Chita \ (Spanish edition)
Por Chita Rivera
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Las memorias tan esperadas y tremendamente entretenidas de la leyenda del escenario Chita Rivera, tres veces ganadora del premio Tony, homenajeada en los Centros Kennedy y ganadora de la Medalla Presidencial de la Libertad.
Era conocida como Dolores Conchita Figueroa del Rivero, hasta que Broadway le cambió el nombre. Pero Dolores, el lado irreverente de Chita Rivera, que es sensual, oscura y feroz, nunca se alejó de la acción, y ella informó y dio forma a algunos de los papeles más aclamados del ícono de Broadway, incluidos Anita en WEST SIDE STORY, Rosie en BYE BYE BIRDIE, Velma en CHICAGO y Aurora en EL BESO DE LA MUJER ARAÑA.
Con el deseo de llegar a los viejos fanáticos y transmitir su extraordinaria amplitud de experiencia a las nuevas generaciones, Chita lleva al lector a las habitaciones donde sucedió: la fermentación creativa, los choques de egos, los descubrimientos milagrosos, la euforia cuando todo salió bien. , la decepción cuando todo salió mal. Estamos con ella mientras trabaja con Leonard Bernstein, Arthur Laurents, Stephen Sondheim, Bob Fosse, Jerome Robbins, Hal Prince, Liza Minnelli, Sammy Davis Jr, Gwen Verdon y muchos otros.
También aprendemos detalles profundamente conmovedores y reveladores sobre su educación y cómo eso ha sido un factor indeleble en su trabajo y carrera. Publicando el año en que Chita cumple 90 espectaculares años de juventud, CHITA es la inolvidable y apasionante historia personal de una artista que abrió su propio camino e inspiró a innumerables artistas a hacer lo mismo.
Chita Rivera
Chita Rivera (1933–2024) was one of Broadway’s most accomplished and versatile performers. Among her celebrated stage credits are West Side Story, Bye Bye Birdie, Chicago, The Rink, Kiss of the Spider Woman, and The Visit. Patrick Pacheco is an Emmy Award-winning television commentator and arts journalist whose work has appeared in the New York Times, the Los Angeles Times, the Wall Street Journal, and other publications. Formerly with Ny1 On Stage, he now hosts the interview program Theater, All the Moving Parts on CUNY-TV. He has written for film, television, and the stage both in the United States and abroad, and is the author and editor of the bestselling American Theater Wing, An Oral History: 100 Years, 100 Voices, 100 Million Miracles. He lives in New York City.
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Chita \ (Spanish edition) - Chita Rivera
Prefacio
¿POR QUÉ AHORA?
Acababa de salir del ascensor en el piso de la School of American Ballet con Doris Jones, mi maestra de danza, cuando se abrió una puerta y una bailarina salió corriendo de un salón llorando y gritando:
—¡No puedo! ¡No puedo! ¡No puedo!
Yo tenía sólo dieciséis años en aquel momento y ese estallido no ayudó a calmarme los nervios respecto a la audición de niveles en la escuela. Pensé que si ella —alta, rubia y fabulosa— «no podía», entonces yo —bajita, de piel marrón y ojos grandes— tampoco podría. Miré a Miss Jones y le pregunté por qué lloraba la joven.
—No te preocupes, Dolores —dijo Miss Jones—. Mantén el rumbo y mira hacia adelante.
Mirar hacia adelante fue una lección que aprendí temprano en la vida no sólo de Miss Jones, sino también mediante el ejemplo de mi madre, Katherine Rosalía Anderson. Cuando mi padre, Pedro Julio del Rivero, murió de repente en 1940, mi madre siguió adelante con una sola meta: cuidar de sus cinco hijos. Entonces yo sólo tenía siete años. Mi abuela materna, Sarah «Sallie» Anderson, quien también había enviudado joven, ayudó a mi madre. Así que crecí en un hogar en Flagler Place, Washington D. C., dirigido por dos mujeres muy fuertes, generosas y resilientes, que nunca miraron atrás con autocompasión o pesar. Su agenda única era mirar hacia el futuro y enseñarnos a ser ciudadanos dignos de la promesa de América y a ser buenos niños católicos, merecedores del cielo, aunque yo era un demonio de niña. «Seguir adelante» bien pudo ser el lema inscrito en el escudo de la familia Rivero. Yo lo he hecho toda la vida.
