Mis amores y otros animales
Por Paolo Maurensig
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«En estos tiempos, ya de por sí violentos, la violencia hacia un animal pone de manifiesto una actitud insoportablemente mezquina», dice Maurensig.
Perros y gatos forman parte de nuestra cotidianidad y son fuente de felicidad y de tristeza, porque ellos constituyen el espejo donde se refleja a diario nuestra existencia. Sin duda alguna, cualquiera que haya tenido o amado a un animal se reconocerá en estas páginas de grata y conmovedora lectura. Un inteligente homenaje a los animales que comparten su vida con la nuestra.
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Mis amores y otros animales - Paolo Maurensig
Portada
Mis amores
y otros animales
Mis amores
y otros animales
paolo maurensig
Traducción de Mónica Monteys
Título original: Amori miei e altri animali
De la edición italiana original:
Copyright © 2014 by Giunti Editori S.p.A., Firenze-Milano
www.giunti.it
© de la traducción: Mónica Monteys, 2016
© de esta edición, 2016:
Gatopardo ediciones
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: marzo de 2016
Diseño de la colección y de la cubierta:
Rosa Lladó
Imagen de la cubierta:
New York City, 1965
© Joel Meyerowitz
Cortesía de Howard Greenberg Gallery
Imagen de interior:
Paolo Maurensig con su gato Felix
© Fotografía de Angelo Fanutti
Imagen de la solapa:
© Fotografía de Cecilia Lascialfari
eISBN: 978-84-17109-07-3
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Paolo Maurensig con su gato Felix
Índice
Portada
Mis amores y otros animales
Introducción
1. Donde se habla de un gato torpe, y de los intentos de acercamiento a un perro fiero y a otro al que, en cambio, le gustaba el ajedrez
2. Cómo un perro abandonado vuelve a casa para reprender a su amo
3. La historia de Confucio y de un hombre ante una difícil elección
4. La misma historia, en clave moderna, con un final distinto
5. La gesta de un indómito gato que nunca se acobardó ante el enemigo
6. De la difícil relación entre gatos y bomberos
7. De cómo una gata, cansada de estar en casa, intenta escaparse con la ayuda de la policía
8. Un perro que, a su pesar, se convierte en una obra de arte
9. Un perro adorable con un único e irremediable defecto
10. Vacas, caballos, perros y cazadores
11. Las difíciles relaciones entre gatos y vecinos
12. Del absurdo duelo a muerte entre un gato y un hombre
13. Donde se habla de los gustos musicales de un tan simpático como repudiado animalito doméstico
14. Del inminente nacimiento del superperro
15. Joyce no era un escritor
Paolo Maurensig
Presentación
Otros títulos publicados en Gatopardo
Mis amores y otros animales
Ayudarte será difícil. Sobre todo no me plantes
en tu corazón. Crecería demasiado deprisa.
Rainer Maria Rilke
Introducción
En la actualidad, los animales de compañía han adquirido unos derechos que hace tan sólo unas décadas habrían resultado impensables. No hay revista que no contenga una sección dedicada a nuestros simpáticos animales, se publican noticias de perros y gatos adorados o maltratados, anuncios de diversas asociaciones que apelan al buen corazón de los lectores para que les procuren un techo o un hogar. Actores, políticos y personajes famosos se prestan a fotografiarse en compañía de sus mascotas, e incluso en televisión la presencia de un cachorro hace aumentar la audiencia. Los amantes de los animales continúan manifestándose en contra de las prácticas aberrantes e inútiles de la vivisección, protestan en contra del exterminio de los perros callejeros, el tráfico ilícito, el abandono y el maltrato. Paradójicamente, en Occidente hay penas más severas para quien maltrata a un perro que en el Tercer Mundo para quien viola a una niña.
