ENSEÑAR CON EL CORAZÓN
Por Luis R. Santizo
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Enseñar con el Corazón: El Arte de Ser Maestro en el Siglo XXI es una guía inspiradora para maestros, padres, líderes educativos y cualquier persona con el propósito de guiar y transformar vidas. Este libro va más allá de las metodologías tradicionales: es un llamado a enseñar desde el corazón, a liderar con empatía y a crear conexiones auténticas que trasciendan los salones de clase, los hogares y la sociedad.
Luis R. Santizo, combina liderazgo emocional, temperamentos, habilidades del siglo XXI y prácticas de desarrollo interior para mostrar cómo enseñar con el corazón puede inspirar cambios profundos. Cada página invita al lector a reflexionar, crecer y liderar con propósito, motivando no solo a enseñar conocimientos, sino a modelar valores que trasciendan generaciones.
El libro desafía al lector a comenzar el cambio desde adentro, entendiendo que no se puede inspirar a otros sin primero transformarse a uno mismo. Es una hoja de ruta para quienes desean impactar positivamente en sus comunidades, creando un efecto multiplicador que cambia vidas, una persona a la vez. Porque, al final, no recordarán lo que les enseñaste, sino cómo los hiciste sentir.
Luis R. Santizo
Luis Roberto Santizo Solis es un educador apasionado con más de 25 años dedicado a transformar vidas desde el aula. Reconocido mundialmente por su enfoque humanista, liderazgo y su capacidad de inspirar a estudiantes, maestros y directivos, ha liderar procesos educativos innovadores y formado a miles de docentes en Guatemala y Latinoamerica. Sus conocimientos como Master of Business Administration (MBA), han contribuido al desarrollo de métodos innovadores en la educación, su mayor logro es enseñar con el corazón, guiando a otros a alcanzar su verdadero potencial.
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ENSEÑAR CON EL CORAZÓN - Luis R. Santizo
Agradecimientos
Escribir este libro ha sido un viaje al corazón de las personas que han dejado huellas imborrables en mi vida. Este espacio es para agradecerles desde lo más profundo de mi ser. Agradecer no es solo un gesto, es reconocer los regalos únicos que cada experiencia y cada persona han dejado en mi camino. Este libro existe gracias a muchos maestros. A aquellos que me enseñaron con amor, paciencia y fe inquebrantable, les agradezco por mostrarme lo que significa creer en alguien, por enseñarme a confiar en mí mismo y por sembrar en mí las semillas del amor por la enseñanza. A los maestros que me desafiaron con palabras duras y retos que parecían inalcanzables, doblemente gracias. Sus lecciones me enseñaron que no necesitaba ser mejor que nadie, solo fiel a lo que soy. Me enseñaron a perseverar, a ser diferente, a levantarme con más fuerza para superar mis propios límites con obstinación y propósito.
A mis estudiantes, los verdaderos héroes de esta historia, gracias. Ustedes son el alma de estas páginas, los protagonistas que llenaron mi vida de significado y me recordaron por qué la educación transforma. Cada logro suyo, cada desafío que enfrentaron y cada meta que alcanzaron, son mi mayor inspiración, con cada triunfo suyo me llenaron de mucha felicidad. Al escribir estas líneas pienso en aquellos que aprovecharon una oportunidad, como una beca estudiantil, para cambiar su destino, y en quienes superaron el desánimo de quienes no confiaban en ellos. Hoy son ejemplo de perseverancia, de disciplina y de que el cambio personal es posible. Ustedes son la prueba viva de que soñar en grande y trabajar con pasión puede transformar cualquier realidad.
A mi familia muchas gracias, de mi madre recuerdo la frase peca más el que juzga, que el que peca
, de mi padre aprendí que una tuerca no nace en un tornillo. Gracias a mis hermanos por su amor y apoyo constante, lo aprecio y lo valoro. A mis hijos: Roberto, Ángel, Karin y Emmanuel, ustedes son los maestros más grandes de mi vida. Me han enseñado las lecciones más valiosas, desde la paciencia hasta el amor incondicional. Cada día que comparto con ustedes me recuerda el verdadero propósito de la vida. Y a mi Paulett, gracias por ser mi fuerza cuando dudé, por caminar a mi lado y por recordarme, con cada gesto, en cada momento, que el amor es el mejor maestro.