Por tanto, no me importa admitir que este libro que ahora sostienen en sus manos es una sorpresa para mí. Así como esa niña de dieciséis años jamás hubiera imaginado cómo serían sus siguientes setenta y tantos años, jamás pensé que mi historia personal pudiera consignarse en unas memorias. Claro que, de vez en cuando, mis amigos me exhortaban a escribir sobre mi vida.
—¿Le interesaría a alguien? —les respondía.
No es falsa modestia. Es la respuesta típica de alguien que siempre se ha visto a sí misma como una bailarina más que como una estrella de musicales de Broadway. La inclinación natural de los bailarines es no hablar sobre sí mismos. Su trabajo es lo que cuenta. Nos la pasamos mirando hacia el siguiente reto, la siguiente tarea, el siguiente descubrimiento. Eso explica en parte por qué «I’m Still Here» [«Sigo aquí»] es una canción con la que nunca he podido identificarme. Es brillante, como toda la obra de Steve Sondheim. Pero siempre había estado «aquí». Jamás miré hacia atrás. Así que, ¿cómo podía seguir «aquí»?
Luego llegó el COVID y, como el resto de mundo, ahí estaba yo. ¿Tal vez había llegado el momento de mirar atrás? Aun así, ¿qué valor tendrían mis memorias? He sido increíblemente afortunada de beneficiarme de algunos de los mejores maestros y mentores de la industria. La lista es interminable. Sin duda, transmitirles a las generaciones venideras lo que aprendí de ellos tendría algún valor. La idea de llevarlos a «the rooms where it happened» [los «salones donde ocurrió»] como dijo Lin-Manuel Miranda con tanta agudeza, me resultaba atractiva.
También sabía que tendría que descorrer el velo de mi vida personal. Eso no me enloquecía. Pero sabía que era lo que los lectores querrían. Y tal vez la urdimbre de mi vida loca, bordada por el destino, la fe, el impulso y la esperanza, también tendría algún valor. Como el modo en que logré mantener el equilibrio entre una carrera activa, un marido, una hija, amantes, familia y amigos. El modo en que intenté navegar, para bien o para mal, los conflictos, triunfos, caídas y vulnerabilidades propios de la creatividad y de una vida en el teatro. Tendría que ser tan sincera como pudiera al hablar de las personas con las que he trabajado y jugado, y eso me provocaba ansiedad. Lo que me ayudó a salir adelante fue una pregunta formulada al inicio del proyecto:
—Después de setenta años bajo el escrutinio público, ¿qué es lo que la gente no sabe de ti, Chita?
—Que no soy tan buena como la gente cree —respondí. Y así nació la solución a mi renuencia a contar. Prepárense para conocer a Dolores. Mi nombre de pila, el que usaba mi madre para llamarme cuando me portaba mal, y, ahora, mi alter ego. Ella es una parte de mí que muy pocas personas han podido ver. Como señalo en este libro, Chita es dulce y amable; Dolores es como un torbellino. Es la que se levanta, la mirada encendida y el humo saliéndole por las orejas, como cuando mi hija, Lisa, dice: «A mami le sale lo de puertorriqueña». No es difícil de imaginar, ¿verdad?
Como la mayoría de los actores e intérpretes, he vivido gran parte de mi vida en mi imaginación. En ese sentido, este libro es producto de mi imaginación al recordar y escribir sobre las personas que bendijeron mi vida en el pasado —muy remoto— de la edad dorada de los musicales de Broadway. Aún viven en mi corazón, como si fuera ayer, y resucitarlos en estas páginas ha sido un placer singular. Cuando el tiempo ha atenuado la memoria, he recurrido al recuerdo de las emociones para llenar los vacíos factuales. Escribir estas memorias no ha sido fácil, pero ha sido una de las experiencias más gratificantes de una vida llena de recuerdos.
Hubo otra recompensa que no pude imaginar cuando comenzó esta aventura. Mientras investigaba mi historia familiar, surgió un hecho fascinante: el linaje de mi madre tiene raíces afroestadounidenses. Mis hermanos y yo crecimos muy conscientes de la herencia puertorriqueña de nuestro padre. Él era boricua, nacido en la isla y miembro del clan de los Rivero. En cuanto a la familia Anderson, mi madre, Katherine, y mi abuela, Sallie, nos dijeron que eran descendientes de escoceses e irlandeses. Eso era cierto, pero sólo era parte de la historia. En un censo de 1919 de Carolina del Norte, mis abuelos maternos, Sarah «Sallie» Rand y Robert Anderson, están identificados como «mulatos», término que entonces se utilizaba para designar a personas de razas mixtas, a menudo hijos de personas esclavizadas alguna vez.
