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El círculo Iris
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Libro electrónico646 páginas9 horas

El círculo Iris

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Información de este libro electrónico

La confirmación de la existencia del Sello Reditum tambalea el equilibrio entre las sociedades secretas que rondan a las esferas de poder en el mundo.
El periodista Darío Gómez y el sacerdote Martín Leiva se verán atrapados en este nudo de conspiraciones a la vez que afrontan sus propios dilemas.
Mientras el padre Martín investiga una cadena de robos de distintas reliquias, Darío vuelca todos sus esfuerzos en esclarecer los hechos pasados.
Nadie debería adelantar al destino.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 dic 2023
ISBN9788411816946
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    El círculo Iris - Carlos Manuel Martínez de la Torre

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    [email protected]

    © Carlos Manuel Martínez de la Torre

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-694-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A César. Por su sinceridad en la distancia tras el teclado.

    4.ª PARTE

    AUTHENTICA

    95.- Chucho

    La oscuridad rodeaba a Sami. Sentía su respiración como único ruido, uniforme, rítmica, serena.

    Sus ojos se abrieron, pero la negrura no se disipó. Podía ver sus manos, ensortijadas con varios anillos en sus finos y huesudos dedos y las muñecas vestidas con una gama variada de pulseras de cuero, tela y metal. Estaba sentada con las piernas cruzadas, en posición de meditación. Notaba el tacto de los leggins rotos en sus piernas, agujereados y deshilachados, enseñando el tono rosa pálido de su piel, dándole así algo de color pastel a su negra tela.

    La chica se levantó. Se puso en pie con la intención de explorar su entorno. Anduvo unos pasos, se giró y volvió a indagar. Pero lo único que encontró fue la ausencia de materia. Todo era negro porque no había nada. Sólo ella existía en este plano. No había suelo, ni cielo, ni profundidad… «El negro es la ausencia de luz», recordó de sus clases de Plástica.

    En vez de sentir miedo, era un lugar tan sereno que la relajaba. Aplaudía la inexistencia de objetos que pudiese mover sin querer, que alterase su estado ofuscándola y fuese un peligro para ella o para los demás. Estaba tranquila. Estaba en paz.

    Un estruendo tímido resonó en la nada absoluta. Era el primer sonido que oyó aparte de su respiración. Más que asustarla o desconcertarla, se sintió molesta porque rompieran su relajada armonía.

    Dos nuevos golpes, más seguidos y estridentes, volvieron a impactar en el silencio. Con el agravante de que esta vez le escoció una mejilla. Como acto reflejo se tocó la cara. Sus yemas se posaron en la piel del carrillo izquierdo. Y cuando el dolor se iba disipando, notó que las puntas de sus dedos se enterraban en el lateral de su mentón, lo traspasaba. Se estaba volviendo intangible. Desaparecía. La chica temió que se iba a diluir con la nada hasta completar su inexistencia. ¿Sería su fin? El golpe seco en la otra mejilla la devolvió a la realidad.

    Abrió los ojos pesarosos para poder ver, entre neblinas, el rostro de la persona que trataba de sacarla de aquel estado. No le respondía ningún otro músculo más. La imagen que se aclaraba era la de aquella mujer. Sus marcados rasgos definían una identidad exótica, nativa americana. De alguien que alguna vez salió de una selva; ella o sus antepasados. Su cutis poseía una tonalidad cobriza, con carnosos cachetes y oscuros ojos almendrados que permutaban a un color entre miel y verde aceituna, y proyectaban la mirada salvaje e inquieta de un peligroso felino.

    Sami apenas podía mover los labios y aún menos, balbucear palabras. Así que, a la pregunta que quería hacer de: «¿Dónde estoy?», no pudo escuchar respuesta porque era ininteligible.

    La mujer levantó un párpado de Sami y le examinó el ojo. La pupila se dilataba y se contraía de forma irregular.

    —Aún es pronto. Voy a dejarte descansar más. Duerme, cariño, pronto estarás repuesta del todo.

    La mujer acercó un pequeño bote al rostro de la chica y lo destapó, colocándolo debajo de su nariz.

    Sami volvió a caer en un profundo sueño.

    —¿Qué… qué piensas hacer con ella, Fernanda? —preguntó una insegura voz a su espalda.

    —¿Has hablado? ¿De verdad que has hablado? —La bruja se giró hacia el hombre.

    Un demacrado Cobos, cabizbajo, de ojos temerosos y piel aparatosamente marcada en el sitio donde debería de tener una oreja, se disculpó.

    —Perdona, lo siento. No quise ofenderte. —Se excusaba a la vez que mostraba las palmas abiertas implorando tranquilidad.

    La bruja rio.

    —¿Acaso crees que eres alguien de mi confianza? ¿Alguien a quien contaría mis planes, mis secretos, mis… sentimientos? —Pestañeó ligeramente, a la vez que se llevaba las manos al seno que ocultaba su corazón, mofándose del asustadizo lacayo.

    —Yo, yo…, sólo estoy aquí para servirte, ama. —Cobos se arrodilló ante el avance de Fernanda.

    Todavía tenía muy presente la vez que lo cogió por sorpresa en el coche. Paralizado por el miedo, ante esa serpiente coral. Y, cuando quiso reaccionar, estaba completamente rígido. Era un bloque, inmóvil, sin poder hacer ningún tipo de movimiento ni ruido. Iwia, sentada en la parte de atrás, acercó su mano a la sien que tenía la quemadura y, al contacto, activó el fuego que abrasó aquella zona de su cuerpo, empeorando su estado. La quemadura parecía reavivada y se extendía por parte de la cabellera y la mejilla. Luego notó un fuerte tirón y la poca carne que parecía ser el pabellón auditivo se lo arrancó de cuajo. Las lágrimas en el rostro del hombre fueron un reflejo del fuerte dolor silenciado que estaba padeciendo. El tufo dulzón de su carne quemada le llegó en forma de oleada a su sentido olfativo.

    —Espero que te guste la carne muy hecha, porque eso es lo que tienes de comer —dijo Iwia a la vez que retiraba del asiento del copiloto las provisiones que Cobos había comprado en aquella gasolinera. A cambio, le dejó el trozo de carne chamuscada en el sillón.

