largo de los aos, los lugares que
haba visitado y las excntricas costumbres que haba observado.
Nape era un trmino aplicado a todos los extranjeros, es decir, a todos los que no eran yanomamas. Los
iticoteris no distinguan nacionalidades. Para ellos, un venezolano, un brasileo, un sueco, alemn o
norteamericano, sin importar el color de su piel, eran napes.
Vistos a travs de los ojos de Milagros, esos hombres blancos resultaban curiosos hasta para mi. Su sentido
del humor, su gusto por el absurdo y su dramtica narracin transformaban el acontecimiento ms superficial e
insignificante en un suceso extraordinario. Si alguna vez algn miembro del auditorio se atreva a dudar de su
veracidad, Milagros, con tono muy digno, se volva hacia mi:
Muchacha blanca, diles si estoy mintiendo. Por mucho que hubiera exagerado, yo jams le contradeca.


XVI I

Tutemi fue a buscarnos a Ritimi y a mi a los huertos.
Creo que ha llegado mi tiempo dijo, dejando su cesta llena de lea en el suelo. Mis brazos no tienen
fuerza. Mi respiracin no es profunda. Ya no puedo inclinarme fcilmente.
Tienes dolor? le pregunt, viendo que la cara de Tutemi se torca en una mueca.
Asinti.
Tambin tengo miedo.
Cuidadosamente, Ritimi palp el vientre de la muchacha, primero en los costados, luego en el frente.
El nio est pataleando con fuerza. Es tiempo de que salga. Ritimi se volvi a mi. Ve a buscar a la vieja
Hayama. Dile que Tutemi tiene dolores. Ella sabr lo que hay que hacer.
Dnde estaris?
Ritimi seal delante de s. Cort por la selva, saltando sobre los troncos cados, sin hacer caso de espinas,
races y piedras.
Ven rpidamente! grit, tratando de recuperar el aliento, frente a la cabaa de Hayama. Tutemi est a
punto de tener su nio. Sufre dolores.
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Recogiendo su cuchillo de bamb, la abuela de Ritimi fue primero a ver a un anciano que viva en una cabaa
al otro lado del claro.
Supongo que has escuchado a la muchacha blanca le dijo Hayama. Si te necesito, la enviar a buscarte.
Camin delante de Hayama, esperando impaciente cada cincuenta pasos a que ella me alcanzara.
Apoyndose pesadamente en el arco roto que utilizaba como bastn, pareca moverse an ms lentamente
que de costumbre.
El anciano es un shapori? le pregunt.
Sabe todo lo que hay que saber sobre un nio que no quiere nacer. Cuando hay dolor, significa que el nio
no quiere salir del vientre.
No creo que quiera decir eso en absoluto. Fui incapaz de disimular el tono polmico de mi voz. Es
normal que el primer nio sea difcil afirm, como si realmente lo supiera. Las mujeres blancas tienen
dolores con casi todos los hijos.
No es normal afirm Hayama. Tal vez los bebs blancos no quieren ver el mundo.
Los quejidos de Tutemi llegaban ahogados a travs de la maleza. Estaba acuclillada sobre las hojas de
platanillo que Ritimi haba desperdigado en el suelo. Oscuras sombras rodeaban sus ojos febriles. Diminutas
gotas de sudor brillaban sobre sus cejas y su labio superior.
El agua ya se ha roto dijo Ritimi. Pero el beb no quiere venir.
Vamos ms adentro de la selva suplic Tutemi. No quiero que nadie del shabono oiga mis gritos.
Tiernamente, la vieja Hayama apart el flequillo de la muchacha de su frente y le sec el sudor de la cara y el
cuello.
Estars mejor dentro de un momento le dijo tranquilizadoramente, como si le hablara a un nio.
Cada vez que se producan las contracciones, Hayama apretaba con fuerza el vientre de Tutemi. Tras lo que
me pareci un tiempo interminable, Hayama me dijo que fuera a buscar al viejo shapori.
Estaba preparado. Haba tomado epena, y en el fuego estaba hirviendo una oscura coccin. Con un palo, retir
los
mocos de su nariz y verti la infusin en una calabaza.
De qu est hecha?
De races y hojas dijo, pero no mencion el nombre de la planta.
Tan pronto como llegamos a donde estaban las mujeres, le dijo a Tutemi que se bebiera hasta la ltima gota de
la infusin. Mientras ella beba, l bailaba a su alrededor. En un tono agudo y nasal, suplic al hekura del mono
blanco que soltara el cuello del nio por nacer.
Lentamente, el rostro de Tutemi se relaj y sus ojos perdieron su expresin asustada.
Creo que el nio vendr ahora dijo, sonrindole al anciano.
Hayama la sostena por detrs, estirando los brazos de Tutemi sobre su cabeza. Mientras yo me preguntaba si
era la infusin o la danza del chamn lo que haba producido su estado de relajamiento, me perd el nacimiento
mismo. Me tap la boca con la mano para ahogar un grito cuando vi el cordn umbilical que se enroscaba en
torno al cuello del nio amoratado. Hayama cort el cordn y puso una hoja sobre el ombligo para absorber la
sangre. Frot su dedo ndice en la placenta y luego lo pas por los labios del nio.
Qu est haciendo? le pregunt a Ritimi.
Hace eso para que el nio aprenda a hablar bien.
Antes de que tuviera tiempo de estallar diciendo que el nio estaba muerto, reson por la selva el ms
desconcertante grito humano que yo hubiera odo en mi vida. Ritimi levant al nio que gritaba y me indic que
la siguiera hasta el ro. Llen de agua su boca, esper un momento a que se calentara, y la solt sobre el beb.
Imitndola, le ayud a lavar de sangre y mucosidad el cuerpecito.
Ahora tiene tres madres dijo Ritimi, tendindome al nio. Cualquiera que lava a un beb recin nacido es
responsable de l si algo le sucede a la madre. Tutemi estar contenta cuando sepa que ayudaste a lavar al
nio.
Ritimi llen de lodo una gran hoja de platanillo, mientras yo acunaba al beb con brazos inseguros. Nunca
hasta entonces haba cogido un nio recin nacido. Miraba espantada su rostro violceo y arrugado, y los
puitos que trataba de meterse en la boca; me preguntaba qu milagro le haba permitido vivir.
Hayama envolvi la placenta apretadamente con las hojas y la coloc bajo una pequea mampara elevada que
el anciano haba construido bajo una ceiba muy alta. Unas semanas ms tarde deba ser incinerada. Cubrimos
con fango todas las huellas de sangre del suelo para evitar que los animales salvajes y los perros vinieran a
husmear.

Con el nio bien sujeto en sus brazos, Tutemi abra la marcha de vuelta hacia el shabono. Antes de entrar en
su cabaa, lo puso en el suelo. Los que habamos presenciado el parto debamos pasar tres veces sobre el
nio, para indicar que era aceptado en el poblado.
Etewa no nos mir desde su hamaca; haba permanecido descansando all desde que supo que la menor de
sus esposas estaba dando a luz. Tutemi entr en la cabaa con el nio recin nacido y se sent junto al hogar.
Tras exprimir su pezn, lo empuj dentro de la boca del beb. vidamente, el nio empez a mamar, abriendo
de vez en cuando los ojos, todava desenfocados, como si quisiera grabarse en el cerebro aquella fuente de
alimento y bienestar.
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Ninguno de los progenitores comi nada ese da. El segundo y el tercer da, Etewa pesc una cesta llena de
pescaditos, que cocin y le dio de comer a Tutemi. Despus los dos reemprendieron lentamente su rgimen
normal. Al da siguiente del nacimiento, Tutemi volvi a trabajar en las plantaciones con el beb atado a la
espalda. Etewa, por su parte, permaneci descansando en su hamaca durante una semana. Se crea que
cualquier esfuerzo fsico de su parte seria daino para la salud del nio.
Al noveno da, le pidieron a Milagros que agujereara las orejas del nio. Emple largas espinas de palmera
rasha, que le dej colocadas en los orificios. Tras cortar las agudas puntas cerca del lbulo, Milagros cubri
cada extremo con resina, para que el nio no se quitara las espinas cortadas. El mismo da, le dieron al nio el
nombre de Hoaxiwe, porque el mono blanco haba querido conservarlo dentro del vientre. Era slo un apodo.
Cuando el nio empezara a caminar, le pondran su verdadero nombre.


XVIII XVIII

An no era de da cuando Milagros se inclin sobre mi hamaca. Sent cmo su mano encallecida rozaba mi
frente y mis mejillas. Apenas lograba distinguir sus rasgos en la oscuridad. Saba que se iba. Esper a que
hablara, pero me qued dormida sin averiguar si realmente quera decirme algo.
Pronto llegarn las lluvias anunci aquella noche el viejo Kamosiwe. He visto el tamao de las tortugas
nuevas. He estado escuchando el croar de las ranas de la lluvia.
Cuatro das ms tarde, poco despus del medioda, el viento sopl con fuerza aterradora a travs de los
rboles y del shabono. Las hamacas vacas se mecan como barcos en un mar tempestuoso. Las hojas giraban
sobre el suelo en danzas espirales que moran tan repentinamente como haban empezado.
Me qued en medio del claro, observando los golpes de viento que venan de todas direcciones. Trozos de
corteza se aplastaban contra mis espinillas. Trataba de desprendrmelos pataleando, pero se pegaban a mi
como si estuvieran engomados. Gigantescas nubes negras oscurecieron el cielo. El continuo rugido de la lluvia
en la distancia se hizo ms fuerte, mientras yo avanzaba por la selva. Los truenos se despeaban entre las
nubes, y los latigazos de los blancos relmpagos saltaban en la oscuridad de la tarde. Los lamentos de un
rbol que caa, golpeado por el rayo, resonaban por la selva acompaados del doloroso clamor de otros
rboles arrancados de raz, que se desplomaban en el suelo.
Aullando, mujeres y nios se acurrucaban tras los pltanos amontonados contra el techo en declive. La vieja
Hayama cogi un tronco del fuego y entr corriendo en la cabaa de Iramamowe. Desesperadamente, empez
a golpear uno de sus postes.
Despirtate! gritaba. Tu padre no est aqu. Despierta! Defindenos de los hekuras.
Hayama se diriga al hekura personal de lramamowe, porque l estaba fuera, cazando con otros hombres.
El trueno y los rayos retrocedieron en la distancia y las nubes se abrieron sobre nosotros. La lluvia baj en una
cortina slida, tan densa que no podamos ver el otro lado del claro. Momentos despus, el cielo qued
despejado. Acompa al viejo Kamosiwe a ver el ro que bajaba rugiendo. Trozos de tierra se desprendan de
las orillas, arrastrados por el furioso torrente. Cada desprendimiento iba seguido de un destrozo de lianas que
se quebraban con el sonido de las cuerdas de un arco al romperse.
Una gran quietud descendi sobre la selva. Ni un pjaro, insecto o rana se dejaba or. Sbitamente, sin aviso
alguno, un rugido de truenos pareci surgir directamente del sol y rodar sobre nuestras cabezas.
Pero no hay nubes! grit, cayendo al suelo como si me hubieran golpeado.
No desafes a los espritus me advirti Kamosiwe quien, cortando dos grandes hojas, me indic que me cu-
briera.
Acuclillados uno junto al otro, contemplamos la lluvia descender en cascadas desde el cielo limpio. Golpes de
viento estremecieron la selva hasta que la cortina de nubes oscuras ocult de nuevo el sol.
Las tormentas se deben a los muertos cuyos huesos no han sido quemados, cuyas cenizas no han sido
comidas dijo el anciano Kamosiwe. Estos espritus infortunados, que anhelan ser incinerados, calientan las
nubes basta que se encienden fuegos en el cielo.
Fuegos que finalmente los quemarn complet su frase.
Ooh, ya no eres tan ignorante! exclam Kamosiwe. Han empezado las lluvias. Te quedars con
nosotros muchos das; aprenders mucho ms.
Sonriendo, asent.
Crees que Milagros habr llegado a la misin?
Kamosiwe me mir de reojo, y luego rompi a rer con una risa ronca y spera, la risa de un hombre muy viejo,
que tena un sonido siniestro en medio del ruido de la lluvia. Todava conservaba casi todos sus dientes.
Fuertes y amarillentos, surgan de sus encas retradas como trozos de viejo marfil.
Milagros no iba a la misin. Iba a ver a su mujer y sus hijos.
En qu poblado vive Milagros?
En muchos.
Tiene mujer e hijos en todos ellos?
Milagros es un hombre de talento dijo Kamosiwe, y su nico ojo brillaba con un destello diablico. Tiene
una mujer blanca en alguna parte.
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Llena de curiosidad, mir a Kamosiwe. Por fin iba a enterarme de algo acerca de Milagros. Pero el anciano se
qued en silencio. Luego puso su mano en la ma y supe que su mente se haba desviado en otra direccin.
Lentamente, di masaje a sus dedos deformados.
Anciano, eres realmente el abuelo de Milagros? le pregunt con la esperanza de traerle de vuelta al
tema.
Sobresaltado, Kamosiwe me mir a la cara, y su ojo me examin atentamente, como si se le hubiera ocurrido
algo. Murmurando, me tendi su otra mano para que le diera masaje.
Distrada, observ cmo el ojo rodaba dentro de la cuenca al adormilarse.
Me pregunto cuntos aos tienes en realidad.
El ojo de Kamosiwe se pos en mi cara, nublado de memorias.
Si extendieras todo el tiempo que he vivido, llegara hasta la luna murmur Kamosiwe. Esa es la edad
que tengo.
Nos quedamos bajo las hojas, contemplando cmo las nubes negras se dispersaban por el cielo. La niebla
flotaba entre los rboles, y la luz filtrada era de un gris fantasmal.
Han empezado las lluvias repiti Kamosiwe suavemente, mientras volvamos al shabono.

Los fuegos de las cabaas producan ms humo que calor, pero el aire lluvioso creaba una neblinosa tibieza.
Me tumb en mi hamaca y me qued dormida, rodeada por los ruidos distantes y confusos de la selva bajo la
tormenta.

La maana era fra y hmeda. Ritimi, Tutemi y yo nos quedamos en nuestras hamacas todo el da, comiendo
pltanos
asados y escuchando caer la lluvia sobre el techo de palma.
Quisiera que Etewa y los dems hubieran regresado anoche de la cacera murmuraba Ritimi de vez en
cuando, mirando el cielo, que slo cambiaba de un dbil blanco al gris.
Los cazadores volvieron al anochecer del da siguiente. lramamowe y Etewa entraron directamente en la
cabaa de la anciana Hayama llevando a su hijo menor, Matuwe, en una litera hecha de tiras de corteza. Una
rama haba herido a Matuwe al caer. Cuidadosamente, los dos hombres lo trasladaron a su hamaca. La pierna
colgaba sin fuerza y el hueso de la espinilla amenazaba con rasgar la piel hinchada y amoratada.
Est rota dijo la vieja Hayama.
Est rota repet con las dems mujeres de la cabaa.
Haba adoptado el hbito de expresar lo obvio. Era una forma de manifestar preocupacin, amor y simpata a la
vez.
Matuwe resollaba de dolor mientras Hayama colocaba el hueso en su lugar. Ritimi sostuvo su pie extendido
mientras la vieja fabricaba una tablilla con trozos de flechas rotas. Hbilmente, los coloc a lo largo de cada
lado de la pierna, insertando fibra de algodn entre la piel y la caa. En torno al entablillado, y desde el tobillo
hasta la mitad del muslo, Hayama at tiras nuevas de una corteza delgada y resistente.
Tutemi y Xotomi, la joven esposa del herido, se rean bajito cada vez que Matuwe se quejaba. No lo hacan
porque algo las divirtiera, sino para intentar alegrarle.
Oh, Matuwe, no duele trataba de convencerle Xotomi. Recuerda lo contento que estabas cuando te san-
graba la cabeza despus de que te golpearan con un garrote en la ltima fiesta.
Qudate quieto le dijo Hayama a su hijo. Pas una cuerda de liana por una de las vigas y at con una
punta el tobillo del muchacho y con la otra su muslo.
Ahora no puedes mover la pierna dijo, inspeccionando su trabajo con satisfaccin.
Unas dos semanas ms tarde, Hayama quit la corteza y el entablillado. La pierna amoratada se haba vuelto
verdosa y amarillenta, pero ya no estaba hinchada. Palp ligeramente en torno al hueso.
Se est juntando anunci, y procedi a dar masaje a la pierna con agua caliente. Todos los das, durante
por lo menos un mes, realiz la misma rutina de desatar el entablillado, masajear la pierna y volverla a colgar
de la viga.
El hueso est reparado afirm Hayama un da, rompiendo en trozos pequeos el entablillado de caas.
Pero la pierna no est curada! protest Matuwe, alarmado. No puedo moverme bien.
Hayama lo tranquiliz, explicando que la rodilla se le
haba puesto rgida por tener la pierna estirada durante tanto tiempo.
Seguir dndote masajes hasta que puedas caminar como antes.

Las lluvias trajeron consigo una sensacin de tranquilidad, de intemporalidad, ya que el da y la noche se
fundan uno en la otra. Nadie trabajaba mucho en los huertos. Durante horas interminables, nos quedbamos
tendidos o sentados en las hamacas, conversando en la extraa forma en que la gente lo hace cuando llueve,
con largas pausas y miradas perdidas en la distancia.
Ritimi intent convertirme en una trenzadera de cestos. Empec con lo que consideraba el tipo ms sencillo: la
gran cesta en forma de U que serva para cargar lea. Las mujeres se divirtieron mucho con mis torpes intentos
de dominar la simple tcnica del trenzado. Luego concentr mis esfuerzos en algo que crea ms manejable:
los cestos planos, en forma de disco, que se utilizaban para guardar fruta o para separar las cenizas de los
huesos de los muertos. Aunque me gust el producto terminado, tuve que coincidir con la vieja Hayama en que
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la cesta no era como deba ser.
Sonrindole, record la poca en que una compaera de colegio haba hecho todo lo posible por ensearme a
tejer. De la manera ms tranquila, mientras vea la televisin, hablaba o esperaba una cita, teja preciosos
jerseyes, guantes y gorras para esquiar. Yo me sentaba a su lado, tensa, con los hombros rgidos y los dedos
duros, sujetando las agujas a slo unas pulgadas de mi cara, y maldiciendo cada vez que se me iba un punto.
No quera abandonar la cestera. Uno debe intentarlo por lo menos tres veces, me dije, y empec a fabricar una
cesta plana para pescar.
Ohoo, muchacha blanca! Xotomo se rea incontrolablemente. No est suficientemente apretada. Pas
los dedos a travs de las tiras de fibra sueltas y separadas. Los peces se escaparn por los agujeros.
Finalmente, me resign a dedicarme a la tarea, ms simple, de separar la corteza y las fibras necesarias para
trenzar en tiras muy perfectas y parejas, que tuvieron gran demanda. Envalentonada por mi xito, hice una
hamaca. Cort tiras de casi dos metros de largo, at los extremos firmemente y los reforc con una cuerda de
corteza entretejida por debajo del ribete. Mezcl las tiras de liana con hilos transversales de algodn que haba
teido de onoto. Ritimi qued tan encantada con la hamaca, que sustituy la vieja de Etewa por la nueva.
Etewa, he hecho una hamaca nueva para ti dije cuando volvi del trabajo en la plantacin.
Me mir con escepticismo.
Crees que me aguantar?
Chasque la lengua afirmativamente, mostrndole cmo haba reforzado los extremos.
Vacilante, se sent en la hamaca.
Parece fuerte dijo, tumbndose del todo.
O el roce de la cuerda de liana contra el poste, pero antes de que pudiera advertirle, Etewa y la hamaca
estaban en el suelo.
Ritimi, Tutemi, Arasuwe y sus mujeres, que nos contemplaban desde la cabaa contigua, se echaron a rer, lo
cual inmediatamente atrajo a una considerable multitud. Dndose palmadas mutuas en muslos y hombros, se
doblaban de risa. Ms tarde, le pregunt a Ritimi si haba atado mal la hamaca a propsito.
Naturalmente dijo, con los ojos brillantes de malicia amorosa. Me dijo que Etewa no estaba enfadado en lo
ms mnimo. A los hombres les gusta que una mujer sea ms lista que ellos.
Aunque tena mis dudas sobre si Etewa haba disfrutado de veras con el incidente, no me guard ningn
rencor. Public por todo el shabono lo bien que descansaba en su nueva hamaca. Me sitiaron a peticiones. A
veces llegu a hacer hasta tres hamacas en un da. Varios hombres se ocupaban de proporcionarme algodn,
que separaban a mano de las semillas. Con un huso en espiral hilaban las fi bras y las retorcan en un fuerte
estambre que yo teja, flojo, entre las tiras de corteza.

Con una hamaca terminada enrollada bajo el brazo, entr una tarde en la cabaa de lramamowe.
Vas a hacer flechas? le pregunt.
Haba subido a uno de los postes de su cabaa para coger las caas almacenadas bajo las vigas del techo.
Esa hamaca es para m? me pregunt, tendindome las caas. Tom la hamaca, la at y se sent en ella
de travs. Est bien hecha.
La hice para la mayor de tus mujeres. Te confeccionar una si me enseas a hacer flechas.
No es tiempo de hacer flechas dijo lramamowe. Slo estaba viendo si las caas todava estn secas.
Me mir burlonamente y se ech a rer. La muchacha blanca quiere hacer flechas! grit tan alto como
pudo. Le ensear y la llevar a cazar conmigo. Todava rindose, me indic que me sentara junto a l.
Esparci las caas en el suelo y clasific los astiles segn su tamao. Las largas son las mejores para cazar.
Las cortas son mejores para pescar y para matar a un enemigo. Slo un buen arquero puede usar las largas
para todo lo que quiera. A menudo tienen defectos y su trayectoria es imprecisa.
lramamowe eligi una caa corta y una larga.
Aqu pondr la punta dijo, partiendo un extremo de cada caa. Los at firmemente con hilo de algodn.
Cort algunas plumas por la mitad y las sujet al otro extremo con resma e hilo de algodn. Algunos
cazadores decoran sus flechas con sus dibujos personales. Yo slo hago eso cuando participo en un ataque.
Quiero que mi enemigo sepa quin le ha matado.
Como la mayora de los iticoteris, lramamowe era un narrador soberbio, que animaba sus cuentos con
onomatopeyas muy precisas, y gestos y pausas dramticos. Paso a paso, conduca a su auditorio por la
cacera: cmo localiz al animal; cmo, antes de soltar la flecha, sopl sobre ella las races pulverizadas de
una de sus plantas mgicas, para inmovilizar a la vctima, con lo que se aseguraba de que la flecha no errara
el blanco; y cmo, una vez herido, el animal se resista a morir.
Con los ojos fijos en mi, yaci el contenido de su aljaba en el suelo. Con todo detalle me explic las
caractersticas de cada una de las puntas de flecha que tena.
Esta es una punta de madera de palma dijo, tendindome un agudo trozo de madera. Est hecha de
astillas. Las ranuras en forma de anillo estn llenas de mamucori. Se rompen dentro del cuerpo del animal. Es
la mejor punta para cazar monos. Sonri y aadi: Y para matar a un enemigo. Luego levant una punta
larga y ancha, afilada en los bordes y decorada con lneas ondulantes. Esta es buena para cazar jaguares y
tapires.
El excitado ladrar de los perros, mezclado con los gritos de la gente, interrumpi la explicacin de lramamowe.
Le segu mientras se diriga con rapidez hacia el ro. Un oso hormiguero del tamao de un osezno comn se
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haba refugiado de los perros metindose en el agua. Etewa y Arasuwe haban herido al animal en el cuello, el
vientre y el lomo. De pie sobre las patas traseras, daba zarpazos en el aire con sus poderosas garras
delanteras.
Quieres rematarlo con mi flecha? pregunt Iramamowe.
Incapaz de apartar la mirada de la larga lengua del animal, negu con la cabeza. No estaba segura de que
hablara en serio. La lengua colgaba fuera de su hocico estrecho, goteando un liquido pegajoso en el que
nadaban hormigas muertas. La flecha de Iramamowe alcanz la pequea oreja del hormiguero y el animal se
desplom instantneamente. Los hombres ataron el enorme cuerpo con cuerdas y lo izaron a la orilla, donde
Arasuwe lo descuartiz para que los hombres pudieran llevar los pesados trozos al shabono.
Los hombres quitaron la piel de los diversos trozos y luego los colocaron en una plataforma de madera puesta
sobre el fuego. Hayama envolvi las entraas en hojas depishaans y las enterr entre las brasas.
Un hormiguero! gritaban los nios que, aplaudiendo de alegra, bailaban alrededor del fuego.
Esperad a que est bien cocido adverta Hayama a los nios cuando alguno tocaba los envoltorios.
Enfermaris si comis carne que no est bien hecha. Tiene que cocerse hasta que ya no gotee nada de liquido
de las hojas.
El hgado estuvo listo antes que el resto. Hayama cort un trozo para m antes de que los nios la
emprendieran con l. Era tierno, jugoso y desagradablemente amargo, como si lo hubieran marinado en jugo
de limn rancio.
Ms tarde, Iramamowe me ofreci un trozo de la pierna trasera, ya asada.
Por qu no quisiste probar mi flecha? pregunt. Poda haber herido a uno de los perros dije,
evasivamente, mordiendo la carne dura del animal, que tambin tena gusto amargo.
Mir la cara de Iramamowe y me pregunt si se habra dado cuenta de que yo no quera que me compararan,
ni siquiera vagamente, con lmaawami, la mujer chamn que sabia cmo llamar a los hekuras y cazaba como
un hombre.