Mi madre y mi abuela nunca nos hablaron a mis hermanos y a mí de esa raíz ancestral. ¿Lo sabría mi madre, que nació en 1905? ¿Cuánto sabría mi abuelita Sallie de su madre, Susan Rand, quien, según los expedientes del gobierno pudo haber nacido en 1840 en Carolina del Norte? No me atrevería a juzgar por qué nunca se nos contó eso. Es probable que desearan librarnos de las indignidades y limitaciones de un feo racismo, como lo hicieron muchas otras familias de razas mixtas con sus propios hijos.
Me siento orgullosa de acoger esta nueva parte de mi historia familiar. Descubrirla ha sido una bendición. Ojalá la hubiera conocido antes; la sangre habría fortalecido aún más mi cariño absoluto hacia muchos de mis amigos y colegas negros sobre quienes leerán en estas memorias, en especial, Sammy Davis Jr. y Doris Jones, a quien siempre he considerado una segunda madre. Sin Miss Jones como una de mis primeras mentoras, Chita Rivera no existiría. Ella no sólo reconoció y nutrió mis talentos como bailarina, sino que también, como los mejores maestros, me enseñó a tener carácter y disciplina.
Mientras mi vida se desdoblaba a lo largo de muchas entrevistas durante los pasados dos años, surgieron patrones, se despertaron recuerdos, se descubrieron amores y se reavivaron pasiones. El tiempo les ha dado a las «rabietas, luchas, feudos y egos», una perspectiva que llegó acompañada de muchas risas y mucha gratitud. A lo largo de una larga carrera, jamás he perdido mi sentido del juego. De una u otra forma, incluso ahora, sigo siendo esa muchacha de dieciséis años que salió del ascensor aferrada a Miss Jones, con los ojos muy abiertos y lista para lo que el futuro le deparara.
Lo que ocurrió después me sorprendió mucho. Espero que a ustedes también les sorprenda.
1
El día de Anita llegará
West Side Story
A principios del verano de 1957, llegué al Osborne, el lujoso edificio de apartamentos en la esquina de la Séptima Avenida y la calle Cincuenta y Siete, justo frente al Carnegie Hall. El portero me hizo una señal con la mano para que entrara en el vestíbulo.
—Hola, soy Chita Rivera —dije con la esperanza de que mi voz no traicionara mis nervios—. El señor Bernstein está esperándome.
Se trataba del señor Bernstein, el mismísimo Leonard Bernstein —o Lenny, como lo recordaría con el tiempo—. Lo único que sabía entonces era que era el maestro —un director estrella, el presentador de Omnibus, una serie televisiva de música clásica, y el compositor de Broadway de On the Town. Y me había invitado a mí, Dolores Conchita Figueroa del Rivero, a su apartamento.
—Ah, sí, señorita Rivera —dijo el portero—. Dijo que suba a su estudio. Está en el tercer piso. 3B.
La invitación fue algo sorpresiva. Pero a los veinticuatro años, la vida está llena de sorpresas. Y las sorpresas habían comenzado cinco años antes cuando, movida por un impulso, acompañé a una amiga a una audición para la compañía que haría la gira nacional de Call Me Madam [Llámeme señora] y me seleccionaron para el coro. Sólo tenía diecinueve años.
Crecí pronto. Al fin y al cabo, Elaine Stritch —rubia, hermosa, pícara— era la protagonista en esa producción. Yo había planificado una carrera en el ballet clásico y, de repente, me picó la mosca del teatro. Y viajé con Guys and Dolls [Chicos y chicas], Can-Can, Seventh Heaven [Séptimo cielo] y Mr. Wonderful [El señor Maravilloso]. Ahora me hallaba en medio de las audiciones para un nuevo musical que desde hacía meses estaba causando furor en Broadway: West Side Story. Todos los actores de Nueva York soñaban con formar parte del espectáculo desde que Variety había anunciado que el gran Jerome Robbins estaba trabajando en un musical con el autor Arthur Laurents, Lenny Bernstein y un joven letrista llamado Stephen Sondheim.