    —Prepárame el baño —ordenó con sequedad.

    El hombre salió del lujoso dormitorio donde yacía la niña y recorrió el pasillo del enorme y moderno chalet, de amplias y confortables estancias. Parecía ser que, al final, se establecerían allí, después de deambular durante un tiempo por diferentes localidades. Nada más fue capturado por Iwia cerca de la frontera francesa, se dirigieron a un motel donde ya Fernanda retenía a la chica inconsciente. A veces, la despertaba y tenían pequeñas conversaciones; en otros momentos, escuchaba tras la puerta lo que parecía ser un ritual y, la mayoría del tiempo, la niña lo pasaba dormida.

    Se dirigió al cuarto de su señora. Entró en el baño y puso a llenar la majestuosa bañera. Su reflejo en el espejo hizo que desviara su atención hacia la paupérrima imagen. Observó la dilatada herida de su sien; cómo esporádicamente había ido ganando terreno a su carne sana. Cada vez que Iwia se irritaba con él, agrandaba sus llagas y las reavivaba con más fuerza deteriorando su aspecto. Había perdido mucho pelo, se le caía en manojos, ocasionándole llamativas calvas en el cuero cabelludo. Su peso había disminuido considerablemente, dejando un aspecto pellejoso en su rostro y flácida piel en el torso y extremidades. Podía estar contento de que esta vez no le hubiese hecho daño, que se le hubiese pasado el enfado tan pronto. Quizás sería por el hecho de que estuviera complaciente por tener aquí a la niña. Quizás ahora la tomase con la mocosa, pasando él a un segundo plano… ojalá.

    Cobos fijó su mirada en el pequeño altar de santería que había en el dormitorio de su señora. Tenía varios por toda la casa. Entre santos, figuras, flores, amuletos… su vista se detuvo ante una afilada navaja ensangrentada. Era de su propia sangre. Iwia de vez en cuando requería de su sangre para ofrecerla como sacrificio a sus espíritus y dioses. Tenía todo su abdomen lleno de incisiones. «Si los dioses aceptan tu sangre, será porque, quizás, empieces a tener algo de valor», se burlaba. Pero, para su desgracia, según señalaba Iwia, los dioses no se conformaban. Qué fácil sería coger la navaja, plantarse ante ella y apu…

    —¡No, debo quitarme ese pensamiento! Piensa otra cosa, piensa otra jodida cosa —se decía a sí mismo en voz alta, mientras, nervioso, daba vueltas y se golpeaba la frente con la palma de la mano. No sabía si ella también poseería la facultad de leer el pensamiento. Su vida estaba en manos de ella, y en cualquier momento, sólo con su deseo, se la podía arrebatar.

    Recordó que, nada más llegar al primer motel, Iwia lo inmovilizó con sus artes arcanas. Le ordenó despojarse de su ropa y que se tumbara en el suelo boca abajo, desnudo, con las extremidades abiertas. Iwia derramó un tarro de viudas negras. Los artrópodos desfilaron ante su mirada y se le acercaron. Con un terror sistémico, notó cómo sus patitas tocaron su piel. Subían y bajaban por su cuerpo, a la vez que la bruja realizaba un ritual. Al finalizar, uno de los arácnidos, se detuvo en una de sus ingles, la izquierda. Y tras realizar Iwia una pequeña incisión, el bicho se fue introduciendo por debajo de la piel y se incrustó en su carne junto a la arteria femoral. Cuando pasaba la mano por la zona, parecía tener un tatuaje en relieve, pero con tacto distinto, ya que lo que tocaba no era precisamente su dermis, sino el exoesqueleto del animal.

    Entonces Iwia le advirtió; «Si intentases algo contra mí o contra ti para poner fin con rapidez a tu mísera vida, será imposible que sea algo rápido e indoloro. Sólo morirás cuando a mí me apetezca. En el momento que tengas intención de acabar con mi vida o con la tuya propia, sentirás horrorosos dolores, sin que llegue tu final hasta que yo lo autorice».

    Cobos volvió a paso rápido para avisar a su señora de que el baño estaba listo, no quería volver a irritarla.

    Fernanda no estaba ya en el cuarto de la chica.

    Recorrió toda la casa, buscándola desesperado, temía que si el agua se enfriaba sufriría otro castigo con total seguridad. Cruzó el enorme salón de la planta baja, rodeado de cristaleras y divisó a su ama en una tumbona junto a la piscina. La mujer colgó su teléfono a la vez que Cobos llegaba.

    —Tengo buenas noticias para ti —dijo sonriendo—. Ven, arrodíllate.

    Cobos se arrodilló junto a la tumbona medio erguida de Fernanda. No la miraba, agachaba su cabeza, sumiso.

    —A partir de mañana, viene personal para encargarse de la limpieza de tanta casa. Ya no serás mi lacayo, no estarás dedicado al servicio doméstico. Eres un inútil para limpiar, planchar, cocinar… lo único que haces es crisparme y pierdo un tiempo precioso motivándote con mis castigos para que aprendas. Esto no nos lleva a ningún lado. —Le acarició levemente la cabeza y lo palmeó—. Por eso, he decidido cambiarte de rol. A partir de ahora serás sólo mi mascota. Vas a ser mi chucho, mi perro callejero, ante mi presencia irás a cuatro patas hasta que yo te dé permiso para erguirte, no te asomarás de tu perrera si yo no te reclamo. Serás un animal. Bueno, eso ya sabemos que lo eres —se mofó sonriente.

    Una lágrima cayó por la mejilla de Cobos.

    —Pero, mi ama, le he servido en todo lo que me ha pedido, no me castigue así…

    —Ah, es verdad. Asoma la lengua.

    Cobos enseñó la lengua tímidamente.

    —¡Más! —requirió ella.

    Cobos sacó la lengua con más ímpetu.

    En el índice de su mano llevaba un dedal con una puntiaguda aguja emponzoñada. Pinchó la lengua y ésta comenzó a hincharse. Cobos sintió asfixia. Se revolcó por el suelo, echándose las manos a su garganta. La lengua se había agrandado tanto que ya no cabía completamente en la concavidad de su boca.

