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Hijo de Hamás
Hijo de Hamás
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Libro electrónico358 páginas6 horas

Hijo de Hamás

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Hijo de Hamás es la conmovedora historia verdadera de un miembro del movimiento Hamás que rechazó su violento destino y ahora lo arriesga todo al exponer los secretos de la organización extremista islámica para mostrarle al mundo un camino hacia la paz. Mosab Hassan Yousef conoce este devastador grupo terrorista internamente desde que era un niño pequeño. Como hijo mayor de Sheikh Hassan Yousef, miembro fundador y el más famoso líder de Hamás, el joven Mosab ayudó a su padre por años en sus actividades políticas mientras era preparado para asumir su legado, ideología, estatus y poder. Pero todo cambió cuando Mosab dio la espalda al terror y a la violencia, y acogió en su lugar las enseñanzas de otro famoso líder del Medio Oriente. En Hijo de Hamás, Mosab Hassan Yousef, ahora con el nombre de "Joseph", da a conocer nueva información sobre la organización terrorista más peligrosa del mundo y revela la verdad sobre su propio papel, la dolorosa separación de su familia y de su tierra natal, la peligrosa decisión de hacer pública su nueva fe, y su creencia de que el mandato cristiano de "amar a tus enemigos" es el único camino hacia la paz en el Medio Oriente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2023
ISBN9781960436511
Hijo de Hamás
Autor

Mosab Hassan Yousef

Mosab Hassan Yousef was born in the West Bank and was part of a strict Muslim family where his father was a leading political figure and a founder of Hamas. Never able to reconcile himself with the killings he witnessed, Hassan rebelled against Hamas, became a double agent, and risked his life to fight terrorism. Eventually, he found his way to the United States and has spent the last several years assimilating to American culture. Hassan is a sought-after lecturer on the Middle East and a frequent contributor to news networks such as Fox News and CNN. He now devotes himself to writing as well as designing and building houses; he also enjoys yoga, deep-sea diving, and running.

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    Hijo de Hamás - Mosab Hassan Yousef

    CVR_hijos_de_hamas.jpg

    A mi amado padre y a mi familia herida.

    A las víctimas del conflicto palestino-israelí.

    A cada persona que mi Dios ha salvado.

    Estoy muy orgulloso de ustedes, mi familia; sólo mi Dios puede entender por lo que han pasado. Soy consciente de que lo que he hecho ha causado otra profunda herida que probablemente no cicatrice en esta vida, y que quizá tengan que vivir con la vergüenza de mi acto para siempre.

    Podría haber sido un héroe y haber hecho que mi gente estuviera orgullosa de mí. Sé qué tipo de héroe estaban buscando: un luchador que consagrara su vida y su familia por la causa de una nación. Aunque yo hubiera resultado muerto, habrían narrado mi gesta a las siguientes generaciones y hubieran estado orgullosos de mí para siempre; sin embargo, en realidad, yo no habría tenido mucho de héroe.

    En vez de eso, me convertí en un traidor a los ojos de mi gente. Aunque una vez fui fuente de orgullo para ustedes, ahora sólo les traigo vergüenza. Aunque una vez fui el príncipe real, ahora soy un desconocido en un país extranjero luchando contra el enemigo de la soledad y la oscuridad.

    Sé que me ven como un traidor; por favor, entiendan que no escogí traicionarles a ustedes, sino a su concepción de lo que significa ser un héroe. Cuando las naciones de Medio Oriente (tanto los judíos como los árabes) alcancen a entender algo de lo que yo ya comprendí, sólo entonces podrá ser posible la paz.

    Y si mi Dios fue rechazado para salvar al mundo del castigo del infierno, ¡a mí tampoco me importa ser un repudiado!

    No sé qué traerá el futuro, pero sí sé que no tengo miedo. Y ahora quiero darles algo que me ha ayudado a sobrevivir hasta aquí: toda la culpa y la vergüenza que he llevado encima durante todos estos años es un pequeño precio a pagar si salva, aunque sea, una sola vida humana inocente.

    ¿Cuánta gente valora lo que he hecho? No mucha. Pero está bien. Creí en lo que hice y aún creo en ello, y eso es mi único combustible para este largo viaje.

    Cada gota de sangre inocente que ha sido salvada me da esperanza para continuar hasta el último día.