Los animales son para el hombre una especie de piedra de toque y un vínculo con el resto de lo creado. Pese a diferenciarse de nosotros, se nos parecen, puesto que surgen de esa eterna fragua que es la vida, donde la naturaleza los ha forjado como prototipos de la humanidad. Desde los reptiles hasta los mamíferos, representan los experimentos que se han llevado a cabo en los bancos de prueba de la evolución, y es a su «sacrificio» a lo que le debemos nuestra propia existencia. Si en el mundo no hubiera animales, padeceríamos las condiciones propias de un desamparado sin pasado, de una humanidad sin historia, estaríamos más solos y perdidos en el universo de lo que ya estamos. Se dice que lo que nos distingue de los animales es el don de la palabra, y en una época en que la comunicación se impone (poco importa si ésta se reduce a monosílabos), su silencio nos perturba. Si en la mirada soñadora de un gato se reflejan las profundidades insondables del espíritu, en aquella más vivaz de un perro advertimos nuestras imperiosas necesidades terrenales. ¿Son ellos los depositarios de la verdadera sabiduría? De hecho, nos hacen tomar conciencia del tiempo que desperdiciamos encerrados en cajas repletas de fútiles maravillas y de cuán pobres son nuestras experiencias. Acostumbrados como estamos a dar por buenos los objetivos y las prioridades de los demás, acabamos por alejarnos del verdadero significado de la existencia, como en aquel juego de salón donde una frase, a fuerza de ir de boca en boca y de susurrarse al oído, acaba siendo otra completamente distinta.
Desde hace decenas de miles de años, algunos animales se han incorporado a la expedición terrenal avanzando, paso a paso, junto al hombre. Y cuando éste pierde el sentido de lo que busca, son ellos los que le recuerdan que el fin primigenio de la vida es la búsqueda de la felicidad.
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Donde se habla de un gato torpe, y de los intentos de acercamiento a un perro fiero y a otro al que, en cambio, le gustaba el ajedrez
Si es cierto que nuestra personalidad puede representarse mediante un tótem compuesto por animales que simbolizan las cualidades formativas del carácter, en el mío, entre infinidad de híbridos y quimeras, sin duda está también el gato. O, por lo menos, lo estuvo durante mi infancia.
El primer animal con el que nos socializamos de pequeños suele ser el gato. Es el dibujo que se enseña en el parvulario antes que ningún otro, el más simple: basta con dos círculos superpuestos, uno grande y otro más pequeño, a los que les añadimos dos triángulos para representar las orejas y una S para la cola, y ¡listo! ya tenemos la silueta de un gato sentado.
Cuando era niño sentía una admiración desmedida por este pequeño felino doméstico. Su agilidad, el equilibrio, la capacidad de trepar a los árboles, y la increíble facultad de ver en la oscuridad, lo hacían a mis ojos un animal mágico. El gato era el dueño de la casa, tenía libre acceso a todas las habitaciones, dormía donde le venía en gana (con frecuencia en la cama de matrimonio) y, salvo mantener a raya a los ratones, no tenía otras tareas domésticas. En aquellos tiempos, el sindicato canino soñaba con conquistar determinados derechos adquiridos por el gato.
Uno de esos gatos realmente privilegiados era el de mis tíos, que vivían en el campo y criaban conejos y ocas. En invierno, aquel hermoso gato romano que, dada mi estatura, me parecía gigantesco, entraba en la leñera que se hallaba junto a la casa. Empujaba el borde de la tapa con el hocico hasta que conseguía introducir la cabeza y luego deslizaba hacia el interior el resto del cuerpo. Para salir realizaba la misma operación, pero un día no consiguió retirar la pata a tiempo y la tapa se la aplastó. Recuerdo que lo vi cojear durante un tiempo, pero acabó por curarse. Mi tío decía que los gatos tenían siete vidas, sin embargo lo que era la vida yo aún no lo tenía claro.
De pequeño también me gustaba trepar a los árboles y en mi mundo imaginario me habría gustado ser un gato. Sin embargo, cuando un día oí que mi tío decía de mí «trepa como un mono», me ruboricé. ¿Un mono?, mi tío debería haber dicho gato, gato y no mono. ¡Imperdonable por su parte!