    —Así no podrás hablar. Nadie tendrá que escuchar tu molesta voz ni tus jocosos comentarios.

    Iwia se levantó de la tumbona y se desnudó con parsimonia, mostrando su pequeño y contorneado cuerpo de piel cobriza. Su larga y oscura cabellera llegaba al final de su espalda, donde unas voluptuosas y bien formadas nalgas se movían suntuosamente mientras avanzaba hasta el filo de la piscina desbordante infinity. El borde opuesto fundía el agua de la piscina con la vista panorámica del mar, desde el acantilado, donde estaba situado el chalet.

    Cuando su ama le dio permiso, Cobos volvió postrado hasta su perrera. Era un armario bajo, de puertas correderas laminadas con pequeñas entradas de aire. Estaba situado dentro del garaje, ese era su lugar de descanso. A pesar de la incomodidad, sin cojines ni sábanas ni objeto que le supusiese alguna forma de bienestar, era en la ubicación donde más libre se sentía. Allí podría llorar en paz.

    96.- El padre Higinio

    Martín observaba concienzudamente el hueco vacío que había dejado en la capilla el objeto que había desaparecido.

    Junto a él, se encontraba el párroco de la iglesia, el padre Higinio, que miraba impotente y encorajinado la falta de la cajita en ese espacio.

    —¿Ha hablado con los restauradores? —preguntó Martín sin mirarlo mientras inspeccionaba la sala sin tocar nada.

    —Es lo primero que hice ayer, hablar con ellos por si la habían cambiado de lugar o llevado a su taller. Tenía la esperanza de que lo hubiesen hecho sin pedir permiso. Ya incluso tenía preparado el responso que pensaba echarles; que no deben llevarse nada de la iglesia sin mi consentimiento. Y creyendo que eso es lo que había sucedido, cuál fue mi sorpresa cuando negaron haber cogido algo.

    Mientras el párroco daba sus explicaciones, Martín aguzó la percepción de su mirada en la ornamentación de la pequeña capilla de apenas unos cinco metros cuadrados. El retablo forraba tanto el frontal como sus costados. De estilo barroco, la mezcla de olores a humedad certificaba el deterioro del lugar, y la de barniz, a su vigente restauración. Pero la vista enunciaba que aún quedaba mucho por realizar; el predominante color caoba del retablo de madera, en otros tiempos pujaba por más protagonismo con los abundantes detalles dorados, que habían perdido presencia en el desgaste de los siglos, aunque dejando restos marcados en las zonas que una vez resplandecieron. De los nichos donde se almacenaban los relicarios, destacaban aquellos en forma de cabezas y bustos de santos, y de antebrazos alzados al cielo que parecían pretender tender la mano a Dios, pintados con sus colores lógicos. Eran los más llamativos a los ojos de los feligreses y empalagaban a la vista tantos singulares objetos reunidos juntos, en el mismo campo de visión. La mayoría contenían huesos de mártires, que podían ser desde una pequeña falange hasta un cráneo. Luego estaban las cajas, con formas variadas, pero menos llamativas que las anteriores, piramidales, palmatorias, fanales o arquetas, de materiales diversos; madera, plata o plomo, con sus correspondientes cristales, que hacían de escaparate a los extraordinarios objetos de sus interiores. Debajo de cada relicario había una leyenda que nombraba la naturaleza de la reliquia y a quién perteneció. Destacaban, entre ellas: una ampolla con la sangre de Cristo, un paño también con su sangre que le entregó el apóstol San Juan a la Virgen María, un tapete en el que estuvo envuelto por más de cuatrocientos años el pesebre donde nació el niño Jesús, un trozo del recipiente que sirvió de lavatorio a los apóstoles, un lignum crucis; es decir, una astilla de la cruz de Cristo, al igual que otro relicario contenía un trozo de la cruz de San Dimas, el buen ladrón.

    —¿Y al diácono y a los monaguillos, les preguntó usted?

    —Sí, también pregunté al diácono e, incluso, a la asistenta que limpia la iglesia, pero ambos niegan saber dónde está el relicario desaparecido y dudo mucho que los monaguillos hayan sido, no tuvieron oportunidad, aunque les preguntaré también —apuntó el párroco.

    El sonido de la puerta cortó el relato del padre Higinio. Ambos se asomaron a la nave central de la iglesia para identificar quién se acercaba.

    Una mujer avanzó por la fila central de bancos. Era de cuerpo menudo, enfundado en unos apretados pantalones vaqueros y combinado con una chaqueta cruzada azul marino. Tenía el pelo corto y oscuro y aunque no era especialmente guapa, algo tenía que la hacía atractiva. Su paso resonaba más alto de lo normal por la acústica del lugar.

    No se había situado todavía a la altura de ellos, cuando ya estaba alargando el brazo para saludar con su mano, y ampliando su sonrisa de presentación.

    —Hola, ¿qué tal? Soy la inspectora Patricia Martínez.

    —Ah, sí. La estábamos esperando. —Se apresuró a contestar el alterado párroco.

    —¿Y ustedes son?

    Martín tomó la palabra:

    —Soy el padre Martín Leiva, enviado especial de la Conferencia Episcopal para el seguimiento de este caso.

    —Y yo el padre Higinio, párroco de esta iglesia.

    La agente sacó una libreta y un lápiz.

    —A pesar de las anotaciones que voy a realizar, deberá ir a comisaría, donde podrá realizar la denuncia oficial y le tomarán nuevamente declaración —precisó.

    —Sí, de acuerdo. —Asintió el párroco.

    —Y bien, ¿qué ha sucedido?

    —Ha habido un robo. Ha desaparecido un relicario de la capilla.

    —¿Cuándo ocurrió esto?