En las tardes tormentosas, los hombres tomaban epena y cantaban al hekura de la anaconda, que se retuerce
en torno a los rboles para evitar que el viento rompa los troncos. Durante una tormenta particularmente
intensa, el viejo Kamosiwe frot todo su cuerpo arrugado con cenizas blancas. Con voz ronca y spera, llam a
la araa, su hekura personal, para que tejiera sus protectores hilos de plata en torno a las plantas del jardn.

Repentinamente, su voz subi a un tono ms agudo, tan alto como el penetrante grito del perico.
Una vez fui un nio anciano que trepaba a los rboles ms altos. Me ca y fui transformado en una araa.
Por qu perturbis mi apacible sueo? Volviendo de nuevo a su voz de anciano, Kamosiwe se levant.
Araa, quiero soplar tu aguijn sobre los hekuras que rompen y arrancan las plantas de nuestros huertos.
Con su caa de epena, sopl alrededor del shabono, apuntando el aguijn de la araa contra los espritus des-
tructores.
A la maana siguiente, acompa a Kamosiwe a las plantaciones. Sonriendo, seal las pequeas araas
peludas que trabajaban intensamente reconstruyendo sus telas. Diminutas gotas de humedad colgaban de los
tenues hilos plateados; a la luz del sol, destellaban como perlas de jade, y reflejaban el verde de las hojas.
Caminamos por la selva llena de vapor, hacia el ro. Acuclillados uno junto a otro, contemplamos en silencio las
lianas rotas, los rboles y los montones de hojas que arrastraban las aguas lodosas. De vuelta en el shabono,
Kamosiwe me invit a su cabaa para compartir con l su especialidad: hormigas asadas y mojadas en miel.
Un pasatiempo favorito durante los das lluviosos era que una mujer ridiculizara alguna falta de su marido
mediante una cancin. La pelea estallaba si la mujer apuntaba que su marido estaba ms capacitado para
llevar un cesto que un arco. Estas disputas siempre terminaban con discusiones pblicas, en las que los dems
tomaban parte activa. A veces, horas despus de que la pelea hubiera terminado, alguien gritaba a travs del
claro una nueva opinin sobre el problema debatido y volva a encender el duelo.


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QUI NTA PARTE QUI NTA PARTE

XIX XIX

Cuando el sol lograba traspasar las nubes, me iba con los hombres y las mujeres a trabajar en los huertos. Las
malas hierbas eran ms fciles de arrancar del suelo mojado, pero yo tena pocas energas. Como el viejo
Kamosiwe, me quedaba entre las altas y agudas hojas de las plantas de mandioca y dejaba que me penetraran
la luz y el calor del sol. Contaba los pjaros que cruzaban el cielo y que no haban aparecido desde haca das;
aoraba los das calurosos y sin lluvia. Tras tantas semanas de lluvia, anhelaba que el sol se quedara tiempo
suficiente para levantar la neblina.
Una maana me sent tan mareada que no pude levantarme de la hamaca. Baj la cabeza hasta las rodillas y
esper a que el acceso pasara. No tuve fuerzas para levantar la cabeza y responder a las ansiosas palabras de
Ritimi, que se perdan en el ruido persistente que me rodeaba. Debe ser el ro pens; no viene de lejos.
Pero entonces me di cuenta de que el ruido proceda de otra direccin. Desesperadamente, como si mi vida
dependiera de ello, trat de descubrir de dnde venia en realidad. Venia de dentro de m.
Durante das no o nada ms que los tambores de mi cabeza. Quera abrir los ojos y no poda. A travs de los
prpados cerrados vea cmo las estrellas ardan cada vez ms brillantes en vez de esfumarse en el cielo. Me
llen de pnico ante la idea de que la noche durara siempre, de que estaba descendiendo ms y ms
profundamente a un mundo de sombras y sueos inconexos.
Desde neblinosas orillas, Ritimi, Tutemi, Etewa, Arasuwe, lramamowe, Hayama y el viejo Kamosiwe me
saludaban con la mano y yo pasaba de largo, a la deriva. A veces saltaban de nube en nube, y barran la
neblina con escobas de hojas. Cuando los llamaba, se fundan en la niebla. A veces poda ver la luz del sol,
brillante, roja y amarilla, entre las ramas y las hojas. Forc mis ojos a que permanecieran abiertos y me di
cuenta de que lo que haba visto no era ms que el fuego bailando sobre el techo de palma.
Los blancos necesitan comida cuando estn enfermos!
o claramente los gritos de Milagros.
Sent sus labios en los mos, mientras pona carne masticada dentro de mi boca.
En otro momento reconoc la voz de Puriwariwe:
La ropa hace enfermar a la gente. Sent cmo me quitaba la manta. Necesitamos refrescara. Traedme
lodo blanco del ro.
Sent cmo sus manos se enroscaban en torno a mi cuerpo y cmo me cubra de lodo de la cabeza a la punta
de los pies. Sus labios dejaron una huella de frialdad sobre mi piel al chuparme para extraer los malos
espritus.
Mis horas de vigilia y sueo estaban llenas de la voz del shapori. Dondequiera que pusiera los ojos en la
oscuridad, apareca su rostro. Escuch la cancin de su hekura. Sent el agudo pico del colibr abrirme el
pecho. El pico se convirti en luz. No era la luz del sol ni la luz de la luna, sino el deslumbrante esplendor de los
ojos del viejo shapori. Me orden que mirara dentro de sus hondas pupilas. Sus ojos parecan carecer de
prpados y extenderse hasta las sienes. Estaban llenos de pjaros que bailaban. Los ojos de un loco, pens. Vi
sus hekuras suspendidos en gotas de roco, bailando en los ojos brillantes de un jaguar, y beb las lgrimas
acuosas del epena. Una violenta palpitacin de mi garganta me apret el estmago hasta que vomit agua.
Esta sali de la cabaa a raudales, fuera del shabono, por el sendero, hasta el ro, y se mezcl con la noche de
humo y cantos.
Abriendo los ojos, me sent en la hamaca. Vi claramente a Puriwariwe que sala corriendo de la cabaa. Alz
los brazos hacia la noche, con los dedos bien abiertos como para convocar la energa de las estrellas. Se
volvi y me mir.
Vas a vivir dijo. Los espritus malignos han dejado tu cuerpo. Luego desapareci en las sombras de la
noche.

Despus de varios das, de violentas tormentas, las lluvias se redujeron a un ritmo igual y casi predecible. El
amanecer era opaco y neblinoso, pero hacia media maana pasaban por el cielo nubes blancas y esponjosas.
Unas horas ms tarde, las nubes se congregaban sobre el shabono. Colgaban tan bajas que parecan
suspendidas de los rboles y oscurecan amenazadoramente el cielo de la tarde. Segua un chaparrn pesado
que se converta en una ligera llovizna: sta duraba con frecuencia hasta bien entrada la noche.
No trabaj mucho en los huertos durante esas maanas sin lluvia, pero generalmente acompaaba a los nios
a los pantanos que se haban formado en torno al ro. All cazbamos ranas y sacbamos cangrejos de debajo
de las rocas.
Los nios, a cuatro patas, con ojos y odos alertas al menor ruido o movimiento, saltaban con formidable
agilidad sobre las inocentes ranas. Con ojos casi transparentes por la luz difusa, nias y nios trabajaban con
la precisin de malvados gnomos pasando lazos de fibras en torno al cuello de las ranas hasta que ahogaban
el ltimo croar. Sonriendo con un candor que slo logran los nios cuando no tienen conciencia de su crueldad,
cortaban los pies de las ranas para que la sangre, que crean venenosa, pudiera salir. Cuando las ranas haban
sido despellejadas, cada nio envolva su presa en hojas de pishaansi y la coca sobre el fuego. Con gachas de
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mandioca, eran deliciosas.
La mayor parte del tiempo no haca ms que quedarme sentada sobre una piedra, entre las altas hojas de
bamb, mirando cmo las filas de escarabajos trepaban con cuidadosa, casi imperceptible lentitud por los tallos
de color verde claro. Parecan criaturas de otro mundo, protegidas por su brillante armadura de obsidiana y oro.
En las maanas sin viento, todo estaba tan quieto entre las hojas de bamb que poda or a los escarabajos
chupar la savia de los brotes tiernos.


Una maana temprano, Arasuwe se sent a la cabecera de mi hamaca. En su rostro haba un brillo alegre que
iba desde sus altos pmulos hasta su labio inferior, donde sobresala una bola de tabaco. La concentracin de
arrugas que rodeaban sus ojos se ahond al sonrer, y dio a su expresin una calidez tranquilizadora. Fij la
mirada en sus uas espesas y estriadas mientras l ahuecaba su mano morena para coger las ltimas gotas
de miel de una calabaza. Extendi la mano hacia mi y yo pas el dedo por su palma.
Esta es la mejor miel que he probado en mucho tiempo dije, chupndome el dedo con deleite.
Puedes venir conmigo ro abajo me invit Arasuwe.
Sigui explicando que, con dos de sus mujeres y sus dos yernos ms jvenes, uno de los cuales era Matuwe,
ira a un huerto abandonado donde unos meses atrs haba derribado varias palmeras para recoger luego los
sabrosos palmitos. Ritimi vino a sentarse junto a mi.
Yo tambin ir a los huertos dijo. Tengo que cuidar a la muchacha blanca.
Arasuwe se limpi la nariz, recogiendo los mocos con el dedo, y se ri.
Hija ma, vamos en canoa. Cre que no te gustaba viajar por el agua.
Es mejor que caminar por la selva empantanada dijo Ritimi, desafiante.
Ritimi vino con nosotros en lugar de la esposa ms joven de Arasuwe. Durante un trecho, caminamos a lo largo
del ro hasta llegar a un embarcadero. Escondida bajo la maleza haba una larga canoa.
Se parece a las grandes cubas que usis para hacer la sopa dije, contemplando con desconfianza el
artefacto de corteza de rbol.
Orgullosamente, Arasuwe explic que ambas cosas se hacan de la misma manera. Se desprenda la corteza
de un rbol grande, en una sola pieza, golpeando el tronco con garrotes. Luego se calentaban los extremos en
el fuego para hacerlos lo bastante flexibles a fin de doblarlos hacia arriba y sujetarlos en la forma de un
recipiente chato. Finalmente, los extremos se ataban con lianas. Se aada un rudo marco de palos para dar
estabilidad a la barca.
Los hombres empujaron la canoa al agua, y entre risas, la segunda esposa de Arasuwe, Ritimi y yo subimos a
bordo. Por miedo a hacer zozobrar la embarcacin en forma de tubo, no me atreva a modificar mi postura
acuclillada. Arasuwe maniobr la canoa con una prtiga hasta llevarla al centro del ro.
Con las espaldas vueltas a su suegra, los dos jvenes se sentaron tan lejos de ella como pudieron. Me
preguntaba por qu Arasuwe los haba trado. Se consideraba incestuoso que un hombre tuviera familiaridad
alguna con la madre de su mujer, en especial si ella todava era sexualmente activa. Los hombres solan evitar
del todo a sus suegras, hasta el punto de que ni siquiera las miraban. Y en ninguna circunstancia decan en voz
alta sus nombres.
La corriente nos arrastr, y nos condujo suavemente por el ro lodoso y gorgoteante. Haba gargantas donde
las aguas estaban en calma, y reflejaban con exagerada intensidad los rboles de ambas orillas. Mirando las
hojas reflejadas, tena la sensacin de que estbamos desgarrando un complicado velo de encajes. La selva
permaneca en silencio. De vez en cuando percibamos un pjaro que se deslizaba por el cielo. Pareca volar
dormido, sin mover las alas. El viaje termin demasiado pronto. Arasuwe atrac la canoa en la arena, entre
grandes rocas de basalto negro.
Ahora tenemos que caminar dijo, mirando la selva oscura que ascenda ante nosotros.
Y la canoa? pregunt. Deberamos volverla del revs para que la lluvia de la tarde no la llene de agua.
Arasuwe se rasc la cabeza y luego se ech a rer. Haba dicho en diversas ocasiones que yo tena
demasiadas opiniones, no necesariamente porque era mujer, sino porque era joven. Los viejos, sin diferencia
de sexo, eran respetados y tenidos en estima. Se buscaba y obedeca su consejo. Pero a los jvenes se les
enseaba a callarse sus juicios.
No usaremos la barca para volver dijo Arasuwe. Es demasiado difcil remontar la corriente.
Quin la va a llevar de vuelta al shabono? pregunt temerosa de que tuviramos que transportarla.
Nadie me asegur. La barca slo sirve para ir a favor de la corriente. Sonriendo, Arasuwe volvi la
canoa del revs. Tal vez alguien la necesite para bajar ms por el ro.
Fue bueno mover las piernas entumecidas. Caminamos en silencio a travs de la selva hmeda y pantanosa.
Matuwe avanzaba delante de mi. Era delgado y de piernas largas. Su aljaba colgaba tan baja sobre su espalda
que a cada paso le golpeaba las nalgas. Empec a silbar una tonadilla. Matuwe se volvi. Su expresin de
extraeza me hizo rer. Tuve la fuerte tentacin de picarle las nalgas con la aljaba, pero control el impulso.
No te es simptica tu suegra? le pregunt, incapaz de reprimir el deseo de tomarle el pelo.
Matuwe sonri tmidamente y se ruboriz ante mi impudicia al pronunciar el nombre de la esposa de Arasuwe
delante de l.
No sabes que un hombre no puede mirar, hablar ni acercarse a su suegra?
Su tono alarmado me hizo sentir culpable.
73
No lo sabia ment.
Al llegar a nuestro destino, Ritimi me asegur que se trataba del mismo huerto abandonado al que ella y Tutemi
me haban conducido tras nuestro primer encuentro en la selva. No reconoc el lugar. Estaba tan lleno de
maleza que me fue difcil encontrar los refugios provisionales que deban estar entre los pltanos.
Los hombres se abrieron paso en la espesura con los machetes, buscando los troncos de palmera cados. Tras
descubrirlos, extrajeron la mdula medio podrida, que estaba casi enterrada, y la abrieron con las manos. Ritimi
y la esposa de Arasuwe gritaron de contento al ver los gusanos que se retorcan, algunos del tamao de bolas
de ping-pong. Se sentaron junto a los hombres y les ayudaron a cortar, con los dientes, la cabeza de cada
larva, que sala arrastrando los intestinos. Luego, amontonaron los blancos cuerpos en hojas de pishaansi.
Cuando Ritimi morda mal un gusano, cosa que le ocurra con frecuencia, se lo coma crudo all mismo,
relamindose de placer.
A pesar de sus burlones ruegos para que les ayudara a preparar las larvas, no pude forzarme a tocar los
gusanos, y menos an a morderles la cabeza. Tom prestado el machete de Matuwe y cort hojas de pltano
para cubrir los techos de los refugios medio derruidos.
Arasuwe me llam en cuanto algunas larvas estuvieron cocidas en el fuego.
Come me dijo, ponindome delante uno de los envoltorios. Necesitas la grasa: no has comido suficiente
ltimamente. Por eso tienes diarrea aadi en un tono que no admita discusin.
Sonre, obediente. Con una decisin que no senta, abr el paquete firmemente atado. Los gusanos encogidos
y blancuzcos flotaban en grasa; olan a tocino quemado. Observ lo que hacan los dems y chup primero la
hoja depishaansi; luego, cuidadosamente, me puse un gusano en la boca. Saba de un modo maravillosamente
similar a la grasa frita que rodea un buen filete.
Al anochecer, poco despus de que nos hubimos instalado en una de las cabaas reconstruidas, Arasuwe
anunci cori tono solemne que debamos volver al shabono.
Quieres viajar de noche? pregunt Matuwe, incrdulo. Y las palmeras que queramos desenterrar por
la maana?
No podemos quedarnos insisti Arasuwe. Siento en mis piernas que algo est a punto de suceder en el
shabono. Cerr los ojos y ech la cabeza atrs y adelante como si el movimiento, lento y rtmico, pudiera
proporcionarle una respuesta sobre lo que deba hacer. Tenemos que llegar al shabono al amanecer
concluy con determinacin.
Ritimi distribuy en nuestros cestos los casi veinte kilos de gusanos que tos hombres haban recuperado de los
troncos de palmera putrefactos, y a m me asign la carga ms ligera. Arasuwe y sus dos yernos cogieron los
leos medio consumidos del fuego, y emprendimos la marcha en fila. Para que las improvisadas antorchas no
dejaran de arder, los hombres soplaban de vez en cuando sobre ellas y desperdigaban una lluvia de chispas en
las hmedas sombras. A veces, la luna casi llena entraba a travs de las hojas e iluminaba el camino con una
inquietante luz verde azulada. Los altos troncos parecan columnas de humo que se disolvieran en el aire
hmedo, como si intentaran escapar al abrazo de las lianas y trepadoras que colgaban en el espacio. Slo las
copas de los rboles se destacaban claramente contra las nubes viajeras.
Arasuwe se detena a menudo, tratando de captar el ms leve ruido, y sus ojos se movan en la oscuridad.
Respiraba profundamente, con las narices dilatadas, como si pudiera detectar algo ms que el olor a humedad
y putrefaccin. Cuando nos miraba a nosotras, a las mujeres, sus ojos parecan ansiosos. Me preguntaba si
pasaban por su cabeza recuerdos de ataques sangrientos, emboscadas y Dios sabra qu ms. Pero no poda
contemplar mucho tiempo la cara preocupada del jefe, porque tena que asegurarme de que las races
sobresalientes de las gigantescas ceibas no eran anacondas en plena digestin de un tapir o un pecan.
Arasuwe vade las aguas poco profundas del ro. Hizo bocina con las manos ahuecadas en torno a la oreja,
intentando captar algn ruido lejano. Ritimi me susurr que su padre estaba escuchando los ecos de la
corriente, el murmullo de los espritus que conocan los peligros que nos aguardaban. Arasuwe puso las manos
sobre la superficie del agua y, por un momento, sostuvo la imagen reflejada de la luna.
Mientras caminbamos, la luna se hizo borrosa y apenas discernible. Pareca que las nubes solitarias que
cruzaban el cielo trataran de adelantrsenos en el viaje hacia la maana. Poco a poco, los reclamos de los
monos y los pjaros se disiparon; la brisa nocturna se detuvo, y supe que el amanecer no estaba lejos.
Llegamos al shabono a esa hora de grisura todava indefinida en que ya no es de noche y an no es de
maana. Muchos iticoteris todava dorman. Los que estaban levantados nos saludaron, sorprendidos de
vernos volver tan pronto.
Tranquilizada al ver que los temores de Arasuwe haban sido infundados, me tumb en mi hamaca.