Y a ti, querido lector, gracias. Por sostener este libro en tus manos, por tu confianza y por tu compromiso contigo mismo y con quienes te rodean. Espero que estas palabras lleguen a lo más profundo de tu corazón y te motiven a desarrollar todo tu potencial, a creer en los demás y a transformar vidas, comenzando por la tuya. Porque cuando impactamos un solo corazón, hacemos vibrar al mundo entero.
Presentación
La educación en el siglo XXI ha dejado de ser solo una cuestión de transmitir conocimientos académicos. Hoy más que nunca, los maestros enfrentan un desafío mucho más grande: preparar a sus estudiantes para la vida. No se trata simplemente de enseñar lecciones o guiar a través de exámenes; se trata de enseñar desde el corazón, de ser un líder emocional, y de inspirar a cada estudiante a descubrir su máximo potencial.
A lo largo de mi carrera como educador, he descubierto que un verdadero maestro no es solo quien imparte conocimientos, sino quien transforma vidas. He sido testigo de cómo una palabra de aliento, una creencia inquebrantable en un estudiante puede marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre la motivación y la apatía. En mi mente y en mi corazón están presentes aquellos maestros que tuvieron un impacto profundo en mi vida, aquellos que confiaron en mí cuando más lo necesitaba. Ese mismo poder de la confianza y la inspiración es lo que quiero que cada educador descubra en estas páginas.
Este libro, Enseñar con el Corazón: El Arte de Ser Maestro en el Siglo XXI
, es una invitación para que cada maestro convierta su aula en un espacio de aprendizaje y crecimiento, donde el liderazgo emocional, las habilidades del siglo XXI y la conexión humana se entrelacen para formar individuos capaces, conscientes y resilientes. Mi deseo es que cada educador que lea estas páginas pueda impactar la vida de sus estudiantes, no solo como una figura de autoridad, sino como una presencia transformadora que ilumine su camino.
La inspiración para escribir este libro surgió de un momento crucial en mi trayectoria. Recuerdo claramente una ocasión en una de mis capacitaciones para maestros, donde me hice una pregunta que cambió todo: ¿Cómo puedo influenciar a los maestros para que enseñen desde el corazón? Esa pregunta me llevó a diseñar una capacitación integral, que no solo se centrara en las habilidades técnicas que exige la educación moderna, sino también en las emocionales y humanas. Quería que los maestros fueran más allá de lo académico y se convirtieran en verdaderos agentes de cambio en la vida de sus estudiantes.
Diseñé estas capacitaciones para que los maestros pudieran comprender y aplicar la teoría de los temperamentos, ayudándoles a reconocer que cada estudiante es único, con características distintas —colérico, flemático, melancólico o sanguíneo—, y cómo ajustar sus enseñanzas para potenciar las fortalezas de cada uno. Además, incorporé el conocimiento y la práctica de la inteligencia emocional, no solo para que los educadores gestionen sus propias emociones, sino también para que enseñen a sus estudiantes a hacerlo, creando una conexión más profunda y significativa a través de herramientas como la empatía y el rapport.
Fue entonces que comprendí la importancia de ir más allá del simple conocimiento académico. Me di cuenta de que un verdadero maestro es aquel que lidera con empatía, inspira con su ejemplo y se convierte en un faro que guía a sus estudiantes a descubrir sus propias capacidades. Por eso, decidí escribir este libro, con el objetivo de ofrecer una visión de liderazgo que trascienda la manera en que enseñamos y nos conectamos con quienes están en nuestras aulas.
Quiero que cada maestro que se adentre en estas páginas se sienta empoderado, inspirado y equipado con herramientas prácticas para liderar y enseñar desde un lugar de auténtica conexión. Porque sé que el impacto real de un educador no se mide solo por lo que enseña, sino por la huella emocional que deja en el corazón de cada estudiante.
