Viajes inaplazables
Por Marity
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Viajes inaplazables - Marity
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
© Marity
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-581-9
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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Vivir no es solo existir,
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar.
Descansar es empezar a morir.
Gregorio Marañón
Dedicada a todas las personas que, día tras día, se preocupan más de los demás que de ellas mismas.
PRÓLOGO
Cuando te pones frente al ordenador con una idea nueva, pero incompleta, le das muchas vueltas a lo que realmente quieres trasmitir. A veces, te sientes como un náufrago en una isla desierta, sin ganas de viajar a ninguna parte, pensando si tus lectores y lectoras van a descubrir los entresijos de tu obra; si van a ser capaces de coger el madero salvavidas que les mantenga a flote para poder concluir su lectura; si la van a destripar desde el cariño o desde la crítica; si la van a entender; si va a cumplir con el objetivo para el que fue escrita… En fin, un sinfín de dudas y preguntas que se cuelan en tus pensamientos y reverberan en tu cerebro, con más asiduidad de la deseada, mucho antes de despuntar el alba, cuando disfrutas del silencio y la paz del alma como fieles aliados en la guerra sin cuartel que se desencadena entre tus muchas y variadas ideas. Menos mal que, eso, se va minimizando a medida que vas investigando y plasmando la vida de otras personas; que vas viajando con ellas a través de sus sufrimientos, sus esperanzas y sus sueños. Deseando siempre que esos viajes sean tan inaplazables como los de sus personajes para mantener la motivación del lector hasta terminar su lectura.
Muchas horas y días leyendo y releyendo lo escrito, tachando y reanudando la escritura. Mucha incertidumbre acerca de si habrás logrado plasmar todo lo que deseabas trasmitir a los demás y que tanto te preocupaba inicialmente. Al final, una vez crees haber concluido tu relato, solo queda darle los últimos retoques y ahí comienza la gran duda de si ponerle un final feliz o tan desgraciado como las muchas experiencias de vida que se narran. Te surgen muchas preguntas indirectas que no sabes cómo resolver: ¿Qué le gustaría a la persona que desgrana tus frases y se pone en la piel de la protagonista? ¿Cuál será su estado de ánimo cuando comienza la lectura? ¿Cómo quieres que se sienta la persona que lee tu libro tras finalizar su lectura? ¿Le habré generado paz o desasosiego? Después de una nueva revisión, te dices a ti misma que el sufrimiento, lo aceptemos o no, forma parte de la vida y que aparece en cualquier fase de la misma. El problema es cómo lo afrontamos y qué somos capaces de aprender tras el mismo para proseguir nuestro camino con más fuerza. Revisas tu vida y te das cuenta de que lo más acuciante hoy en día es la necesidad de hacer un mundo un poco más justo y mejor. Que lo que hay que trasmitir y potenciar es la fuerza del compromiso con los más necesitados ante una sociedad indiferente y decadente, que muere lentamente ahogada por su propio individualismo. Y vuelves, una y otra vez, a replantearte parte del texto de forma que trasmita lo positivo de cada situación, aún en medio de la desgracia.
UNO
¿POR QUÉ YO?
Resulta fácil juzgar y juzgarse a posteriori cuando ya está todo solucionado o perdido. Tomar decisiones difíciles cuando la fortuna no está de tu parte, impulsándote a realizar actos de los que te puedas arrepentir, no es tan sencillo. Fue la miseria, la maldita miseria en la que vivió de niña, la que le terminó robando la prudencia, empujándola a hacer lo que hizo. Si hubiera tenido la suerte y el privilegio de nacer en el primer mundo, no se hubiera visto obligada a ello. Pero, en el suyo, pobreza y vulnerabilidad socioeconómica se aúnan como lobo hambriento que muerde dejando marcas indelebles, minando toda perspectiva de lograr un modo de vida más confortable. Muchos países desarrollados tratan de visibilizar estas situaciones, pero nadie hace nada que no sea plasmar en papel, mediante proyectos y protocolos subvencionables, numerosas medidas que nunca llegan a la práctica en su totalidad. Por eso resultaba imperioso salvarse y salvar a los suyos. Y, para ello, no le quedaba