Me despert abruptamente cuando Xotomi se sent junto a mi.
Come esto, rpido me dijo, entregndome un pltano asado. Ayer vi el tipo de peces que ms nos
gustan a ti y a mi.
Sin esperar a preguntarme si yo estaba demasiado cansada para ir, me dio mi pequeo arco y mis flechas
cortas. La idea de comer pescado en vez de gusanos disip rpidamente mi fatiga.
Yo tambin quiero ir dijo el pequeo Sisiwe, siguindonos.
Marchamos ro arriba, donde las aguas formaban amplios
estanques. Ni una hoja se mova, y no poda escucharse ni un pjaro ni una rana.
Sentadas en una roca, vimos cmo los primeros rayos del sol penetraban por la persiana de hojas envueltos en
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neblina. Como filtrada por un espeso velo, la dbil luz encenda las oscuras aguas del estanque.
He odo algo susurr Sisiwe, cogindose de mi brazo: una rama al romperse.
Yo tambin lo he odo dijo Xotomi suavemente.
Estaba segura de que no era un animal, sino el ruido inconfundible de un ser humano que pisa con precaucin
y se detiene al hacer un mido.
All est! grit Sisiwe, sealando el otro lado del ro. Es el enemigo aadi, y sali corriendo hacia el
shabono.
Cogiendo mi brazo, Xotomi tir de m hacia un lado. Me di la vuelta. Todo lo que vi en la orilla opuesta fueron
los helechos cubiertos de rocio. Al mismo tiempo, Xotomi dej escapar un grito agudo. Una flecha la haba
herido en la pierna. La arrastr hasta los arbustos que bordeaban el sendero, e insist en que gateramos ms
adentro, por la maleza, hasta quedar totalmente cubiertas.
Esperaremos aqu hasta que los iticoteris vengan a rescatarnos dije, examinando su pierna.
Xotomi se sec las lgrimas con el dorso de la mano.
Si es un asalto, los hombres se quedarn en el shabono para defender a las mujeres y los nios.
Vendrn le dije con una confianza que estaba lejos de sentir. Sisiwe fue a buscar ayuda.
La aguzada punta le haba atravesado la pantorrilla. Rompila flecha; saqu la punta de la horrible herida que
sangraba por ambos lados, y at mis bragas viejas y desgarradas en torno a su pierna. La sangre empap
instantneamente el fino algodn. Preocupada de que la flecha pudiera haber estado envenenada, deshice
cuidadosamente el improvisado vendaje y examin de nuevo la herida, para ver si la carne que la rodeaba se
pona oscura. Iramamowe me haba explicado que una herida causada por una flecha envenenada siempre se
volva oscura.
Creo que la punta de flecha no estaba untada de mamucori dije. Si, yo tambin me di cuenta dijo, son-
riendo dbilmente.
Recostando la cabeza hacia un lado, me indic que me quedara quieta.
Crees que hay ms de un hombre? susurr cuando o romperse una rama.
Xotomi me mir con los ojos muy abiertos y llenos de miedo.
Generalmente hay ms.
No podemos esperar aqu como ranas dije, tomando mi arco y mis flechas. Silenciosamente, me arrastr
hasta el sendero. Muestra la cara, cobarde! Mono cobarde! Has herido a mi mujer! grit con una voz que
no pareca ma. Para atenerme a las formas, aad las palabras que sabia que habra dicho un guerrero
iticoteri: Te matar en el acto cuando te vea!
A no ms de tres metros de donde yo estaba, un rostro ennegrecido se asom entre las hojas. Tena el cabello
mojado. Sent un deseo irracional de rer. Estaba segura de que no se haba baado, sino que haba resbalado
al cruzar el ro, porque el agua apenas llegaba a la cintura. Apunt mi flecha contra l. Por un instante, no se
me ocurri qu decir.
Deja tus armas en el sendero grit finalmente. Y, para que la frase sonara bien, aad: Mis flechas estn
envenenadas con el mejor tnaniucori de los iticoteris. Deja caer tus armas repet. Te estoy apuntando al
vientre, al lugar mismo donde yace la muerte.
Con los ojos muy abiertos, como si contemplara una aparicin, el hombre sali y se detuvo en el sendero. No
era mucho ms alto que yo, pero si de constitucin mucho ms fuerte. En su mano apretaba el arco y las
flechas.
Deja caer tus armas al suelo repet, golpeando en tierra con el pie para aadir nfasis.
Con cuidadosa lentitud, el hombre puso su arco y sus flechas en el camino, delante de l.
Por qu has herido a mi amiga? pregunt cuando vi a Xotomi arrastrndose por el sendero.
No quera herirla dijo, con los ojos fijos en el vendaje improvisado, desgarrado y sangriento, que cubra la
pierna de Xotomi. Quera herirte a ti.
A mi!
Me sent impotente a causa del enojo. Abr y cerr varias veces la boca, incapaz de proferir una sola palabra.
Cuando finalmente recuper el habla, tartamude insulto tras insulto en todas las lenguas que conoca, incluida
la iticoteri, que tena las obscenidades ms descriptivas.
Petrificado, el hombre segua delante de mi, al parecer ms sorprendido por mis palabras ofensivas que por la
flecha que todava apuntaba contra l. Ninguno de los dos nos dimos cuenta de que Arasuwe y Etewa se
acercaban.
Un cobarde mocototeri dijo Arasuwe. Debera matarte en el acto.
Quera matarme expliqu con voz temblorosa. Sent que todo mi valor se funda y que empezaba a
temblar. Hiri a Xotomi en una pierna.
No quera matarte se excus el mocototeri, mirndome suplicante. Slo quera herirte en la pierna para
evitar que huyeras. Se volvi hacia Arasuwe. Puedes estar seguro de mis buenas intenciones; mis flechas
no estn envenenadas. Mir a Xotomi. Te he herido accidentalmente cuando arrastrabas a la muchacha
blanca balbuci, como si no quisiera aceptar del todo que haba errado el tiro.
Cuntos ms sois? pregunt Arasuwe, acuclillndose junto a su hija. Ni por un momento, mientras
palpaba la herida con los dedos, quit los ojos del mocototeri. No es grave dijo, incorporndose.
Hay dos ms. El mocototeri imit el grito de un pjaro, al que inmediatamente respondieron gritos
similares. Queramos llevamos a la muchacha blanca. Nuestra gente quiere que ella se quede en nuestro
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shabono.
Cmo crees que podra haber caminado, si me hubieras herido? pregunt.
Podramos haberte llevado en una hamaca dijo rpidamente el hombre, sonrindome.
Poco despus, otros dos mocototeris surgieron de la maleza. Me miraron sonriendo, en absoluto avergonzados
o asustados por haber sido descubiertos.
Cunto tiempo habis estado aqu? pregunt Arasuwe.
Hemos estado observando a la muchacha blanca durante varios das dijo uno de los hombres. Sabemos
que le gusta cazar ranas con los nios. El hombre me dirigi una amplia sonrisa. Hay muchas ranas
alrededor de nuestro shabono.
Por qu habis esperado tanto? pregunt Arasuwe.
Del modo ms franco, el hombre observ que siempre haba habido demasiadas mujeres y nios a mi
alrededor. Tenan la esperanza de capturarme al amanecer, cuando iba a hacer mis necesidades, porque
haban odo que yo prefera adentrarme ms en la selva, sola.
Pero no la vimos ni una sola vez.
Sonriendo, Arasuwe y Etewa me miraron, como si esperaran que yo abundara en el tema. Les mir a mi vez.
Desde que las lluvias empezaron, haba descubierto muchas ms serpientes en los lugares destinados a las
necesidades corporales; pero no quera hablar del sitio a donde yo prefera ir.
Con el mismo entusiasmo que si estuviera contando un cuento, el mocototeri sigui explicando que no haban
venido a matar a ningn iticoteri ni a secuestrar a ninguna de sus mujeres.
Lo nico que queramos era llevarnos a la muchacha blanca. El hombre se ri y pregunt: No os
habrais sorprendido t y tu gente si de pronto la muchacha blanca hubiera desaparecido sin dejar huellas?

Arasuwe concedi que ciertamente habra sido toda una hazaa.
Pero habramos sabido que era obra vuestra, de los mocototeris. Sois lo bastante descuidados para dejar
huellas en el lodo. Vi muchas seales de que aqu haba mocototeris cuando daba vueltas en torno al shabono.
La ltima noche tuve la certidumbre de que algo andaba mal; por eso volv tan rpidamente de un viaje a los
viejos huertos. Arasuwe hizo una pausa, como dando tiempo a los tres hombres para digerir sus palabras;
luego declar: Si os hubierais llevado a la muchacha blanca, habramos asaltado vuestro poblado y la
habramos trado de vuelta, junto con algunas de vuestras mujeres.
El hombre que haba herido a Xotomi en la pierna recogi del suelo su arco y sus flechas.
Hoy era un buen momento, pens. Slo haba una mujer y un nio con la muchacha blanca. Me mir,
impotente.
Pero her a la persona equivocada. Debe de haber en esta aldea poderosos hekuras que protegen a la
muchacha blanca. Sacudi la cabeza, como lleno de dudas, y fij los ojos en Arasuwe. Por qu usa un
arma de hombre? La vimos una maana en el ro, con las mujeres, disparando a los peces como un hombre.
No sabamos qu pensar de ella. Por eso no pude herirla. Ya no sabia qu era ella.
Arasuwe orden a los tres hombres que caminaran hacia el shabono.
El absurdo de toda la situacin me pareci aplastante. Slo el hecho de que haban herido a Xotomi me
impeda rerme, pero una sonrisa convulsiva volva continuamente a mis labios: aunque trataba de mantener
una expresin sobria, senta cmo se me retorca la boca. Quise llevar a Xotomi a cuestas, pero se rea tanto
que su pierna volvi a sangrar.
Ser ms fcil si me apoyo en ti dijo. La pierna no me duele mucho.
Estn prisioneros los mocototeris? pregunt.
Me mir por un momento sin comprender; finalmente dijo:
No. Slo las mujeres se toman cautivas.
Qu les harn en el shabono?
Les darn de comer.
Pero son enemigos! Te hirieron en la pierna. Deberan ser castigados.

Xotomi me mir y sacudi la cabeza como si pensara que hacerme comprender era una tarea superior a sus
fuerzas. Me pregunt si yo habra matado al mocototeri de no haber dejado caer sus armas al suelo.
Le hubiera disparado asegur, en voz suficientemente alta para que los hombres me oyeran. Lo habra
matado con mis flechas envenenadas.
Arasuwe y Etewa miraron hacia atrs. La dura expresin de sus rostros se convirti en una sonrisa. Saban que
mis flechas no estaban envenenadas.
Si, os habra matado dijo Arasuwe a los mocototeris. La muchacha blanca no es como nuestras mujeres.
Los blancos matan muy de prisa.
Me preguntaba si realmente habra disparado mi flecha contra el mocototeri. Ciertamente le habra dado un
puntapi en la ingle o en el vientre si no hubiera dejado caer su arco y sus flechas. Me daba cuenta de que era
una barbaridad tratar de dominar a un oponente ms fuerte que yo, pero no vea por qu razn una persona
pequea no pudiera sorprender a un asaltante con una patada o un golpe repentinos. Estaba segura de que
ello me habra dado tiempo sufi ciente para huir. Un puntapi ciertamente habra sorprendido al desprevenido
mocototeri ms todava que mi arco y mis flechas. Este pensamiento me tranquilizaba mucho.
Al llegar al shabono, los iticoteris nos recibieron mirndonos por encima de las puntas de sus flechas,
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dispuestas para disparar. Mujeres y nios estaban escondidos dentro de las cabaas. Ritimi vino corriendo
hacia mi.
Sabia que no te iba a pasar nada dijo, mientras me ayudaba a llevar a su hermanastra a la cabaa de la
vieja Hayama.
La abuela de Ritimi lav la pierna de Xotomi con agua caliente y ech polvos de epena sobre la herida.
No te levantes de la hamaca advirti a la chica. Traer unas hojas para envolverte la pantorrilla.
Exhausta, me fui a descansar a mi hamaca. Con la esperanza de quedarme dormida, tir de los lados para
cubrirme. Pero me despert la risa de Ritimi. Inclinndose sobre m, me cubri la cara de resonantes besos.
Me han contado cmo asustaste al mocototeri.
Por qu slo fueron Arasuwe y Etewa a rescatamos? pregunt. Pudo haber habido muchos
mocototeris.
Mi padre y mi marido no acudieron a rescataros me inform Ritimi cndidamente.
Se puso cmoda en mi hamaca y luego explic que nadie en el shabono se haba dado cuenta de que yo haba
ido con Xotomi y el pequeo Sisiwe a coger peces. Fue un puro accidente que Arasuwe y Etewa nos
encontraran. Arasuwe, siguiendo sus premoniciones, haba ido a dar la vuelta por los alrededores del shabono,
al volver de nuestro viaje nocturno. Aunque sospechaba que algo andaba mal, no sabia realmente que all
haba mocototeris. Su padre, declar Ritimi, slo estaba cumpliendo con su deber de jefe y viendo si
encontraba huellas de intrusos. Era una tarea que el jefe deba realizar solo, porque generalmente nadie quera
acompaarle en una misin tan peligrosa. No se esperaba que alguien lo hiciera.
Slo recientemente me haba dado cuenta de que aunque Arasuwe me haba sido presentado por Milagros
como jefe de los iticoteris, se era un titulo incierto. Los poderes de un jefe eran limitados. No llevaba ninguna
insignia especial que le distinguiera de los dems hombres, y todos los varones adultos tomaban parte en las
decisiones importantes. Incluso cuando haban tomado juntos una decisin, cada hombre era libre de hacer lo
que quisiera. La importancia de Arasuwe provena de sus relaciones de parentesco. Sus hermanos y sus
muchos hijos y yernos le daban poder y apoyo. Mientras sus decisiones satisficieran a la gente de su shabono,
su autoridad no estara en disputa.
Por qu estaba Etewa con l?
Eso fue totalmente imprevisto dijo Ritimi riendo. Probablemente regresaba de una cita clandestina con
una de las mujeres del shabono, cuando se tropez con su suegro.
Quieres decir que nadie habra ido a rescatamos? pregunt, incrdula.
Una vez los hombres saben que el enemigo est cerca, no salen intencionalmente. Es muy fcil caer en una
emboscada.
Pero nos podan haber matado!
Nadie mata casi nunca a una mujer dijo Ritimi con total conviccin. Os habran capturado. Pero
nuestros hombres habran asaltado el poblado de los mocototeris y os habran trado de vuelta afirm con
asombrosa simplicidad, como si se tratara del curso ms natural de acontecimientos.
Pero hirieron a Xotomi en la pierna! Tena ganas de llorar. Queran herirme a m.
Eso fue slo porque no saban cmo capturarte dijo Ritimi, echndome los brazos al cuello. Saben cmo
tratar a las mujeres indias, que somos fciles de secuestrar. Los mocototeris deben de haber estado muy
confundidos con tu caso. Deberas estar contenta. Eres tan valiente como un guerrero. Iramamowe est seguro
de que te protegen hekuras especiales, tan poderosos que desviaron la flecha dirigida a ti hacia la pierna de
Xotomi.
Qu les pasar a los mocototeris? pregunt, mirando hacia la cabaa de Arasuwe. Los tres hombres
estaban sentados en las hamacas y coman pltanos asados como st fueran invitados. Es extrao cmo
tratis a los enemigos.
Extrao? Ritimi me mir, perpleja. Los tratamos bien. No revelaron su plan? Arasuwe est contento
de que no lograran lo que queran.
Ritimi explic que los tres hombres probablemente se quedaran con los iticoteris por algn tiempo; sobre todo
si sospechaban que los iticoteris se proponan atacar su poblado. Los dos shabonos haban peleado entre si
durante muchos aos, desde el tiempo de su abuelo y de su bisabuelo, e incluso antes. Ritimi atrajo mi cabeza
hacia ella y murmuro en mi odo:
Etewa ha estado deseando vengarse de los mocototeris desde hace mucho tiempo.
Etewa! Pero si estaba tan contento de ir a su fiesta! exclam, perpleja. Cre que le gustaban. Yo s que
Arasuwe piensa que son traicioneros; incluso lramamowe. Pero Etewa! Estaba segura de que le haba
encantado bailar y cantar en su fiesta.
Ya te dije una vez que uno no va a una fiesta slo para bailar y cantar, sino para averiguar qu planes tienen
los otros susurr Ritimi. Me mir con ansiedad. Etewa quiere que sus enemigos piensen que no tiene
intencin de vengar a su padre.
A su padre lo mataron los mocototeris? Ritimi me puso la mano en los labios.
No hablemos de esto. Trae mala suerte mencionar a una persona que ha muerto en un asalto.
Habr un ataque? logr preguntar, antes de que Ritimi me metiera un trozo de pltano asado en la boca.
Slo me sonri, pero no respondi. La idea de un ataque me haca sentir extremadamente incmoda. Me cost
trabajo tragarme el pltano. De alguna forma, yo asociaba los asaltos sangrientos con el pasado. Las pocas
veces que haba preguntado a Milagros por ellos, sus respuestas haban sido vagas. Slo ahora me
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preguntaba si haba nostalgia en la voz de Milagros cuando deca que los misioneros tuvieron mucho xito en
su intento por poner fin a los combates entre poblados.
Habr un asalto? le pregunt a Etewa, cuando entr en la cabaa.
Me mir con expresin de enfado.
Esa no es una pregunta que deba hacer una mujer.


XX XX

Estaba anocheciendo cuando Puriwariwe lleg al shabono. No lo haba visto desde mi enfermedad, desde la
noche en que sali en medio del claro con los brazos levantados, como implorando a la oscuridad. Por Milagros
me enter de que el anciano shapori haba tomado epena seis das consecutivos con sus noches. El anciano
haba estado a punto de sucumbir bajo el peso de los espritus que haba convocado a su pecho. Sin embargo,
no dej de rogar a los hekuras que me sacaran de la devastacin de la fiebre tropical.
Ritimi tambin haba insistido en que la lucha por curarme haba sido particularmente difcil, porque los hekuras
se resisten a las invocaciones en la temporada de lluvias.
Fue el hekura del colibr el que te salv me explic. A pesar de su pequeo tamao, el colibr es un
espritu poderoso. Un buen shapori lo utiliza como ltimo recurso.
No me consol lo ms mnimo que Ritimi me rodeara el cuello con los brazos y me asegurara que, de haber
muerto, mi alma no habra vagado sin rumbo fijo por la selva, sino que habra ascendido pacficamente a la
casa del trueno, porque mi cuerpo habra sido incinerado, y mis huesos pulverizados habran servido de
alimento a ella ya sus parientes.
Me acerqu a Puriwariwe en el claro.
Ahora estoy bien dije, sentndome junto a l.
Me mir con ojos velados, casi soolientos, luego pas su mano por mi cabeza. Era una mano pequea y
oscura que se mova rpidamente, y sin embargo pareca pesada y lenta. Una vaga ternura suaviz sus
facciones, pero no dijo una palabra. Me pregunt si sabia que yo haba sentido cmo el pico del colibr me
abra el pecho, durante mi enfermedad.
No se lo haba dicho a nadie.
Un grupo de hombres con las caras y los cuerpos pintados de negro se reunieron en torno a Puriwariwe. Se
soplaron epena en la nariz y escucharon sus cantos, suplicando a los hekuras que salieran de sus escondrijos
de las montaas. Las negras figuras de los hombres se movan como sombras, apenas iluminadas por las
hogueras de las cabaas. Suavemente, repetan los cantos del chamn. Sent un escalofro recorrerme la
columna vertebral mientras el ritmo acelerado de sus ininteligibles palabras se haca ms amenazador y
poderoso.
Al volver a la cabaa, pregunt a Ritimi qu estaban celebrando los hombres.
Estn enviando hekuras al poblado de los mocototeris para matar al enemigo.
El enemigo, morir realmente?
Alzando las rodillas, mir pensativa ms all del borde de palmas del techo, al cielo negro como un pozo, vacio
de luna y estrellas.
Morir dijo suavemente.
Convencida de que no habra un ataque real, dormit en mi hamaca escuchando los cantos. Ms que or a los
hombres, visualizaba fragmentos del sonido que se alzaba y descenda interminablemente, como arrastrado
por el humo de los hogares.
Horas ms tarde me levant y me sent fuera de la cabaa. La mayora de los hombres se haban retirado a
sus hamacas. Slo quedaban diez en el claro, entre ellos Etewa. Con los ojos cerrados, repetan la cancin de
Puriwariwe. Sus palabras me llegaban claramente a travs del aire hmedo:

Seguidme, seguid mi visin.
Seguidme sobre las copas de los rboles.
Mirad los pjaros y las mariposas; nunca veris tales
colores sobre la tierra.
Me estoy elevando hacia el cielo, hacia el sol.

El canto del shapori fue bruscamente interrumpido por uno de los hombres.
El sol me ha golpeado. Mis ojos estn ardiendo! grit, levantndose. Mir a su alrededor en la oscuridad,
con aspecto desamparado. Sus piernas cedieron y se derrumb con un golpe en el suelo. Nadie le prest
atencin.
La voz de Puriwariwe se hizo ms insistente, como si tratara de elevar a los hombres, colectivamente, hacia su
visin. Repiti su cancin una y otra vez para los que lo rodeaban. Aconsejaba a los dems que no se
desviaran siguiendo sus visiones y les adverta de las hojas de los bambes, hirientes como cuchillos, y de las
serpientes venenosas que se deslizaban desde los rboles y las races, sobre el sendero que conduce al sol.
Sobre todo, les recomendaba que no entraran en un sueo humano, sino que caminaran de la oscuridad de la
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noche a la blanca oscuridad del sol. Les prometa que sus cuerpos se mojaran con el destello de los hekuras y
que sus ojos brillaran con la preciosa luz del sol.
Me qued fuera de la cabaa hasta que el alba borr las sombras del suelo. Con la esperanza de descubrir
alguna huella de su viaje al sol, fui de un hombre a otro, observando atentamente sus rostros.
Puriwariwe me contempl con curiosidad, una sonrisa burlona en su rostro devastado.
No encontrars ningn indicio exterior de su vuelo me dijo, como si hubiera ledo mis pensamientos. Sus
ojos estn opacos y rojos por la vigilia aadi, sealando a los hombres que miraban indiferentes hacia la
lejana, ajenos por completo a mi presencia. Esa preciosa luz que esperas ver reflejada en sus pupilas slo
brilla dentro de ellos. Slo ellos pueden verla.
Antes de que tuviera oportunidad de preguntarle por su viaje al sol, sali del shabono y se intern en la selva.

En los das que siguieron, una sensacin de sombra opresin envolvi el poblado. Al principio no era ms que
un vago sentimiento, pero al final me obsesion la certidumbre de que, con toda intencin, me mantenan
ignorante de algn suceso inminente. Me volv morosa, distante e irritable. Luchaba contra la sensacin de
aislamiento. Trat de ocultar mis vagas aprensiones, pero senta como si me atacaran fuerzas inidentificables.
Cuando le preguntaba a Ritimi o a alguna otra de las mujeres si estaba por producirse algn cambio, ni siquiera
parecan haber escuchado mi pregunta. En cambio, comentaban algn incidente estpido, con la esperanza de
hacerme rer.
Nos van a atacar? le pregunt finalmente a Arasuwe, un da.
Volvi hacia m su rostro perplejo, como si tratara de desenredar mis palabras.
Me senta confusa, nerviosa y prxima a llorar. Le dije que yo no era estpida, que me haba dado cuenta de
que los hombres estaban constantemente alertas y de que las mujeres tenan miedo de ir solas a los huertos o
a pescar al rio.
Por qu no me puede decir alguien lo que est pasando? grit.
No est pasando nada dijo Arasuwe con calma.
Dobl los brazos detrs de su cuello y se estir cmodamente en la hamaca. Empez a hablarme de algo que
no tena relacin con mi pregunta y a rerse de su propio relato. Pero esto no me tranquiliz y no re con l; ni
siquiera prest atencin a sus palabras. Pareca totalmente asombrado cuando me fui furibunda a mi cabaa.
Estuve triste durante varios das, alternativamente enfadada y compadecida de m misma. No dorma bien. Me
repeta sin cesar que yo, que tan totalmente haba adoptado aquella nueva vida, me vea de pronto tratada
como una extraa. Me senta ofendida y traicionada. No poda aceptar que Arasuwe no confiara en m. Ni
siquiera Ritimi quera tranquilizarme. Si estuviera aqu Milagros!, deseaba fervientemente. l seguramente
habra disipado mi ansiedad. l me habra dicho todo.
Una noche en que no consegua perderme en el sueo, sino que daba vueltas en un estado de duermevela,
comprend repentinamente. No fue ninguna idea traducible en palabras sino todo un proceso de pensamientos
y recuerdos que pasaron como imgenes delante de m y lo pusieron todo en perspectiva.
Me sent feliz. Empec a rerme con un alivio que se convirti en pura alegra. Poda or mi propia risa que
resonaba por el shabono. Me sent en la hamaca y descubr que la mayora de los iticoteris rean conmigo.
Arasuwe se sent en mi hamaca.
Te han vuelto loca los espritus de la selva? pregunt sosteniendo mi cabeza entre sus manos.
Loca del todo dije, rindome todava.
Mir sus ojos, que brillaban en la oscuridad. Mir a Ritimi, Tutemi y Etewa, de pie junto a Arasuwe, con las
caras curiosas y adormiladas iluminadas por la risa. Las palabras manaron de mi boca en interminable
procesin, amontonndose con asombrosa velocidad. Estaba hablando en espaol, no porque quisiera
esconder algo, sino porque mi explicacin no habra tenido sentido en su lengua. Arasuwe y los dems
escuchaban como si pudieran entender, como si sintieran mi necesidad de descargarme del torbellino que
tena dentro de m.
Me di cuenta de que yo era, despus de todo, una forastera, y de que mi exigencia de que me informaran sobre
acontecimientos de los que ni los propios iticoteris hablaban entre ellos se deba a mi creencia en mi propia
importancia. Lo que me haba convertido en una individua intolerable era la idea de que me excluyeran, de que
me dejaran fuera de algo que yo crea que tena el derecho de saber. No me haba preguntado por qu crea
tener ese derecho. Esto me haba amargado, cegndome ante todos los momentos alegres que antes tanto
disfrutaba. La tristeza y la opresin que senta no venan de fuera, sino de m, y se comunicaban al shabono y
a su gente.
Sent la mano encallecido de Arasuwe en mi tonsura. No senta vergenza de mis sentimientos, pero me
alegraba que dependiera de m restaurar el sentimiento de magia y maravilla que tena al estar en aquel mundo
diferente.
Splame epena en la nariz le dijo Arasuwe a Etewa. Quiero asegurarme de que los malos espritus se
mantienen lejos de la muchacha blanca.
Escuch murmullos, un susurro de voces, una risa ahogada, y luego el canto montono de Arasuwe. Ca en un
sueo apacible, el mejor desde haca muchas noches. La pequea Texoma, que no haba venido a mi hamaca
en varios das, me despert al amanecer.

