Amargura para Tres Sonámbulos

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AMARGURAS PARA TRES SONMBULOS GRABRIEL GARCA MRQUEZ http://www.librodot.

com Gabriel Garca Mrquez (Aracata, Colombia 1928)

Amargura para tres sonmbulos (1949)

Ahora la tenamos all, abandonada en un rincn de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajramos sus cosas su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro que no poda acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo y haba pasado mucho tiempo antes que lo recordramos que ella tambin haba tenido una infancia. Quizs no lo cremos, entonces. Pero ahora, vindola sentada en el rincn, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptbamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soport siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada. Todo eso y mucho ms lo habamos credo aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empez a dar gritos angustiados; empez a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lgrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritera pudiera soldar los cristales esparcidos.

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Slo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una revelacin; como si tuvieran mucho de rbol recordado y ro profundo, cuando se incorpor, se inclin un poco hacia adelante, y todava sin cubrirse la cara con el delantal, todava sin sonarse la nariz y todava con lgrimas, nos dijo: No volver a sonrer. Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sera lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola quizs, sentada en el rincn sombro, tejindose la trenza final, que pareca ser lo nico que sobrevivira de su trnsito hacia la bestia. Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habamos hecho otras veces. Podamos haber dicho que estbamos haciendo lo que habamos hecho todos los das de nuestras vidas. sin embargo, aquella noche era distinto; ella haba dicho que no volvera a sonrer, y nosotros que tanto la conocamos, tenamos la certidumbre de que la pesadilla se haba vuelto verdad. Sentados en un tringulo la imaginbamos all adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medan el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba, convirtiendo en polvo: Si por lo menos tuviramos valor para desear su muerte, pensbamos a coro. Pero la queramos as, fea y glacial como una mezquina contribucin a nuestros ocultos defectos. ramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrs. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche habra podido estar all, sentada con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habra sido la seora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgus o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbr a vivir en una sola dimensin, como la lnea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios aos atrs ya lo sabamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una maana, despus de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud esttica. Entonces sonri, volvi a mirarnos; haba cado desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y haba quedado all, tiesa y concreta, de bruces al barro hmedo. Pero despus supimos que lo nico que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vaco. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareci al principio. Al contrario, tena los rganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse. Tena los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que deba saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiramos puesto frente a un espejo. nos mir a todos con una apagada expresin sin sexo, que nos dio tenindola ya entre mis brazos

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la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se qued despus sonriendo con esa sonrisa fra y quieta que tena durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no saba cmo lleg hasta el patio. Dijo que haba sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que pareca (as lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se haba puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento. Sabamos sin embargo, que no poda recordar ninguna oracin, como supimos despus que haba perdido la nocin del tiempo cuando dijo que se haba dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien cogindola por los hombros, apart la pared y la puso a ella de cara al sol. Aquella noche sabamos, sentados en el patio, que no volvera a sonrer. Quiz nos doli anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dola hondamente, como nos dola el da que la vimos sentarse en el rincn adonde ahora estaba; y le omos decir que no volvera a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La habamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros cados sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oamos su rumor corporal, denso, movindose entre dos oscuridades, y quizs nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguindola con el odo por toda la casa. Una vez nos dijo que haba visto el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la slida transparencia y que haba atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quera decirnos, pero todos pudimos comprobar que tena la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenmeno resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiramos limpiando de pequeas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oamos caminar, ni la oamos hablar de grillos, hasta el da en que, despus de la ltima comida, se qued mirndonos, se sent en el suelo de cemento todava sin dejar de mirarnos, y nos dijo: Me quedar aqu, sentada; y nos estremecimos, porque pudimos ver que haba empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la muerte. De eso haca ya mucho tiempo y hasta nos habamos acostumbrado a verla all, sentada con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente. Por eso ahora sabamos que no volvera a sonrer; porque lo haba dicho en la misma forma convencida y seguro en que una vez nos dijo que no volvera a caminar. Era como si tuviramos la certidumbre de que ms tarde nos dira: No volver a ver o quiz: No volver a or y supiramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que, espontneamente, se ira acabando sentido a sentido, hasta el da en que la encontrramos recostada a la pared, como si se hubiera dormido por

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primera vez en su vida. Quizs faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habramos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la ilusin de que habra nacido un (una) nia dentro de la casa. Para creer que haba nacido nueva.

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