otra, tendría que bailar con el diablo el vals del amor en las mismísimas profundidades del infierno. Así se lo había vaticinado la curandera a la que todos acudían para remediar sus males. Una mujer más vieja que Matusalén, llena de experiencia y sabiduría que, con retahílas, pócimas y lociones, lograba aplacar los males del espíritu y alguno que otro del cuerpo, pero no muchos; solo aquellos que surgían en el laberinto inextricable de la mente y que, al no detenerlos a tiempo, se convertían en enfermedades incurables para los médicos con abigarradas manifestaciones clínicas tanto físicas como psicológicas. Como si los años no pasasen para ella, pues todos la conocían de generación en generación, aunque cronológicamente vieja, siempre aparecía lozana y fresca ante sus clientes y en las pocas reuniones a las que acudía, que tendrían que ser muy importantes para hacerle abandonar su domicilio. Por ello, todos pensaban que en el interior de aquella oscura mansión ocultaba un gran tesoro o un incontable secreto. Creían que, tal vez, poseía el elixir de la eterna juventud, aunque a nadie se lo había revelado. Nunca se le conoció novio ni marido. Las malas lenguas decían que había hecho un pacto con Satanás y que algunas noches aparecía en las ventanas, iluminadas con extrañas e iridiscentes luces, adoptando diversas apariencias de aspecto espeluznante. Fuera cierto o no, aquellos comentarios le protegieron de vándalos y maleantes. La convicción o la curiosidad hacían que sus técnicas tuvieran buena acogida entre las personas más ignorantes o entre aquellas que no encontraban otro remedio a sus males. Muchas veces, como menciona el refrán: «La falsa apariencia engaña a la mejor ciencia». Las palabras de la vieja reverberaban en su cerebro con insistencia. ¿Qué le habría querido expresar con aquello de «bailar con el diablo en las mismísimas profundidades del infierno»? No entendía muy bien su significado que, más que infundirle calma, le había llenado de temor. Al notarla cabizbaja y apesadumbrada, la experta hechicera había tratado de explicarle que el camino que iba a comenzar en su vida iba a ser tortuoso y siniestro, pero que debería adentrarse en él sin miedos ni prejuicios. El diablo la estaría esperando en cada esquina y tendría que aceptar su amistad o morir.
—Tú tienes mal de amores, chiquilla, mal de amores. De amores espirituales y materiales —le había repetido—. Eres de carne y espíritu fuerte. Has nacido con la maldición que acompaña a las personas bondadosas que dejan de pensar en ellas en pro de los demás. Y el diablo siempre está al acecho de las mismas para ganarles la partida. O te entregas a él o bailarás con él el vals del desamor en las profundidades del infierno.
Desde su visita no había podido dejar de darle vueltas día y noche. Estaba asustada. La endiablada risa de la bruja o curandera o hechicera, o lo que fuera, resonaba en sus oídos y la paralizaba. No tendría que haber ido. ¿Por qué lo hizo? Precisaba alguna fórmula mágica para aplacar sus miedos y, ahora, en contrapartida, lo que tenía era pánico. Su amiga Ramona, en la distancia, y don Julián, en la cercanía cotidiana, trataban de tranquilizarla. Las premoniciones no suelen ser ciertas hasta que alguien se las cree y las hace reales, le decían. Así funciona el mundo. Si ya de antemano consideras que vas a ser desgraciada, lo serás, pero si piensas que puedes ser feliz, harás lo posible por conseguirlo.
En su casa aumentaban las bocas y disminuían los ingresos. Su madre cada vez tenía más hijos de hombres desconocidos. Ya iban siete vivos, más los consiguientes abortos y muertes prematuras, cuando la sabia naturaleza le denegó el don de la maternidad. ¡Uf! Debió de respirar aliviada. Al menos su hija sí lo hizo. ¡Por fin la familia iba a dejar de crecer! Ya no le importaba qué o cuántos hombres entraban o salían de su casa, salvo por lo que comían y bebían. Ni las risas y jadeos nocturnos que perturbaban su descanso, haciendo necesaria la llegada de la aurora para abandonar el recinto y sentirse liberada. A ella nadie osaba hacerle un arrumaco, sabía defenderse y más de uno se llevó una patada en la entrepierna, donde la espalda pierde su casto nombre, que le hizo desistir de sus intentos. Poco duró ese alivio, ya que pronto la diosa de la fecundidad visitó a sus dos hermanas