79
Te oi rer anoche dijo, acurrucndose contra mi. No te habas redo desde haca mucho, tena miedo de
que ya no volvieras a rer nunca ms.
Mir sus ojos brillantes como si pudiera encontrar en ellos la respuesta que en el futuro me permitira rerme de
cualquier ansiedad o torbellino de mi espritu.


Una quietud extraa envolvi el shabono cuando las sombras de la noche se cerraron sobre nosotros. El suave
tacto de los dedos de Tutemi que buscaba piojos en mi cabeza casi me hizo quedarme dormida. La charla
ruidosa de las mujeres se redujo a un susurro mientras preparaban la cena y amamantaban a sus bebs.
Como si obedecieran una orden muda, los nios abandonaron sus estruendosos juegos vespertinos y se
reunieron en la cabaa de Arasuwe para escuchar los relatos del viejo Kamosiwe. Pareca embriagado por sus
propias palabras y gesticulaba dramticamente con las manos. Pero su nico ojo estaba fijo en los largos tubos
de patatas dulces que sobresalan entre las brasas. Impresionada, vi cmo el anciano sacaba las races del
fuego con sus manos desnudas. No quera que las patatas se enfriaran y se iba llenando la boca con ellas en
cuanto las sacaba.
Desde donde estaba sentada, poda ver la luna menguante que apareca sobre las copas de los rboles,
semioculta por nubes viajeras que brillaban en blanco contra el cielo oscuro. Un sonido espeluznante atraves
la quietud de la noche: algo entre un grito y un gruido. Un instante despus Etewa, con la cara y el cuerpo
pintados de negro, se materializ entre las sombras. De pie ante las hogueras que estaban encendidas en el
claro, hizo sonar su arco y sus flechas por encima de su cabeza. No vi de qu cabaa salan los dems, pero
otros once hombres, con las caras y los cuerpos igualmente ennegrecidos, se unieron a Etewa en el claro.
Arasuwe empuj y tir de cada uno de ellos hasta que quedaron en una fila perfectamente recta y, tras colocar
en su sitio al ltimo hombre, se les uni. El jefe empez a cantar en un tono profundo y nasal. Los dems
repetan a coro el ltimo verso de cada cancin. Poda distinguir cada una de las voces en la mezclada
armona, pero no comprenda ni una sola palabra. Cuanto ms cantaban, ms furiosos parecan. Al final de
cada cancin, lanzaban los gritos ms feroces que yo haba odo en mi vida. Extraamente, yo tena la
sensacin de que cuanto ms alto gritaban, ms remota se volva su clera, como si ya no formara parte de
sus cuerpos pintados de negro.
Callaron de pronto. La leve luz de las fogatas acentuaba la expresin iracunda de sus rostros rgidos como
mscaras, el brillo febril de sus ojos. No vi a Arasuwe dar la orden, pero gritaron al unsono:
Cmo disfrutar al ver mi flecha herir al enemigo! Cmo disfrutar al ver su sangre salpicar el suelo!
Sosteniendo las armas sobre sus cabezas, los guerreros rompieron la fila y se reunieron en un apretado
crculo. Empezaron a gritar, primero suavemente, luego con voces tan penetrantes que un escalofro me corri
por la espalda. Se quedaron de nuevo en silencio, y Ritimi me susurr al odo que estaban escuchando el eco
de sus gritos para determinar de qu direccin venia. Los ecos, explic, llevan los espritus de los enemigos.
Gruendo y golpeando sus armas, los hombres empezaron a recorrer el claro a zancadas. Arasuwe los calm.
Dos veces ms se juntaron en un apretado crculo y gritaron a toda su capacidad. En vez de internarse en la
selva, como yo esperaba y tema, los hombres se acercaron a las cabaas cercanas a la entrada del sha bono.
Se acostaron en sus hamacas y se forzaron a vomitar.
Por qu hacen eso? le pregunt a Ritimi.
Mientras cantaban, han devorado a sus enemigos dijo ella. Ahora tienen que librarse de la carne
podrida.
Suspir aliviada, pero extraamente decepcionada de que el ataque se hubiera representado slo de manera
simblica. Poco antes del amanecer, me despertaron los lamentos de las mujeres. Me frot los ojos para
asegurarme de que no estaba soando. Como si no hubiera transcurrido el tiempo, los hombres estaban
afuera, en la misma formacin que haban adoptado ms temprano. Sus gritos haban perdido su fiereza, como
si los lamentos de las mujeres humedecieran su clera. Cargaron sobre sus hombros los paquetes de pltanos
amontonados a la entrada del shabono, y marcharon dramticamente por el sendero que conduca al ro.
El viejo Kamosiwe y yo seguimos a los hombres desde lejos. Pens que estaba lloviendo, pero no era ms que
el roco que goteaba de hoja en hoja. Por un momento, los hombres se quedaron inmviles, sus sombras
perfectamente delineadas contra la arena clara de la orilla. La media luna haba viajado por el cielo y destellaba
dbilmente a travs del aire denso de humedad. Como si la arena se hubiera tragado sus sombras, los
hombres desaparecieron ante mis ojos. No oa ms que el roce de las hojas y las ramitas quebradas cada vez
ms lejos en la selva. La niebla se cerr sobre nosotros como un muro impenetrable, como si nada hubiera
ocurrido, como si todo lo que presenciamos no hubiera sido ms que un sueno.
El anciano Kamosiwe, sentado a mi lado sobre una roca, me toc ligeramente el brazo.
Ya no oigo los ecos de sus pasos dijo; luego, lentamente, entr en el agua.
Le segu. La frialdad del ro me hizo temblar. Sent los pececitos que se ocultaban entre las races sumergidas
pasar entre mis piernas, pero no poda verlos en el agua oscura.
El viejo Kamosiwe se rea mientras yo lo secaba con algunas hojas.
Mira, sikomasik dijo feliz, sealando los hongos blancos que crecan sobre un tronco podrido.
Los recog para l y los envolv con hojas. Una vez cocinados en el fuego, se consideraban un plato exquisito,
que gustaba especialmente a los viejos.
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Kamosiwe me tendi el extremo de su arco roto; tir de l para ayudarle a subir por el resbaladizo sendero que
conduca al shabono. La niebla no se levant en todo el da, como si el sol tuviera miedo de presenciar el viaje
de los hombres que atravesaban la selva.


XXI XXI

La pequea Texoma se sent junto a m sobre un tronco, entre los bambes.
No vas a ir a cazar ranas? le pregunt.
Me mir asustada. Sus ojos, siempre tan brillantes, estaban opacos. Lentamente, se llenaron de lgrimas.
Por qu ests triste? le pregunt, acunndola en mis brazos. Nunca se permita llorar a los nios, por
miedo a que su alma se les escapara por la boca. La puse sobre mi cabeza y me dirig al shabono. Pesas
tanto como una cesta llena de pltanos maduros le dije, tratando de hacerla rer.
Pero la niita ni siquiera sonri. Mantuvo la cara apretada contra mi cuello; sus lgrimas rodaban incontenibles
por mi pecho. Cuidadosamente, la acost en su hamaca. Se agarraba a m tenazmente, forzndome a
acostarme junto a ella. Pronto se qued dormida. No era un sueo apacible. De vez en cuando su cuerpecito
temblaba como si estuviera en las garras de una horrible pesadilla.
Ritimi entr en la cabaa con el beb de Tutemi colgado a la espalda. Empez a llorar en cuanto vio a la nia
dormida junto a m.
Estoy segura de que uno de los malvados shaporis de los mocototeris se ha llevado su alma.
Ritimi sollozaba con tanto desconsuelo, que dej la hamaca de Texoma y me sent junto a ella. No saba muy
bien qu decirle. Estaba segura de que Ritimi no lloraba slo por su hijita, sino tambin por Etewa, que se
haba ido con el grupo de guerreros haca casi una semana. Desde la partida de su esposo, Ritimi no era la
misma. No haba trabajado en los huertos, ni haba acompaado a las mujeres a recoger fruta o lea en la
selva. Deambulaba por el shabono, decada y triste. Pasaba la mayor parte del tiempo en su hamaca, jugando
con el beb de Tutemi. Por mucho que hice y dije para animarla, me fue imposible borrar la expresin desolada
de su rostro. La sonrisa desmayada con que Ritimi responda a mis esfuerzos slo la haca parecer an ms
triste.
Le ech los brazos al cuello y plant sonoros besos sobre sus mejillas, asegurndole todo el tiempo que
Texoma no tena ms que un resfriado. Ritimi no quera que la consolara. El llanto tampoco le produca ningn
alivio ni la fatigaba: slo aumentaba su tristeza.
Tal vez le ha pasado algo a Etewa dijo Ritimi. Tal vez un mocototeri lo ha matado.
No le ha pasado nada a Etewa afirm. Lo siento en mis piernas.
Ritimi sonri ligeramente, como dudando de mis palabras.
Pero por qu est enferma mi niita? insisti.
Texoma est enferma porque se ha enfriado jugando con las ranas en los pantanos dije, con gran
seguridad. Los nios enferman fcilmente y se recuperan con igual rapidez.
Ests segura de que es as?
Absolutamente segura.
Ritimi me mir dubitativamente y dijo:
Pero ninguno de los dems nios est enfermo. S que Texoma ha sido embrujada.
No sabiendo cmo responder, suger que sera mejor llamar al to de Ritimi. Momentos despus, volv con
Iramamowe. Durante la ausencia de su hermano, Iramamowe asuma el papel de jefe. Su valor lo converta en
el hombre ms calificado para defender el shabono contra potenciales asaltantes. Su reputacin como chamn
aseguraba a la aldea proteccin contra los hekuras malignos que enviaran los brujos del enemigo.
Iramamowe mir a la nia y me pidi que trajera su caa para tomar epena y el recipiente que contena el polvo
alucingeno. Hizo que un joven le soplara la droga en la nariz y empez a cantarles a los hekuras, caminando
arriba y abajo ante la cabaa. De vez en cuando saltaba en el aire, gritndoles a los espritus malignos l
crea que se haban alojado en el cuerpo de la nia que dejaran en paz a Texoma.
Suavemente, lramamowe masaje a la pequea, empezando por la cabeza y continuando con su pecho y su
vientre, hasta llegar a los pies. Agitaba repetidamente las manos, sacudindose los malos hekuras que haba
sacado de Texoma. Algunos hombres ms tomaron epena y cantaron con lramamowe a lo largo de la noche.
Alternativamente, masajeaba el cuerpecito y lo chupaba para extraer la enfermedad.
Sin embargo, al da siguiente la nia no estaba mejor. Yaca inmvil en su hamaca y tena los ojos rojos e
hinchados. Rechazaba la comida, incluidas el agua y la miel que le ofrec.
lramamowe diagnostic que su alma se haba escapado de su cuerpo y procedi a construir una plataforma
con postes y lianas en medio del claro. Se at hojas de palmera assai en el pelo, y dibuj crculos en torno a
sus ojos y su boca con una mezcla de onoto y carbn. Daba zancadas en torno a la plataforma, imitando el
grito del guila arpa. Con una rama de uno de los arbustos que crecan en torno al shabono barri a fondo el
suelo, tratando de localizar el alma perdida de la nia.
Al no poder encontrar el alma, reuni en torno a l a varios de los compaeros de juegos de Texoma. Decor
su cabello y sus caras igual que los suyos y los subi a la plataforma.
Mirad el suelo desde arriba les dijo a los nios. Encontrad el alma de vuestra hermanita.
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Imitando los gritos del guila arpa, los nios brincaban arriba y abajo sobre la estructura precariamente
construida. Barrieron el aire con las ramas que las mujeres les entregaron; pero ellos tampoco pudieron atrapar
el alma perdida.
Tom la rama que Ritimi me tendi y me un a los dems en la bsqueda. Barrimos los senderos que llevaban
al ro, a los huertos y a los pantanos, donde Texoma haba estado cazando ranas. lramamowe me cambi su
rama por la ma.

T la llevaste al shabono dijo. Tal vez t puedas encontrar su alma.
Sin pensar en absoluto en la futilidad de la tarea, barr el suelo con la misma ansiedad que los dems.
Cmo se sabe si un alma est cerca? le pregunt a lramamowe mientras volvamos a recorrer nuestros
pasos hasta el shabono.
Uno, simplemente, lo sabe.
Buscamos en todas las cabaas, barrimos bajo las hamacas, en torno a cada hogar y detrs de los montones
de pltanos. Levantamos las cestas del suelo. Cambiamos de sitio los arcos y las flechas que se apoyaban
contra el techo inclinado. Asustamos a las araas y a los escorpiones en sus nidos, entre las palmas del techo.
Abandon la cacera cuando vi que una serpiente se deslizaba por detrs de una de las vigas.
Rindose, la vieja Hayama le cort la cabeza al reptil con un rpido golpe del machete de Iramamowe. Envolvi
la serpiente, que descabezada an se retorca, en hojas de pishaansi y la puso en el fuego. Hayama recogi
tambin las araas que caan al suelo. Las envolvi igualmente en hojas y las as. Los viejos tenan especial
predileccin por sus blandos vientres. Hayama guard las patas para moleras ms tarde: se crea que este
polvo curaba las cortaduras, picaduras y araazos.
Al anochecer, la pequea Texoma no mostraba signos de mejora. Yaca en la hamaca sin moverse, con los
ojos vacos y fijos en el techo de palma. Me llen una indescriptible sensacin de impotencia, mientras
Iramamowe se inclinaba de nuevo sobre la nia para masajearla y chuparle los malos espritus.
D jame intentar curarla le dije.
lramamowe sonri de manera casi imperceptible, mirndonos alternativamente a m y a Texoma.
Qu te hace creer que puedes curar a mi sobrina nieta? me pregunt con deliberada intencin. No haba
burla en su tono: slo una vaga curiosidad. No hemos encontrado su alma. Un poderoso shapori enemigo se
la ha llevado. Crees que puedes contrarrestar la maldicin de un hechicero malvado?
No le asegur rpidamente. Slo t puedes hacer eso.
Qu hars t entonces? Dijiste una vez que nunca has curado a nadie. Qu te hace pensar que ahora si
podrs hacerlo?
Ayudar a Texoma con agua caliente. Y t la curars con tus cantos a los hekuras.
lramamowe dud por un momento; gradualmente, su expresin pensativa se relaj. Se puso la mano en la
boca como si ocultara un deseo de rer.
Aprendiste mucho de los shaporis que conociste?
Recuerdo algunas de sus formas de curar respond, pero no mencion que la cura que yo pensaba
aplicarle a Texoma era la forma en que mi abuela trataba la fiebre cuando no ceda. Dijiste que habas visto
hekuras en mis ojos. Si les cantas, tal vez me ayuden.
Una fcil sonrisa surgi y permaneci en los labios de Iramamowe. Pareca casi convencido por mi
razonamiento. Sin embargo, sacudi la cabeza como si las dudas lo embargaran.
La curacin no se hace as. Cmo puedo pedir a los hekuras que te ayuden? Tomars epena tambin?
No necesito tomarla le asegur, y luego seal que si un poderoso shapori poda ordenarle a sus hekuras
que robaran el alma de una nia, un gran hechicero como l ciertamente poda ordenarles a sus espritus, que
segn l ya me conocan, que vinieran en mi ayuda.
Llamar a los hekuras para que te ayuden. Tomar epena yo en tu lugar.
Mientras uno de los hombres soplaba la sustancia alucingena en la nariz de lramamowe, Ritimi, Tutemi y las
esposas de Arasuwe me trajeron calabazas llenas de agua caliente que la vieja llayama haba calentado en
grandes ollas de aluminio. Empap mi manta cortada en tiras en el agua caliente y, utilizando las perneras de
mis tejanos como guantes, exprim cada trozo de tela hasta que no quedaba ni una gota de agua.
Cuidadosamente, envolv con ellos el cuerpo de Texoma, y la cubr con las hojas de palma clientes que
algunos de los chicos haban cortado para m.
Apenas poda moverme entre la multitud que se haba reunido en la cabaa. Observaban en silencio cada uno
de mis movimientos, atentos y alertas, como para no perderse nada. lramamowe estaba sentado a mi lado,
cantndole incansablemente a la noche. Al pasar las horas, la gente se retir a sus hamacas. No me
desalentaron sus signos de desaprobacin y segu cambiando las compresas en cuanto se enfriaban. Ritimi
estaba sentada en su hamaca, en silencio; sus dedos entrelazados descansaban sin vida en su regazo, en una
actitud de suprema desesperanza. Siempre que me miraba rompa a llorar.
Texoma pareca ignorar mis actividades. Qu pasar si no es un resfriado, sino otra cosa? pensaba.
Qu pasar si se pone peor? Mi seguridad se tambaleaba. Murmur una plegaria por ella con un fervor que
no haba sentido desde que era nia. Al levantar la cabeza, vi que Iramamowe me miraba. Pareca ansioso,
como si percibiera la mezcla de sentimientos magia, religin y miedo que luchaban en mi interior. Con
decisin, continu cantando.
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El viejo Kamosiwe se nos uni. Se sent cerca del hogar. El fro del amanecer an no haba entrado en la
cabaa, pero el simple hecho de que hubiera un fuego le hacia acurrucarse junto a l de manera instintiva.
Suavemente, empez a cantar. Sus cantos murmurados me llenaban de tranquilidad; pareca llevar en si las
voces de las pasadas generaciones. La lluvia repiqueteaba sobre el techo de palmas con decidido vigor; luego
se convirti en una leve llovizna que me sumergi en una especie de estupor.
Era casi de da cuando Texoma empez a revolverse en su hamaca. Con impaciencia, se quitaba los trozos de
manta mojada y las hojas de palmera que la envolvan. Con ojos muy abiertos de sorpresa, se sent y nos
sonri al viejo Kamosiwe, a lramamowe y a mi, que estbamos acuclillados junto a su hamaca.
Tengo sed dijo, y se bebi el agua y la miel que le di.
Se pondr bien? pregunt Ritimi, vacilante.
Iramamowe ha trado su alma de vuelta. El agua caliente ha roto la fiebre. Ahora tiene que estar abrigada y
dormir tranquilamente.
Camin hasta el claro y estir mis piernas acalambradas.

El viejo Kamosiwe pareca un nio, reclinado contra un poste, con los brazos fuertemente apretados en torno al
pecho para mantenerse caliente. lramamowe se detuvo junto a m en camino a su cabaa. No hablamos, pero
yo tena la certeza de que compartamos un momento de absoluto entendimiento.


XXII XXII

Al or ruido de pasos que se acercaban, Tutemi me indic que me agachara detrs de las hojas enmohecidas
de las calabazas.
Son los guerreros susurro. Las mujeres no deben ver de qu direccin vuelven los guerreros.
Incapaz de contener mi curiosidad, me levant lentamente. Tres mujeres acompaaban a los hombres; una de
ellas estaba embarazada.
No mires suplic Tutemi, tirando de m. Si ves el sendero por el que regresan los guerreros, el enemigo
te capturar.
Qu hermoso aspecto tienen los hombres con las plumas de colores saliendo de sus brazaletes y los dibujos
de onoto en todo el cuerpo. Pero Etewa no est! Crees que lo habrn matado? pregunt asustada.
Tutemi me mir con expresin aturdida. No haba nerviosismo en sus movimientos mientras separaba las gran-
des hojas de calabaza para espiar las figuras que se alejaban. Su rostro ansioso resplandeci con una sonrisa
y me cogi del brazo.
Mira, all est Etewa. Apret mi cabeza contra la suya para que yo viera lo que me sealaba. Est
unucai.
A cierta distancia detrs de los dems, Etewa caminaba lentamente, con los hombros encorvados hacia
delante como si llevara un gran peso sobre la espalda. No estaba adornado con plumas o pintura. Slo unos
trocitos de astil de flecha salan de los lbulos perforados de sus orejas, y tena otro astil atado a cada mueca,
a manera de brazalete.
Est enfermo?

No! Est unucai dijo con admracin. Ha matado a un mocototeri.
Incapaz de compartir la alegra de Tutemi, no pude sino contemplarla con muda incredulidad. Sent que se me
llenaban los ojos de lgrimas y apart de ella m mirada. Esperamos hasta que Etewa desapareci de nuestra
vista, y nos dirigimos lentamente al shabono.
Tutemi apresur el paso al or los gritos de bienvenida de los hombres y mujeres que estaban en las cabaas.
Rodeados de iticoteris entusiasmados, los guerreros se exhiban en el claro orgullosamente. Separndose de
su marido, la esposa ms joven de Arasuwe se acerc a las tres mujeres cautivas que no haban sido incluidas
en los alegres saludos. Se mantenan apartadas y en silencio, con las miradas temerosas fijas en la mujer
iticoteri que se les acercaba.
Pintadas con onoto! Qu repugnantes! grit la esposa de Arasuwe. Qu otra cosa se puede esperar
de una mujer mocototeri? Creis que habis sido invitadas a una fiesta? Encarndose con las tres mujeres,
recogi un palo. Os dar una paliza. Si me hubieran capturado a m, habra escapado! grit.
Las tres mocototeris se apretaron una contra otra.
Por lo menos habra llegado llorando lastimosamente silb la mujer de Arasuwe tirando del pelo a una de
ellas. Arasuwe intervino ante su mujer y las mocototeris.
Djalas en paz. Han llorado tanto que han empapado el sendero con sus lgrimas. Las hicimos callar. No
queramos escuchar sus aullidos. Arasuwe le quit el palo a su mujer. Nosotros les pedimos que se
pintaran la cara y el cuerpo con onoto. Estas mujeres estarn felices aqu. Sern bien tratadas! Se volvi
hacia el resto de las iticoteris que se haban reunido en torno a su mujer. Dadles algo de comer. Tienen
hambre igual que nosotros. No hemos comido desde hace dos das.
La esposa de Arasuwe no pareca intimidada.
Han muerto vuestros hombres? les pregunt a las tres mujeres. Los incinerasteis? Comisteis sus
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cenizas?
Se encar con la mujer embarazada. Tambin tu marido muri? Esperas que un iticoteri se convierta
en padre de tu hijo?