    —El viernes por la tarde, una vez se fueron los restauradores, vine a inspeccionar los progresos de la capilla y no eché nada en falta. Cerré la reja y corrí las cortinas que cubren la obra. La capilla estaba muy deteriorada y, entre donaciones privadas y alguna ayudita del obispado, hace menos de un mes que comenzaron las reformas —aclaró—. Ayer, domingo, por la tarde, después de la misa de las ocho, me fijé que las cortinas no caían con limpieza, algo por detrás las arrugaba sobresaliendo, formando un bulto, abombando la caída de la tela. Cuando las descorrí, descubrí que la reja estaba entreabierta. Yo tenía la completa seguridad de que eché la llave la última vez. Entré en la capilla extrañado y me percaté de la falta del relicario.

    —¿Eso sería sobre qué hora?

    —A las nueve menos cuarto.

    —¿Del domingo?

    —Sí, del domingo.

    —¿Qué forma tiene el objeto desaparecido?

    —Aquí tiene una foto.

    La agente Martínez examinó el folio que le extendió el párroco con la foto impresa. Lo que contempló era la cabeza de un santo. Casi imberbe, con el rostro de un joven adolescente y con un cubrecabeza oriental. Con una mueca que parecía de dolor y ojos suplicatorios. En el poco busto que tenía, había un cristal ovalado, incrustado en su pecho, muy opaco por el devenir del tiempo, que pretendía mostrar una pieza que se guardaba en su interior.

    —La talla es del siglo XVI —injirió en el silencio Martín—. De autor desconocido. Representa a San Jacobo el Interciso o Jacobo el Persa, como también es conocido.

    —¿Y qué reliquia contiene el busto?

    —Los cartílagos de una nariz incorrupta —contestó Martín.

    La agente arqueó las cejas en señal de asombro.

    —¿Y eso?, no soy muy creyente, pero… ¿una nariz? —preguntó con estupefacción para que Martín alargara su explicación.

    —Bueno, las vidas de los mártires están cargadas de finales muy dramáticos y tormentosos. En este caso, San Jacobo era un hombre que había renegado de su fe cuando entró a trabajar en la corte del rey de Persia, donde ser cristiano, estaba perseguido. Su madre y su esposa le recordaron que apostatar de su fe, era un gran pecado, y que se pagaba con la condena eterna de su alma. Jacobo, arrepentido, se animó a leer las escrituras con mayor convicción y fuerzas si cabe, hasta que fue descubierto y denunciado. El castigo fue el terrible suplicio conocido como el Interciso. Este consistió que, estando completamente consciente, fueron amputándole, poco a poco, las extremidades desde la punta de los dedos hasta la totalidad de ellas. Primero las falanges, hueso a hueso. Luego las muñecas y los tobillos. Los antebrazos por el codo y las rodillas. Así hasta el final…

    —¡Qué horror! —exclamó la agente con expresión exacerbada.

    —San Jacobo se mostró impasible durante todo momento, recitando las Sagradas Escrituras y tomando fuerzas de ella para aguantar tanto tormento. A este tipo de martirio se le conoce como «las nueve muertes». Del rostro le fueron seccionando los labios, las orejas, la nariz y, por último, la cabeza.

    —¡Eso es terrible! —exclamó nuevamente horrorizada.

    Martín observaba la expresión de la chica con preponderancia, por haberla impresionado, hasta que la mujer frunció el ceño en un nuevo comentario.

    —No quisiera molestarle con mi pregunta, pero me intriga saber cómo la Iglesia tiene la seguridad de la autenticidad de las reliquias y esa nariz que ahí guardan es de la persona que dicen, o sólo es fe.

    Antes de dar respuesta, Martín carraspeó.

    —Bueno, eso es largo de explicar. Pero en el siglo XVI, en el Concilio de Trento se quisieron normalizar las reliquias que circulaban por toda Europa y que eran veneradas por los cristianos, diferenciando las verdaderas de las falsas. Así que, aquellas que se habían comprobado su veracidad, les expidieron un certificado llamado Authentica y se sellaron los relicarios con hilos de seda roja y un sello de cera española para evitar fraudes en su apertura.

    —Ah, ¿y eso ya garantiza su naturaleza? —preguntó con cierta ironía suspicaz.

    Martín se encogió de hombros.

    —Bueno, eso creyeron en su época. Aunque, en el devenir de los tiempos, muchos certificados de Authentica se han extraviado o se destruyeron.

    —Y ésta, ¿tiene su certificado?

    —Afortunadamente, ésta sí lo tiene —contestó el párroco.

    —¿Puedo verlo?

    —Sí desde luego. Ahora mismo lo traigo.

    El párroco se alejó camino a la sacristía en busca del documento mencionado.

    Martín y la inspectora Martínez se quedaron solos.

    —¿Sabe?, no nos conocemos y es irónico.

    —¿Qué es irónico? —preguntó Martín.

    —Que hace unos meses estuve tratando de encontrarlo para esclarecer un accidente de tráfico y no di con usted y, ahora que lo tengo delante, no es por aquel caso, sino por otro diferente.

    —¿Se refiere a lo ocurrido con Rosario? —Los recuerdos frescos e imborrables de aquellos días volvieron nuevamente al pensamiento de Martín. No había día que no se levantase y se le fijaran aquellos momentos en su cabeza, pero no se esperaba que hoy, alguien ajeno, refrescara esos recuerdos.

    —Sí, a Rosario Matei —confirmó la agente.

    —Fui testigo y me puse a disposición policial para declarar en cuanto pude. Y dieron el caso por cerrado, pero si necesita alguna aclaración más, aunque el recuerdo me traiga dolor, estaré preparado para dársela.

    —Oh, no es necesario, también me dijeron que el caso estaba cerrado. Yo sólo me ocupaba del accidente de tráfico. Cuando aquello desembocó en los homicidios, otros compañeros asumieron la investigación. No pongo en duda que todo está aclarado por su parte.

    —Fueron días terribles —recordó—. Murió una amiga a la que tenía una gran estima.

    —Se nota que dejó en usted un gran vacío.

    —Sí, fue un golpe muy duro. —Martín desvió la mirada afligida.

    —Pero también hubo más víctimas, si mal no recuerdo, se llamaba José Morata y también era sacerdote. Supongo que sería alguien aún más cercano a usted.

