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LOS RAROS
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Rubén Darío
PROLOGO
Rubén Darío.
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LOS R A R O S
11
& ü B E A DARÍO
apariencia, de romántico la apariencia. Idealista,
cristiano y lírico, he ahí si .» Y
las demostraciones son lk por medio de la
amable e ir de Mauclair, que nos
.
12
LOS RAROS
mitigan su tristeza en la afirma-
artística fraternal,
ción de un generoso y sereno carácter, de una vida
como autumnal, iluminados crepuscularmente de
poesía y de gracia interior. «Le hemos conocido iró-
nico, entusiasta, espiritual y nervioso; pero era,
ante todo, un melancólico, aun en la sonrisa. Le
sentíamos menos extraño por su voz y ciertos signos
exteriores, que lejano por una singular facultad de
reserva. Ese cordial era aislado de alma. Había en
esa faz rubia y fina, en esa boca fina, en esos ojos
atrayentes, una languidez y un fatalismo que no de-
jaban de extrañar. Es feliz, pensábamos, y, sin em-
bargo, ¿qué tiene? Tenía el gusto atento y la com-
prensión de la muerte. Se detenía en el dintel de la
existencia, y no entraba, y desde ese dintel nos mi-
raba a todos con una tristeza profundamente delica-
da. Ha vuelto a tomar el camino eterno: era un tran-
seúnte encantador que no ha dicho todo su pensa-
miento en este mundo. Estaba «hanté» por su misti-
cismo minucioso y extraño, evocaba todo lo que está
difunto, recogido, purificado por la inmóvil palidez
de los reposos seculares. Llevaba por todas partes
su claustro interior, y si ha deseado ser enterrado
en esa Bruges que amó tanto, puede decirse que su
alma estaba dormida ya en la pacífica belleza de una
muerte harmoniosa.» Decid si no es este camafeo
de un encanto sutil y revelador, y si no se ve a su
través el alma melancólica del malogrado animador
de «Bruges la muerta.» Estos párrafos de Mauclair
son comparables, como retrato, en lá transposición
de la pintura a la prosa, al admirable pastel en que
perpetúa la triste faz del desaparecido, el talento
comprensivo de Levy Dhurmer.
Algunos vivos, son también presentados y estu-
diados, y entre ellos uno que representa bien la
fuerza, la claridad, la tradición del espíritu francés,
del alma francesa, el talento más vigoroso de los
actuales escritores de este país.
He nombrado a Paul Adam. Así sobre Elemir
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R V B E ti DARÍO
Bourges de obra poco resonante, pero muy estimado
por los intelectuales, consagra algunas notas, como
sobre León Daudet.
La parte que denomina «El crepúsculo de las técni-
cas», debía traducirse a todos los idiomas y ser co-
nocida por la juventud literaria que en todos los
países busca una vía, y mira la cultura de Francia
y el pensamiento francés, como guías y modelos. Es
la historia del simbolismo, escrita con toda sinceri-
dad y con toda verdad; y de ella se desprenden útilí-
simas lecciones, enseñanzas cuyo provecho es inme-
diato, así el estudio sobre el sentimentalismo litera-
rio, en que el alma de nuestro siglo está analizada
con penetración y cordura a la luz de una filosofía
amplia y generosa, poco conocida en estos tiempos
de egotismos superhombríos y otras nieztschedades.
No sabría alabar suficientemente los capítulos sobre
arte, y el homenaje a altos artistas— artistas en si-
lencio—como Puvis y Felician Rops, Gustave Mo-
reau y Besnard, así como los fragmentos de otros
estudios y ensayos que ayudan en el volumen a la
comprensión, al peso, y para decirlo con mi senti-
miento, a la simpatía que se experimenta por un sin-
cero, por un laborioso, por un verdadero y grande
expositor de saludables ideas, que es al propio tiem-
po, él también, un señalado, uno que ha hallado su
rumbo cierto, y como él gustará que se le llame, un
artista silencioso.
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R h B E N DARÍO
negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y
en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa
gorra de jokey y que durante toda la travesía ha
cantado con voz fonográfica, al son de un banjo; el
joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficio-
nado al box, tiene los puños de tal modo, que bien
pudiera desquijar un rinoceronte de un solo impul-
so... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pin-
toresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando
sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un
lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene
por peana un islote. De mi alma brota entonces la
salutación: «A ti, prolífica, enorme, dominadora. A
ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas
de bronce alimentan un sinnúmero de almas y cora-
zones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre
tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo
al paso de mi «steamer», prosternándome delante de
tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé, divino
icono, oh magna estatua, que tu solo nombre, el de
la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar es-
trellas sobre el mundo, a la manera del fíat del Se-
ñor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas
de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila
de América, de esta tu América formidable, de ojos
azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es
contigo: bendita tú eres. Pero ¿sabes? se te ha herido
mucho por el mundo, divinidad, manchando tu es-
plendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu
nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea.
Aquélla no es la Diana sagrada de las incompara-
bles flechas: es Hécate.»
Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa
enorme que está al frente, aquella tierra coronada
de torres, aquella región de donde casi sentís que
viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan,
la isla de hierro, New-York, la sanguínea, la cicló-
pea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible
capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene
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LOS RAROS
cerca a Jersey; y agarrada a Brooklin con la uña
enorme del puente, Brooklin, que tiene sobre el pal-
pitante pecho de acero un ramillete de campanarios.
Se cree oir la voz de New-York, el eco de un vas-
to soliloquio de cifras. ¡Cuan distinta de la voz de
París, cuando uno cree escucharla, al acercarse,
halagadora como una canción de amor, de poesía y
de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que
va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel,
que llama a los pueblos todos a un inaudito remate,
y que el martillo del rematador cae sobre cúpulas y
techumbres produciendo un ensordecedor trueno
metálico. Antes de entrar al corazón del monstruo,
recuerdo la ciudad que vio en el poema bárbaro el
vidente Thogorma:
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LOS R A R O S
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RUBÉN DARÍO
cuervo, más cruel aun que el buitre esquiliano, sen-
tado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del
desdichado, apuñalándole con la monótona palabra
de la desesperanza. Así tú para mí. En medio de los
martirios de la vida, me refrescas y alientas con el
aire de tus alas, porque si partiste en tu forma hu-
mana al viaje sin retorno, siento la venida de tu ser
inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el
dolor tiende hacia mí el negro arco. Entonces, Alma,
Stella, oigo sonar cerca de mí el oro invisible de tu
escudo angélico. Tu nombre luminoso y simbólico
surge en el cielo de mis noches como un incompara-
ble guía, y por tu claridad inefable llevo el incienso
y la mirra a la cuna de la eterna Esperanza.
I.— El hombre
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LOS RAROS
El don mitológico parece nacer en él por lejano ata-
vismo y vese en su poesía un claro rayo del país de
sol y azul en que nacieron sus antepasados. Renace
en él el alma caballeresca de los Le Poer alabados
en las crónicas de Generaldo Gambresio. Amoldo
Le Poer lanza en la Manda de 1327 este terrible in-
sulto al caballero Mauricio de Desmond: «Sois un
rimador » Por lo cual se empuñan las espadas y se
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RUBÉN DARÍO
poral. De todos los retratos que he visto suyos, nin-
guno da idea de aquella especial hermosura que en
descripciones han dejado muchas de las personas
que le conocieron. No hay duda que en toda la ico-
nografía poeana, el retrato que debe representarle
mejor es el que sirvió a Mr. Clarke para publicar
un grabado que copiaba al poeta en el tiempo en que
éste trabajaba en la empresa de aquel caballero. El
mismo Clarke protestó contra los falsos retratos de
Poe que después de su muerte se publicaron Si no .
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LOS RAROS
Clark. Nada más cierto que la observación de Gau-
tier:
«Es raro que un poeta, dice, que un artista sea co-
nocido bajo su primer encantador aspecto. La re-
putación no le viene sino muy tarde, cuando ya las
fatigas del estudio, la lucha por la vida y las tortu-
ras de las pasiones han alterado su fisonomía primi-
tiva: apenas deja sino una máscara usada, marchi-
ta, donde cada dolor ha puesto por estigma una ma-
gulladura o una arruga.»
Desde niño Poe «prometía una gran belleza.» (1)
Sus compañeros de colegio hablan de su agilidad
y robustez. Su imaginación y su temperamento ner-
vioso estaban contrapesados por la fuerza de sus
músculos. El amable y delicado ángel de poesía, sa-
bía dar excelentes puñetazos. Más tarde dirá de él
una buena señora: «Era un muchacho bonito.» (2)
Cuando entra a West Point hace notar en él un
colega, Mr. Gibson, su «mirada cansada, tediosa y
hastiada.» Ya en su edad viril, recuérdale el biblió-
filo Gowans: «Poe tenía un exterior notablemente
agradable y que predisponía en su favor: lo que las
damas llamarían claramente bello.» Una persona
que le oye recitar en Boston, dice: «Era la mejor
realización de un poeta, en su fisonomía, aire y ma-
nera.» Un precioso retrato es hecho de mano feme-
nina: «una talla algo menos que de altura mediana
quizá, pero tan perfectamente proporcionada y co-
ronada por una cabeza tan noble, llevada tan regia-
mente, que, a mi juicio de muchacha, causaba la im-
presión de una estatura dominante. Esos claros y
melancólicos ojos parecían mirar desde una emi-
nencia...» (3) Otra dama recuerda la extraña impre-
sión de sus ojos: «Los ojos de Poe, en verdad, eran
el rasgo que más impresionaba y era a ellos a los
que su cara debía su atractivo peculiar. Jamás he
(1) Ingram.
(2) M¡ss. Royster— cifada por Ingi«m.
(3) Misa. Heywod.-lbid.
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RUBÉN DARÍO
risto otros ojos que en algo se le parecieran. Eran
grandes, con pestañas largas y un negro de azaba-
che: el iris acerogris, poseía una cristalina claridad
y transparencia, a través de la cual la pupila ne-
graazabache se veía expandirse y contraerse, con
toda sombra de pensamiento o de emoción. Observé
que los párpados jamás se contraían, como es tan
usual en la mayor parte de las personas, principal-
mente cuando hablan; pero su mirada siempre era
llena, abierta y sin encogimiento ni emoción. Su
expresión habitual era soñadora y triste: algunas
veces tenía un modo de dirigir una mirada ligera,
de soslayo, sobre alguna persona que no le observa-
ba a él, y, con una mirada tranquila y fija, parecía
que mentalmente estaba midiendo el calibre de la
persona que estaba ajena de ello. ¡Qué ojos tan
tremendos tiene el señor Poe! —me dijo una señora.
Me hace helar la sangre el verle darse vuelta len-
tamente y fijarlos sobre mí cuando estoy hablan-
do.» (1) La misma agrega: «Usaba un bigote negro
esmeradamente cuidado, pero que no cubría com-
pletamente una expresión ligeramente contraída de
la boca y una tensión ocasional del labio superior,
que se asemejaba a una expresión de mofa. Esta
mofa era fácilmente excitada y se manifestaba por
un movimiento del labio, apenas perceptible y, sin
embargo, intensamente expresivo. No había en ella
nada de malevolencia; pero sí mucho sarcasmo.»
Sábese, pues, que aquella alma potente y extraña
estaba encerrada en hermoso vaso. Parece que la
distinción y dotes físicas deberían ser nativas en
todos los portadores de la lira. ¿Apolo, el crinado
numen lírico, no es el prototipo de la belleza viril?
Mas no todos sus hijos nacen con dote tan espléndi-
do. Los privilegiados se llaman Goethe, Byron, La-
martine, Poe.
Nuestro poeta, por su organización vigorosa y
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LOS J? A X O S
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RUBÉN DARÍO
pezaron a cincelar el pliegue amargo y sarcástico
de sus labios, Desde muy temprano conoció las ace-
chanzas del lobo racional. Por eso buscaba la comu-
nicación con la naturaleza, tan sana y fortalecedora.
«Odio sobre todo y detesto este animal que se llama
Hombre», escribía Swift a Pope. Poe a su vez habla
«de la mezquina amistad y de la fidelidad de polvillo
de fruta (gossamer fidelity) del mero hombre.» Ya
en libro de Job, Eliphaz Themanita exclama: «¿Cuán-
to más el hombre abominable y vil que bebe como
la iniquidad?» No buscó el lírico americano el apoyo
de la oración; no era creyente; o al menos, su alma
estaba alejada del misticismo. A lo cual da por razón
James Russell Lowell lo que podría llamarse la ma-
tematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es
matemático, para su propio espíritu.» La ciencia
impide al poeta penetrar y tender las alas en la
atmósfera de las verdades ideales. Su necesidad de
análisis, la condición algebraica de su fantasía, ná-
cele producir tristísimos efectos cuando nos arrastra
al borde de lo desconocido. La especulación filosó-
fica nubló en él la fe, que debiera poseer como todo
poeta verdadero. En todas sus obras, si mal no re-
cuerdo, sólo unas dos veces está escrito el nombre
de Cristo. (1) Profesaba sí la moral cristiana; y en
cuanto a los destinos del hombre, creía en una ley
divina, en un fallo inexorable. En él la ecuación do-
minaba a la creencia, y aun en lo referente a Dios
y sus atributos, pensaba con Spinoza que las cosas
invisibles y todo lo que es objeto propio del entendi-
miento no puede percibirse de otro modo que por
los ojos de la demostración (2) olvidando la profun-
da afirmación filosófica: «intelectus noster sic ¿de
habet? ad prima entium quce sunt manifestissima in
natura, sicut oculus vespertilionis ad solem.» No
creía en lo sobrenatural, según confesión propia;
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OS RARO
pero afirmaba que Dios, como creador de la natura-
leza, puede, si quiere, modificarla. En la narración
de la metempsícosis de Ligeia hay una definición de
Dios, tomada de Granwill, que parece ser sustenta-
da por Poe: Dios no es más que una gran voluntad
que penetra todas las cosas por la naturaleza de su
intensidad. Lo cual estaba ya dicho por Santo To-
más en estas palabras: «Si las cosas mismas no de-
terminan el fin para sí, porque desconocen la razón
del fin, es necesario que se les determine el fin por
otro que sea determinador de la naturaleza. Este es
el que previene todas las cosas, que es ser por sí
mismo necesario, y a éste llamamos Dios...» (1) En
la «Revelación Magnética», a vuelta de divagaciones
filosóficas, Mr. Vankirk— que, como casi todos los
personajes de Poe, es Poe mismo -afirma la existen-
cia de un Dios material, al cual llama materia su-
prema e imparticulada. Pero agrega: «La materia
imparticulada, o sea Dios en estado de reposo, es en
lo que entra en nuestra comprensión, lo que los hom-
bres llaman espíritu.» En el diálogo entre Oinos y
Agathos pretende sondear el misterio de la divina
inteligencia; así como en los de Monos y Una y de
Eros y Charmion penetra en la desconocida sombra
de la Muerte, produciendo, como pocos, extraños
vislumbres en su concepción del espíritu en el espa-
cio y en el tiempo.
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Leconte de Lisle
LECONTE DE LISLfí
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U B É N DARÍO
por la magnificencia monumental estatuaria de su
obra, en la cual, como en la del Padre de los poetas,
pasan a nuestra vista portentosos desfiles de perso-
najes, grupos esculturales, marmóreos bajorelieves,
figuras que encarnan los odios, los combates, las te-
rribles iras; homérida por ser de alma y sangre la-
tinas y por haber adorado siempre el lustre y el re-
nombre de la Hélade inmortal! Griegofué, de los
griegos tenía, como notar muy bien Guyau,
lo hizo
la concepción de una especie de mundo de las for-
mas y de las ideas que es el mundo mismo del arte;
habiéndose colocado por una ascensión de la volun-
tad, sobre el mundo del sentimiento, en la región se-
rena de la idea, y revistiendo su musa inconmovible
el esculpido peplo cuyo más ligero pliegue no pudie-
ra agitar el estremecimiento de las humanas emo-
ciones, ni aun el aire que el Amor mismo agitase
con sus alas. «Vuestros contemporáneos, —
díjole
Alejandro Dumas (hijo),— eran los griegos y los hin-
dus.» Yes, en efecto, de aquellos dos inmensos fo-
cos de donde parten los rayos que iluminan la obra
de Leconte de Lisie, conduciendo uno la idea bra-
hamánica desde el índico Ganges cuyas aguas refle-
jaran los combates del Ramayana y el otro la idea
griega desde el harmonioso Alfeo, en cuyas linfas se
viera la desnudez celeste de la virgen Diana
La India y Grecia eran para su espíritu tierras de
predilección: reconocía como las dos originales
fuentes de la universal poesía, a Valmiki y a Home-
ro. Navegó a pleno viento por el océano inmenso de
la teogonia védica, y profundo conocedor de la anti-
güedad griega, y helenista insigne, condujo a Ho-
mero a orillas del Sena. Atraíale la aurora de la hu-
manidad, la soberana sencillez de las edades prime-
ras, la grandiosa infancia de las razas, en la cual
empieza el Génesis de lo que él llamara con su ver-
bo solemne «la historia sagrada del pensamiento hu-
mano en su florecimiento de harmonía y de luz;» la
historia de la Poesía.
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LOS RAROS
El más griego de los artistas, como le llamara un
joven esteta, cantó a los bárbaros, ciertamente.
Como había en su reino poético, suprimido todo an-
helo por un ideal de fe, la inmensa alma medioeval
no tenía para él ningún fulgor; y calificaba la Edad
Media como una edad de abominable barbarie. Y he
aquí que ninguno entre los poetas, después de Hugo,
ha sabido poner delante de los ojos modernos, como
Leconte de Lisie, la vida de los caballeros de hierro,
las costumbres de aquellas épocas, los hechos y
aventuras trágicas de aquellos combatientes y de
aquellos tiranos; los sombríos cuadros monacales,
los interiores de los claustros, los cismas, la supre-
macía de Roma, las musulmanas barbaries fastuo-
sas, el ascetismo católico, y el temblor extranatural
que pasó por el mundo en la edad que otro gran
poeta ha llamado con razón, en una estrofa célebre,
«enorme y delicada.»
Puso el espíritu sobre el corazón. Jamás en toda
su obra se escucha un solo eco de sentimiento; nun-
ca sentiréis el escalofrío pasional. Eros mismo, si
pasa por esas inmensas florestas, es como un ave
desolada. No se atrevería la Musa de Musset a lla-
mar a la puerta del vate serenísimo; y las palomas
iamartinianas alzarían el vuelo asustadas delante
del cuervo centenario que dialoga con el abad Sera-
pio de Arsinoe.
Nacido en una isla cálida y espléndida, isla de sol,
florestas y pájaros, que siente de cerca la respira-
ción de lá negra África, sintióse poeta el «joven sal-
vaje»; la lengua de la naturaleza le enseñó su pri-
mera rima, el gran bosque primitivo le hizo sentir
la influencia de su estremecimiento, y el mar solem-
ne y el cielo le dejaron entrever el misterio de su
inmensidad azul. Sentía él latir su corazón, deseoso
de algo extraño, y sus labios estaban sedientos del
vino divino. Copa de oro inagotable, llena del celes-
te licor, fué para él la poesía de Hugo. Al llegar
«Las Orientales» a sus manos, al ver esos fulguran-
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RUBÉN DARÍO
tes poemas, la luz misma de su cielo patrio le pare-
ció brillar con un resplandor nuevo; la montaña, el
viento africano, las olas, las aves de las florestas
nativas, la naturaleza toda, tuvo para él voces des-
pertadoras que le iniciaron en un culto arcano y su-
premo.
Imaginaos un Pan que vagase en la montaña so-
nora, poseído de la fiebre de la harmonía, en busca
de la caña con que habría de hacer su rústica flauta,
y a quien de pronto diese Apolo una lira y le ense-
ñase el arte de arrancar de sus cuerdas sones subli-
mes. No de otro modo aconteció al poeta que debie-
ra salir de la tierra lejana en donde nació, para le-
vantar en la capital del Pensamiento un templo cin-
celado en el más bello paros, en honor del Dios del
arco de plata.
El que fué impecable adorador de la tradición clá-
sica pura, debía pronunciar en ocasión solemne, de-
lante de la Academia francesa que le recibía en su
seno, estas palabras: «Las formas nuevas son la ex-
presión necesaria de las concepciones originales.»
Digna es tal declaración de quien sucediera a Hugo
en la asamblea de los «inmortales» y de quien como
su sacrocesáreo antecesor, fué jefe de escuela, y de
escuela que tenía por fundamento principal el culto
de la forma. Hugo fué en verdad para él la encarna-
ción de la poesía. Leconte de Lisie no reconocía de
la Trinidad romántica, sino la omnipotencia del
«Padre»; Musset, «el Hijo», y Lamartine «el Espíri-
tu», apenas si merecieron una mirada rápida de sus
ojos sacerdotales. Y es que Hugo ejercía sobre él la
atracción astral de los genios individuales y absolu-
tos; el hijo de la isla oriental fué iniciado en el se-
creto del arte por el autor de «Las Orientales»; el
que debía escribir los «Poemas antiguos» y los «Poe-
mas bárbaros», no podía sino contemplar con estu-
por la creación de ese orbe constelado, vario, pro-
fuso y estupendo que se llama «La Leyenda de los
siglos.» Luego, fué a él, barón, par, príncipe, a
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LOS JR A R O S
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RUBÉN DARÍO
ladas de año en afío por tantos sabios ilustres; que
los hechos y las ideas, la vida íntima y la vida exte-
rior; que todo lo que constituye la razón de ser, de
creer, de pensar de los hombres desaparecidos,
llama la atención de las inteligencias elevadas, nues-
tros grandes poetas han raramente intentado volver
intelectualmente la vida al pasado.» Tiempos primi-
tivos, Edad Media, todo lo que se halla respecto a
nuestra edad contemporánea como en una lejanía de
ensueño, atrae la imaginación del vate severo. La
exposición de la obra novelesca de Víctor Hugo,
dióle motivo para lanzar otra flecha que fué direc-
tamente a clavarse en el pecho robusto de Zola,
cuando habló de «la epidemia que se hace sentir di-
rectamente en una parte de nuestra literatura, y
contamina los últimos años de un siglo que se abrie-
ra con tanto brillo y proclamara tan ardientemente
su amor a lo bello» y de «el desdén de la imaginación
y del ideal que se instala imprudentemente en mu-
chos espíritus obstruidos por teorías groseras y mal-
sanas.» «El público letrado, agrega, no tardará en
arrojar con desprecio lo que aclama hoy con ciega
admiración. Las epidemias de esta naturaleza pasan
y el genio permanece.»
Al contestar el discurso del nuevo académico,
Alejandro Dumas, hijo, entre sonrisa y sonrisa, que-
mó en honor del recién llegado este puñado de in-
cienso: «Cuando un gran genio (Hugo) ha tenido
desde la infancia el hábito de frecuentar un círculo
de genios anteriores, entre los cuales Sófocles, Pla-
tón, Virgilio, Lafontaine, Corneille y Moliere no
ocupan sino un segundo término y en donde Mon-
taigne, Racine, Pascal, Bossuet, La Bruyere no pe-
netran, se comprende fácilmente que el día en que
ese gran genio distingue entre la muchedumbre que
se agita a sus pies un poeta y le marca en la frente
con el signo con que ha de reconocer, en lo porvenir,
a los de su raza y familia, ese poeta tendrá el dere-
cho de estar orgulloso. Ese poeta sois vos, señor.»
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LOS R A R O
J$
Fueron ciertamente los «Poemas bárbaros» la
anunciación espléndida de un grande y nuevo poe-
ta. ¿Qué son esos poemas? Visiones formidables de
los pasados siglos, los horrores y las grandezas épi-
cas de los bárbaros evocados por un latino que em-
plea para su obra versos de bronce, versos de hierro,
rimas de acero, estrofas de granito. Caín surge en el
ensueño del vidente Thogorma, en un poema primi-
tivo, bíblico, que se desarrolla en la misteriosa, in-
memorial «ciudad de la angustia», en el país de He-
vila. Caín es el mensajero de la nada. Luego, es aún
en la Biblia donde se halla el origen de otros poe-
mas; la viña de Naboth, el Eclesiastés, que declara
cómo la irrevocable Muerte es también mentira; des-
pués el poeta va de un punto a otro, extraño cosmo-
polita del pasado; a Tetas, donde el rey Khons des-
cansa en su barca dorada; a Grecia donde surgirá la
monstruosa Equidna, o un grupo de hirsutos com-
batientes; a la Polinesia, en donde aprenderá el gé-
nesis indígena; al boreal país de los Nomos y escal-
das, donde Snorr tiene su infernal visión; a Irlanda,
tierra de bardos. Y se advierten blancas pinturas de
países frígidos, figuras cinceladas en nieve; Angan-
tir que dialoga con Hervor; Hialmar que clama trá-
gicamente, el oso que llora, los cantos de los caza-
dores y runoyas; el norte aun, el país de Sigurd; los
elfos que coronados de tomillo danzan a la luz de la
luna, en un aire germánico de balada; cantos tradi-
cionales; Kono de Kemper; el terrible poema de
Mona; cuadros orientales como la preciosa y musical
«Verandah»; las frases ásperas de la naturaleza; el
desierto; la india y sus pagodas y fakires; Córdoba
morisca; fieras y aves de rapiña; fuentes cristalinas,
bosques salvajes; la historia religiosa, la leyenda,
el Romancero; América, los Andes...; y sobre todo
esto, el «Cuervo», el cuervo desolador, y la silencio-
sa, fatal, pálida y como deseada imagen de la Muer-
te, acompañada de su obscuro paje, el dolor.
En los «Poemas antiguos» resucita el esplendor
39
RUBÉN DARÍO
áe la belleza griega, lanzando al mismo tiempo un
manifiesto a manera de prólogo. He aquí lo que pen-
saba de los tiempos modernos: «Desde Homero, Es-
quilo y Sófocles que representan la poesía en su vi-
talidad, en su plenitud y en su unidad armónica, la de-
cadencia y la barbarie han invadido el espíritu huma-
no. En lo tocante a arte original, el mundo romano
está al nivel de los Dacios y de los Sármatas; el cie-
lo cristiano, todo es bárbaro. Dante, Shakespeare y
Milton, no tienen sino la altura de su genio indivi-
dual; su lengua y sus concepciones, son bárbaras.
La escultura se detiene en Fidias y en Lisipo; Miguel
Ángel no ha fecundado nada; su obra, admirable en
sí misma, ha abierto una vía desastrosa. ¿Qué que-
da, pues, de los siglos transcurridos después de la
Grecia? Algunas individualidades potentes, algunas
grandes obras sin liga y sin unidad. La poesía mo-
derna, reflejo confuso de la personalidad fogosa de
Byron, de la religiosidad ficticia de Chateaubriand,
del ensueño místico de Ultra-Rhin y del realismo de
los lakistas, se turba y se disipa. Nada menos vivo
y menos original, bajo el aparato más ficticio. Un
arte de segunda mano, híbrido, incoherente. Arcaís-
mo de la víspera, nada más. La paciencia pública
se ha cansado de esta comedia sonoramente repre-
sentada a beneficio de una autolatría de préstamo.
Los maestros se han callado o quieren callarse, fa-
tigados de sí mismos, olvidados 3^a, solitarios en
medio de sus obras infructuosas. Los poetas nuevos,
criados en la vejez precoz de una estética infecun-
da, deben sentir la necesidad de remojar en las fuen-
tes eternamente puras la expresión usada y debili-
tada de los sentimientos generosos. El tema personal
y sus variaciones demasiado repetidas, han agotado
la atención; con justicia ha venido la indiferencia,
pero si es posible abandonar a la mayor brevedad
esa vía estrecha y banal, es preciso aun no entrar
en un camino más difícil y peligroso, sino fortifica-
do por el estudio y la iniciación.
LOS RAROS
«Una vez sufridas esas pruebas expiatorias, una
vez saneada la lengua poética, las especulaciones
del espíritu perderán algo de su verdad y su ener-
gía cuando dispongan de formas más netas y más
precisas. Nada será abandonado ni olvidado; la base
pensante y el arte habrán recobrado la savia y el
vigor, la harmonía y la unidad unidas. Y más tarde,
cuando esas inteligencias profundamente agitadas
se hayan aplacado, cuando la meditación de los
principios descuidados y la regeneración de las for-
mas hayan purificado el espíritu y la letra, dentro
de un siglo o dos, si todavía la elaboración de los
tiempos nuevos no implica una gestación más alta,
talvez la poesía llegaría a ser el verbo inspirado e
inmediato del alma humana...»
Esa declaración demuestra el por qué Leconte de
Lisie no vibraba a ningún soplo moderno, a ninguna
conmoción contemporánea, y se refugiaba, como
Keats, aunque de otra suerte, en viejas edades pa-
ganas en cuyas fuentes su Pegaso se abrevaba a su
placer.