cuando solo contaban con catorce y quince años. La miseria, camuflada en la feliz algarabía diurna y sobre todo nocturna, era el don más abundante en la casa. Las minas de bauxita ya no daban trabajo diario a sus hermanos y ella, con la pesca, no podía hacer frente a los gastos originados para alimentar tantas bocas de su cada vez más extensa familia. La insistencia de su amiga sobre la posibilidad de encontrar un mundo mejor que pintó y enmarcó a su antojo, logró convencerla. Verla llegar tan bien vestida cuando, cada tres o cuatro años, iba a visitar a don Julián obsequiándole con bendecidas donaciones para que siguiera cuidando de los más desfavorecidos, donde también estaba incluida su familia. Dinero que cogía su madre y malgastaba en cosas superfluas. Todo aquello le movió la curiosidad. ¿Sería tan fácil ganar dinero? ¿Ella podría hacer algún día lo mismo? Como un niño en sus primeros pasos, intentando descubrir constantemente cosas nuevas mediante el juego, también sintió la necesidad de dejarse llevar para aprender y conocer otro mundo lejano y, sobre todo, para salir de la oscuridad del suyo. Pero aquello no era un simple juego, aunque sí tuviera que poner muchas cosas en juego. Salir de una zona de mayor o menor confort a la que ya estaba acostumbrada para encarar un futuro desconocido, suponía todo un reto para ella. Debería atreverse a romper con sus viejos esquemas vitales. Esos que se van adquiriendo a través de las vivencias cotidianas y que solo se valoran cuando se pierden. Una balanza de la que pendían en un extremo el miedo a perder lo que tenía y, en el otro, la necesidad de sentirse querida, amada, valorada. O, quizá, libre. Pero ¿qué libertad podría tener escogiendo lo que le ofrecía su amiga? ¿No se sentiría más presa aún de lo que estaba? Una balanza difícil de equilibrar por el peso tan diferente que aportan sentimientos y deseos. Sabía que el eje central donde apoyar toda su incertidumbre era su amiga y eso únicamente lo conseguiría a su lado. Si ella decía que podía ser amada por un hombre bueno, no lo pondría en duda y lucharía contra los malos augurios. Detestaba su vida actual. Su actitud positiva frente a las cosas, de la que siempre había hecho gala, comenzaba a abandonarla cuestionándose, incluso, sus más básicas creencias religiosas. Algo que ya le venía pasando desde hacía algún tiempo, aunque ella guardase silencio tratando de disimular, para evitar males mayores, pues seguro que a don Julián no le gustaría esa confesión. Pero ella no era tan guapa ni tenía estudios, se decía. Nunca había salido más allá de su casa o de su mar. Era arisca y desconfiada por naturaleza ¿Quién le iba a poder o querer amar? La simple respiración de un hombre a su lado le enfurecía y hacía resurgir en ella sentimientos de odio. Curtida por el intenso sol que había cuarteado su joven piel y acentuado su color moreno, aparentaba más edad de la que realmente tenía. Para compensar su escasa belleza, la naturaleza le había dotado de una fuerza poco común en una mujer y, como pequeño Goliat, era capaz de enfrentar y defenderse de sus gigantes enemigos, ladrones y malvados que querían robarle su pesca o su dignidad. Nadie había osado tocarle nunca ni un cabello de la copiosa y enredada mata que coronaba su cabeza, otorgándole más volumen del que en realidad parecía tener su masa encefálica. Una vez más se cumplía la frase popular de que las apariencias engañan porque en ella se alojaba mucha inteligencia sin desarrollar y numerosos sentimientos sin clasificar que al final darían sus frutos. No obstante, dentro de ella, se había instaurado un sentimiento de culpa que le generaba sensaciones poco placenteras ante un castigo que creía no merecer, afectándole en sus relaciones, emociones y experiencias vitales. Necesitaba tiempo o distancia para curar las heridas de su corazón atormentado. Tal vez, simplemente, era muy dura consigo misma al valorarse tan imperfecta, solía comentarle su amiga. Lo que le quedaba claro, a través de sus pensamientos y vivencias, eran las dificultades con las que tenía que enfrentarse la mujer en la vida. Sobre todo, en determinados territorios donde no es más que un animal de carga o un objeto de deseo, sin poder poner en duda las imposiciones según costumbre, tradición o religión por miedo a ser maltratada o repudiada.