Empujando a su mujer con rudeza, Arasuwe declar:
Slo muri un hombre. Etewa lo hiri con su flecha. Era el hombre que mat al padre de Etewa la ltima vez
que los mocototeris nos atacaron tan traicioneramente.
Arasuwe se volvi hacia la mujer embarazada. No haba compasin en sus ojos ni en su voz mientras
continuaba:
Fuisteis capturadas por los mocototeris hace tiempo. No tenis hermanos entre ellos que os puedan
rescatar. Ahora sois iticoteris. No lloris ms.
Arasuwe sigui explicando a las cautivas que estaran mejor en su nuevo hogar. Los iticoteris, insisti, haban
tenido carne casi todos los das, as como muchas races y pltanos durante la temporada de lluvias. Nadie
haba pasado hambre.
Una de las cautivas era una nia, tal vez de diez u once aos.
Qu pasar con ella? le pregunt a Tutemi.
Como las otras, se convertir en esposa. Yo tena probablemente su edad cuando los iticoteris me
secuestraron.
Una sonrisa melanclica curvaba sus labios. Tuve suerte de que la suegra de Ritimi me eligiera como
segunda mujer de Etewa. El nunca me ha pegado. Ritimi me trata como una hermana. No se pelea conmigo ni
me hace trabajar dema...
Tutemi se detuvo en mitad de la palabra, porque la esposa ms joven de Arasuwe continuaba gritando contra
las mocototeris.
Qu asqueroso, llegar todas pintadas! No les falta ms que ponerse flores en las orejas y empezar a bailar.
Sigui a las tres mujeres hasta la cabaa de su esposo. Os violaron los hombres en la selva? Por qu
tardasteis tanto? Debis de haberlo disfrutado. Empujando a la mujer encinta, aadi: Tambin
durmieron contigo?
Cllate! grit Arasuwe. O te pegar hasta hacerte sangrar. Arasuwe se volvi a las mujeres que le
haban seguido. Deberais alegraros de que vuestros hombres hayan vuelto sanos y salvos. Deberais estar
contentas de que Etewa haya matado a un hombre, de que hayamos trado tres cautivas. d a vuestras
cabaas y preparad comida para vuestros hombres.

Murmurando, las mujeres se dispersaron hacia sus respectivas cabaas.
Por qu slo la mujer de Arasuwe est tan alterada? le pregunt a Tutemi.
No lo sabes? pregunt, sonriendo maliciosamente. Tiene miedo de que tome a una de las mujeres
como su cuarta esposa.
Para qu quiere tantas?
Es poderoso afirm Tutemi categricamente. Tiene muchos yernos que le traen mucha caza y le ayudan
a trabajar en los huertos. Arasuwe puede alimentar a muchas muj eres.
Fueron violadas las cautivas? pregunt.
Una de ellas si. Tutemi se qued momentneamente perpleja ante mi expresin de disgusto, y me explic
que una mujer capturada generalmente es violada por todos los hombres del grupo asaltante. Es la
costumbre.
Tambin violaron a la muchachita joven?
No dijo Tutemi tranquilamente. Todava no es una mujer. Tampoco violaron a la mujer preada: nunca
las tocan.
Ritimi haba permanecido en su hamaca durante la conmocin general. Me dijo que no haba razn para
preocuparse por las mujeres mocototeris, porque sabia que Etewa no tomara una tercera esposa. Me alegr
de descubrir que la tristeza y la dejadez que la haban perseguido durante los ltimos das haban
desaparecido.
Dnde est Etewa? pregunt. No va a venir al shabono?
Los ojos de Ritimi parecan casi febriles de excitacin mientras explicaba que su esposo haba matado a un
enemgo, estaba buscando un rbol no poblado, donde pudiera colgar su vieja hamaca y su aljaba. Sin
embargo, antes de que pudiera hacerlo, tena que quitar toda la corteza del tronco y las ramas del rbol.
Los ojos de Ritimi expresaban una gran preocupacin cuando se dirigi a mi. Me advirti que no mirara aquel
rbol. Estaba segura de que no lo confundira con el tipo de rbol al que le quitaban la corteza para hacer
barriles y canoas. Tales rboles, explic, siguen pareciendo rboles, mientras que los que desnuda un hombre
que ha matado parecen una sombra fantasmal, blancos entre el verdor que los rodea, con la hamaca, la aljaba,
el arco y las flechas colgando de las ramas peladas. Los espritus en especial los malignos gustan de
esconderse en la proximidad de tales lugares. Tuve que prometer a Ritimi que si alguna vez me encontraba
cerca de uno de esos rboles, saldra de all corriendo tan rpidamente como pudiera.
En voz tan baja que pens que estaba hablando para si, Ritimi me confi sus temores. Esperaba que Etewa no
se hundiera bajo el peso de su vctima. Los hekuras del muerto se alojan en el pecho de su matador, donde
permanecen hasta que los nacientes del difunto han quemado el cuerpo y se han comido los huesos
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pulverizados. Los mocototeris pospondran todo lo posible la incineracin del cadver con la esperanza de que
Etewa muriera de debilidad.
Los hombres nos contarn el asalto? pregunt.
En cuanto hayan comido dijo Ritimi.
Con su arco y sus flechas en la mano, Etewa atraves el claro hacia la cabaa donde el hijo de lramamowe
haba sido iniciado como chamn. Los hombres que acompaaron a Etewa en el ataque a la aldea enemiga
cubrieron los costados de la cabaa con hojas de palma. Slo dejaron una pequea entrada abierta en el
frente. Le llevaron una calabaza llena de agua y encendieron una hoguera dentro de la cabaa, Etewa tena
que permanecer en ese refugio hasta que Puriwariwe anunciara que el mocototeri muerto haba sido
incinerado. Da y noche, Etewa deba estar alerta por si el espritu del muerto iba a rondar la cabaa bajo la
forma de un jaguar. Si Etewa hablaba, tocaba a una mujer o coma durante esos das, morira.
La vieja Hayama vino a nuestra cabaa, acompaada por su nuera.
Quiero averiguar qu est pasando en la casa de Arasuwe dijo, sentndose junto a m.
Xotomi se sent en el suelo, apoyando la cabeza contra mis piernas, que colgaban fuera de la hamaca. Una
cicatriz violeta recordatorio de la herida de flecha quebraba la lnea suave de su pantorrilla. Esto no
preocupaba a Xotomi; estaba contenta de que la herida no se hubiera infectado.
Matuwe captur a una de las mujeres manifest Hayama orgullosamente. Es un buen momento para
que tome otra esposa, y ms vale que yo elija la que le conviene. Estoy segura de que se equivocar si se le
deja elegir a l.
Pero ya tiene una esposa tartamude, mirando a Xotomi.
Si concedi la anciana. Pero si ha de tener una segunda esposa, ste es el mejor momento. Xotomi es
joven. Le ser fcil hacerse amiga de otra mujer ahora. Matuwe debera tomar a la ms joven de las tres
cautivas. Hayama acarici la tonsura de la cabeza de Xotomi. La muchacha es menor que t. Te
obedecer. Si tienes la menstruacin, cocinar para ti. Puede ayudarte en los huertos y en la recogida de lea.
Me estoy volviendo demasiado vieja para trabajar mucho.
Xotomi examin a las tres mocototeris que estaban en la cabaa de Arasuwe.
Si Matuwe ha de tomar otra esposa, deseo que tome a la muchacha joven. Me gustar. Puede calentar su
hamaca si yo estoy preada.
Lo ests? pregunt.
No tengo la seguridad dijo sonriendo, satisfecha.
Hayama me haba dicho algn tiempo antes que una mujer embarazada generalmente esperaba de tres a
cuatro meses, a veces incluso ms, antes de informar a su esposo de su estado. El hombre era un cmplice
tcito de este engao, porque l tambin tema los tabes restrictivos de la alimentacin y la conducta. Cuando
una mujer sufra un aborto o daba a luz un nio deforme, ella nunca tena la culpa. Siempre se culpaba al
marido. De hecho, si una mujer tena repetidos abortos, se le aconsejaba que se embarazara de otro hombre.
Su propio esposo, sin embargo, deba someterse a las restricciones y criar al beb como propio.
Hayama fue a la cabaa de Arasuwe.
Me llevar a esta muchacha mocototeri conmigo. Ser una buena esposa para mi hijo dijo, tomando a la
muchacha de la mano. Vivir conmigo en mi cabaa.
Yo captur a una mujer objet Matuwe. No quiero a esta nia. Est demasiado delgada. Quiero una
mujer fuerte que pueda tener hijos sanos.
Se pondr fuerte le respondi Hayama con calma. Todava est verde, pero pronto estar madura. Mira
sus pechos. Ya son grandes. Adems aadi, a Xotomi no le importar si la tomas. Hayama se encar
con los hombres que rodeaban la cabaa de Arasuwe: Nadie debe tocarla. Cuidar de ella hasta que se
convierta en la esposa de mi hijo. De aqu en adelante es mi nuera.
Nadie plante objeciones, y Hayama condujo a la muchacha hasta nuestra cabaa. Tmidamente, la mocototeri
se sent en el suelo, cerca del hogar.
No te pegar le dijo Xotomi, tomando la mano de la chica entre las suyas. Pero debes hacer lo que yo te
diga.
Matuwe nos sonrea tmidamente desde el otro extremo de la cabaa. Me preguntaba si estara orgulloso de
tener dos mujeres o avergonzado de verse obligado a tomar a una nia habiendo capturado a una mujer.
Qu pasar con las otras prisioneras? pregunt.
Arasuwe se quedar con la que est preada declar Hayama.
Cmo lo sabes?
Sin esperar respuesta, le pregunt por la tercera.
Ser entregada como esposa a alguien, despus de que la hayan posedo todos los hombres del shabono
que lo deseen.
Si ya la han violado los guerreros! dije con indignacin.
La vieja Hayama se ech a rer.
Pero no los hombres que no participaron en el ataque.
La anciana me dio unas palmaditas en la cabeza. No pongas esa cara de enojo. Es la costumbre. A mi me
capturaron una vez. Me violaron muchos hombres. Tuve suerte y encontr una oportunidad para escapar. No,
no me interrumpas, muchacha blanca dijo Hayama, poniendo su mano sobre mis labios. No me escap
porque me hubieran violado. Eso lo olvid muy rpidamente. Me escap porque tena que trabajar demasiado y
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no me daban bastante comida. Como la anciana haba previsto, Arasuwe se qued con la mujer embarazada.

Ya tienes tres esposas! gritaba la ms joven con el rostro contrado de furia. Por qu quieres otra?
Las otras dos mujeres de Arasuwe se rean nerviosas, contemplando desde sus hamaca cmo la ms joven
empujaba a la embarazada sobre los carbones encendidos del hogar. Arasuwe salt de su hamaca, cogi uno
de los leos encendidos del fuego y se lo tendi a la mujer mocototeri cada.
Qumale el brazo a mi mujer le orden a la mocototeri mientras sujetaba a su esposa contra uno de los
postes de la cabaa.
Sollozando, la mujer embarazada se cubra el hombro quemado con la mano.
Qumame! la retaba la mujer de Arasuwe, retorcindose para librarse de las manos de su esposo. Si lo
haces te quemar viva, pero nadie se comer tus huesos. Los desperdigar por la selva, para que orinemos
sobre ellos...
Se detuvo, con los ojos abiertos en genuino asombro al descubrir la extensin de la quemadura que la otra
mujer tena en el hombro. De verdad te has quemado. Te duele mucho?
Levantando la mirada, la mocototeri se limpi las lgrimas de la cara.
Me duele mucho.
Oh, pobre mujer! Solcitamente, la esposa de Arasuwe le ayud a levantarse y la gui hasta su propia
hamaca. Cogi hojas de calabaza y las coloc suavemente en el hombro de la mujer. Se curar muy pronto.
Yo cuidar de que as sea.
No llores ms dijo la mayor de las mujeres de Arasuwe, sentndose junto a la mujer mocototeri. Le acarici
la cabeza cariosamente. Nuestro esposo es un buen hombre. Te tratar bien. Yo cuidar de que nadie en el
shabono te trate mal.
Qu pasar cuando nazca el beb? le pregunt a Hayama.
Eso es difcil de decir concedi la anciana. Permaneci un tiempo en silencio, meditando intensamente.
Puede que lo mate. Pero si es un nio, Arasuwe puede pedir a la mayor de sus esposas que lo cre como si
fuera suyo.

Horas despus, Arasuwe empez su relato sobre el ataque. Hablaba en un tono lento y nasal.
Viajamos despacio e! primer da y nos detuvimos a descansar con frecuencia. Nos dola la espalda por el
peso de los pltanos. Esa primera noche apenas dormimos, porque no tenamos suficiente lea para
calentarnos. La lluvia caa con tal fuerza que el cielo nocturno pareca derretirse sobre la oscuridad que nos
rodeaba. Al da siguiente, caminamos un poco ms aprisa y llegamos cerca del poblado mocototeri. Estbamos
lo bastante lejos para que los cazadores enemigos no descubrieran nuestra presencia esa noche, pero tan
cerca que no nos atrevimos a encender un fuego en nuestro campamento.
Slo poda ver el perfil del rostro de Arasuwe. Fascinada, contemplaba los dibujos rojos y negros de sus
mejillas que se movan al animado ritmo de su discurso, como si tuvieran vida propia. Las plumas de sus orejas
daban suavidad a su rostro severo y fatigado, y le aadan un aire juguetn que desmenta el horror de su
relato.
Durante unos das observamos cuidadosamente las idas y venidas del enemigo. Nuestro objetivo era matar a
un mocototeri sin alarmar al shabono con nuestra presencia. Una maana vimos que el hombre que haba
matado al padre de Etewa entraba en la maleza siguiendo a una mujer. Etewa le hiri en el vientre con una de
sus flechas envenenadas. El hombre qued tan sorprendido, que ni siquiera grit. Para cuando se recuper de
la sorpresa, Etewa ya haba disparado una segunda flecha que tambin le hiri en el vientre y otra, en el cuello,
detrs mismo de la oreja. Cay al suelo, muerto.
Caminando como aturdido, Etewa se dirigi a casa, acompaado por mi sobrino. Entre tanto, Matuwe haba
encontrado a la mujer escondida en la espesura. La amenaz con matarla si se le ocurra abrir la boca tan slo
para toser. Matuwe, junto con mi yerno ms joven, se dirigieron hacia nuestro poblado con la mujer, que
caminaba de mala gana. Tenamos que encontrarnos todos ms tarde en un lugar fijado de antemano.
Mientras los dems decidamos si separarnos en grupos an ms pequeos, vimos a una madre con su niito,
una mujer preada y una muchachita joven que se dirigan a la selva. No pudimos resistir la tentacin. En silen-
cio, las seguimos.
Recostndose en la hamaca, con las manos tras la cabeza, Arasuwe contempl a su fascinado auditorio.
Aprovechando la pausa del jefe, uno de los hombres que haban participado en el ataque se levant. Indicando
a la gente que le abrieran espacio para moverse, inici su narracin exactamente con las mismas palabras que
haba empleado Arasuwe.
Viajamos despacio el primer da.
Pero eso fue todo lo que los dos relatos tuvieron en comn. Gesticulando mucho, el hombre representaba con
exagerado arrebato los estados de nimo y las expresiones de los distintos miembros del grupo de atacantes, y
aadi as un toque de humor y de melodrama a la crnica seca y realista de Arasuwe. Alentado por las risas y
gritos de su auditorio, el hombre dedic un largo capitulo a los dos miembros ms jvenes del grupo. No tenan
ms de diecisis o diecisiete aos. No slo se haban quejado de que les dolan los pies y tenan fro, y de
diversos dolores y molestias, sino que la segunda noche, cuando haban dormido sin encender un fuego,
tenan miedo de los jaguares y los espritus que les rondaban. El hombre intercalaba en su relato informacin
detallada sobre las piezas de caza y los frutos silvestres maduros su color, tamao y forma que haba des-
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cubierto por el camino.
Arasuwe continu su propio informe en cuanto el hombre se detuvo.
Cuando las tres mujeres y la muchacha estuvieron suficientemente lejos del shabono, las amenazamos con
dispararles si intentaban escapar o gritar. El nio logr escurrirse entre los arbustos. No lo perseguimos, pero
nos retiramos con toda la rapidez posible, cuidando de no dejar huellas. Estbamos seguros de que los
mocototeris nos seguiran tan pronto como descubrieran al hombre muerto.
Inmediatamente antes del anochecer, la madre del nio que se haba escapado empez a gritar de dolor.
Sentada en el suelo, apretaba un pie entre sus manos. Lloraba amargamente, quejndose de que una
serpiente venenosa la haba picado. Sus conmovedores gritos nos entristecieron tanto que ni siquiera
comprobamos si haba una serpiente. De qu ha servido sollozaba que mi hijito se escapara, si ya no
tiene una madre que lo cuide? Gritando que no poda aguantar ms el dolor, la mujer se lanz entre los
arbustos. Pasaron unos instantes antes de que nos diramos cuenta de que nos haba engaado. Buscamos
mucho por la selva, pero no pudimos descubrir en qu direccin haba huido.
El anciano Kamosiwe se ri de corazn.
Es mejor que os haya engaado. Ningn beneficio se obtiene secuestrando a una madre que ha dejado a un
nio pequeo. Esas mujeres lloran hasta enfermar y, peor an, casi siempre se escapan.
Los hombres siguieron hablando hasta que el lluvioso amanecer envolvi el shabono. En medio del claro se
alzaba la cabaa solitaria en que estaba encerrado Etewa, Pareca muy silenciosa y apartada: tan cercana y,
sin embargo, tan separada de las voces y las risas.
Una semana ms tarde, Puriwariwe visit a Etewa. En cuanto hubo comido un pltano asado y algo de miel, el
anciano le pidi a lramamowe que soplara epena en su cabeza. Cantando, Puriwariwe danzaba en torno a la
cabaa de Etewa.
El hombre muerto no ha sido incinerado todava anuncio-. Su cuerpo ha sido colocado en un barril. Est
pudrindose en lo alto de un rbol. No rompas an tu silencio. Los hekuras del muerto continan en tu pecho.
Prepara tus nuevas flechas y tu arco. Pronto los mocototeris quemarn la carne putrefacta porque los gusanos
ya estn saliendo de la cuba.
El viejo shapori dio una vuelta ms en torno a la cabaa de Etewa, y luego se intern bailando en la selva.
Tres das despus, Puriwariwe anunci que los mocototeris haban quemado al muerto.
Quitate las varitas de las orejas y desata las que llevas en las muecas le dijo a Etewa, ayudndole a
levantarse. Dentro de unos das, lleva tu viejo arco y tus flechas al mismo rbol desnudo en el que colgaste
tu hamaca y tu aljaba.
Puriwariwe condujo a Etewa a la selva. Arasuwe y algunos de los hombres que haban participado en el ataque
los siguieron.
Volvieron ya entrada la tarde. Le haban cortado el pelo a Etewa y le haban afeitado la tonsura. Su cuerpo
haba sido lavado y pintado de nuevo con onoto. Le haban insertado en las orejas finas caas, decoradas con
plumas rojas de papagayo. Tambin llevaba nuevos brazaletes de piel, adornados con plumas, y el grueso
cinturn de algodn que Ritimi le haba hecho. Arasuwe le ofreci a Etewa una cesta llena de pescaditos que
haba cocinado para l en hojas de pishaansi.
Tres das ms tarde, Etewa se aventur por primera vez
solo en la selva.
He cazado un mono anunci unas horas ms tarde, de pie en el claro.
En cuanto un grupo de hombres se hubo reunido en torno a l, les dio informacin precisa sobre el lugar exacto
donde podan encontrar al animal.
Para asegurarse la ayuda y la proteccin de los hekurus en las caceras futuras, Etewa fue a cazar solo dos
veces ms. En cada ocasin, regres sin su pieza e inform a los dems dnde podan encontrarla. Etewa no
prob el mono y los dos pecares que haba matado.
Una tarde, volvi con un guaco colgado a la espalda. Desplum el ave y preserv la tira de piel a que estaban
adheridas las plumas negras y rizadas. Poda servir como brazalete. Guard tambin las plumas de las alas
para hacer flechas. As el ave, de ms de medio metro de largo, sobre una plataforma de madera que
construy sobre el fuego. Prob si el guaco estaba bien asado y luego procedi a dividirlo entre sus hijos y sus
dos mujeres.
La muchacha blanca es tu hija o tu esposa? grit la vieja Hayama desde su cabaa cuando Etewa me
ofreci un trozo de la oscura pechuga.
Es mi madre dijo Etewa, unindose a las risas de los dems iticoteris.

Das ms tarde, Arasuwe supervis la preparacin de una papilla de pltano. Etewa yaci un pequeo cuenco
en la sopa. Ritimi me dijo que era lo que quedaba de los huesos pulverizados del padre de Etewa. Las lgrimas
rodaban por las mejillas de hombres y mujeres mientras beban la espesa sopa. Tom el plato de calabaza que
Etewa me ofreci y llor por su padre muerto.
En cuanto la cuba estuvo vaca, Arasuwe grit a plena voz:
Qu hombre waiteri tenemos entre nosotros! Ha matado a su enemigo. Ha llevado los hekurus del hombre
muerto en su pecho sin sucumbir al hambre o a la soledad durante su confinamiento.
Etewa dio la vuelta al claro.
Si, soy waiteril cantaba. Los hekuras de un hombre muerto pueden matar al ms fuerte de los
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guerreros. Es una pesada carga llevarlos tantos das. Una persona puede morirse de pena. Etewa empez a
bailar. Ya no pienso en el hombre al que mat. Bailo con las sombras de la noche, no con las sombras de la
muerte.
Cuanto ms bailaba, ms ligeros y rpidos se hacan sus pasos, como si mediante el movimiento lograra por fin
librarse del peso que haba llevado en el pecho.
Muchas noches, los hombres volvieron a contar los detalles del asalto. Hasta el viejo Kamosiwe tena una
versin. Lo nico que los relatos presentaban en comn era que Etewa haba matado a un hombre y que tres
mujeres haban sido capturadas. Con el tiempo, slo qued un vago recuerdo de los hechos reales, y se
convirtieron en una crnica del pasado remoto, como todos los cuentos que tanto les gustaba narrar a los
iticoteris.

