Barreto Burgos Chiquita - Con El Alma en La Piel PDF

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Con el alma en la piel: 9 relatos eroticos

Chiquita Barreto Burgos


Dejando de lado la solemnidad
Siempre me he preguntado, por qu no una tradicin l
iteraria en
Paraguay. No podemos, por ello, referirnos a la novela de
los aos 50, 60,
70... Esta carencia, supongo que se debe a que somos dema
siado solemnes y
nuestras novelas son los libros de historia en los que to
dos los
personajes son hroes militares que han vencido en mil ba
tallas, aunque la
realidad haya sido otra.
No puedo desconocer los esfuerzos aislados de alguna
s mujeres, as
como tambin los resultados de talleres literarios, que e
ditan su
produccin con gran esfuerzo personal. [6]
No conozco sin embargo, ningn trabajo de rescate de
obras de mujeres
que hacen cuento.
En realidad, esto de ver a la mujer en todos los ter
renos es cosa muy
reciente, y la literatura no ha escapado al fenmeno. Una
muestra es el
esfuerzo de algunas importantes mujeres sumidas en la osc
uridad del
anonimato, rescatadas en el trabajo de investigacin de L
ine Bareiro,
Clide Soto y Mary Monte, Alquimistas. Y ms difcil an e
s verlas cuando
la literatura pretende, como en los cuentos de Chiquita B
arreto, pintar a
los personajes claramente, poniendo al descubierto sus em
ociones y
sensualidad.
Ana Iris Chvez, siempre me deca que la mujer parag
uaya no escribe
novelas, porque los lectores la tienen siempre por protag
onistas y si ella
se manifiesta un poco atrevidita, ya comienzan a mirarla
de manera
diferente y a hurgar en su vida privada.
Sin embargo, creo firmemente que la literatura femen
ina expresa de
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EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA"

manera muy [7] especial la vida y el color de sus persona
jes, una visin
completamente diferente a la del varn. Las sensaciones q
ue el personaje
femenino siente en un cuento de Moncho Azuaga, no son las
mismas que
siente un personaje de Chiquita Barreto ante la misma sit
uacin.
Las mujeres vemos la vida, la desciframos y escribim
os mediante un
cdigo muy especial. Eso fue lo que sent desde el primer
o al ltimo
cuento de Con el alma en la piel... ...Ahora estaba casa
da desde haca
muchos aos, y a pesar de que crea no amar a su marido,
y no le
proporcionaba el ms mnimo placer la intimidad con l, t
ampoco le
interesaba ningn hombre (Despertar).
Retozaron desnudas, turnndose en ofrecer y recibir
. Disfrutaron de
lo que l poda y estimulaban para que pudiera ms, con l
a sangre
alborozada... (Mistela).
Ellos, ajenos al tumulto, se amaban sumergidos en e
se candial tibio,
acoplados como animales acuticos (Lujn). [8]
Los cuentos de Chiquita, merecen ganar la luz.
Estuve leyndolos y confieso que lo hice de un tirn
, sin pausa y con
un deleite que iba in crescendo ya que son sencillamente
deliciosos.
Cortos, concretos, pero hurgando en las profundidades del
alma de cada
personaje, sin descuidar por ello nada de la superficie d
e sus cuerpos.
Estos cuentos apuntan directamente al erotismo. Nos
van llevando
lentamente de la imaginacin y el ratoneo (como dicen los
argentinos), a
los cambios fsico-qumicos que ocurren en nuestro organi
smo a medida que
avanzamos pgina tras pgina.
Aqu quiero hacer una pequea confesin en cuanto a
mis impresiones
acerca del arte: lo nico que me interesa es que un cuadr
o, una pelcula,
una obra de teatro o como en este caso, unos cuentos, me
impresionen,
conmuevan mis sentidos... en algunos, ella, la autora, fu
e capaz no slo
de despertar mi imaginacin, sino de lograr eso que dije
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[9] antes: que
vaya subiendo escalones, desde la fantasa hasta llegar a
la cima de la
proposicin ertica que produce la reaccin fsico-qumic
a...
Comprubenlo, vale la pena!
Gloria Rubn [10]
Mi cuerpo, cuanto tiene por decir...

Mis manos hablan... tienen vida propia...
Mi piel deja de ser lmite y frontera para
transformarse en puente de un lenguaje
nuevo.
Susana Demaestri[11]
[12] [13]
Mistela
Ella trmula se cie toda entera al amado
, en un dulce
inconfesado anhelante tarova
Rigoberto Fontao Mesa
Catalina lloraba con un lamento de perra herida, sin
saber
exactamente por qu, estaba casi contenta y no senta cul
pa alguna de
sentirse as, ante la muerte de Azuar, su marido durante
veinte aos. Ella
no lo eligi ni lo am, y jams lo humill ni en privado
ni en pblico con
rechazos de ninguna laya.
Fluctuaba entre la alegra y la tristeza. Azuar desc
ansaba en paz y
ella era libre. [14]
Senta el corazn alborotado.
La muerte es un viaje trascendente y tambin la vida
.
Por temor a que su estado de nimo, tan contradictor
io entre la
repentina alegra y la frgil tristeza, creara confusin,
se encerr en el
dormitorio matrimonial y convers con el difunto, sin cul
pas. Le cont que
sinti hacia l una ternura remota y una compasin de hij
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a. Que no vivi
obsesionada con su muerte, que slo de vez en cuando se l
e cruzaba esa
idea por la cabeza, como un relmpago que se apaga ensegu
ida.
Se entreg a sus urgencias de viejo tratando de mant
ener intacta su
alegra y encaramndose al recuerdo de Jorge.
Le cont que fue una excelente esposa que nunca le a
dorn la frente,
pero pensaba que por la diferencia de edad se ira primer
o l, y que
entonces ella dara a su vida el rumbo que quisiera. [15]
Retorn al pasado.
Al ir desgranando sus recuerdos, se vio tan hermosa,
tan borracha de
amor y de mistela.
Eran cinco muchachas ardientes despertando a la vida
; todas
enamoradas de Jorge; un muchachn hermoso, inocente y lle
no de fuego como
ellas.
l las miraba con sus ojos transparentes de gato y e
llas se derretan
en un lquido tibio que las volvan ingrvidas.
Pero l slo saba mirar.
De su hermosa boca no sala ni una palabra. Entonces
ellas decidieron
por l.
Fue cuando inventaron la mistela, la bebida ms rica
: dulce, olorosa
y picantita: sus ingredientes, jugo de mandarina hervida
con azcar,
canela y pimienta en grano, hasta obtener un jarabe espes
o de mbar y
cristal derretido, mezclado con el alcohol ms puro. [16]
Le cont al difunto como so con quedarse ella soli
ta con Jorge para
toda la vida. De como cada una haba prometido respetar l
a decisin de l,
esperando ser la elegida, y que al cabo de una semana de
compartirlo
alegremente, l haba mostrado una clara predileccin hac
ia ella, pero que
el abuelo decidi darla en matrimonio al viejo bonachn c
argado de dinero
y ella no tuvo ms remedio que aceptar.
