Cecilia y otros cuentos
Por Juan José Osácar
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Juan José Osácar nos ofrece una lectura deliciosa en estos cuentos para que los mayores puedan leerlos a sus nietos, o los padres a sus hijos, con mensajes constructivos de amistad y convivencia. El libro se ilustra con unos bellos dibujos de su hijo Santiago.
El autor también ha publicado en Ediciones Trébedes el relato autobiográfico Al final del camino.
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Cecilia y otros cuentos - Juan José Osácar
CECILIA
«Me llamo Cecilia y vivo en Yanguas, uno de los pueblos más bonitos de España, donde mi papá, por teletrabajo, continúa haciendo lo mismo que cuando vivíamos en Madrid. Me gusta mucho vivir aquí y también a mamá y a papá: tenemos perro, gato, una pareja de canarios, Silvano y Esmeralda, que crían canaritos en una jaula muy grande que tenemos en la terraza, y salimos mucho al campo y vemos muchos pajaritos y conejos y hasta una zorra y, yo sola, corro aventuras extraordinarias en el río Cidacos y en los barrancos de Riomasas, de Valdelodo… Ahora, tengo preparada una aventura que no quiero revelar a nadie, y menos a mis padres. Seguro que si lo hago dirían: ¡No! Eso es peligrosísimo ¡Prohibido! No se te ocurra hacer semejante barbaridad
y, como no quiero desobedecer a mis padres, pues me lo callo y ya no les desobedezco. Tampoco se lo contaré ni siquiera a Marta, mi mejor amiga. Me remuerde la conciencia por no hacerlo, pero como se lo contase… Es que Marta me quiere mucho y ella también piensa que hacerlo es realmente peligroso y trataría de convencerme para que no lo intentase e incluso llegaría a decírselo a mis padres para que me lo prohibieran y, claro, no quiero que Marta sea una chivata, que es lo peor que se puede ser, así que lo mejor es callarme y ya está. Bueno, pero tu querrás saber en qué consiste; a ti te lo voy a contar, ya verás.
En Yanguas, mi pueblo, casi tapando el sitio por donde sale el sol todos los días, allí, hay una enorme roca. Por la mañana, esa peña, que se llama peña de la Escurca, se empeña en tapar el sol, pero no lo consigue del todo porque, la luz se le escapa por encima y queda coronada de rayos, como los santos de la Iglesia de San Lorenzo, pero con rayos de verdad, de luz, no de latón. Entonces todos nos quedamos mirándola, de chula que está y hasta a los buitres leonados que anidan en la peña, también les gusta, porque se quedan parados alineados en su cumbre y sus quietas siluetas se destacan en el cielo y parecen como las almenas negras de un castillo enorme…, negro…, misterioso… Más grande, negro y misterioso que nuestro castillo de Prado Castillo, que es de color tierra y algo más más pequeño, pero también muy chulo. Algunas veces me paseo por el pasillo de sus almenas y otras veces trepo por sus paredes agujereadas. Mira, una vez, con Marta, en uno de esos agujeros, cogimos en el nido a un pollo de cernícalo, mayor ya, con plumas y casi a punto de volar. Le dábamos carne y se la comía con un apetito que no veas, pero papá nos dijo que lo dejáramos donde lo habíamos cogido y tuvimos que hacerlo.
Bueno, a lo que iba: la peña de la Escurca que por la mañana parece negra, pero por la tarde se ve surcada de franjas rojizas horizontales que los rayos del sol hacen resaltar… ¡Qué bonita vuelve a estar entonces! Esas franjas marcan corredores naturales por los que, muchas veces, busco y recojo huesecitos blancos, deshaciendo las egagrópilas del Gran Búho, que es el rey de la peña, y que, poco antes de hacerse de noche, lo vemos describiendo su imponente y silencioso vuelo, avisando con su grito de caza: Buuu, buuu…
. Su eco resuena en la pared rocosa y hace despertar de sus felices sueños a los tímidos conejos acurrucados confortablemente entre los huecos de las piedras recalentadas por el sol, desprendidas de la mole rocosa a lo largo de los siglos. Esas piedras caen de noche, cuando el intenso frío de las heladas invernales las desgaja de sus milenarios asentamientos y, entonces, bajan rodando y al chocar entre sí y con la Escurca, hacen saltar chorros de chispas. Es como una cascada de fuego y el fragor de los múltiples golpes llega hasta mí, atenuado por la distancia y el espectáculo, que a la vez atemoriza y subyuga, me obliga a estar pegada al cristal del balcón hasta que mi aliento se condensa en cristales de hielo sobre el frío vidrio del balcón y la cascada de fuego cesa.
¡He nombrado al búho!, así que voy a decirte lo que pienso hacer: ¡pienso entrar en la cueva del Búho! Sí, esa cueva que está en la peña de la Escurca, a la izquierda, a media altura y, dicen que es muy peligroso llegar a su entrada, porque se pasa por un pequeño resalte de la roca en la que casi no te caben los pies… Pues eso es lo que voy a hacer cualquier día. Entraré en la cueva del Búho. ¡Ya está dicho!».
Pasaban las semanas y la idea de entrar en la cueva del Búho seguía fija en la cabecita de Cecilia, hasta que un día…
Un sábado bien de mañana, justo después de un buen desayuno consistente en una gran rebanada de pan frito y un jarrito de sustanciosa leche de cabra, para así tener fuerzas para la aventura, Cecilia decide realizar el tan pensado y deseado proyecto. Va bien pertrechada de ánimo, de lo demás solo regular: lleva el vestidito de cualquier día, una chaqueta de punto, unas deportivas algo desgastadas… Bueno, para que más, la cosa no será para tanto. ¿O si lo será?
Sale de casa despidiéndose de mamá como de costumbre:
—Mamá, me voy por ahí.
—¿Por ahí, pero a dónde?
—Pues a la calle, al río, a cualquier sitio.
—¿Vas con alguna amiga?
—Seguramente, pero no sé, si me la encuentro…
—Tened cuidado, eh…
—Sí, mamá.
Papá está en su despacho manejando el ordenador y un montón de papeles:
—Adiós, papá.
—Adiós, Cecilia —y le echa un beso.
Al salir, Gol, el perro, que está tumbado junto a la puerta, la mira con ojos tiernos y moviendo el rabo.
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