Sin embargo, para entender plenamente el corazón de este enfoque, es necesario conocer la historia detrás de estas ideas. A continuación, compartiré una parte fundamental de mi trayectoria personal y profesional, no solo para ofrecer estrategias educativas, sino para transmitir una visión más amplia de lo que significa ser un maestro transformador. Como he aprendido a lo largo de mi carrera, el impacto de un maestro no se mide solo por lo que enseña, sino por cómo inspira y cree en el potencial de sus estudiantes.
Parte I
Mi historia
El origen de una vocación apasionante
––––––––
Mi recorrido en la educación por más de 25 años ha estado lleno de retos, aprendizajes y momentos decisivos que han transformado mi forma de enseñar. El camino hacia la enseñanza con el corazón no es lineal, pero cada paso me ha llevado a comprender cómo impactar profundamente en la vida de los estudiantes. En esta primera parte, compartiré los momentos clave de mi trayectoria personal y profesional, que me ayudaron a desarrollar una visión que va más allá de lo académico, enfocada en inspirar, guiar y transformar vidas.
––––––––
El estudiante con el tiempo no recordará lo que le hiciste saber, pero jamás olvidará lo que le hiciste sentir.
— Luis R. Santizo
Mi Historia: El origen de una vocación apasionante
Nací un 10 de octubre de 1979 en la Villa de Samayac, un pequeño pueblo en el departamento de Suchitepéquez, Guatemala. Crecer en una comunidad pequeña tenía sus ventajas y desafíos. Por un lado, sentía el calor humano de una comunidad unida; por otro, las oportunidades para salir adelante parecían escasas, limitadas por la lejanía del lugar de la ciudad. Como muchos niños, soñaba en grande, pero lo que nunca imaginé era que mis sueños no estarían en el lugar donde todos buscaban: los negocios o las empresas, sino en la vocación que jamás creí mía, pero que acabaría definiendo mi vida.
Desde muy temprano, me di cuenta de que tenía una inclinación natural hacia el liderazgo. En la escuela primaria, aunque mi carácter aún se formaba, me gustaba ser el primero en organizar a los compañeros para las actividades. Si había un juego que requería equipos, allí estaba yo, proponiendo estrategias, motivando a los demás. Mis amigos me buscaban cuando necesitaban alguien que los guiara, alguien que les dijera cuál era el siguiente paso por seguir.
Sin embargo, había algo en mi interior que me decía que el liderazgo iba mucho más allá de simplemente estar al frente. En mi mente infantil, ya sabía que un líder no es solo el que da órdenes, sino el que inspira confianza. Eso, claro, lo aprendería con el tiempo, y muchas veces, por el camino duro.
A medida que avanzaba en mi educación, los desafíos comenzaron a hacerse más evidentes. En la escuela primaria y secundaria, no fui un estudiante destacado; las buenas calificaciones parecían siempre un poco fuera de mi alcance. Los cursos que a muchos de mis compañeros les resultaban sencillos, para mí requerían un esfuerzo constante y mayor. Aun en materias que otros consideraban fáciles, como la educación física, me encontré enfrentando dificultades. Recuerdo claramente una ocasión en la que reprobé ese curso.
Mis padres, con solo educación básica, hicieron todo lo que estaba a su alcance para apoyarme. No tenían los recursos para ofrecerme una educación privilegiada, pero cuando se daban cuenta de que no podían ayudarme directamente, invertían en profesores particulares para enseñarme esas materias que se me dificultaban. El esfuerzo que hacían para verme progresar era evidente, y aunque a veces sentía que mis propios intentos no eran suficientes, nunca dejaron de creer en mí.
En el entorno en el que crecí, la educación era vista como una puerta hacia nuevas oportunidades, pero esas oportunidades no siempre estaban al alcance de todos. Sin embargo, mis padres me enseñaron algo mucho más valioso que cualquier recurso material: me inculcaron la importancia de la voluntad. Siempre me decían: Hijo, puede que no tengas todo lo que deseas, pero si tienes el corazón y el deseo, encontrarás una manera.
Esa frase se convirtió en un mantra de resiliencia para mí, una guía que me impulsaba a seguir adelante aun cuando todo parecía ir cuesta arriba.