XXIII XXIII

La presin de unos piececitos que se hundan en mi vientre me despert de mis sueos. Como si slo hubiera
pasado un momento, los recuerdos de los das, semanas y meses pasados desfilaban por mi mente con
vvidos detalles. Las palabras de protesta murieron en mis labios cuando Tutemi me puso a Hoaxive encima.
Acun al niito en mis brazos, para que no despertara a la pequea Texoma, que se haba quedado dormida
en mi hamaca mientras esperaba que yo me levantara. Cog los crneos de rana de Hoaxive que, unidos por
un cordn de lianas, colgaban de la cabecera de mi hamaca y los hice sonar ante su rostro. Gorgoteando de
contento, el beb intent cogerlos.
Ests despierta? balbuci Texoma, tocando suavemente mi mejilla. Cre que te ibas a pasar todo el da
durmiendo.
He estado pensando en todas las cosas que he visto y aprendido desde que llegu aqu dije, tomando su
manita en la ma. La palma estrecha, los dedos largos y delicados, eran extraamente maduros para una nia
de cuatro aos, y contrastaban profundamente con su carita llena de hoyuelos. No me di cuenta de que el sol
ya estaba alto.
Ni siquiera te diste cuenta de que mi hermano y mis primos saltaron de tu hamaca en cuanto los pltanos
estuvieron listos dijo Texoma. Estabas pensando mucho?
No. Me ech a rer. Era ms bien como soar. Parece que no hubiera pasado el tiempo desde el da en
que llegu al shabono.
A mi me parece mucho tiempo opin Texoma con seriedad, acariciando el suave cabello de su
hermanastro.

Cuando llegaste, este beb estaba todava durmiendo en el vientre de Tutemi. Me acuerdo muy bien del da
en que mis mams te encontraron. Riendo, la nia escondi la cara en mi cuello. S por qu lloraste ese
da. Sentas miedo de mi to abuelo lramamowe: tiene una cara horrible.
Ese da susurr conspiratoriamente tena miedo de todos los iticoteris.
Sent una tibia humedad en mi vientre y separ a Hoaxive de mi. Etewa, sentado de travs en su hamaca,
sonri divertido al ver cmo el arco de la orina de su hijo pasaba sobre el fuego.
De todos nosotros? pregunt Texoma. Tambin de mi padre y mi abuelo? Hasta de mis mams y de
la vieja Hayama? Inclinndose sobre mi cara, me observ con expresin de incredulidad, casi de angustia,
como si buscara algo en mis ojos. Tambin me tenias miedo a m?
No. No te tena miedo a ti le asegur, haciendo saltar sobre mis rodillas a Hoaxive, que se mora de risa.
Tampoco yo tena miedo de ti. Suspirando, aliviada, Texoma se recost en mi hamaca. No me escond
como hicieron casi todos los nios cuando entraste en nuestra cabaa. Haba odo que los blancos eran altos y
peludos como monos. Pero t parecas tan pequea, que yo supe que no podas ser blanca de verdad.
En cuanto tuvo la cesta firmemente atada a la espalda, Tutemi me quit al nio del regazo. Con movimientos
seguros, lo coloc en la cuna de cortezas, ancha y suave, que llevaba de travs sobre el pecho.
Listo dijo, sonriendo, y mir interrogativamente a Etewa y Ritimi.
Sonriendo, Etewa recogi su machete, su arco y sus flechas. Vendrs ms tarde? me pregunt Ritimi,
ajustndose el palito largo y fino que le atravesaba el costado de la nariz.
Las comisuras de sus labios, libres de los suaves palitos que generalmente llevaba, se alzaron en una sonrisa
que hizo aparecer hoyuelos en sus mejillas. Como si percibiera mi indecisin, Ritimi no aguard mi respuesta,
sino que sigui a su esposo y a Tutemi hacia los huertos.

Viene Hayama susurr Tutemi. Est preguntndose por qu no has ido a comer su pltano asado.
La niita se desliz de mi hamaca y corri hacia el grupo de nios que jugaban afuera.
Murmurando, Hayama atraves la cabaa de Tutemi. Su piel suelta colgaba en largas arrugas verticales a lo
largo de sus muslos y su vientre. Su rostro reflejaba una mueca severa mientras me alargaba un cuenco lleno
hasta la mitad de gachas de pltano. Suspirando, se sent en la hamaca de Ritimi, y dej que su mano rozara
el suelo mientras se meca, aparentemente sumida en un trance por el rtmico crujido del nudo de lianas contra
el poste.
Es una desgracia que no haya podido engordarte dijo la anciana tras un largo silencio.
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Le asegur que sus pltanos haban obrado maravillas; que tal vez con un poco ms de tiempo podra incluso
ponerme gorda.
No queda mucho tiempo dijo Hayama suavemente. Te vas a ir a la misin.
Qu? grit, asustada por la firmeza de su tono. Quin lo dice?
Antes de marcharse, Milagros le hizo prometer a Arasuwe que si tenamos que trasladarnos a nuestros viejos
huertos ms adentro en la selva, no te llevaramos con nosotros.
La mirada nostlgica, casi soadora, de sus ojos, suavizaba la expresin de Hayama mientras me recordaba
las diversas familias que haban marchado semanas atrs hacia los viejos huertos. Yo no haba prestado
mucha atencin a su partida, creyendo que pronto volveran. Hayama me explic que la familia de Arasuwe, as
como sus hermanos, primos, hijos e hijas an no haban seguido a los dems por la sencilla razn de que el
jefe estaba esperando noticias de Milagros.
Vais a abandonar el shabono? pregunt. Qu pasar con los huertos que tenis aqu? Hace muy
poco que los ampliaron. Qu pasar con los nuevos brotes de pltano? dije nerviosa.
Crecern. La cara de Hayama se arrug con expresin divertida. Los viejos y muchos de los nios se
quedarn aqu. Construiremos refugios temporales cerca de las plantaciones de pltanos, porque a nadie le
gusta vivir en un shabono solitario. Cuidaremos de los huertos hasta que los dems vuelvan. Cuando los
pltanos y las frutas de rasha estn maduros, ser tiempo de hacer otra fiesta.
Pero por qu se van tantos iticoteris? pregunt. No hay suficiente comida aqu?
Hayama no dijo realmente que hubiera escasez de comida, pero seal el hecho de que los viejos huertos, que
no haban visitado desde hacia mucho tiempo, quedaran convertidos en pasto de monos, pjaros, aguties,
pecares y tapires. Los hombres podan cazar fcilmente y las mujeres an encontraran muchas races y frutas
en esos huertos como para alimentarse hasta que se hubiera agotado la caza.
Adems continu Hayama un traslado temporal siempre es bueno, especialmente despus de un
ataque. Si yo no fuera demasiado vieja, tambin ira.
Como unas vacaciones.
Si. Unas vacaciones! Hayama se ri cuando le expliqu lo que significaba la palabra. Oh, cmo me
gustara ir y sentarme a la sombra, llenndome de frutos de ka fu!
El rbol de kafu era apreciado por las fibras de la corteza y el lber. Los racimos de frutos, cada uno de unos
veinticinco centmetros de longitud, colgaban de un tallo comn. El fruto gelatinoso y carnoso estaba lleno de
semillitas y tena el sabor de los higos frescos muy maduros.
Si no puedo ir con Arasuwe y su familia a los viejos huertos dije, sentndome a la cabecera de la hamaca
de Hayama me quedar aqu con vosotros. No hay ninguna razn para que regrese a la misin.
Esperaremos juntos a que vuelvan los dems.
Los ojos de Hayama brillaban de un modo sobrenatural al posarse en mi rostro. Con un tono lento y deliberado,
me aclar que, aunque no era habitual asaltar un shabono vaco ni matar a los viejos y a los nios, los
mocototeris sin duda crearan problemas si se enteraban, como me aseguraba que lo haran, de que yo me
haba quedado en un poblado desprotegido.
Me estremec, recordando cmo semanas atrs un grupo de mocototeris, armados con garrotes, haban
llegado al shabono exigiendo que les devolvieran a sus mujeres. Cuando ambos grupos se hubieron gritado
amenazas e insultos, Arasuwe dijo a los mocototeris que haba liberado intencionalmente a una de las mujeres
secuestradas en el camino de vuelta. Insisti en que ni por un momento haba credo en el truco de la mujer
que dijo que la haba mordido una serpiente. Sin embargo, tras algunas escaramuzas verbales entre ambas
partes, el jefe entreg de mala gana a la muchachita que Hayama haba elegido como segunda esposa de su
hijo menor. Amenazando con tomar venganza ms adelante, los mocototeris se marcharon.
Etewa me explic que aunque los mocototeris no tenan intencin de empezar una guerra haban dejado los
arcos y las flechas escondidos en la selva, el jefe actu sabiamente al devolver a la muchacha con tanta
rapidez. Los iticoteris eran inferiores en nmero, pues varios hombres haban partido ya hacia los huertos
abandonados.
Cundo se unir Arasuwe a los dems, en los viejos huertos? le pregunt a Hayama.
Muy pronto. Arasuwe hanviado a varios hombres a buscar a Milagros. Desafortunadamente, no han podido
hallarlo hasta ahora.
Sonrei en silencio.
Parece que a pesar de la promesa de Arasuwe, tendr que acompaar a Ritimi y Etewa dije, satisfecha.
No lo hars me asegur Hayama. Luego sonri maliciosamente, No slo tenemos que protegerte de los
mocototeris; un shapori podra raptarte en el camino a los huertos y conservarte como esposa en una cabaa
apartada.
Lo dudo objet, riendo. Me dijiste una vez que ningn hombre me querra siendo tan flaca.
Le cont a la anciana el incidente de las montaas, con Etewa.
Doblando los brazos sobre el regazo, Hayama se ri hasta que las lgrimas rodaron por sus arrugadas mejillas.
Etewa tomara a cualquier mujer que estuviera a mano. Pero tiene miedo de ti. Hayama se inclin sobre su
hamaca y susurr: Un shapori no es un hombre ordinario. No te querra para su placer. Un shapori necesita
tener feminidad en su cuerpo. Se ech hacia atrs en la hamaca. No sabes dnde est la feminidad?
No.
La anciana me mir como si pensara que yo era mentalmente deficiente.
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En la vagina dijo finalmente, casi ahogndose de risa.
Crees que Puriwariwe podra secuestrarme? le pregunt burlonamente. Estoy segura de que es
demasiado viejo para preocuparse por las mujeres.
Un asombro genuino la hizo abrir ms los ojos.
No has visto? Nadie te ha dicho que un viejo shapori es ms fuerte que cualquier hombre del shabono?
Hay noches en que ese anciano va de cabaa en cabaa, metiendo su polla dentro de todas las mujeres que
puede encontrar. Y no se cansa. Al amanecer, cuando vuelve a la selva, est tan dispuesto como siempre.
Hayama me asegur que Puriwariwe no poda de ninguna forma secuestrarme, porque ya no necesitaba nada.
Me advirti, sin embargo, que haba otros chamanes, menos poderosos que el anciano, que podran hacerlo.
Cerrando los ojos, lanz un fuerte suspiro. Pens que se haba quedado dormida pero, como si percibiera el
movi miento que hice para levantarme, la anciana se volvi bruscamente hacia mi. Puso sus dos manos en mis
hombros y me pregunt con una voz que me hizo temblar de emocin:
Sabes por qu te gusta estar con nosotros?
La mir sin comprender y, mientras abra la boca para responder, Hayama sigui diciendo:
Ests contenta aqu porque no tienes responsabilidades. Vives como nosotros. Has aprendido a hablar
bastante bien y sabes muchas de nuestras costumbres. Para nosotros no eres ni una nia ni una adulta, ni
hombre ni mujer. No te pedimos nada. Si lo hiciramos, te enfadaras. Los ojos de Hayama estaban tan
oscuros al sostener mi mirada, que me hicieron sentir incmoda. En su rostro arrugado, parecan demasiado
grandes y brillantes, como si destellaran con una inagotable energa interior. Si te convirtieras en una mujer
shapori te sentiras muy infeliz.
Sent que me amenazaba. Sin embargo, mientras balbuceaba tonteras para defenderme, me di cuenta de
pronto de que tena razn, y me sent arrebatada por un desesperado deseo de rer.
Dulcemente, la anciana apret los dedos sobre mis labios.
Hay poderosos shaporis que viven en lugares remotos donde habitan los hekuras de los animales y las
plantas. En la oscuridad de la noche, esos hombres contraen nupcias con hermosos espritus femeninos.
Me alegro de no ser un hermoso espritu.
No. No eres hermosa. Era imposible que tan poco halagea afirmacin me molestara viniendo de
Hayama, con su risa contagiosa y su mirada burlona. Sin embargo, para muchos eres extraa.
Haba mucha ternura en su voz al tratar de hacerme entender por qu los mocototeris queran llevarme a su
shabono. El inters que yo despertaba en ellos no se deba a las razones por las que los indios generalmente
se aproximan a los blancos para obtener machetes, ollas de aluminio y ropa, sino a que los mocototeris
crean que yo tena poderes. Haban odo hablar de que yo cur a la pequea Texoma, del incidente con el
epena y de que lramamowe haba visto hekuras reflejados en mis ojos. Incluso me haban visto usar el arco y
las flechas.
Fueron vanos todos mis intentos por lograr que l a anciana comprendiera que yo no haba utilizado poderes
especiales, sino slo sentido comn, a fin de ayudar a una nia resfriada. Argument que incluso se podra
decir que la propia Hayama tena poderes curativos: arreglaba huesos y untaba secretos ungentos, hechos
con partes de animales, races y hojas, aplicndolos sobre mordeduras, araazos y cortes. Pero mis
razonamientos fueron intiles. Para ella exista una gran diferencia entre arreglar un hueso roto y lograr que el
alma perdida de una nia volviera a su cuerpo. Esto, insista, slo poda hacerlo un shapori.
Pero fue lramamowe quien trajo su alma de vuelta afirm. Yo slo le cur el resfriado.
No lo hizo l insisti Hayama. l te oy cantar.
Aquello era una oracin dije dbilmente, dndome cuenta de que una plegaria no era en absoluto diferente
de las canciones de hekuras de lramamowe.
S que los blancos no son como nosotros me interrumpi Hayama, decidida a impedirme que siguiera
discutiendo. Estoy hablando de algo muy distinto. Si hubieras nacido iticoteri, seguiras siendo distinta de
Tutemi, Ritimi y yo. Hayama me toc la cara, y pas sus dedos largos y huesudos por mi frente y mis
mejillas. Mi hermana Anglica nunca te hubiera pedido que la acompaaras a la selva. Milagros no te habra
trado a vivir con nosotros si fueras como los dems blancos que conoce. Me mir pensativa; luego, como si
se le ocurriera una nueva idea, aadi: Me pregunto si otros blancos habran sido tan felices con nosotros
como lo has sido t.
Estoy segura de que si dije suavemente. No hay muchos blancos que tengan oportunidad de venir aqu.
Hayama se encogi de hombros.
Recuerdas la historia sobre lmawaami, la mujer shaporz? pregunt.
Eso es un mito! Temerosa de que la anciana intentara establecer alguna conexin entre lmawaami y yo,
aad rpidamente: Es como la historia del pjaro que rob el primer fuego de la boca del caimn.
Tal vez concedi Hayama, soadora. ltimamente he estado pensando en las historias que mi padre, mi
abuelo y hasta mi bisabuelo solan contar acerca de los hombres blancos que haban visto viajar por los
grandes ros. Debe de haber habido blancos que viajaban por la selva mucho antes del tiempo de mi bisabuelo.
Tal vez lmawaami era una mujer blanca Hayama acerc su rostro ansioso al mio, y continu en un susurro:
Debe de haber sido un shapori el que la captur, creyendo que la mujer blanca era un espritu hermoso. Pero
ella era ms poderosa que el shapori. Le rob sus hekuras y se convirti ella misma en hechicera.
Hayama me mir provocativamente, como si me retara a contradecirla.
No me sorprendi el razonamiento de la anciana. Los iticoteris acostumbraban poner al da sus mitos o bien
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incorporaban nuevos datos a ellos.
Las mujeres indias se vuelven alguna vez shaporis?
pregunt. S se apresur a responder Hayama. Las mujeres shaporis son criaturas extraas. Como los
hombres, cazan con arco y flechas. Decoran sus cuerpos con las manchas y los crculos rotos del jaguar.
Toman epena y atraen a los hekuras a su pecho con canciones. Las mujeres shaporis tienen maridos que les
sirven. Pero si tienen hijos, se convierten de nuevo en mujeres comunes y corrientes.
Anglica era una shapori, no es as? pregunt, sin darme cuenta de que haba pensado en voz alta.
La idea haba surgido con la certidumbre de una revelacin. Record la noche en que Anglica me despert de
una pesadilla en la misin, la forma en que su incomprensible cancin me tranquiliz. No se pareca a las
melodiosas canciones de los iticoteris, sino al canto montono de los chamanes. Como ellos, Anglica pareca
poseer dos voces:
una que surga de lo ms hondo, y la otra que provena de su garganta. Record los das de viaje por la
selva con Milagros y Anglica y cmo me haban hechizado las frases de Anglica acerca de los espritus de la
selva que se movan en las sombras y sus consejos de que deba siempre bailar con ellos, pero nunca
permitirles que se convirtieran en una carga. Volv a ver claramente a Anglica bailando aquella maana, con
los brazos levantados sobre su cabeza y los pies dando rpidos saltitos, de la misma manera que los iticoteris
bailan cuando estn en el trance del epena. Hasta ahora no me haba parecido en absoluto extrao que
Anglica, a diferencia de las dems indias de la misin, considerara muy natural que yo fuese a cazar en la
selva.
La voz de Hayama me sac de mis pensamientos.
Te dijo mi hermana que ella era un shapori?
Una profunda tristeza llenaba los ojos de Hayama; las lgrimas se acumularon en sus bordes: no rodaban por
us mejillas, sino que se perdan en una red de arrugas.
Nunca me lo dijo murmur, y me tend en mi hamaca. Me daba impulso con un pie en el suelo, para
mecerme, ajustando el ritmo al de la hamaca de Hayama, de modo que los nudos de las lianas geman al
unsono.
Mi hermana era una shapori reconoci Hayama tras un largo silencio. No s qu le ocurri desde que
dej nuestro shabono. Cuando viva con nosotros era una shapori respetada, pero perdi sus poderes cuando
tuvo a Milagros.
Hayama se sent bruscamente. Su padre era un blanco. Temerosa de que se me escapara la curiosidad
por los ojos, los cerr. No me atreva ni a respirar, no fuera que el ms mnimo ruido pusiera fin a las
ensoaciones de la anciana. No haba manera de saber de qu pas vena el padre de Milagros. Sin importar
su origen, a todos los que no son indios se les considera napes.
El padre de Milagros era un blanco repiti Hayama. Hace mucho tiempo, cuando vivamos ms cerca del
gran ro, vino un nupe a vivir en nuestro poblado. Anglica crea que poda adquirir sus poderes. En cambio, se
qued embarazada.
Por qu no abort?
Una amplia sonrisa cruz por el rostro ajado de Hayama, quien murmur:
Tal vez Anglica confiaba demasiado en s misma. Tal vez crea que poda seguir siendo una shapori
despus de tener un hijo de un blanco. La boca de Hayama se abri en una carcajada, mostrando sus
dientes amarillentos. Milagros no tiene nada de blanco observ traviesamente. Aunque mi hermana se lo
llev. A pesar de todo lo que aprendi del hombre blanco, Milagros siempre ser un iticoteri.
Los ojos de Hayama brillaban con una mirada fuerte e inflexible, y su rostro revelaba cierto triunfo indefinible y
altivo.
La idea de que pronto tendra que volver a la misin me llen de temor. En varias ocasiones, desde mi
enfermedad, haba tratado de imaginar cmo seria volver a Caracas o a Los ngeles. Cmo reaccionaria al
ver a mis parientes y amigos? Al pensar en eso, supe que nunca me ira por decisin propia.
Cundo me llevar Milagros de vuelta a la misin? pregunt.
No creo que Arasuwe espere a que venga Milagros. El jefe ya no puede posponer la partida dijo Hayama
.
lramamowe te llevar de vuelta.
Iramamowe! exclam incrdula. Por qu no Etewa?
Pacientemente, Havama me explic que Iramamowe haba estado cerca de la misin en varias ocasiones;
conoca el camino mejor que cualquiera de los iticoteris. Era posible que a Etewa lo descubrieran los cazadores
mocototeris, en cuyo caso lo mataran y me secuestraran.
En cambio, lramamowe me asegur Hayama puede hacerse invisible en la selva.
Pero yo no puedo!
A ti te cuidarn los hekuras de lramamowe dijo Hayama con entera conviccin. La anciana se levant pe-
sadamente, descans por un momento con las manos en los muslos, y tomando mi brazo camin con lentitud
hasta su propia cabaa. lramamowe ya te ha protegido en otras ocasiones me record Hayama, y se
recost en su hamaca.
S. Pero no puedo ir a la misin sin Milagros. Necesito sardinas y galletas.
Esas cosas slo te pondrn enferma dijo despectivamente.
Me asegur que no pasara hambre en el camino, porque las flechas de lramamowe lograran muchas piezas.
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Adems, me dara una cesta llena de pltanos.
Soy demasiado dbil para llevar una carga tan pesada
objet, sabiendo que lramamowe no llevara ms que su arco y sus flechas.
Hayama me mir con amable burla. Se estir en la hamaca, abri la boca en un bostezo interminable y,
rpidamente, se qued dormida.
Entr en el claro. Un grupo de nios, la mayora nias, jugaban con un perrito. Una tras otra, intentaban que el
animalito mamara de sus diminutos pezones.
Excepto por algunos viejos que descansaban en sus hamacas y varias mujeres menstruantes acuclilladas
cerca del fuego, la mayora de las cabaas estaban desiertas. Fui de vivienda en vivienda, preguntndome si
saban que yo deba marcharme muy pronto. Un anciano me ofreci su bola de tabaco. Sonriendo, declin la
oferta. Cmo puede alguien rechazar tal regalo?, parecan decir sus ojos mientras volva a ponerse el
tabaco entre el labio inferior y la enca.
Entrada la tarde, fui a la cabaa de lramamowe. La mayor de sus esposas, que acababa de volver del ro,
estaba colgando de las vigas dos calabazas llenas de agua. Nos habamos hecho buenas amigas desde que
su hijo Xorowe fue iniciado como shapon, y habamos pasado muchas tardes hablando de l. De vez en
cuando, Xorowe volva al shabono para curar a las personas afectadas de resfriados, fiebres y diarrea.
Cantaba a los hekuras con el mismo celo y la misma fuerza que los chamanes ms experimentados. Sin
embargo, segn Puriwariwe, an pasara algn tiempo antes de que Xorowe pudiera enviar a sus propios
espritus contra el poblado enemigo. Slo entonces sera aceptado como un hechicero en toda la extensin de
la palabra.
La esposa de lramamowe verti algo de agua en una pequea calabaza y aadi un poco de miel. Contempl
con avaricia la suave pasta llena de abejas en diversos estadios del proceso de metamorfosis. Tras removerlo
a fondo con el dedo, me ofreci el cuenco. Haciendo chasquear los labios entre cada trago, beb el lquido y
lam el fondo del cuenco.
Qu delicia! exclam. Seguro que es de las abejas amoshi.
Se trataba de una variedad carente de aguijn y muy apreciada por su miel oscura y aromtica.
La mujer de lramamowe asinti sonriendo, y me indic que me sentara junto a ella en la hamaca. Revis mi
espalda en busca de picaduras de pulgas o mosquitos. Descubri dos picadas recientes y chup el veneno. La
luz que entraba en la cabaa se hizo ms plida. Pareca que haba pasado mucho tiempo desde mi
conversacin matutina con Hayama. Adormilada, cerr los ojos.
So que estaba con los nios en el ro. Miles de mariposas surgan volando de los rboles, y giraban en el
aire como hojas otoales. Se posaban sobre nuestros cabellos, rostros y cuerpos, cubrindonos con la tenue
luz dorada del anochecer. Yo miraba desolada sus alas, como manos delicadas que me decan adis.
No puedes estar triste decan los nios.
Yo miraba cada carita y besaba la risa de sus labios.