Los «Poemas trágicos» completan la trilogía. Hay
como en los anteriores una rica variedad de temas,
predominando los paisajes exóticos, reconstruccio-
nes históricas, o fantásticas y brillantes pinturas de
asuntos legendarios. El kalifa de Damasco, abre la
serie, entre imanes de Meca y emires de Oriente.
Es este un libro purpúreo. Los «Poemas bárbaros»
son un libro negro. La palabra más usada en ellos
es noir. Libro rojo es éste, ciertamente, que comien-
za con la apoteosis de Muza-al-Kebir, en país orien-
tal, y concluye en la Grecia de Orestes, con la tra-
gedia funesta de las Erinnias o Furias.
Oiréis entre tanto un canto de muerte de los galos
del siglo sexto, clamores de moros medioevales; ve-
réis la caza del águila, en versos que no haría mejo-
res un numen artífice; después del águila vuela
el albatros, el «prince des nuages» de Baudelai-
re; pasan lúgubres ancianos como Magno; frailes
41
R b h E N DARÍO
como el abad Jerónimo, cual surge en poema que
sin duda alguna, Núñez de Arce leyó antes de escri-
bir «La visión de fray Martín»; monstruos simbóli-
cos como la Bestia escarlata; tipos del romancero es-
pañol como don Fadrique, y entre todo esto el seve-
ro bardo no desdeña jugar con la musa, y ensaya el
pantum malayo, o rima la villanelle como su amigo
Banville.
Las «Erinnias» es obra de quien puede recorrer el
campo de la poesía griega, y conversar con París,
Agamenón o Clitemnestra. Artistas egregios ha ha-
bido que hayan comprendido la antigüedad profun-
da y extensamente; mas de seguro ninguno con la
soberanía, con el poder de Leconte de Lisie. Pudo
Keats escribir sus célebres versos a una urna grie-
ga; pudo el germánico Goethe despertar a Helena
después de un sueño de siglos y hacer que iluminase
la frente de Euforión la luz divina, y que Juan Pablo
escribiese una famosa metáfora. Leconte de Lisie
desciende directamente de Homero; y si fuese cierta
la transmigración de las almas, no hay duda de que
su espíritu estuvo en los tiempos heroicos encarna-
do en algún aeda famoso o en algún sacerdote de
Delfos.
Bien sabida es la historia del Hamlet antiguo, de
Orestes, el desventurado parricida, armado por el-
destino y la venganza, castigador del materno cris
men, y perseguido por las desmelenadas y horrible
Furias. Sófocles en su «Electra», Eurípides, Vol-
taire, Alfieri, han llevado a la escena al trágico per
sonaje.
Leconte de Lisie, en clásicos alejandrinos que
bien valen por hexámetros de la antigüedad, evoca
en la parte primera de su poema a Clitemnestra, en
el pórtico del palacio de Pelos; a Tallibios y Euri-
bates, y un coro de ancianos, asimismo la sollozante
Casandra de profética voz. En la segunda parte, ya
cometido el crimen de su madre, Orestes, vengará,
apoyado por el impulso sororal de Electra la sangre
42
OS RARO
de su padre. Las Furias le persiguen entre clamores
de horror.
El poeta, como traductor, fué insigne. A Homero,
Sófocles, Hesiodo, Teócrito, Bion, Mosco, tradújolos
en prosa rítmica y purísima en cuyas ondas parece
que sonasen las músicas de los metros originales.
Conservaba la ortografía de los idiomas antiguos;
y así sus obras tienen a la vista una aristocracia ti-
pográfica que no se encuentra en otras.
Cuando Hugo estaba en el destierro, la poesía ape-
nas tenía vida en Francia, representada por unos
pocos nombres ilustres. Entonces fué cuando los
parnasianos levantaron su estandarte, y buscaron
un jefe que los condujese a la campaña. ¡El Parna-
so! No fué más bella la lucha romántica, ni tuvieron
los Joven -Francia más rica leyenda que la de los par-
nasianos, contada admirablemente por uno de sus
más bravos y gloriosos capitanes. De esa leyenda
encantadora y vivida, no puedo menos que traducir
la hermosa página consagrada al cantor excelso por
quien hoy viste luto la poesía de Francia, la Poesía
universal.
«...Y lo que nos faltaba también era una firme dis-
ciplina, una línea de conducta precisa y resuelta.
Ciertamente, el sentimiento de la Belleza, el horror
de las abobadas sensiblerías que deshonraban en-
tonces la poesía francesa, lio teníamos nosotros!
jPero qué! tan jóvenes, desordenadamente y un poco
al azar era como nos arrojábamos a la brega, y
marchábamos a la conquista-de nuestro ideal. Era
tiempo de que los niños de antes tomaran actitudes
de hombres, que de nuestro cuerpo de tiradores for-
mase un ejército regular. Nos faltaba la regla, una
regla impuesta de lo alto, y que sobre dejarnos
nuestra independencia intelectual, hiciera concurrir
gravemente, dignamente, nuestras fuerzas esparci-
das, a la victoria entrevista. Esta regla la recibimos
de Leconte de Lisie. Desde el día en que Francois
Copee, Villiers de l'Isle Adam, y yo, tuvimos el ho-
43
RUBÉN DARÍO
ñor de ser conducidos a casa de Leconte de Lisie,—
M. Luis Ménard, el poeta y filósofo, fué nuestro in-
troductor,— desde el día en que tuvimos la alegría
de encontrar en casa del maestro a José María de
Heredia y a León Dierx, de ver allí a Armand Sil-
vestre, de reencontrar a Sully Prudhomme, desde ese
día data, hablando propiamente, nuestra historia,
que cesa de ser una leyenda; y entonces fué cuando
nuestra adolescencia se convirtió en virilidad. En
verdad nuestra juventud de ayer no estaba muerta
de ningún modo, y no habíamos renunciado a las
azarosas extravagancias en el arte y en la vida.
Pero dejamos todo eso a la puerta de Leconte de
Lisie, como se quita un vestido de carnaval, para
llegar a la casa familiar. Teníamos alguna semejan-
za con esos jóvenes pintores de Venecia que des-
pués de trasnochar cantando en góndola y acari-
ciando los cabellos rojos de bellas muchachas, to-
maban de repente un aire reflexivo, casi austero,
para entrar al taller del Ticiano.
» Ninguno de aquellos que han sido admitidos en
el salón de Leconte de Lisie, olvidará nunca el re-
cuerdo de esas nobles y dulces tardes, que durante
tantos años, fueron nuestras más bellas horas. ¡Con
qué impaciencia al pasar cada semana esperábamos
el sábado, el precioso sábado, en que nos era dado
encontrarnos, unidos en espíritu 3T corazón, alrede-
dor de aquel que tenía nuestro corazón y toda nues-
tra ternura! Era en un saloncito, en el quinto piso
de una casa nueva, boulevard de los Inválidos, en
donde nos juntábamos para contarnos nuestros pro-
yectos, llevar nuestros versos nuevos, y solicitar el
juiciode nuestros camaradas y de nuestro grande
amigo. Los que han hablado de entusiasmo mutuo,
los que han acusado a nuestro grupo de demasiada
complacencia consigo mismo, esos, en verdad, han
sido mal informados. Creo que ninguno de nosotros
se ha atrevido, en casa de Leconte de Lisie, a for-
mular un elogio o una crítica sin llevar íntimamente
44
LOS RAROS
la convicción de decir la verdad. Ni más exagerad*
el elogio, que acerba la desaprobación.
•Espíritus sinceros, he ahí en efecto lo que éra-
mos; y Leconte de Lisie nos daba el ejemplo de esa
franqueza. Con rudeza que sabíamos que era ama-
ble, sucedía que a menudo censuraba resueltamente
nuestras obras nuevas, reprochaba nuestras perezas
y reprimía nuestras concesiones. Porque nos amaba
no era indulgente. Pero también ¡qué precio daba a
los elogios, esta acostumbrada severidad! ¡Yo no sé
que exista mayor gozo que recibir la aprobación de
un espíritu justo y firme. Sobre todo, no creáis, por
mis palabras, que Leconte de Lisie haya nunca sido
uno de esos genios exclusivos, deseosos de crear
poetas a su imagen, y que no aman en sus hijos lite-
rarios sino su propia semejanza! Al contrario. El au-
tor de «Kain» es quizá, de todos los inventores de
este tiempo, aquel cuya alma se abre más amplia-
mente a la inteligencia de las vocaciones y de las
obras más opuestas a su propia naturaleza. El no
pretende que nadie sea lo que él es magníficamente.
La sola disciplina que imponía - era la buena— con-
sistía en la veneración del Arte, y el desdén de los
triunfos fáciles. El era el buen consejero de las pro-
bidades literarias, sin impedir jamás el vuelo per-
sonal de nuestras aspiraciones diversas, él fué, él es
aún, nuestra conciencia poética misma. A él es a
quien pedimos, en las horas de duda, que nos pre-
venga del mal. El condena, o absuelve y estamos
sometidos.
»¡Ah! yo me acuerdo aún de todas las bromas que
se nacían entonces, sobre nuestras reuniones en el
salón de Leconte de Lisie. ¡Y bien! los burlones no
tenían razón, pues, en verdad, lo creo y lo dign-
en esta época felizmente desaparecida en que la poe-
sía era por todas partes burlada; en que hacer ver-
sos tenía este sinónimo: ¡morir de hambre!; en que
todo el triunfo, todo el renombre, pertenecía a los
rimadores de elegías y verseros de couplets, a los
45
RUBÉN DARÍO
lloriqueadores y a los risueños; en que era suficiente
hacer un soneto para ser un imbécil y hacer una
opereta para ser una especie de grande hombre; en
esta época era un bello espectáculo el de aquellos
jóvenes prendados del arte verdadero, perseguido-
res del ideal, pobres la mayor parte, y desdeñosos
de la riqueza, que confesaban imperturbablemente,
venga lo que viniere, su fe de poetas, y que se agru-
paban, con una religión que nunca ha excluido la li-
bertad de pensamiento, alrededor de un maestro ve-
nerado, pobre como ellos!
»Otro error sería creer que nuestras reuniones fa-
miliares fuesen sesiones dogmáticas y morosas. Le-
conte de Lisie era de aquellos que pretenden apar-
tar, sobre todo del elogio, su personalidad íntima y
por tanto mi conversación no tendrá aquí anécdo-
tas. No diré de las sonrientes dulzuras de una fami-
liaridad de que estábamos tan orgullosos, de las cor-
dialidades de camarada que tenía con nosotros el
gran poeta, ni de las charlas al amor del hogar—
porque se era serio, pero alegre— ni todo el bello hu-
mor casi infantil de nuestras apacibles conciencias
de artistas en el querido salón, poco lujoso, pero tan
neto y siempre en orden, como una estrofa bien
compuesta; mientras la presencia de una joven en
medio de nuestro amistoso respeto, agregaba su
gracia a la poesía esparcida.»
Tal es el recuerdo que consagra Catulle Mendés
en uno de sus mejores libros, al hoy difunto jefe del
Parnaso. El alentó a los que le rodeaban, como en
otro tiempo Ronsard a los de la Pléyade, al cual ce-
náculo ha consagrado Leconte de Lisie muy entu-
siásticas frases; pues quien en «Las Erinnias» pudo
renovar la máscara esquiliana, miraba con simpatía
a Ronsard, que tuvo el fuego pindárico, anhelo de
perfección y amor absoluto a la belleza.
Mas Leconte brillará siempre al fulgor de Hugo.
¿Qué porta-lira de nuestro siglo no desciende de
Hugo? ¿No ha demostrado triunf antemente Mendés—
46
LOS RAROS
ese hermano menor de Leconte de Lisie— que hasta
el árbol genealógico de los Rougon Macquart ha na-
cido al amor del roble enorme del más grande de los
poetas? Los parnasianos proceden de los románti-
cos, como los decadentes de los parnasianos. «La
Leyenda de los siglos» refleja su luz cíclica sobre los
«Poemas trágicos, antiguos y bárbaros.» La misma
reforma métrica de que tanto se enorgullece con
justicia el Parnaso, ¿quién ignora que fué comenza-
da por el colosal artífice revolucionario en 1830?
La fama no ha sido propicia a Leconte de Lisie.
Hay en él mucho de olímpico, y esto le aleja de la
gloria común de los poetas humanos. En Francia, en
Europa, en el mundo, tan solamente los artistas, los
letrados, los poetas, conocen y leen aquellos poe-
mas. Entre sus seguidores, uno hay que adquirió
gran renombre: José María de Heredia, también
como él nacido en una isla tropical. En lengua cas-
tellana apenas es conocido Leconte de Lisie. Yo no
sé de ningún poeta que le haya traducido, excep-
tuando al argentino Leopoldo Díaz, mi amigo muy
estimado, quien ha puesto en versos castellanos el
«Cuervo»— con motivo de lo cual el poeta francés le
envió una real esquela — «El sueño del cóndor», «El
,
47
R V B EN DAR! O
48
OS RARO
—
¡He muerto! dice ella, y él, desesperado,
de amor y de angustia cae muerto a su lado.
49
¡
fSVv
<*^-*-dL^
Paul Verlaine
<*.£''
PAUL VERLAINE
53
RUBÉN DARÍO
plandece en su nimbo supremo, así sea delante del
trono del enorme Wagner.
El holandés Bivanek se representa a Verlaine
como un leproso sentado a la puerta de una cate-
dral, lastimoso, mendicante, despertando en los fie-
les que entran y salen, la compasión, la caridad.
Alfred Ernst le compara con Benoit Labre, vivien-
te símbolo de enfermedad y de miseria; antes León
Bloy le había llamado también el Leproso en el por-
tentoso tríptico de su «Brelan», en donde está pin-
tado en compañía del Niño Terrible y del Loco: Bar-
bey de'Aurevilly y Ernesto Helio. ¡Ay, fué su vida
así! Pocas veces ha nacido de vientre de mujer un
ser que haya llevado sobre sus hombros igual peso
de dolor. Job le diría: «i Hermano mío!»
Yo confieso que después de hundirme en el agi-
tado golfo de sus libros, después de penetrar en el
secreto de esa existencia única; después de ver esa
alma llena de cicatrices y de heridas incurables,
todo al eco de celestes o profanas músicas, siempre
hondamente encantadoras; después de haber con-
templado aquella figura imponente en su pena, aquel
cráneo soberbio, aquellos ojos obscuros, aquella faz
con algo de socrático, de pierrotesco y de infantil;
después de mirar al dios caído, quizá castigado por
olímpicos crímenes en otra vida anterior; después
de saber la fe sublime y el amor furioso y la inmen-
sa poesía que tenían por habitáculo aquel claudican-
te cuerpo infeliz, sentí nacer en mi corazón un dolo-
roso cariño que junté a la grande admiración por
el triste maestro.
A mi paso por París, en '893, me había ofrecido
Enrique Gómez Carrillo presentarme a él. Este
amigo mío había publicado una apasionada impre-
sión que figura en sus «Sensaciones de Arte», en la
cual habla de una visita al cliente del hospital de
Broussais. «Y allí le encontré siempre dispuesto a
la burla terrible, en una cama estrecha de hospital.
Su rostro enorme y simpático cuya palidez extrema
54
LOS RAROS
me hizo pensar en* las figuras pintadas por Ribera,
tenía un aspecto hierátieo. Su nariz pequeña se di-
lata a cada momento para aspirar con delicia el
humo del cigarro. Sus labios gruesos que se^ entre-
abren para recitar con amor las estrofas de Villóno
para maldecir contra los poemas de Ronsard, con-
servan siempre su mueca original, en donde el vicio
y la bondad se mezclan para formar la expresión
de la sonrisa. Sólo su barba rubia de cosaco, había
crecido un poco y se había encanecido mucho.»
Por Carrillo penetramos en algunas interiorida-
des de Verlaine. No era éste en ese tiempo el viejo
gastado y débil que uno pudiera imaginarse, antes
bien, «un viejo robusto.» Decíase que padecía de
pesadillas espantosas y visiones en las cuales los
recuerdos de la leyenda obscura y misteriosa de su
vida, se complicaban con la tristeza y el terror al-
cohólicos. Pasaba sus horas de enfermedad, a veces
en un penoso aislamiento, abandonado y olvidado,
a pesar de las bondadosas iniciativas de los Mendés
o de los León Deschamps.
¡Dios mío! aquel hombre nacido para las espinas,
para los garfios y los azotes del mundo, se me apare-
ció como un viviente doble símbolo de la grandeza
angélica y de la miseria humana. Angélico, lo era
Verlaine; tiorba alguna, salterio alguno, desde Ja-
copone de Todi, desde el Stabat Mater, ha alabado
a ía Virgen con la melodía filial, ardiente y humilde
de «Sagesse»; lengua alguna, como no sean las len-
guas de los serafines prosternados, ha cantado mejor
la carne y la sangre del Cordero; en ningunas ma-
nos han ardido mejor los sagrados carbones de la
penitencia; y penitente alguno se ha flagelado los
desnudos lomos con igual ardor de arrepentimiento
que Verlaine cuando se ha desgarrado el alma mis-
ma, cuya sangre fresca y pura ha hecho abrirse
rítmicas rosas de martirio.
Quien lo haya visto en sus «Confesiones», en sus
«Hospitales», en sus otros libros íntimos, compren
55
i? V B E X D A R r o
57
RUBÉN DARÍO
zar a Leopardi después de denventrar al Tasso, son
muy justos, e insuficientemente iracundos.
En la vida de Verlaine hay una netíulosa leyenda
que ha hecho crecer una verde pradera en que ha
pastado a su placer el «pan-muí! isme.» No me deten-
dré en tales miserias. En estas líneas escritas al
vuelo, y en el momento de a impresión causada por
su muerte, no puedo ser tan extenso como quisiera.
De la obra de Verlaine, ¿qué decir? El ha sido el
más grande de los poetas de este siglo. Su obra está
esparcida sobre la faz del mundo. Suele ya ser ver-
gonzoso para los escritores ápteros oficiales, no ci-
tar de cuando en cuando, siquiera sea para censurar
sordamente, a Paul Verlaine. En Suecia y Noruega
los jóvenes amigos de Joñas Lee, propagan la in-
fluencia artística del maestro. En Inglaterra, a don-
de iba a dar conferencias, gracias a los escritores
nuevos, como Symons, y los colaboradores del Ye-
11o w Book, el nombre ilustre se impone; la New
Rewiew daba sus versos en francés. En los Estados
Unidos antes de publicarse el conocido estudio de
Symons en el «Harpers's» — «The decadent move-
ment in literature»— la fama del poeta era conocida.
En Italia, D'Annunzio reconoce en él a uno de los
maestros que le ayudaran a subir a la gloria; Vitto-
rio Pica y los jóvenes artistas de la Tavola Rotonda
exponen sus doctrinas; en Holanda la nueva gene-
ración literaria— nótese un estudio de Werwey— le
saludan en su alto puesto; en España es casi desco-
nocido y serálo por mucho tiempo: solamente el ta-
lento de Clarín creo que lo tuvo en alta estima; en
lengua española no se ha escrito aún nada digno de
Verlaine; apenas lo publicado por Gómez Carrillo;
pues las impresiones y notas de Bonafoux y Eduar-
do Pardo, son ligerísimas.
Vayan, pues, estas líneas, como ofrenda del mo-
mento. Otra será la ocasión en que consagre al gran
Verlaine el estudio que merece. Por hoy, no cabe el
análisis de su obra.
98
o R R O
59
v
El conde Matías Augusto de Villiers
de L/Isle Adam
EL CONDE MATÍAS AUGUSTO
DE VILLIERS DE L'ISLE ADAM
¡Va oultre!
(Divisa de los Villiers de L'Isie Adom.)
03
fc V B & -V DARÍO
bló de estatuas los bosques; hizo volver a los ojos de
los pastores la visión de las ninfas y de las diosas;
recibió la visita de un soberano soñador que se lla-
maba Luis de Baviera, señor hermoso como Lohen-
grin, y a quien amaba Loreley y vivía junto a un
lago azul nevado de cisnes; llevó a Wagner a la
harmoniosa tierra del Olimpo, de modo que el bello
sol griego puso su aureola de oro en la divina, fren-
te de Éuforión; envió embajadas a los países de
Oriente y cerró las puertas del reino a los bárbaros
occidentales; volvió gracias a él la gloria de las mu-
sas; y cuando murió no se supo si fué un águila o un
unicornio quien llevó su cuerpo a un lugar miste-
rioso. »
64-
LOS RAROS
res, ni revolar en el bosque, como los ruiseñores.
Van más allá del talento los semi-genios; pero no
tienen voz para decir, como en la página de Hugo,
a las puertas de lo infinito: «Abrid; yo soy el Dan-
te.» Por lo tanto flotan aislados sin poder subir a las
fortalezas titánicas de Shakespeare, ni acogerse a los
kioscos floridos de Gautier. Yson desgraciados.
Hoy, ya publicada toda la obra de Villiers de Tlsle
Adam, no hay casi vacilación alguna en poder sa-
ludarle entre los espíritus augustos y superiores Si .
65
RUBÉN DARÍO
se perdant avec moi dans ees verles altees?
¡Eh bien! parmi les lis de vos sombres vallées
vous ne la verrez plus venir.
66
LOS RAROS
modo, al tipo estupendo que encarna nuestro incom-
parable tiempo.
El Dr. Tribulat Bonhomet, es una especie de Don
Quijote trágico y maligno, perseguidor de la Dulci-
nea del utilitarismo y cuya figura está pintada de tal
manera, que hace temblar. La influencia misteriosa
y honda de Poe ha prevalecido, es innegable, en la
creación del personaje.
Oigamos a Huyssmans: habla de Des Esseintes:
«Entonces se dirigía a Villiers de V Isle Adam, en
cuya obra esparcida notaba observaciones aún sedi-
ciosas, vibraciones aún espamóticas; pero que ya
no dardeaban - a excepción de su Claire Lenoir, al
menos— un horror tan espantable...»
La historia de «discréte et scientifique personne,
dame veuve Claire Lenoir», que es la misma en que
aparece el Dr. Bonhomet, tiene páginas en que se
cree ver un punto más allá de lo desconocido.
Shakespeare y Poe han producido semejantes re-
lámpagos, que medio iluminan, siquiera sea por un
instante, las tinieblas de la muerte, el obscuro reino
de lo sobrenatural. Este impulso hacia lo arcano de
la vida persiste en obras posteriores, como los
«Cuentos crueles», los «Nuevos cuentos crueles»,
«Isis» y una de las novelas más originales y fuertes
que se hayan escrito: «La Eva futura.» Espiritualis-
ta convencido, el autor, apoyado en Hegel y en
Kant, volaba por el orbe de las posibilidades, te-
niendo a su servicio la razón práctica, mientras to-
maba fuerza para ascender y asir de su túnica im-
palpable a Psiquis. Tullia Fabriana, primera parte
de «Isis», acusa en Villiers, a los ojos de la crítica
exigente, exageración romántica.
A esto no habría que decir sino que Tullia Fa-
briana fué el «Han de Islandia» de Villiers de Flsle
Adam.
Su vida es otra novela, otro cuento, otro poema.
De veamos, por ejemplo, la leyenda del rey de
ella
Grecia, apoyados en las narraciones de Laujol, Ver-
67
R V B E A D A RIO
laine y B. Pontavice de Heussey. Dice el último:
«En el año de gracia de
1863, en la época en que el
gobierno imperial irradiaba con su más fulgurante
brillo, faltaba un rey al pueblo de los helenos. Las
grandes potencias que protegían a la heroica y pe-
queña nación a que Byron sacrificó su vida, Fran-
cia, Rusia, Inglaterra, se posieron a buscar un joven
tirano constitucional para darlo a su protegida.
Napoleón III tenía en esta época voz preponderante
en los congresos, y se preguntaban con ansiedad si
él presentaría un candidato y si éste sería francés.
En fin, los diarios aparecían llenos de decires y co-
mentarios sobre ese asunto palpitante: la cuestión
griega estaba a la orden del día. Los noticieros po-
dían sin temor dar rienda suelta a la imaginación,
pues mientras que las otras naciones parecían haber
definitivamente escogido al hijo del rey de Dinamar-
ca - el emperador, tan justamente llamado «el prín-
cipe taciturno» por su amigo de días sombríos, Car-
los Dickens el emperador, digo, continuaba callado
y haciendo guardar su decisión. Así estaban las
cosas, cuando una mañana de principios de Marzo,
el gran marqués (habla del padre de Villiers) entra
como huracán en el triste salón de la calle Saint -
Honoré, blandiendo un diario sobre su cabeza y en
un indescriptible estado de exaltación que pronto
compartió toda la familia. He aquí en efecto la ex-
traña noticia que publicaban esa mañana muchas
hojas parisienses: «Sabemos de fuente autorizada
que una nueva candidatura al trono de Grecia acaba
de brotar. El candidato esta vez es un gran señor
francés, muy conocido de todo París: el conde Ma-
tías Augusto de Villiers de l'Isle Adam, último des-
cendiente de la augusta línea que ha producido al
heroico defensor de Rodas y al primer gran maestre
de Malta. En la última recepción íntima del empera-
dor, habiéndole a éste preguntado uno de sus fami-
liares sobre el éxito que pudiera tener esta candida-
tura, su majestad ha sonreído de una manera enigmá-
OS RARO
tica.Todos nuestros votos al nuevo aspirante a
me han seguido hasta aquí se figura-
rey.» «Los que
rán seguramente el efecto que debió producir en
imaginaciones como las de la familia de Villiers
semejante lectura, etc., etc.» Hasta aquí Pontevice.
Sea, pase que haya habido en la noticia antes copia-
da, engaño o broma de algún mistificador; pero es
el caso que en las Tullerías se le concedió una au-
diencia al flamante pretendiente, para tratar del
asunto en cuestión. He allí que bien trajeado— ¡no,
ah, con el manto, ni la ropilla, o la armadura de
sus abuelos! -fué recibido el conde en el palacio
real, por el duque de Bassano. Villiers vivía en el
mundo de sus ensueños, y cualquier monarca mo-
derno hubiera sido un buen burgués delante de él, a
excepción de Luis de Baviera, el loco. Matías I, el
poeta, desconcertó con sus rarezas al chambelán
imperial; creyó ser víctima de ocultos enemigos,
pensó una tragedia shakespeariana en pocos minu-
tos; no quiso hablar sino con el emperador. «II vous
f audra done prendre la peine de venir une autje
fois, monsieur le comte, dis le duc en se levant; sa
majesté était oceupée et m'avait chargé de vous
recevoir (1).» Así concluyó la pretensión al trono de
Grecia, y los griegos perdieron la oportunidad de
ver resucitar los tiempos de Píndaro, bajo el poder
de un rey lírico que hubiera tenido un verdadero
cetro, una verdadera corona, un verdadero manto;
y que desterrando las abominaciones occidentales—
paraguas, sombrero de pelo, periódicos, constitucio-
nes, etc., — la Civilización y el Progreso, con ma-
yúsculas, haría florecer los viejos bosques fabulosos,
y celebrar el triunfo de Homero, en templos de
mármol, bajo los vuelos de las palomas y de las
abejas, y al mágico son de las ilustres cigarras.
Hay otras páginas admirables en la vida de este
magnífico desgraciado. Los comienzos de su vida
(i) V. Poulavic*.
V B E N DARÍO
literaria los han descripto afectuosamente y elogio-
samente, Coppée, alendes, Verlaine, Mallarmé,
Laujol; los últimos momentos de su vida, nadie los
ha pintado como el admirable Huyssmans. El asun-
to del progreso con motivo de «Perrinet Lecrerc»,
drama histórico de Lockroy y Anicet Bourgeois,
dio cierto relieve al nombre de Villiers; pues úni-
camente una alim. como la suya hubiera intentado,
con todo el fuego de su entusiasmo, salir a la defen-
sa de un tan antiguo antepasado como el mariscal
Jean de l'Isle Adam, difamado en la pieza dramá-
tica antes nombrada. Después el duelo con el otro
Villiers militar, que desdeñándole antes, al llegar
el momento del combate, le abraza y reconoce su
nobleza.