A través de esos años difíciles, aprendí que el verdadero valor de la educación no radica únicamente en aprobar exámenes o en ser el mejor de la clase (en términos de calificaciones), sino en la capacidad de levantarse cada vez que te caes y en la determinación de seguir adelante cuando las cosas se ponen difíciles. La voluntad de mis padres y su constante apoyo sembraron en mí una creencia profunda: que, con esfuerzo, perseverancia y un corazón decidido, cualquier obstáculo se puede superar.
Decidí que haría lo necesario para obtener una buena educación y a temprana edad descubrí que la autoeducación era el camino. Recuerdo largas tardes leyendo, estudiando y trabajando en tareas mientras otros chicos jugaban y se divertían. Pero, en lugar de sentirme privado de algo, cada libro que leía, cada examen que aprobaba me daba una sensación de satisfacción que nada más podía igualar. Sabía que cada esfuerzo era una inversión en mi futuro. La frase El fracaso jamás me alcanzará mientras mi determinación por alcanzar el éxito sea lo suficientemente grande
del Libro El Vendedor Mas Grande del Mundo de Og Mandino ha estado presente en mi mente desde el día que la leí y creo una obstinación por superarme a mí mismo cada día. Y, aunque no sabía exactamente cuál sería ese futuro, estaba decidido a crear mi propio camino.
Terminé mis estudios secundarios con buenos resultados y tomé una decisión lógica: Estudiar Administración de Empresas. Era un campo amplio, con muchas oportunidades. Además, estaba claro que mi inclinación hacia el liderazgo encajaba perfectamente en este ámbito. Durante la universidad, mi sentido de responsabilidad creció aún más. No solo se trataba de estudiar, sino también de aprender a liderar grupos de trabajo, entender las dinámicas organizacionales y, más importante aún, aprender cómo las personas funcionaban juntas.
En esos años universitarios, no solo aprendí las teorías de la administración, sino también el valor de la inteligencia emocional, la cual me dediqué a estudiar a profundidad desde el año dos mil. En cada equipo de trabajo había personalidades distintas, y lo que realmente marcaba la diferencia no era quién sabía más, sino quién podía unir al equipo, gestionar conflictos y, sobre todo, liderar con empatía. Comencé a entender que el liderazgo no solo era algo que ejercías sobre los demás, sino también sobre ti mismo. Saber cuándo hablar y cuándo callar, cuándo empujar y cuándo retroceder. Estas habilidades no venían de los libros, sino de la experiencia directa. Justamente en la universidad lideré unas elecciones para director del centro universitario con los estudiantes, aunque ganamos con votos de estudiantes, se perdió con catedráticos y egresados, con ese revés entendí que el liderazgo va más allá de tu circulo de influencia.
Después de graduarme como Técnico en Administración de Empresas y tras haber trabajado en varias empresas, parecía que mi camino estaba claro: me lanzaría al mundo de los negocios. Todas mis habilidades, mis estudios y mi formación apuntaban en esa dirección. Era lo lógico, lo esperado. Pero como ocurre en toda historia llena de propósito, la vida tenía preparado para mí un giro inesperado.
En el año 2000, una invitación cambió el rumbo de mi vida. Me pidieron dar una conferencia a un grupo de estudiantes, algo que acepté con entusiasmo. Lo que no imaginaba era que esa conferencia, pensada inicialmente como un evento único, causaría tanto impacto. Mi mensaje resonó profundamente entre los estudiantes, y para mi sorpresa, poco tiempo después, recibí una oferta para convertirme en maestro de Mercadotecnia y Administración en la misma institución donde había estudiado.
Al principio, debo admitir que no me veía a mí mismo como maestro. Mi mente estaba orientada al mundo empresarial, y la idea de enseñar no estaba en mis planes. Las dudas comenzaron a inundar mi pensamiento: ¿Cómo podría yo, un administrador de empresas, convertirme en maestro? Me preguntaba si realmente sería capaz de preparar clases, de inspirar a los estudiantes, cuando nunca había estudiado pedagogía. Sentí una mezcla de confusión y temor ante la posibilidad de que este fuera solo una pausa en mi camino.
