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Sos un amor
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Libro electrónico236 páginas3 horas

Sos un amor

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Información de este libro electrónico

La amistad entre Marcos y Julián viene de lejos, mucho antes de que ambos se instalaran en la capital. El apoyo ante las dificultades del primero al salir del armario en su pueblo natal hizo que ambos generaran una fuerte unión. Ahora, las tornas de la contención se darán la vuelta.

Julián parece una persona despreocupada, que se deja llevar por los acontecimientos sin darle más peso que el necesario. Marcos lo admira por ello, ya que sobrepensar en exceso le origina más de un quebradero de cabeza. Sin embargo, lo que no imagina es que su amigo esté atravesando por un profundo camino de deconstrucción. ¿Cómo será este proceso?

Una historia donde el autor nos comparte el amor y gratitud hacia todas aquellas personas facilitadores que nos rodean, así como el cariño y apego al costumbrismo de Buenos Aires, la cual se convierte en una protagonista más de la novela.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 nov 2024
ISBN9788412914030
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    Sos un amor - Ayrton Zazo

    SOS UN AMOR¹

    Ayrton Zazo

    Sos un amor

    © Ayrton Zazo Girod

    © Kabo&Bero® Ediciones

    Ilustraciones y maquetación

    Antto Kabo

    Corrección

    Sergio Bero

    Gabriela Spilzinger

    1ª edición: noviembre de 2024

    Editado por

    Kabo&Bero® Ediciones

    www.kaboybero.com

    ISBN: 978-84-129140-3-0

    Iconos corazón en la cubierta y pensamiento del interior diseñados por Freepik.

    Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.cedro.org; 917021970 / 932720445).

    A Feli.

    Esta novela está escrita en español rioplatense con lo que, al ser editada en España, se procederá a seleccionar en cursiva formas verbales o unidades lingüísticas propias del dialecto y/o que pudieran confundirse con otras acepciones del español castellano. Del mismo modo, las expresiones distintivas o singulares del rioplatense se anotarán también en cursiva. Convivirán en esta tipografía tanto el rioplatense como otros vocablos de la jerga de dialectos españoles o en distintos idiomas.

    Por otro lado, acotadas con comillas inglesas, encontraremos aquellas palabras que se quieran reforzar como unidad conceptual, indistintamente del idioma.

    Así mismo, en las narraciones se utilizará el leísmo aceptado por la RAE para el complemento directo masculino, más común en España, mientras que en diálogos mantendremos el uso apropiado y original del pronombre lo.

    PARTE 1

    –Hoy me crucé con un pibe en la universidad, Juli. Cursé con la cabeza en cualquiera –el mate pasó de un extremo al otro de la mesa.

    –¿Y? ¿Le hablaste? ¿Lo saludaste? ¿ALGO? –subió el tono Julián, enfatizando su necesidad de saber más.

    –No. Me lo crucé en un pasillo, nada más. Lo vi, cruzamos miradas y seguimos cada uno por su lado.

    –Pero, Marquitos, no seas boludo. La próxima vez que te lo crucés, preguntale algo, lo que se te ocurra: dónde está el baño, dónde se cursa Literatura Japonesa del siglo XV o alguna de esas cosas raras que estudian ustedes, cómo se llama, cuánto le mide… No sé, ¡cualquier cosa para romper el hielo!

    –Me hiciste acordar que tengo que escribirle al profesor que dictó el seminario de Literatura Japonesa en verano para pedirle un par de textos.

    Nerd del demonio, ¡no me cambies de tema que quiero saber más! ¿Es la primera vez que lo ves?

    –Sí, sí. Voy a ver cómo me acerco. Y no, no recuerdo haberlo visto antes ni en cursadas ni en seminarios. Capaz, ingresó este año –era marzo, por lo que las clases recién comenzaban, y los pasillos de la UBA se volvían a llenar de estudiantes nuevos, carteles de agrupaciones políticas, avisos de clases de apoyo y consignas de todo tipo.