    —Es cierto, el padre Morata también ha sido una pérdida enorme. —Martín empezaba a dar muestras físicas de la incomodidad de la conversación, con los gestos de su cuerpo y la expresión de su cara.

    —El caso está cerrado y por mi parte no hay nada que esclarecer, pero, por curiosidad, ¿por qué Rosario Matei llevaba su coche cuando tuvo el trágico accidente?

    —Lo cogió para ir a ver a su hija. —Una verdad a medias no era una completa mentira y Martín prefirió dar esta explicación que no otra más detallada que lo acercara al borde de un pecado menor.

    —Debe de ser usted una persona muy generosa y confiada para prestar así su coche.

    —Tenía que atender otros asuntos urgentes y no podía acompañarla. —Las preguntas empezaban a incomodar seriamente a Martín. No quería mentir y le costaba mucho simular una verdad incompleta que rozaba la farsa. Se estaba poniendo nervioso.

    —Pero, según tengo entendido, usted y Rosario se conocieron escasos días atrás. ¿O estoy equivocada?

    El teléfono de Martín sonó y la llamada fue la salvación para no verse en el aprieto de contestar a las preguntas que le estaba sometiendo la inspectora.

    —Disculpe un momento, he de contestar. —Martín salió de la capilla y se fue a una zona más apartada de la iglesia.

    —¿Diga?

    —Buenos días, padre Leiva. Soy Francisco Sanz, el director del colegio de su sobrino.

    —Ah, hola. Qué tal. Dígame.

    —Lo llamaba para concretar una charla presencial con usted lo más urgente posible.

    —¿Y eso?, ¿ha ocurrido algo? —preguntó extrañado.

    —Su sobrino tiene un grave problema de conducta que hay que atajar lo más rápido posible.

    —¿De conducta?, ¿cómo…? —Estaba tan desconcertado que no sabía cómo seguir la frase.

    —Ha estado robando a sus compañeros.

    —¿Cómo? No puedo creerlo. ¿Seguro que fue él?

    —Sí, completamente seguro. Tenía escondida todas las cosas en su pupitre.

    —Pero será alguna travesura de críos.

    —Aunque sólo fuese una travesura de críos, hay que poner remedio para cortar este comportamiento. —Al recuerdo del director le vino la larga lista de toda clase de objetos varios que habían encontrado ocultas: llaves, gafas, meriendas, dinero, tijeras…, hasta tampones de una maestra.

    —Ay, Dios —se lamentó Martín echándose mano al rostro.

    —Queremos concertar una cita con usted en la mayor brevedad posible.

    Martín tragó saliva. Aunque conocía de poco tiempo a su sobrino, nunca se hubiese imaginado que tuviera un problema de adquirir con malas artes los bienes ajenos.

    —En estos momentos, no estoy en Madrid, me encuentro en la provincia de Sevilla.

    —Pues fijaremos para el próximo lunes una tutoría a las cuatro y media. ¿Es posible?

    —De acuerdo, lo dejo anotado.

    —Muchas gracias. No lo habría molestado si no me preocupase el comportamiento del niño —recalcó.

    La voz alterada, subida de volumen, del párroco, volviendo de la sacristía, cortó la conversación y acaparó también la atención de la inspectora Martínez.

    —¡La Authentica, tampoco está!

    97.- Castigo

    Desde que se fue con su tío a vivir, la vida de Hugo había mejorado en ciertos aspectos. De su tío recibía una atención y un cariño continuo que no había tenido de otras personas, sólo de Nico. Como su tío le daba, de vez en cuando, muestras de cariño en forma de golosinas, Hugo, a veces, le preguntaba:

    —Tito, ¿tienes algo para mí?

    Y el hombre le respondía:

    —Sí, un cachito de cielo.

    —¿Y en qué bolsillo?

    —A ver, dímelo tú. —No importaba cuál señalara el niño; en ambos siempre tenía algo que ofrecer.

    Él quería a su madre y siempre había estado expectante a que regresase de sus largas sesiones de trabajo como modelo. Había épocas que se alargaban a meses. Y, cuando volvía, el niño comprendía que lo hacía muy cansada, llegando a aceptar que apenas tuviese contacto con él. Cualquier persona podría calificar de relación fría en el trato de la madre hacia su hijo. Pero Hugo se mantenía fiel a su madre y comprendía que incluso estando en casa no dispusiera mucho tiempo para él y prefiriera descansar por el fatiga acumulada. También sentía culpabilidad, por ser como era. Quizás ese fuese el motivo por lo que su madre no quisiera estar con él, lo mismo ella temía que le contase «cosas» que no quería oír. El niño pacientemente le ofrecía el tiempo y el espacio que ella necesitase para reparar su alegría e instinto maternal. Sin embargo, el personal de servicio que estuvo a cargo de Hugo, no dudaban que Zhia mostraba indiferencia hacia el chiquillo.

    Las niñeras que tuvo ponían, al principio, empeño para hacer buenas migas con él. Pero era precisamente esa relación la que hacía que salieran espantadas, cuando conocían sus extraños dones para hablar con naturalidad con los difuntos. Lo que, al inicio, parecía ser un infantil juego de la imaginación de un crío, hablar con su osito Nico como si estuviera vivo, se oscurecía cuando las conversaciones se ampliaban con otros seres imaginarios, espíritus y almas de familiares, amigos y conocidos de las niñeras, que incluso a veces traían mensajes sin filtros y daba datos exactos sobre cosas que sólo sabían esos difuntos.

    El director acababa de colgar el teléfono fijo de la mesa de su despacho. Volvió a mirar duramente a Hugo, con una seriedad imperturbable, frunciendo incluso el ceño. Por el contrario, los grandes ojos azules del niño estaban muy abiertos, le mantenía la mirada sin llegar a ser desafiante. Eso aún molestaba más, si cabe, al director, el no divisar siquiera un atisbo de duda en su mentira o arrepentimiento de su conducta, sino reafirmación con templada naturalidad.

    El otro chico que estaba a la espera sentado en una silla en la esquina del despacho, tuvo que taparse la boca para ocultar una risita. Cada vez que el director se volvía, se burlaba de Hugo, para luego poner carita disimulada de arrepentido. Estaba algo sucio, y ese desaliño era algo que en este colegio no se toleraba.