Algunas anécdotas y algunas palabras de Cop-
pée:
Se refiere a la llegada de Villiers al cenáculo par-
nasiano: «Súbitamente en la asamblea de poetas un
grito jovial fué lanzado por todos: ¡Villiers! ¡Es
Viáliers! Y de repente un joven de ojos azul pálido,
piernas vacilantes, mordiendo un cigarro, movien-
do con gesto capital su cabellera desordenada y
retorciendo su corto bigote rubio, entra con aire
turbado, distribuye apretones de mano distraídos,
ve el piano abierto, se sienta, y, crispados sus dedos
sobre el teclado, canta con voz que tiembla, pero
cuyo acento mágico y profundo jamás olvidará nin-
guno de nosotros, una melodía que acaba de impro-
visar en la calle, una vaga y misteriosa melopea
que acompañaba duplicando la impresión turbado-
ra, el bello soneto de Beaudelaire:
71
R U B EN DARÍO
Cuando Drumont hizo estallar su primer torpedo
antisemita, con la publicación de la Frunce juive,
los poderosos israelitas de París buscaron un escri-
tor que pudiese contestar victoriosamente la obra
formidable del panfletista. Alguien indicó a Villiers,
cuya pobreza era conocida; y se creyó comprar su
limpia conciencia, y su pluma. Enviáronle con este
objeto un comisionado, sujeto de verbo y elegancia,
comerciante y hombre de mundo. Este penetró a la
humilde habitación del poeta insigne, le babeó sus
adulaciones mejor hiladas, le puso sobre el techo de
la sinagoga, le expuso las injusticias persistentes e
implacables del rabioso Drumont y, por último, su-
plicó al descendiente del defensor de Rodas, dijese
cuál era el precio de sus escritos, pues éste sería pa-
gado en buenos luises de oro inmediatamente. Quizá
no habría comido Villiers ese día en que dio esta in-
comparable respuesta: «¿Mi precio, señor? No ha
cambiado desde Nuestro Señor Jesucristo: ¡treinta
dineros!»
A Anatole France, cuando llegó un día a pedirle
datos sobre sus antepasados:
«—¡Cómo! ¡queréis que os hable del ilustre gran
maestre y del célebre mariscal, mis antepasados,
así no más, en pleno sol y a las diez de la mañana!»
En la mesa del pretendido delfín de Francia Na-
undorff, con motivo de un rasgo de soberbia y de
desprecio que tuvo aquél para con un buen servidor,
el conde de F... y en momentos en que este pobre
anciano se retiraba llorando avergonzado:
«— Sire, bebo por vuestra majestad. Vuestros títu-
los son decididamente indiscutibles. ¡Tenéis la in-
gratitud de un rey!»
En sus últimos días, a un amigo:
« — ¡Mi carne está ya madura para la tumba!»
Y como estas, innumerables frases, arranques,
originalidades que llenarían un volumen.
Su obra genial forma un hermoso zodiaco, impe-
netrable para la mayoría: respladeciente y lleno de
72
LOS RAROS
los prestigios de la iniciación, para los que pueden
colocarse bajo su círculo de maravillosa luz. En los
«Cuentos crueles», libro que con justicia Mendés
califica de «libro extraordinario», Poe y Swift
aplauden.
El dolor misterioso y profundo se os muestra, ya
con una indescriptible, falsa y penosa sonrisa, ya al
húmedo brillo de las lágrimas. Pocos han reído tan
amargamente como Villiers. «Le Nouveau Monde»,
ese drama confuso en el cual cruza como una crea-
ción fantástica la protagonista— obra ante la cual
Maeterlink debe inclinarse, pues si hay hoy, drama
simbolista, quien dio la nota inicial fué Villiers — ,
73
EN D A R 1
74
IOS RAROS
puesto por la fuerza de Solimán; y a Francisco,
marqués, «gran louvetier de France» en 1550; se
unía, en matiimonio, en el lecho de muerte, a una
Eobre muchacha inculta con la cual había tenido un
i jo. El reverendo padre Silvestre, que había ayu-
dado a bien morir a Barbey d'Aurevilly, casó al
conde con su humilde y antigua querida, la cual
le había amado y servido con adoración en sus
horas amargas de enfermo y de pobre;-- y el mismo
fraile preparóle para el eterno viaje. Luego, des-
pués de recibir los sacramentos, rodeado de unos
pocos amigos, entre los cuales Huyssmans, Mallar-
mé y Dierx, entregó su alma a Dios el^excelso poe-
ta, el raro artista, el rey, el soñador. J^ué el 20 de
Agosto de 1889. Sire, «¡Va oultre!»
75
LEÓN BLOY
Je suis cscorté de quelqu'un qul me chuchóte
sans ccssc que la vie bien entendue doit éire
une continuelle persécution, tout vaillant hom-
me un persécuteur, eí que c'esí la seule manie-
re d'étre vraiment poete. Persécuteur de soi-
méme, persécuteur dugenrehumain, persécuteur
de Dieu. Celui qui n'esí pas cela, soií en acte,
soit en puissance, est indigne de respiren
León Bloy. (Prefacio de «Propos d'un entre-
preneur de démolitions».)
V
RUBÉN DARÍO
quema, raja, empala y decapita; tiene el knut y el
cuchillo, el aceite hit* viente y el hacha: más que
todo, es un monje de la Santa Inquisición, o un pro-
feta iracundo que castiga con el hierro y el fuego y
ofrece a Dios el chirrido de las carnes quemadas,
las disciplinas sangrientas, los huesos quebrantados,
como un homenaje, como un holocausto. «¡Hijo mío
predilecto!» le diría Torquemada.
Jamás veréis que se le cite en los diarios; la pren-
sa parisiense, herida por él, se ha pasado la palabra
de aviso: «silencio.»
Lo mejor es no ocuparse de ese loco furioso; no
escribir su nombre, relegar a ese vociferador al ma-
nicomio del olvido... Pero resulta que el loco clama
con una voz tan tremenda y tan sonora, que se hace
oir como un clarín de la Biblia. Sus libros se solici-
tan casi misteriosamente; entre ciertas gentes su
nombre es una mala palabra; los señalados editores
que publican sus obras, se lavan las manos; Tresse,
al dar a luz «Propos d'un entrepreneur de démoli-
tions», se apresura a declarar que León Bloy es un
rebelde, y que si se hace cargo de su obra, «no acep-
ta de ninguna manera la solidaridad de esos juicios
o de esas apreciaciones, encerrándose en su estricto
deber de editor y de «marchand de curiosités litte-
raires.»
León Bloy sigue adelante, cargado con su monta-
ña de una sola línea. Por
odios, sin inclinar su frente
su propia voluntad se ha consagrado a un cruel sa-
cerdocio. Clama sobre París como Isaías sobre Jeru-
salén: «¡Príncipes de Sodoma, oid la palabra de Jeho-
vá; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo de Go-
morra!» Es ingenuo como un primitivo, áspero
como la verdad, robusto como un sano roble. Y
ese hombre que desgarra las entrañas de sus víc-
timas, ese salvaje, ese poseído de un deseo lla-
meante y colérico, tiene un inmenso fondo de dulzu-
ra, lleva en su alma fuego de amor de la celeste
hoguera de los seraünes. No es de estos tiempos.
78
LOS RAROS
Si fuese cierto que las almas transmigran], di-
ríase que uno de aquellos fervorosos combatientes
de las Cruzadas, o más bien, uno de los predicado-
res antiguos que arengaban a los reyes y a los pue-
blos corrompido::, se ha reencarnado en León Bloy,
para venir a luchar por la ley de Dios y por el ideal,
en esta época en que se ha cometido el asesinato del
Entusiasmo y el envenenamiento del alma popular.
El desafia, desenmascara, injuria. Desnudo de des-
honras y de vicios, en el inmenso circo, armado de
su fe, provoca, escupe, desjarreta, estrangula las
más temibles ñeras: es el gladiador de Dios. Mas sus
enemigos, los «espadachines del Silencio», pueden
decirle, gracias a la incomparable vida actual:
79
R U B E \ O A RIO
absolutamente impermeable a toda civilización como
a toda literatura. He sido nutrido en medio de bes-
tias feroces, mejores que el homdre, y a ellas debo la
poca benignidad que se nota en mí. He vivido com-
pletamente desnudo hasta estos últimos tiempos, y
no he vestido decentemente sino hasta que entré al
«Chat Noir.» (1) Fué Rodolfo Salis, «le gentil homme
cabaretier», quien le ayudó a salir a flote en el re-
vuelto mar parisiense.
Escribió en el periódico del «cabaret» famoso, y
desde sus primeros artículos se destacaron su poten-
te originalidad y su asombrosa bravura. Entre las
canciones de los cancioneros y los dibujos de Villete,
crepitaban los carbones encendidos de sus atroces
censuras; esa crítica no tenía precedentes; esos libe-
los resplandecían; ese bárbaro abofeteaba con ma-
nopla de un hierro antiguo; jinete inaudito, en el ca-
ballo de Saulo, dejaba un reguero de chispas sobre
los guijarros de la polémica. Sorprendió y asustó.
Lo mejor, para algunos, fué tomarlo a risa. ¡Escri-
bía en el «Chat Noir!» Pero llegó un día en que su
talento se demostró en el libro; el articulista «caba-
retier» publicó «Le Revelateur du Globe», y ese vo-
lumen tuvo un prólogo nada menos que de Barbey
d'Aurevilly.
Sí, el condestable presentó al verdugo. El conde
Roselly de Lorgues había publicado su «Historia de
Cristóbal Colón» como un homenaje; y al mismo
tiempo como una protesta por la indiferencia uni-
versal para con el descubridor de América. Su obra
no obtuvo el triunfo que merecía en el público ebrio
y sediento de libros de escándalo; en cambio, Pío IX
la tomó en cuenta y nombró a su autor postulante
de la Causa de Beatificación de Cristóbal Colón, cer-
ca de la Sagrada Congregación de los Ritos. La his-
conde Roselly de Lorgues y su
toria escrita por el
admiración por el «Revelador del Globo» inspiraron
8»
LOS RAROS
a León Bloy ese libro que, como he dicho, fué apa-
drinado por el nobilísimo y admirable Barbey d'Au-
revilly. Barbey aplaudió al «obscuro», al olvidado
de la Crítica. Hay que advertir que León Bloy es ca-
tólico, apostólico, romano intransigente—, acerado
y diamantino. Es indomable e inrayable: y en su
vida íntima no se le conoce la más ligera mancha ni
sombra. Por tanto, repito, estaba en la obscuridad,
a pesar de sus polémicas. No había nacido ni nace-
ría el onagro con cuya piel pudiera hacer sonar su
bombo en honor del autor honrado, el periodismo
prostituido.
La fama no prefiere a los católicos. Helio y Bar-
bey, han muerto en una relativa obscuridad. Bloy,
con hombros y puños, ha luchado por sobresalir, jy
apenas si lo ha logrado! En su «Revelador del Glo-
bo» canta un himno a la Religión, celebra la virtud
sobrenatural del Navegante, ofrece a la iglesia del
Cristo una palma de luz. Barbey se entusiasmó, no
le escatimó sus alabanzas, le proclamó el más osado
y verecundo de los escritores católicos, y le anunció
el día de la victoria, el premio de sus bregas. Le
preconizó vencedor y famoso. No fué profeta. Rara
será la persona que, no digo entre nosotros, sino en
el mismo París, si le preguntáis: «¿Avez-vous la Ba-
ruch?» ¿ha leído usted algo de León Bloy? responda
afirmativamente. Está condenado por el papado de
lo mediocre: está puesto en el índice de la hipocre-
sía social; y, literariamente, tampoco cuenta con sim-
patías, ni logrará alcanzarlas, sino en número bas-
tante reducido. No pueden saborearle los asiduos
gustadores de los jarabes y vinos de la literatura a
la moda, y menos los comedores de pan sin sal, los
porosos fabricantes de crítica exegética, cloróticos
le estilo, raquíticos o cacoquimios. ¡Cómo alzará
ls manos, lleno de espanto, el rebaño de afemína-
los, al oir los truenos de Bloy, sus fulminantes es-
^atalogias, sus «cargas» prof éticas y el estallido de
íus bombas de dinamita fecal!
6 81
R U B É A /) A R / O
83
RUBÉN DARÍO
De «Propos» dice con justicia uno de los pocos es-
critores que se hayan ocupado de Bloy, que son el
testamento de un desesperado, y que después de es-
cribir ese libro, no habría otro camino, para su au-
tor, si no fuese católico, que el del suicidio. No hay
en León Bloy injusticia sino exceso de celo. Se ha
consagrado a aplicar a la sociedad actual los caute-
rios de su palabra nerviosa e indignada. Donde
quiera que encuentra la enfermedad la denuncia.
Cuando fundó «Le Pal», despedazó como nunca. En
este periódico que no alcanzó sino a cuatro núme-
ros, desfilaban los nombres más conocidos de Fran-
cia bajo una tempestad de epítetos corrosivos, de
frases mordientes, de revelaciones aplastadoras. El
lenguaje era una mezcla de deslumbrantes metáfo-
ras y bajas ¡groserías, verbos impuros y adjetivos
estercólanos. Como a todos los grandes castos, a
Leód Bloy le persiguen las imágenes carnales; y a
semejanza de poetas y videntes como Dante y Eze-
quiel, levanta las palabras más indignas e impro-
nunciables v las engasta en sus metálicos y deslum-
brantes períodos.
«Le Pal» es hoy una curiosidad bibliográfica, y la
muestra más flagrante de la fuerza rabiosa del pri-
mero de los «panfletistas» de este siglo.
Llegamos a «El Desesperado», que es a mi enten-
der la obra maestra de León Bloy. Más aun: juzgo
que ese libro encierra una dolorosa autobiografía.
«El Desesperado» es el autor mismo, y grita denos-
tando y maldiciendo con toda la fuerza de su deses-
peración.
En esa novela, a través de pseudónimos transpa
rentes y de nombres fonéticamente semejantes a los
de los tipos originales, se ven pasar las figuras de
los principales favoritos de la Gloria literaria ac-
tual, desnudos, con sus lunares, cicatrices, lacras y
jorobas. Marchenoir, el protagonista, es una crea-
ción sombría y hermosa al lado de la cual aparecen
los condenados por el inflexible demoledor, como
84
LOS RAROS
cadena de presidiarios. Esos galeotes tienen nom-
bres ilustres: se llaman Paul Bourget, Sarcey, Dau-
det, Catulle Mendés, Armand Silvestre, Jean Riche-
pin, Bergerat, Jules Valles, Wolff, Bounetain y
otros, y otros. Nunca la furia escrita ha tenido ex-
plosión igual.
Para Bloy no hay vocablo que no pueda emplear-
se. Brotan de sus prosas emanaciones asfixiantes,
gases ahogadores Pensaríase que pide a Ezequiel
.
85
RÚBEA DARÍO
villy,Ernest Helio, Paul Verlaine: «El Niño terri-
ble», «El Loco» y «El Leproso.» ¿No existe en el
mismo Bloy un algo de cada uno de ellos? El nos
presenta a esos tres seres prodigiosos; Barbey, el
dandy gentilhombre, a quien se llamó el duque de
Guisa de la literatura, el escritor feudal que ponía
encajes y galones a su vestido y a su estilo, y que
por noble y grande hubiera podido beber en el vaso
de Carlomagno; Helio, que poseyó el verbo de los
profetas y la ciencia de los doctores; Verlaine, Pau-
vre Lelian, el desventurado, el caído, pero también
el harmonioso místico, el inmenso poeta del amor
inmortal y de la Virgen. Ellos son de aquellos raros
a quienes Bloy quema su incienso, porque al par que
han sido grandes, han padecido naufragios y mi-
serias.
Como una continuación de su primer volumen so-
bre «Revelador del Globo», publicó Bloy, cuando
el
el duque de Veraguas llevó a la tauromaquia a Pa-
rís, su libro «Christophe Colombo devant les tau-
reaux.» El honorable ganadero de las Españas no
volverá a oir sobre su cabeza ducal una voz tan te-
rrible hasta que escuche el clarín del día del juicio.
En ese libro alternan sones de órgano con chasqui-
dos de látigos, himnos cristianos y frases de Juve-
nal; con un encarnizamiento despiadado se asa al
noble taurófilo en el toro de bronce de Falaris. La
Real Academia de la Historia, Fernández Duro, el
historiógrafo yankee Harisses, son también objeto
de las iras del libelista. Dé gracias a Dios el que
fué mi buen amigo don Luis Vidart de que todavía
no se hubiesen publicado en aquella ocasión sus fo-
lletos anticolombinos. Bloy se proclamó caballero
de Colón en una especie de sublime quijotismo, y
arremetió contra todos los enemigos de su Santo ge-
novés.
Y he aquí una obra de pasión y de piedad, «La
caballera de la muerte.» Es la presentación apolo-
gética de la blanca paloma real sacrificada por la
86
LOS RAROS
Bestia revolucionaria, y al propio tiempo la conde-
nación del siglo pasado, «el único siglo indigno de
los fastos de nuestro planeta, dice William Ritter,
siglo que sería preciso poder suprimir para casti-
garle por haberse rebajado tanto.» En estas pági-
nas, el lenguaje, si siempre relampagueante, es no-
ble y digno de todos los oídos.
El panegirista de María Antonieta ha elevado en
memoria de la reina guillotinada un mausoleo he-
ráldico y sagrado, al cual todo espíritu aristocrático
y superior no puede menos que saludar con doloro-
so respeto.
Los dos últimos libros de Bloy son «Le Salut par
les juifs» y «Sueur de sang.»
El primero no es por cierto en favor de los perse-
guidos israelitas;más también los rayos caen sobre
ciertos malos católicos: la caridad frenética de Bloy
comienza por casa. El segundo es una colección de
cuentos militares, y que son a la guerra francopru-
siana lo que el aplaudido libro de d'Esparbés a la
epopeya napoleónica; con la diferencia de que allá
os queda la impresión gloriosa del vuelo del águila
de la leyenda, y aquí la Francia suda sangre... Para
dar una idea de lo que es esta reciente producción,
baste con copiar la dedicatoria:
A LA MÉMOIRE D1FFAMÉE
de
Frangois-Achille Bazaine
Maréchal de l'Empire
87
EN DARÍO
soldado raso; y odio como el suyo al enemigo, no lo
encontraréis. «Sueur de sang» fué ilustrado con tres
dibujos de Henry de Groux, macabros, horribles,
vampirizados.
Robusto, como para las luchas, de aire enérgico
y dominante, mirada firme y honrada, frente espa-
ciosa coronada por una cabellera en que ya ha ne-
vado, rostro de hombre que mucho ha sufrido y que
tiene el orgullo de su pureza: tal es León Bloy.
Un amigo mío, católico, escritor de brillante ta-
lento, y por el cual he conocido al Perseguidor, me
decía: «Este hombre se perderá por la soberbia de
su virtud, y por su falta de caridad.» Se perdería si
tuviese las alucinaciones de un Lamennais, y si no
latiese en él un corazón antiguo, lleno de verdadera
fe y de santo entusiasmo.
Es el hombre destinado por Dios para clamar en
medio de nuestras humillaciones presentes. El sien-
te que «alguien» le dice al oído que debe cumplir
con su misión de Perseguidor, y la cumple, aunque
a su voz se hagan los indiferentes los «príncipes de
Sodoma» y las «Archiduquesas ele Gomorra». Tiene
la vasta fuerza de ser un fanático. El fanatismo, en
cualquier terreno, es el calor, es la vida: indica que
el alma está toda entera en su obra de elección. ¡El
fanatismo es soplo que viene de lo alto, luz que
irradia en los nimbos y aureolas de los santos y de
los genios!
88
M. Jean Richepin
TEAN RICHEPIN
A propósito de «Mes Paradis»
91
R V B E N DARÍO
La largura avanzada de la mandíbula inferior, des-
aparece bajo la linda barba rizada y ahorquillada;
y ocultando sin duda una alta y espaciosa frente,
de la cima del cráneo se precipita hasta sobre los
ojos una mar de hondas apretadas: es la espesa y
brillante y negra y ondulante cabellera.» Confron-
tando esta pintura con la agua-fuerte de León Bloy,
la fisonomía adquiere sus rasgos absolutos: sea al
amor de aquella cariñosa efigie, o al corrosivo efec-
to de los ácidos del panfletista, la figura de Richepin
es interesante y hermosa. Robusto y gallardo, tiene
a orgullo el ser turanio, bohemio, cómico y gimnas-
ta. Hace sus versos a su imagen y semejanza, bien
vertebrados y musculosos; monta bien en Pegaso
como domaría potros en la pampa; alza los cantos
metálicos de sus poemas como un hércules sus esfe-
ras de hierro, y juega con ellos, haciendo gala de
bíceps, potente y sanguíneo. En el feudalismo artís-
tico en que Hugo es Burgrave, Richepin es barón
bárbaro, gran cazador cuyo cuerno asorda el bos-
que y a cuyo halalí pasa la tempestuosa tropa cine-
gética, en un galope ronco y sonoro, tras la furia
erizada y fugitiva de los jabalíes y los vuelos violen-
tos de los ciervos.
Los que le colocan en el principado del «caboti-
nismo», ¿no creen que tenga derecho este hombre
fuerte a cortarle la cola a su león?
No son pocos los golpes que ha recibido y recibe,
desde la catapulta de Bloy hasta las flechas rabele-
sianas de Laurent Tailhade. A todos resiste, acora-
zando su carne de atleta con las planchas de bronce
de su confiada soberbia. Busca lo rojo, como los
toros, los negros y las mujeres andaluzas, princesas
de los claveles: de sus instrumentos el tímpano y la
trompeta; de sus bebidas el vino, hermano de la san-
gre; de sus flores las rosas pletóricas: de su mar las
ásperas sales, los iodos y los fósforos. Como Baude-
laire, revienta petardos verbales para espantar esas
cosas que se llaman «las gentes.» No de otro modo
92
O S RAROS
puede tomarse la ocurrencia que Bloy asegura ha-
ber oído de sus labios, superior, indudablemente, a
la del jardinero de las «Flores del Mal» que alababa
,
94
LOS RARO
en los tratados de los fisiólogos y la anunciada en
los versículos de los libros santos.
En «Las Blasfemias» brota una demencia vertigi-
nosa. El título no más del poema, toca un bombo
infamante. Lo han tocado antes, Baudelaire con sus
«Letanías de Satán» y el autor de la «Oda a Pria-
po.> Esos títulos son comparables a los que deco-
ran, con cromos vistosos los editores de cuentos
obscenos. «¡Atención, señores! ¡Voy a blasfemar!»
¿Se quiere mayor atractivo para el hombre, cuyo
sentido más desarrollado es el que Poe llamaba el
sentido de perversidad? Y he aquí que aunque la
protesta de hablar palabras sinceras manifestada
por Richepin, sea clara y franca, yo,— sin permitir-
me formar coro junto con los que le llaman cabotín
y farsante,— miro en su loco hervor de ideas negati-
vas y de revueltas espumas metafísicas, a un pere-
grino sediento, a un gran poeta errante en un calci-
nado desierto, lleno de desesperación y de deseo, y
que por no encontrar el oasis y la fuente de frescas
aguas, maldice, jura y blasfema. Cuando más, me
acercaría a la sombra de Guyau, y vería en esta
obra única y resonante, un concierto de ideas des-
barajustadas, una harmonía de sonidos en un desor-
den de pensamientos, un capricho de portalira que
quiere asombrar a su auditorio con el estruendo de
sonatas estupendas y originales. De otro modo no
se explicaría ese paradojal grupo de sonetos amar-
gos, en el que las más fundamentales ideas de moral
se ven destrozadas y empapadas en las más abomi-
nables deyecciones.
Ese soneto sobre Padre y Madre, forma pareja
con la célebre frase frigorífica que León Bloy ase-
gura haber oído de boca de Richepin. El carnaval
teológico que en las «Blasfemias» constituye la di-
versión principal de la fiesta del ateo, con sus cópu-
las inauditas y sus sacrilegos cuadros imaginarios,
sería motivo para dar razón al iconoclasta Max
Nordau, en sus diagnósticos y afirmaciones. Pocas
95
RUBÉN DARÍO
veces habrá caído la fantasía en una histeria, en
una epilepsia igual; sus espumas asustan, sus con-
torsiones la encorvan como un arco de acero, sus
huesos crujen, sus dientes rechinan, sus gritos son
clamores de ninfomaníaca; el sadismo se junta a la
profanación: ese vuelo de estrofas condenadas pre-
cisa el exorcismo, la desinfección mística, el agua
bendita, las blancas hostias, un lirio del santuario,
un balido del cordero pascual. La cuadrilla infernal
de los dioses caídos no puede ser acompañada sino
por el órgano del Silencio. Habla el ateo con las es-
trellas, para quedar más fuerte en su negación, y su
plegaria, cuando parodia la oración, como un pája-
ro sin alas, cae. El judío errante dice bien sus ale-
jandrinos y prosigue su marcha. Las letanías de
Baudelaire tienen su mejor paráfrasis en la apolo-
gía que hace Richepin del Bajísimo.
Con una rodilla en tierra, y en vibrantes versos,
entona, él también su ¡Pape Satán, Pape Satán ale-
pe! Mas donde se retrata su tipo desastrado, es en
las que él llama canciones de la sangre: su árbol ge-
nealógico florece rosas de Bohemia: sus antepasa-
dos espirituales están entre los invasores, los pa-
rias, los bandidos cabalgantes, los soldados de Atila,
los florentinos asesinos, los atormentadores, los sú-
cubos, los hechiceros, y los gitanos.
En esas canciones se encuentra una estrofa har-
moniosísima que Guyau considera como la mejor
imitación fonética del galope del caballo, olvidando
el ilustre sabio el verso que todos sabemos desde el
colegio:
7 *7
£ O B E x f) \ k i o
98
LOS RARO
ras que le salen al encuentro son dragones de en-
sueño, o frías víboras bíblicas que nos vienen a
repetir una vez más que en el fondo de toda copa
hay amargura, y que la rosa tiene su espina y la
mujer su engaño. Vuelve Richepin a ver al diablo,
a quien canta en sonoros versos de pie quebrado;
antes le había visto igual físicamente a un hermano
de Bouchor, ahora le adula, le ruega y le habla en
su idioma, como un ferviente adorador de las misas
negras.
Pero no todo es negación, puesto que hay una voz
secreta que pone en el cerebro del soñador la simien-
te de la probabilidad.
Para ser discípulo del demonio, Richepin filosofa
demasiado, y, sobre todo, el tejido de su filosofía
sopla un buen aire que augura tiempo mejor. La
barca en que va, con rumbo a las Islas de Oro, pasa
por muchos escollos, es cierto; pero esto nos da mo-
tivo para oir el suave son de muy lindas baladas.
Sensual sobre todo, el predicador del culto de la ma-
teria nos dice cosas viejas y bien sabidos. ¿Es acaso
nuevo el principio que resume la mayor parte de
estas primeras poesías: «comamos, bebamos, goce-
mos, que mañana todo habrá concluido?» ¿O este
otro: «vale más pájaro en mano que buitre volando?»
Oh, sí; los panales, las rosas, los senos de las muje-
res, las uvas y los vinos, son cosas que nos halagan
y encantan; pero ¿esto es todo? Diré con el mismo
Richepin: «Poete, n'as tu pas des ailes?»
El amor a los humildes se advierte en toda esta
obra; no un amor que se cierne desde la altura del
numen, sino un compañerismo fraternal que junta
al poeta con los «gueux» de antaño. Las canciones
transcienden a olores tabernarios. Decididamente,
ese duque vestido de oro tiene una tendencia mar-
cada al «atorrantismo.» Gracias a Dios, que buen
aire ha inflado las velas y tenemos a la vista las
costas de las anunciadas áureas islas. Sabemos aquí
que la vida vale la pena de nacer; que nuestro cuer-
99
RUBÉN DARÍO
po tiene un reino extenso y rico; que nada hay
como el placer, y que la felicidad consiste en la sa-
tisfacción de nuestros instintos. Islas de oro pálido,
islas de oro negro, islas de oro rojo, ¿son estas las
flores que brotan en vuestras maravillos;; cam-
piñas?
Lo que llama al paso mi atención son dos coinci-
dencias que no tocan en nada la amazónica origina-
lidad de Richepin, pero me traen a la memoria cono-
cidísimas obras de dos grandes maestros. En la pá-
gina 229 de «Mes Paradis» tiembla la cabellera de
Gautier, y en página 368 se lee:
[00
L O S R R O
104
LOS R A X O
105
R U B E N D A R 1 O
106
OS RARO S
107
V B E A DARÍO
los decadentes eran enemigos de la salud, de la ale-
gría, de la vida, en fin. Moreas contestó a Bourde
tranquilo y bizarramente. Le dijo al escritor del más
grave de los diarios que no había motivo para tanta
algarada; que el distinguido señor Bourde se hacía
eco de fútiles anécdotas inventadas por alegres des-
ocupados; que ellos, los decadentes, gustaban del
buen vino, y eran poco afectos a las caricias de la
diosa Morfina; que preferían beber en vasos, como
el común de los mortales, y no en el cráneo de sus
abuelos; y que, por la noche, en vez de ir al sábado
de los diablos y de las brujas, trabajaban. Defendió
a *a censurada Melancolía, de la Risa gala, su gor-
da y sana enemiga. «Esquilo, dijo, Dante, Shakes-
peare, Byron, Goethe, Lamartine, Hugo, los gran-
des poetas, no parece que hayan visto en la vida una
loca kermesse de infladas alegrías.» Fué el campeón
de las lágrimas. Después se ocupó de la exterioridad
de la poesía decadente y expuso sus cánones. Al
poco tiempo apareció en el «Fígaro» un manifiesto
de Moreas. Fué la declaratoria de la evolución, la
anunciación «oficial» del simbolismo. Los simbolis-
tas eran para los románticos rezagados y para el
naturalismo, lo que el romanticismo para los pelu-
cas de 1830. ¿Pero no eran ellos los de la joven falan-
je, nietos de Víctor Hugo?
