Cuentos perfectos
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Cuentos perfectos - Antonio Rojas Gómez
Cuentos perfectos
Maupassant • Jerez • Andreiev • Baroja
Las mil y una noches • Nervo • Kafka
Neruda • Irving • Hagel • Chejov
Selección y prólogo: Antonio Rojas Gómez
Ril%20-%202006%20-%20Logo%20general.tifColección 80 mundos
Dirigida por Alfonso Mallo
Cuentos perfectos
Primera edición: agosto 2003
Segunda edición: junio 2008
© de la compilación, Antonio Rojas Gómez, 2003
© RIL® editores, 2008
Alférez Real 1464, Providencia
Santiago de Chile
Tel. (56-2) 2238100 - Fax 2254269
[email protected] • www.rileditores.com
ISBN 978-956-284-483-3
Composición, diseño e impresión: RIL® editores
Foto de portada: Mark A. Thomas (www.sorabji.com)
Impreso en Chile • Printed in Chile
Derechos reservados. No se permite su reproducción,
por cualquier medio, sin permiso del editor.
Prefacio
La primera antología que llegó a mis manos se titulaba Rocío de la mañana y otros cuentos africanos, un libro de tapas de cartón, amarillas, con ilustraciones en blanco y negro. Yo tenía entonces cinco o seis años y era ya un lector voraz. De aquella selección antológica, recuerdo la maravillosa sensación de ingreso a un continente lejano y legendario, distinto a mi mundo reducido de entonces, y el asombro de compartir la vida de otros niños como yo, insertos en una realidad geográfica y cultural del todo diferente a la mía. Desde aquella experiencia distante, he leído millares de cuentos, muchos en recopilaciones que suelen agruparlos, como aquella, por criterios geográficos o culturales. No otra cosa que una antología de cuentos orientales son los tres gruesos tomos de Las mil y una noches, que devoré años más tarde en la espléndida traducción de Rafael Cansinos Assens, para Aguilar. Así, conozco selecciones de cuentos mexicanos, argentinos y europeos, latinoamericanos y norteamericanos, ingleses y nórdicos, y aun pascuenses y mapuches, a pesar de no existir tradición literaria en esas etnias. Para qué hablar de las numerosas —y algunas muy completas— antologías de cuentos chilenos.
Otro criterio, distinto del geográfico, que suelen utilizar los antologadores, es el temático. Y son incontables las recopilaciones de cuentos de misterio, de amor, de boxeo, de horror, de fútbol, de mujeres y de cuanto pueda imaginarse. Alfred Hitchcock realizó algunas selecciones de relatos, que agrupaba bajo el título genérico Mis suspenses favoritos, su especialidad cinematográfica.
En más de cincuenta años de lecturas dispares, pero siempre atentas, me he asomado a muy distintos creadores, de todos los tiempos y latitudes, que abordan los asuntos más variados. Y he descubierto, en ocasiones, esa rara chispa de genialidad que suele alcanzar una obra de arte y que la aproxima a la perfección, tan anhelada por el ser humano cuanto inalcanzable para sus limitaciones.
El hombre dista de ser una criatura perfecta. Pero busca insistentemente, aun sin tener clara conciencia de ello, la perfección en cada uno de sus actos. Hay tiranos perfectamente indignos, que se aproximan al máximo grado de perfección de la maldad; y existen, también, en el otro extremo del arco ético, seres cercanos a la bondad sin mancha, que algunos llaman santos y otros, hombres notables u hombres buenos, simplemente. Sin embargo, en ningún otro ámbito como en el del arte, el ser humano consigue realizar en tan alto grado su anhelo de perfección. Ahí están Leonardo y Rembrandt, en la plástica; Mozart y Beethoven, en la música; Shakespeare y Cervantes, en literatura. Y están, también, muchísimos escritores que en el dominio tan complejo del relato breve han conseguido aciertos singulares que merecen el disfrute de lectores interesados o desprevenidos, que por múltiples razones no alcanzan la sombra benéfica de estas obras en los áridos caminos de la vida.
He seleccionado un puñado de cuentos perfectos con el fin de proyectarlos al interés del público para el que permanecen lejanos. Es un acto de justicia tanto para los lectores de ellos como para los autores que los escribieron. Son pocos, de entre los muchos que merecen la distinción. El criterio que he seguido, aparte del de la calidad literaria, es el del desconocimiento. Hay infinidad de cuentos excelentes que figuran en libros de copiosa distribución en nuestros días. Los de este volumen no son fáciles de encontrar, a pesar de que sus autores suelen ser figuras distinguidas por los estudiosos de la literatura. Puede ser que lectores informados extrañen la ausencia de obras perfectas de maestros indiscutidos, como Hemingway, Faulkner, Bukowsky, Capote entre los estadounidenses, Borges, Cortázar, Quiroga, Rulfo, Onetti, Monterroso entre los latinoamericanos, y tantos chilenos como Rafael Maluenda, Olegario Lazo Baeza, Baldomero Lillo, Manuel Rojas, Francisco Coloane, Guillermo Blanco y María Luisa Bombal, por mencionar a algunos infaltables en las antologías. No están en esta precisamente porque es fácil hallarlos en cualquier otra. No hay erudición en esta antología, sino deleite. Transcribo relatos que me han deleitado y me han enseñado mucho acerca de las complejidades del hombre y de la vida, y espero que despierten el mismo goce y nuevas reflexiones en sus lectores.