Le relat las noches de mistela. De como burlaron la
vigilancia del
abuelo, nica autoridad en su casa poblada de mujeres. Su
s amigas tampoco
tenan padres y a diferencia de otras madres las suyas no
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eran
desconfiadas ni vean con envidia los secreteos de las mu
chachas.
La semana anterior a su cumpleaos nmero quince, el
hombre de la
casa viaj a la ciudad por una semana y la abuela interin
la vigilancia.
Entonces ellas trazaron el plan y lo llevaron a cabo. [17
]
Se reunieron las cinco, y antes que nada fueron a vi
sitar a a Flori,
la comadrona, para conocer las precauciones a tomar.
Luego entre todas inventaron una historia creble e
inocente que cada
una deba contar para justificar las reuniones nocturnas
durante cinco
noches.
Una vez establecido el plan, fueron a invitar a Jorg
e a compartir
como nico convidado de una fiestecita ntima, sin entera
rle que sta se
repetira cada noche hasta el regreso del abuelo.
El dormitorio de Catalina, un cuarto de adobe como t
oda la casa,
tena una ventana estrecha hacia el exterior y una puerta
interior. Era
adems el oratorio familiar, y ah estaba el nicho habita
do por santos y
santas inverosmiles.
Con el consentimiento del mujero familiar, ella tra
slad todo a la
habitacin principal y con sus amigas convirti el oscuro
y humilde cuarto
en un ambiente casi de lujuria. [18]
Alguien trajo una colcha de seda, otras adornaron la
s paredes con
racimos de uvas maduras, en una esquina fue colocado un p
equeo canasto
con carnosas y perfumadas guayabas, dando al ambiente un
olor de paraso
terrenal.
El cntaro con mistela fue colocado sobre una mesa s
alida de quien
sabe donde, cubierta con un mantel rojo de aho poi, y alr
ededor los vasos
ordinarios, que lucan como cristal legtimo bajo la luz
descolorida de
las velas.
Un antiguo traje de novia salido de bales misterios
os fue
sacrificado para cubrir el tapizado -hecho de cobijas en
desuso- de la
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silla preparada para el agasajado solitario. Con encajes
olvidados de
mejores tiempos adornaron la ventanita por donde entrara
como un ladrn,
temeroso y emocionado, el invitado.
Apenas el poblado se llam a reposo, Jorge ara tre
s veces la
ventanita, y la tranca fue retirada y sus hojas se abrier
on como las [19]
alas de un pjaro nocturno y l como un felino se introdu
jo en el
santuario, con la sangre latindole alegremente en las ve
nas.
Las muchachas le recibieron suavemente mareadas y s
bitamente
cohibidas.
Alguna deba dar el primer paso, y fue Catalina: se
dirigi resuelta
hacia el muchacho -que tambin perdi las agallas al verl
as intimidadas- y
parndose en la punta de los pies le dio un profundo beso
en la boca y
luego con una voz desconocida para ella misma, le dijo,
-bienvenido-
Despus lo empujo suavemente hacia la silla vestida
de novia.
Cuando lo tuvieron sentado empezaron a ensayar caric
ias tmidas.
Pasado el primer momento, descubrieron la honda sabi
dura dormida en
cada una. [20]
Era slo cuestin de dejarse llevar: sus cuerpos era
n sabios y la
piel tena respuestas precisas cargadas de gozo.
Retozaron desnudas, turnndose en ofrecer y recibir.
Disfrutaron de
lo que l poda y estimulaban para que pudiera ms, con l
a sangre
alborotada y el corazn galopando como caballos desbocado
s.
Una mordisqueaba suavemente la oreja caliente, otra
deshilaba el
cabello rojizo; unos dedos desenredaba el musgo del pubis
y otras manos
suaves daban masajes resucitadores en el rgano desmayado
, hasta volverlo
a la actividad.
Lo montaban entre susurros, o se dejaban montar entr
e gemidos
ahogados, hasta dejarlo alegremente agotado.
Durante cinco noches realizaran aquel ritual de amo
r, al cabo de los
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cuales l deba elegir y una vez hecha la eleccin, prome
ter que no
molestara a ninguna, nunca, ni hara comentarios. Y Jorg
e se decidi por
Catalina, pero el abuelo resolvi casarla. Y la cas. [21
]
Con el tiempo todas se convirtieron en respetables e
sposas,
recordando de vez en cuando entre cacerolas y ropas sucia
s las ardientes
noches de mistela.
Jorge qued soltero.
Guard en la piel del alma la ardiente dulzura de Ca
talina y en su
memoria bebi infinitas copas de amores pasajeros que no
le dejaron
huellas.
Se enter de la muerte de Azuar, y una alegra parec
ida a una plida
tristeza le envolvi.
Descubri que era su ltima oportunidad y decidi no
perderla.
Al atardecer del noveno da se present temeroso y e
mocionado como
aquella lejana noche de mistela.
Pasaron tantos aos, pero sinti latir su corazn co
n la misma
intensidad, de aquel entonces. Le pidi mentalmente perd
n al muerto por
sentirse tan feliz, y sobre todo por [22] el torrente de
fuego que corra
por sus venas sin poder remediarlo.
Catalina lo vio llegar y una ternura intensa la envo
lvi como una
cobija de seda, al verlo tan esforzado en dar a sus pasos
la elasticidad
de los aos mozos. Se encontr con asombradas ocho estrel
litas de brillo
hmedo, asombradas y felices; sus amigas de toda la vida,
la observaban
con la mirada cmplice de quienes sabe descubrir el milag
ro entre eros y
thanato, y hacer placentero el viaje -largo o no- por la
vida. No dio
explicaciones, sus amigas no las necesitaban y los otros
no entenderan.
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Guard unas pocas ropas en un atado, le entreg las
llaves a la
muchacha que haba contratado para ayudarla en los ltimo
s tiempos de
enfermedad de Azuar, y sin turbacin alguna, fue hasta el
Jorge un poco
envejecido y le dijo,
-estoy lista-. [23]
Caminaron muy juntos hasta donde se encontraba el al
azn. Jorge mont
primero, y le puso el pie como estribo para que ella a su
vez montara y
emprendieron por fin el galope postergado por tanto tiemp
o.
Cabalgaron apretados, disfrutando el olor del caball
o mezclado a sus
propios olores y rememoraron el olor y el color de mbar
y cristal
derretido de la mistela. [24] [25]
Cuatro noches de amor y olvido
Andrs lleg a la media tarde. Elisa no fue a espera
rle, no quera
verlo arrastrando maletas cargadas de ausencias, adems n
o le gustaba los
aeropuertos.
Un taxista le esperaba con el clsico cartelito.
Lo llev a un chal en las afueras de la ciudad, don
de lo aguardaba
una baera repleta de agua celeste y espumosa y una lacn
ica nota: Amor,
nos vemos esta noche. Elisa.