Ese célebre manifiesto en que aparecían declara-
dos los principios del simbolismo, el organismo de
:
108
LOS RAROS
las alas, y para el observador o el biógrafo, consti-
tuyen valiosísimos documentos. Nuestro poeta no
habla nunca de sus trabajos en prosa. Como todo
verdadero poeta, es un excelente prosador. A pesar
de las inextrincables montañas simbólicas y de las
raras brumas, amontonadas en el «The chez Miran-
da», o en las «Demoiselles Gobert», ambas obras
escritas en colaboración con Paul Adam, esos dos
trabajos primigenios son ya un augurio de poder y
de victoria. Hay en ellos riqueza, derroche de inte-
lectualidad y de pasión artística. Son revuelta y
amontonada pedrería, joyas regadas; lujo desborda-
do de la fantasía, locura de ansioso príncipe adoles-
cente ¿Qué hay distancia de esos libros al último
.
109
k U B F 1) A R I O
m
A' / e £ a Darío
hojas; se alza a lo lejos, la montaña, y, en primer
término, bajo el sol del trópico, grandes bueyes
blancos,— como los del robusto Fierre Dupont,— ele-
van hacia el cielo la doble curva de los firmes cuer-
nos. La feliz pareja sólo soñará un instante, pues
pronto llega la amarga onda a invadir los corazo-
nes. Los corazones sangran martirizados como en
los versos de Heine; el invierno será tan sólo nuncio
de penas y de desiluciones; los besos han partido
como pájaros en fuga; las rosas están marchitas,
y los brazos deseosos, los brazos viudos, en vano
buscarán la mística figura Es un cuento de amor,
.
112
LOS RANOS
giere a ese joven ágil y pletórico, que aprendió a
amar y a cantar en Atenas, sugiere vagas idear,
obscuras, relámpagos de satanismo. El se pre-
gunta:
8 113
R b B E N DARÍO
de llanto, casi de histerismo, y una luz espectral sir-
ve de sol, o mejor dicho de luna.
114
OS RARO
selva es la silueta del emperador Barbarroja, que
medita, apoyada la frente en las manos.
Pero he aquí que nos ilumina el sol de Florencia.
Después de tanta niebla, halaga por una visión de
claros ríos y de puentes pintorescos.
El cielo es azul y entre dos rimas y dos acordes
musicales, desfilan una marquesa enamorada y un
envuelto capuchino. Moreas es un exquisito graba-
dor de viñetas. Riega los madrigales y miniaturas,
decora y viste sus personajes sin que una falta de
tocado turbe la exactitud de ese conocedor de todos
los refinamientos.
«Las Asonancias» son bosquejos de leyendas; po-
cas, pero admirables, cortas, pero conmovedoras.
El klepto siente volver a su memoria las narracio-
nes de la infancia: Maryó tejiendo su lana, vencedo-
ra en su fidelidad; y, tal como se sabe en las narra-
ciones de la isla de Candía, la mala madre que oye
hablar al corazón desde el plato y que después sufre
el castigo de sus crímenes. En esta sección nos de-
leita el errante perfume de la fábula, las ingenuas
repeticiones de versos y de palabras de los poemas
primitivos, los metros apropiados a la música de las
danzas; y nuestro asonante español, aplicado en es-
trofas cortas,y en argumentos donde aparece algún
héroe de gesta o alguna princesa de tradición, en
sangrientos sucesos de antiguos adulterios y de in-
cestos inmemoriales. Poesía de leyenda y de roman-
cero; damas del tiempo de Amadis; armaduras que
se entrechocan en la sombra medioeval.
En cuanto el poeta dirige las riendas de Pegaso a
la región de los conceptos puros, nos sentimos en-
vueltos en una sombra absolutamente alemana. Su
metafísica adormece. Subimos a alturas inaccesi-
bles, rodeadas de obscuridad. Felizmente pronto en-
tramos al reino encantado de las ficciones portento-
sas. Raimondin, corre a nuestra vista, en su cabal-
gadura, y la celeste claridad le envuelve en su sutil
polvo de plata. Los castillos del tenebroso encanta-
115
R ¡j B E N DARÍO
miento se deshacen y la Enteléquia, desnuda, res-
plandece al amor de la luz del día. No es sino en una
fuga crepuscular donde se esfuma la vieja de Berke-
ley, el enano Fidogolain, «que, ni muy loco ni muy
vulgar, sabía cantar baladas», y la Muerte, la Tha-
natos cabalgante, que exige para el contorno de su
esqueleto el lápiz visionario de Alberto Durero.
Refiriéndose a la concepción que de la dignidad
de su arte han tenido dos ilustres prerafaelistas in-
gleses—casi huelga nombrarlos: Rossetti y Burne
Jones— dice un escritor británico que la desventaja
única de la elevación aristocrática de su ideal es la
de ser incomprensible excepto para unos pocos.
Algo semejante puede afirmarse de la obra de Mo-
reas.
Tal como los ritos musicales de Beyruth, Meca
de los wagneristas, o como las excelencias delicadas
del arte pictórico de los primitivos, las poesías del
autor del «Pelerin Passionné» necesitan para ser
apreciadas en su verdadero valor, de cierto esfuerzo
de intelecto, y de cierta iniciación estética. «Autant
en em porte le vent» fué escrito de 1886 a 1887. Es en
ese librito donde se encuentran las que se podrían
llamar primeras manifestaciones quatrocentistas de
Moreas. Madeleine, Agnes, Enone, son encantado-
ras figuras del siglo decimoquinto; sus facciones
exigen la humana sencillez y al propio tiempo la
milagrosa expresión de un Botticelli. La Edad Media
es para nuestro poeta como para Dante Gabriel
Rossetti, familiar y amada, y los sujetos que ella le
sugiere, son plausiblemente idealizados, sin una ta-
cha anacrónica, sin una falta o debilidad en la idea
íntima ni en la ornamentación exterior.
El espíritu vuela a los tiempos de la caballe-
ría. Leyendo los poemas medioevales de Moreas
se comprende el valor del conocido verso de Ver-
laine:
116
LOS RAROS
El poeta vive la vida de los príncipes enamorados,
de los guerreros galantes. Los lugares que se pre-
sentan a nuestra vista son los viejos castillos tradi-
cionales y poéticos; o alguna decoración que apare-
ce como por virtud de un ensalmo, o del movimiento
de la mano de una hada. Las parejas llenas de amor,
cortan flores en fantásticos parques. Tras un rosal
se alcanza a ver de cuando en cuando, ya la joroba
de un bufón, ya la cola irisada de un pavo real.
«Agnes» es una deliciosa y extraña sinfonía. Las
estrofas están construidas de mano maestra, y el
alma atenta del artista se siente acariciada por la
repetición de un suave «leit-motive.»
La poética de Moreas está definida en estas cortas
palabras del maestro Mallarmé:
«Une euphonie fragmentée, selon 1' assentiment
du lecteur intuitif, avec une ingénue et precieuse
justesse...»
En resumen, Moreas posee un alma abierta a la
Belleza como primavera al sol. Su Musa se ador-
la
na con galas de todos los tiempos, divina cosmopo-
lita e incomparable poliglota. La India y sus mitos
le atraen, Grecia y su teogonia y su cielo de luz y
de mármol, y sobre todo, la edad más poética, la
edad de los santos, de los misterios, de las justas,
de los hechos sobrenaturales, la edad terrible y teo-
lógica; la edad de los pontífices omnipotentes y de
los reyes de corona de hierro; la edad de Merlin y
de Viviana, de Arturo y sus caballeros; la edad de
la lira de Dante, la Edad Media. El nombre del «Pe-
lerin Passionné» está tomado de Shakespeare. La
colección de versos amorosos de Moreas no tiene
con la del poeta inglés ningún punto de contacto,
como no sea el pertenecer al mismo género, al eró-
tico, y el empleo de variedad de metros y de capri-
chos rítmicos. Shakespeare usa desde el verso que
equivale en inglés a nuestro endecasílabo español:
117
RUBÉN DARÍO
hasta los «trenos», imitados de los himnos latinos
cristianos:
118
LOS RAROS
más de una perla que no sería indigna del joyero
de la Antología. Y
para concluir: si escuchamos un
clamor de trompas, y percibimos una bandera agi-
tada por un fuerte brazo, es que la campaña Roma-
nista ha sido empezada. ¡A otros las nieblas hiperbó-
reas y los dioses de los bárbaros! El jefe que llega
es nuestro bravo caballero; la diosa de azules ojos
que le cubre con su égida es Minerva: la misma que
protegerá al editor Vanier,— según sus editados,—
le hará ganar tanto dinero como Lemerre; y el aban-
derado, que viene cerca del jefe, henchido de entu-
siasmo, es el caballero Mauricio Du Plessis, lugarte-
niente de la falange, y cuyo «Primer libro pastoral»
es su mejor hoja de servicios.
Moreas confía en su completa victoria. Nuevo
Ronsard, tiene por Casandra una beldad galo-greca.
Y él confía en que gracias a sus ritos
Sur de nouvelles fleurs, les abeilles de Gréce
Buíineront un miel francais.
119
"í^
Rachilde
RACHILDE
Tous ceux qui aimenf le rare, l'exa-
minení avec inquiétude.
Mau rice Barres.
123
RUBÉN DARÍO
una obra complicada y refinada, triple e insigne
esencia de perversidad. Libro sin antecedentes, pues
a su lado arden completamente aparte, los carbones
encendidos y sangrientos del «divino marqués», y
forman grupo separado las colecciones prisioneras
y ocultas en el «inferí» de las bibliotecas. Este libro
se titulaba «Monsieur Venus», el más conocido de
una serie en que desfilan las creaciones más raras y
equívocas de un cerebro malignamente femenino y
peregrinamente infame.
Y era una mujer el autor de aquel libro, una dul-
ce y adorable virgen, de diecinueve años, que apa-
reció a los ojos de Jean Lorrain, que fué a visitarla,
como un ser extraño y pálido, «pero de una palidez
de colegiala estudiosa, una verdadera «jeune filie»,
un poco delgada, un poco débil, de manos inquie-
tantes de pequenez, de perfil grave de efebo griego,
o de joven francés enamorado... y ojos— ¡oh los
ojos!— grandes, grandes, cargados de pestañas in-
verosímiles, y de una claridad de agua, ojos que ig-
noran todo, a punto de creer que Rachilde no ve
con esos ojos, sino que tiene otros detrás de la cabe-
za para buscar y descubrir los pimientos rabiosos
con que realza sus obras.»
Esa mujer, esa colegiala virginal, esa niña era la
sembradora de mandragoras, la cultivadora de ve-
nenosas orquídeas, la juglaresa decadente, amansa-
dora de víboras y encantadora de cantáridas, la es-
critora ante cuyos libros, tiempos más tarde, se
asombrarán, como en una increíble alucinación, los
buscadores de documentos que escriban la historia
moral de nuestro siglo Los pintores potentes, dice
.
125
RUBÉN DARin
El mayor de los atractivos que tienen las obras de \
Rachilde, está basado en la curiosidad patológica |j
126
LOS RAROS
sionero, cuenta y explica por qué sucesión de cau-
sas ha llegado a cometer aquel acto. La figura de
Sylvain d'Hauterac, el desequilibrado, es una de las
mejores creaciones de Rachilde, pero la crítica le ha
señalado como inverosímil. Ello no quita que la obra
sea de una vida intensa, y de un análisis psicológico
admirable.
Ha escrito un drama simbolista titulado «Madame
la Mort .
» La
acción se circunscribe a una lucha
desesperada del protagonista, entre la muerte y la
vida. A propósito; ¡qué dibujo macabro el de Paul
Gauguin; dibujo que simboliza a Madama la Muerte!
Un fantasma espectral en un fondo obscuro de ti-
nieblas. Se advierte la anatomía de la figura; un
gran cráneo; el espectro tiene una mano llevada a
la frente, una mano larga, desproporcionada, del-
gada, de esqueleto; se miran claramente los huesos
de las mandíbulas; los ojos están hundidos en las
cuencas
El artista visionario ha evocado las manifestacio-
nes de ciertas pesadillas, en que se contemplan ca-
dáveres ambulantes, que se acercan a la víctima, la
tocan, la estrechan, y en el horrible sueño, se siente
como si se apretase una carne de cera, y se respira-
se el conocido y espantoso olor de la cadaverina...
La novela «Monsieur Venus» es un producto in-
cúbico. Jacques Silvert es el Sporus de la cruelmente
apasionada cesarina; un Sporus vulgar de ojos de
cordero; bestia, sonriente, pasivo. Raoule de Véne-
rande una especie de mademoiselle Des Esseints, se
enamora de ese primor porcino; se enamora, apli-
cando a su manera el soneto de Shakespeare:
127
RUBÉN DARÍO
de Suetonio. En cuanto al emasculado y detestable
Jacques, ridículo Ganimedes de su amante vampiri-
zada, es un curioso caso de clínica, cliente de
Krafft-Ebing, de Molle, de Gley. La androginia del
florista la explica Aristófanes en el banquete de Pla-
tón. Krafft-Ebing le colocaría entre los casos que
llama de «eviratio, o transmutatio sexus paranoia.»
El Sar Peladán en su etopea ha abordado temas
peligrosos, con su irremediable tendencia a ideali-
zar el androginismo. Barbey también penetró en al-
gunos obscuros problemas; mas ni el autor de las
«Diabólicas», ni el Mago y caballero Rosa Cruz, han
logrado como Rachilde poseer el secreto de la Ser-
piente. Ella dice a nuestros oídos:
128
LOS RAROS
do un poco; no es la subyugadora enigmática del re-
trato de veinticinco años, aquella adorable y temi-
ble ahijada de Lilith.
Casada con Alfred Vallette es hoy «mujer de su
casa> mas no deja de producir hijos intelectuales.
Hace novelas, cuentos, críticas.
Tiene Rachilde un vivo sentido crítico, descubre
en la obra que analiza; las faces más ocultas, con su
hábil y rápida perspicacia de mujer. En la revista
que dirige Vallette, suele escribir ella ya un «comp-
te rendu> teatral, ya una vibrante exposición de un
libro nuevo; critica con la firmeza de una ilustra-
ción maciza, y con la admirable visión de su raro
talento. Tiene palabras especiales que os descubren
siempre algo ignorado y «sobre entendido» de una
sutileza y malicia que inquietan.
Es profundamente artista. Oíd este grito: «¡Oh,
I son necesarios, esos, los convencidos de nacimiento,
para que se enmiende o reviente la Bestia Burgue-
sa, cuya grasa rezumante concluye por untarnos a
todos!
«Obra de odio y obra de amor deben unirse delan-
enemigo maldito: la humanidad indiferente.»
te del
Veamos algunas de sus ideas, al vuelo. «El verso
libre— dice a propósito de un libro de su amiga Ma-
ría Krysinska— es un encantador «non sens», es un
tartamudeo delicioso y barroco que conviene mara-
villosamente a las mujeres poetas, cuya pereza ins-
tintiva es a menudo sinónimo de genio. No veo nin-
gún inconveniente en que una mujer lleve la versifi-
cación hasta su última licencia! .
9 129
RUBÉN D A R 1
130
LOS R AROS
puesto la brida del asno en el puño, del viejo asno
casi tan enfermo como él y; «Hue! Papá! Conduisez
droit notre Martin...!»
En momentos en que él llegaba a la orilla, recibió
en plena frente como un deslumbramiento, una vi-
sión del paraíso, y permaneció allí estúpidamente
plantado, en una admiración respetuosa; el asno,
reculó, afirmándose sobre sus jarretes: era la proce-
sión que se desenvolvía, con sus grandes muselinas
talares, sus banderas llenas de reflejos, sus cordo-
nes floridos, con sus ángeles, niños y niñas, «tout en
neuf » inflando sus mejillas bajo sus coronas de ro-
;
131
R L B E A D A R /
132
L O S R R O
133
RUBÉN D R O
134
GEORGE D'ESPARBÉS
135
RUBÉN DARÍO
nuevas, y de las que brotó, maldita flor de discor-
dia—a pistola, treinta pasos, sin resultado— un due-
lo entre Catulle Mendés y Jules Bois, quienes no
hace mucho tiempo eran excelentes amigos. Fué la
fiesta una deuda pagada, una ceremonia cumplida
con el dios, y la cual, con gran pompa, y por con-
tribución internacional, debería realizarse anual-
mente. Esta es una idea poético-gastronómica que
dejo a la disposición de los hugólatras.
En la mesa, cuando el espíritu lírico y el champa-
ña hacían sentir en el ambiente un perfume de real
mirra y de glorioso incienso, en medio de los vi-
brantes y ardientes discursos en honor de aquél que
ya no está, corporalmente, entre los poetas, des-
pués de los brindis de los maestros, y de los versos
leídos por Carrere y Mendés, se pronunció por allí
el nombre de George D'Esparbés. D'Esparbés no
estaba en el banquete, él, que ama la gloria del Pa-
dre, y que como él ha cantado, en una prosa llena
de soberbia y de harmonía, los hechos del «cabito»,
la epopeya de Napoleón. Jean Carrere, el soberbio
rimador, se levanta y ausenta por unos segundos.
Luego, vuelve triunfante, mostrando en sus manos
un despacho telegráfico que acababa de recibir, un
despacho firmado D'Esparbés.
¿Pero dónde está ahora él? Nadie lo sabe. Está en
Atenas, dice Carrere. Y lee el telegrama, una coro-
na de flores griegas que desde el Acrópolis envía el
fervoroso escritor a la mesa en que se celebra el
triunfo eterno de Hugo. Pocas palabras, que son
acogidas con una explosión de palmas y vivas. Na-
die estaba en el secreto. Cuando aparezca D'Es-
parbés no hay duda de que «reconocerá» su tele-
grama.
Y ahora hablemos de esa portentosa «Leyenda
del Águila» napoleónica.
La «Leyenda del Águila» es un poema, con la ad-
vertencia de que D'Esparbés canta en cuentos La .
136
LOS RAROS
por su llama propia, en que el lirismo y la más llana
realidad se confunden.
No hace falta el verso, pues en esta prosa marcial
cada frase es un toque de música guerrera, las pa-
labras suenan sus fanfarrias de clarines, hacen ro-
dar en el ambiente sus redobles de tambores, son a
veces un cántico, un trueno, un ¡ay! un omnisonan-
te clamor de Aicroria.
También el final es triste, al doble sonoro y do-
loroso de las campanas que tocan por la caída del
imperio. Napoleón no aparece aumentado, no es un
Napoleón mítico y de fantasía; antes bien, algunas
veces como que el poeta se complace en achicar más
su tan conocida pequeña estatura.
Pensaríase en ocasiones un joven Aquiles coman-
dando un ejército de cíclopes, guiando a la campaña
batallones de gigantes. Porque si emplea el lente
épico D'Esparbés, es cuando pinta las luchas, el de-
corado, el campamento, los soldados imperiales.
Los soldados crecen a nuestra vista, aparecen enor-
mes, sobrehumanos, como si fuesen engendrados en
mujeres por arcángeles o por demonios. Sus talan-
tes se destacan orgullosa y heroicamente. Tienen
formas homéricas, son verdaderos androleones; llega
a creerse que al caer uno de ellos herido, debe tem-
blar alrededor la tierra, como en los hexámetros de
la Iliada.
Tal húsar es inmenso; tal granadero podría lla-
marse Amico o Polifemo; tal escuadrón de caballe-
ría podría entrar en el versículo de un profeta, te-
rrible y devastador como una «carga» de Isaías. Y
en todo esto una sencillez serena y dominadora. Po-
dría intercalarse en este libro, sin que se notase di-
ferencia en tono y fuerza, el episodio de Hugo en
que vemos a Marius asomarse a la ventana y lanzar
un ¡viva al emperador! al viento 3^ a la noche.
D'Esparbés ha elegido para su obra el cuento,
este género delicado y peligroso, que en los últimos
tiempos ha tomado todos los rumbos y todos los
137
7? L B E N D A R 1 O
138
LOS RAROS
no se extrañe. Es uno de los mejores cuentos del
poema. No resisto a citar una frase.
Los soldados comen como desesperados de apeti-
to. El cura les contempla, meditabundo y sacerdo-
tal. De cuando en cuando les hace preguntas. Ha
tiempo que están en armas. Desde jóvenes han oído
las trompetas de las campañas. No saben de nada
más. Y sobre todo, Napoleón se alza delante de
ellos semejante a una inmortal divinidad. El cura
dice a uno:
«—Y vos, hijo mío, ¿creéis en Dios padre todopo-
deroso?»
El soldado no comprende bien. Piensa: «Dios pa-
dre...Dios hijo... Dios...»
«—¡Y bien!— grita de repente:
«—¡Todo eso...! ¡eso es la familia del Empera-
dor!»
Después surge a nuestra vista un colosal tambor
mayor del ejército de Italia, «alto como una torre y
tierno como un saco de pan.» Su nombre es un ver-
dadero nombre de gigante, más hermoso y tremendo
que el de Cristóbal o el de Fierabrás, o el de Goliat;
se llama Rougeot de Salandrouse. Un gallardo bru-
to, que cuando reía, «il montrait comme les bétes
une épaisse gueule de chair rouge qui semblait
saigner.»
Este bello monstruo que gustaba de las viejas his-
torias de guerra y de las sublimes mitologías, ama-
ba sobre todo la harmonía musical, las cornetas, los
parches del combate. Bonaparte le nombró subte-
niente, teniente y capitán; después de lo de Areola,
después de lo de Mantua, después de lo de Trebia.
Pero el hijo de Apolo cifraba su ambición en las
pompas radiantes, en los compases, en el bastón que
guiaba a los tambores: quería ser tambor mayor.
Lo fué después de mucho pedirlo al emperador; y el
titánico testarudo saludó con su admirable uniforme
y sus vanidosos gestos, el triunfal solde i\usterlitz.
Le vio Lannes desde su caballo, le vio Soult, le vio
139
R b B E N DARÍO
Bernadotte, le vio el insigne caballero Murat: y jun-
to con Berthier y Janot, le vio, sonriendo, el «petit
caporal», príncipe y dueño del Águila. Y cuando
llega la áspera brega, en medio de los choques, de
la confusión sangrienta y de la muerte, la figura de
Salandrouse, guiando sus tambores, adquiere pro-
porciones legendarias.
Herido, soberbio, incomparable, hace que los par-
ches no cesen de tocar un son de victoria; y hay que
ir a arrancarle de su puesto, donde se yergue, ma-
ravilloso como un dios, al canto ronco y sordo de
los pellejos cribados.
El desdén de la muerte, el respeto de la consigna,
el amor a la vida militar, y sobre todo, la adoración
por el que ellos miran como favorecido de la omni-
potencia divina;— conquistador victorioso, señor del
mundo, Napoleón,— forman el alma de estos épicos
relatos.
Ya es el conde subteniente que sufre sin gemir, y
muere oyendo leer, cual si fuese un santo breviario,
un libro de oro de la nobleza heroica; ya es el grupo
de bravos rústicos que no sabían cargar los fusiles
en medio de la más horrible carnicería, y que luego
fueron condecorados; ya son los rudos gascones que
luchan como tigres y gritan como diablos; ya es la
marcha que bate un tamborcito casi femenil, para
que desfilen ante los ojos aquilinos de Bonaparte
ciento veinticinco hombres, resto de los treinta y
ocho mil de Elkingen, o la visión de los cascos co-
ronados por penachos de cabellos de mujeres espa-
ñolas; o «Le Kenneck», valiente y fiel, delante del
rey de Prusia; o el águila del Imperio que sale,
apretando el rayo con las garras, del vientre del ca-
ballo muerto; o esta orden trágica, casi macabra,
dada en lo más duro de la batalla: «En avant, les
cadavres.. .!» o el capellán que parafrasea la Biblia
al ruido de las descargas; o ese cuadro cuya senci-
lla magnificencia impone, asombra y encanta, cuan-
do el Cabito tiene frío, y va a la tienda de la guardia
140
OS RARO
inmortal, y duerme y se le hace lumbre con millones
de oro, con Murillos, con Goyas, con portentos de
Velázquez, con encajes de marquesas y abanicos de
manólas; o el león de vida de gato que creía ser in-
mortal si no se le mataba con su sable; o el abando-
no de los caballos, alas de los caballeros; o el oficial
que condecora y el emperador que aprueba; o el
fantasma del «shakó», que se alza para responder
con bizarría y cae en la muerte; o Duelos con sus
charreteras, que condecora llorando a un viejo lu-
chador, y cuando el emperador le pregunta: «Du-
elos», ¿conoces a ese hombre?» le contesta: «¿Señor,
es mi padre!» o el águila, el águila viva, que vuela
y grita sobre el pabellón que marcha al Austria; o
el fúnebre clamor del abismo; o, en fin, los cañones
que doblan cuando ya el Grande ha caído, ¡lúgubres
y fatales campanas del Imperio!
¡Libro magistral; poema ardiente y magnífico!
La mujer no aparece sino raras veces, y en los
recuerdos de los héroes: las madres, las abuelas lle-
nas de canas, alguna esposa que está allá lejos!
Donde brota un grupo de ellas, como un coro de
Esquilo, terribles, suplicantes, gemidoras como
mártires, coléricas como gorgonas, es en el capítu-
lo, en el cuento de las crines. A un gran número de
las hijas de España, en su pueblo invadido, un co-
ronel fantasista, jovial y plúmbeo, hace cortar las
cabelleras para adornar los cascos de sus dragones.
Y como una mujer, aullante de dolor como Hécuba,
>e presenta con sus espesos cabellos ya canosos, el
:oronel se los hace también cortar y los pone sobre
>u cabeza marcial, donde los hará agitarse el hura-
cán de la guerra . Y otra mujer brilla como una es-
•ella de virtud y de grandeza, divina suicida, au-
ista delante de la muerte. Sucumbe con su niño en
il más sublime de los sacrificios; pero también que-
141
R V B E N D 1 O
142
AUGUSTO DE ARMAS
143
R É N DARÍO
tro maravilloso y encantador, recibió un libro de
versos en cuya portada se leía: «Augusto de Ar-
mas—Rimes Byzantines.» Leyó las rimas cinceladas
de Armas y entonces le escribió una carta llena de
aliento y entusiasmo.
Theodore de Banville había escrito, a propósito
de Wagner, estas palabras: «Le vrai, le seul, l'irré-
misible défaut de son armure c'est qu'il a fait des
vers f raneáis. L'homme de génie, qui doit tout sa-
voir, doit savoir entre autres choses, que nul étran-
ger ne fera jamáis un vers francais qui ait le sens
commun. On t' en fricasse des filies commes nous!
voilá ce que dit la Muse francaise á quiconque n'est
pas de ce pays ci, et lorsqu'elle disait cela en se
mettant les poings sur les hanches, Henri Heine, qui
était un malin, l'a bien entendu.» Ciertamente, le
escribió el gran poeta a Augusto de Armas,— he di-
cho eso; pero huélgome de confesar que vos sois la
excepción de lo que afirmé.
Basta leer una sola de las poesías del refinado bi-
zantino de Cuba, para reconocer que fué con justi-
cia armado caballero de la musa francesa al golpe
de la espada de oro de Banville. ¿Quién ha cantado
en más ricos hemistiquios el oleaje sonoro de los
alejandrinos? Como Carducci que lleno del fuego de
su estro entona su cántico «¡Ave o Rima...!» como
Sainte Beuve que a manera de Ronsard celebra ese
mismo encanto musical de la consonancia, Augusto
de Armas, con el más elevado deleite, alaba la forma
del verso francés en que se han escrito tantas obras
maestras y tantos tesoros literarios; alaba el instru-
mento que ha hecho resonar desde el «Poema de
Alejandro» hasta las colosales harmonías de «La
Leyenda de los siglos».
