La parte escrita del mundo
Por Martín Blasco
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Martín Blasco
Martín Blasco nació en Buenos Aires, Argentina, en 1976. Estudió Dirección de cine en el centro de estudios Cievyc. Trabajó como guionista y productor en diferentes programas de televisión. En 2007 publicó su primera novela juvenil En la línea recta que fue seleccionada para integrar la lista The White Ravens 2007. Su primera novela Los Extrañamientos obtuvo la distinción Medalla Colibrí 2015. En 2015 publicó la novela de suspenso La oscuridad de los colores, que con gran éxito de ventas, fue elegida mejor novela editada en 2015 por la Cámara Argentina de publicaciones. En AZ Editora publicó Vidas piratas y Disfraz de humano.
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La parte escrita del mundo - Martín Blasco
PRIMERA PARTE
1.
Tres agentes la encontraron debajo de la copa de un viejo nogal, dentro de un cochecito de bebé. Lola no lloraba; su respiración era plácida, dormía.
—Yo me encargo —dijo la agente más joven. Tomó a Lola en brazos—. Vamos.
Un solo recuerdo tenía Lola de esa noche remota, y era un recuerdo tan breve y tan raro que ella no podía darle crédito del todo. No había caras en ese recuerdo. Ella estaba sola, y flotaba.
Sí, flotaba.
Por encima del cochecito vacío. Como acunada por un viento cálido que parecía ser parte de ella.
Flotaba en la noche, tibiamente, y era hermoso.
La adoptó al poco tiempo una pareja con buen pasar económico. Ella se llamaba Zulma y él Josué.
Zulma era extraña, muy seria y de una edad indefinida. Podía tener tanto veinticinco como cincuenta y dos años. Usaba ropa elegante, se cuidaba en combinar su ropa con cada ambiente, con cada situación, como si fuera parte de una pintura. En un picnic, por ejemplo, se permitía de vez en cuando sonreír, aunque solamente si llevaba ropa clara. Y con ropa clara. Jamás sonreía si llevaba ropa oscura. Era de mal gusto. Pestañear más de quince veces por minuto era un exceso de vulgaridad. Caminar masticando. Toser. Morderse los labios. Mirar a los ojos. Estar triste. Estar contenta. Todo era para ella un exceso. Y jamás se excedía.
Él, en cambio, era un misterio. Desapareció, como un fantasma, antes de que Lola cumpliera los cinco años. Lo único que quedó de él fueron las fotos colgadas por toda la casa, y el recuerdo de que hablaba con palabras indescifrables.
—¿En qué idioma hablaba papá? —le preguntó Lola a Zulma una vez, y Zulma le respondió:
—Qué sé yo. ¿Cómo lo voy a saber, si cuando le pregunté no entendí nada? No sé, por el sonido a veces me parecía que era alemán..., pero no estoy del todo segura... —Se quedó unos segundos pensativa—: Sí, debe ser alemán… Qué sé yo.
—¿Y entonces cómo supiste que se llamaba Josué?
—No se llama Josué. Josué se lo puse yo para poder nombrarlo. Su nombre también es un misterio para mí, igual que su idioma. De todos modos, mi amor por él no me permitía reparar en esas menudencias. Porque son menudencias, hija. Pavadas... Mi amor por él no tenía relación con lo terrenal, y las palabras son terrenales. Como todo en este mundo, excepto el amor. Y yo lo amaba, hijita. Lo amaba de tal forma que a veces tenía miedo de caer en el mal gusto.
—¿Y por qué se fue?
—Por cobarde.
—¿Cobarde?
—Sí. Era un miedoso.
—¿Y a qué le tenía miedo?
—A lo que se te ocurra. Pero, sobre todo, tenía un miedo imperdonable.
—¿Cuál?
—Te tenía miedo a vos.
—¿A mí?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque los cobardes son así. Le tienen miedo a cualquier cosa. Incluso, a una nena ridícula.
—Yo no soy ridícula.
—Él pensaba que sí. Y por eso se fue.
—¿En serio me lo decís?
—Yo nunca miento. Te juro que era tanto el miedo que te tenía que se fue temblando.
Lola creció sin privaciones económicas de ninguna índole. Todo lo que quería, Zulma se lo compraba. Las mejores muñecas, los mejores juguetes, la mejor ropa… Todo menos ir a la escuela. Lola estaba por cumplir seis años cuando su madre le dijo que había decidido no enviarla a la escuela.
—¿Por qué? —le preguntó Lola.
Zulma fue contundente:
—Porque las escuelas son lugares con muy mal gusto. Están llenas de piojos, de nenas… Un asco. Además, ¿no sabés que cada cosa que aprendemos hace que la vida sea peor? ¿Te acordás, por ejemplo, cuando te quemaste con el agua caliente? Esa vez aprendiste algo, ¿no es cierto? Aprendiste que el agua quema. ¿Y? ¿Te gustó aprender eso? ¿Te gustó ser más sabia que antes? ¿O preferirías no haberte quemado?
—Preferiría no haberme quemado.
—Y bueno, ¿entonces para qué querés seguir aprendiendo cosas? ¿Para que la vida te duela más? ¿Para sufrir mejor? Mirá, voy a darte un ejemplo chiquito de lo que podés aprender en la escuela. Ahí va a estar lleno de otras chicas, muchísimas, y varias de ellas van a ser más lindas que vos. ¿Qué vas a aprender, entonces? Que no sos tan linda como creés. ¿Te gustaría aprender eso?
—No.
—¿Ves? Cuanto menos sabemos, más tranquilos estamos. Más a salvo estamos. Acordate del agua. Todo aprendizaje quema. Ir a la escuela es como querer nadar en agua hirviendo. ¿Quién puede ser tan tonta como para querer nadar en agua hirviendo?
A veces, Lola soñaba que sabía leer y escribir.
A veces, soñaba que hablaba con su padre Josué y que él le decía, en perfecto castellano, que no pensaba que ella fuera ridícula. Y que no era un cobarde.
A veces, Lola soñaba que flotaba.
2.
Los años pasaron, para Lola, como a escondidas, como tocando las cosas apenas, sin profundidad, entre diversiones vacías y programas aburridos de televisión.
Una mañana, Zulma se enojó mucho porque Lola se puso a llorar sin deshacerse antes las trenzas.
—¿Cómo se te ocurre llorar con trenzas, cochina? Las trenzas y las lágrimas no combinan, ya te lo dije mil veces. Son enemigas estéticas. Enemigas acérrimas. Y, contame, ¿por qué