Al principio se sinti defraudado, pero luego entend
i y agradeci el
delicado gesto de ella que le permita reponerse del cans
ancio del largo
viaje, mejorar su aspecto y practicar a solas el rito de
coquetera
varonil antes de [26] la ceremonia amorosa. Despus del l
argo bao perfum
su cuerpo con un pao untado en un aceite oriental, estre
n una bata de
seda china y prepar la habitacin para transformarla en
un lugar nico:
que el paso del tiempo no desdibujara su recuerdo.
De su valija fueron saliendo velas perfumadas, estat
uillas de
porcelanas representando infinidad de posiciones amorosas
, mscaras de
sonrisas enigmticas y sugerentes tapices de seda. Cambi
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la ubicacin de
la cama y el espejo y por ltimo coloc una gota del acei
te, sobre la
bombilla de luz, dej que el perfume invadiera la habitac
in y la apag
sustituyndola por las velas.
Apenas stas comenzaron a arder, mezclando el olor d
e la cera al
aroma dulzn del perfume, lleg Elisa.
Se miraron. Tal vez se saludaron.
La mirada de ambos resbal y subi desde los pies ha
sta el alma, se
sostuvieron [27] como espada de fuego que escarba la piel
con dulce
lastimadura.
Cada cual busc en el otro las huellas del tiempo, a
sombrados de
descubrirse idnticos y cambiados.
Hasta que por fin se funden en un abrazo silencioso,
cargado de
promesas, que se prolonga hasta que el tumulto de sus pec
hos estremecidos
por cien palomas volando se apacigua.
Por fin estaban juntos. Despus de tanto tiempo, de
tanta vida
gastada.
l tembloroso como un adolescente en su primer encue
ntro amoroso, la
gui a tientas, aturdido por un tropel de imgenes, hasta
la amplia y
mullida cama, y descubre en el espejo su propio desconcie
rto, volte
entonces suavemente la cara de ella hasta que sus miradas
se encuentran,
desvalidas y felices, en la superficie de cristal. [28]
Muy lentamente la fue despojando de sus ropas, besan
do cada espacio
liberado de su cuerpo.
Ella desat la bata que suavemente resbal hasta el
suelo, y por
primera vez mira embelesada la desnudez, la bella y poten
te desnudez tal
como la imagin tantas veces. Y fueron tanteando, con los
ojos, con las
manos, con la boca...
Ella intua su prisa y fue guindole con ayes y gemi
dos, a andar ms
despacio.
l comprendi su ritmo y fue ajustndose a la delici
osa lentitud de
ella.
Fue desenredando con sus dedos la cabellera torrenci
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al,
enternecindose con los hilos de luna con que el tiempo l
a matiz,
descendi por la espalda hasta la curva de las nalgas, op
rimiendo o
aflojando, obedeciendo el mensaje de la piel suavemente e
rizada.
Recorri con su boca el mapa tembloroso lleno de col
inas y descubri
aromas insospechados, se deleit con los pechos [29] pequ
eos y suaves
como duraznos maduros, se detuvo en el molusco tierno y r
osado de humedad
salada de su sexo para aprender su sabor de mar.
Ella, como una enredadera estremecida trenzada al cu
erpo de l, en
una danza suave o brusca, con los ojos cerrados aprisiona
ndo bajo los
prpados las estatuillas que cobran vida, que danzan al m
ismo ritmo que
ella y l; explora con el olfato abierto a todos los arom
as, el olor de
levadura fresca del pubis, mordisquea cada msculo palpit
ante, afina su
odo para escuchar el rugido de la sangre recorriendo las
venas y arterias
desde los pies de franciscana belleza, como un territorio
ignorado por el
tiempo, hasta el robusto cuello surcado de diminutas lne
as que fue
llenando de besos para volver a hundir su cara en el musg
o oscuro y
tantear con su lengua el firme mstil que se yergue perla
do de roco
salado.
Giran, se levantan, caen juntos como si sus movimien
tos fueran
sincronizados. Unen sus bocas y el gusto salobre de los f
luidos ntimos se
mezcla con la saliva sabrosa y [30] fragante como un lico
r extico. Se
deleitan en el beso largamente, se exploran con la lengua
, hasta que ella
le ofrece sus ancas de potra para que l monte y l ve el
hermoso y
apretado ojal como una boquita enojada. Descubre con los
ojos lo que antes
descubriera con la boca: la pulpa oscura, abierta y hmed
a como una fruta
tropical, y se hunde en ella y un temblor de tierras agit
a las entraas
tibias, al emprender el galope sobre el volcn en erupci
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n.
Elisa abri los ojos y mir el bello acoplamiento en
el espejo, le
gust. Encontr la mirada de l alucinndose con el espec
tculo de
absoluta armona entre lo cncavo y lo convexo, convertid
os en un solo
animal victorioso, cuya garganta guardaba la onomatopeya
de todas las
especies, y entre relinchos y maullidos, gemidos y gritos
, apresuraron el
galope y entraron en un universo constelado de estrellas
fugaces y
arcoiris sonoros y un estallido de mil petardos los volvi
fugazmente
eternos. [31]
Cuando retornaron a la tierra como dos seres comunes
, Andrs le cont
a Elisa, como recordaba en el exilio sin saber por qu el
cascabeleo de su
risa de cristal quebrado, el aleteo de mariposa de sus pe
staas, como so
con tener de ella recuerdos reales. Lleg a convencerse q
ue la soledad ya
no tendra cabida en su vida si ella le regalaba su risa.
-siempre am tu risa. Nadie se re como vos.
Ella a su vez le cont como recordaba su voz y el mo
vimiento de sus
manos.
Se conocieron mucho tiempo atrs, pero no se prestar
on atencin. l
era un exiliado poltico y ella una exiliada econmica.
l tena cierta
ventaja: no necesitaba parecerse a los habitantes de su n
ueva patria,
poda seguir hablando con la lentitud acostumbrada de su
tierra,
paladeando cada palabra como un bocado sabroso, en cambio
ella tuvo que
mimetizarse, esforzarse por dejar de parecerse a s misma
para sobrevivir,
porque comprenda [32] que una extranjera pobre no puede
darse ese lujo.
Haba estado casada, e intent que fuera hasta que l
a muerte los
separe, pero no aguant tantas pequeas muertes, y antes
de olvidarse de
la vida decidi divorciarse, desde entonces nunca intent
ningn encuentro
amoroso; se refugiaba en el recuerdo de la voz querida im
aginando susurros
de amor, palabras ardientes como brasas entibindole la s
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angre para
protegerse de la soledad y el desamparo, o las manos firm
es recorriendo su
cuerpo, abriendo caminos de deleites ignorados, estrechan
do su cintura,
aprisionando sus pechos, penetrando su interior hmedo, h
asta que lleg
aquella carta sorprendente. Nunca supuso siquiera que l
la recordara, si
se haba casado con una mujer de oro y porcelana y ella s
e pensaba de
material ordinario; si una semana despus, parti con su
esposa a un pas
de hielos y abetos, y la neblina del tiempo borr en la m
emoria de Elisa
la claridad de los contornos de su cara y slo se le qued
la desvalida
[33] imagen de unas manos sin cuerpo y la lenta y descomp
asada msica de
la voz.