Su libro es labrado cofrecillo bizantino, lleno de
joyas. Su verso es flor de Francia; su espíritu era
completamente galo. Ha sido uno de los pocos ex-
tranjeros que hayan podido sembrar sus rosas en
suelo francés, bajo el inmenso roble de Víctor
144
LOS RAROS
Hugo. El abate Marchena no sé que haya hecho en
francés nada como su curiosidad latina del falso Pe-
tronio; Menéndez Pelayo, pasmo de sabiduría, se-
gún se. dice en España, dudo que se acomodase a
las exigencias de las musas de Galia; Longfellow
dejó muy medianejos ensayos, como su juguete
«Chez Agassiz», Swinburne, que como Menéndez
Pelayo versifica admirablemente en lenguas sabias,
en sus versos franceses va como estrechado y sin la
libertad y potencia de sus poesías en su lengua nati-
va. Lo mismo Dante Gabriel Rossetti.
Heine lo que escribió en francés fué prosa; lo pro-
pio Tourgueneff Los casos que pueden citarse, se-
.
10 145
R l B E N D A R 1
146
L O R R O
147
LAURENT TAILHADE
149
RUBÉN DARÍO
cripción, es probable que tengan hoy siquiera sea
una pasajera boga; aunque su refinamiento y su
aristocracia artística no serán ni podrían ser para
el gran público de los indudablemente ilustres Tales
y Cuales. El cómo ve la vida Laurent Tailhade, lo
explica un caricaturista de esta manera: «El poeta,
vestido a la griega, toca la lira admirando un her-
moso caballo salvaje. Poseído del «deus», no ad-
vierte el peligro. Resultado: Orfeo recibe un par
de coces que le echan fuera de la boca toda la den-
tadura.»
Y Castelar a su vez, hablando de la explosión que
tan maltrecho dejó al lírico: «Hallábase allí entre
tantos adoradores de la belleza divorciada del bien,
un escritor anarquista, el amado Tailhade, quien
dijo que importaba poco el crimen cometido por
Vaillant, ante la hermosura de su actitud y de su
gesto al despedir la bomba, sólo comparables, añado
yo, al gesto y actitud de Nerón, cuando, vestido de
Apolo y llevando en las manos áurea cítara tañida
por sus delicados dedos, celebraba el incendio de la
sacra Ilion entre las llamas que consumían la Ciu-
dad Eterna. Pues bien, el apologista de Vaillant y
su crimen estaba en el comedor cuando estalló la
nueva bomba; y efecto del estallido, cayó casi des-
hecho en tierra, perdiendo un ojo arrancado a su
rostro por los vidrios ardientes. Al sentirse así, no
dijo nada el cuitadísimo de gestos y actitudes, llevó-
se la mano a la herida y gritó: «¡Al asesino!» Hay
providencia.»
¡El «amado Tailhade», anarquista!
El gusta de los buenos olores y de las cosas bellas
y poéticas. No quiso ir al último banquete de la Plu-
ma, porque «olía a remedios.» ¿Será anarquista el
que sabe como todos que, no digamos el anarquismo
sino la misma democracia, huele mal?
Tengo a la vista sus «Vitraux.» Mi número es el
226 del tiraje único de quinientos ejemplares que
sobre rico papel de Holanda hizo el editor Vanier.
150
LOS RAROS
« la primera parte de «Sur Champ D'Or.
Vitraux» es
La carátula está impresa a tres tintas, rojo, violeta
y negro, sobre un papel apergaminado. Y la dedi-
catoria que escribió ese admirador de Vaillant es la
siguiente:
A Madame
La Comtesse Diane de Beausaq
L. T.
151
RUBÉN DARÍO
profano, es cierto, y vierte en el agua bendita un
frasco de opoponax. ¿Le perdonaremos en gracia
. .
152
OS RARO
¡Toi de Jessé royal provin,
Pain mistique, pain sans levain,
Font scellé de l'Amour divin!
153
U B E N DARÍO
¡Des lis! ¡des lis! ¡des lis! ¡Oh paleurs inhumaines!
¡Lin des eíoles, chceur des froids caíe'chume'nes!
¡Inviolable hostie oferte á nos espoirs!
154
LOS R A R O S
155
R Ü B E N DARÍO
las manos blancas, cuidadísimas, finas, regordetas,
abaciales.
Fué de los primeros iniciadores del simbolismo.
Vive en su sueño. Es raro, rarísimo. ¡Un poeta!
156
FRA DOMENICO CAVALCA
157
i? U_ B E N DARÍO
ración de los prerrafaelitas, la poesía, la literatura
trecentista y quatrocentista, resuena también en el
laúd de Dante Gabriel Rosseti, en la lira de Swin-
burne. En Francia ha inspirado a más de un poeta
de las escuelas nuevas. Verlaine, Moreas, Vielli
Grif fin,— quien con su Oso y su Abadesa ha escrito
una obra maestra,— son muestra de lo que afirmo.
Ese mismo Laurent Tailhade, ese mismo poeta de
las baladas anárquicas, ha escrito antes sus «Vi-
traux» en los cuales hallaréis oro y azul de misal
,
158
LOS RAROS
dan los paisajes más ideales, las flores más poética-
mente sencillas que podáis imaginar. La caridad, la
fe, la esperanza iluminan, perfuman, animan las
obras. Es el tiempo del imperio de Cristo. Para
aquellos corazones únicos, para aquellas mentes de
excepción, la cruz se agiganta de tal manera que
casi llena todo el cielo. El Padre mismo y la Pa-
loma blanca del Espíritu están en el resplandor del
Hijo. Y la Madre, la emperatriz María, pone con su
sonrisa una aurora eterna en la maravilla del Em-
píreo.
La hagiografía fué en aquellos siglos ocupación
de las mejores almas. Fra Domenico, si dejó escritos
religiosos y teológicos, y vulgarizó más de una obra
desconocida, si fué poeta en sus serventesios y lau-
des, lo que le ha señalado un puesto único en la lite-
ratura mística universal, son las «Vidas»; aunque
ellas no sean originales sino arreglos y versiones.
«Le Vite de Santi Padri» furono scritte parte de San
Gerolamo, parte da Evagrio del Ponto e da Sant'
Atanasio, e Fra Domenico Cavalca le tradusse del
latino», dice Costero. Pero hay tal encanto, tal inge-
nua gracia y tal animación en ese italiano antiguo;
es tan nítido y suave el estilo de Fra Domenico, que
la obra pasa a ser suya propia. No conozco las otras
traducciones suyas de obras diversas, como el «Pan-
gilingua» o «Suma de Vicios», de Guillermo de Fran-
cia, u otras de que habla Costero: Un diálogo y una
epístola de San Gregorio, las «Ammonizione» de San
Jerónimo a Santa Paula, un libro de Fra Simone de
Cascia, el «Libro de Ruth», y «Tratado de Virtudes
y Vicios.»
La musa de Cavalca, dice De Sanctis, es el amor.
Respira, en efecto, amor todo aquello que brota de
su pluma: el absoluto amor de Dios. La ternura re-
bosa en la vida de Santa Eugenia, que tanto entu-
siasmó a escritora como la Franceschi Ferrucci. En
la de San Pablo, primer ermitaño, flota un ambiente
de deliciosa fantasía No creo equivocarme si digo
.
159
ROBEN DARÍO
que Anatole France ha leído a nuestro autor para
escribir imitaciones tan preciosas como la «Leyen-
da* y «Celestín» de su «Etui de nacre.» Las creacio-
nes del paganismo alternan con las figuras ascéti-
cas. Pinturas hay de Fra Domenico que tienen toda
la libertad de la inocencia, y que en boca de un au-
tor moderno serían demasiado naturalistas. En la
vida de San Pablo es donde se cuenta el caso de
aquel mancebo que, tentado para pecar, por una
«bellísima meretriz», sintiéndose ya próximo a fal-
tar a la pureza, se cortó la lengua con los dientes y
y la arrojó sangrientaa la cara de la tentadora
El viaje de San Antonio en busca de su hermano
en Cristo, Pablo, que habitaba en el Yermo, es pá-
gina curiosísima.
Allí es donde vemos afirmada la existencia real de
los hipocentauros y de los faunos. El Santo peregri-
no encuentra a su paso un «mezzo uomo e mezzo
cavallo», que conversa con él y le da la dirección
que debe seguir para encontrar al eremita. Luego
un sátiro, un «uomo piccolo, col naso ritorto e lun-
go, e con corna in fronte, e piedi quasi come di ca-
pra», le ofrece dátiles y le ruega que interceda por
él y sus compañeros con el nuevo Dios, con el triun-
fante Cristo.
Para Fra Domenico, que era un digno poeta, la
existencia de esos seres fabulosos es cosa indiscuti-
ble e indudable. Más aun, da en su apoyo citas his-
tóricas. «De estas cosas, dice, no hay que dudar,
por creerlas increíbles o vanas; porque en tiempo
del emperador Constantino, un semejante hombre
vivo fué llevado a Alejandría, y después, cuando
murió, su cuerpo fué conservado «(insalato)» para
que el calor no le descompusiese, y llevado a Antio-
quía, al emperador, de lo cual casi todo el mundo
puede dar testimonio.»
^ Pero nada como la odisea de los monjes Teófilo,
Sergio y Elquino, cuando se propusieron, para edifi-
cación de la gente, narrar y escribir las admirables
160
t O 51 RARO
cosas que Dios les había hecho ver, en su viaje en
busca del Paraíso terrenal. Esto se ve en la vida de
San Macario. Habiendo renunciado al siglo, entra-
ron a un monasterio de Mesopotamia de Siria, del
cual era abad y rector Asclepione. El monasterio
estaba situado entre el Eufrates y el Tigris. Teófilo
un día en medio de una mística conversación, pro-
puso a sus dos nombrados hermanos en Cristo ir en
peregrinación por el mundo, «hasta llegar al lugar
en que se junta el cielo con la tierra.» Partieron to-
dos juntos, y la primera ciudad que encontraron
después de muchos días de caminar fué Jerusalém,
en donde adoraron la santa cruz y visitaron los lu-
gares santos. Estuvieron en Belén, y en el monte de
los Olivos. Después se dirigieron a Persia, el cual
imperio recorrieron. Luego van a la India, y empie-
zan para ellos los encuentros raros, los peligros y
las cosas extranaturales. Les rodean tres mil etio-
pes, en una casa deshabitada en la cual habían en-
trado a orar; les cercan de fuego, para quemarles
vivos; oran ellos a Cristo; Cristo les salva; les en-
cierran para darles muerte de hambre; Dios les saca
libres y sanos. Pasan por montes obscuros, llenos
de víboras y fieras. Caminan días enteros y pierden
el rumbo. Un bellísimo ciervo llega de pronto y les
sirve de guía. Vuelven a encontrarse solos, en un
lugar lleno de tinieblas y de espantos: una paloma se
les aparece y les conduce. Encuentran una tabla de
mármol con una inscripción referente a Alejandro y
a Darío. En la cual tabla miran escrita la dirección
nueva que deben tomar. Cuarenta días más de pere-
grinación y caen rendidos de cansancio. Llaman a
Dios, y adquieren nuevas fuerzas. Se levantan y ven
un grandísimo lago lleno de serpientes que parecían
arrojar fuego, «y oímos voces, dice la narración,
salir estrindentes de aquel lago, como de innume-
rables pueblos que gimiesen y aullasen.» Una voz
del cielo les dijo que allí estaban los que negaron a
Cristo.
11 161
RUBÉN DARÍO
Hallaron después a un hombre inmenso— una es-
pecie de Prometeo —encadenado a dos montes, y
martirizado por el fuego. Su clamor doloroso «s'udi-
va bene quaranta miglia alia lunga...» Después en
un lugar profundísimo, y horrible, y rocalloso y ás-
pero—los adjetivos son del original— vieron una fea
mujer desnuda a la cual apretaba un enorme dra-
gón, y le mordía la lengua. Más adelante encuen-
tran árboles semejantes a las higueras, llenos de pá-
jaros que tenían voz humana y pedían perdón a
Dios por sus pecados. Quisieron nuestros monjes sa-
ber qué era aquello, mas una voz celeste les repren-
dió: «Non ci conviene a voi conoscere li segreti giu-
dici di Dio; ándate alia vía vostra.» Con esta franca
indicación los buenos religiosos prosiguieron su ca-
mino. Hallan en seguida cuatro ancianos, hermosos
y venerables, con coronas de oro y gemas, palmas
de oro en las manos; ante ellos, fuego y espadas
agudas. Temblaron los peregrinos; pero fueron con-
fortados: «Seguid vuestro camino seguramente que
nosotros estaremos en este lugar, por Dios, hasta el
día del juicio .
>
162
LOS RAROS
blanco como la nieve. Arriba estrellas, más radian-
tes que las que vemos en el cielo:— sol, árboles, fru-
tas y flores y pájaros mejores que los nuestros; y
este precioso detalle: «la térra medesima e dall' uno
lato bianca come nevé e dall' altro rosa.» No conclu-
yen aquí las maravillas encontradas por estos divi-
nos Marco Polos. Después de verse frente a frente
con una tribu extrañísima - a la cual ponen en fuga
de muy curiosa manera, gritando, Dios calma sus
hambres y sedes con hierbas que brotan de la tierra
como cayó el maná bíblico del cielo.
Todo cubierto de cabellos blancos, «come Y uc-
cello delle penne», aparece ante ellos el ermitaño
San Macario. Si la blancura de sus cabellos ha sido
comparada con la de la nieve, no obsta para compa-
rarla con la de la leche. El retrato del solitario: «Su
faz parecía faz de ángel; y por la mucha vejez casi
no se veían los ojos. Las uñas de los pies y de las
manos cubrían todo el cuerpo; su voz era tan sutil y
poca que apenas se oía, la piel del rostro casi como,
una piel seca.»
Así León Bloy dibujaría una de sus viñetas ar-
caicas, a imitación de los viejos maestros alema-
nes. Macario conversa con los peregrinos, después
de reconocer en ellos a hijos y ministros de Dios,
y les aconseja no proseguir en su intento de llegar
al Paraíso
El mismo ha querido hacer el viaje: lo ha hecho:
¡está tan cerca aquel lugar de delicias donde vivie-
ron Adán y Eva! veinte millas, no más. Pero allá
está el querubín con una espada de fuego en la
mano, para guardar el árbol de la vida: sus pies pa-
recen de hombre, su pecho de león, sus manos de
cristal. Macario recomienda sus huéspedes a sus
dos leones: «Hijitos míos, esos hermanos vienen del
siglo a nosotros: cuidado con hacerles ningún mal.»
Cenaron raíces y agua; durmieron. Al siguiente día
ruegan a Macario que íes narre su vida. Nuevos y
mayores prodigios.
163
RUBÉN DARÍO
Macario, nacido en Roma, cuenta cómo dejó el
lecho de sus nupcias, la propia noche de bodas, para
consagrarse al servicio de Cristo.
Guías sobrenaturales, milagrosos senderos, hallaz-
gos portentosos; todo eso hay en la vida del ancia-
no. También él, perdido en el monte, tuvo por com-
pañero a un onagro maravilloso, después de ser
conducido por el arcángel Rafael; muéstrale el sen-
dero que debe seguir luego un ciervo desmesurado;
frente a frente con un dragón, el dragón le llama
por su nombre y le conduce a su vez, mas ya trans-
formado en un bellísimo joven. Halló una gruta y en
ella dos leones, que desde entonces fueron sus com-
pañeros. Esos dos leones escoltaron como pajes, un
buen trecho, a los peregrinos, cuando se despidieron
del santo eremita.
Al tratar de los demonios y sus costumbres, en
las «Vidas», Fra Domenico es copioso en detalles.
Deben haber consultado sus obras los Bodin, Co-
rres, Sinistrari, Lannes, Sprenger, Remigius, del
Río, para escribir sus tratados demonológicos. En
la vida de San Antonio Abad toma el Bajísimo for-
mas diversas: ya es una mujer bellísima y provoca-
tiva; o un mozo horrible; o surge el diablo en for-
ma de serpiente; y fieras, leones fantásticos, toros,
lobos, basiliscos, escorpiones, leopardos y osos, que
amenazan al solitario en una algarabía infernal.
Después en otro capítulo, explícase cómo los demo-
nios pueden venir en forma de ángeles luminosos,
y parecer espíritus buenos. San Antonio cuenta de
cuantas maneras se le aparecieron: en forma de ca-
balleros armados, o de fieras o monstruos; de un
gigante y de un santo monje. San Hilarión les oye
llorar como niños, mugir como bueyes, gemir como
mujeres, rugir como leones. San Abraham mira a
Lucifer en su celda en medio de una maravillosa
luz, o en forma de hombre furioso, de niño, de una
agresiva multitud. A San Macario le tienta en figura
de preciosa doncella, ricamente vestida. A San Pa-
164
LOS RAROS
tricio le arroja a un fuego demoníaco, del cual se
libra por la oración. Pero casi siempre es en forma
de mujer, o por medio de la mujer que Satán incita,
pues según dice con justicia Bodin: «Satán par le
moyen des femmes, attire les hommes a sa cordelle.»
Y es probado
Lo que se presenta con especial y primitiva gracia
en las «Vite» son las adorables figuras de las santas.
Semejan imágenes de altar bizantino, de vidrieras
medioevales; la virgen Eufrasia; Eugenia, mártir;
Eufrosina que vivió en un monasterio con hábito
masculino, como murió Palagia; María Egipciaca,
dulce pecadora que va a Dios y resplandece como
una estrella en el cielo de la santidad; Reparada,
que cambia en agua fría el plomo derretido y entra
al horno ardiente y sale intacta
Al acabar de leer la obra de Fra Domenico Ca-
valca siéntese la impresión de una blanda brisa llena
de aromas paradisíacos y refrescantes. Hay algo de
infantil que deleita y pone en los labios a veces una
suave sonrisa.
Todas las literaturas europeas tienen esta clase
de escritores— hagiógraf os o poetas,-- por desgracia
hoy demasiado olvidados e ignorados.— Raro es un
Rémy de Gourmont que resucite y ponga en maravi-
lloso marco las bellezas del latín místico de la Edad
Media, por ejemplo. No son muchos— no digo entre
nosotros; eso es claro— los que conocen joyeles como
las «Secuencias» de santa Hildegarda, y otros teso-
ros de poesía mística antigua. Alemania posee el
«Barlaam» y «Josaphat», el cántico de San Hannon,
etcétera. Tieck intentó que la poesía alemana de su
tiempo se abrevase en las límpidas aguas de Wac-
kenroder y otros autores de su tiempo. Fué un pre-
cursor de Dante Gabriel Rossetti, del prerrafaelis-
mo; y sufrió por sus intentos más de una picadura
de las abejas de Heine.
165
EDUARDO DUBUS
167
RUBÉN DARÍO
Ecoute longuement se prolonger en moi,
El doní je garde souvenir, pour iui complaire,
Et mainí joyau voüé d'ombre crépusculaire,
Qu'orfévre symbolique et pieuse soríis
A sa gloire,
Quand les violons sont partís.
168
OS RARO
Son ame, une eau limpide cí calme de fontaine:
Sous le grand nonchaloir des ramures fúnebres,
Refléte indolemení la réverie hautaine
Des lis épanouis dans les demi íénébres.
169
R b É E N DARÍO
Quería tener fama en «Francisco I», en el «Vache-
tte», en todo el barrio de ser morfinómano y no había
visto nunca, dicen sus íntimos, una Pravaz; de ser
pornógrafo y era casto, tan casto en sus versos,
como un lirio de poesía; de mal «sujeto», y era un ex-
celente muchacho. Su Maga le protegía; su Maga le
enseñaba la más dulce magia; su Maga le enseña-
ba los melodiosos versos, las músicas de sus enig-
máticos violines...
Henri Degrou— otro perfecto desconocido— nos
ha contado de él cómo apenas tenía diez años de
vida artística; que comenzó en el «Scapin» de Valle
tte con Denise, Samain, Dumur, Stuart Merril, que
luego juntando dos cosas horriblemente antagóni-
cas, poesía y política, fué conferencista revolucio-
nario en Ja sala Jussieu; y se batió en duelo; pe-
riodista clamoroso y aullante en el «Cri du Peuple»,
en la «Jeune Republique» y en la escandalosa «Co-
carde» de boulangística memoria; poeta en el «Chat
Noir», con Tinchant y Cross, y compañero constan-
te de la parvada mantenedora de las «revistas jóve-
nes», entre las cuales brotaron dos que hoy son lujo
intelectual del alma nueva de Francia, y a las que
no nombro por ser muy conocidas de los «nuevos.»
Hízose luego Dubus pontífice o cosa así de una de
esas religiones de moda más o menos indias o egip-
cias; budhista, kabalista, o lo que fuese, lo que bus-
caba su espíritu era huir de la banalidad ambiente,
hallar algo en que refugiarse, sediento de ensueños
y de fábulas, enemigo del bulevar, de Coquelin y
de la «Revue de Deux Mondes», uno de tantos «des
Esseintes», en fin.
Cuando la publicacién de su libro-bijou, «Quand
les violons sont partís»,— libro especial, defendido
de los hipopótamos callejeros porque era de subs-
cripción y no se vendía en las librerías,— los pocos,
los que le comprendieron, le saludaron como a uno
de los más ricos y brillantes poetas de la nueva ge-
neración.
170
LOS R A R j9
S
171
RUBÉN DARÍO
En toda obra de poeta joven actual se ve necesa-
riamente pasar la sombra del Caprípede.
Es el que ha enseñado el secreto de las vagas me-
lodías sugestivas, de aquellas palabras
172
OS R A R
ble «régret», y el refugio de la desolación en el en-
sueño.
En ritmos de Malasia continúan las lentas y vago-
rosas prosas de las ilusiones fugitivas, de las «reve-
nes» crepusculares, de las laxitudes que dejan los
apasionados besos idos; se oyen en el «pantum»
como las quejas de un viejo clavicordio, que hubie-
se sido testigo de las horas de pasión, en la prima-
vera en que florecieron las ilusiones, y que hoy re-
memora ¡tan tristemente! las albas amorosas que
pasaron. ¿Hay algo más melancólico que el rostro
de viuda de esa musa entristecida que tiene por
nombre Antes?
En «Les Jeux fermés» las reminiscencias de Ver-
laine aparecen más claras que en ninguna. Si me
favoreciese la memoria, recordaría el pasaje origi-
nal del maestro Pero los pocos lectores para quie-
.
173
& V B É A DARÍO
Aquel mismo parque lleno de adorables visiones,
y de ruidos de músicas suaves y de besos, es el lu-
gar de la nueva escena. Al claro de la luna se inicia
un amorío deleitoso y loco. Pero el éxtasis es rápi-
do. No quedará muy en breve sino la lánguida ato-
nía del recuerdo.
«La Mensonge d'Autunne» está escrita con la ma-
nera suntuosa y hermética de Mallarmé: apenas en-
trevistas apariencias, enigmáticas evocaciones, mú-
sicas sutiles y penetrantes, despertadoras de sensa-
ciones que un momento antes ignoraba uno dentro
de sí mismo.
Aurora. Ha pasado la noche de la fiesta. «El oro
rosado de la aurora incendia los «vitraux» del pala
ció en donde se danza una lenta pavana desfalle-
ciente, a los perfumes enervantes del aire puro.»
Un detalle:
174
LOS RAROS
Después una canción jovial cuyo final nos lleva-
rá al ineludible páramo de los desengaños; una
«feerie» —
para Rachilde — que sería maravillosa-
mente a propósito para ser interpretada por Odilon
Redon
Y en los «bailes», son las alegres danzantes, las
—
amadas, las adoradas ¡ah, crueles gatas nietzschia-
nas!— las alegres danzantes que danzan al son de los
violines y de las flautas.
Entre aromas y sonrisas y músicas, helas allí del
brazo de los caballeros, de los pobres enamorados
caballeros.
—Bellas nuestras, ¿queréis colocar en el lugar de
las rosas, sobre vuestro corazón los corazones nues-
tros?
¡Ah! ellas dicen que sí, toman los corazones, se
los prenden al corpino, y ríen. Los pobres caba-
lleros partirán y han de ver cómo las bellas dan-
zan en la sala del baile, y cómo se desprenden los
corazones de los corpinos, y cómo ellas siguen dan-
zando,
... cí leurs petits souliers
175
RUBÉN DARÍO
domina siempre la bruma de una tristeza irremedia-
ble. Es el reino del desencanto.
Así en un soneto invernal, como en el «pantun»
del Fuego, dedicado a Saint Pol Roux El Magnífico;
como en el monumental que alza en una Ba-
palacio
bilonia de ensueño; como en la canción «para la que
llegó demasiado tarde»; como en Epaves, donde los
galeones cargados de esperanzas se hunden en un
océano de olvido, antes de llegar a la España soña-
da; como en el jardín muerto, un jardín a lo Poe, en
donde reina la Desolación.
La parte siguiente presídenla dos corifeos de la
Decadencia (¡habrá que llamarla así!): Villiers de
Flsle Adam y Charles Morice.
El Eterno Femenino alza al cielo un cáliz enguir-
naldado de locas flores de voluptuosidad:
176
LOS RAR O _S
12 177
R V B E A D RIO
sacrificio, cruel como todas las adoradas , — He-
rodias.
Los violines se han callado, los violines han par-
tido. Y el
poeta ha partido también, camino del cielo
de los pobres poetas, camino de su hospital.
Los violines negros deben haber iniciado un mis-
terioso «De profundis», los violines negros que le
acompañaron en sus desesperanzas y en sus dolo-
res, cuando la vida le fué dura, la gloria huraña y
la mujer engañosa y felina.
178
TEODORO HANNON
... M. Théodre Hannon, un poete
de talent, sombré, sans excuse de
misére, a Bruxelles, dans la cloaque
des revues de fln d'année eí les
nauséeuses ratatouilles de la basse
presse.
J. K. Huysmans.
179
RUBÉN DARÍO
Paul Bonnetain daba a luz su «Charlot s'amuse»,
Flor O'squarr su «Cristiana», que le valdría unos
cuantos golpes del knut de León Bloy, Poete vin, Ni-
zet, Caze... la falange escandalosa se llamaba en
verdad legión. Entonces surgió Hannon con su
«Manneken-pis», anunciado como «curiosísmo y ori-
ginalísimo volumen.» Amédée Lynen le había ilus-
trado con dibujos «ingenuos.» No siendo suficiente
esa campanada, dio a luz el «Mirliton.» El diablo de
las ediciones, Kistemacker, no podía estar más satis-
fecho rabudo y en cuclillas, sobre las carátulas.
«Las Rimas de Gozo» nos muestran ya un Theodore
Hannon, si no menos tentado por el demonio de to-
das las concupiscencias, suavizado por los ungüen-
tos y perfumes de una poesía exquisita. Depravada,
enferma, sabática si queréis, pero exquisita.
He ahí primero ese condenado suicidio del herre-
ro, que dio tema a Felicien Rops para abracada-
brante aguafuerte, que no aconsejo ver a ninguna
persona nerviosa propensa a las pesadillas maca-
bras. Esos versos del ahorcado, parécenme la más
amarga y corrosiva sátira que se ha podido escribir
contra la literatura afrodisíaca. No tendría Theodo-
re Hannon esas intenciones; pero es el caso que le
resultaron así.
Discípulo de Baudelaire «su alma flota sobre los
perfumes», como la del maestro. Busca las sensacio-
nes extrañas, los países raros, las mujeres raras,
los nombres exóticos y expresivos. Me imagino el
enfermizo gozo de Des Esseintes al leer las estrofas
al Opoponax: «¡Opoponax! nom tres bizarre— et par-
fum plus bizarre encoré!» Tráele el perfume de ape-
lación exótica, visiones galantes, tentadores cua-
dros, maravillosos conciertos orgiásticos; la nota de
ese aroma poderoso sobrepasa a las de los demás,
en un efluvio victorioso.
Gusta del opoponax porque viene de lejanas regio-
nes, donde la naturaleza parece artificial a nuestras
miradas; cielos de laca, flores de porcelana, pájaros
180
LOS R AROS
desconocidos, mariposas como pintadas por un pin-
tor caprichoso: el reinado de lo postizo. El poeta de
lo artificial se deleita con los vuelos de las cigüeñas
de los paisajes chinos, los arrozales, los boscajes
ocultos y misteriosos impregnados de vagos almiz-
cles. Estrofas inauditas como esta:
181
RUBÉN DARÍO
Libido formidable que azotaba con tirsos de rosas
y ortigas a la melodiosa y candente Safo. Theodore
Hannon es un perverso, elegante y refinado; en sus
poemas tiembla la «histeria mental» de la ciencia, y
la «delectación morosa» de los teólogos. Es un satá-
nico, un poseído. Mas el Satán que le tienta, no
creáis que es el chivo impuro y sucio, de horrible
recuerdo, o el dragón encendido y aterrorizador, ni
siquiera el Arcángel maldito, o la Serpentina de la
Biblia, o el diablo que llegó a la gruta del santo An-
tonio, o el de Hugo, de grandes alas de murciélago,
o el labrado por Antokolsky, sobre un picacho, en la
sombra. El diablo que ha poseído a Hannon es el
que ha pintado Rops, diablo de frac y «monocle»,
moderno, civilizado, refinado, morfinómano, sadis-
ta, maldito, más diablo que nunca.