    –¡Ah, bueno! ¡Robacunas! ¿Tenía algo de barba, por lo menos? –Julián consiguió que Marcos se sonrojara–. Aaaaaaaah, ¿te calentó eso, no? Dejame adivinar: morocho, barba prolija, mediohipster y tenía sobretodo… ¿bufanda? ¡Seguro! No hace tanto frío pero bufanda o pañuelo, seguro. ¿Lentes tenía también?

    Marcos se levantó y caminó hacia la cocina para disimular que se estaba poniendo cada vez más colorado, por lo rápido que Julián le había calado. Nadie le conocía mejor que él, con quien había crecido desde niños casi como hermanos. Como el mate ya estaba prácticamente intomable, después de una larga tarde de lectura, agarró una lata de cerveza de la heladera. Le pasó una a Julián y tomó un puñado de maní del frasco que tenían en la alacena.

    –Le pegaste a todo. Sobre todo hipster, lentes con marco grueso, auriculares gigantes y bufanda de Ravenclaw.

    –Uy no, otro fanático de Harry Potter. Me van a secar la cabeza entre vos, Chechi y mis hermanas. Van a tener noventa años y van a seguir encasillando gente, según las casas de Hogwarts, en el geriátrico.

    –Dale, boludo. Vos hace veinte años que jugás al Mario, y nadie te dice nada.

    –Bueno, pero es un clásico que se renueva. No es lo mismo. Me voy al bar, ¿venís más tarde?

    –No sé, tendría que terminar de leer un par de cosas para la semana que viene. Te aviso.

    Julián agarró una campera del perchero al lado de la puerta de entrada y se fue. Hacía más o menos dos años que trabajaba en un bar donde, dependiendo de las necesidades del día, hacía un poco de todo. El bar era de Matilde, una amiga de la madre de Julián que oficiaba de tía del corazón para ambos. Siempre dejaba que consumieran lo que quisieran gratis.

    Por ese motivo, se había convertido un poco en el centro de reuniones de ambos: citas, cumpleaños, trabajos prácticos, reuniones o festejos. Todo pasaba en La Ilusión, nombre meramente decorativo del bar, porque ni siquiera su dueña lo usaba. Cada una o dos semanas, Matilde viajaba a Buenos Aires, chequeaba que todo estuviera en orden, se encargaba de las tareas administrativas y se volvía para trabajar en un establecimiento similar en Azul, mezcla de bar, centro cultural y restaurante. Le generaba cierta tranquilidad tener los días de semana a Julián como comodín: sabía que podía contar con él para lo que fuera y que, si necesitaba ayuda extra, Marcos también siempre estaba disponible para echar una mano.

    Tomó el ascensor y salió al parque que separaba los tres edificios del complejo de departamentos en el que habitaban. La torre en la que vivían se llamaba Gardel y estaba ubicada frente a la pileta que, por suerte, ya estaba cerrada. Los veranos eran una pesadilla de niños gritando, yendo y viniendo por todo el parque, mientras el guardavidas de la pileta tenía que repetir una y otra vez que estaba prohibido correr por los bordes. Caminó hacia el portón y saludó al guardia de la entrada. En la esquina, le esperaba Cecilia con un paquete de papas fritas en la mano.

    –Garbanzo, ¿hace mucho que me estás esperando? Perdón, me colgué hablando con Marquitos que está re en una por un pibe que se cruzó en la universidad –le dio un beso y le robó un par de papas del paquete.

    –Cero problemas, el colectivo pasó justo cuando llegué a la parada, así que aproveché y pasé por un quiosco a comprar algo para comer.