En aquella época vivía en el Upper West Side con mi hermano Julio y leía todo lo que podía sobre ese musical en las copias ajadas y manchadas de café de Variety que pasaban de mano en mano entre nuestro grupo de coristas, pobres, ambiciosos y luchadores. El musical era una adaptación libre de Romeo y Julieta, y Laurents había actualizado el libreto creando una trama sacada de las noticias del momento: la guerra entre las pandillas del West Side de Manhattan. Había llamado a sus pandillas, los Sharks, que eran puertorriqueños, y los Jets, que eran blancos.
Cuando por fin anunciaron las audiciones para West Side Story, me sentía bastante segura de que mi entrenamiento en el ballet me daría cierta ventaja en los requisitos de baile del musical. Tal vez, y sólo tal vez, me ayudaría, literalmente, a meter un pie dentro. Pero me puse nerviosa cuando me llamaron para la audición de canto. ¿Sería capaz de entonar? En aquel momento, los bailarines bailaban. Los cantantes cantaban. Este espectáculo sería diferente.
Para empeorar las cosas, la cantante que hizo la audición justo antes de mí en los estudios de Chester Hale fue Anita Ellis, cuyo hermano, Larry Kert, interpretaría a uno de los protagonistas. Anita tenía una voz potente e hizo una interpretación magistral de su canción. ¿Y yo tenía que competir con eso?
—Chita Rivera, estamos listos —dijo el director de escena.
Entré en el estudio y le entregué la partitura al pianista, que la miró y dijo:
—Muy valiente.
Hacia el otro extremo del largo salón, atisbé la mesa de los jueces, entre los cuales estaban Robbins, Bernstein, Laurents y ese jovencito Stephen Sondheim, no mucho mayor que nosotros, que había escrito la letra de las canciones.
—¿Y qué va a cantarnos hoy? —preguntó el maestro.
—«My Man’s Gone Now» [«Mi hombre se ha ido»] de Gershwin. La conocen ¿de Porgy and Bess? —respondí.
—Sí, la conocemos —sonó una voz al fondo del estudio.
No podría precisar quién lo había dicho. Las audiciones siempre son como un viaje austral. Y, Madre de Dios, ¡ésta lo era!
Es posible que se pregunten «¿En qué diablos estaría pensando Chita?» ¿Qué habría pasado por este cerebrito ingenuo que me hizo escoger para la audición el lamento de Gershwin interpretado por una viuda desconsolada?
La culpa es de Sammy.
Sammy era el pianista del bar de Chicago donde los gitanos (como nos llamaban a los coristas) que estábamos de gira con Call Me Madam nos reuníamos después de las funciones. Bebíamos, coqueteábamos y cantábamos a viva voz. Yo siempre me mantenía al margen, era demasiado tímida como para cantar sola, hasta que una noche, cuando estaba a punto de salir, un miembro del coro me agarró.
—Oh no, Chita —dijo interponiéndose en mi camino—. Sabemos que has estado estudiando con Sammy. Tienes que cantar o no te dejaremos irte a casa.
Unas semanas antes, Sammy me había escuchado cantar con el resto del grupo en torno al piano y dijo:
—Chita, cantas muy bien. Si quieres, te daré clases mientras estás en la ciudad.
¿Que yo canto bien? ¿En serio? Fue todo un descubrimiento para mí. Pero, como siempre buscaba formas de superarme, acepté la oferta por las dos semanas que nos quedaban en Chicago. Fue Sammy el que me enseñó a cantar «My Man’s Gone Now». No se parecía a las canciones ligeras y cómicas, como «Take Back Your Mink» [«Llévate tu visón»], que solía interpretar en las audiciones. Pero cuando llegaron las de West Side Story, pensé ¿por qué no? La obra tenía un tema oscuro y profundo. Como Porgy and Bess.
Ahora bien, estaba poniendo a prueba mi decisión ante uno de los grupos más consumados del teatro musical. Me persigné, susurré una breve plegaria y me dije: «Okey, Chita, ¡ya estás aquí!».
Escuché unas risas disimuladas y me detuve.
—¿Quieren que siga? —pregunté.
—Gracias, Chita.
Agarré mi bolso de baile y, cuando iba a salir por la puerta, el director de escena me detuvo.
—Oye, espera un momento —dijo—. Lenny quiere verte mañana a las 10:00 a. m. En su casa, el Osborne, Cincuenta y Siete y Séptima. Está justo frente al Carnegie Hall.