Si Gorres escribiese hoy su «Mística diabólica»,
no pintaría al Enemigo, «alto, negro, con voz inar-
ticulada, cascada, pero sonora y terrible... cabellos
erizados, barba de chivo...» antes bien: buen mozo,
elegante, perfumado con aromas exóticos, piel de
seda y rosa, bebedor de ajenjo, sportman, y, si lite-
rato, poeta decadente. Este es el de Theodore Han-
non, el que le hace rimar preciosidades infernales y
cultivar sus flores de fiebre, esas flores luciferinas
que tienen el atractivo de un aroma divino que diera
la eterna muerte.
Hannon pagó tributo a la chinofilia y tejió sedo-
sos encajes rimados en alabanza del Imperio Celeste
y del Japón... Allá le llevó el amor acre y nuevo de
la mujer amarilla y el opio sublime y poderoso, se-
gún la expresión de Quincey. También, como al au-
tor de las «Flores del Mal», le persigue el spleen.
Luego, lanza en esas horas cansadas y plúmbeas,
su desdén al amor ideal. Rompe los moldes en que
su poesía pudiese formar este o aquel verso de oro
en honor de la pasión espiritual y pura; fleta un bar-
co para Cí teres, y arroja al paso ramos de rosas a
las mujeres de Lesbos. La vendedora de amor será
182
OS RARO
glorificada por él y corre hacia el abismo de las de-
licias en una especie de fatal e ineludible demencia.
Va como si le hubiese aguijoneado los ríñones una
abeja del jardín de Petronio.
Hele allí bajando a la bodega de los abuelos, a
buscar el buen vino viejo que le pondrá sol y san-
gre en las venas; o en el tren expreso que va a lle-
varle a saborear los labios deseados; o admirando
en una íntima noche de Diciembre, la estatua vi-
viente de las voluptuosidades felinas. De pronto un
efecto de luna en un mar de duelo, en un fondo ne-
gro de tinieblas. El «odor di femmina» se encuentra
en una serie de versos, como esos perfumes concen-
trados en los «sachets» de las damas. A veces cre-
y érase en una vuelta a la naturaleza, a las frescas
primaveras, pues brilla sobre la harmonía de una
estrofa, la sonrisa de Mayo. Es una nueva forma de
la tentación, y si oís el canto de un mirlo será una
invitación picaresca. Como su maestro de una ma-
labaresa, Hannon se prenda de una funámbula. para
la cual decora un interior a su capricho, y a la que
ofrece la sonata más amorosamente extravagante
del harpa loca de sus nervios. Todo, para este sen-
sual, es color, sonido, perfume; línea, materia. Bau-
delaire hubiera sonreído al leer este terceto:
183
i? L B E A DARÍO
juro que no hay nada más original que esa poesía
audaz y fugitiva; sobre una alfombra de seda e hilos
de Escocia, danza la musa Serpentina uno de sus
pasos más prodigiosos. Cuando llega Mayo, madri-
galiza el poeta tristemente. No es raro: «Omnia ani-
mal post...» etc.
A
Louise Abbema dedica una linda copia rítmica
de su cuadro «Lilas blancas»; ¡suave descanso!
Pero es para, en seguida, abortar una estúpida y
vulgar blasfemia. ¿Hannon ha querido imitar ciertos
versos de Baudelaire? Baudelaire era profunda y
dolorosamente católico, y si escribió algunas de sus
poesías «pour épater les bourgeois», no osó nunca a
Dios. Pasa Theodore Hannon con sus bebedoras de
fósforo: esas son las musas y las mujeres que le lle-
van la alegría de sus rimas; dedica ciertos limones
a Cheret, y el pintor de los joviales «affiches» gus-
tará de esas limonadas; quema lo que él llama «in-
cienso femenino», en una copa de Venus con carbo-
nes del Infierno; pinta mares de espumosas ondas
lesbianas y celebra a su amada de figura andrógi-
na; es bohemio y errabundo, soñador y noctámbulo;
prefiere las flores artificiales a las flores de la pri-
mavera; labra joyas, verdaderas joyas poéticas,
para modistas y perdularias; dice sus desengaños
prematuros; nos describe a Jane, una diablesa; nos
lleva a un taller de pintor en donde un pobre viejo
modelo sufre su martirio; los «Sonetos sinceros» son
tres canciones del amor moderno, llenas de rosas y
de besos, y sus iconos bizantinos son obras maes-
tras de «degeneración.» Tomando por modelo las
letanías infernales de Baudelaire, escribe las del
Ajenjo, que a decir verdad, le resultaron más que
medianas. Su histerismo estalla al carrtar la Histe-
ria; su «Mer enrhumée» es una extravagancia. Can-
ta a unos ojos negros y diabólicos que le queman el
alma; canta el pecado. Nos presenta un cuadro de
«toilette» que es adorable de arte y abominable de
vicio; en sus versos se sienten todos los perfumes,
184
o R R O
185
El Conde de Lautréamont
EL CONDE DE LAUTRÉAMONT
189
RUBÉN DARÍO
aconsejaré yo a la juventud que se abreve en esas
negras aguas, por más que en ellas se refleje la ma-
ravilla de las constelaciones. No sería prudente a
los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hom-
bre espectral, siquiera fuese por bizarría literaria, o
gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo
de la Kabala: «No hay que jugar al espectro, porque
se llega a serlo»: y si existe autor peligroso a este
respecto, es el conde de Lautréamont. ¿Qué infernal
cancerbero rabioso mordió a esa alma, allá en la re-
gión del misterio, antes de que viniese a encarnarse
en este mundo? Los clamores del teófobo ponen es-
panto en quien los escucha. Si yo llevase a mi musa
cerca del lugar en donde el loco está enjaulado vo-
ciferando al viento, le taparía los oídos.
Como a Job le quebrantan los sueños y le turban
las visiones; como Job puede exclamar: «Mi alma es
cortada en mi vida; yo soltaré mi queja sobre mí y
hablaré con amargura de mi alma.» Pero Job signi-
fica «el que llora»; Job lloraba y el pobre Lautréa-
mont no llora. Su libro es un breviario satánico, im-
pregnado de melancolía y de tristeza. «El espíritu
maligno, dice Quevedo, en su «Introducción a la
vida devota», se deleita en la tristeza y melancolía
por cuanto^es triste y melancólico, y lo será eterna-
mente.» Más aun: quien ha escrito los «Cantos de
Maldoror» puede muy bien haber sido un poseso.
Recordaremos que ciertos casos de locura que hoy
la ciencia clasifica con nombres técnicos en el catá-
logo de las enfermedades nerviosas, eran y son vis-
tos por la Santa Madre Iglesia como casos de pose-
sión para los cuales se hace preciso el exorcismo.
«¡Alma en ruinas!» exclamaría Bloy con palabras
húmedas de compasión.
Job:—-«El hombre nacido de mujer, corto de días y
harto de desabrimiento...»
Lautréamont:— «Soy hijo del hombre y de la mu-
jer, según lo que se me ha dicho. Eso me extraña,
j Creía ser más!»
190
LOS RAROS
Con quien tiene puntos de contacto es con Ed-
gar Poe.
Ambos tuvieron la visión de lo extranatural, am-
bos fueron perseguidos por los terribles espíritus
enemigos, «norias > funestas que arrastran al al-
cohol, a la locura, o a la muerte; ambos experimen-
taron la atracción de las matemáticas, que son, con
la teología y la poesía, los tres lados por donde pue-
de ascenderse a lo infinito. Mas Poe fué celeste, y
Lautréamont infernal.
Escuchad estos amargos fragmentos:
«Soñé que había entrado en el cuerpo de un puer-
co, que no me era fácil salir, y que enlodaba mis
cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello
como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no
pertenecía más a la humanidad! Así interpretaba
yo, experimentando una más que profunda alegría.
Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de
virtud había realizado, para merecer de parte de la
Providencia este insigne favor...
»¿Más quién conoce sus necesidades íntimas, o la
causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis
no pareció jamás a mis ojos sino como la alta y
magnífica repercusión de una felicidad perfecta que
esperaba desde hacía largo tiempo. ¡Por fin había
llegado el día en que yo me convirtiese en un puer-
co! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los ár-
boles; mi hocico, lo contemplaba con delicia. «No
quedaba en mí la menor partícula de divinidad»:
supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta
voluptuosidad inefable.»
León Bloy, que en asuntos teológicos tiene la cien-
cia de un doctor, explica y excusa en parte la ten-
dencia blasfematoria del lúgubre alienado, supo-
niendo que no fué sino un blasfemo por amor. «Des-
pués de todo, este odio rabioso para el Creador,
para el Eterno, para el Todopoderoso, tal como se
expresa, es demasido vago en su objeto, puesto que
no toca nunca los Símbolos», dice.
191
RUBÉN DARÍO
Oid la voz macabra del raro visionario. Se refiere
a los perros nocturnos, en este pequeño poema en
pi-osa, que hace daño a los nervios. Los perros au-
llan «sea como un niño que grita de hambre, sea
como un gato herido en el vientre, bajo un techo;
sea como una mujer que pare; sea como un moribun-
do atacado de la peste, en el hospital; sea como una
joven que canta un aire sublime—; contra las estre-
llas al norte, contra las estrellas al este, contra las
estrellas al sur, contra las estrellas al oeste; contra
la luna; contra las montañas; semejantes, a lo lejos,
a rocas gigantes, yacentes en la obscuridad—; con-
tra el aire frío que ellos aspiran a plenos pulmones,
que vuelve lo interior de sus narices rojo y queman-
te; contra el silencio de la noche; contra las lechu-
zas, cuyo vuelo oblicuo les roza los labios y las na-
rices, y que llevan un ratón o una rana en el pico,
alimento vivo, dulce para la cría; contra las liebres
que desaparecen en un parpadear; contra el ladrón
que huye, al galope de su caballo, después de haber
cometido un crimen; contra las serpientes agitado-
ras de hierbas, que les ponen temblor en sus pelle-
jos y les hacen chocar los dientes ; contra sus pro-
pios ladridos, que a ellos mismos dan miedo; contra
los sapos, a los que revientan de un solo apretón de
mandíbulas (¿para qué se alejaron del charco?);
contra los árboles, cuyas hojas, muellemente meci-
das, son otros tantos misterios que no comprenden, y
quieren descubrir con sus ojos fijos inteligentes—;
contra las arañas suspendidas entre las largas pa-
tas, que suben a los árboles para salvarse; contra
los cuervos que no han encontrado que comer du-
rante el día y que vuelven al nido, el ala fatigada;
contra las rocas de la ribera; contra los fuegos que
fingen mástiles de navios invisibles; contra el ruido
sordo de las olas; contra los grandes peces que
nadan mostrando su negro lomo y se hunden en
el abismo—, y contra el hombre que les escla-
viza...
192
LOS RAROS
«Un día,con ojos vidriosos, me dijo mi madre:
—Cuando estés en tu lecho, y oigas los aullidos de
los perros en la campaña, ocúltate en tus sábanas,
no rías de lo que ellos hacen, ellos tienen una sed
insaciable de lo infinito, como yo, como el resto de
los humanos, ala «figure palé et longue...» «Yo,—
sigue él,— como los perros sufro la necesidad de lo
infinito. ¡No puedo, no puedo llenar esa necesidad!»
Es ello insensato, delirante; «mas hay algo en el
fondo que a los reflexivos hace temblar.»
Se trata de un loco, ciertamente. Pero recordad
que el «deus» enloquecía a las pitonisas, y que la
fiebre divina de los profetas producía cosas seme-
jantes: y que el autor «vivió» eso, y que no se trata
de una «obra literaria», sino del grito, del aullido de
un ser sublime martirizado por Satanás.
El cómo se burla de la belleza, como de Psiquis,
por odio a Dios, lo veréis en las siguientes compa-
-
13 193
RÚBEA D A R 1
194
o i? i? o
195
> i
Paul Adam
PAUL ADAM
199
RUBÉN DARÍO
Los politiqueros de la patriotería dan vueltas cada
mañana al mismocantar. Rochefort redobla cotidia-
namente en su viejo tambor, furioso; Drumont des-
taza su semita de costumbre; Coppée, inválido lírico
metido a sacristán, se pone a la par del ridículo Dé-
rouléde; los escritores de la literatura, explotan sus
distintos lenocinios; M. Jean Lorrain cuenta sus
historias viciosas de siempre; Mendés, cuya porno-
grafía de color de rosa no está ya de moda, hace la
crítica teatral, generalmente plástica; Fouquier, el
maestro periodista, da lecciones útiles y genero-
sas;— entre todos, más alto, más joven, más enérgi-
co, más vigoroso, Paul Adam aparece,— al lado de
Mirbeau;— llega con su misión, obligatoria y digni-
ficadora, y ara en la prensa, en el campo malsano
de esta prensa, con su deber, firme arado.
Yo admiro profundamente a M. Paul Adam. No-
ble por familia y origen, se ha consagrado a una
tarea de solidaridad humana cuyos frutos se vierten
para los de abajo. Dueño de una voluntad, propieta-
rio de un carácter, fecundo de ideas, pletórico de
conocimientos, archimillonario de palabras, ha des-
deñado la parada de un Barres, que le hubiera con-
ducido a una diputación, ha rechazado los flonflones
de la literatura fácil, la «glorióle» de los éxitos azu-
carados; ha podado su antiguo estilo de ramas su-
perfluas; ha puesto su cuño de pensamientos circu-
lantes en pleno sol, en plena claridad; se ha ido a
vivir fuera de París, para trabajar mejor; y dicien-
do la verdad, clamando al porvenir, recorriendo lo
pasado, estudiando lo presente, sacudiendo la histo-
ria, escarbando naciones, da, periódicamente, su
ración de bien para quien sepa aprovecharla.
No haya vacilación en creer que éstos son pocos.
Para los de abajo la elevación mental, la frase sim-
plificada y amacizada de M. Paul Adam no es fácil-
mente accesible; para los puros ideólogos, este or-
ganizador, este lógico, este filósofo de combate, no
inspira completa confianza. Por otra parte, la me-
200
LOS R A R O S
201
RUBÉN DARÍO
histórica, una obra enorme atestigua la potencia de
ese singular entendimiento. Sus reconstrucciones
bizantinas son de un encanto dominador, y junto a
lo concreto de la época, brilla el lujo de un tesoro
verbal único, de un decir que no admite complemen-
tos, total. Batallista, arregla, táctico del estilo, sus
escenas y su decoración, con una magistralidad so-
berbia y matemática. Y, conciso en lo abundoso,
rico de perspectivas, de líneas y colores, con dos o
tres pincelazos planta su cuadro a la vista, neto,
definitivo. En sus estudios del alma de las muche-
dumbres, como en sus análisis de tipos psíquicos, su
fino espíritu ahonda y aclara, en súbitos golpes de
luz, los más hondos recodos. Y jamás el soplo nór-
dico, la cosa germana, o la cosa escandinava, ó la
cosa rusa, le han perturbado o fascinado en su ca-
mino. M. Paul Adam permanece francés, nada más
que francés, y lleno del soplo de su época, cumple
con su deber actual, pone su contingente en la labor
de ahora, y hace lo que puede por ver si no es im-
posible la regeneración, la consecución de un ideal
de grandeza futura, humano, seguro y positivo.
No creáis que porque su amor a la justicia y su
pasión de belleza y de verdad le conduzcan a la
exaltación de las ocultas fuerzas populares, haya en
él ni un solo momento, un adulador de muchedum-
bres, ni un político de oportunidades, ni un cantor
de marsellesas y carmañolas. Moralmente, es un
aristócrata, y no confundirá jamás su alma supe-
rior, en el mismo rango o en la misma oleada que
la de los rebaños pseudosocialistas. El obra en pro
de los trabajadores; lleva su utopia por el sendero
en que se suele encontrar el casi imposible sueño de
la supresión de la miseria y del desaparecimiento de
los ejércitos guerreros. Un crítico sutil y penetran-
te, M. Camille Mauclair, concentra en estas palabras
la sociología de M. Paul Adam:
«Para él no hay más que un asunto en los libros
y en la vida: la lucha de la fuerza y del espíritu.
202
LOS RAROS
El opone la fuerza creadora a la destruccción, la
fecundidad activa al nihilismo de la guerra, el inter-
nacionalismo al «chauvinismo», los conflictos de cla-
ses a los conflictos de naciones, el intelectualismo al
militarismo, Lucifer y Prometeo a Júpiter y a Jehová,
dioses de la fuerza brutal.»
M. Paul Adam es un intelectual, en el único senti-
do que debía tener esta palabra. Él pone en el inte-
lecto la fuente del perfeccionamiento, y da a la idea
su valor de multiplicación vital, y de repartidora de
bienes en la muchedumbre humana.
Si M. Paul Adam, guiado por su voluntad de siem-
pre, quisiese un día ir a la acción política, a la lucha
directa, sería un gran conductor de pueblos; pero
me temo mucho que tuviese la suerte de un héroe
ibseniano. En las muchedumbres no tienen éxito los
cerebrales; el sentimentalismo priva en seres casi
instintivos. El pueblo oye y entiende con mayor pla-
cer y facilidad las tiradas tricolores de un Coppée,
que las altas palabras de quien se desinteresa de las
bajas aventuras presentes, y desea formar caracte-
res, hacer vibrar noblemente las conciencias y asen-
tar y rehacer y solidificar la patria.
Una de las fases más simpáticas y sobresalientes
de M. Paul Adam, es su faz de periodista. El
«Triomphe des mediocres» es una obra maestra en
su género. Sin la escandalosa escatología pátmica
de León Bloy, sin las farsas, o compadrerías de un
Drumont, o de un Rochefort, ha blandido las más
bien templadas ideas, ha herido mucho y bien en
esas carnes sociales, ha flagelado costumbres, se
ha burlado duramente de los carnavales políticos,
de las paradas monarquistas, de la caridad falsa,
de la ciencia abotonada y de palmares; ha denuncia-
do a inicuos, a sinvergüenzas y mercaderes de pa-
triotismo, falsos socialistas, aristocrácticas fanto-
chesas, cepilladores de moral y remendones de la
virginidad literaria.
¡Y qué hermosa prosa, de un lirismo sofrenado,
203
R b B E N DARÍO
que va latigueando a un lado y otro, sin desbocarse,
sin sobresaltos, sin caídas, que dice lo que hay que
decir, y nada más; que tiene el adverbio justo, el
verbo propio, y que clava el adjetivo como un re-
jón, demanera que queda vibrante, arraigado y se-
guro! No hay duda de que M. Paul Adám es uno de
los maestros de la prosa contemporánea, en ese
maridaje estupendo de la claridad con la energía,
la vivacidad con la fiereza y el ímpetu con la pon-
deración.
Y este vigoroso que tiene la medula de un sabio
y las alas de un artista, llena su misión con la ma-
yor serenidad y tranquilidad, no lejos del sonoro
y ronco maelstrom de París. Uno de los mayores
bienes que su personalidad esparce, es ese conti-
nuo ejemplo de actividad, esa incesante campaña,
esa inextinguible ansia de trabajar, y de trabajar
bien. «La lucha por el pan, por el oficio de escritor
y de periodista, salva a los fuertes de la abstrac-
ción estéril», dice M. Mauclair. Y dice bien. A pesar
de su alejamiento de centros y camarillas, o por
esto mismo, creo que se le respeta y se le reconoce
como el más potente y el más noble. Al verle así,
en su aislada residencia, sin mezclarse en las locu-
ras y chismes y revueltas parisienses, cultivando
su vasto talento con tanta voluntad y tanto tino,
me suelo imaginar a uno de esos gentiles hombres
de la campaña, que mientras la ciudad danza y se
prostituye, siembran sus campos, tranquilos y la-
boriosos, y llenan, llenan sus trojes; y cuando la
peste llega y llega el hambre a la ciudad, dan la
limosna de sus graneros, abren sus depósitos, brin-
dan sus almacenes.
Yquizá muy pronto tenga hambre Francia.
204
MAX NORDAU
205
R L B E A DARÍO
de elogio, «Pasiones», de Ayarragaray, llamó mi
atención hacia la psicología de nuestro siglo, y pre-
sentó a mi vista el tipo del médico moderno que pe-
netra en lo más íntimo del ser humano. Cuando la
literatura ha hecho suyo el campo de la fisiología, la
medicina ha tendido sus brazos a la región obscura
del misterio.
Allá a lo lejos vense a Moliere y Lesage atacar a
jeringazos a los esculapios. Había cierta inquina de
los hombres de pluma contra los médicos, y el epi-
grama y la sátira teatral no desperdiciaban momen-
to oportuno para caer sobre los hijos de Galeno.
Sangredo había nacido, j no todo él del cerebro de
su creador, pues sabemos por Max Simón que San-
gredo vivió en carne y hueso en la personalidad del
médico Hecquet. El mismo Max Simón hace notar
la acrimonia especial con que el más ilustre de los
poetas cómicos y el más grande de los novelistas de
su época atacaron a los médicos. En uno y otro,
dice, se nota un verdadero desprecio por el arte que
profesan aquellos a quienes atacan. Moliere, iróni-
co y fuerte, Lesage, injurioso y despreciativo, están
siempre listos con sus aljabas. Monsieur Purgón,
formalista, aparatoso y ciego de intelecto, y los dos
Tomases Diafoirus aparecieron como encarnacio-
nes de una ciencia tan aparatosa como falsa. San-
gredo fué, según Waltter Scott, el mismo Helvecio.
En resumen, los ataques literarios se dirigían con-
tra los doctores de sangría y agua tibia. Son los
tiempos en que Hecquet publica «Le Brigandage de
la Medicine», en el cual están en su base los princi-
pios de Gil Blas, y en el que eran más que comunes
diálogos a la manera del que en una obra del gran
cómico sostienen Desfonandrés y Tomes.
Si los médicos del siglo xvn se enconaron con las
bromas de Moliere, los del siglo xvm no fueron tan
quisquillosos con las sátiras de Lesage (1). En nues-
206
LOS RAROS
tro siglo, la última gran campaña literaria, el movi-
miento naturalista dirigido por Zola, tiene por pa-
dre a un médico, Claudio Bernard. En tanto que la
literatura investiga y se deja arrastrar por el im-
pulso científico, la medicina penetra al reino de las
letras; se escriben libros de clínica tan amenos como
una novela. La psiquiatría pone su lente práctico en
regiones donde solamente antes había visto claro la
pupila ideal de la poesía. Ante el profesor de la Sal-
petriére, junto con los estudiantes han ido los litera-
tos. Y en el terreno crítico cierta crítica tiene por
base estudios recientes sobre el genio y la locura:
Lombroso y sus seguidores.
Guyau, el admirable y joven sabio, sacrificó en
las aras de los nuevos ídolos científicos. El compro-
bó, como un profesor que toma el pulso, el estado
patológico de su edad, el progreso de fiebre moral
siempre en crecimiento El juntó en un capítulo de
.
207
i? Í¡ B E N DARÍO
zón el brillante Aniceto Valdivia: «Sólo un tempera-
mento de toro, como el de Balzac, puede soportar
sin rajarse, el peso de ese mundo de desdenes, de ol-
vidos, de negaciones, de injustos silencios bajo el
cual ha caído el adorable poeta de «Rimes Byzanti-
nes.» La autopsia espiritual que del desgraciado jo-
ven ginebrino hace el sereno analizador sociólogo,
me parece de una impasible crueldad.
Aqui de las comparaciones que ofrece la nueva
ciencia penal, entre los desequilibrados, locos y cri-
minales. Porque un cierto Cimmino, bandido napo-
litano, se ha hecho tatuar en el pecho una frase de
desconsuelo, quedan condenados a la comparación
más curiosamente atroz todos los admirables melan-
cólicos que representan la tristeza en la literatura.
El nombre de Leopardi, por ejemplo, aparecerá en
la más infame promiscuidad con el de cualquier nú-
mero de penitenciaria o de presidio, por obra de tal
razonamiento de Lacassagne o de tal opinión de
Lombroso. En las especializad ones de Max Nor-
dau la falta de justicia se hace notar, agravándose
con una de las más extrañas inquinas que pueden
caber en crítico nacido. Bien trae a cuento Jean
Thorel un caso gracioso que aquí citaré con las mis-
mas palabras del escritor: «Recuerdo haber leído
una vez en una revista inglesa un largo estudio,
muy concienzudo, de argumentación apretada e
irrefutable, que probaba— que no se contentaba con
afirmar, sino que probaba con numerosos ejem-
plos—que Víctor Hugo era un escritor sin talento y
un execrable poeta. Para mejor convencer a sus lec-
tores, el crítico que se había señalado la tarea de
«demoler» a Víctor Hugo, había tenido cuidado de
acompañar cada una de sus citas de una notita que
hacía conocer el título de la obra de que se había
extraído la cita, con todas sus indicaciones acceso-
rias, lugar y año de publicación, número de la edi-
ción, cifra de la página cuyo era el verso citado, et-
cétera. Y se tenía inmediatamente el sentimiento de
208
LOS RAROS
que si en verdad se hallaba en tal página de tal li-
bro, el mal verso que se acaba de leer en la revista,
Víctor Hugo era, realmente, un poeta lastimoso. Me
decidí temblando a llevar a cabo esta verificación, y
encontré que cada vez que el picaro verso estaba en
realidad en el libro indicado, descubría también al
mismo tiempo que al lado de ese había diez, cien o
mil versos que eran de una completa belleza.» Tiene
razón Jean Thorel. Max Nordau condena el poema
entero por un verso cojo o luxado; y al arte entero,
por uno que otro caso de morbosismo mental. Para
estimar la obra de los escritores a quienes ataca,
pues principalmente por los frutos declara él la en-
fermedad del árbol, parte de las observaciones de
los alienistas en sus casos de los manicomios. Al
tratar Guyau de los desequilibrados, hablaba de
«esas literaturas de decadencia que parecen haber
tomado por modelos y por maestros a los locos y los
delincuentes.» Nordau no se contenta con dirigir su
escalpedo hacia Verlaine, el gran poeta desventu-
rado o a uno que otro extravagante de los últimos
cenáculos de las letras parisienses El sentencia a
.
14 209
RUBÉN DARÍO
dos; esta afirmación que nos dejará estupefactos,
gracias a la autoridad del sabio Sollier: es una par-
ticularidad de los idiotas y de los imbéciles tener
gusto por la música. Thorel señala una contradic-
ción del crítico alemán que aparece harto clara. La
música, dice éste, no tiene otro objeto que despertar
emociones; por tanto, los que se entregan a ella son
o están próximos a ser degenerados, por razón de
que la parte del sistema nervioso que está dotada
de la facultad de emotividad, es anterior atávica-
mente a la substancia gris del cerebro, que es la en-
cargada de la representación y juicio de las cosas;
y el progreso de la raza consiste en la superioridad
que adquiere esta parte sobre la primera. Entretan-
to Nordau coloca entre los grandes artistas de su
devoción a un gran músico: Beethoven. Demás está
decir que las ideas que Max Nordau profesa sobre
el arte son de una estética en extremo singular y
utilitaria. El carro de hierro, la ciencia, ha destruí-
do según él los ideales religiosos. No va ese carro
tirado, ciertamente, por una cuadriga de caballos
de Atila. Y hoy mismo, en el campo de humanidad,
después del paso del monstruo científico, renacen
árboles, llenos de flores de fe. Tampoco el arte po-
drá ser destruido. Los divinos semi-locos «necesa-
rios para el progreso,» vivirán siempre en su celes-
te manicomio consolando a la tierra de sus seque-
dades y durezas con una armoniosa lluvia de esplen-
dores y una maravillosa riqueza de ensueños y de
esperanzas.
Por de pronto, en «Degeneración,» los números
de hospital, entre otros, son los siguientes: Tols-
toY,— puesto que lleno de una santa pasión por el
-
210
IOS RAROS
cales de algunos de sus poemas que se repiten con
frecuencia. Deben acompañar lógicamente en su
deshaucio, al exquisico prerrafaelista, los bucólicos
griegos, los autores de himnos medioevales, los ro
mancistas españoles y los innumerables cancioneros
que han repetido por gala rítmica una frase dada
en el medio o en el fin de sus estrofas. El admirado
umversalmente por su alta crítica artística, Ruskin,
queda condenado: es la causa de su condenación el
defender a Burne Jones y a la escuela prerrafaelista.