    Cecilia había comenzado a trabajar en el bar de Matilde unos meses antes de que empezara Julián. Era un par de años mayor que él y, desde el primer momento en el que se cruzaron, surgió entre ellos una complicidad y una química que ninguno de los dos se molestó en disimular. En un par de meses de charlas, sexo y mucha seguridad de lo que querían en ese momento de sus vidas, habían desarrollado una relación abierta a la que ninguno de los dos se animaba a ponerle título. Ambos eran naturalmente curiosos y, en esa curiosidad compartida, se complementaban muy bien. A los dos les calentaba mucho escuchar las aventuras del otro.

    –Me escribió Matilde. Hoy no va Martín a la barra, así que te toca estar conmigo ahí. Te voy a tener cortito –dijo chasqueando los dedos.

    –¡Ah, sí! Me escribió a mí también. Le voy a insistir a Marcos para que venga. Tiene que leer algo para el lunes pero le voy a decir que se deje de hinchar con las lecturas y se relaje un rato. Siempre tiene algo pendiente por leer.

    –Ay, sí, que le quiero preguntar por este pibe que decís. Además, ayer vi un capítulo del anime que me recomendó y necesito hablarlo con él. Dejá, le escribo yo. Me va a hacer más caso que a vos –sacó el celular del bolsillo y se puso a escribir desenfrenadamente, sin mirar hacia adelante mientras caminaba–. Fijate que no me choque con nada, ¿dale?

    Marcos salió al balcón y le dio una pitada a un cigarrillo empezado que había en una cajita con flores arriba del lavarropas. Cecilia le había dicho que fuera al bar y que leyera mañana, que era viernes. En fin, lo mismo de siempre, que se relaje un poco. Tenía razón, para qué se iba a poner a leer sobre el boom latinoamericano un viernes a la noche. Volvió a darle una pitada más.

    Se quedó mirando el atardecer sentado en una de las reposeras del balcón. A veces tenía momentos, sobre todo cuando estaba solo, en los que se preguntaba para qué cuernos estudiaba, qué quería hacer con su vida o si encontraría alguna vez respuestas a un montón de preguntas que le rondaban la cabeza: ¿Quería escribir? ¿Quería dedicarse a la crítica? ¿O a la academia? La docencia siempre le había llamado la atención también. Quería hacer de todo, pero no tenía claro específicamente qué. Era consciente de que esos momentos eran pasajeros pero, a veces, se angustiaba con la idea de no tener un rumbo fijo. En ese sentido, admiraba un poco a Julián: él estudiaba Ingeniería en Sistemas, le apasionaba la tecnología y toquetear todo aparato que se le cruzara. Sabía que iba a terminar trabajando en algo relacionado con hacer programas o esas cosas que escribía en lenguajes, de los cuales Marcos no entendía nada. Cuando le preguntaba a Julián si se cuestionaba por qué hacía las cosas que hacía o qué quería hacer de su vida, la respuesta era muy simple:

    –No sé, algo va a surgir. Mirá, ¿te imaginabas que tu abuela te iba a dejar este departamento? ¿Te imaginabas que íbamos a vivir juntos? ¿Te imaginabas estudiar acá? ¿Te imaginabas sentirte así de libre? Seguro que no, así que menos preguntas y más disfrute, amigo.

    Julián era una persona bastante relajada en todo sentido. No es que no le preocupara su vida, su porvenir o el futuro, sino que se tomaba las cosas con más calma. No sentía la obligación de probarle nada a nadie. Es verdad que también había tenido una vida un poco más fácil, porque no le habían condenado socialmente en el pueblo como "el trolo".