Sabía exactamente dónde estaba. Había tomado clases de jazz en los salones de ensayo del Carnegie Hall con Peter Gennaro, un maravilloso coreógrafo y maestro. Ya había trabajado con Peter en Seventh Heaven y me encantaba poder estudiar con él, repasar las rutinas en un salón lleno de mujeres jóvenes en leotardos. Fijaban su atención tanto en Peter como en el chico que tocaba los bongós en una esquina del salón, Marlon Brando. El Salvaje coqueteaba salvajemente con todas, y las chicas estaban enloquecidas. Yo no le prestaba atención. Era demasiado tímida y estaba demasiado asustada. Tal vez en el futuro, Dolores —que era mi nombre de pila, pero llegó a convertirse en mi alter ego sensual, oscuro y rebelde— le habría reciprocado esa mirada seductora. Pero no en aquel momento. No cuando mi carrera dependía de absorber todo lo que la ciudad podía ofrecerme, entre otras cosas, una deslumbrante constelación de mentores talentosos.
La puerta del 3B se abrió y ahí estaba él, el señor Leonard Bernstein, guapo y cordial, con su abundante melena negra, impecable con una camisa blanca debajo de un cárdigan gris y pantalones plisados azul marino.
—Me gustó tu «My Man’s Gone Now» —dijo sonriendo—. Me sorprendió tu audacia. Creo que encajarías perfectamente en el rol.
Ambos reímos. Pero por dentro me quedé pensando en la palabra «rol». ¿Rol? ¿Qué rol? Me habría conformado con que me seleccionaran para bailar en el coro.
Me tomó de la mano y me llevó a un salón con un ventanal que daba al Carnegie Hall y un gran piano negro que dominaba el espacio. Apagó el cigarrillo y me hizo una señal para que me acercara al piano sobre el que había unos pentagramas garabateados a lápiz. Luego, sus largos dedos se abalanzaron sobre las teclas del piano y a mí se me erizó la piel de la nuca. Jamás había escuchado una música igual. Y estaba segura de que el mundo tampoco la había escuchado. Eran los acordes iniciales de «A Boy Like That» [«Un chico así»], las primeras notas que escucharía de un espectáculo que cambiaría a Broadway y a los Estados Unidos . . . y a mí. Lo único que sabía entonces era que el señor Bernstein estaba abriendo su corazón de par en par mientras cantaba la canción de la traición de María.
¡La música me voló la cabeza! ¡El ritmo me abofeteó el rostro! Cuando regresé a la tierra, supe que quería formar parte de ese ritmo. Quería vivir en el mundo de esa música. Quería, con todas mis fuerzas, volar.
* * *
En el transcurso de esa mañana extraordinaria, recibí una lección magistral de canto dramático del propio maestro. Estaba nerviosísima y tenía mariposas en el estómago, así que lo único que pensaba era «Por favor, Chita, ¡no le vomites encima a Leonard Bernstein!». Después de un débil intento de mi parte, me dijo:
—Chita, acaban de matar a tu novio. Acabas de descubrir que tu mejor amiga, María, se acostó con el chico que lo apuñaló. ¡Ponle más sentimiento!
Con paciencia y generosidad, me extrajo el rol de Anita. Fui sintiéndome más segura a medida que transcurrían las horas, movida por la belleza feroz de la música y la letra escueta e ingeniosa. Juntos repasamos las canciones de Anita y, más importante aún, las emociones turbulentas que acarreaban. El señor Bernstein disfrutaba interpretando el papel —mejor dicho, todos los papeles— y lo hacía con pasión y propósito.
Lo absorbí todo. Cuando bajé de las alturas y llegó el momento de recoger mi bolso de baile, sentí que me estaba despidiendo tanto de Anita como del compositor de West Side Story.
Permítanme corregir esto último. Le estaba diciendo «hola» a Anita. «¡Hola, Anita, mi hermana!». Por primera vez, después de seis o siete audiciones, me di cuenta de que mi ambición de que tan sólo me escogieran para el coro se quedaba muy corta. Me estaban considerando para el rol de Anita, la amante del jefe de los Sharks, Bernardo, y la mejor amiga de su hermana, María. ¡Anda pa’l cará! ¿Estaría Dolores asomándose un poquito? Tal vez. Porque cualquiera que hubiera estado paseando por la Séptima Avenida frente al Osborne cuando salí del edificio, habría visto a una joven con un vestido de verano y un bolso de danza colgado al hombro, levitando a treinta centímetros sobre el suelo y pensando: «¡Esa canción es mía! ¡Ese rol es mío!».