En el proceso del libro, desfilan los simbolistas y
decadentes. El ilustre jefe, el extraño y cabalístico
Mallarmé con el pasaporte de su música encantado-
ra y de sus brumas herméticas, no necesita más
para el diagnóstico. Charles Morice, de larga cabe-
llera y de grandes ideas, al manicomio. Lo mismo
Regnier, el orgulloso ejecutante en el teclado del
verso; Julio Laforgue, que con la introducción del
verso falso ha hecho tantas exquisiteces; Paul
Adam, que ya curado de ciertas exageraciones de
juventud, escribe sus «Princesas Bizantinas;» Stuard
Merril, prestigioso rimador }^ankee-f ranees; Lau-
rent Tailhade, que resucita a Rabelais después de
cincelar sus joyas místicas. No hay que negarle
mucha razón a Nordau cuando trata de Verlaine
con quien—en cuanto al poeta,— es justo. Mas el que
conozca la vida de Verlaine y lea sus obras, tendrá
que confesar que hay en ese potente cerebro, no el
grano de locura necesario, sino la lesión terrible
que ha causado la desgracia de ese «poeta maldito.»
En cuanto a Rimbaud - a quien un talento tan claro
como el de Jorge Vanor coloca entre los genios,— tan
orate como él, aunque menos confuso, y a Tristan
Corbiere, a quien sus versos marinos salvan... Des-
pués Rene Ghil y su tentativa de instrumentación,
Gustavo Khan y su apreciación del valor tonal de
las palabras son más bien — a mi ver — excéntri-
cos literarios llevados por una concepción del arte,
en verdad abstrusa y difícil. Y por lo que toca a
211
RUBÉN D A R 1
212
LOS R A R OS
en el estado actual de la sociedad humana, ¿quién
podrá extrañar el aislamiento de ciertas almas esti-
litas, de pie sobre su columna moral, que tienen so-
bre sí la mirada del ojo de los bárbaros?
Entre los parnasianos, si no cita a todos los clien-
tes de Lemerre, que con el oro de la rima le reple-
taran su caja de editor millonario, señala al so-
berbio Theo, que va a su celda, agitando la cabe-
llera absalónica y junto con él Banville, el mejor
tocador de lira de los anfiones de Francia. ¿Y
Mendés?
213
RUBÉN DARÍO
ra indicación terapéutica es el alejamiento de aque-
llas ideas que son causa de la enfermedad. Para los
que piensan hondamente en el misterio de la vida,
para los que se entregan a toda especulación que
tenga por objeto lo desconocido, «no pensar en ello.»
Cuando Ayarragaray entre nosotros señala el cam-
po la quietud, el retiro, «Cantaclaro» protesta.
,
214
L O S RAROS
social.» «Es preciso matarlos horriblemente», decía.
Y para ello proponía que se construyese en lugares
donde fuesen frecuentes los temblores de tierra,
grandes edificios de techos de granito; y «allí invi-
taremos para que se establezca a toda la inspirada
«ribambelle de ees pretendus Reveurs», que Platón
quería, indulgentemente, coronar de rosas y arrojar-
los de su República.» Ya instalados los poetas, los
«soñadores», un terremoto vendría y el efecto sería
el que caracterizaba Bonhomet con esta inquietante
onomatopeya:
¡¡¡Krrraaaakü!
215
>*&?
IBSEN
217
RUBÉN DARÍO
esquiva. El mundo le mira como a un legendario
habitante del reino polar. Quienes, le creen un ex-
travagante generoso, que grita a los hombres la pa-
labra de su sueño, desde su frío retiro; quienes, un
apóstol huraño, quienes, un loco. ¡Enorme visiona-
rio de la nieve! Sus ojos han contemplado las lar-
gas noches y el sol rojo que ensangrienta la obscu-
ridad invernal: luego miró la noche de la vida, lo
obscuro de la humanidad. Su alma estará amarga-
da hasta la muerte.
Maurice Bigeon, que le ha conocido íntimamente,
nos le pinta: «La nariz es fuerte, los pómulos rojos
y salientes, la barbilla vigorosamente marcada, sus
grandes anteojos de oro, su barba espesa y blanca
donde se hunde lo bajo del rostro, le dan «l'air bra-
ve homme», la apariencia de un magistrado de pro-
vincia, envejecido en el cargo. Toda la poesía del
alma, todo el esplendor de la inteligencia, se han re-
fugiado, aparecen en los labios finos y largos, un
tanto sensuales, que forman en las comisuras una
mueca de altiva ironía; en la mirada, velada y como
abierta hacia adentro, ya dulce y melancólica, ya
ágil y agresiva, mirada de místico y luchador, mira-
da turbadora, inquietante, atormentada, bajo la cual
se tiembla, y que parece escrutar las conciencias. Y
la frente, sobre todo, es magnífica, cuadrada, sólida,
de potentes contornos, frente heroica y genial, vas-
ta como el mundo de pensamientos que abriga. Y,
dominando el conjunto, acentuando todavía más
esta impresión de animalidad ideal que se despren-
de de su fisonomía toda, una crinada cabellera blan-
ca, fogosa, indomable...
...Un hombre, en resumen, de esencia especial, de
tipo extraño, que inquieta y subyuga, cuyo igual es
inencontrable— un hombre, que no se podría olvidar
aunque se viviese cien años.»
218
OS RARO
gran escandinavo halló su tesoro en su propio mun-
do. «Todo lo he buscado en mí mismo, todo ha salido
de mi corazón.»
Es en sí propio donde encontró el mejor venero
para estudiar el principio humano. Hizo la propia
vivisección. Puso el oído a su propia voz y los dedos
alpropio pulso. Y todo salió de su corazón. ¡Su co-
razón!
El corazón de un sensitivo y de un nervioso. Palpi-
taba por el mundo. Estaba enfermo de humanidad.
Su organización vibradora y predispuesta a los
choques de lo desconocido, se templó más en el me-
dio de la naturaleza fantasmal, de la atmósfera ex-
traña de la patria nativa. Una mano invisible le asió,
en las tinieblas.
Ecos misteriosos le llamaron en la bruma. Su ni-
ñez fué una flor de tristeza. Estaba ansioso de en-
sueños, había nacido con la enfermedad. Yo me lo
imagino, niño silencioso y pálido, de larga cabellera
en su pueblo de Skien, de calles solitarias, de días
nebulosos. Me lo imagino en los primeros estreme-
cimientos producidos por el espíritu que debía
poseerle, en un tiempo perpetuamente crepuscular,
o en el silencio frío de la noche noruega. Su pequeña
alma infantil, apretada en un hogar ingrato, los pri-
meros golpes morales en esa pequeña alma frágil y
cristalina, las primeras impresiones que le hacen
comprender la maldad de la tierra y lo áspero del
camino por recorrer. Después, en los años de la ju-
ventud, nuevas asperezas. El comienzo de la lucha
por la vida, y la visión reveladora de la miseria so-
cial. ¡Ah, él comprendió el duro mecanismo; y el
peligro de tanta rueda dentada; y el error de la di-
rección de la máquina; y la perfidia de los capataces
y la universal degradación de la especie. Y su alma
se hizo su torre de nieve. Apareció en él el lucha-
dor, el combatiente. Acorazado, casqueado, arma-
do, apareció el poeta. Oyó la voz de los pueblos. Su
espíritu salió de su restringido círculo nacional;
219
RUBÉN DARÍO
cantó las luchas extranjeras; llamó a la unión de las
naciones del norte; su palabra, que apenas se oía en
su pueblo, fué callada por el desencanto; sus compa-
triotas no le conocieron; hubo para él, eso sí, pie-
dras, sátira, envidia, egoísmo, estupidez: su patria,
como todas las patrias, fué una espesa comadre que
dio de escobazos a su profeta. De Skien a Grimstad,
a Cristianía. De la mano de Welhaven su espíritu
penetra en el mundo de una nueva filosofía. Des-
pués del desencanto, halla otra vez su joven musa
cantos de entusiasmo, de vida, de amor. En los
tiempos de las primeras luchas por la vida había
sido farmacéutico. Fué periodista después. Luego,
director de una errante compañía dramática. Viaja,
vive. De Dinamarca vuelve a la capital de su país,
y se ocupa también en cosas de teatro. En su trato
con los cómicos— tal Guillermo Shakespeare— co-
mienza a entrever el mundo de su obra teatral. Está
pobre, no le importa; ama. Se enloquece de amor:
tanto se enloquece que se casa. Una dulce hija de
pastor protestante, fué su mujer. Imaginóme que
la buena Daé Thoresen debe de haber tenido los
cabellos del más lindo oro, y los ojos divinamente
azules.
220
LOS RAROS
Sigurd.— ¡Hjordis! ¡Hjordis!
Hjordis.— Acaba de desaparecer allá, en el suelo.
Ahora, ya lo sé.
Sigurd.— ¡Oh, Hjordis, ven, estás enfermo! Volva-
mos a casa
Hjordis. -No: esperaré aquí. Tengo muy poco
tiempo de vida.
Sigurd.— ¿Pero qué tienes?
Hjordis.— ¿Qué tengo? No sé. Pero ya lo ves, tú
has dicho la verdad hoy. Gunuar y Daquy están allí,
entre nosotros. Dejémosles. Dejemos esta vida; así
podemos vivir juntos
Sigurd. — ¿Podemos? ¿Tú lo crees?
Hjordis.— Desde el día en que has tomado otra
mujer, yo estoy sin patria en este mundo», etc.
«Los pretendientes a la corona», donde hay el ad-
mirable diálogo, entre el Poeta y el Rey, y el cual
tiene que haber influido muy directamente en la
forma dialogal característica de Maeterlink, en sus
dramas simbólicos, seguida en parte por Eugenio de
Castro en su suntuoso «Belkiss.» Véase:
El rey Skule.— Me hablarás de eso dentro de poco.
Pero dime, Skalda, que has errado tanto por países
extranjeros, ¿has visto una mujer que ame al hijo de
otra? Y cuando digo amar, entiendo amar no con un
sentimiento pasajero, sino amar con todas las ternu-
ras del alma.
El poeta Ja tgeir.— Eso no acontece sino a las mu-
jeres que no tienen hijos.
El rey.— ¿A ellas solamente?
El poeta.— Sobre todo a las que son estériles.
El rey. - ¿Sobre todo a las que son estériles? ¿Aman
entonces a los hijos de otra, con todas las ternuras
de su alma?
El poeta. — Sí, a menudo.
El rey. —Y, ¿no es cierto? Sucede que esas mujeres
estériles matan a los hijos de otra, despechadas de
no haber tenido ellas.
El poeta.— Sí. Pero eso no es obrar prudentemente.
221
R V B E N DARÍO
El rey.— ¿Prudentemente?
El poeta.— No, no es obrar prudentemente, por-
que dan a aquellos cuyos hijos matan, el don del su-
frimiento .
222
LOS RAROS
El poeta. Es más horrible que la muerte misma:
son las tinieblas profundas», etc.
La «Comedia del Amor» marca el humor fino que
hay también en Ibsen, siempre a propósito de erro-
res sociales; y es una puerta de libertad, abierta al
santo instinto humano de amor.
Con la hostilidad de los cómicos cuya dirección
tenía, y el clamor de odio y de villanía que contra él
alzaron unos cuantos periodistas, tuvo que mostrar
hombros de hierro, cabeza resistente, puños firmes.
Su tierra le desconocía, le desdeñaba, le odiaba, le
calumniaba. Entonces, sacudió el polvo de sus zapa-
tos. Se va, mordiendo versos contra el rebaño de
tontos; se va, desterrado por la fosilizada familia de
retardatarios y de puritanos. Así, más se ahonda en
su corazón el sentimiento de la redención social.
El revolucionario fué a ver el sol de oro de las na-
ciones latinas.
Después de este baño solar nacieron las otras
obras que debían darle el imperio del drama mo-
derno, y colocarle al lado de Wagner, en la altura
del arte y del pensamiento contemporáneo. El ha-
bía sido el escultor en carne viva, en su propia car-
ne. Animó después sus extraños personajes simbó-
licos por cuyos labios saldría la denuncia del mal
inveterado, en la nueva doctrina. Los pobres ten-
drán en él un gran defensor. Es un propósito de re-
dención el que le impulsa. Es un gigantesco arqui-
tecto que desea erigir su construcción monumental,
para salvar las almas por la plegaria en la altura,
de cara a Dios.
El hombre de las visiones, el hombre del país de
los kobolds, encuentra que hay mayores misterios
en lo común de la vida que en el reino de la fanta-
sía: el mayor enigma está en el propio hombre.
Y su sueño es ver la vida mejor, el hombre rejuve-
necido, la actual máquina social despedazada. Nace
en él el socialista; es una especie de nuevo re-
dentor.
223
RUBÉN DARÍO
Así surgen «El pato salvaje*, «Nora», «Los apare-
cidos», «El enemigo del pueblo», «Rosmersholm»,
«Hedda Gabler.» Escribía para la muchedumbre,
para la salvación de la muchedumbre. La máquina
rocibía rudos golpes de su enorme martillo de dios
escandinavo. Su martilleo se oye por todo el orbe.
La aristocracia intelectual está con él. Se le saluda
como a uno de los grandes héroes. Pero su obra no
produce lo que él desea. Y su esfuerzo se vela de
una sombra de pesimismo
Fué a ver el sol de las naciones latinas.
224
OS RARO
el redentor padece con la pena de la muchedumbre.
Su grito no se escucha, su torre no tiene el deseado
coronamiento. Por eso su agitado corazón está de
luto, por eso brotan de los labios de sus nuevos per-
sonajes palabras terribles, condenaciones fulminan-
tes, ásperas y flagelantes verdades. Es pesimista
por obra de la fuerza contraria. El ha entrevisto el
ideal,como un miraje. Ha caminado tras él, ha des-
pedazado sus pies en las piedras del camino, no ha
logrado sino cosechas de decepciones, su fata-mor-
gana se ha convertido en nada.
Y su progenie simbólica está animada de una vida
maravillosa y elocuente. Sus personajes son seres
que viven y se mueven y obran sobre la tierra, en
medio de la sociedad actual. Tienen la realidad de
la existencia nuestra. Son nuestros vecinos, nues-
tros hermanos. A veces nos sorprende oir salir de
sus bocas nuestros propios íntimos pensamientos. Y
es que Ibsen es el hermano de Shakespeare. El pro-
ceso shakespeareano de León Daudet tendría mejor
aplicación si se tratase del gran escandinavo. Los
tipos son observados, tomados de la vida común. La
misma particularidad nacional, el escenario de la
Noruega, le sirve para acentuar mejor los rasgos
universales. Después, él, el creador, ha exprimido su
corazón: ha sondeado su océano mental; ha pene-
trado en su obscura selva interior; es el buzo de la
conciencia general, en lo profundo de su propia
conciencia. Y había habido un día en que desde el
vientre materno su alma se llenara de la virtud del
arte. Su dolencia debía de ser la sublime dolencia
del genio; de un genio peregrino, en que se junta-
rían las ocultas energías psíquicas de países remo-
tos en los cuales parece que se encontrase, en cier-
tas manifestaciones, la realidad del Ensueño. Y ese
«aristo», ese excelente, ese héroe, ese casi super-
hombre, había de hacer de su vida un holocausto;
había de ser el apóstol y el mártir de la verdad in-
conquistable, un inmenso trueno en el desierto, un
1S 225
R L B E A DARÍO
prodigioso relámpago en un mundo de ciegas pupi-
las,y buscó los ejemplos del mal por ser el ambien-
te del mal el que satura el mundo. Desde Job a
nuestros días, jamás el diálogo ha sentido en su car-
ne verbal los sacudimientos del espíritu que en las
obras de Ibsen. Habla todo, los cuerpos y las almas.
La enfermedad, el ensueño, la locura," la muerte
toman la palabra; sus discursos vienen impregna-
dos de más-allá. Hay seres ibsenianos en que corre
la esencia de los siglos. Nos hallamos a muchos mi-
les de leguas distantes de la literatura, esa agrada-
ble y alta rama de las Bellas Artes. Es un mundo
distinto y misterioso, en que el pensador tiene la es-
tatura de los arcángeles. Se siente, en lo obscuro
vecino, una brisa que sopla de lo infinito, cuyo sor-
do oleaje oímos de tanto en tanto.
Su lenguaje está construido de lógica y animado
de misterio. Es Ibsen, uno de los que más honda-
mente han escrutado el enigma de la psique huma-
na. Se remonta a Dios. Parte la fuente de su pensa •
226
RARO
Si Ibsen no fuera un sublevado titán, sería un
santo, puesto que la santidad es el genio en el ca-
rácter, el genio moral. Y ha sentido sobre su faz el
soplo de lo desconocido, de lo arcano; a ese soplo
ha obedecido su autoinvestigación en las tinieblas
del propio abismo. Y va por la tierra en medio de
los dolores de los hombres siendo el eco de todas las
quejas. Los versos al cisne, recordados por Bigeon,
cantan así: «Cisne candido, siempre mudo, en calma
siempre! Ni el dolor ni la alegría pueden turbar la
serenidad de tu indiferencia; protector majestuoso
del Elfo que se aduerme, tú te has deslizado sobre
las aguas sin jamás producir un murmullo, sin ja-
más lanzar un cántico.
Todo lo que juntamos en nuestros pasos, juramen-
tos de amor, miradas angustiosas, hipocresías, men-
tiras ¡qué te importaban! ¿Qué te importaban?
Y sin embargo, la mañana de tu muerte suspiraste
tu agonía, murmuraste tu dolor. .
¡Y eras un cisne!»
El olímpico pájaro de nieve cantado tan melancó-
licamente por el Poeta ártico— y que en su ciclo
surgiera de manera tan mágica y armoniosa por
obra del dios Wagner— es para Tbsen nuncio del ul-
traterrestre Enigma.
He ahí que la inviolada Desconocida aparecerá
siempre envuelta en su impenetrable nube, fuerte y
silenciosa; su fuerza, el fin de todas las fuerzas, y
su silencio, la aleación de todas las armonías.
¿Cual sería el poeta que apoyado en el muro kan-
tiano ordenase con mayor soberanía el himno de la
Voluntad? ¿Quién diría la voluntad del Mundo y el
mundo de la Voluntad? Necesitaríase un Pitágoras
moral El Noruego ha comprendido esa armonía y
.
227
RUBÉN DARÍO
indomables apetitos y las tormentosas consecucio-
nes del placer, y el espíritu, que presa de vacilacio-
nes o esclavo de la mentira o arrebatado del pecado
luciferino, cae también en su infierno.
Autoridad, constitución social, convenciones de
los hombres engañados o perversos, religiones amol-
dadas a usos viciados, injusticias de la ley y leyes
de la injusticia; todo el viejo conjunto del organis-
mo ciudadano; todo el aparato de cultura y de pro-
greso de la colectividad moderna; toda la grande y
monstruosa Jericó, oye sonar el desusado clarín del
luminoso enemigo, pero sus muros no se conmue-
ven, sus fábricas no caen. Por las ventanas y alme-
nas adviértese cómo las caras rosadas de las muje-
res que habitan la ciudad ríen y los hombres se en-
cogen de hombros. Y el clarín enemigo suena con-
tra los engaños sociales; contra los contrarios del
ideal; contra los fariseos de la cosa pública; contra
la burguesía, cuyo principal representante será
siempre Pilatos; contra los jueces de la falsa justi-
cia, los sacerdotes de los falsos sacerdocios; contra
el capital cuyas monedas, si se rompiesen, como la
hostia del cuento, derramarían sangre humana; con-
tra la explotación de la miseria; contra los errores
del estado; contra las ligas arraigadas desde siglos
de ignominia para mal del hombre y aun en daño de
la misma naturaleza; contra la imbécil canalla ape-
dreadora de profetas y adoradora de abominables
becerros; contra lo que ha deformado y empeque-
ñecido el cerebro de la mujer, logrando convertirla,
en el transcurso de un inmemorial tiempo de opro-
bio, en ser inferior y pasivo; contra las mordazas y
grillos de los sexos; contra el comercio infame, la
política fangosa y el pensamiento prostituido: así en
«Los aparecidos», así en «Hedda Gabler», así en
«El enemigo del pueblo», así en «Solness», así en
«Las columnas de la sociedad», así en «Los preten-
dientes a la corona», así en «La Unión de los jóve-
nes», así en «El pequeño Eyolf».
228
LOS R A R O 6
229
José Martí
JOSÉ MARTÍ
233
RUBÉN DARÍO
bres, que nuestros espíritus, si no viniese el alimen-
to extranjero, se morirían de hambre. Debemos
llorar mucho por esto al que ha caído! Quien murió
allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tene-
mos nosotros los pobres; era millonario y dadivoso:
vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la
magia del cuento, siempre quedaba rico: hay entre
los enormes volúmenes de la colección de «La Na-
ción», tanto de su metal fino y piedras preciosas,
que podría sacarse de allí la mejor y más rica esta-
tua. Antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto
de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra
tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías. Sobre el
Niágara castelariano, milagrosos iris de América, i
Y
qué gracia tan ágil, y qué fuerza natural tan soste-
nida y magnífica!
Otra verdad aun, aunque pese más ál asombro
sonriente: eso que se llama el genio, fruto tan sola-
mente de árboles centenarios— ese majestuoso fenó-
meno del intelecto elevado a su mayor potencia,
alta maravilla creadora, el Genio, en fin, que no ha
tenido aún nacimiento en nuestras repúblicas, ha
intentado aparecer dos veces en América; la pri-
mera en un hombre ilustre de esta tierra, la segunda
en José Martí. Y no era Martí, como pudiera creer-
se, de los semi-genios de que habla Mendés, incapa-
ces de comunicar con los hombres, porque sus alas
les levantan sobre la cabeza de éstos, e incapaces
de subir hasta los dioses, porque el vigor no les al-
canza y aun tiene fuerza la tierra para atraerles. El
cubano era «un hombre.» Más aun; era como debe-
ría ser el verdadero super-hombre, grande y viril;
poseído del secreto de su excelencia, en comunión
con Dios y con la naturaleza.
En comunión con Dios vivía el hombre de corazón
suave e inmenso; aquel hombre que aborreció el
mal y el dolor; aquel amable león de pecho columbi-
no, que. pudiendo desjarretar, aplastar, herir, mor-
der, desgarrar, fué siempre seda y miel hasta con
234
LOS RAROS
sus enemigos. Y estaba en comunión con Dios, ha-
biendo ascendido hasta él por la más firme y segura
de las escalas: la escala del Dolor. La piedad tenía
en su ser un templo; por ella diríase que siguió su
alma los cuatro ríos de que habla Rusbrock el Ad-
mirable; el río que asciende, que conduce a la divina
altura; el que lleva a la compasión por las almas
cautivas, los otros dos que envuelven todas las mi-
serias y pesadumbres del herido y perdido rebaño
humano. Subió a Dios, por la compasión y por el
dolor. ¡Padeció mucho Martí! --desde las túnicas
consumidoras, del temperamento y de la enferme-
dad, hasta la inmensa pena del señalado que se sien-
te desconocido entre la general estolidez ambiente;
y por último, desbordante de amor y de patriótica
locura, consagróse a seguir una triste estrella, la
estrella solitaria de la Isla, estrella engañosa que
llevó a ese desventurado rey mago a caer de pronto
en la más negra muerte!
Los tambores de la mediocridad, los clarines del
patrioterismo tocarán dianas celebrando la gloria
política del Apolo armado de espada y pistolas que
ha caído, dando su vida, preciosa para la humanidad
y para el Arte y para el verdadero triunfo futuro de
América, combatiendo entre el negro Guillermón y
el general Martínez Campos!
¡Oh, Cuba! eres muy bella, ciertamente, y hacen
gloriosa obra los hijos tuyos que luchan porque te
quieren libre; y bien hace el español de no dar paz
a la mano por temor de perderte, Cuba admirable y
rica y cien veces bendecida por mi lengua; mas la
sangre de Martí no te pertenecía; pertenecía a
toda una raza, a todo un continente; pertenecía a
una briosa juventud que pierde en él quizá al prime-
ro de sus maestros; pertenecía al porvenir!
235
RÚBEA DARÍO
deseosos de libertad no tuvo más fruto que muertes
e incendios y carnicerías, gran parte de la intelec-
tualidad cubana partió al destierro. Muchos de los
mejores se expatriaron, discípulos de don José de la
Luz, poetas, pensadores, educacionistas. Aquel des-
tierro todavía dura para algunos que no han dejado
sus huesos en patria ajena o no han vuelto ahora
a la manigua. José Joaquín Palma, que salió a la
edad de Lohengrín con una barba rubia como la de
él, y gallardo como sobre el cisne de.su poesía, des-
pués de arrullar sus décimas «a la estrella solitaria»
de república en república, vio nevar en su barba de
oro, siempre con ansias de volver a su Bayamo, de
donde salió al campo a pelear después de quemar su
casa. Tomás Estrada Palma, pariente del poeta, va-
rón probo, discreto y lleno de luces, y hoy elegido
presidente por los revolucionarios, vivió de maestro
de escuela en la lejana Honduras; Antonio Zambra -
236
LOS RAROS
factorio oborrecimiento de los tontos, la acogida
que «l'élite» de la prensa americana— en Buenos
Aires y Méjico,— tuvo para sus correspondencias y
artículos de colaboración.
Anduvo, pues, de país en país, y por fin, después
de una permanencia en Centro América, partió a
radicarse a Nueva York.
Allá, a aquella ciclópea ciudad, fué aquel caballero
del pensamiento a trabajar y a bregar más que nun-
ca. Desalentado, él tan grande y tan fuerte, ¡Dios
mío! desalentado en sus ensueños de Arte, remachó
con triples clavos dentro de su cráneo la imagen de
su estrella solitaria, y dando tiempo al tiempo, se
puso a forjar armas para la guerra, a golpe de pa-
labra y a fuego de idea. Paciencia, la tenía; espera-
ba y veía como una vaga fatamorgana, su soñada
Cuba libre. Trabajaba de casa en casa, en los mu-
chos hogares de gentes de Cuba que en Nueva York
existen; no desdeñaba al humilde: al humilde le ha-
blaba como un buen hermano mayor, aquel sereno
e indomable carácter, aquel luchador que hubiera
hablado como Elciis, los cuatro días seguidos, de-
lante del poderoso Otón rodeado de reyes.
Su labor aumentaba de instante en instante, como
si activase más la savia de su energía aquel inmen-
so hervor metropolitano. Y visitando al doctor de
la Quinta Avenida, al corredor de la Bolsa y al pe-
riodista y al alto empleado de La Equitativa, y al
cigarrero y al negro marinero, a todos los cubanos
neoyorkinos, para no dejar apagar el fuego, para
mantener el deseo de guerra, luchando aún con más
o menos claras rivalidades, pero, es lo cierto, querido
y admirado de todos los suyos, tenía que vivir, tenía
que trabajar, entonces eran aquellas cascadas lite-
rarias que a estas columnas venían y otras que iban
a diarios de Méjico y Venezuela. No hay duda de
que ese tiempo fué el más hermoso tiempo de José
Martí. Entonces fué cuando se mostró su personali-
dad intelectual más bellamente. En aquellas kilomé-
237
R L B E N DARÍO
tricas epístolas, si apartáis una que otra rara rama-
zón sin flor o fruto, hallaréis en el fondo, en lo ma-
cizo del terreno, regentes y ko-hinoores.
Allí aparecía Martí pensador, Martí filósofo, Mar-
tí pintor, Martí músico, Martí poeta siempre. Con
una magia incomparable hacía ver unos Estados
Unidos vivos y palpitantes, con su sol y sus almas.
Aquella «Nación» colosal, la «sábana» de antaño,
presentaba en sus columnas, a cada correo de Nue-
va York, espesas inundaciones de tinta. Los Esta-
dos Unidos de Bourget deleitan y divierten; los Es-
tados Unidos de Groussac hacen pensar; los Estados
Unidos de Martí son estupendo y encantador diora-
ma que casi se diría aumenta el color de la visión
real. Mi memoria se pierde en aquella montaña de
imágenes, pero bien recuerdo un Grant marcial y
un Sherman heroico que no he visto más bellos en
otra parte; una llegada de héroes del Polo; un puente
de Brooklin literario igual al de hierro; una hercúlea
descripción de una exposición agrícola, vasta como
los establos de Augías; unas primaveras floridas
y unos veranos ¡oh, sí! mejores que los natura-
les; unos indios sioux que hablaban en lengua de
Martí como si Manitu mismo les inspirase; unas ne-
vadas que daban frío verdadero, y un Walt Whit-
man patriarcal, prestigioso, líricamente augusto,
antes, mucho antes de que Francia conociera por
Sarrazin al bíblico autor de las «Hojas de hierba.»