    Cuando eran chicos, Marcos le había dicho a Julián que no le gustaban las mujeres, que veía cómo todos hablaban solamente de eso y sentía que no encajaba en ningún lado. Tenía miedo de cómo iba a llevar adelante su vida en una sociedad que condenaba a la burla, cuando no directamente a la muerte, a las personas lgtbiq+. El matrimonio igualitario había sido legalizado cuando Marcos empezaba a navegar por los inicios de su adolescencia. Durante el debate de esta Ley se habían esgrimido argumentos muy brutales en contra del proyecto. Los medios de comunicación no solo habían amplificado los discursos abiertamente de odio, sino que además habían alimentado por décadas una especie de morbo social al ridiculizar la diversidad sexual como movimiento social. A la confusión generalizada que normalmente conlleva la adolescencia en sí, se le había sumado algo tan delicado como que la propia identidad sexual estuviera en constante tela de juicio en el discurso público. Además, había nacido y se había criado en Azul, una ciudad que no dejaba de sentirse como un pueblo, en la que todos sabían absolutamente todo de la vida de los demás y donde lo diferente no era bien visto. Julián, con apenas trece años y con la calma que ya en ese entonces le caracterizaba, le dio un abrazo y le dijo que él iba a ser su amigo siempre, sin importar nada. Si algún pelotudo tenía un problema, que se lo fuera a decir a él en la cara, que él se iba a encargar. La adolescencia de Marcos como gay en una pequeña ciudad rural fue bastante más fácil con Julián al lado. Sin embargo, no fue hasta su mudanza a Capital cuando pudo explorar y hablar de esos temas con otras personas, aparte de su mejor amigo.

    Las dos pitadas le habían relajado. Apagó el cigarro, lo puso sobre la caja y se levantó de la reposera. Miró un rato cómo la gente iba y venía de los otros edificios, madres cargando a sus niños, laburantes llegando de sus trabajos, niños corriendo por todos lados, un grupito de adolescentes alrededor de un parlante cerca del área donde había un pequeño bosquecito de árboles en crecimiento. Quedaba poco y nada del calor de verano, y probablemente sería una de las últimas tardes con una temperatura agradable como para estar afuera. Poco a poco el parque se iba despoblando de hojas, así como de niños y adolescentes. El tímido frío del otoño, o el comienzo del ciclo lectivo, traía una tranquilidad inusual al complejo de edificios.

    Se preguntó qué estaría haciendo el chico que se había cruzado en los pasillos de la universidad. No era raro que se cruzara con hombres que le calentaran. Estaba en Buenos Aires, donde había múltiples rotos para cualquier descosido. Pero ese pibe tenía otra cosa, algo a lo cual no podía ponerle palabras. Ese algo le había llamado la atención de una forma más primitiva, difícil de definir. Cerró los ojos y pudo recrear con claridad el momento en el que se cruzaron y había sentido una conexión sobre la cual no podría explayarse sin parecer un loco. Después de todo, habían sido un par de segundos de coexistencia en un pasillo lleno de gente.

    Marcos tomó una ducha, se vistió, acomodó los apuntes que quería leer al día siguiente en su escritorio, vació el mate y salió. Solía mantener su habitación lo más ordenada posible, en contraposición al desorden de pensamientos que solía arremolinarse en su cabeza. Cerró el departamento con llave y bajó por las escaleras los tres pisos que separaban el departamento del palier del edificio. Los adolescentes del edificio dejaban allí sus marcas de rebeldía: todas las paredes estaban repletas de frases, dibujos fálicos y una creativa selección de groserías e insultos. Los no tan adolescentes también habían dejado su marca: Julián y Marcos llevaban siempre un fibrón en la mochila, por si les agarraba un ataque de creatividad en las escaleras. El consorcio del edificio había pintado numerosas veces esas paredes, pero la blancura les duraba lo que duraba la pintura húmeda. Ni bien se secaba, volvía a aparecer el arte urbano del edificio en todo su esplendor. A Marcos le encantaba encontrarse con nuevos graffiti en esas escaleras. Había un par que hasta habían sido hechos a color por alguien que definitivamente sabía lo que estaba haciendo.