Antonio Rojas Gómez
Las sepulcrales
Guy de Maupassant
El más celebrado de los cuentistas franceses, Maupassant vivió apenas 43 años (1850-1893). Bajo la influencia de Flaubert, alcanzó temprana fama con «Bola de sebo», un relato que figura en decenas de antologías, al igual que «El horla», sus cuentos más divulgados. Sin embargo, la obra de Guy de Maupassant es abundante, a pesar de que la realizó sólo en diez años, de 1880 a 1890. Escribió seis novelas y alrededor de trescientos cuentos. Este que publicamos es perfecto por la originalidad de su tema y por la sutil ironía que destila. En 1891, víctima de obsesiones y alucinaciones, Maupassant fue recluido en un manicomio, en París, donde murió completamente loco el 6 de julio de 1893.
Estaban acabando de cenar. Eran cinco amigos, ya maduros, todos hombres de mundo y ricos; tres de ellos casados, y los otros dos, solteros. Se reunían así todos los meses, en recuerdo de sus tiempos mozos; y, acabada la cena, permanecían conversando hasta las dos de la madrugada. Seguían manteniendo amistad íntima, les agradaba verse juntos y eran tal vez aquellas veladas las más felices de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que al hombre de París interesa y divierte. Al estilo de los salones de entonces, hacían de viva voz un repaso de lo leído en los diarios de la mañana.
Uno de los más alegres entre los cinco era José de Bardón, soltero, y que sólo pensaba en vivir de la manera más caprichosa la vida parisiense. No era un libertino, ni era un depravado; más bien un versátil, el calaverón todavía joven, porque apenas alcanzaba los cuarenta. Hombre de mundo, en el más amplio y benévolo sentido que se puede asignar al vocablo, estaba dotado de mucho ingenio, aunque no de gran profundidad; enterado de muchas cosas, no llegaba por eso a ser un verdadero erudito; rápido en el comprender, pero sin verdadero dominio de las materias, convertía sus observaciones y aventuras, cuanto veía, se encontraba o descubría, en episodios de novela a un tiempo cómica y filosófica, y en comentarios humorísticos que le daban en la capital fama de hombre inteligente.
Le correspondía en aquellas cenas el papel de orador. Se daba por descontado que siempre contaría algún lance, y él llevaba su cuento preparado. No aguardó, para entrar en materia, a que se lo pidiesen.
Fumando, con los codos sobre la mesa, una copita de fine champagne a medio llenar delante de su platillo, entumecido por aquella atmósfera de humo de tabaco aromatizado por el vaho del café caliente, se sentía en su propio elemento, como ciertos seres que en determinados lugares y circunstancias parecen estar como en casa; por ejemplo: una beata en la iglesia o un pez de colores en su globo de cristal.
Entre bocanada y bocanada de humo, comenzó a decir:
—Me ocurrió no hace mucho una curiosa aventura.
De todas las bocas salió casi a un tiempo la misma petición: «¡Venga!».
Él prosiguió:
—Allá voy. Ya saben que yo recorro París como los coleccionistas de chucherías los escaparates. Ando al acecho de escenas, de tipos, de cuanto pasa por la calle y de cuanto en la calle ocurre.
Hacia la mitad de septiembre, con unos días magníficos, salí de casa por la tarde, sin rumbo fijo. Más o menos, nunca falta ese deseo indefinido de visitar a una mujer bonita cualquiera. Se hace un repaso mental de las que conocemos, comparándolas, sopesando el interés que nos inspiran, el encanto que sobre nosotros ejercen, y se deja uno llevar por la preferida del día. Pero un sol hermoso y una atmósfera tibia borran muchas veces las ganas de hacer visitas.
Esa tarde hacía un sol hermoso y una atmósfera tibia; encendí un cigarro y me dejé ir, sin pensarlo siquiera, hacia los bulevares exteriores. Caminando sin rumbo ni propósito, me asaltó de improviso la idea de seguir hasta el cementerio de Montmartre y penetrar en él. A mí me gustan mucho los cementerios; responden a la necesidad que siento de sosiego y de melancolía. Hay en ellos, además, buenos amigos a los que ya nadie visita; yo, sí, voy a verlos de vez en cuando. En ese cementerio de Montmartre, precisamente, yo tengo un capítulo de amor; una querida que me hizo sufrir mucho y sentir mucho: una mujercita adorable, cuyo recuerdo me deja profundamente dolorido, pero también pesaroso…, por muchos conceptos… Sobre su tumba suelo abandonarme a mis pensamientos… Todo ha acabado para ella.