* * *
Y resulta que, después de unas cuantas audiciones estresantes más, el rol fue mío. Gracias a mi entrenamiento en el ballet y a las clases de Peter, había sobresalido en la audición de danza. Y ahora, gracias a Lenny, había pasado la audición de canto. (¿Podía ahora llamar «Lenny» al señor Bernstein? Bueno, tal vez. Pero sólo para mis adentros y con ustedes). No podía esperar a contárselo a mi hermano Julio, con quien, desde mi llegada a Nueva York, había compartido cada triunfo y lamentado cada decepción de mi carrera. Obtener el rol de Anita tenía un significado más especial aún porque West Side Story era muy afín a nuestra sangre y nuestro temperamento, a quienes éramos como pueblo, como familia.
—Llamemos a Armando para contárselo, Chita —dijo Julio refiriéndose a mi otro hermano—. ¡Olvídate de lo que cueste!
Armando estaba en Alemania en el servicio militar y las llamadas de larga distancia eran costosas. Pero no lo dudé. Amaba a mis hermanas, Lola y Carmen, pero Julio y Armando eran los más cercanos a mí en edad y espíritu. De pequeños los tres hacíamos shows en el sótano de nuestra casa en Washington D. C., y les cobrábamos unos centavos a los niños del vecindario por la entrada. A través de la estática de los cables telefónicos transatlánticos, escuché el grito de alegría de Armando.
Luego los roles se asignaron en una rápida sucesión: Carol Lawrence obtuvo el papel de María; Larry Kert, el de Tony, el ex Jet que captura su corazón; y Kenny LeRoy era Bernardo, su hermano y mi amante. Mickey Calin obtuvo el rol del amigo de Tony, Riff, el líder de los Jets. Ocho bailarines y ocho cantantes obtuvieron los demás roles destacados y entre todos éramos un elenco de casi cuarenta personas. Larry fue de los últimos en ser seleccionados, así que se unió tarde a la celebración en un bar cerca del Winter Garden Theater.
—¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí! —gritaba dando pasos de baile a lo largo del espacio—. ¡Y, con mi suerte, cuando salga de aquí me atropellará un autobús!
Los ensayos eran intensos, agotadores y siempre estimulantes. ¿Les dije que Jerry Robbins estaba a cargo de la dirección y la coreografía? El periodo habitual de cuatro semanas se extendió a ocho semanas a insistencia de Jerry y, tan pronto como nos dieron los libretos y comenzamos a repasar las canciones, nos dimos cuenta de que sería un espectáculo como ningún otro que hubiera pasado por Broadway. Y lo que se esperaba de nosotros también era excepcional. Jerry era estricto, disciplinado e impaciente. Siempre se habla de lo terrible y antipático que podía ser. De hecho, malvado. Si ése era el precio que había que pagar por su genialidad, pues mala suerte. Pero nunca fue así conmigo. Era difícil, por supuesto. ¿Exigente? Sin duda. Nos pedía que hiciéramos cosas que nunca, jamás habríamos pensado que podíamos hacer. Y, sin embargo, las hacíamos. Lo más difícil era lograr que esa coreografía tan desafiante y complicada pareciera fácil. Pero estábamos deseosos de hacerlo, porque, bueno, ¿los bailarines? Los bailarines siempre quieren complacer.
En el tablón de anuncios del pasillo donde ensayábamos había recortes de periódicos de las trifulcas más recientes entre las pandillas. Leíamos las historias y pensábamos: «Estamos haciendo un musical sobre nosotros». Okey, nosotros éramos más de polainas que de navajas. Pero sentíamos una gran afinidad hacia esos personajes que eran casi de nuestra edad y que, como nosotros, tenían la sangre caliente, las hormonas alteradas y eran muy competitivos.
Eso aplicaba sobre todo a quienes interpretábamos a los Sharks. Yo era una de las pocas en el elenco que tenía sangre puertorriqueña. Mi padre, Pedro Julio Figueroa del Rivero, era boricua, nacido en la Isla. Cuando murió, yo tenía apenas siete años, pero mi madre, Katherine, nos contaba historias sobre cómo ese hombre tan guapo, elegantísimo en su conjunto de chaqueta blanco, tocaba el clarinete y el saxofón en las big bands. Sentí que lo honraba dándole lo mejor de mí a Anita. Las congas, que nunca faltaban en los ensayos de West Side Story, producían ritmos que resonaban en lo más profundo de mi ADN. Lo sentía en los huesos y, cuando las canciones, con su fusión de música latina, jazz y música clásica, les ponían piel a esos huesos, me transportaban a un mundo hispano de inmigrantes que a mí me resultaba familiar, pero que nunca antes había llegado a las tablas. Era crudo y real, pero se había elevado a las alturas del arte por medio de la música y la coreografía.