XXIV XXIV

En vez del cuchillo de bamb que siempre usaba, Ritirul me cort el pelo con una hoja de hierba afilada.
Frunciendo el ceo en un gesto de concentracin, se asegur de que el cabello tuviera la misma longitud
alrededor de la cabeza.
La tonsura no dije, cubrindome la coronilla con las manos dobladas. Duele.
No seas cobarde me reproch Ritimi rindose. No querrs llegar a la misin con ese aspecto brbaro.
No pude hacerle comprender que entre los blancos yo parecera muy extraa con la coronilla calva. Ritimi
insisti en que tena que afeitarme la tonsura no slo por razones estticas sino tambin con fines prcticos.
Los piojos prefieren esta parte en particular. Estoy segura de que Iramamowe no te expurgar por las
noches.
Tal vez deberas afeitarme completamente el cabello
suger. Es la mejor manera de librarse de ellos. Horrorizada, Ritimi me mir fijamente.
Slo los que estn muy enfermos se afeitan la cabeza. Tendras un aspecto horrible.
Asent y me somet a sus cuidados. Al terminar, frot la zona afeitada con onoto. Despus me pint
cuidadosamente la cara con la pasta roja. Traz una ancha lnea recta debajo mismo de mi flequillo, y lneas
onduladas sobre mis mejillas, con puntitos entre cada una de ellas.
Qu lstima que no te agujere la nariz y las comisuras de los labios cuando llegaste! se lament,
decepcionada. Se quit el palito fino y pulido que llevaba en la nariz y lo sostuvo debajo de la ma. Qu
hermosa habras estado.
Suspir con cmica resignacin y procedi a pintarme la espalda con anchas lneas de onoto que se curvaban
hacia las nalgas. Por delante, dibuj lneas onduladas que empezaban bajo mis pechos y llegaban hasta los
muslos. Finalmente, rode mis tobillos con anchas bandas rojas. Al mirarme las piernas, me dio la sensacin
de que llevaba calcetines.
Tutemi me puso un cinturn de algodn recin hecho en torno a la cintura, con el fleco frontal descansando en
el pubis. Complacida de mi apariencia, aplaudi y salt varias veces entusiasmada.
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Oh, las orejas! grit, indicndole a Ritimi que le diera las plumitas blancas sujetas con un hilo fino.
Tutemi las at a mis pendientes. En torno a mis brazos y por debajo de las rodillas, sujet tiras de algodn
teido de rojo.
Ritimi me tom por la cintura y me condujo de cabaa en cabaa para que los iticoteris pudieran admirarme.
Por ltima vez me vi reflejada en los ojos brillantes de las mujeres y saludada por las sonrisas burlonas de los
hombres. Kamosiwe estir los delgados brazos, bostezando hasta que pareca que iban a salrsele de las
articulaciones. Abri su ojo y estudi mi rostro como si quisiera memorizar mis rasgos. Con movimientos lentos
y deliberados, desat el bolsito que llevaba en torno al cuello y sac la perla que yo le haba dado.
Siempre que haga rodar esta piedra en la palma de mi mano, pensar en ti.
No poda creer que nunca ms estara en el shabono, que nunca ms me despertaran las risas de los nios
que trepaban al amanecer en mi hamaca, y me puse a llorar.
No hubo despedidas. Simplemente segu a lramamowe y Etewa hacia la selva. Ritimi y Tutemi iban detrs de
mi, como si furamos a recoger lea. Caminamos en silencio, por el sendero, durante todo un da, y slo nos
detuvimos para comer algo.
El sol se estaba poniendo tras el horizonte de rboles cuando nos detuvimos bajo las oscuras sombras de tres
ceibas gigantescas. Haban crecido tan juntas que parecan una sola. Ritimi me at a la espalda la cesta que
haba llevado para mi. Estaba llena de pltanos, carne de mono asada, una calabaza de miel, varios cuencos
vacos, mi hamaca y mi mochila, que contena mis tejanos y una camisa desgarrada.
Si te pintas el cuerno con onoto cada vez que te baes en el ro no te pondrs triste dijo Ritimi, atndome a
la cintura un pequeo recipiente.
Lo haban pulido con hojas abrasivas. Suave y blanco, colgaba de mi cinturn como una enorme lgrima.
La selva y las tres caras sonrientes se desdibujaron ante mi. Sin una palabra ms, Ritimi abri la marcha hacia
la maleza. Slo Etewa se dio la vuelta antes de fundirse con las sombras. Una sonrisa iluminaba su rostro
mientras agitaba el brazo de la forma en que haba visto tantas veces que Milagros me deca adis.
Di rienda suelta a la vasta desolacin que senta dentro de m. El llanto no me hizo sentir mejor, sino que
aument mi tristeza. Sin embargo, a pesar de lo desdichada que me senta, tena una vaga conciencia de las
tres ceibas que se alzaban delante de mi. Como si estuviera soando, reconoc los rboles. Haba estado antes
en el mismo lugar. All Milagros se acuclill delante de donde yo me hallaba e, impasible, observ cmo la
lluvia me lavaba la cara y el cuerpo de las cenizas de Anglica. Ahora era lramamowe quien me contemplaba
en el mismo lugar, viendo rodar las lgrimas incontrolables por mis mejillas.
Aqu fue donde vi por primera vez a Ritimi, Tutemi y Etewa.
De pronto, me di cuenta de que Ritimi haba decidido acompaarme hasta all con toda intencin. Comprend
cunto no me haba dicho y cun hondamente lo senta. Me haba devuelto una cesta y una calabaza, los dos
objetos que yo llevaba aquel lejano da. Slo que ahora la calabaza no estaba llena de cenizas, sino de onoto,
un smbolo de vida y de felicidad. Una soledad tranquila, humilde y aceptada me llen el corazn. Me sequ las
lgrimas cuidadosamente, para no borrar los dibujos de onoto.
Tal vez algn da Ritimi te vuelva a encontrar en este lugar dijo lramamowe, una fugaz sonrisa suavizaba
su rostro habitualmente severo. Caminemos un poco ms antes de detenernos para pasar la noche.
Levant el pesado racimo de pltanos que haba en mi cesta y se lo ech al hombro. Su espalda se curvaba un
poco excesivamente y su vientre sobresala.
lramamowe deba de sentir la misma necesidad de caminar que yo. Mis pies parecan moverse con
independencia de mi voluntad y saber exactamente dnde pisar en la oscuridad. Nunca perd de vista la aljaba
de Iramamowe, que colgaba sin balancearse debido al peso de los pltanos. Al avanzar en lo oscuro, sufra la
ilusin de que no era yo sino la selva la que se iba.
Dormiremos aqu decidi lramamowe, inspeccionando el cobertizo medio derruido que se alzaba a un lado
del sendero.
Encendi un pequeo fuego dentro del refugio y colg su hamaca junto a la ma.
Me qued despierta, contemplando por la entrada de la cabaa las estrellas y la dbil luna. La neblina fue
espesando la oscuridad hasta que no qued luz ninguna. Los rboles y el cielo formaban una sola masa oscura
a travs de la cual yo imaginaba arcos que caan de las nubes como una densa lluvia, y hekuras que,
surgiendo de invisibles grietas en la tierra, danzaban al comps de un cntico de chamn.
El sol ya estaba alto sobre los rboles cuando lramamowe me despert. Tras devorar un pltano asado y un
trozo de carne de mono, le ofrec mi calabaza de miel.
La necesitars para los das de viaje dijo. Una mirada amistosa suaviz sus palabras de rechazo.
Encontraremos ms en el camino me prometi, tomando el machete, el arco y la aljaba.

Caminamos sin interrupcin, al paso ms rpido con que yo recuerdo haber caminado en mi vida. Cruzamos
ros, subimos y bajamos colinas en las que no vea ninguna marca distintiva conocida. Los das de caminata y
las noches de sueo se sucedan con predecible rapidez. Mis pensamientos no iban ms all de cada da y
cada noche. No haba nada entre uno y otra ms que el corto amanecer y el breve crepsculo, durante los
cuales comamos.
Conozco este lugar! exclam una tarde, rompiendo el largo silencio.

Seal las oscuras rocas que surgan de la tierra. Formaban una pared perpendicular a lo largo de la orilla del
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ro. Pero cuanto ms miraba el ro y los rboles, ya teidos de violeta por el atardecer, menos segura me senta
de haberlos visto antes. Trep sobre un tronco que yaca en el ro. El da haba estado absolutamente quieto,
pero ahora las hojas empezaban a agitarse suavemente produciendo un murmullo fresco a lo largo del cauce.
Ramas arqueadas y plantas trepadoras rozaban la superficie del agua, hundindose en el liquido oscuro que
no contena peces ni atraa a los mosquitos.
Estamos cerca de la misin? pregunt, volvindome hacia lramamowe.
No me respondi. Tras un momento, como si le molestara el mismo silencio que no deseaba romper, me indic
que siguiramos.
Me senta cansada y cada paso me exiga un esfuerzo, pero no recordaba haber andado mucho ese da.
Levant la cabeza al oir el grito de un pjaro. Una hoja amarilla, como una mariposa gigantesca, se desprendi
de una rama. Como temerosa de caer y pudrirse en tierra, la hoja se peg a mi muslo. lramamowe alarg la
mano detrs de l, indicndome que me quedara quieta. Sigilosamente, se adelant por la orilla del ro.
Comeremos carne esta noche susurr, y desapareci en la luz incierta, donde su cuerpo no era ms que
una lnea contra la destellante superficie del ro.
Acostada en la arena oscura, contempl cmo el cielo se incendiaba por un momento, mientras la tierra se
tragaba el sol. Beb el resto de la miel que Iramamowe haba encontrado aquella maana, y me qued dormida
con su dulzura en los labios. Me despert el crepitar de las llamas y me volv sobre el vientre. En una pequea
plataforma colocada sobre el fuego, lramamowe estaba asando un agut de ms de medio metro de largo.
No es bueno dormir por la noche sin la proteccin del fuego dijo, mirndome. Los espritus de la noche
pueden embrujarte.
Estoy tan cansada! me lament, bostezando y acercndome al fuego. Podra dormir durante varios
das.

Va a llover por la noche anunci Iramamowe, mientras plantaba los tres postes que constituiran nuestro
refugio en torno a la hoguera.
Le ayud a cubrir el techo y los lados con hojas de pltanos salvajes que l haba cortado mientras yo dorma.
At las hamacas cerca del fuego, para que pudiramos empujar los troncos sobre las brasas sin tener que
levantarnos.
El agut saba a cerdo asado, tierno y jugoso. Iramamowe at lo que qued a un palo y lo puso muy alto sobre
el fuego.
Comeremos el resto por la maana. Sonriendo, como satisfecho de si mismo, se estir totalmente en la
hamaca. Nos dar fuerzas para subir a las montaas.
Montaas? pregunt. Cuando vine con Anglica y Milagros slo pasamos colinas. Me inclin sobre
lramamowe. La nica vez que subimos a una montaa fue cuando volvi mos al shabono Ritimi, Etewa y yo,
despus de la fiesta de los mocototeris. Aquellas montaas estaban cerca del shabono. Toqu su cara.
Ests seguro de que conoces el camino de la misin?
Qu pregunta! exclam, cerrando los ojos y cruzando los brazos sobre el pecho.
Sus speras cejas se desviaban hacia las sienes. Haba un escaso bigote en los extremos de su labio superior.
La piel se tensaba sobre sus altos pmulos y apenas poda distinguirse un leve rastro de los dibujos de onoto.
Como si le molestara mi mirada, abri los ojos: reflejaban la luz del fuego, pero no revelaban nada.
Me tumb en mi hamaca. Me pas los dedos por la frente y las mejillas, preguntndome si las lneas de onoto
tambin haban desaparecido de mi cara. Maana me baar en el ro, pens. Y mi inquietud, que era
probablemente resultado del agotamiento, desaparecera en cuanto me hubiera vuelto a pintar con onoto. Sin
embargo, aunque intentaba tranquilizarme, no poda calmar la desconfianza creciente. Mi cuerpo y mi cerebro
estaban tensos como por efecto de una vaga premonicin. No poda ponerla en palabras. El aire se enfriaba.
Me inclin y empuj otro tronco hasta las llamas.
Har todava ms fro en las montaas murmur lramamowe. Har una bebida con unas plantas, para
mantenernos calientes.
Tranquilizada por sus palabras, empec a inhalar y exhalar con exagerada profundidad, alejando
deliberadamente todos mis pensamientos, hasta que slo perciba el sonido de la lluvia, el aire entibiado por el
fuego, el olor de la tierra hmeda. Y dorm con sueo calmo e imperturbado toda la noche.
Por la maana nos baamos en el ro y luego nos pintamos las caras y los cuerpos con onoto. Iramamowe me
explic qu dibujos especficos deseaba: una lnea serpentina a travs de su frente, bajando hasta sus
mandbulas y en torno a la boca; crculos entre sus cejas, en los extremos de sus ojos y en cada una de sus
mejillas. Sobre el pecho quera lneas onduladas que llegaran hasta su ombligo, y sobre la espalda las lneas
haban de ser rectas. Una sonrisa de amable burla suaviz su rostro mientras me cubra de pies a cabeza con
crculos iguales.
Qu significan? le pregunt, ansiosa. Ritimi nunca me haba decorado as.
Nada dijo, rindose. As no pareces tan delgada.
El ascenso por el estrecho sendero fue fcil al principio. La maleza baja no contena hierbas cortantes ni
arbustos espinosos. Una neblina clida envolva la selva y creaba una luz difana a travs de la cual las
coronas de las altas palmeras parecan colgar suspendidas del cielo. El ruido de las cascadas resonaba de un
modo aterrador en el aire hmedo, y cada vez que apartaba una rama o una hoja, diminutas gotas de agua me
rociaban. Pero la lluvia de la tarde convirti el sendero en un lodazal peligroso. Varias veces me lastim los
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dedos de los pies contra las races y las piedras ocultas bajo la resbaladiza superficie.
Acampamos avanzada la tarde, a medio camino hacia la cima. Exhausta, me sent en el suelo y contempl
cmo lramamowe hunda tres largos palos en la tierra. No tena fuerzas para ayudarle a cubrir la estructura
triangular con palmas y hojas gigantescas.
Vas a volver por este camino, de regreso al shabono?
le pregunt, sin comprender por qu reforzaba tan bien la cabaa. Pareca demasiado firme para ser un
refugio de una noche.

lramamowe me mir de reojo, pero no contest.
Va a haber una tormenta esta noche? insist con un tono exasperado.
Una sonrisa irreprimible jugueteaba en torno a sus labios, y su rostro pareca descaradamente infantil cuando
se sent junto a m. Una chispa traviesa brillaba en sus ojos, como si estuviera por hacer una diablura.
Esta noche dormirs bien dijo finalmente, y procedi a encender un fuego dentro de la acogedora cabaita.
Colg mi hamaca en la parte de atrs y puso la suya cerca de la estrecha entrada. Esta noche no sentiremos
el aire fro
me asegur, buscando la calabaza en que se remojaban las hojas y las flores de color amarillo plido que
haba encontrado el da anterior, entre unas rocas, en un lugar soleado de la orilla del ro.
Abri la calabaza, aadi ms agua y la puso en el fuego.
Suavemente, empez a cantar, con los ojos fijos en el liquido hirviente y oscuro.
Mientras intentaba entender las palabras de su cancin me qued dormida. Poco despus me despert.
Bebe esto me orden, sosteniendo el cuenco cerca de mis labios. Lo ha refrescado el roco de la
montaa.
Di un trago. Sabia como una infusin de hierbas, amarga pero no desagradable. Tras beber un poco ms, le
tend la calabaza.
Bbelo todo insisti Iramamowe. Te mantendr caliente. Dormirs durante das.
Das? vaci la calabaza, rindome de sus palabras como si se tratara de un chiste.
Un leve toque de malicia pareca revolotear dentro de l. Cuando me di cuenta cabal de que no estaba
bromeando, ya un agradable entumecimiento me recorra el cuerpo, derritiendo mi angustia en una
consoladora pesadez, y mi cabeza pareca de plomo. Senta como si se me fuera a romper el cuello. La idea de
mi cabeza rodando por el suelo, como una pelota con dos ojos de vidrio, me produjo espasmos de risa.
Acuclillado junto al fuego, lramamowe me miraba con creciente curiosidad. Me levant despacio. Haba perdido
el control de mi cuerpo, pens. No poda gobernar mis piernas al intentar poner un pie delante del otro. Me
abandon y ca al suelo, cerca de lramamowe.
Por qu no te res? le pregunt, sorprendida por mis propias palabras.
Lo que realmente quera saber era si el repiquetear de gotas sobre el techo de palma era una tormenta. Me
pregunt si de veras haba hablado, porque las palabras seguan reverberando en mi cabeza como un eco
distante. Temerosa de no escuchar su respuesta, me acerqu a l.
La cara de lramamowe se puso tensa cuando el grito de un mono nocturno rompi la quietud de la noche. Sus
narices se dilataron, sus gruesos labios se apretaron en una lnea recta. Sus ojos, que perforaban los mos, se
agrandaron: brillaban con una profunda soledad, una dulzura que contrastaba de un modo extrao con la
mscara severa de su rostro.
Como animada por un mecanismo de cmara lenta, me arrastr hasta el extremo de la cabaa; cada uno de
mis movimientos me exiga un esfuerzo gigantesco. Sent que todos mis tendones haban sido reemplazados
por cordones elsticos. Disfrutaba de la sensacin de poder estirarme en cualquier direccin, en las posturas
ms absurdas que poda imaginar.
Del bolsito que colgaba de su cuello, lramamowe verti algo de epena sobre la palma de su mano. Aspir
profundamente el polvo alucingeno por la nariz, y empez a cantar. Senta su canto dentro de mi,
rodendome, atrayndome hacia l. Sin ninguna vacilacin beb del cuenco que de nuevo me acerc a los
labios. El liquido oscuro ya no tena su gusto amargo.
Mi sentido del tiempo y la distancia se distorsion. lramamowe y el fuego parecan tan lejanos que tem
haberlos perdido en la enorme extensin de la cabaa. Sin embargo, un segundo despus sus ojos estaban
tan cerca de los mos que me vi reflejada en sus oscuras pupilas. Me aplast el peso de su cuerpo y mis brazos
se doblaron bajo su pecho. Susurr en mi odo palabras que yo no poda or. Una sbita brisa separ las hojas
y revel la noche sombra, las copas de los rboles que rozaban las estrellas: incontables estrellas que se
agrupaban como a punto de caer. Alargu la mano y mis dedos encontraron hojas adornadas de gotas
diamantinas. Por un instante se quedaron prendidas a mi piel para desintegrarse en seguida en forma de roco.
El pesado cuerpo de lramamowe me retena; sus ojos sembraban semillas de luz dentro de mi; su voz dulce
me llamaba a seguirle a travs de los sueos del da y la noche, sueos de cascadas y hojas amargas. No
haba nada violento en la forma en que su cuerpo aprisionaba el mo. Olas de placer se mezclaban con
imgenes de montaas y ros, lugares lejanos donde habitaban los hekuras. Danc con los espritus de los
animales y los rboles y me deslic con ellos a travs de la neblina, entre races y troncos, por ramas y hojas.
Cant con la voz de los pjaros y las araas, los jaguares y las serpientes. Compart los sueos de todos
aquellos que se alimentan de epena, de flores y hojas amargas.
Ya no saba si estaba despierta o dormida. En algunos momentos, recordaba vagamente las palabras de la
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vieja Hayama sobre cmo los chamanes necesitan adquirir feminidad para sus cuerpos. Pero estos recuerdos
no eran claros ni duraderos; quedaban como premoniciones borrosas e irreflexivas. lramamowe perciba
siempre el momento en que yo estaba a punto de entrar en el sueo verdadero, cuando mi lengua se dispona
a preguntar, cuando estaba al borde de las lgrimas.
Si no puedes soar, te forzar a hacerlo dijo, tomndome en sus brazos y secndome las lgrimas con sus
mejillas.
Y mi deseo de rechazar el cuenco, que pareca estar sentado al lado del fuego como un espritu de la selva, se
desvaneci. Beb ansiosamente el oscuro brebaje de las visiones, hasta que de nuevo qued suspendida en
una intemporalidad que no era ni el da ni la noche. Me fund en el ritmo de la respiracin de lramamowe, de los
latidos de su corazn, como si me derritiera en la luz y la oscuridad que haba dentro de l.
En un momento dado sent que me mova a travs de una subvegetacin de rboles, hojas y lianas inmviles.
Sabia que no estaba caminando; sin embargo, descenda de la fra selva, hundida en la niebla. Mis pies
estaban atados y mi cabeza colgante se sacuda como si la vaciaran. Brotaban visiones de mis odos, mi nariz
y mi boca, como un liquido que fluyera y que dejara un rastro leve sobre el empinado sendero. Y, por ltima
vez, entrevi shabonos habitados por hombres y mujeres chamanes de otros tiempos.
Cuando despert, Iramamowe estaba acuclillado junto al fuego, con el rostro iluminado por las llamas, y un leve
rayo de luna brillaba en la cabaa. Me pregunt cuntos das habran pasado desde la noche en que me
ofreci el primer trago del amargo brebaje. El cuenco no estaba ya junto al fuego. Tuve la certeza de que ya no
nos encontrbamos en las montaas. La noche era clara. La suave brisa que agitaba los rboles desenred
mis pensamientos y deriv hacia un sueo sin ensueos, mientras escuchaba el murmullo montono de las
canciones de hekuras de lramamowe.

El persistente gruir de mi estmago me despert. Me senta mareada, y al ponerme en pie en la cabaa vaca,
sent las piernas inseguras. Tena el cuerpo pintado con lneas onduladas. Qu extrao haba sido todo, pens.
No senta ningn enojo; no estaba llena de odio o de repulsin. Tampoco me dominaba alguna parlisis
emocional. Tena, ms bien, la misma sensacin indescriptible que se experimenta al despertarse de un sueo
que uno no puede explicarse del todo.
Cerca del fuego haba un envoltorio que contena ranas asadas. Me sent en el suelo y devor la carne hasta
limpiar los diminutos huesecillos. El machete de lramamowe, apoyado contra uno de los postes, me aseguraba
que l estaba cerca.
Siguiendo el rumor del ro, camin entre la enmaraada maleza. Me sorprendi ver que Iramamowe atracaba
una pequea canoa a pocos pasos de distancia, y me escond entre unos matorrales. Reconoc la embarcacin
como una manufactura maquiritare. En la misin haba visto ese tipo de canoa, hecha con un tronco vaciado. El
pensamiento de que podamos estar cerca de alguno de sus poblados, o tal vez de la misin, me hizo latir de
prisa el corazn. Iramamowe no pareca haberme visto u odo. Furtivamente, volv al refugio, preguntndome
cmo habra conseguido la canoa.