Mi amor a los cementerios nace también de que son ciudades enormes, habitadas por un número prodigioso de personas. Imagínense la cifra de muertos que habrá en espacio tan reducido, la cantidad de generaciones de parisienses que están alojadas allí para siempre, trogloditas perpetuos, encerrados cada cual en su pequeña bóveda cubierta con una piedra o marcada con una cruz, mientras los imbéciles de los vivos exigen tanto espacio y arman tanto estrépito.
Hay más aún: en los cementerios se encuentran monumentos casi tan interesantes como en los museos. Tengo que decir que la tumba de Cavaignac me ha traído el recuerdo de la obra maestra de Jean Goujon, la estatua yacente de Luis de Brézé, en la capilla subterránea de la catedral de Rouan; de ahí ha salido, señores, ese arte que llamamos moderno y realista. La estatua yacente de Luis de Brézé tiene más de verdad, más de carne que se quedó petrificada en las convulsiones de la agonía, que todos los cadáveres dislocados que hoy se someten al tormento sobre las tumbas.
Se puede admirar también en el cementerio de Montmartre el monumento de Baudin, obra que tiene cierta majestad; el de Gautier, el de Murger. ¿Quién depositaría en este la solitaria y modesta corona de amarillas siemprevivas que yo vi hace poco? ¿La llevó la última superviviente de sus alegres modistillas, viejísima ya y tal vez hoy portera de algún inmueble de los alrededores? ¡El monumento tiene una linda estatua de Millet, carcomida de suciedad y de abandono! ¡Para que cantes a la juventud, oh Murger!
Entré, pues, en el cementerio de Montmartre, y me sentí de pronto impregnado de tristeza, pero no de una tristeza exagerada, sino de una de esas tristezas capaces de sugerir al hombre que goza de buena salud esta reflexión: «No es muy alegre este lugar; pero, de aquí a que yo venga, ha de pasar tiempo…».
El ambiente de otoño, con su olor a tibia humedad de hojas muertas y sol extenuado, mortecino y anémico, agudiza, envolviéndola en poesía, la sensación de soledad, de acabamiento definitivo que flota sobre aquel lugar en que el hombre husmea la muerte.
Iba adelantando a paso lento por las calles de tumbas, en las que los vecinos no se tratan, ni se acuestan por parejas, ni leen los periódicos. Pero yo sí que me puse a leer los epitafios. Les aseguro que es la cosa más divertida del mundo. Ni Labiche, ni Meilhac me han movido jamás a risa tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. Las losas de mármol y las cruces en que los deudos de los muertos dan rienda suelta a su dolor, hacen votos por la felicidad del que se fue y pintan el anhelo que los acucia de ir a reunirse con él, son más eficaces que las mismas obras de Paul de Kock para descongestionar el hígado… ¡Vaya bromistas!
Lo que mayor reverencia me inspira en este cementerio es la parte abandonada y solitaria, poblada de grandes tejos y cipreses, viejo barrio de los muertos antiguos, que ha de convertirse pronto en un barrio flamante, cuando se derriben los árboles verdes, nutridos con savia de cadáveres humanos, para ir colocando en fila, debajo de pequeñas lápidas de mármol, los difuntos recientes.
Cuando, a fuerza de vagabundear por allí, sentí aligerado mi espíritu, supe comprender que la insistencia traería el aburrimiento, y que no me quedaba otra cosa que llevar el homenaje fiel de mi recuerdo al lecho postrero de mi amiga. Al acercarme a su tumba, experimenté una ligera angustia. ¡Pobre mujercita querida, tan gentil, tan apasionada, tan blanca, tan lozana como era!… Mientras que ahora…, si esa losa se alzase…
Asomado por encima de la verja de hierro, le expresé, muy quedo, mi aflicción, completamente seguro de que ella no me oía. Me disponía a partir, cuando vi que se arrodillaba junto a la tumba de al lado una mujer vestida de negro, de luto riguroso. El velo de crespón, echado hacia atrás, dejaba al descubierto una linda cabeza rubia, y sus cabellos, partidos en dos bandas laterales simétricas, brillaban con reflejos de luz de aurora, entre la noche de su tocado. Me quedé donde estaba.
No cabía duda de que el dolor que la aquejaba era profundo. Sepultados los ojos en las palmas de las manos, rígida como estatua que medita, volando en alas de sus pesares, desgranando a la sombra de sus ojos ocultos y cerrados las cuentas del rosario torturador de sus recuerdos, se la hubiera podido tomar por una muerta que estaba pensando en un muerto. Adiviné de improviso que iba a romper a llorar; lo adiviné por un movimiento apenas perceptible de sus espaldas, algo así como un escalofrío del viento en un sauce. Al suave llanto de los primeros momentos sucedió otro más fuerte, acompañado de rápidas sacudidas del cuello y de los hombros. Dejó ver de pronto sus ojos. Estaban cuajados de lágrimas y