Lleg una carta. Y otra.
As se enter que se haba separado de su mujer, de
cuanto intent
aturdirse y trat de encontrar intilmente la risa de Eli
sa en otras
mujeres, que por favor le contestara. Y ella contest tod
as las que fueron
llegando, abrindose en cada una de ellas, desnudndose a
nte l.
Y, por fin acordaron encontrarse.
Ambos se haban dado pocos lujos en la vida, y sta
se iba yendo tan
de prisa que decidieron que bien vala la pena embriagars
e de amor y
placer durante cuatro noches.
Cuatro noches para aprender con la memoria de la boc
a, las manos y la
piel el territorio de sal y miel de sus cuerpos.
Cuatro noches solamente y olvidarse recordando; no m
s cartas, slo
recuerdos. [34]
Gemidos gozosos que vendrn en el murmullo de las ll
uvias o en las
olas que se rompen en los acantilados cuando la mirada ya
no tenga brillo.
Llamas ardientes para calentar todos sus inviernos c
uando ste se
instale en los huesos.
Cuatro noches de entrega, hundindose en ella sin en
contrar el
manantial donde brota el cristal de su risa, para desagua
rse tembloroso y
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desmemoriado saciado para siempre y para siempre sediento
.
Cuatro noches, sintiendo en sus entraas los embates
gloriosos, la
dulce furia exploradora clavando en sus profundidades ban
deras
territoriales, mientras ella llegaba victoriosa y vencida
, galopando sobre
un animal alado, a una galaxia donde los colores, los olo
res y los sonidos
se juntan para estallar sin estridencias en un ro de met
al derretido y un
naufragio gozoso y tibio la dejaba inundada.
Cuatro noches, suficientes para atesorar recuerdos p
ara el resto de
sus vidas, para saciar [35] sus hambres, para impregnarse
la piel con el
olor del otro, para sorberse el aliento hasta perder el p
ropio, para
saborearse sin el peligro de asistir a la declinacin for
zosa de los aos,
para guardarse en la memoria, maduros, plenos y estremeci
dos. [36] [37]
Transgresin
Jos tena ya ms de veinte aos y an era virgen. A
penas si conoca
algn beso ligero; no se atreva a ms por miedo a que el
tumulto interior
que le produca el contacto de una boca fuera a provocar
un cataclismo
irremediable en la geografa misteriosa de su cuerpo. Y p
or temor a Dios.
Luca le abrazaba con los ojos cada vez que se encon
traban, y l se
derreta en un lquido caliente, deseando quedar para sie
mpre envuelto en
esa mirada aguada y pidiendo a Dios que la apartara de l
.
Se propona evitarla y sin embargo rondaba obsesiona
do los lugares
por donde necesariamente deban encontrarse.
Adoraba y aborreca todo en ella: la curva de sus ca
deras, el temblor
de los senos [38] bajo la blusa, el suave balanceo de las
nalgas, la
cintura pequea y movediza, los ojos mojados, la boca sie
mpre entreabierta
con los dientes pequeos y blancos royndole el alma.
Ella representaba el pecado y la gloria.
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Era la vida y la muerte.
El estremecimiento y la languidez que volvan sus pi
ernas de algodn
y su lengua de trapo, no poda ser amor. Era simplemente
el diablo que le
tentaba.
El placer presentido, ansiado y rechazado, no estaba
en el mismo
paquete del amor predicado por su religin, tenuemente de
velado por la
madre sumisa y apagada, exaltado en la iglesia por su pad
re: el pastor.
Luca intuy la tormenta interior de Jos y se propu
so remediarla:
cuando lo encontr en la parada de colectivo, sin hacer c
aso de la
turbacin no disimulada de l, le plantific un profundo
y sonoro beso en
la boca y antes que atinara a reaccionar le invit a escu
char msica y
comer algo a la noche -y ver que [39] se puede hacer desp
us- y se alej
sin esperar respuesta, segura de que todo ira bien.
Jos, ms que nunca, se sinti feliz y desgraciado a
l mismo tiempo.
Se dijo que no ira. Pero fue.
Escucharon msica, comieron pizza, bailaron y compar
tieron los gastos
de la consumicin y el taxi que les llev a un sitio eleg
ido por ella.
Cuando estuvieron solos, confundidos y conmovidos, L
uca, asustada
ante el desconcierto de l, le confes que tambin segua
virgen; le habl
de lo hermoso que era para ambos juntar su inexperiencia
y aprender a
descifrar el idioma estremecido y estremecedor de sus cue
rpos.
Le hablaba en susurros entre besos y mordiscos suave
s, mientras le
despojaba de sus ropas al muchacho petrificado de susto y
gloria.
Cuando lo tuvo desnudo lo recorri con la boca desde
las calientes
orejas hasta el sexo [40] erguido. El contacto de la leng
ua suave en el
rgano de piedra le dio vida a la estatua, que con manos
ansiosas y torpes
al principio, comenz a explorar el cuerpo tibio y temblo
roso de su
compaera. Desprendi lo que haba que desprender, hasta
dejarla desnuda y
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luminosa, y quiso descubrirla entera, mirar la rosa escon
dida de su sexo,
ahogarse en su olor de durazno maduro, mojarse en la hume
dad presentida en
el centro de su geografa.
La recorri como si tuviera cien manos y cien bocas.
Se deleit en
los pezones color manzana, ansiando calmar su hambre de s
iglos, sorbi su
olor y su jugo, olvid la nocin de pecado, la comi a be
sos, la ahog en
abrazos y se hundi en ella feliz, agradecido y tembloros
o; y el cicln
contenido de sus ansias se desagu en un estallido de luc
es y se encontr
con la cara sonriente de Dios. [41]
Lis
Se sinti feliz de estar en su casa.
A pesar de no encontrar el peculiar olor a pan y an
s que guardara en
la memoria durante los aos de encierro.
Un poco intimidada s, por la madrastra que se esfor
zaba en parecer
ms amable de lo que era, -seguramente por amor, pens-.
No estaba acostumbrada al trato zalamero, ni siquier
a estaba
acostumbrada a la cortesa.
Durante los ocho aos que vivi con las monjas, sta
s se esmeraban
ms en ser desagradables o crueles, pero Lis simplemente
se evada de esos
momentos calzando sus zapatitos mgicos, cerraba los ojos
y emprenda
viaje al pas de los sueos, as que no esperaba pasar ma
l con su
madrastra. [42]
Todo pareca tranquilo, hasta que apareci su herman
astro.
Un bellsimo muchacho.
Tendra su edad.
Slo le faltaba el altivo caballo blanco para ser el
prncipe de sus
lecturas solitarias.