Y cuando el famoso congreso pan-americano, sus
cartas fueron sencillamente un libro. En aquellas
correspondencias hablaba de los peligros del yan-
kee, de los ojos cuidadosos que debía tener la Amé-
rica latina respecto a la Hermana ma3r or; y del fon-
do de aquella frase que una boca argentina opuso a
la frase de Monnr.
239
RUBÉN D A R I O
II
Guajirilla ruborosa,
La mejilla tinta en rosa
Bien pudiera denunciar,
Que en la plática sabrosa
Guajirilla ruborosa,
Callar fué mejor que hablar.
240
OS RARO
IV
Allá en la sombría,
Solemne Alameda,
Un ruido que pasa,
Una hoja que rueda,
Parece al malvado
Gigante que alzado
El brazo le estruja,
La mano le oprime,
Y el cuello le estrecha
Y el alma le pide—,
Y es ruido que pasa
Y es hoja que rueda;
Allá en la sombría,
Callada, vacía,
Solemne Alameda...
—¡Un beso!
— ¡Espera!
Aquel día
Al despedirse se amaron.
—¡Un beso!
— Toma.
Aquel día
Al despedirse lloraron.
VI
La del pañuelo de rosa,
La de los ojos muy negros,
No hay negro como tus ojos
Ni rosa cual tu pañuelo.
16 241
RÚBEA DARÍO
La de promesa vendida,
La de los ojos tan negros.
Más negras son que tus ojos
Las promesas de tu pecho.
Y si pasa caprichosa
Por delante del rosal,
Flores blancas pone a Rosa
En el blanco delantal.
242
OS RARO
siempre leal y cariñoso, en trabajos y propagandas,
allá en Nueva York y Cayo Hueso y Tampa. ¡Pero
quién sabe si el pobre Gonzalo de Quesada, alma
viril y ardorosa, no ha acompañado al jefe también
en la muerte!
Los niños de América tuvieron en el corazón de
Martí predilección y amor
Queda un periódico único en su género—, los po-
cos números de un periódico que redactó especial-
mente para los niños. Hay en uno de ellos un retra-
to de San Martín, que es obra maestra. Quedan tam-
bién la colección de «Patria» y varias obras vertidas
del inglés, pero eso todo es lo menor de la obra lite-
raria que servirá en lo futuro
Y ahora, maestro y autor y amigo, perdona que
te guardemos rencor los que te amábamos y admi-
rábamos, por haber ido a exponer y a perder el te-
soro de tu talento. Ya sabrá el mundo lo que tú eras,
pues la justicia de Dios es infinita y señala a cada
cual su legítima gloria. Martínez Campos, que ha or-
denado exponer tu cadáver, sigue leyendo sus dos
autores preferidos: «Cervantes...» y «Ohnet.» Cuba
quizá tarde en cumplir contigo como debe. La ju-
ventud americana te saluda y te llora; pero oh, i
243
EUGENIO DE CASTRO
(Conferencia leída en el Ateneo de Buenos Aires),
245
RUBÉN DARÍO
vimiento intelectual contemporáneo, que ha dado al
arte espacios nuevos, fuerzas nuevas y nuevas glo-
rias. Vogüe, que antes mirara el vuelo simbólico de
las cigüeñas, anunciaba, no hace mucho tiempo, a
propósito de la obra de Gabriele D'Annunzio, una
resurrección del espíritu latino. Las harpas y las
flautas sonaban del lado de Italia. Hoy la armonía
se oye del lado de Iberia. Ya es un conjunto de mú-
sicas orientales; ya un son melodioso de siringa, se-
mejante a los que la muerte ha venido a suspender
en los labios del divino Panida de Francia, Paúl
Verlaine; ya un heráldico trueno de trompetas de
plata, que avisa el paso de una caravana salomóni-
ca. ¿Conocéis al prestigioso Gama que corona Ca-
moens de esplendorosas gemas poéticas en los triun-
fos de sus «Lusiadas»? Es el viajero casi mitológico
que vuelve de los países recónditos a donde su va-
lor y su sed de cosas desconocidas le han llevado. A
semejanza de aquellos antiguos atrevidos navegan-
tes portugueses que iban a las playas distantes de
las tierras asiáticas y africanas en busca de tesoros
prodigiosos y volvían con las perlas arábigas, los
diamantes de Golconda, las resinas y aromas y ám-
bares recogidos en los misteriosos continentes y en
los hechiceros archipiélagos, trayendo al propio
tiempo la impresión de sus visiones en la realidad
de las leyendas, en las visitas a islas raras y penín-
sulas de encantamiento, Eugenio de Castro, bizarro
y mágico Vasco de Gama de la lira, vuelve de sus
incursiones a un Oriente de ensueño, de sus expedi-
ciones a los fantásticos imperios, a países del pasa-
do, lleno de riquezas, dueño de raras piedras precio-
sas, conquistador y argonauta, vestido de suntuosos
paramentos e impregnado de exóticos perfumes.
Señores: Mientras nuestra amada y desgraciada
madre patria, España, parece sufrirla hostilidad de
una suerte enemiga, encerrada en la muralla de su
tradición, aislada por su propio carácter, sin que
penetre hasta ella la oleada de la evolución mental
246
LOS RAROS
de estos últimos tiempos, el vecino reino fraternal ma-
nifiesta una súbita energía; el alma portuguesa llama
la atención del mundo, la patria portuguesa encuen-
tra en el extranjero lenguas que la celebran y la le-
vantan, la sangre de Lusitania florece en harmoniosas
flores de arte y de vida: nosotros, latinos, hispano-
americanos, debemos mirar con orgullo las manifes-
taciones vitales de ese pueblo y sentir como propias
las victorias que consigue en honor de nuestra raza.
Es digno de todas nuestras simpatías ese bello y
glorioso país de guerreros, de descubridores y de
poetas. Una de las más gratas impresiones de mi
vida ha sido la que produjo esa tierra en que flore-
recen los naranjos. Lisboa, hermosa y real, frente a
su soberbia bahía, un cielo generoso de luz, una tie-
rra perfumada de jardines, una delicia natural es-
parcida en el ambiente, una fascinación amorosa
que invita a la vida, altivez nativa, nobleza ingénita
en sus caballeros, y en sus damas una distinción
gentilicia como corona de la belleza. Y consideraba
al hollar aquella tierra, las proezas de tantos hijos
suyos famosos, Magallanes cuyo nombre quedó para
los siglos en el extremo sur argentino, Alburquer-
que, el que fué a la lejana Goa, Bartolomé Díaz y la
figura dominante, aureolada de fuegos épicos, del
gran Vasco.
Y evocaba la obra de la lira, los ingenuos balbu-
ceos en la corte de Alfonso Henriquez, en donde la
linda Doña Violante, antojábaseme harto cruel, con
el pobre Egas Moniz, agonizante de amor, por aquel
«corpo d'oiro»; los trovadores, formando sus rami-
lletes de serranillas; Don Diniz, el rey poeta y sa-
piente, semejante a Alfonso de España, y a quien
Camoéns compara con el grande Alejandro:
Ei despois vem Diniz, que bem parece
Do bravo Affonso, estirpe nolbe e dina;
Con quen a fama grande se escurece
Da liberalidade Alexandrina:
247
R L B E N DARÍO
Com este o reino próspero florece
(Ale aneada já a paz áurea divina)
En constituicoes, leis e costumes,
Na térra já tranquilla claros lumes.
Fez primeiro em Coimbra exercitar-se
O valeroso officio de Minerva;
E de Helicona as Musas fez passar-se
A pizar do Mondego a fértil herva
Quanto pode de Athenas desejar-se,
Tudo o soberbo Apollo aqui reserva:
Aqui as capellas dá tecidas de ouro,
Do bacharo e do sempre verde louro.
«Y después viene Dionisio, que bien parece del
bravo Alfonso estirpe noble y digna; por quien la
fama grande se obscurece de la liberalidad Alejan-
drina: Con éste el reino próspero florece (ya alcan-
zada la áurea paz divina) en constituciones, leyes y
costumbres, e iluminan claras luces la ya tranquila
tierra. Hizo primero en Coimbra que se ejercitase el
valeroso oficio de Minerva; y las musas del Helicón
por él fueron a pisar la fértil hierba del Mondego.
Cuanto puede de Atenas desearse, todo el soberbio
Apolo aquí reserva: Aquí da las coronas tejidas de
oro y de siempre verde laurel». Y luego los roman-
ceros, el «Amadís» que despierta el «Quijote»; Mas-
cías que muere por el amor, y tanto porta-lira que
en tiempos propicios a las Musas las glorificaron en
el suelo lusitano.
No habíallegado aún a mis oídos el nombre de
Eugenio de Castro, ni a mi mente el resplandor de
su arte aristocrático. La literatura portuguesa ha
sido hasta hace poco tiempo escasamente conocida.
Existe cerca de nosotros un gran país, hijo de Por-
tugal, cuícas manifestaciones espirituales son en el
resto del continente completamente ignoradas; y
hay, señores, en Portugal, y hay en el Brasil una
literatura digna de la universal atención y del estu-
248
OS RARO
dio de los hombres de pensamiento y de arte. En
nuestra América española, el conocimiento de la
literatura de lengua portuguesa se reduce al escaso
número de los que han leído a Camoéns, la mayor
parte en malas traducciones y vaya por lo antiguo.
En cuanto a lo moderno, se sabe que ha existido un
Herculano gracias a los versos de Núñez de Arce, y
un Eca de Queiroz, por un «Primo-Basilio», que ha
esparcido a los cuatro vientos, en castellano, una
feroz casa editora peninsular.
No era poco el triste asombro del eminente Pin-
heiro Chagas, cuando en Madrid en la hospitalaria
casa del conde de Peralta oía de mis labios la lamen-
tación de semejante indiferencia. ¡Pero qué mucho,
si en España misma, a pesar del esfuerzo de propa-
gandistas como la Pardo Bazán y Sánchez Moguel,
el alma lusitana es tanto o más desconocida que
entre nosotros! Y de Gil Vicente a nuestros días,
hay un teatro vario y rico. De Sa de Miranda y Ca-
moéns, a Joáo de Deus, el camino lírico está lleno
de arcos triunfales. De Duharte Galvao a Alejandro
Herculano la historia levanta monumentales y fuer-
tes construcciones; la filosofía y la filología y la
erudición están representadas por más de un nom-
bre ilustre en los anales de la civilización humana;
su lengua, que ha pasado por evoluciones distintas,
ha llegado a ser en manos de Eugenio de Castro y
de sus seguidores, el armonioso instrumento que nos
da esas puras joyas del arte moderno, como «Sagra-
mor» y «Belkiss»
Este siglo tuvo mal comienzo para el pensamiento
portugués. Sus alas no se abrieron en el aire angus-
tioso que esparciera la tempestad napoleónica. ¿Qué
figuras vemos aparecer en esa agitada época? Una
especie de Quintana, José Agustín de Macedo, que
sopla su hueca trompa; una especie de Ponsard,
Aguiar Leitao, que se pavonea entre la pobreza y
sequedad de sus tragedias; y el curioso y desjuicido
José Daniel, que a falta de Terencio 3^ Plauto, se
249
RUBÉN DARÍO
iba solo, por una senda poco envidiable. Manuel de
Nascimiento, arrojado por una tormenta política,
estaba en París. El obispo Lobo, a quien se ha com-
parado con de Maistre, señala el principio de una
nueva era. Almeida Garret, que como Nascimiento
había ido a París y había sido ungido por Hugo,
llevó a su país la iniciación romántica. Eugenio de
Castro reconoce en uno de sus escritos, cómo el
fondo del alma portuguesa está impregnado de me-
lancolía. Ciertamente, ese pueblo viril siente de
modo hondo y particular el soplo de la tristeza. Los
portugueses tienen esa palabra que indica una en-
fermiza y especial nostalgia, un sentimiento único,
lleno de la más melancólica dulzura: «saudade.» Tal
sentimiento forma gran parte del espíritu de la
poesía de Almeida Garret, que había llevado su
barcasobre las mansas y sonoras olas del lago lamar-
tiniano. El es uno de los precursores del nuevo mo-
vimiento. El marca un nuevo rumbo a la generación
literaria, afianzando en un sólido fundamento clási-
co, pero con largas vistas hacia el futuro. El prefa-
cio de «Doña Branca», que Loiseau parangona con
el de «Cronwell», fué un manifiesto que señaló defini-
tivamente la renovación. El sentimentalismo de los
románticos y las caballerescas aventuras están de
triunfo. Doña Branca está en el castillo morisco con
una hada, y Adozinda, pura como un lirio de nieve,
es perseguida, cual la memorable italiana, por el
incestuoso fuego paternal Almeida Garret
.
— sin
que intente defender la perfección de su obra —ha
quedado como uno de los grandes románticos, que a
comienzos de esta centuria han iniciado una revolu-
ción en formas e ideas en el arte de escribir. Anto-
nio Feliciano de Castilho se presenta, «enfant subli-
me», con su áulico «Epicedion» a los quince años;
su obra posterior, si es de un romántico declarado,
como que procede inmediatamente de Nascimiento,
arranca en su fondo de antiguas fuentes clásicas, a
punto de que se haya nombrado a propósito de su
250
LOS RAROS
«Primavera», a Safo, Anacreonte y Ovidio. Y se
ytrgue luego, altiva y majestuosa, la talla de quien,
cuando cayó en la tumba, hizo brotar de la más
bien templada lira castellana un célebre canto fúne-
bre: comprenderéis que me refiero a Alejandro Her-
culano. El gran historiador fué asimismo aficionado
a las musas. Cuando vayáis por su jardín lírico, no
dejéis de observar que por ahí ha pasado el Lamar-
tine de las «Meditaciones.» Pero era un vigoroso, era
un fuerte, y en la piedra fina y duradera de su pro-
sa, supo construir más de un soberbio monumento.
Si sus novelas y los que podíamos llamar con Gal-
dós, episodios nacionales, son de notable valer, su
fama se sienta sobre el pedestal de su obra histórica,
al cual su violento liberalismo no alcanzó a producir
raja alguna. Castello Branco dejó una produccción
copiosísima en donde se pueden encontrar algunos
granos de oro. Nos hallamos en pleno período con-
temporáneo. La voz de Pinheiro Chagas resuena.
Magalhaes Lima va agitar a París la bandera por-
tuguesa; brillan los nombres de Casal Ribeiro, Ma-
chado, Oliveira Martins y tantos otros, entre los
cuales despide excepcional luz el del noble y egre-
gio Teófilo Braga. Conocemos algunas poesías de
Antero de Quental. Doña Emilia nos informa desde
Madrid, de cuando en cuando, que existen tales o
cuales liras lusitanas
Leopoldo Díaz, hábil husmeador de elegantes no-
vedades, nos traduce una que otra poesía portugue-
sa; nos comienzan a llegar los ecos de un renaci-
miento en las letras brasileras y en notables revistas
jóvenes; y de pronto un clamor doloroso nos anuncia
al mismo tiempo que la muerte de Verlaine, la del
gran poeta Joao de Deus.
El viejo Joao de Deus, «el poeta del arior», a
quien Louis Pítate de Brinn Gaubast no ha vacilado
en llamar «un Verlaine— con la pureza de un La-
martine», fué también un precursor de los artistas
exquisitos que hoy han colocado a tan gran altura
251
RÚBEA DARÍO
las letras portuguesas. Como en España, como
entre nosotros, la exageración romántica, el lacri-
moso, falso y grotesco lirismo personal que tuvo
la fecundidad de una epidemia, halló en Portugal su
falange en los seguidores de Palmeirim y Joáo de
Lemos.
Contra esos se opuso Joáo de Deus, ayudado por
el tristey malogrado Soares de Passos, que inicia-
ron algo semejante a la labor parnasiana de Fran-
cia, pero poniendo en el fondo del vaso buen vino
de emoción. La obra de Joáo de Deus, condénsala
en pocas palabras Teófilo Braga: «volvió a la elo-
cución más ideal por la naturalidad; dio al verso la
armonía indefectible por la concordancia de los
acentos métricos con la acentuación de las palabras;
hizo de la rima una sorpresa y al mismo tiempo un
colorido vivo; combinó nuevas formas estróficas,
renovando también el soneto y el terceto camonia-
nos, con un tinte de gracia de los modismos popula-
res. En la fábula de la «Cabra» o «Carneiro e o Ce-
bado, » resolvió magistralmente el problema presen-
tido por los llamados nephelibatas, de la remodela-
ción de la estructura del verso; encontró que el
verso puede quebrarse en los hemistiquios más ca-
prichosos, y aun sin sílabas definidas, pero siempre
cayendo dentro de la armonía fundamental y orgá-
nica del verso tal como el oído romántico lo estable-
ció. La perfección de la forma no bastaba para que
Joáo de Deus ejerciese un influjo inmediato; sería
admirado como artista, pero no tendría el invencible
poder de sugestión en los espíritus. Además de esa
perfección parnasista, sus versos expresan estados
de alma, la pasión íntima, vaga y casi timorata de
los antiguos troyadores; aspiraciones indefinidas,
como las de los neoplatónicos o petrarquistas del
Renacimiento; la unción mística, como la de los ver-
sos de los poetas extáticos españoles; y, finalmente,
la sátira mordiente, como la de los «goliardos» y es-
tudiantes de la tuna de las universidades medioeva-
252
LOS RAROS
les, cuyo espíritu se advierte en las estrofas de
«Dinheiro,» la «Lata> y la «Marmelada». La impre-
sión que produjo cuando la poesía caía desacredita-
da por las exageraciones ultra románticas, fué
grande, se hizo sentir en una rápida transformación
de gusto y esmero en los nuevos poetas. Con verdad
y justicia, Joao de Deus fué proclamado el maestro
de todos nosotros.»
Muerto ese maestro ilustre, a quien con tanto
amor celebra Teófilo Braga, y cuyos despojos se
habían cubierto de blancas rosas frescas y de laure-
les, un joven le despide con un saludo glorioso,
como se saluda a un pabellón, en el instituto de
Coimbra. Ese joven era el mismo que enviara al fé-
retro del consagrado cantor de amores, una corona
de violetas y crisantemos, con esta leyenda: «A Joao
de Deus, Eugenio de Castro.» Le despide con noble-
za y orgullo principales, salvando la esencia lírica
del maestro. Su ofrenda fué la presentación verda-
dera de la obra de Joao de Deus, libre de las tachas
y aglomeraciones perturbadoras que impone la crí-
tica indocta y fácil en la incompetencia de sus ad-
miraciones. Lamentó con una honda voz de artista
puro, la belleza poluta por la brutalidad de la mo-
derna vida, por las bajas conquistas de interés y de
la utilidad. «El americanismo reina absolutamente:
destruye las catedrales para levantar almacenes:
derrumba palacios para alzar chimeneas, no siendo
de extrañar que transforme brevemente el monaste-
rio de Batalha en fábrica de conservas o tejidos, y
los Jerónimos en depósito de carbón de piedra o en
club democrático, como ya transformó en cuartel el
monumental convento de Mafra. Las multitudes
triunfantes aclaman al progreso; Edison es el nuevo
Mesías; las Bolsas son los nuevos templos. El humo
de las fábricas ya obscurece el aire; en breve deja-
remos de ver el cielo!» Tal es la queja; es la misma
de Huysman en Francia, la queja de todos los artis-
tas, amigos del alma; y considerad si se podría lan-
253
RUBÉN DARlo
zar con justicia ese Clamor de Coimbra, en este gran
Buenos Aires que con los ojos fijos en los Estados
Unidos, al llegar a igualar a Nueva York, podrá le-
vantar un gigantesco Sarmiento de bronce, como la
libertad de Bartholdi, la frente vuelta hacia el país
de los ferrocarriles.
Ese artista que de tal manera exclama «¡en breve
dejaremos de ver el cielo!», es uno de los más exqui-
sitos con que hoy cuenta la moderna literatura eu-
ropea, o mejor dicho, la moderna literatura cosmo-
polita. Pues existe hoy ese grupo de pensadores y
de hombres de arte que en distintos climas y bajo
distintos cielos van guiados por una misma estrella
a la morada de su ideal; que trabajan mudos y alen-
tados por una misma misteriosa y potente voz, en
lenguas distintas, con un impulso único. ¿Simbolis-
tas? ¿Decadentes? Oh, ya ha pasado el tiempo, feliz-
mente, de la lucha por sutiles clasificaciones. Artis-
tas, nada más, artistas a quienes distingue princi-
palmente la consagración exclusiva a su religión
mental, y el padecer la persecución de los Domicia-
nos del utilitarismo; la aristocracia de su obra, que
aleja a los espíritus superficiales, o esclavos de lí-
mites y reglamentos fijos. Entre las acusaciones que
han padecido, ha sido la de la obscuridad. Se les ad-
judicó el imperio de las tinieblas. Las gentes que se
nutren en los periódicos les declararon incompren-
sibles. En los países del sol, se dijo: «son cosas de
los países del Norte. Esos hombres trabajan en las
nieblas; sigamos nuestras tradiciones de claridad.»
Y resulta por fin, que la luz también pertenece a
esos hombres, y que los palacios sospechosos de en-
cantamiento que se divisaban entre las brumas de
Escandinavia y en tierras donde sueñan seres de
cabellos dorados y ojos azules, alzan también sus
cúpulas entre las fragancias y esplendores del me-
diodía, y en tierras en que los divinos sueños y las
prodigiosas visiones penetran también por las pupi-
las negras.
254
LOS i? A R O S
255
RUBÉN DARÍO
tro, al del amado y malogrado Julián del CasaL un
cubano que era por cierto el hijo espiritual de «Pau-
vre Lelian». Eran versos de la carne y versos del
alma, versos caldeados de pasión, o de fe; ya refle-
jos de la roja hoguera swinborniana o de los incen-
sarios y cirios de «Sagesse.»
Oid:
256
LOS R A R O S
PRIMERA VOZ
SAGRAMOR
17 257
R b B E N DARÍO
SEGUNDA VOZ
SAGRAMOR
TERCERA VOZ
SAGRAMOR
CUARTA VOZ
quinta voz
258
OS RARO
SEXTA VOZ
SAGRAMOR
séptima voz
SAGRAMOR
MUCHAS VOCES
259
RUBÉN DAR 1 O
La monja piensa. .
260
LOS RARO
Apágase el día...
He aquí que al nacer la luna
Entre aves que vuelven a sus nidos
las
A la esbelta monja se acerca un ruiseñor
Mirándola y remirándola, hasta que rompe
En un argentino cantar:
«¿No me conoces?
Soy yo, tu alma... ten paciencia
Si de ti me he apartado por tanto tiempo.
¡Ah! Pero tú no calculas, amiga mía,
Cuan lindas cosas he visto, qué lindas cosas
Traigo que contarte. .» .
La paz de la noche
Se aterciopela por los tranquilos prados;
Y entonces la monja que en transporte lánguido
Parece oir allí celestes coros,
A la linda monja cuy os ojos mansos
Se van cerrando en mística voluptuosidad,
El airoso ruiseñor cuenta los viajes
Que hizo por las estrellas diamantinas...
¡Oh! jqué dulce cantar! Cantar tan lindo
Que el sol nació, subió, y en fin hundióse,
Sin que la monja en su curso reparase
Toda abstraída al oir el divino canto...
¡Y el canto no termina! Y la luna blanca
De nuevo surge en el aire, de nuevo expira,
Nuevamente el sol brilla y palidece,
Y siempre el canto encanta a la monja.
El canto celestial la va llevando
Por divinos jardines maravillosos
Donde los pálidos ángeles sonrientes,
Con aéreos vestidos de perfumes,
Andan curando heridas mariposas.
Llévala el canto por la vía láctea,
Donde hay floresta, blancas, todas blancas,
261
ROBEN DARÍO
Y donde en lagos de leche pasan cisnes
Arrastrando de los serafines extáticos
Las barcas de cristal llenas de lirios...
¡Y el ruiseñor no cesa! Cuenta, cuenta
Maravillas, prodigios, esplendores...
Y la linda monja, al oirlo, sueña, sueña...
Sin comer ni dormir, días y días. .
Una guerra
Tuvo lugar allí, muy cerca de ella,
Que nada oyó ni vio, escuchando el canto:
Ni el funesto estridor de las granadas,
Ni los suspiros vanos de los moribundos,
Ni Ja sangre que a sus pies iba corriendo...
263
RUBÉN DARÍO
Es un poema dialogado, en prosa martillada por
un Flaubert nervioso y soñador, y en donde la remi-
niscencia de Maeterlink queda inundada en un tor-
bellino de luz milagrosa, y en una harmonía musi-
cal, cálida y vibrante. Lo pintoresco, las acotacio-
nes, en su elegancia arqueológica nos llevan a reco-
dar ciertas páginas, de «Herodias» o de la «Tenta-
ción de San Antonio.» Belkiss en sus suntuosos
triunfos, habrá de padecer después el ineludible do-
lor. Para que David nazca ella pasará sobre la ex-
periencia y sabiduría de Jophesamin, su mentor o
ayo; y sentirá primero la tempestad de amor en su
sexo y en su corazón; y hará el viaje a Jerusalem,
entre prodigios y misterios, y sentirá por fin el beso
del adorado rey, y temblará cuando contemple bajo
sus pies las azucenas sangrientas.
Una sucesión de escenas fastuosas se desarrolla
al eco de una wagneriana orquestación verbal. Pue-
de asegurarse sin temor a equivocación, que los pri-
meros «músicos,» en el sentido pitagórico y en el
sentido wagneriano, del arte de la palabra, son hoy
Gabriel D'Anunnzio y Eugenio de Castro
Quisiera daros una idea de ese poema— que ha
rendido la indiferencia oficial en Portugal,— donde a
los veintisiete años ha sido su autor elegido miem-
bro de la Real academia de Lisboa, y que ha arran-
cado aplausos fraternales en todos los puntos del
globo en que existen cultivadores del arte puro. Mas
tendría que ser demasiado profuso, y prefiero acon-
sejaros, como quien recomienda una especie rara
de flor, o un delicioso licor exótico, que leáis Bel-
kiss, en la versión de Picea, en italiano, que es de
todo punto admirable, o, en el bello librito arcaico
impreso en Coimbra por Francisco Franca Amado.
Y tened presente que hay que acercarse a nuestro
autor con deseo, sinceridad y nobleza estéticas. Os
repetiré las palabras del crítico italiano: «Cierta-
mente, la poesía de Eugenio de Castro es poesía
aristocrática, es poesía decadente, y por lo tanto,
264
LOS RAROS
no puede gustar sino a un público restricto y selec-
to, que, en los refinamientos de las ideas y de las
sensaciones, en la variedad sabia y musical de los
ritmos, halla una singular voluptuosidad del espíri-
tu. El común de los lectores, acostumbrados a los
azucarados jarabes de los poetitas sentimentales,
o solamente de gusto austero y que no aprecian sino
la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos,
vale más que no acerquen los labios a las ánforas
curiosamente arabescadas y pomposamente gema-
das de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya des-
esperados del poeta de Coimbra; ya que en ellos
está contenido un violento licor que quema y disgus-
ta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cier-
ta refinada y excepcional literatura modernísima.»
Se trata, pues, de un «raro.» Y será asombro cu-
rioso el de aquellos que lean a Eugenio de Castro
con la preocupación de moda de los que creen que
toda obra simbolista es un pozo de sombra. «Belkiss»
está lleno de luz.
Señores: He concluido esta conferencia sobre el
poeta Eugenio de Castro y la literatura portuguesa.
265
ÍNDICE
Páginas.
Prólogo 7
El arte en silencio 9
Edgar Alian Poe 17
Leconte de Lisie 33
Paul Verlaine 53
El conde Matías Augusto de Villiers de
L'Isle Adam 63
León Bloy 77
Jean Richepin 91
JeanMoreas 103
Rachilde 123
George d'Esparbés 135
Augusto de Armas 143
Laurent Tailhade 149
Fra Domenico Cavalca 157
Eduardo Dubus 167
Teodoro Hannon 179
El conde de Lautréamont 189
PaulAdam 199
Max Nordau 205
Ibsen 217
José Martí 233
Eugenio de Castro 245
PRIMERA YUN1CA EDICIÓN
DE LAS
OBRAS COMPLETAS
DEL GLORIOSO POETA HISPANOAMERICANO
ENRIQUE OCHOA
Se publicará un volumen mensual.
Para la adquisición de estas colecciones se admiten
suscripciones a los precios siguientes:
Volumen suelto:
sus pedidos a la
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,,y"
PQ Darío, Rubín
7519 Obras completas
D3
1917
v.6