Pero entonces, decidí aceptar el desafío. Quizás, pensé, sería algo temporal, una especie de pausa que me permitiría aclarar mis ideas antes de retomar el camino que había imaginado. Sin saberlo en ese momento, esa decisión cambiaría para siempre el rumbo de mi vida. Lo que comenzó como un giro inesperado, se transformaría en la puerta de entrada a mi verdadera vocación, una que me permitiría no solo enseñar, sino impactar y transformar vidas de maneras que nunca había imaginado.
El primer día frente a mis estudiantes fue un desafío abrumador. No había manuales que te prepararan para ese momento. No había estudiado para ser maestro, no sabía técnicas ni métodos de pedagogía, solo me acompañaba la experiencia previa con mis buenos y no tan buenos maestros. La teoría que había aprendido en la universidad no se traducía directamente en cómo captar la atención de un grupo de adolescentes de un salón clase, ni mucho menos en cómo conectar emocionalmente con un grupo de estudiantes. A medida que pasaban las primeras semanas, me di cuenta de que este no era solo un trabajo temporal
. Había algo especial en el acto de enseñar, en el poder que tenía para transformar vidas.
Enseñar, para mí, se estaba convirtiendo en una forma de liderazgo. De repente, ya no estaba liderando proyectos empresariales ni dirigiendo grupos de trabajo, pero estaba liderando algo mucho más profundo: el crecimiento personal de mis estudiantes. En ellos, veía la incertidumbre del futuro que yo mismo había sentido años atrás. Y mi misión, descubrí, era guiarlos con el corazón. Liderar con el corazón, no solo con conocimientos técnicos.
Ser maestro no fue fácil al principio. Tuve que aprender desde cero. Había momentos en los que la frustración me abrumaba. Los estudiantes no respondían como esperaba, y las dinámicas de la clase no siempre fluían. Pero, en lugar de rendirme, decidí aplicar lo que había aprendido en los negocios: innovación y creatividad.
Recuerdo una clase especialmente desafiante. Mis alumnos parecían desinteresados y desconectados. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que no podía limitarme a los métodos tradicionales. Decidí hacer algo diferente. Organicé un evento, al que llamé Premios a la Excelencia Administrativa
, en el que varios estudiantes de distintas instituciones podían competir demostrando sus habilidades en administración y mercadotecnia. El evento no solo fue un éxito, sino que me enseñó una lección fundamental: cuando enseñas con el corazón, encuentras maneras creativas de llegar a los estudiantes. Y lo más importante, aprendí que un maestro es también un líder.
Durante los primeros años de mi carrera como educador, una cosa quedó clara rápidamente: no iba a conformarme con enseñar solo los conceptos tradicionales en el aula. Quería algo más para mis estudiantes. Sabía que el aprendizaje más profundo se lograba cuando los estudiantes eran capaces de aplicar el conocimiento en la vida real, fuera del entorno académico convencional. La teoría no era suficiente. Necesitaban sentir la presión de un entorno profesional, un lugar donde las habilidades adquiridas en el aula fueran puestas a prueba.
Así nació mi primera gran idea: los Premios a la Excelencia Administrativa. Este evento, que concebí y ejecuté entre 2001 y 2003, fue algo inusual para su época. Quería que mis estudiantes tuvieran una plataforma real en la que pudieran competir y destacar. Pero no se trataba de una competencia más; se trataba de recrear un entorno empresarial real, donde la teoría que habíamos aprendido en clase sobre administración y mercadotecnia cobrara vida.
El evento no solo involucraba a estudiantes de mi propia institución, sino que invité a diversas instituciones educativas de las ciudades cercanas. Fue un trabajo de logística especial, pero desde el primer momento supe que tenía algo grandioso entre manos. Conseguí que un grupo de profesores de la Universidad de San Carlos de Guatemala participara como jurado, lo que le dio al evento una mayor legitimidad.
El primer año, el evento fue una combinación de emoción y nerviosismo. No solo para los estudiantes, sino también para mí. Había asumido la responsabilidad de organizar algo completamente nuevo. No existían referentes ni manuales que pudiera seguir. Pero algo dentro de mí me decía que este evento sería un catalizador para el cambio.
Los estudiantes que participaron, provenientes de diferentes instituciones, tenían que resolver casos empresariales simulados en tiempo real. Se enfrentaban a retos que un ejecutivo podría encontrarse en cualquier empresa: desde la toma de decisiones estratégicas hasta la gestión de crisis. Las competencias eran intensas, y el proceso fue tan demandante emocionalmente para ellos como lo sería para un profesional real.