    —Estás castigado sin recreo. Por lo pronto, de por vida.

    Hugo resopló resignado. Tendría que afrontar lo que se le venía encima. El profesorado estaba muy pendiente de él para evitar que hablara con otros niños. Como siempre, al principio tuvo buena acogida, pero cuando los compañeros vieron que hablaba con su osito, empezaron las burlas. Y Hugo, en su empeño de dar credibilidad, compartió algunos mensajes, sembró el miedo y la repulsa colectiva hacia él. Los padres de los otros niños se quejaron, y los maestros, por mucho que hablaban con el niño, éste no abandonaba su supuesta fantasía. Pero le obligaron a tener guardado a su osito Nico dentro de la mochila. Sus compañeros ahora lo odiaban, ya no había niño que se le acercase, le hacían vacío y mantenían distancias tanto físicas como sociales. Ya en la clase ocupaba un pupitre él solo, sin compañero de banca, apartado en un rincón. Cada vez que sonaba la campana esperaba rezagado a que la clase se vaciase, luego cogía la mochila y, en vez de salir al patio, se dirigía a la capilla. Junto a ella había una escalera que subía a una puerta que daba a un campanario con el acceso restringido. Allí se ponía a hablar con Nico, a la espera de que sonase de nuevo la campana para volver a las aulas.

    Hugo se puso a pensar en su tío, se iba a enfadar mucho, seguro que dejaría de quererlo y haría como su madre, trabajar y trabajar, para mantenerse ocupado y estar con él el menor tiempo posible. Y los castigos…

    —Tendré que afrontar todas las sanciones del mundo mundial —pensaba en voz alta.

    Hugo aguantaba estoico su condena, hasta que el reloj de su entrepierna empezó a sonar con esa fina alarma silenciosa que le caracteriza, y que sólo su portador es capaz de percibirla.

    —Don Francisco, me estoy haciendo pis.

    La risita del niño del fondo se hizo más evidente, sutilmente burlona. Aunque a Hugo le molestó, no lo recriminó para no empeorar encima la situación.

    El director apartó la vista y fijó su mirada en Hugo, ignorando al otro chico. Parecía desprender un «superpoder» con esa expresión de ojos furiosos, juzgando la veracidad del hecho, a la misma vez que trataba de intimidar.

    El sonido del timbre anunciando el prohibido recreo fue el estimulante para que el director tomara una decisión.

    —Tienes cinco minutos para ir y volver —le indicó enseñándole el reloj de su muñeca.

    Hugo asintió con la cabeza y salió presuroso del despacho.

    Nada más cruzar la puerta, le esperaba otro grupo de niños, que se cachondeaban con sus risas socarronas. El aspecto desarrapado de éstos acreditaba que no pertenecían al mejor alumnado del elitista centro educativo.

    Hugo los ignoró por completo, pasó de ellos con la cabeza alta y barbilla al frente. No quería darles el gusto de que lo viesen alterado.

    Las prisas por llegar al servicio provocaron que aligerase el paso con las piernas muy juntas, en una ridícula carrera de obstáculos, entre alumnos que salían de sus clases.

    Nada más cruzar la puerta de los aseos, se encaramó al urinario más cercano para desahogarse con el vaciado de su vejiga.

    Este fue el momento del día en el que el chico se sintió mejor, poder descargarse de esa presión fisiológica.

    El ruido de las bisagras de la puerta de acceso al servicio chirrió. Un grupo de seis chicos de último curso entraron.

    Dos de ellos se apostaron en la entrada para indicar a otros alumnos que todos los servicios estaban ocupados, así les impedían el paso.

    —Aquí está el ladrón loco —exclamó uno.

    El grupo comenzó a cercarlo.

    Hugo miró hacia atrás. Quería terminar antes de que la situación empeorase, pero el escenario que presagiaba, había incitado que la orina saliera a ráfagas.

    El chico que había hablado agarró la camisa de Hugo por la espalda y de un tirón lo desplazó fuera del urinario.

    —Échame cuenta cuando te hablo, ladrón loco.

    El empujón ocasionó que se manchara los pantalones.

    —Eso, méate, guarro. Puto loco ladrón de mierda. Vas a salir de aquí calentito. —Se burló con sonrisa intimidadora.

    —Dejadme en paz, por favor… —apeló educadamente con una voz apocada.

    Un nuevo empujón hizo que casi perdiese el equilibrio. Provenía de otro chico que lo rodeaba.

    —Te vamos a enseñar por las malas que robar está mal.

    Uno de los niños de atrás del corro se abrió paso. En su mano izquierda portaba su osito Nico y en la derecha unas tijeras.

    —Mira, enano llorón. Mira cómo tu amiguito va a ser destripado —dijo con sorna.

    —¡Déjalo, devuélvemelo! —Su impulso precipitado para salvar a Nico fue interceptado por dos niños que lo agarraron y empujaron nuevamente hacia atrás a la vez que lo zancadilleaban.

    Hugo cayó incluso más lejos que de donde había arrancado, espaldas al suelo.

    —Nico… —Hugo lamentó su debilidad.

    Las luces del techo parpadearon varias veces.

    El niño que agarraba al oso observó en el reflejo del espejo de los lavabos cómo la cara pálida de un chiquillo con expresión adusta se asomaba de la puerta de un aseo entreabierta. Cuando miró directamente hacia la abertura, allí no había nadie. El niño tragó saliva, a la vez que se le erizó la piel con el cosquilleo que provoca el terror.

    En otro parpadeo de luces, la puerta de acceso a los servicios se cerró con contundencia. Los niños que vigilaban la entrada quedaron en el exterior. Empujaban desde fuera para poder entrar, pero la puerta no cedía. Todos callaron, algo no iba bien.

    Nuevamente, se fue la luz para, luego, volver a encenderse. En el espejo se podía apreciar que el número de niños en el servicio se había incrementado. El descarado grupo de niños mal vestidos que increparon a Hugo en la puerta del despacho del director, más el que estaba también dentro, se reflejaba en el espejo con caras retadoras, pero corpóreamente no estaban visibles alrededor de los otros.