Así que, un buen día, armándose de valor, se dispuso a dejar su tierra dominicana bañada por aguas caribeñas, solicitando el amparo de Nuestra Señora de Altagracia, cuyo nombre llevaba desde su nacimiento, y se embarcó rumbo a lo desconocido dejándose guiar por su fiel amiga Ramona. Esta hacía tiempo que residía en un pueblecito de seiscientos habitantes de esa España, de conquistadores vencidos por la única batalla que no pudieron ganar: la despoblación. Había aceptado casarse por poderes con un hombre que solo conocía por fotografía y que le sacaba más de treinta años. Una larga y maratoniana carrera de fondo que le llevó a la extenuación y, en más ocasiones de las deseadas, a las ganas de tirar la toalla a lo largo del proceso. No fue fácil reunir la documentación que le pedían. Ni siquiera estaba inscrita en el registro civil. Su madre no se acordaba o no quería hacerlo. Eran tantos hijos los que había parido, unos vivos y otros fallecidos, que ni siquiera sabía si alguien la había inscrito o no. Eso lo sabría el cura, como siempre, argumentó su madre despectivamente. Aquel cura no era santo de su devoción. Le decía cosas que no entendía o no quería entender. ¿Qué sabía él de la vida de una mujer pobre? ¿Cómo podría entender la importancia que se daba a sentirse deseada y amada? Él lo llamaba explotación sexual. Ella no se consideraba una prostituta, pues nunca exigía nada a cambio ni lo consideraba un servicio. Solo se acostaba con los hombres que amaba, pero el amor se acababa y ellos se marchaban después de un tiempo. ¿Qué sabía él del sufrimiento de la pérdida y del abandono? Altagracia se encontraba en un gran dilema ante las reflexiones de su madre y las enseñanzas del sacerdote. Lo que tenía cada vez más claro, es que urgía salir de allí y comenzar de nuevo. Sin embargo, eran tantos los documentos que le pedían que la impotencia lograba abatirla y encerrarla en la más profundad oscuridad. Una vez más, como en numerosas ocasiones, tuvo que recurrir a don Julián, que le ayudó sin condiciones. Abogados, notarios y complicada documentación que su amiga, desde España, le solicitaba constantemente. Para complicar más la situación, estaban las autoridades dominicanas que tampoco daban el visto bueno, así como así, a esas peticiones por temer que eran, simplemente, uniones de conveniencia para alcanzar la residencia legal en otro país. Además, al querer que la ceremonia fuese religiosa, el caso se condicionaba aún más ante nuevas exigencias y numerosos requisitos. Según el Código de Derecho Canónico, para que pudiera celebrarse el matrimonio de forma válida, el contrayente había de firmar un poder notarial y presentarlo al párroco o a un sacerdote delegado quien, a su vez, emitiría un poder especial. Este poder sería privado y se firmaría ante notario, junto a un procurador, el párroco o sacerdote, un obispo y dos testigos mayores de edad en pleno ejercicio de sus facultades y derechos.
El tortuoso laberinto del que le habló la curandera no terminaba sino de empezar. Tras más de nueve meses de largos, penosos y costosos trámites, ya que apenas sabía leer ni escribir; terminó casándose, por poderes, con un desconocido del que no tenía más que un retrato de cuando era joven y al que representó su hermano Rafael. En una mañana desapacible que parecía adelantar los malos augurios, se dispuso a prepararse para el viaje que le llevaría al añorado país. Antes, tuvo que vencer el miedo a subirse en aquel pájaro hueco al que tanto respeto tenía, a la vez que se intrigaba por conocer los entresijos internos que su mente le proyectaba de lo desconocido. Largas noches de insomnio, en la soledad de una cochambrosa alcoba compartida por numerosas personas, quebraban sus débiles expectativas. Mayores y niños que dormían arremolinados ante la desesperanza del presente y la incertidumbre de lo venidero. Intensas horas de angustia intentando vencer el miedo irracional y desproporcionado a quedar suspendida en el aire en un artilugio del que desconfiaba. Palpitaciones, temblores, sudoración y falta de aire que se diluían a lo largo de la noche hasta ser vencidos por el cansancio y el sueño. Al ver el avión de cerca se sobrecogió, no dando crédito a que aquello tan grande, pudiera sostenerse en el aire con la cantidad de personas que entraban en su interior. La proporción con los pájaros que ella conocía y con los cuales lo comparaba era abismal. Su corazón se desbocó de nuevo, palideciendo su rostro y, en su pequeño estómago, revolviéndose los restos de los escasos alimentos que quedaban. Entró temerosa, con la mirada fija en el suelo, intentando pasar desapercibida, y una azafata, con trato amable y cortés, la instaló en el asiento asignado en su billete. Temblaba como una hoja mecida suavemente por el viento de verano, procurando disimular su desconcierto. Elevó tímidamente los ojos hacia ella y musitó una sonrisa de agradecimiento por la atención prestada. No estaba acostumbrada a que nadie le tratara con tanta deferencia. Le adjudicaron un asiento al lado de la ventana. Cuando sus posaderas se aposentaron sobre el material sintético que lo recubría y que, tras observarlo, había intuido duro y frío, se hundió en la blandura algodonosa y reconfortante que acogía su cuerpo sin preguntar de quién o para quién era. Qué suerte o qué desgracia, pensó, poder ver desaparecer lentamente mi tierra y otear, en primicia, la nueva y desconocida a mi llegada.
Las luces del aeropuerto pronto se disiparon en la negrura de la noche. Había cogido un vuelo que salía a las tres de la madrugada porque era más barato. No quería ser gravosa desde el principio para nadie y que se lo pudieran tirar en cara si las cosas no iban bien. Entornaba los ojos queriendo dormir, pero el sueño se había quedado en su tierra junto con el resto de sus otros muchos sueños irrealizables. Los rostros de sus seres queridos pasaban por su mente una y otra vez. Recordaba como antes de partir, mientras recogía sus escasos enseres y los guardaba en la maleta que su amiga Ramona le había regalado, los habituales reproches familiares se habían