Con la piel casi oscura y el cabello de bronce antig
uo, ensortijado
como los ngeles de las estampitas.
Sinti una especie de mareo al verlo tan hermoso y t
an cercano.
Escuch el vozarrn de su padre atenuado por el galo
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pe de su corazn,
que le deca:
-Ser como tu hermano de verdad-.
Una dulce languidez le dio plena conciencia de su cu
erpo; por un
instante se detuvo embelesada en su propia piel palpitant
e y un torbellino
lquido le humedeci el alma.
Lis se instal en la casa junto a un hermanastro bel
lo y huidizo.
[43]
Se vean poco durante la semana, porque iban al cole
gio en horarios
diferentes, cuando l llegaba ella iba saliendo, pero los
domingos, por
una decisin de los padres, concurran juntos al cursillo
de la iglesia.
Se sentaban en el mismo banco, y mientras el cura hablaba
de las ocasiones
de pecado y la debilidad de la carne, Lis divagaba aburri
da de escuchar
las peroratas hipcritas sobre virtudes que todo el puebl
o saba que el
sermoneador no practicaba. Imaginaba lo que el hermanastr
o tendra
guardado bajo el holgado pantaln y se preguntaba si l,
de tanto escuchar
hablar de pecado, no tendra ganas de pecar -con ella-.
Regresaban tarde y se sentaban a almorzar solos.
Lis haba pasado mucho tiempo sin tener con quien co
nversar, y estaba
acostumbrada a los soliloquios mentales, y l se volva m
udo ante la
mirada de ella que descompasaba los latidos de su corazn
y llenaba de
burbujas calientes su sangre. [44]
Coman en silencio y a las apuradas, porque a los do
s les incomodaba
estar soportando el sonido de cien campanas latindoles e
n el cuerpo.
l se refugiaba en su ajedrez solitario y ella iba a
l corral a mirar
a las vacas. Le produca una suerte de reconciliacin con
el mundo -que no
consideraba malo, pero s muy fro- la ternura de las lec
heras lamiendo,
mansamente a sus terneros hasta dejarlos como peinados co
n brillantina.
El toro montando a las vaquillas que seguan rumiand
o sin inmutarse
por su presencia, la llenaba de una confusa languidez y t
ambin daba
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respuestas a inquietantes desconciertos de su cuerpo.
Al finalizar el ao ambos perdieron el sueo y el ap
etito.
Se buscaban y se evitaban.
Un domingo regresaban como siempre silenciosos, y an
tes de llegar al
comedor donde les esperaba el almuerzo fro, ella le tom
de [45] la mano
al confundido muchacho y lo llev detrs del corral en un
lugar que slo
ella conoca, lleno de florecillas multicolores, ntimame
nte estremecida
se despoj rpidamente de sus ropas domingueras, mir con
sorpresa
admirada su propia desnudez, le entreg un extrao sobrec
ito al
hermanastro y le dijo con su voz ronca por falta de entre
namiento.
-Ponete eso y hagamos como el toro y la vaca.
l mir alucinado el cuerpo de terciopelo de la much
acha, las
pelusillas doradas de su espalda y comprendi, aturdido p
or el galope
desbocado de su corazn que lata al mismo tiempo en su c
abeza y en el
rgano casi dolorosamente erecto, que era tan sabio como
ella, y que tan
solo deba seguir las seales ardientes de su cuerpo para
no extraviarse.
Se coloc el condn, ayudado por Lis.
Ambos cerraron los ojos enceguecidos por perturbador
as imgenes y se
entregaron [46] inocentes y felices al placentero juego,
como dos
cachorros. [47]
[48] [49]
Regalo
Facunda era un regalo para los ojos de cualquiera.
Pareca hecha de miel y cobre.
Bajo la burda ropa se adivinaba la perfeccin saluda
ble de su cuerpo,
elastizado por el trajn diario.
Manejaba con destreza los implementos de labranza y
desde niita
trabajaba duramente hasta el medioda ayudando en las fae
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nas de la chacra
y el ardiente sol brua su pelo de bronce y produca cos
quillas picantes
en su piel.
Su piel. Esa envoltura mgica.
ltimamente su piel casi hablaba; se erizaba bruscam
ente ante las
intensas miradas [50] de los duros muchachos, enrojeca o
palideca; se
pona caliente o fra.
Pero de a poco fue aprendiendo a controlarla. Mas es
o no le era
posible ante los ojos afiebrados de Vctor.
Vctor -un larguirucho insignificante segn su madre
- tena una
mirada hmeda que pareca pedir consuelo y ella deseaba b
rindrselo.
Ambos buscaban encontrarse, fingiendo casualidad y s
abiendo que
saban que no lo era.
Facunda era regaladora, pero como no posea gran cos
a que regalar,
ofreca como presente lo que tena: un cntaro de agua fr
esca perfumada de
flor de caa.
Al atardecer iba al manantial y antes de llenar el c
ntaro se
entregaba al rito de reconocimiento de su cuerpo, se freg
aba con suavidad
con la arena spera y blanca, dejando que el agua recorri
era sus curvas y
protuberancias, formando pequeas cataratas de cristal [5
1] lquido e
imaginando, las manos afiebradas de Vctor calentar con s
u ardor el agua
clara que la envolva, y una suerte de temblor gozoso est
remeca su
cuerpo.
Todas las maanas, cuando el sol an era promesa se
cruzaban camino a
la chacra.
Con solo mirarse acordaron como punto de encuentro e
l ycua, bordeado
de flor de caa, siempre verde, adornada de perfumadas es
trellas blancas.
La primera vez se dedicaron a cavar hoyos con los pi
es y a tocarse a
las disparadas las manos, mientras un terremoto interior
rompa diques de
aguas dormidas en sus cuerpos ardidos y ardientes.
Al primer encuentro sigui el segundo y el tercero y
....
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Facunda por un tiempo olvid regalar cntaros de agu
a.
Como si no tuvieran apuro, contrariando el grito de
sus cuerpos
fueron descubrindose despacio, un poco ms cada da, has
ta llegar [52] a
develar con la boca y las manos los estremecedores mister
ios contenidos
dentro de la tibia frontera de piel.
Cada rincn de sus cuerpos tenan voces. Podan grit
ar erizados y
aplacarse en sus exigencias mutuas.
No hubo lugares inexplorados, y ninguna porcin de p
iel que no
tuviera un lenguaje propio y enardecido.
Se volvan cuadrpedos; siameses nadando en las agua
s espesas de una
matriz inmensa.
Centauros en un concierto de relinchos y gemidos.
ngeles embelesados, sirenas, lombrices, palomas.
En el punto exacto donde ella le reciba humedecida
y temblorosa, l
se entregaba con energa, penetrndola con su rgano de r
oca y terciopelo.
Atrapados en un concierto de gemidos, exploraban juntos o
tros universos de
[53] soles ms brillantes de donde regresaban temblorosos
y mojados de
leche y sal.
