Singular
Por Adam Gerstmann
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Con una prosa limpia y una narración contundente, estos cuentos no solo nos entregan una lectura fascinante e inquietante a la vez; también nos plantean profundas interrogantes —y algunas alternativas imaginarias— de lo que nos podría deparar un futuro quizás no tan lejano.
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Singular - Adam Gerstmann
SINGULAR
Adam Gerstmann
Logo_ALSello_calidad_ALPRIMERA EDICIÓN
Julio 2023
Editado por Aguja Literaria
Noruega 6655, dpto 132
Las Condes - Santiago - Chile
Fono fijo: +56 227896753
E-Mail: [email protected]
Sitio web: www.agujaliteraria.com
Facebook: Aguja Literaria
Instagram: @agujaliteraria
ISBN: 9789564090825
DERECHOS RESERVADOS
Nº inscripción: 2020-A-5288
Adam Christian Gerstmann Bernal
Singular
Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático
TAPAS
Diseño: Adam Gerstmann
Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt.
Ludwig Wittgenstein
Siempre he creído que es posible sentir lo inefable, mas, continúo preguntándome si es posible pensarlo.
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
Prefacio
La velocidad de la miel
Compassar
Ilogico-Sophophilicus
Inteligencia Artificial
IA: Amor (Resultado: éxito rotundo)
IA: Odio (Resultado: éxito)
IA: Miedo (Resultado: catastrófico)
Nerre
Más allá
El corazón de Dyson
Degalón-216
AGRADECIMIENTOS
Especialmente a mi tío Hans P. G., quien ha sido el mayor apoyo que hubiese podido imaginar para escribir este y otros libros.
Prefacio
Esta es una obra de ficción y, en muy menor medida, de ciencia. A continuación, encontrará historias de futuros imaginarios improbables. Podrían llegar a parecerle plausibles; sin embargo, deseo anticiparle lo contrario, porque en todas ellas hace falta al menos un elemento crucial —digo al menos
, porque la cantidad puede ser considerable.
Confío en que aquello que determina una época reside en lo nimio, lo invisible o el detalle. Detalles que caben en nuestras manos, o elementos tan imbricados con nuestra actividad, que dejamos de considerarlos para todos los efectos. Y, por cierto, contamos con muchos más de estos elementos que los que podemos registrar en un momento dado.
Esta obra no pretende ser un tratado de predicciones ni una propuesta de desarrollo. Todas las historias que encontrará aquí existen en el imaginario de nuestra realidad actual. Cada una se basa al menos en alguna especulación, teoría o propuesta preexistente sobre el futuro. Algunas ya se encuentran en desarrollo rudimentario, como las inteligencias artificiales o las redes neuronales interpersonales. Otras no se divisan realizables en el horizonte de cientos de años como, por ejemplo, la esfera de Dyson. También existen aquellas respecto de las cuales la ciencia aún no llega a consensuar su plausibilidad, como sucede con los viajes en el tiempo o las extrapolaciones a la tabla periódica de elementos.
Alguna vez oí decir que aquel que escribe sobre el futuro es quien sueña con él y ansía conocer los misterios del universo; sin embargo, ninguna ficción narrativa sobre el futuro ha sido benévola jamás. Yo preferiría vivir en la época de las cavernas, siempre lo he dicho. Es más, puedo asegurar, con toda tranquilidad, que mi mayor terror es el futuro.
La velocidad de la miel
—"Todos creen que el primer cyborg fue Johnny Ray. Un hombre que, en 1998, gracias a una audaz operación que implantó electrodos en su cerebro, fue capaz de controlar rudimentariamente un ordenador con su mente…". Así me gustaría comenzar mi historia, quisiera que el primer cyborg no hubiese sido Johnny Ray. Y que el segundo tampoco hubiese sido el neurólogo que lo implantó, quien, además, arriesgó su vida sometiéndose a sí mismo a un procedimiento idéntico dieciséis años después. Tendría mucho más mérito. De haber sido así, no me encontraría bajo el estrés y frustración que debo cargar hoy. Un científico que solicitó un procedimiento para implantar electrodos en su propio cerebro, esa era la fórmula cyborg que esperábamos.