    Yo tuve que pagar, ustedes tuvieron que pagar, y las facturas de la guerra y la paz aún siguen llegando. Que Dios esté con todos nosotros y nos dé lo que necesitamos para sobrellevar esta pesada carga.

    Con amor,

    Su hijo

    Unas palabras del autor

    El tiempo es secuencial: un hilo que se extiende desde el nacimiento hasta la muerte.

    Los acontecimientos, sin embargo, se parecen más a una alfombra persa: miles de hilos de colores brillantes creando dibujos e imágenes intrincados en el tejido. Cualquier intento de poner los hechos en un simple orden cronológico sería como estirar los hilos por separado y ponerlos uno al lado del otro. Quizá sería más sencillo, pero te perderías el diseño.

    Los sucesos de este libro son mis mejores recuerdos, el resultado de la vorágine de mi vida en los territorios ocupados de Israel y tejidos juntos tal como ocurrieron: consecutiva y simultáneamente.

    Para proveer de puntos de referencia y ordenar los nombres y términos árabes, he incluido una breve línea temporal en los apéndices, junto con un glosario y una lista de protagonistas.

    Por razones de seguridad, intencionadamente he omitido muchos detalles en los relatos de las delicadas operaciones llevadas a cabo por el Servicio de Seguridad de Israel, el Shin Bet. La información revelada en este libro en ningún modo hace peligrar la lucha global en curso contra el terrorismo, en la cual Israel tiene un papel destacado.

    Por último, Hijo de Hamás, tal y como sucede en Medio Oriente, es una historia continua. Así que te invito a seguir en contacto visitando mi blog http://www.sonofhamas.com, donde comparto mi punto de vista sobre los acontecimientos de última hora en la región. También publico las actualizaciones sobre lo que Dios está haciendo con el libro y en mi familia y dónde me está guiando día a día.

    —MYH

    Prefacio

    La paz en Medio Oriente ha sido el santo grial de los diplomáticos, primeros ministros y presidentes durante más de cinco décadas. Todos los que se incorporan al escenario mundial piensan que van a ser los que resolverán el conflicto árabe-israelí. Y todos y cada uno de ellos fracasan tan lamentablemente y con tanta rotundidad como los que les precedieron.

    El hecho es que pocos occidentales pueden llegar a entender las complejidades de Medio Oriente y de su gente. Sin embargo, yo sí puedo gracias a una perspectiva casi única. Como puedes ver, soy hijo de esta región y de este conflicto. Soy un niño del Islam y el hijo de un reconocido terrorista. Y también soy seguidor de Jesús.

    Antes de cumplir los veintiún años había visto cosas que jamás nadie debería ver: absoluta miseria, abuso de poder, tortura y muerte. Fui testigo de las negociaciones encubiertas de los principales líderes de Medio Oriente, los que llenan titulares de todo el mundo. Fui hombre de confianza de los altos cargos de Hamás y participé en lo que se ha dado en llamar Intifada. Estuve prisionero en las entrañas del centro penitenciario más temido de Israel. Y, como podrás ver, tomé decisiones que me han hecho ser un traidor a los ojos de la gente que amo.

    Mi insólito viaje me ha llevado a través de lugares oscuros y me ha dado acceso a secretos extraordinarios. En las páginas de este libro revelo algunos de esos secretos ocultos durante mucho tiempo, sacando a la luz hechos y procesos que hasta ese momento sólo eran conocidos por un puñado de individuos misteriosos.

    La revelación de dichas verdades probablemente conmocionará algunos lugares de Medio Oriente, aunque espero que también traiga consuelo y cierre las heridas de las familias de las víctimas de este conflicto interminable.

    Cuando hoy me muevo entre estadounidenses, veo que muchos de ellos tienen una gran cantidad de preguntas sobre el conflicto árabe-israelí pero muy pocas respuestas, y aún menos buena información. Escucho preguntas como:

    • «¿Por qué no puede la gente simplemente llevarse bien en Medio Oriente?»

    • «¿Quién tiene razón, los israelíes o los palestinos?»

    • «¿A quién pertenece realmente la tierra? ¿Por qué los palestinos no se van a otros países árabes?»

    • «¿Por qué Israel no devuelve las tierras y propiedades que conquistó en 1967 en la Guerra de los Seis Días?»

    • «¿Por qué hay aún tantos palestinos viviendo en campos de refugiados? ¿Por qué no tienen su propio estado?»