Para disipar sospechas, Facunda retorn a regalar c
ntaros de agua
perfumada de flor de caa.
Despus de las prolongadas sesiones de cuerpos trenz
ados, se lavaba
despaciosamente las huellas queridas, para luego llenar l
a olorosa vasija,
que colocaba con gracia sobre su cabeza, con la alegre se
nsacin de estar
llevando una ofrenda a algn dios pcaro, y una sonrisa d
e relmpago
lejano iluminaba su cara.
Vctor tena los ojos ms afiebrados cada da y una
dulce pereza de
gato satisfecho. [54] [55]
[56] [57]
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Encuentro
A Leda haba que mirarla despacio, para descubrirla.
Era de piel muy blanca y le sobraba carne para esta
poca donde la
ley era ser flaca y haba que conseguir el color del bron
ce para ser
bella. Tena unos ojos negrsimos y una mirada de terciop
elo, unas manos
regordetas llenas de hoyuelos cuyos dedos de nio termina
ban en unas uas
naturalmente rosadas.
Nunca tuvo novio y su pequea boca carnosa no conoc
a el sabor del
beso.
Iba en el compartimiento econmico leyendo un libro,
hasta que el
calor de una mirada la oblig a levantar la vista; sentad
o frente a ella,
un hombre joven la estaba registrando con clido detenimi
ento. [58]
Leda, que era de temperamento tmido, no se ruboriz
como siempre le
ocurra, sino levant los ojos hasta los del compaero de
viaje, sostuvo
la inquisidora mirada por un rato y luego fue bajndola r
ecorriendo
lentamente la rubia geografa, descubriendo imaginariamen
te lo que
ocultaba la camisa entreabierta, el apretado vaquero, sin
tiendo
entibirsele la sangre en un raro cosquilleo. Sin saber c
omo ni porqu
escuch que de su boca sala una pregunta, como si de rep
ente otra mujer
la estuviese habitando, sin ruborizarse pregunt,
-pas el examen?, te gust? o prefers a las desnu
tridas-.
La rubia piel del hombre se ti de un rojo intenso
y con un hilo de
voz contest
-Pasaste el examen con muy buena calificacin-.
A Leda se le termin la osada y al otro se le apag
el rubor. Ambos
quedaron callados optando al parecer en descubrir la punt
a de sus [59]
zapatos o hacer el inventario del compartimiento.
Continuaron as un largo trecho, dejndose envolver
por el ruido
acompasado del tren, hasta que la desconocida instalada d
entro de Leda la
impuls a acercarse al compaero de viaje, y ensayar un j
uego inslito.
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Empez soplando despacito con su fresco aliento detr
s de las orejas
del muchacho, aspirando la suave colonia de su nuca, le a
carici la
velluda mano, el brazo, el cuello; le desparram suavemen
te el cabello y
fue desprendiendo lentamente todos los botones de la cami
sa: l se afloj,
entregndose a ese placer imprevisto, que iba volviendo e
spumosa su
sangre.
Con el pecho descubierto, volte el cuerpo y respond
i a las
caricias.
A pesar de la urgencia de la sangre galopando desboc
ada por sus venas
l la bes con suavidad y recorri la blanca piel erizada
, lentamente, y
ella se dej guiar por la sabidura desconocida de su pie
l. [60]
El tren se detuvo en una estacin desierta, y con s
lo mirarse
decidieron descender.
Ninguno de los dos tena equipaje, as que pararon e
n aquel pueblo
desconocido.
Recorrieron tomados de la mano, las calles polvorien
tas y entraron al
nico hotel.
El cuarto no contaba ms que con una amplia y dura c
ama, un largo y
estrecho espejo y una rstica mesa, pero ambos lo vieron
como la
habitacin ms lujuriosa.
No se tiraron el uno sobre el otro, estaban tcitame
nte de acuerdo en
disfrutar con lentitud, bebiendo despacio el ardoroso vin
o, prolongando el
placer del deseo hasta encontrar el cauce ms apropiado p
ara dejar salir
el agua represada que ruga en sus palpitantes arterias.
Leda se despoj de sus ropas sin ningn rubor; se se
nta hermosa en
su realidad de ballena. Toda la piel le palpitaba en un g
ozo anticipado.
[61]
Pase su abundancia plenamente asumida por el cuarto
estrecho y luego
se meti bajo la ducha a darse un largo remojn.
El muchacho fue a hacerle compaa. Se fregaron mutu
amente la
espalda. La tenue luz fue apagada y la ltima claridad de
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la tarde que se
filtraba por un tragaluz del techo, los volvi luminosos.
Empezaron a
descubrirse bajo la lluvia dorada de la ducha, y hmedos
como estaban se
trasladaron hasta la cama para terminar de reconocerse.
l la recost en el lecho y como si ella fuera un he
lado, la lami
entera.
Comenz por el cuello, se detuvo en los pechos y los
chup con
suavidad, hasta sacarle punta a los chatos pezones color
frutilla, y fue
recorrindola con la boca, maravillndose de que esa piel
tan blanca
brillara ahora como si debajo de la epidermis se hubiera
prendido una luz
rosada. Descendi hasta los pies carnosos y tibios y desp
acio fue subiendo
la colina inmensa de los muslos entreabiertos, hasta el t
rigal oscuro que
dejaba levemente descubierto [62] los ptalos aterciopela
dos y hmedos de
su sexo, lo acarici con la lengua tibia, hasta que toc
el duro capullo
del cltoris y Leda dio un salto y ocup el lugar de l,
no tan despacio
como deseaba.
Con brusca ternura, con un ardor recin descubierto
y entrenando una
sabidura ignorada, su boca y sus manos se multiplicaron
para recorrer
maravillada y trmula el cuerpo del compaero. Masaje, l
ami y sorbi el
desconocido placer.
Mir como hipnotizada el rgano erecto, lo acarici
con asombro y
luego mont encima y no sinti el intenso dolor que le pr
onosticaron, sino
una raspadura casi deliciosa, y galop como si tuviera al
as, envuelta en
un arcoiris.
Vio el rostro desfigurado de l y supo que el juego
llegaba a su fin.
Una languidez exquisita y levemente dolorosa la ech
de espalda. [63]
Durmieron felices y agradecidos.
Tres das despus se despedan, seguros de que fue u
n hermoso
encuentro. [64] [65]
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[66] [67]
Lujn
Haban reservado, haca una semana, una mesa para tr
es, en aquel
restorn, para escucharle al guitarrista que cantaba bole
ros con voz de
terciopelo.
Se instalaron atropelladamente -no era comn que las
mujeres
asistieran sin compaa masculina a esos sitios- y pidier
on un cctel
suave, y mientras conversaban, beban a tragos lentos, ha
sta que la
armoniosa y potente voz comenz a llenar la sala, y un pl
acentero silencio
permiti un disfrute pleno.
Lujn, en principio, le escuch distrada, pero cuan
do vino a la
mesa, una especie de torbellino la envolvi y la distanci
del mundo. Ese
era su hombre.