Jerry exigía que nos sumergiéramos por completo en nuestros respectivos mundos y, gracias a su talento particular, nos dio la libertad de encontrar nuestro lugar en esos mundos. En los ensayos de las escenas, nos resultaba muy extraño escucharle decir: «¡Hagan lo que sientan!». Los bailarines estamos tan acostumbrados a hacer justo lo que nos dicen. Pero estábamos a mediados de la década de los 50 y el acercamiento de Lee Strasberg, conocido como «el Método», comenzaba a aflorar como estilo de actuación. De hecho, yo había escuchado que Montgomery Clift, que había estudiado en The Actors Studio de Strasberg, había sido quien le había sugerido a Arthur Laurents que escribiera un musical sobre las pandillas de Nueva York. Arthur y el equipo también habían pensado al principio que James Dean, otro actor famoso de esa escuela, interpretara el papel de Tony en West Side Story.
Yo no sabía mucho del Método. No había penetrado en los musicales tanto como en el teatro. Pero Jerry esperaba que supiéramos todo sobre nuestros personajes individuales: dónde vivían, cómo era su familia, la historia completa de su vida. Un caluroso día de verano, después de un ensayo, me pidió que saliera con él al pasillo para conversar. Era como si el papa te hubiera llamado a capítulo.
—¿Quién es Anita? —preguntó.
—Es una roca —respondí mientras se secaba el sudor de mi ropa habitual de ensayar: medias, falda y leotardo negros—. Es orgullosa, una líder, valiente. Se enfrentaría al enemigo para proteger a los suyos.
—¿Cuál es su relación con María? — prosiguió Jerry.
—Es como una madre para María. Quiere que María sea feliz, pero siente la necesidad de protegerla del peligro. Anita es una persona que soluciona problemas. Sólo desea que todo esté bien.
—En el ensayo, Anita le dio la espalda a Francisca. ¿Por qué lo hizo? —preguntó Jerry luego, con astucia.
Pensé aprisa.
—Bueno, ¡porque me enfadé con ella!
—¿Por qué?
—Porque Francisca no cree en América, y yo sí.
—Cuando piensas en Anita, ¿qué color te viene a la mente?
—Violeta —proseguí—. Anita es pícara. Es coqueta. Me gusta su sensualidad.
—Eso ya lo has conseguido —dijo Jerry—. Pero, Chita, se te está escapando algo.
No estaba segura de adónde quería llegar.
—Anita puede ser brutal —dijo—, si tiene que serlo.
Mi relación con Jerry era una de respeto, confianza y hasta afecto. Bueno, el afecto que se puede cultivar con una persona tan particular como él. Los demás miembros del elenco y yo sabíamos que, si no dábamos la talla, podían despedirnos. Jerry tenía algunos favoritos en la compañía, y los que siempre eran el blanco de sus ataques. Uno de los querendones de Jerry era un chico italiano con una hermosa melena negra y una técnica aún más maravillosa. Ese chico, Tony Mordente, interpretaba a A-Rab, uno de los Jets, y era un presumido y un coqueto. Captó mi atención. Yo capté la suya, y la mantuve. Después les contaré más sobre él.
Debo admitir que yo también era una de las favoritas de Jerry. Quizás por eso me atreví una vez a defender a uno de los miembros del elenco. Había aprendido a leer bastante bien los estados de ánimo de Jerry. Desde el principio, podía tomarle el pulso a un grupo. Por tanto, cuando vi que Jerry iba calentándose poco a poco, miré a mi alrededor para ver en quién se estaba enfocando: Mickey Calin, que interpretaba a Riff, estaba perdiendo el tiempo con las chicas. Cuando Jerry me pasó por el lado dispuesto a comerse vivo a Mickey —algo que hacía a menudo— impulsivamente le susurré:
—Jerry, no lo hagas.
Para mi sorpresa, se detuvo. Me miró sin entender muy bien lo que había escuchado. Al final dijo:
—¡Chita, eres una bruja!
Ambos reímos. Al sol de hoy, aún no estoy segura de por qué lo hice. Tal vez fue Dolores, que detesta a los abusadores, la que habló. ¿Y por qué no me gritó a mí también? Es probable que pensara que, en ese momento, yo era más Anita, la protectora instintiva, que Chita, la que trabajaba sin chistar. A tal punto habíamos asimilado nuestros roles.