    • «¿Por qué los palestinos odian tanto a Israel?»

    • «¿Cómo puede Israel protegerse de los terroristas suicidas y de los frecuentes ataques con misiles?»

    Todas éstas son buenas preguntas. Pero ninguna de ellas menciona el asunto real, la raíz del problema. El conflicto actual tiene su comienzo mucho tiempo atrás, en el rencor entre Sara y Agar descrito en el primer libro de la Biblia. Sin embargo, para entender la realidad política y cultural no hace falta retroceder más allá de las secuelas de la Primera Guerra Mundial.

    Cuando la guerra terminó, los territorios palestinos, el hogar de los palestinos durante siglos, cayó bajo el mandato de Gran Bretaña. Y el gobierno británico tuvo una inusual idea para la zona, que formuló en la Declaración Balfour en 1917: «El Gobierno de Su Majestad contempla favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío».

    Alentados por el gobierno británico, centenares de miles de judíos inmigrantes, en su mayoría provenientes de Europa del Este, inundaron los territorios palestinos. Los enfrentamientos entre árabes y judíos fueron inevitables.

    Israel se convirtió en un estado en 1948. Sin embargo, los territorios palestinos quedaron como territorios sin soberano. Sin una constitución que mantenga una apariencia de orden, la ley religiosa se convierte en la mayor autoridad. Y cuando todo el mundo es libre para interpretar e imponer la ley como mejor le conviene, el caos es inevitable. Para el mundo exterior, el conflicto de Medio Oriente es simplemente un tira y afloja sobre una estrecha franja de tierra. Pero el problema real es que aún nadie ha entendido el problema real. Y, como resultado, los negociadores, desde Camp David hasta Oslo, ingenuamente siguen entablillando los brazos y las piernas de un paciente con problemas cardiacos.

    Por favor, entiende esto: yo no escribí este libro creyéndome más listo o más sabio que los grandes pensadores de la época. No lo soy. Pero creo que Dios me ha dado una perspectiva única poniéndome simultáneamente en muchos lugares en este conflicto aparentemente insoluble. Mi vida ha sido dividida igual que este pequeño y agitado trozo de tierra en el Mediterráneo, conocido por unos como Israel, por otros como Palestina y territorios ocupados por algunos otros.

    Mi propósito en las páginas que siguen es aclarar hechos clave, poner al descubierto algunos secretos, y, si todo va bien, dejarte con la esperanza de que se puede alcanzar lo imposible.

    Capítulo uno

    Capturado

    1996

    Conducía mi pequeño Subaru blanco por una intersección sin visibilidad en una de las estrechas carreteras que llevaban a la autopista principal que salía de Cisjordania, en la ciudad de Ramala. Poco a poco, pisando el freno, me acerqué despacio a uno de los innumerables controles que salpican las carreteras que llevan a Jerusalén.

    —¡Apague el motor! ¡Pare el coche! —gritó alguien chapurreando árabe.

    Sin previo aviso, seis soldados israelíes saltaron de los arbustos y le cerraron el paso a mi vehículo, cada uno de ellos llevando un arma, y cada arma apuntando directamente a mi cabeza.

    El pánico inundó mi garganta. Detuve el coche y tiré las llaves a través de la ventana abierta.

    —¡Salga! ¡Salga!

    Sin perder ni un minuto, uno de los hombres tiró bruscamente para abrir la puerta y me lanzó al suelo polvoriento. Casi no tuve ni tiempo de cubrirme la cabeza antes de que empezara la paliza. Aunque yo intentaba protegerme la cara, las pesadas botas de los soldados encontraron rápidamente otros objetivos: costillas, riñones, espalda, cuello, cráneo.

    Dos de los hombres me llevaron a rastras y me empujaron hasta el punto de control, donde me obligaron a arrodillarme detrás de una barricada de cemento. Me ataron las manos detrás de la espalda con una afilada brida de plástico que apretaron demasiado fuerte. Alguien me vendó los ojos y me lanzó al suelo de la parte trasera de un jeep. El miedo se mezcló con ira mientras me preguntaba dónde me estaban llevando y cuánto tiempo estaría fuera. No tenía más que dieciocho años y apenas faltaban unas pocas semanas para los exámenes finales del instituto. ¿Qué iba a pasarme?