Lo que más me impactó de ese primer evento no fue solo el éxito en términos de participación o la alta calidad de las presentaciones de los estudiantes. Lo que realmente me movió fue ver el cambio de actitud en ellos. Entraron con dudas, nervios y autocrítica, pero salieron con la cabeza en alto, habiendo demostrado que podían enfrentarse a desafíos reales y salir victoriosos.
El evento fue un éxito rotundo, y lo llevamos a cabo durante los años siguientes, ampliando su alcance y prestigio. Cada año, la competencia se volvía más intensa, y los estudiantes ganaban más confianza en sí mismos. Se estaban preparando para algo más que una calificación en un examen. Se estaban preparando para la vida real.
Organizar esos eventos me enseñó una de las primeras grandes lecciones como educador: cuando creas experiencias que desafían a tus estudiantes a nivel emocional, ellos descubren que son capaces de mucho más de lo que creen. Los Premios a la Excelencia Administrativa no solo eran una competencia académica, sino una oportunidad para que los estudiantes creyeran en su propio potencial. Me di cuenta de que el conocimiento académico debía ir acompañado de una mentalidad ganadora, algo que seguiría siendo central en mi enfoque educativo en los años venideros.
Cuando llegué a mi nueva institución educativa en 2005, estaba lleno de energía y listo para seguir aplicando lo que había aprendido hasta el momento. Pero, a medida que empecé a familiarizarme con la cultura de la institución, noté algo que me inquietaba. El eslogan de la escuela no parecía resonar con la realidad de lo que allí se vivía. Era una frase que no motivaba ni a los estudiantes ni a los maestros. Algo tenía que cambiar.
Decidí que lo primero sería trabajar en una nueva filosofía, una estrategia que definiera una nueva visión, misión y valores, algo que realmente reflejara lo que quería construir con los estudiantes. Después de analizar y reflexionar sobre las necesidades de la institución, se introdujo un nuevo eslogan: Conocimiento, Creatividad e Innovación Constante
. En ese momento, consideré que estas tres palabras representaban el núcleo del aprendizaje moderno. Queríamos que los estudiantes no solo acumularan conocimientos, sino que pensaran de manera creativa y se atrevieran a innovar, día tras día.
Sin embargo, cambiar un eslogan no transforma una cultura de inmediato. Sabía que el verdadero cambio no vendría solo con palabras, sino con acciones y resultados. Y eso fue lo que me propuse: transformar la mentalidad de los estudiantes y de la institución en sí, paso a paso, a través de las pequeñas victorias cotidianas.
En esos primeros años, me di cuenta de que los estudiantes venían de contextos sociales y económicos difíciles, y aunque eso representaba un reto, también lo veía como una gran oportunidad. Sabía que la verdadera enseñanza iba más allá de los libros. Tenía que enseñarles a soñar, a creer que podían lograr cosas grandes, sin importar de dónde venían. La creatividad y la innovación no eran solo herramientas técnicas, eran formas de romper barreras.
Comencé a introducir tecnologías y competencias en el aula, algo que no era común en ese momento. Sabía que preparar a los estudiantes para el siglo XXI requería un enfoque diferente. No bastaba con enseñarles el contenido del currículo, había que darles herramientas que los prepararan para un mundo que estaba cambiando a una velocidad vertiginosa. Pero al principio no fue fácil. Muchos de ellos nunca habían tenido acceso a una computadora. Vivían en una zona rural, a 200 kilómetros de la ciudad capital de Guatemala, y las condiciones tecnológicas y económicas no jugaban a nuestro favor.
Sin embargo, no permití que esas limitaciones fueran una excusa. Decidí que, si creábamos las oportunidades y trabajábamos duro, esos obstáculos se convertirían en escalones hacia el éxito. A medida que los estudiantes empezaban a familiarizarse con las herramientas tecnológicas, comencé a notar algo importante: no solo estaban adquiriendo habilidades técnicas, sino que también estaban ganando confianza. Cada pequeña victoria en el aula, cada proyecto completado, cada competencia ganada, reforzaba algo mucho más profundo: la creencia en sí mismos.