Jerry pretendía que nuestra inmersión en el mundo de West Side Story fuera total y constante. A los miembros de las pandillas se les prohibió del todo socializar entre sí. Ni siquiera en los recesos o a la hora del almuerzo. Eso acentuaría nuestra hostilidad, por no decir que nos volvería más competitivos cuando llegáramos al baile en el gimnasio. Cuando terminábamos los ensayos a las 6:00 p. m., era otra historia. Pero hasta ese momento, nos manteníamos en nuestros personajes.
A mí me emparejaron con Kenny LeRoy, que interpretaba a Bernardo. Me gustaba Kenny. Llevaba patillas largas y tenía el pelo negro rizado. Era el epítome del líder, duro, seguro de sí mismo y fuerte. Alguien con quien, de seguro, Anita podía divertirse. Y alguien a quien no había que provocar.
Carol Lawrence lo aprendió a la fuerza.
Inmersa en el rol de María, Carol decidió que quería hacer algo para unir a los chicos que interpretaban a los Sharks. Así que agarró un fieltro negro, recortó unas siluetas de tiburones y les dio una a cada uno de los miembros de la pandilla para que se las pusieran en las botas. Carol y yo compartíamos un camerino durante los ensayos, así que fui testigo de cuando Kenny llegó y le echó la bronca.
—¡Yo soy el líder de la pandilla! ¡Yo tomo todas las decisiones! —le dijo—. Ahora ve y recoge todos esos tiburones que distribuiste y tíralos en la basura.
Ese era mi Bernardo. Fogoso.
Durante los ensayos de baile, Jerry, un perfeccionista, nos hacía trabajar sin descanso. Tomaba su entrenamiento en ballet clásico, lo mezclaba con el hip y la energía frenética de la calle, y creaba un drama. Yo sospechaba que él y Peter Gennaro, su cocoreógrafo, habían recorrido los salones de baile del Spanish Harlem antes de empezar a coreografiar West Side Story. Jerry no se limitaba a los pasos. Le interesaba el sentimiento. El mambo se convirtió en un pas de deux erótico; el chachachá era alegre y juguetón.
Nada nos emocionaba más que ensayar la escena del baile en el gimnasio. La música era provocadora. La primera vez que la escuchamos interpretada por toda la orquesta, se me saltaron las lágrimas. Lo mismo le pasó al resto del elenco. Era la combinación más hermosa de libro, letra y música que jamás habíamos escuchado. Cada día, éramos como purasangres en los partidores, rebosantes de energía y listos para salir a galope. Y más aún cuando comenzamos a ensayar ese número. Jerry insistía, sobre todo, en la claridad. Sin aspavientos, sin complicaciones, sin distracciones. Trabajaba con la esencia del baile para transmitirle emoción al público mediante pasos muy complejos y detallados.
—¡Quiero verlos! —gritaba a menudo.
Y eso significaba: «Muéstrenme quiénes son como personas, como personajes». Estilo, sí, pero más importante, la substancia. Y más aún, la consciencia.
Al comunicarnos eso, nadie más importante para Jerry que Peter. Mientras Jerry coreografiaba a los Jets, Peter estaba a cargo de los Sharks. Formaban un gran equipo, aunque eran como el día y la noche. Jerry era muy analítico en su acercamiento a la danza. Peter era todo instinto. Jerry era serio, siempre vestía de negro y nadie se atrevía a hacer tonterías delante de él. Peter era relajado, sureño, dulce, gracioso y amable. Ceceaba, lo cual era una invitación para que los traviesos lo imitáramos: Miz amorez, ez en el zéptimo, no en el octavo. Yo había conocido a Peter cuando coreografió «Zeventh» Heaven y cuando tomé sus clases de jazz. Lo adoraba y lo admiraba. Trabajar con él era la felicidad en estado puro.
Peter había crecido en Nueva Orleans donde no sólo conoció los ritmos negros de la calle, sino también aprendió a bailar con los empleados de cocina negros que trabajaban en el restaurante italiano de su familia. En sus movimientos había hip, jazz e improvisación, y tradujo todo eso en el sello sensual de «América». Peter podía inventarse una combinación al instante, ejecutarla con una ligera variación y, luego, repetirla una vez más. Para mí, todas eran igualmente buenas,