    Después de un breve viaje, el jeep disminuyó la velocidad hasta pararse. Un soldado me sacó del coche de un empujón y me quitó la venda. Entornando los ojos para protegerlos de la brillante luz del sol, me di cuenta de que estábamos en la base militar de Ofer. Como base militar de la defensa israelí, Ofer era una de las más grandes y seguras de Cisjordania.

    Mientras caminábamos hacia el edificio principal, pasamos junto a unos tanques blindados que estaban envueltos con lonas de tela. Los monstruosos túmulos siempre me habían intrigado cuando los había visto desde fuera de las verjas. Parecían rocas enormes y descomunales.

    Una vez dentro del edificio, nos recibió un doctor que me echó un rápido vistazo, aparentemente para asegurase de que estaba en condiciones de resistir un interrogatorio. Debí desmayarme porque, al cabo de unos minutos, me pusieron de nuevo las esposas y la venda en los ojos y me empujaron de vuelta al jeep.

    Cuando intenté acomodar mi cuerpo para que encajara en aquel espacio reducido donde normalmente se ponían los pies, un fornido soldado plantó la bota en mi cadera y presionó la boca de su rifle de asalto M16 contra mi pecho. El cálido hedor de los gases de la gasolina saturó el suelo del vehículo y me dio la sensación de que me ahogaba. Cada vez que intentaba moverme para cambiar aquella incómoda postura, el soldado me clavaba un poco más el cañón de su arma en el pecho.

    Sin avisar, una ardiente punzada de dolor me atravesó el cuerpo e hizo que se me encogieran los dedos de los pies. Fue como si un cohete me estallara en el cráneo. La fuerza del impacto había venido del asiento delantero, y me di cuenta de que uno de los soldados había usado la culata de su rifle para golpearme la cabeza. Antes de que me diera tiempo de protegerme, me golpeó de nuevo, esta vez más fuerte y en el ojo. Intenté ponerme fuera de su alcance, pero el soldado que me estaba usando como reposapiés me colocó de nuevo en la misma posición.

    —¡No te muevas o te disparo! —me gritó.

    Pero no podía evitarlo. Cada vez que su compañero me golpeaba, involuntariamente retrocedía ante el impacto.

    Debajo de la áspera venda, mi ojo estaba empezando a hincharse, y notaba la cara entumecida. La sangre no me circulaba bien en las piernas. Respiraba entrecortadamente y con profundos jadeos. Jamás había sentido tal dolor. Pero el dolor físico no era nada en comparación con el horror de estar a merced de algo inmisericorde, algo injusto e inhumano. La mente me daba vueltas vertiginosamente mientras intentaba comprender las motivaciones de mis captores. Entendía la lucha y el asesinato motivado por el odio irracional, la ira, la venganza o incluso por necesidad. Pero yo no les había hecho nada a aquellos soldados. No había puesto oposición. Había hecho todo lo que me habían dicho que hiciera. Yo no suponía ninguna amenaza para ellos. Estaba atado, con los ojos vendados y desarmado. ¿Qué había dentro de esta gente que les hacía disfrutar de tal forma con mi tortura? Incluso el animal más vil mata por una razón, no sólo por deporte.

    Pensé en cómo se iba a sentir mi madre cuando supiera que me habían arrestado. Con mi padre en aquellos momentos en una prisión israelí, yo era el hombre de la familia. ¿Me encerrarían en la cárcel durante meses, o años, como habían hecho con mi padre? Si era así, ¿cómo podría subsistir mi madre sin mí? Empecé a entender cómo se sentía mi padre: preocupado por su familia y afligido por saber que estábamos sufriendo por él. Se me saltaron las lágrimas cuando imaginé el rostro de mi madre.

    También me preguntaba si todos mis años de instituto habrían sido en vano. Si realmente me llevaban a una prisión israelí, me perdería los exámenes finales que tendrían lugar dentro de un mes. Un torrente de preguntas y llantos cruzaron mi mente mientras seguían lloviendo golpes: «¿Por qué me están haciendo esto? ¿Qué he hecho? ¡No soy un terrorista! Sólo soy un niño. ¿Por qué me están pegando así?»

    Estoy bastante seguro de que perdí el conocimiento varias veces, pero cuando volvía en mí los soldados aún seguían allí, golpeándome. No podía esquivar los golpes.

    Lo único que podía hacer era gritar. Noté subir la bilis por la garganta, tuve nauseas y me vomité encima.