    Otra vez se fue brevemente la luz hasta que se volvió a encender. El nuevo grupo de anacarados rostros ya se habían materializado rodeando al grupo de alumnos que buscaban venganza.

    Los asustados niños se apiñaron temblando, acorralados por los otros, entre gritos de pánico y llantos descontrolados. El chico que había sacado a Hugo del urinario, metiéndose con él, se orinó encima. Otro reaccionó y corrió hacia la puerta, tratando desesperadamente de abrirla, sin conseguirlo. No paraba de gritar ayuda.

    Cada vez que las luces parpadeaban los fantasmales niños se acercaban más al aterrado grupo.

    —No lo hagáis, dejadlos por favor. —Fue la súplica de Hugo, aunque sabía que iba a caer en saco roto, antes de que se apagara definitivamente la luz y más gritos y golpes tomaran protagonismo.

    98.- Sai

    Volver después de las clases a una casa que no era la suya atraía un acongojo en el corazón de Candela, con un apretado sentimiento de triste impotencia. Y es que se sentía vacía de familia, su madre era su hogar y ya no estaba. Por mucho que se esforzase Darío, era imposible rellenar ese huequito, él podría situarse en su vida, pero en otro espacio y con otro rol. No podía cambiar su pasado, debía de aceptar su presente y tratar de ser feliz, sobreponiéndose a la pérdida de su madre. Darío se volcaba todos los días para que todo le fuera más fácil, y ella se sentía agradecida por ello, pero era una herida de difícil cura que, en su sanación, le iba a dejar una profunda cicatriz.

    El hombre también tuvo que hacer un inesperado giro a su vida, al aceptar la tutela de ella, convirtiendo en sacrificios parte de su libertad, la que le proporcionaba su vida anterior sin cargas familiares. Pero de los labios de Darío no salió ni una sola queja. Y ella se había propuesto no ser ningún lastre, minimizando las preocupaciones que pudieran surgir en la cabeza de Darío por su cuidado y bienestar.

    Se habían establecido en Sevilla, en una cómoda casa cerca de la avenida de Juan Pablo II, en el barrio de Tablada. Una zona tranquila y ajardinada, pero privilegiada por su cercanía al centro. Eran casas que cuando se construyeron iban destinadas al personal militar y sus familias, de la base aérea de Tablada y que, con el tiempo y los cambios en la reducción del acuartelamiento, hicieron posible que esas viviendas pudieran pasar a propiedad de civiles.

    La ciudad tenía muy buena comunicación con Madrid, el otro punto de ámbito laboral por donde se desenvolvía Darío. Y en Sevilla estaba establecida, no la más grande, pero sí la más importante de las sedes neurálgicas de la fundación Radix, de la cual, ahora era su director.

    Darío pretendía facilitar a Candela una vida relajada y sosegada, pero sin dejar a un lado su formación, tanto académica como la de su potencial de percepción extrasensorial puesto que, ahora más que nunca, la chica quería dominarla igual que su madre. Así se lo hizo saber a su nuevo tutor y, desde luego, por parte de él, no hubo ningún inconveniente, todo lo contrario, con sus contactos pudo ofrecerle un lugar donde podría descubrir, aprender y practicar con las personas adecuadas, aquellas habilidades que poseía y que estaban al alcance de muy poca gente. Esa era la otra razón por lo que se establecieron en Sevilla.

    Candela acudía casi todas las tardes a un centro de yoga y meditación y de terapias alternativas. El centro SAI. Regentado por un budista de origen español. El hombre había vivido la mayor parte de su vida entre Nepal y la India, además de recorrer otras partes del mundo. Ahora llevaba asentado en Sevilla desde hacía unos siete años. En su juventud se llamaba Antonio Luque, hijo de un agricultor jiennense y una ama de casa de un pueblecito cercano a Úbeda. El hombre, desde que tuvo uso de razón, siempre sintió una gran inquietud por la montaña. Así que, siendo apenas un niño, ya empezó a visitar con frecuencia la sierra de Cazorla, descubriendo los grandes paisajes que mostraban sus cimas. Se emocionaba al ampliar su vista y contemplar la grandiosidad del mundo, tanto físico, como espiritual. Luego se sentía afortunadamente único al preguntarse cómo un ser tan minúsculo como él, en relación con el mundo que desde allí divisaba, podía alzarse y sentirse pequeñito y grande a la vez. Era una sensación, una emoción que sólo la apreciaba en las cumbres. Como una droga, las montañas de España se le quedaron pequeñas y puso rumbo al Himalaya. Nunca experimentó más pura inocencia infantil que cuando pudo subir a sus picos y vislumbrar la magnificencia del mayor punto del planeta. Tuvo con un pensamiento esclarecedor, la mayor visión de su vida; era allí donde tenía que crecer, allí donde tenía que madurar, y fue allí donde asimiló su nombre budista actual, Danda, que significa «palo o vara».

    Era un hombre alto, pasaba el uno ochenta y cinco de estatura, y tras sus ropas amplias, tanto camisas y pantalones holgados de lino, podía discernirse que estaba considerablemente delgado, casi en los huesos. La principal pista de ese estado, se reflejaba en sus enjutos pómulos de su alargado rostro, que desaparecía bajo una tupida barba grisácea, del mismo color que su larga cabellera que a veces recogía en una coleta baja. La falta de tejido adiposo en su cara, mostraba unos ojos marrones, hundidos en sus cuencas y una nariz recta y afilada. Por lo contrario, llamaba la atención sus grandes manos de largos y gruesos dedos, eran sus mejores herramientas cuando aún escalaba. Era imposible calcularle la edad, su fuerza, agilidad y flexibilidad, se contraponían a su altura y delgadez casi extrema, y en su mirada se mezclaban la luminosidad infantil con la profundidad de un hombre sabio.

    Candela cruzó el umbral de la entrada.

    —Hola, Vero. —Saludó a la chica recepcionista que atendía a los clientes. La muchacha se encontraba tras un mostrador situado a la izquierda de la puerta de entrada. Frente a ella estaba la gran sala de usos múltiples donde, principalmente, se practicaba yoga. Danda estaba precisamente dando una clase en esos momentos.

