Desechable
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Un habitante de una metrópoli en cualquier lugar del mundo, usted o yo, puede hallarse completamente desadaptado a ese entorno que los hombres hemos creado como una segunda Naturaleza, la ciudad y sus ritmos y exigencias. Nuestro personaje deriva por los meandros absurdos de un modelo en que el desarrollo sólo nos ha traído jornadas más largas de trabajo y una calidad de vida de madriguera de ratas, sin entenderlo, o entendiéndolo demasiado, hasta terminar, de una manera inesperada, sin embargo, lógica.
Una lectura ligera que dejará algunas reflexiones personales, ojalá no sea el mismo al terminar la novela.
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Desechable - JUAN CARLOS Hoyos
DESECHABLE
Por
Juan Carlos Hoyos
© 2022
Esclavo Despierto Producciones
Todos los derechos reservados
Desechable
Tabla de contenido
2 POTENCIA
3 LOS INTENTOS FALLIDOS
4 DESLIGARE
5 VIAJE A IXTLAN
6 DESECHABLE
"Reclamo pues ante todas las cosas vuestra indulgencia si bajo mi pluma se encuentran como escritor poco ejercitado, locuciones que huelan a extranjero o practicante. Por lo demás este cambio de idiomas se aviene bien con el estilo de
la materia tratándose de metamorfosis".
Apuleo
1
EDÉN
Al círculo de los desechables que trazan y re-trazan gruesas líneas repetidas sobre las mismas calles, llegó por una ética más siamesa a su cara de cada día. Muchos pasos antes, en otras patas, su ética era la que le habían dicho ser. Entonces era fortuna no tener una ética a punta de duda, una a riesgo solitario.
––––––––
Al abrigo del día se alejaba de la casa con un cuerpo vibrante de caballo entre sus piernas, hacia el oriente por un llano gigante con un horizonte cien metros por encima del mar. Comprendido en el centro de un solo lento vórtice de nubes que ocupa la bóveda de trescientos sesenta grados, que enaltece la luz, que hace correr en alegre sorpresa un viento extraordinario sobre el pasto reseco, contra las reses que apenas se paran de la sombra aislada de un joven árbol del llano civilizado a fuego y le ponen la cola al viento. Esa tarde extraña, sugestiva, refrescante, él no temía deber desandar sus pasos y se alejaba en su propia aventura imaginaria. Era el amo por primera vez. Más que un orgullo era una prueba, una responsabilidad. Se agarró de la crin con su mano izquierda para sostener su silla porque le gustaba usar la cincha suelta y empujó el animal por un leve barranco. Buscaba tres reses que le faltaban en su conteo.
––––––––
Dio vuelta tras unos arbustos que lo cubrían, aun a caballo, y salió frente a un árbol con dos ramas que forman una horqueta. Una de las tres reses faltantes tenía su cuello metido en la horqueta y se sacudía y caía como castigada en el botalón.
––––––––
Los ojos se saltaban la órbita y la res, desgonzada, se iba de culo pivotando en el cuello maltratado. Volvió a sacudirse al ver que llegaba el jinete. Tiró a zafarse.
Estaban bien agarrada del cuello y el ahogo le incendió el cuerpo, pero siguió tirando a soltarse y, casi desmayada, con los ojos como un susto contenido, se fue de lado por la cola y cayó, otra vez, puros huesos y carne de vaca colgada por el cuello de la horqueta.
––––––––
Él amainó el caballo. Tomó piso. So, so, suave en la oreja. Suelta la rienda al caballo sobre el cuello y lo mira pensando: ya sabes, si eres de buena rienda ni un movimiento mientras la tengas sobre el cuello. Con el ojo de este lado el caballo lo mira como un pupilo y acata, con el del otro lado del paisaje el caballo mira lo que se le antoja.
––––––––
Un estertor lo roza en su segundo de contemplación orgullosa del cuello viril de su caballo. Un segundo estertor le arranca la mirada de un giro y vuelve a ver a la res que le cuelgan los ojos hacia atrás. Se acerca. El sitio donde yace el animal tiene una cama de varias horas. La tierra está en piel viva húmeda y negra. Con orgullo muy humano concluye que el animal sufre horas ha. Está seguro que la vaca tuvo suerte con su llegada. Ahora tiene una esperanza inteligente de salvación, pero a él no se le ocurre ninguna. De todas formas, no le preocupa mucho la demora y sigue observando y manteniendo la calma en ese paraje para la voz de los insectos y la profunda melodía del viento. El caballo sacude su cabeza y el campanilleo perturba el silencio melódico y la respiración abovedada de la vaca. Pero nada agita ni anima a la res para un nuevo intento y él ya se está parando con una idea. Va hasta la silla de su caballo que lo mira acercarse y toma un rejo de cuero entorchado y alta resistencia a la tensión. Lo desata, le busca el ojo, lo oculta tras su cuerpo y se dirige hacia la vaca horqueteada con pasos suaves y dando un sonidito de relleno a la sinfonía permanente.