Más tarde, en el primer curso, me las apañé para que me llamaran por el apodo que yo deseaba. Le confesé a mi compañero de pupitre, conocido por ser poco de fiar a la hora de guardar un secreto, que lo que más detestaba era que alguien me llamara «gato». Al poco, en clase, todos empezaron a llamarme «el gato», mientras yo, fingiendo estar contrariado, sonreía bajo los bigotes o, mejor dicho, las vibrisas.
En lo más profundo de mi memoria infantil aún persiste el recuerdo de dos accidentes mortales que les ocurrieron a unos gatos de casa. Conservo vagamente la imagen de un gatito gris arrastrándose por el suelo con las patas delanteras, dejando tras de sí un reguero de sangre. Al intentar cruzar de un salto el umbral de una puerta que estaba cerrándose, quedó atrapado por el batiente, que le rompió el espinazo. Veo a mi padre (mejor dicho su silueta) metiéndolo en una caja de zapatos y salir de casa anunciando que lo llevaba al veterinario. Y luego otro episodio aún peor: un día caluroso de agosto recibimos la visita de una corpulenta señora, clienta de mi madre, que en aquella época cosía en casa. Entró apresurada en nuestra cocina, resoplando, sudorosa, y de improviso se dejó caer con todo su peso sobre una silla, donde, acurrucada como un mullido cojín de plumas, dormía nuestra gata embarazada. Cuando pregunté dónde estaba la gata, me dijeron que muerta.
Un año más tarde me dijeron lo mismo de mi padre. Tenía cinco años y me imaginaba la vida como una larga cinta de color verde brillante; la muerte no sabía en realidad cómo imaginármela, ni siquiera hoy lo sé.
Vivíamos en Gorizia, conocida tiempo atrás como la «Niza austríaca», adonde el emperador Francisco José iba a veranear. Sin embargo, la pequeña ciudad había quedado tras el conflicto bélico completamente desmembrada y con las demarcaciones redefinidas, pues gran parte de la provincia, integrada en la posterior Yugoslavia, había quedado dividida en dos por el Telón de Acero, que en determinados puntos atravesaba zonas enteras de la ciudad.
Durante los primeros años de la posguerra, mi padre consiguió abrir una pastelería. Pero después de su muerte, el negocio atravesó cada vez mayores dificultades hasta que conseguimos venderlo sin beneficio alguno para nosotros, salvo el de ver saldadas las deudas acumuladas e impedir así nuestra ruina. Si bien a aquella edad no me daba cuenta, vivíamos tiempos muy difíciles. Después de haber sufrido un desahucio, mi madre, mis hermanas mayores y yo nos mudamos al primer piso de una casa, cuyas ventanas daban a una vieja fonda. En el patio interior de aquel tugurio había por lo menos una docena de gatos de diferente tamaño y color, pero, a pesar de su presencia, una enorme rata pasaba a veces furtivamente ante su indiferente mirada. Tan sólo de vez en cuando se divertían haciendo pedazos a alguna. Y había también una urraca domesticada que se creía dueña y señora y saltaba en medio de las mesas, donde en verano los clientes tomaban el fresco bajo una pérgola. Y cuando la propietaria llevaba la comida a los gatos, la urraca se arrojaba brutalmente sobre ellos, dispersándolos para poder apropiarse de los mejores bocados. Por último, atado a una cadena que se deslizaba a lo largo de un cable tensado, había un viejo setter de pelo ralo que se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo en su caseta.
En aquella época, los perros no me suscitaban ningún interés, quizá porque los veía relegados al último escalafón de la jerarquía doméstica: rabiosos guardianes con frecuencia confinados en un espacio reducido y obligados a pasar la noche al raso, incluso en lo más crudo del invierno. Casi siempre se trataba de animales cascarrabias y gruñones de los que yo procuraba mantenerme apartado.
No obstante, hubo un primer intento de acercamiento a un perro, del que aún hoy conservo un claro recuerdo.
En los primeros años de la posguerra, la