Lujn no tena idea de qu hacer para llevarse a un
hombre a la cama.
[68]
En realidad nunca se interes por esas cosas, porque
nunca le
interes ningn hombre. Escuchaba con ternura tolerante l
os
apasionamientos de sus amigas, pero muy en el fondo se se
nta superior a
ellas, por no tener ese tipo de debilidades, y ahora se e
nredaba pensando
qu, cmo y cuando.
Miraba embelesada al muchacho y se perda por sender
os entrecruzados,
sin saber cual tomar. Se descubri a s misma observando
con admiracin
las orejas perfectas, y unas ganas locas de mordisquearlo
le hizo tragar
saliva; los dientes de brillo hmedo, invitando a besos l
ocos; descendi
la mirada hacia el velludo pecho y los compar con los fr
escos pozos
coloniales cubiertos de culantrillos, se detuvo por un in
stante en las
finas manos que pulsaban la guitarra e imagin sus pechos
anidando en
ellas como dos palomas estremecidas.
Un deseo ardiente fue posesionndose de ella, separ
ndola de todos.
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Se encontr sola con l, sin saber que decir ni hacer, s
lo atin [69] a
mirarlo, a envolverlo con su mirada hasta que l se sinti
era como preso en
una red. Cuando termin la msica los aplausos la devolvi
eron a la
realidad, y ella supo que no poda dejarlo ir sin decirle
nada. Y no se le
ocurra nada.
Como siempre pens que la verdad sera ms convincen
te que cualquier
discurso de conquistadora y le dijo apretndole suavement
e la mano,
-me muero si no te veo otra vez-.
Y para sorpresa de ella, l le contest casi al odo
-y yo me muero si no te veo dentro de una hora-.
Lujn qued suspendida entre el desconcierto y la gl
oria. Pens a
donde ira con l; no quera que la situacin se le escap
ara de las manos.
Ella no quera ser engaada, no necesitaba ninguna promes
a, ningn
juramento, slo quera disfrutar el fuego gozoso que [70]
de repente le
incendiaba, sin sentirse menoscabada por su apresuramient
o.
Mientras escuchaba el bolero en la melodiosa voz, se
preguntaba cmo
y porqu ese hombre produca en ella ese torbellino de pl
acentero calor.
Ella conoca y trataba diariamente con muchos hombres her
mosos,
inteligentes y simpticos, pero nadie hasta ese momento h
aba logrado
despertar un deseo como l que estaba sintiendo: mezcla d
e ternura y
pasin.
Era hija de meleros y no se le ocurri una comparaci
n ms exacta que
la cachaza. Se senta dulce y ardiente como cachaza. Ella
era el lquido y
la caldera de cobre que lo contena y l el fuego de furi
oso chisporroteo
que la convertira en espesa miel.
Sus amigas discretamente se retiraron sin que Lujn
lo advirtiera,
demasiado ocupada como estaba en buscar metforas para su
piel en llamas.
[71]
Esper los sesenta minutos ms desamparados de su vi
da y cuando l
lleg hasta ella no necesitaron hablar, ya que ambos sab
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an el riesgo de
muerte que corran si se desencontraban.
Tomaron un taxi destartalado y dejaron que el chfer
decidiera donde
llevarlos -an no existan los moteles faranicos donde m
ucho tiempo
despus fueron concebidos sus nietos-.
Mientras l desataba lazos y corra cierres, ella de
sprenda botones,
sin que sus bocas se separaran, alucinados por el sabor d
e la saliva que
contena todas las mieles y la sal de la tierra, hasta qu
e ambos miraron
embelesados la bella, rotunda y deslumbrante desnudez del
otro. Entonces
inventaron todos los juegos. Ella dibujaba en la cabeza d
el lustroso y
rosado rgano una cara, y con el lazo de la blusa le enco
rbataba, para
desatar el nudo con los dientes. l pintaba con carmn de
labios la boca
pulposa de su sexo para borrarlo con besos. [72]
Se exploraron con la lengua todos los recovecos de s
us cuerpos hasta
que la lluvia interior les moj enteros, inund el cuarto
y sali a la
calle y los vecinos inventaron pequeas embarcaciones par
a salvar sus
cosas y los nios somnolientos arrancaban hojas de import
antes documentos
para hacer barquitos y los serios y amargados nadaron ver
tiginosamente
felices y las hipocondracas bailaron desnudas con el agu
a hasta la
cintura, y los curas corrieron a reconocer a sus hijos y
a pedir la mano
de las muchachas deshonradas a los desconcertados padres
que no entendan
porqu lo hacan a esa hora y con la sotana toda pegajosa
, y el olor de
panaderas abiertas al amanecer. Los ancianos se desperta
ron con
insospechadas erecciones y las viejitas se desvistieron a
las apuradas
para contestar sus reclamos, sin avergonzarse por sus pel
lejos marchitos
cantando a grito pelado cuando calienta el soooooool aqu
en la
plaaaaya..., retozaron como chicuelas descubriendo casi
al final de sus
vidas al impetuoso amante que durante cincuenta aos jam
s les dio el
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placer de esa madrugada. [73]
Ellos, ajenos al tumulto, se amaban sumergidos en es
e candial tibio,
acoplados como animales acuticos. Ella le contena en su
s entraas
gozando de su dureza y l se pegaba a sus espaldas penetr
ando su interior
de engrudo.
No se prometieron nada, pero descubrieron que contin
uar el viaje
sera ms hermoso si lo hacan juntos y se casaron Y tuvi
eron unos hijos
apasionados y generosos y vivieron felices, porque todos
los das le
dedicaban algn tiempo a reeditar aquella noche de encant
amiento. [74]
[75]
[76] [77]
Despertar
Lucrecia Isadora.
Un nombre tan sugerente, tan sensual, tan a propsit
o para el placer
ertico.
Sin embargo su piel enmudeca ante cualquier caricia
.
La voluptuosidad, que despertaba en ella, una mirada
exploradora, o
tierna se volva malestar con el ms leve contacto.
Cuando jovencita le excitaba adivinar el deseo en al
gunas miradas
atrevidas y se esmeraba en resaltar sus formas con ropas
ajustadas o
transparentes, lo cual le daba un aspecto de mujerzuela q
ue a ella
ntimamente le complaca.
Ahora estaba casada desde haca muchos aos, y a pes
ar de que crea
no amar a su [78] marido, y no le proporcionaba el ms m
nimo placer la
intimidad con l, tampoco le interesaba ningn hombre.
A decir verdad, lo nico que le dejaba un plido ref
lejo de gozo en
la piel dormida, era ganar dinero: para agregar habitacio
nes a la casona
inmensa y comprar joyas; adornarse barrocamente con oro y
piedras encenda
una llama plida y diminuta en el rescoldo de su epidermi
s.
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Era una guitarra sin cuerdas.