––––––––
Ya ha llegado hasta el animal a la distancia de su mano. La vaca tiene cara de degollada y así lo mira. El desoculta con cautela el rejo e intenta meter el ojo entre los cachos del animal. La vaca se sacude para su propio perjuicio y desesperada se le sube el peligro de sus cachos, pero él, con osadía y cuidado, logra rodearle los cuernos y cerrar el ojo del rejo. Luego lo tira sobre una rama que hay encima, lleva la punta hasta la cabeza de su montura y lo ata ahí. En palabras humanas y muy suaves explica a su caballo el plan. El caballo lo mira como si entendiera que, exceptuándolo a él que habla, lo más humano para oír es él. Pero no se mueve. Entonces el joven coge la rienda y tira de ella hacia atrás obligando a su bestia a retroceder. La res se siente colgada de sus cuernos y se revuelca para liberarse. En una batida de estas el animal queda libre de la horqueta. Rabia. Arranca, hacia atrás, tierra con sus pezuñas. Vaca y caballo tiran del rejo en competencia. Él se acerca con cautela ocultándose de los amagues de embestida tras el árbol horqueteado y por fin logra dar alcance al círculo del rejo que se aprieta sobre la testuz del animal y al tirar la vaca hacia atrás queda libre y se va con su caminado de rata desproporcionada.
––––––––
El caballo deja de colgarse sentado sobre el rejo y se queda quieto como señal de su nobleza equina. Él se sienta para ver irse el animal rescatado observando con paternalismo de dueño las condiciones generales de la res. Se siente muy satisfecho y la cola de la vaca que se aleja lo va dejando sobre un agujero horizontal en la nube total por el cual cae el sol para irse el día, y madura el llano. Sentado ahí con su vista sobre la gran yema que corre a la extinción, se siente pletórico, no le teme al güio, ni a las hormigas conga, no teme que los insectos se le metan en las botas, ni que los aradores se le encarnen en sus canillas. Mientras pasan los loros desgañitándose por turnos, él se siente dueño de tanta y tan amplia naturaleza y está seguro que puede controlarla sin más que lo que tiene ahí.
––––––––
El llano no es un atavismo para los blancos y mucho menos para él que sólo pasa por ahí huyendo del páramo que sostiene su ciudad. Para un corazón embriagado sintiendo que ser humano es suficiente para tomar como un pastel la obra divina, la sinfonía de los insectos trae tantos matices que pareciera poderse decir todo con su música.
––––––––
Embelesado, con su propio orgullo, se fue deslizando el sol sin que el tiempo lo apremiara ni las sombras lo retrotrajeran a su rutina de vacacionista encargado de su primera gran misión. De frente al sol estaba la luna y con el giro terrestre esta apareció plena, tan amarilla como un incendio llanero en la noche y se fue levantando, perdiendo su madurez mientras los diurnos se callaban e iban a dormirse y los nocturnos iniciaban su más fantasmagórico canto y acecho. Por fin se paró, fue hasta su caballo, compuso su montura, se subió de un brinco certero, y salió a todo galope por la noche siguiendo el hilo plateado hasta el camino real.
––––––––
Fue frenando su bestia que pujaba por salirse del cuero, por salir del galope nocturno y por arribar a la canoa de caña picada. Él, aprovechando los bríos y la fresca de la noche llanera, fue tensando la rienda del corcel, le apretó las rodillas y lo empujó con su cuerpo para mantenerle un galope contenido y circense que lo ponía en gloria y hacia sudar al caballo. Pero hasta donde lo había llevado la lucidez del día, se negaba a regresarlo la noche. No estaba seguro del paisaje de sombras y dudaba cada vez más de su rumbo. El caballo tropezó y no se fue de bruces gracias al automático tirón de riendas que dio el joven. Aminoró la marcha. Clavó los ojos en el hilo plateado del camino recordando que su caballo era ciego a sus órdenes. Entonces perdió el rastro selenita. Sin ese cordón la extensión del llano era mar abierto, derivaría, naufragaría en una naturaleza que, metamorfoseada por la oscuridad, lo acechaba y advertía con misteriosos llamados. Supuso que había excedido su confianza.
Tampoco la bestia briosa, pero de excelente rienda se mostraba tranquila. Tiró el caballo a tomar su rumbo, y el jinete, molesto, lo conminó por arte de las riendas a detenerse. Acudió el joven a su alforja y extrajo la linterna. La sacudió para encenderla. El haz particularizaba su visión, pero por contraste el resto ennegrecía. Corroboró, hacia atrás, el punto donde el polvo de la trocha se extinguía. Luego hacia adelante en busca de la continuación. Algo atravesó vano el círculo de luz sin dejarse averiguar. Se encabritó un poco el caballo, perdió el jinete un estribo que golpeando al animal en su hígado lo lanzó en galope