    Justo al lado de la recepción, se accedía a la consulta de medicina alternativa de Zhao-Chen, un médico chino que compaginaba la medicina naturista, acupuntura y la homeopatía. El maestro Zhao mostraba siempre una continua y amplia sonrisa en su rostro, era un soliloquio expresivo. Pero la alegre mueca permanente, lacraba como un sello el cierre de sus opiniones y pensamientos. Esa actitud de reserva, estaba apuntalada con su desconocimiento total del castellano. Al doctor siempre lo asistía una chica de origen oriental, nacida en Sevilla, que le hacía las traducciones, y que también ofrecía un servicio de quiromasajes y reflexoterapia. Su nombre era Macarena Li. Li significa en español «hermosa» y, para acortar, todos la llamaban Mácali. Hija de inmigrantes chinos, nació y se crio en España con una doble vida: la social, totalmente integrada y españolizada, y la familiar, con las costumbres y educación milenaria que le proporcionaron sus progenitores en la intimidad de su hogar.

    A la derecha del fondo de la entrada estaba el acceso a un patio interior, que también se utilizaba a veces para actividades. Un patio diáfano decorado con algunas plantas en macetas y algunos detalles de figuras de exterior que pretendían orientalizarlo, sin que perdiera del todo su espíritu andaluz. Y a la izquierda subía unas escaleras que llevaban a la planta de arriba. Allí era donde se dirigía Candela.

    —Hola, Candela. Buenas tardes. —La recepcionista devolvió el grato saludo con la sonrisa estándar que ofrecía generalmente al público que atendía.

    Candela subió con familiaridad al piso superior. Al principio de acudir al centro pedía permiso, pero la rutina de hacerlo casi todos los días le había otorgado el pase indefinido sin necesidad del beneplácito de la recepcionista. Al fin y al cabo, arriba, lo que había, era un domicilio privado.

    La escalera terminaba en un pequeño rellano alumbrado por luz natural que se filtraba por una ventana que daba al patio interior. La puerta que estaba delante de ella era blanca, grande y muy clásica. Típica de los edificios sevillanos de finales del siglo XIX y principios del XX. Por encima de su marco había un arco acristalado con una vidriera de cuadros de colores, que descendían por ambos lados de ésta hasta el suelo. Que si se dejara volar la imaginación, alguien podría pensar que era una puerta peculiarmente mágica. Candela no sabría decir si realmente tendría alguna connotación extraordinaria, pero lo que había tras ella sí que tomaba tintes más arcanos.

    La puerta estaba simplemente encajada, como siempre. La chica empujó y entró en la vivienda.

    —¡Reyes, ya estoy aquí! —anunció.

    Dejó su anorak en la percha del recibidor, junto a un gran espejo en el que miró su aspecto de soslayo. Se giró hacia él para atusarse el cabello. Su larga melena ondulada caía abierta por su espalda, como una cascada dorada. La visión de sus azules ojos estaba reforzada por los cristales de sus gafas de pasta. Su deficiencia visual tampoco era tan extrema, a veces, planeaba que en un futuro operaría su miopía o empezaría a utilizar lentillas, aunque tampoco le preocupaba gran cosa, ya que no le importaba su actual imagen y, además, el uso de las gafas, no le incomodaba especialmente.

    La voz cantarina de Reyes la apremió a entrar.

    —Pasa, hija, aún no hemos empezado.

    Reyes era la pareja de Danda y la dueña del edificio. Delgadita, de pechos pequeños, solía vestir con largos vestidos apretados que llegaban a sus tobillos, adornados de collares, pulseras y grandes pendientes. Su pelo era negro y lacio, a veces, lo soltaba y en otras ocasiones se lo recogía en un moño ligero e informal. La mujer rondaría unos cuarenta y tantos años y sus finos rasgos del rostro solía llevarlos sutilmente maquillados.

    Reyes y Danda se conocieron en la India, cuando ella realizaba uno de sus tantos viajes espirituales, para descubrir en otras culturas, nuevos conocimientos que sirvieran para su desarrollo personal. Reyes también tenía el don de la «visión verdadera»; al igual que Candela, era capaz de interpretar ciertas señales que mostraban el futuro. Incluso antes de partir a la India, la misma mañana que salió al aeropuerto en Sevilla, algunas mariposas revoloteaban en su estómago. Al principio, pensaba que era la ilusión por el viaje, su primer viaje al exótico país, pero ya había realizado otras visitas a culturas alejadas de la vida occidental, que también previamente le ilusionaba conocerlas, sin que le precediera esta extraña sensación. Se lo contó a Gloria, su compañera de aventuras, durante el vuelo. Gloria, que era divorciada, con una hija totalmente emancipada y varios éxitos amorosos en su currículum, que luego se convirtieron en frustraciones o cargas sentimentales, le afirmó con rotundidad:

    —Tú estás enamorada. —Ambas se echaron a reír e hicieron un repaso de aquellos hombres, tanto cercanos como lejanos, que transitaban por la vida de Reyes. Fue descartando uno a uno como «su amor» tan secreto y escondido, como desconocido, por motivos obvios que ésta esgrimía.

    La felicidad juvenil, casi adolescente, que sintió Reyes, contagió a Gloria, pero duraba tanto que incluso ésta se preocupó por la anormalidad de sus reacciones. La amiga, bastante escamada por la duración de los notorios síntomas, la interrogó sobre las sustancias que había consumido últimamente. Sabía que Reyes no rechazaba probar algún producto que podría profundizar sus trances o ampliar su percepción, pero ella le aseguró que lo más reciente fue fumar algo de maría, y de eso haría unas dos semanas. La exploró buscando otros indicios. La amiga se consideraba facultada como para realizarle una exploración superficial; algún conocimiento sanitario tenía, aunque fuera lejano, ya que Gloria era auxiliar de odontología. Le preguntó si le dolía la cabeza, si oía algún pitido, mareos… Ante el desconcierto y la persistencia de la alteración del carácter, su amiga le aconsejó ir a un médico. Pero fue

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