Con la experiencia adquirida tras los Premios a la Excelencia Administrativa, entendí que la clave del éxito en la enseñanza era encontrar nuevas formas de motivar a los estudiantes. En el año 2011, identifiqué otro gran reto: la implementación de la tecnología en el aula. El mundo estaba cambiando, y la tecnología estaba en el centro de todo. Si quería que mis estudiantes tuvieran una ventaja competitiva real en el mercado laboral, necesitaba que fueran competentes en el uso de las herramientas tecnológicas más avanzadas.
Así nació mi iniciativa de introducir certificaciones internacionales de Microsoft Office en la institución educativa. Sabía que estas certificaciones no solo validaban las habilidades técnicas de los estudiantes, sino que además les daban un reconocimiento internacional. Mis estudiantes serían los primeros en la región en obtener estas certificaciones, algo que les abriría puertas en el futuro.
Sin embargo, el camino no fue sencillo. Los estudiantes que llegaban a mi aula provenían de escuelas donde no había computadoras. Algunos de ellos jamás habían tocado un teclado antes de llegar a mi clase. Pero, como siempre, vi en esto una oportunidad, no una limitación. Si lograba que estos jóvenes superaran sus miedos iniciales y se adentraran en el mundo de la tecnología, no solo les estaría enseñando a usar un software, sino que estaría rompiendo barreras mentales. Con esta implementación el curso de computación se convirtió en el más importante del currículo en el plantel.
El año 2013 fue el primer gran paso hacia lo que se convertiría en un proceso largo, desafiante y finalmente victorioso. Decidimos participar en las competencias nacionales de Microsoft Office, algo que nunca habíamos hecho antes. Nuestros rivales eran, en su mayoría, estudiantes de los colegios de élite de la ciudad capital, jóvenes que habían crecido rodeados de tecnología, mientras que mis estudiantes venían de zonas rurales con acceso limitado a estos recursos.
Ese primer año fue un duro golpe a la realidad. Mis estudiantes, que lo dieron todo, quedaron en el puesto 37 de 120 participantes. Aunque no fue un resultado favorable, no lo tomamos como una derrota. Fue una lección, y como en cada lección, había algo que aprender.
Volvimos a intentarlo en 2014, esta vez con un enfoque diferente. Reforzamos nuestras estrategias. No solo trabajamos en la parte técnica, sino que empecé a introducir elementos de gestión emocional. A pesar de las condiciones adversas, logramos posicionarnos entre los primeros 10 lugares. No habíamos llegado al podio, pero fue un salto significativo. Estábamos en el buen camino.
El 2015 fue el año de la primera gran victoria. Después de dos años de ajustes, mejoras y trabajo constante, obtuvimos el tercer lugar en las competencias nacionales. Fue un hito importante para nosotros. Aunque no éramos los campeones, el podio nos esperaba, y sabíamos que lo podíamos alcanzar. Los estudiantes estaban comenzando a creer realmente en sus capacidades, algo que era tan importante como las habilidades técnicas que habían adquirido.
El proceso continuaba, y cada competencia era una oportunidad de aprendizaje. Lo que más me motivaba era ver cómo mis estudiantes iban evolucionando, no solo en sus habilidades tecnológicas, sino en su mentalidad. Empezaban a ver las competencias no como un desafío imposible, sino como una meta alcanzable. Comenzaban a pensar como ganadores, a creer que podían competir al mismo nivel que los estudiantes de las instituciones más prestigiosas del país.
Pero el verdadero desafío estaba por llegar en el año 2016. Al principio, la idea parecía completamente fuera de nuestro alcance. Pero algo dentro de mí me decía que podíamos lograrlo, que la mente y el corazón tienen más poder que las circunstancias externas. La parte técnica sería la más fácil, eso lo sabía. El verdadero desafío sería entrenar la mente y el espíritu de mis estudiantes. Debía convencerlos de que eran capaces, que no importaba de dónde venían, ni sus limitaciones económicas o sociales; lo que importaba era la voluntad de creer en ellos mismos.
El proceso fue intenso. Durante