    Sentí una gran tristeza antes de perder el conocimiento. ¿Era esto el final? ¿Iba a morir antes siquiera de que mi vida hubiera empezado?

    Capítulo dos

    La escalera de la fe

    1955-1977

    Me llamo Mosab Hassan Yousef.

    Soy el hijo mayor de Sheikh Hassan Yousef, uno de los siete fundadores de la organización Hamás. Nací en Cisjordania, en la ciudad de Ramala, y pertenezco a una de las familias islámicas más religiosas de Medio Oriente.

    Mi historia comienza con mi abuelo, Sheikh Yousef Dawood, quien fue líder religioso (o imán) del pueblo de Al-Janiya, que se encuentra en la zona de Israel que la Biblia nombra como Judea y Samaria. Yo adoraba a mi abuelo. Su barba blanca y suave me hacía cosquillas en las mejillas cuando me abrazaba, y podía estar sentado durante horas escuchando el sonido de su dulce voz entonando el adhan (la llamada a la oración de los musulmanes). Y tenía gran cantidad de ocasiones para hacerlo, ya que los musulmanes son llamados a la oración cinco veces al día. Recitar el adhan y el Corán no es algo fácil, pero cuando lo hacía mi abuelo el sonido resultaba mágico.

    Cuando yo era niño, algunos de los que salmodiaban me molestaban tanto que quería taparme los oídos con un trapo. Sin embargo, mi abuelo era un hombre apasionado que llevaba a sus oyentes a entender el verdadero significado del adhan cuando cantaba. Él creía en todas y cada una de las palabras del adhan.

    Cuando Al-Janiya estaba bajo el gobierno de Jordania y la ocupación israelí, vivían allí unas cuatrocientas personas. No obstante, a los residentes de aquella pequeña villa rural no les servía de mucho la política. Enclavado en las suaves y onduladas colinas unas cuantas millas al noroeste de Ramala, Al-Janiya era un lugar hermoso y muy pacífico. Sus puestas de sol tintaban todo el paisaje de tonos rosas y violetas. El aire era limpio y claro, y desde lo alto de muchas de aquellas colinas se podía ver todo el camino hacia el Mediterráneo.

    Cada día, a eso de las cuatro de la mañana, mi abuelo se dirigía a la mezquita. Después de las oraciones de la mañana, tomaría su pequeño asno e iría hacia el campo, trabajaría la tierra, se ocuparía de sus olivos y bebería agua fresca del manantial que bajaba desde las montañas. No había polución, ya que sólo una persona en todo Al-Janiya tenía coche.

    Cuando estaba en casa mi abuelo recibía un flujo constante de visitantes. Él era algo más que el imán: lo era todo para la gente de aquel pueblo. Oraba por cada recién nacido y susurraba el adhan en los oídos del bebé. Cuando alguien moría, mi abuelo lavaba y ungía el cuerpo y lo envolvía en un sudario. Les casaba y les enterraba.

    Mi padre, Hassan, era su hijo favorito. Incluso cuando aún era muy pequeño, y sin que nadie se lo pidiese, mi padre iba regularmente a la mezquita con mi abuelo. A ninguno de sus hermanos le importaba tanto todo lo relacionado con el Islam como a él.

    Al lado de su padre, Hassan aprendió a recitar el adhan. Y, al igual que su padre, tenía una voz y una pasión ante la que la gente respondía. Mi abuelo estaba muy orgulloso de él. Cuando mi padre tenía doce años mi abuelo le dijo: «Hassan, has demostrado estar muy interesado en Dios y en el Islam. Así que voy a mandarte a Jerusalén a aprender la sharia». La sharia es la ley religiosa islámica que trata las cosas de la vida cotidiana, desde la familia hasta la higiene, la política y la economía.

    Hassan ni sabía ni le importaba nada de política o economía. Él sólo quería ser como su padre. Quería leer y recitar el Corán y servir a la gente. Pero estaba a punto de descubrir que su padre era mucho más que un líder religioso de confianza y un querido servidor público.

    Como los valores y las tradiciones siempre han sido más respetados por los árabes que la constitución del gobierno o los tribunales, hombres como mi abuelo a menudo se convertían en la máxima autoridad. La palabra de un líder religioso era considerada como la ley, especialmente en áreas donde los líderes seculares eran débiles o corruptos.