Recordaba con nostalgias el tiempo en que los muchac
hos, hermosos y
altivos, hacan apuestas entre s, para llevarla a la cam
a, pues tena
fama de calentadora; le encantaba jugar a mujer ardiente,
quera hacerle
honor a su nombre.
Pero esos romances no duraban mucho y nadie jams ga
n en las
apuestas, ella era inconmovible. [79]
A pesar de que senta un manantial tibiecito en el c
entro de gravedad
de su cuerpo, nunca sinti el impulso de entregarse.
Su placer consista en hacer perder las apuestas y c
omprobar que
todos los apostadores, languidecan suplicantes, perdan
la voluntad, y se
derretan en sus manos en un lquido lechoso con las expl
oraciones
calculadas y las caricias fingidas.
Termin casndose con uno de ellos, porque ya era ti
empo de terminar
su soltera.
La noche de bodas fue una gran desilusin para ambos
; ella se aburri
de inventar caricias que no la estremecan y l descubri
la torpeza de
unas manos y una boca que no tenan la fiebre desmemoriad
a del deseo, ni
la tibieza de la ternura, sino la fra agilidad del clcu
lo.
El tiempo fue pasando y continuaron casados, demasia
do apegados ambos
a la idea de xito que significaba mantener un matrimonio
. [80]
Lucrecia Isadora se entregaba con desgano y hasta co
n rabia a su
marido, pero poco a poco la persistencia de l, despert
en ella un raro
sentimiento, mezcla de ternura y compasin, una sensacin
hbrida que le
humedeca el alma, para sorpresa de ella.
Estando en ese tren de dejarse amansar, lleg el ter
rible tornado,
que se llev casi todo el pueblo, convirti en escombros
el casern
horrible y enterr las joyas de dudoso gusto. En medio de
ese desastre, se
descubrieron por fin.
Ocurri as:
l fue a buscarla al nico sitio intacto.
Pgina 27

Entr al gran saln de la iglesia, saturado de olore
s, con nios
durmiendo amontonados, y la vio parada, quieta, baada co
n la luz
parpadeante y esquiva de las velas, contempl su nuca bla
nca, su mata de
pelo, sus hombros pequeos, con una ternura inmensa y una
oleada de deseo
lo fue envolviendo como un pao caliente. [81]
Cuando la tuvo a su alcance bes con suavidad su cue
llo y ella se
dej abrazar por el aliento tibio y extraamente fragante
, mientras
experimentaba por primera vez en su vida un estremecimien
to gozoso: el
manantial inconmovible de su sangre se volvi catarata fr
agorosa y pudo
percibir como ruga en sus arterias amenazando desbordars
e, y una especie
de vrtigo ardiente la oblig a sostenerse del rgano tan
to tiempo,
ignorado, como si fuera el ltimo resquicio de salvacin.
Lo sinti tan
firme, tan suave, tan tibio y perturbador que su vrtigo
subi de puntos,
y se dej envolver por l, desmemoriada y dichosa.
Sinti las manos de l multiplicadas en su cuerpo, o
primiendo sus
pechos, bajando por sus caderas, recorriendo sus muslos,
separndolos con
ternura y firmeza, penetrando su interior dormido con los
dedos tibios.
Se encontr hambrienta, vulnerable y feliz y le ayud
a despojarla de
los obstculos que les impedan encontrarse. [82]
Descubri de pronto que haba abierto sus sentidos a
la luz, al calor
y al olor.
Contempl desconcertada el lugar, poblado de bultos
humanos, el altar
desdibujado por la tenue luz de las velas, y se dej llev
ar por el
torbellino luminoso.
Por un instante eterno dej de habitar la tierra, pa
ra ser sirena de
profundidades azules.
Se abandon al placer glorioso y con un gemido a dos
voces retorn
mojada por una lluvia espesa, a la realidad, definitivame
nte transformada.
Su piel dormida haba despertado por fin como un eri
zo suave, para
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defenderse del desamparo, despus de navegar con maestra
indita un
embravecido mar. [83]
l no lo sabe
Sac la llave del bolsillo interior de la cartera y
con un leve
temblor la introdujo en la cerradura.
Aspir el fuerte y agradable olor a caf al penetrar
al cuarto,
escasamente amoblado.
Se despoj de la caliente y seria ropa de oficina y
entr al cuarto
de bao a darse una larga y refrescante ducha, luego se m
aquill
esmeradamente y visti un fresco vestido de seda, complet
ando su atuendo
con unas finas medias negras.
Mir con cierto desagrado sus velludas piernas enfun
dadas, y se
pregunt si a l le pareceran feas; palp la turgencia d
e sus senos, se
miro al espejo y dio unos pasos por [84] la habitacin, l
uego con lnguida
tristeza se ech en la solitaria y amplia cama, pensando
en su imposible
amor.
Imposible, no, se dijo; irrealizable tal vez.
Nadie poda impedirle amar, pero ese amor estaba des
tinado a morir en
su corazn, nunca llegara al odo amado.
El pequeo cuarto con su lujo barato, los vestidos d
e seda ordinaria,
los escasos pares de zapatos taco aguja que no conocan l
as calles, el
pequeo calentador elctrico, la cafetera de acero inoxid
able, el juego de
porcelana china, todo comprado y mantenido en la clandest
inidad, soando
compartirlo con l aunque sea un solo segundo de su vida.
Su aventura solitaria. Su doloroso amor.
Ese cuarto preparado para la pasin y la ternura, si
empre estuvo
hurfano. No tena guardado el olor ni la risa del amado.
Ni siquiera su
silencio. [85]
Un nudo doloroso le apret el cuello. Imagin la voz
de l en un
susurro de amor, el brazo fuerte y varonil aprisionando s
u cuerpo; la risa
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de l enternecida por su pudor, el xtasis de la entrega,
la emocin de
recorrer con manos temblorosas la desnudez amada, la tibi
eza de la ternura
despus de la pasin.
El sueo cerr las ventanas de sus prpados pintados
y se perdi en
ese mundo de pequea muerte, donde sus ansias de por lo m
enos declarar su
amor se confundieron con las cosas cotidianas. Ganar el p
an, soar.
Sentir la mezcla del furioso deseo y la tibia humeda
d de la ternura
mojndole el corazn. Y la absurda culpa como un veneno a
margo en la
garganta.
Su amor tan lejano y cercano al mismo tiempo.
Se despert de repente.
Fue a lavarse la cara para borrar el espeso maquilla
je, y despus de
apagar el velador que proyectaba una tenue luz en la habi
tacin, [86]
repiti el acto de entrada a la inversa, se sac las teta
s postizas, las
acarici como una parte querida de su cuerpo de la cual s
e mutilaba cada
semana.
Ya en el pasillo se coloc de memoria la corbata.
Lleg a su casa un poco ms tarde que de costumbre,
bes
distradamente a su mujer y sinti, como un aleteo apresu
rado de palomas
en el pecho, al escucharla decir:
-Te llam Jorge, quiere que le devuelvas la llamada.
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