Momentos despus, con un gran bulto colgado de una liana sobre la espalda, lramamowe entr en la cabaa.
Pescado anunci, dejando caer la cuerda y la carga.
Me sonroj y, avergonzada por mi sonrojo, me re. Sin apresurarse, coloc los pescados envueltos en hojas de
platanillo entre los troncos, cuidando de que les llegara el calor, pero no la llama directa. Se qued acuclillado
junto al fuego, absorto en el crujir del pescado que se coca. En cuanto el jugo se consumi, retir el envoltorio
del fuego con un palo en forma de horqueta y lo abri.
Es bueno dijo, ponindose un puado de carne blanda y blanca en la boca, y me tendi el envoltorio.
Qu pas en las montaas? pregunt.
Sobresaltado por mi tono beligerante, abri la boca. Un trocito de pescado sin masticar cay en las cenizas.
Automticamente, sin quitarle el polvo, devolvi el trozo a su boca y alarg la mano para tomar la cuerda de
liana del suelo.
Un miedo irracional me invadi. Estaba convencida de que lramamowe iba a atarme y llevarme al interior de la
selva. Ya no recordaba que apenas unos minutos antes haba tenido la certeza de que estbamos cerca de un
poblado maquiritare o incluso de la misin. Slo poda pensar en lo que me cont Hayama sobre los chamanes
que guardan cautivas a las mujeres, en lugares ocultos y remotos. Estaba convencida de que lramamowe
nunca me llevara de vuelta a la misin. Ni por un instante reflexion en que si hubiera querido mantenerme
oculta en la selva no me habra hecho bajar de las montaas.
No confiaba en su sonrisa ni en el amable destellar de sus ojos. Cog el cuenco lleno de agua que haba junto
al fuego y se lo tend. Sonriendo, dej caer la cuerda. Me acerqu como si tuviera intencin de llevarle la
calabaza a los labios, y en lugar de eso, la aplast entre sus ojos con todas mis fuerzas. Cogido totalmente por
sorpresa, cay hacia atrs, y se qued mirndome con muda incredulidad mientras la sangre le corra por
ambos lados de la nariz.
Sin hacer caso de las espinas, races y hierbas afiladas, corr por la maleza hacia el lugar donde estaba la
canoa. Pero no calcul bien el sitio en que la haba anclado Iramamowe, porque al llegar al ro no vi ms que
piedras a lo largo de la orilla. La canoa estaba ms arriba. Con una rapidez de la que no me crea capaz, salt
de roca en roca. Tratando de recuperar el aliento, salt junto a la barca, que yaca medio varada en el agua. Un
grito se me escap de los labios cuando vi a lramamowe de pie frente a mi.
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Se sent, abri la boca y empez a rerse. Su risa surga en estallidos y recorra desde su rostro hasta sus pies
con tanta fuerza que el suelo se sacuda debajo de mi. Le corran las lgrimas por las mejillas, mezclndose
con la sangre que manaba de la abertura entre sus cejas.
Te olvidaste de esto dijo, y me mostr la mochila, hacindola pendular ante mi. La abri y me dio mis
pantalones y mi camisa. Hoy llegars a la misin.
Es este el ro junto al que est la misin? pregunt, mirando fijamente su rostro manchado de sangre.
No reconozco el lugar.
Estuviste aqu con Anglica y Milagros me asegur. Las lluvias cambian los ros y la selva como las
nubes cambian el cielo.
Me puse los pantalones; colgaban sueltos de mi cintura, amenazando con deslizarse por mis caderas al suelo.
La camisa hmeda y con olor a moho me hizo estornudar. Me senta torpe y mir insegura a Iramamowe.
Cmo estoy?
Camin a mi alrededor, examinndome meticulosamente desde todos los ngulos. Entonces, tras un momento
de reflexin, se sent de nuevo y dijo con una carcajada.
Ests mejor pintada con onoto.
Me sent junto a l. El viento se haba aquietado; no haba movimiento en el ro. Las sombras de los rboles
altsimos se alargaban sobre el agua, oscureciendo la arena a nuestros pies. Quera pedirle perdn por haberlo
golpeado con la calabaza y explicarle mis sospechas. Quera que me contara algo sobre los das que
habamos pasado en las montaas, pero no me atreva a romper el silencio.
Como si entendiera mi dilema y ste lo divirtiera, lramamowe puso la cara sobre las rodillas y se ri suave-
mente, como para compartir su alegra con las gotas de sangre que caan entre sus pies separados.
Quera quitarte los hekuras que vi una vez en tus ojos murmur. Continu diciendo que no slo l, sino
tambin Puriwariwe, el viejo shupori, haba visto los hekuras dentro de mi. Cada vez que me acost contigo y
sent la energa estallar dentro de ti, tena la esperanza de atraer los espritus a mi pecho. Pero no queran
abandonarte. Volvi a mi sus ojos, cargados de protesta. Los hekuras no respondan a mi llamada; no
escuchaban mis cantos. Y entonces tuve miedo de que t te llevaras los hekuras de mi cuerpo.
La clera y una indescriptible tristeza me dejaron sin habla por un momento.
Estuvimos ms de un da y una noche en las montaas? pregunt finalmente, vencida por la curiosidad.
lramamowe asinti, pero no me dijo cunto tiempo habamos permanecido en la cabaa.
Cuando estuve seguro de que no poda cambiar tu cuerpo, cuando me di cuenta de que los hekuras no
saldran de ti, te traje a este lugar colgada de mi espalda.
Si hubieras podido cambiar mi cuerpo me habras retenido en la selva?
lramamowe me mir tmidamente. Una sonrisa de alivio separ sus labios, pero sus ojos estaban velados de un
vago arrepentimiento.
Tienes el alma y la sombra de un iticoteri murmur. Has comido las cenizas de nuestros muertos. Pero
tu cuerpo y tu cabeza son de una nape. Un silencio puntu su ltima oracin; luego aadi suavemente:
Habr noches en que el viento traer tu voz, mezclada con los gritos de los monos y los jaguares. Y ver tu
sombra bailando sobre el suelo, pintada con la luz de la luna. En esas noches pensar en ti. Se levant y
empuj la canoa hacia el agua. Qudate cerca de la orilla; de otra forma la corriente te llevar con
demasiada rapidez me recomend, indicndome que embarcara.
T no vienes conmigo? pregunt, alarmada.
Es una buena canoa me asegur, tendindome un pequeo remo. Tena la empuadura bellamente
tallada, un tallo redondo y una paleta oval con la forma de un escudo cncavo y puntiagudo. Te llevar a la
misin sin peligro.
Espera! grit, antes de que soltara la canoa. Me temblaban las manos mientras rebuscaba en el bolsillo
interior de mi mochila. Saqu el bolsito de cuero y se lo tend. No te acuerdas de la piedra que me dio el
chamn Juan Caridad? le pregunt. Ahora es tuya.
Algo entre el miedo y la sorpresa pareci paralizar momentneamente su rostro. Lentamente, sus dedos se ce-
rraron sobre el bolso y sus rasgos se relajaron en una sonrisa. Sin decir una palabra, empuj la canoa al agua.
Dobl los brazos sobre el pecho y me mir alejarme ro abajo llevada por la corriente. Volv varias veces la
cabeza, hasta que desapareci de mi vista. Por un momento cre ver su figura todava, pero no era ms que el
viento que jugaba con las sombras, engandome.


XXV XXV

Los rboles de la orilla y las nubes que pasaban por el cielo oscurecan el ro. Con la esperanza de acortar el
paso del mundo que dejaba atrs al que ahora me aguardaba, rem con tanta rapidez como pude. Pero pronto
me cans y empec a utilizar el remo slo para liberar la canoa cuando se acercaba demasiado a la orilla.
El ro estaba claro y reflejaba el brillante verdor con exagerada intensidad. Haba algo apacible en la oscuridad
de la selva y en el profundo silencio que me rodeaba. Los rboles parecan decirme adis al inclinarse
levemente con la brisa vespertina, o tal vez slo lamentaban el paso del da, los ltimos rayos de sol que se
desvanecan en el cielo. Poco antes de que el crepsculo se apagara, conduje la canoa hacia la orilla opuesta,
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donde haba descubierto tramos de arena entre las rocas.
En cuanto la embarcacin toc la arena, salt y tir de la canoa hacia el borde de la selva, donde las lianas y
las ramas que se inclinaban sobre la orilla del agua formaban un escondrijo seguro y sombro. Me volv y
contempl las montaas distantes, de color violeta en el anochecer, y me pregunt si habra estado all arriba
durante ms de una semana antes de que lramamowe me trasladara a la cabaa donde me haba despertado
esa maana. Trep a la roca ms alta y busqu en la distancia las luces de la misin. Deba estar ms lejos de
lo que lramamowe haba calculado, pens. Slo la oscuridad surga del ro, trepando por las rocas, mientras los
ltimos vestigios de la luz del sol desaparecan del cielo. Tena hambre, pero no me atreva a explorar la orilla
arenosa en busca de huevos de tortuga.

No saba si ponerme la mochila bajo la cabeza a manera de almohada o cobijarme con ella los pies, acostada
en la canoa. A travs de la maraa de ramas que me cubra contemplaba el cielo claro, lleno de innumerables
estrellas que brillaban como polvo de oro. Mientras me hunda en el sueo, con los pies envueltos en la
mochila, deseaba que mis sentimientos, como la luz de las estrellas que dominaba el cielo, llegaran hasta
aquellos a quienes yo haba amado en la selva.
Me despert poco despus. El croar de las ranas y el canto de los grillos llenaban el aire. Me sent y mir a mi
alrededor como si pudiera disipar la oscuridad. La luz de la luna irrumpa en flechas entre las ramas, y dibujaba
sobre la arena sombras grotescas que parecan cobrar vida al impulso del viento. Incluso con los ojos cerrados,
perciba las sombras inquietantes que se agitaban en torno a la canoa. Y cada vez que un grillo interrumpa su
canto, yo abra los ojos, esperando que continuara. Finalmente, el amanecer silenci los gritos, murmullos y
silbidos de la selva. Las hojas cubiertas de humedad parecan salpicadas de un fino polvo de plata.
El sol se elev sobre los rboles, tiendo las nubes de naranja, morado y rosa. Me ba, lav mis ropas con la
fina arena del ro y las tend a secar sobre la canoa. Luego me pint con onoto.
Me alegr de no haber llegado el da anterior a la misin, como haba deseado al principio, y tener tiempo an
de ver cmo las nubes transformaban el cielo. Al Oriente, se reunan pesados nubarrones que ensombrecan el
horizonte. Los relmpagos destellaban en la lejana y el trueno los segua tras largos intervalos. Blancas rayas
de lluvia atravesaban el cielo hacia el Norte, delante de mi. Me pregunt si habra caimanes descansando al sol
entre los maderos amontonados sobre la playa. No haba avanzado mucho cuando el ro se ensanch. La
corriente se hizo tan fuerte que slo con grandes esfuerzos poda evitar que me dejara girando en las aguas
bajas llenas de rocas, al lado de la orilla.
Por un momento pens que estaba alucinada al ver en la orilla opuesta una larga canoa que ascenda con
lentitud a contracorriente. Me levant, agitando con frenes mi camisa, y luego grit de pura felicidad mientras
la canoa cruzaba el amplio cauce y se diriga hacia mi. Con calculada precisin, la barca de casi diez metros de
largo atrac unos pasos ms all.
Sonriendo, doce personas salieron de la canoa: cuatro mujeres, cuatro hombres y cuatro nios. Tenan un
aspecto muy extrao, con sus ropas occidentales y dibujos de color lila en la cara. Sus cabellos estaban
cortados como los mos, pero no tenan la coronilla afeitada.
Maquiritares? pregunt.
Asintieron. Las mujeres se mordan los labios como si trataran de contener la risa. Sus barbillas temblaban y,
finalmente, estallaron en incontrolables carcajadas de las que los hombres se hicieron eco. Me apresur a
ponerme los pantalones y la camisa. La mujer ms vieja se acerc. Era bajita y robusta; su vestido sin mangas
mostraba unos brazos gordos y redondeados, y largos pechos que colgaban hasta su cintura.
T eres la que te fuiste a la selva con la anciana iticoteri
dijo, como s fuera la cosa ms natural del mundo encontrarme remando ro abajo en una canoa hecha por
su gente. Sabemos de ti por el padre de la misin,
Tras estrechar formalmente mi mano, la anciana me present a su marido, sus tres hijas, sus maridos
respectivos y sus hijos.
Estamos cerca de la misin? pregunt.
Salimos esta maana temprano dijo el marido de la anciana. Hemos estado visitando a unos parientes
que vi ven cerca.
Se ha convertido en una verdadera salvaje! exclam la ms joven de las tres hijas, sealando mis pies
encallecidos y heridos, con tal expresin de escndalo que me acometi una risa nerviosa. Busc en mi canoa
y agit la mochila vaca. No tiene zapatos! dijo, incrdula. Es una verdadera salvaje!
Mir sus pies descalzos.
Nuestros zapatos estn en la canoa afirm, y procedi a traer de la barca todo un muestrario de calzado.
Ves?
Todos tenemos zapatos.
Tenis algo de comida? pregunt.
Si me asegur la anciana, y le pidi a su hija que dejara los zapatos en la canoa y trajera una de las cajas
de corteza.
La caja estaba forrada con hojas de platanillo y llena de pan de mandioca. Me acomod junto a la comida, casi
abrazndola, mientras sumerga un trozo tras otro en una calabaza llena de agua antes de metrmelos en la
boca.
Mi estmago est lleno y contento dije cuando hube devorado la mitad del contenido de la caja.
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Los maquiritares lamentaron no tener carne, sino slo caas de azcar. El viejo cort un trozo de algo ms de
un metro de longitud, pel con su machete la corteza, semejante a la del bamb, y me lo tendi.
Te dar fuerzas dijo.
Mastiqu y chup las fibras claras y duras hasta que quedaron secas e inspidas. Los maquiritares haban odo
hablar de Milagros. Uno de los yernos lo conoca personalmente, pero ninguno sabia dnde estaba.
Te llevaremos a la misin decidi el anciano.
Hice un dbil esfuerzo por convencerle de que no haba necesidad de que deshiciera lo andado, pero mis
palabras carecan de conviccin. Ansiosamente, sub a la canoa y me sent entre las mujeres y los nios. Para
aprovechar toda la fuerza de la corriente, los hombres condujeron la canoa hasta el centro mismo del ro.
Remaron sin hablarse, cada uno tan adaptado al ritmo del otro que podan prever sus respectivas necesidades.
Record que Milagros haba mencionado una vez que los maquiritares no slo eran los mejores constructores
de canoas del rea del Orinoco, sino los mejores navegantes.
El agotamiento pesaba sobre mis prpados. El rtmico chapoteo de los remos me dio tanto sueo que la
cabeza me caa continuamente hacia delante y a los lados. Los das y las noches pasados me cruzaban por la
mente como sueos fragmentarios de un tiempo lejano. Pareca todo tan vago, tan remoto, como si hubiera
sido una ilusin.

Ya era medioda cuando me despert el padre Coriolano, que entraba en la habitacin con un tazn de caf
para m.
Dieciocho horas de sueo es un buen comienzo dijo. Su sonrisa tena la misma calidez tranquilizadora con
que me haba recibido el da anterior, cuando desembarqu de la canoa de los maquiritares.
Todava tena los ojos pesados de sueo, sentada sobre el catre de lona. Me dola la espalda debido a la
postura. Lentamente, sorb la infusin negra y caliente, tan fuerte y tan espesa de azcar que me dio nuseas.
Tambin tengo chocolate ofreci el padre Coriolano. Arregl el vestido de percal que me haban dado para
dormir y le segu a la cocina. Con el aire vanidoso con que un chef preparara un banquete, revolvi dos
cucharadas de leche en polvo, cuatro de chocolate Nestl, cuatro de azcar y unos granitos de sal en un bote
de agua que herva en un infiernillo de petrleo.
Se bebi el caf que yo haba dejado, mientras yo tomaba cucharada tras cucharada del delicioso chocolate.
Puedo llamar por radio a tus amigos de Caracas para que te recojan en su avioneta cuando t quieras.
Oh, todava no rechac, sin nimo para moverme.

Los das pasaban lentamente. Por las maanas vagaba en torno a los huertos, a la orilla del ro, y al medioda
me sentaba bajo el gran mango sin frutos, a la puerta de la capilla. El padre Coriolano no me pregunt cules
eran mis planes o cunto tiempo pensaba quedarme en la misin. Pareca haber aceptado mi presencia como
algo inevitable.
Por la noche, charlaba durante horas con el padre Coriolano y con el seor Barth que vena a visitarnos a me-
nudo. Hablbamos de las cosechas, de la escuela, del dispensario: siempre de temas impersonales. Les
estaba agradecida porque ninguno de los dos me pregunt dnde haba estado durante ms de un ao, qu
haba hecho o qu haba visto. No habra podido responder, no porque quisiera parecer misteriosa, sino porque
no haba nada que decir. Si agotbamos la conversacin, el seor Barth nos lea artculos de los peridicos y
revistas, algunos de hacia veinte aos.

Sin importarle si le escuchbamos o no, continuaba leyendo cuando quera, interrumpindose de vez en
cuando con una carcajada.
A pesar de su buen humor y su carcter afable, eran noches en que las sombras de la soledad cruzaban los
rostros de los dos hombres mientras, sentados en silencio, escuchbamos la lluvia que golpeaba el techo
ondulado o el grito solitario de un mono aullador que se instalaba para pasar la noche. Entonces me pregunt
si tambin ellos habran aprendido los secretos de la selva: secretos de las cuevas neblinosas, del murmullo de
la savia que recorre las ramas y los troncos, de las araas que tejen sus mallas plateadas. En esos momentos,
me preguntaba si era eso lo que el padre Coriolano haba intentado advertirme cuando me habl de los
peligros de la selva. Y si era eso lo que les impeda volver al mundo que haban dejado atrs.
Por la noche, encerrada entre las cuatro paredes de mi habitacin, senta un enorme vaco. Aoraba la
cercana, de las cabaas, el olor de la gente y del humo. Llevada por el murmullo del ro que corra bajo mi
ventana, soaba que estaba con los iticoteris. Oa la risa de Ritimi, vea las caritas sonrientes de los nios y
apareca siempre lramamowe, acuclillado a la puerta de su cabaa, llamando a los hekuras que se le haban
escapado.
Una tarde que caminaba junto a la orilla del ro, me invadi una tristeza incontrolable. El sonido del ro era muy
poderoso y ahogaba las voces de la gente que charlaba all cerca. Haba llovido a medioda y el sol se
asomaba entre las nubes, sin llegar a brillar. Camin sin rumbo, arriba y abajo, por la playa de arena. Entonces,
a lo lejos, vi la figura solitaria de un hombre que se aproximaba. Vestido con un pantaln de color caqui y una
camisa a cuadros rojos, no se le poda distinguir de cualquiera de los indios occidentalizados que vivan
alrededor de la misin. Sin embargo, haba algo familiar en el paso bamboleante de aquel hombre.
Milagros! grit, y esper hasta que estuvo frente a mi. Su rostro pareca extrao bajo el sombrero de paja
desgarrado del que sus cabellos escapaban como fibras de palmera ennegrecidas. Estoy muy contenta de
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que hayas venido.

Sonriendo, me indic que me sentara junto a l. Pas su mano por mi coronilla.
Te ha crecido el pelo. Sabia que no te iras sin verme.
Voy a volver a Los ngeles.
Quera preguntarle muchas cosas, pero ahora que estaba junto a m ya no vea la necesidad de que las cosas
se explicaran. Contemplamos el crepsculo que se tenda sobre el ro y la selva. La oscuridad fue invadida por
los cantos de las ranas y los grillos. La luna llena ascendi en el cielo. Se fue empequeeciendo, mientras
suba y cubra el ro de encajes plateados.
Como un sueo murmure.
Un sueo repiti Milagros. Un sueo que siempre soars. Un sueo de caminar, de risa, de tristeza.
Hubo una larga pausa antes de que continuara. Aunque tu cuerpo ha perdido nuestro olor, una parte de ti
siempre guardar algo de nuestro mundo concluy, sealando la distancia. Nunca quedars libre.
Ni siquiera les di las gracias. No hay forma de decir gracias en vuestra lengua.
Tampoco hay adis.
Algo fro, como una gota de lluvia o de roco, me toc la frente. Cuando me volv a mirarle, Milagros ya no
estaba a mi lado. Desde el otro lado del ro, como si viniera de la remota oscuridad, el viento me trajo las risas
de los iticoteris... Su voz pas rozando entre los rboles antiqusimos y se desvaneci, como el rielar plateado
del agua.

GLOSARIO GLOSARIO

ASHUKAMADI. Liana que sirve para espesar el curare.
AYORI-TOTO. Planta trepadora que se utiliza para envenenar a los peces.
EPENA. Polvo alucingeno inhalable derivado de la corteza del rbol de epena o de las semillas del rbol de
hisioma. Ambas sustancias se preparan y se toman de la misma manera.
HEKURAS. Diminutos espritus humanoides que habitan en las rocas y las montaas. Los chamanes se ponen
en contacto con los hekuras mediante el polvo inhalable de epena. Sirvindose de sus cnticos, los chamanes
atraen a los hekuras al interior de su pecho. Los buenos chamanes pueden controlar a estos espritus a
voluntad.
MAMUCORI. Gruesa liana de la que se extrae el curare. MOMO. Semilla comestible semejante a una nuez.
NABRUSHI. Garrote de 1,80 m de largo que se utiliza para pelear.
NAPE. Forastero. Cualquiera que no sea indio, sin distincin
de color, raza o nacionalidad.
OKO-SHIKI. Plantas mgicas que se usan con propsitos
malficos.
ONOTO. Tintura vegetal roja, derivada de las semillas molidas y hervidas de laBixa orellana. El tinte se emplea
para decorar la cara y el cuerpo, as como cestas, puntas de flecha y ornamentos.
PISHAANSI. Grandes hojas que sirven para envolver la carne, antes de cocinara o como recipientes.
PLATANILLO. Hoja grande, ancha y resistente que se usa para envolver o para cubrir el suelo.
POHORO. Cacao silvestre.
RASHA. Palmera frutal cultivada, de tronco espinoso. Muy apreciada por sus frutos, que produce durante
cincuenta aos o ms. Despus del pltano, es probablemente la planta ms importante en los huertos. Estos
rboles son propiedad individual de quien los planta.
SHABONO. Poblado yanomama permanente constituido por un circulo de cabaas que rodean un claro abierto
en el centro.
SHAPORI. Chamn, mdico, hechicero.
SIKoMASIK. Hongo blancuzco y comestible que crece sobre los troncos en putrefaccin.
UNucAI. Hombre que ha matado a un enemigo.
WAITERI. Guerrero valeroso.
WAYAMOU. Lenguaje ceremonial, formal y ritualizado, que emplean los hombres en el regateo y el intercambio
comercial.


FIN

* * *

Este libro fue digitalizado para distribucin libre y gratuita a travs de la red
Digitalizacin: Gavi ota - Revisin y Edicin Electrnica de Hernn.
Rosario - Argentina
2 de Octubre 2003 21:10

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