    A mi padre no le enviaron a Jerusalén sólo a estudiar religión; su padre le estaba preparando para gobernar. Así que durante los siguientes años mi padre vivió y estudió en la Ciudad Vieja de Jerusalén al lado de la mezquita de Al-Aqsa: la icónica estructura con bóvedas doradas que define el perfil de Jerusalén a los ojos del mundo. A la edad de dieciocho años terminó sus estudios y se mudó a Ramala, donde inmediatamente fue contratado como imán de la mezquita en la Ciudad Vieja. Lleno de pasión por servir a Alá y a su gente, mi padre estaba ansioso por comenzar su trabajo en aquella comunidad, tal como su padre había hecho en Al-Janiya.

    Pero Ramala no era Al-Janiya. La primera era una ciudad bulliciosa. La segunda, una pequeña villa aletargada. La primera vez que mi padre entró en la mezquita se sorprendió al encontrar sólo a cinco hombres mayores esperándole. Parecía que todos los demás estaban en las cafeterías y en los cines porno, emborrachándose y jugando. Incluso el hombre que llamaba al adhan en la mezquita de al lado había instalado un micrófono y un cable desde el minarete y así podía continuar la tradición islámica sin interrumpir su partida de cartas.

    A mi padre se le partió el corazón por aquella gente, aunque no estaba seguro de cómo alcanzarles. Incluso sus cinco ancianos admitieron que sólo venían a la mezquita porque sabían que iban a morir pronto y querían ir al cielo. Sin embargo, al menos estaban deseosos de escuchar, así que trabajó con lo que tenía. Guió a estos camaradas en la oración y les enseñó el Corán. Al cabo de poco tiempo llegaron a apreciarle tanto como si se tratase de un ángel enviado del cielo.

    Fuera de la mezquita la historia era totalmente distinta. Para muchos, el amor de mi padre por el dios del Corán sólo hacía destacar el acercamiento superficial de ellos a la fe, y se sentían ofendidos.

    «¿Quién es este chico que hace el adhan?», se burlaba la gente señalando la cara de niño que tenía mi padre. «No es de aquí. Sólo busca problemas».

    «¿Por qué está este jovencito avergonzándonos? Sólo la gente mayor va a la mezquita».

    «Preferiría ser un perro antes que ser como tú», le gritó uno de ellos a la cara.

    Mi padre aguantó la persecución con calma, sin contestar jamás o defenderse. Sin embargo, su amor y su compasión por la gente no le dejaban abandonar. Así que continuó haciendo el trabajo para el que había sido llamado: instar a la gente a volver al Islam y a Alá.

    Compartió sus preocupaciones con mi abuelo, quien rápidamente se dio cuenta de que mi padre tenía aun mayor celo y potencial del que había pensado al principio. Mi abuelo le envió a Jordania para cursar un grado avanzado en estudios islámicos. Como verán, la gente que conoció allí cambiaría en última instancia el curso de la historia de mi familia, e incluso afectaría a la historia del conflicto en Medio Oriente. Pero antes de continuar necesito hacer una breve pausa para explicar algunos puntos importantes de la historia islámica que ayudarán a entender por qué las innumerables soluciones diplomáticas que se han intentado han fracasado en general y no pueden ofrecer esperanza para la paz.

    Entre 1517 y 1923 el Islam, personificado en el Califato Otomano, se extendió desde su base en Turquía a través de tres continentes. Sin embargo, después de unos cuantos siglos de gran poder económico y político, el Imperio Otomano se centralizó y se corrompió, empezando su declive.

    Bajo los turcos, los pueblos musulmanes de todo Medio Oriente estuvieron sujetos a persecuciones y a impuestos aplastantes. Estambul estaba demasiado lejos para que el califa protegiera a los fieles de los abusos a los que se veían sometidos por parte de los soldados y los oficiales locales.

    Cuando llegó el siglo XX muchos musulmanes ya se habían desi-

    lusionado y habían empezado a buscar otro modo de vida. Algunos abrazaron el ateísmo de los recién llegados comunistas. Otros enterraron sus problemas en la bebida, el juego y la pornografía que los occidentales había introducido en el lugar cuando llegaron atraídos por la riqueza mineral y la creciente industrialización de la zona.

    En El Cairo, Egipto, un joven y devoto maestro de primaria llamado Hassan al-Banna se lamentaba por sus compatriotas, que vivían en la pobreza, sin trabajo y sin dios. Sin embargo, culpó a Occidente, en vez

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