    Caminó hasta el bar por la calle Gallo, en dirección hacia Avenida Córdoba, a paso lento, dado que quedaba a solo dos cuadras del departamento. Caminar por ese barrio, por Buenos Aires en general, le hacía sentir una sensación extraña de optimismo y libertad. Era un caos de autos, bocinas, ruidos, gente yendo y viniendo apurada, vendedores ofreciendo desde medias hasta golosinas y juguetes cada dos por tres, algún grupito riéndose a carcajadas, algún encuentro inesperado, un «Che, tanto tiempo sin verte, ¿qué hacés por acá?», el olorcito a medialunas o los bares con gente en las calles tomando una cerveza. Calles que, en horas, pasaban de ser un mundo de gente a un desierto. Todo le llamaba la atención a Marcos y con todo volvía a sorprenderse una y otra vez. Ya hacía seis años que había dejado atrás su ciudad natal, pero no había paso del tiempo que le pudiera quitar la emoción de estar viviendo allí.

    Buenos Aires era como un libro infinito, siempre con alguna historia nueva: a veces tragedias, a veces comedias, pero siempre sorprendentes. Nunca se sabía lo que podía pasar. Era imposible aburrirse. Le bastaba mirar un rato por la ventana a Marcos para imaginarse un cachito de ficción en cada uno de los balcones del edificio que estaba en diagonal al suyo: una señora tendiendo la ropa, un tipo en calzoncillos tomando un café «¿no tendría frío?», y un gato rascando el ventanal pidiendo entrar para luego probablemente pedir salir ni bien estuviera dentro.

    Caminando por la calle, le pasaba lo mismo: cada persona que se cruzaba debía de tener una historia propia o un cuento que transitaban quizás no muy conscientes del hilo conductor, pero avanzando de todas formas en sus pequeños mundos propios.

    –«Dicen que Tita era tan sensible…» –Cecilia comenzó a parafrasear a Laura Esquivel.

    –«… que desde que estaba en el vientre de mi bisabuela lloraba y lloraba cuando esta picaba cebolla» –Marcos sonrió ensimismado en sus pensamientos sin darse cuenta de que había llegado al bar.

    –Veo que estás en tu mundo, pero aun así no se te escapan los clásicos –le dijo Cecilia. Mientras limpiaba una mesa afuera vio cómo le pasaba por al lado. Pensó, y estaba en lo correcto, que su amigo estaba totalmente en otra, pero no tanto como para no reconocer la primera línea de Como agua para chocolate, un libro que ambos adoraban. Marcos siempre caminaba como si estuviera en una realidad paralela, sumido en su propio mar de pensamientos–. Vení, vení, pasá. Está retranquilo hoy.

    Marcos se sentó en la barra. Julián iba y venía, haciendo mil tareas a la vez, hablando animadamente con las personas sentadas en la barra. No había una especie de habitué del bar. Siempre había gente distinta o, si eran las mismas personas, nunca se sentaban en el mismo lugar. El único sitio que siempre estaba ocupado por la misma persona era el del rincón entre la barra y la pared, en el que solía sentarse Marcos para no molestar ni estar en medio del paso. Si había mucha gente, se sumaba a ayudar a Cecilia y a Julián, principalmente, limpiando. Pero no era el caso ese día: parecía que la gente había decidido que el primer viento frío del año llamaba más a ver una película en la comodidad de sus casas que a salir a tomar algo a un bar. Se sentó, le pidió a Julián unas papas y se puso a mirar a la poca gente que había alrededor, a la espera de que Cecilia se desocupara para charlar un rato.

    Había dos mujeres que, por la velocidad a la que hablaban, parecía que hacía mucho tiempo que no podían compartir un rato de amistad íntima sin parejas ni hijos presentes. Un pibe, rubio, que parecía estar esperando a alguien, empinaba la pinta de cerveza oscura y miraba ansioso a través del ventanal del bar. En la otra punta, un grupo de cuatro chicas le daban vida al bar hablando a los gritos y riéndose. Se turnaban para ir a pedir cosas a la barra y cada vez que una iba, las demás miraban expectantes para reírse. Cecilia las miraba divertida, tratando de adivinar cuál de todas se iba a animar a pedirle el WhatsApp a Julián. Terminó de limpiar las mesas de

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