»Lamentablemente, esta historia no trata de él. Quizás si hubiésemos trabajado juntos, el mundo sería completamente distinto. Un sujeto con esas características podría haber dado vida a una nueva generación cyborg global. Podría haber significado el inicio de las prótesis de todo tipo y la incorporación eventual de nuestras mentes a un ordenador.
—Señor Cooper, si pudiera ceñirse a los hechos… Le recuerdo que todo lo que diga irá al expediente de su caso.
—Mi historia comienza el 2006, cuando Infinity, que entonces era más conocida por su identidad virtual, comenzaba a incursionar en la exploración de nuevas tecnologías en varios campos de la ciencia. En un mismo edificio de doscientos niveles, trabajábamos quince divisiones distintas, todas para Infinity. Por entonces, mi amigo Gary Moore participaba del desarrollo de la primera computadora cuántica. Francamente, lo envidiaba solo por presionar el piso 21 en el ascensor; era el fervor de la popularidad. Su unidad abarcaba desde el piso 4 hasta el 37 —cuanto más cercano al sexto piso, más popular se era. A fin de cuentas, ese era el proyecto estrella de Infinity Unravells, la rama de Infinity que agrupaba a las quince divisiones y cuyo nombre estaba escrito en letras gigantes sobre la fachada del edificio en la costa de Silicon Valley, visible incluso a simple vista desde Fremont.
»Yo no era tan popular. Trabajaba en los pisos 122, 123, 124 y 126. Desde el piso 115 hasta el 131 se encontraban los desarrollos de tecnología médica. En los cinco pisos superiores estaba nanotecnología alopática y en los siete inferiores V-Limbs, la única sección de la unidad con nombre patentado, donde se desarrollaban prótesis inteligentes. De toda la división, creía que mi área era la más prometedora, la más importante. Aunque durante muchos años dejé de creerlo, hoy sé que no me equivocaba.
»La mayoría de mis colegas eran neurocirujanos como yo o ingenieros. Por nivel, teníamos un equipo de IT que se ocupaba de afinar el final de fase. En el piso 125 estaba el área de diseño, donde se elegían los materiales y se fabricaban todos los insumos médicos no convencionales, como los electrodos que usábamos en cirugía. Nuestra misión era simple y contundente: avanzar en los desarrollos de cirugía encefálica para el tratamiento de traumatismos y disfunciones cerebrales. En palabras simples: mejorar la medicina cerebral, especialmente la intervención quirúrgica. Para ello, no solo explorábamos el cerebro humano, también desarrollábamos todo tipo de dispositivos de soporte. El 2004, por ejemplo, lanzamos la vaina medular, usada hasta el día de hoy, que permite a un tercio de los pacientes con parálisis funcional menor, recuperar la movilidad de hasta un cien por ciento en sus extremidades atrofiadas. El 2005 lanzamos el menos popular Quiasmax, un sensor que se instala bajo la glándula pineal de pacientes con ceguera y que les permite recobrar funcionalidad espacial, volviéndolos capaces de orientarse como si pudiesen ver, tal como en ciertos tipos de afasia visual.
»Pero bien, debo estar aburriéndole con detalles de mi historia. Para resumir, quiero decir que estaba orgulloso de mi trabajo. Aunque no tuviésemos tanto prestigio como otras divisiones, nuestros desarrollos eran verdaderamente importantes y estaban ayudando a muchas personas. Así fue hasta el 2006, ese año todo nuestro trabajo se fue por el desagüe.
»Esperaba a una paciente que tenía una rara patología de desfase en el procesamiento de sonidos e imágenes, algo biológicamente inocuo, pero que le causaba particular incomodidad. Sería la tercera y última sesión de afinamiento, posterior al tratamiento de remielinización de las vías auditivas. La paciente no llegó, en su lugar apareció alguien completamente distinto: Harry Moulder, un paciente con leve hemiplejia atáxica. Harry Moulder, tome nota de ese nombre. Al verlo, me emocioné. Habíamos estado esperando un paciente atáxico por meses para probar un producto que nos lanzaría a la fama: los primeros implantes neuronales.
»Estábamos buscando un paciente con esas características, porque ese síndrome necesariamente implica una lesión o malformación en el cerebelo. Eso significaba que podíamos tratarlo sin riesgo de afectar las funciones cognitivas. En números, si algo salía mal y el paciente perdía movilidad, la demanda judicial sería mucho menor que si perdía habilidades cognitivas. Si todo salía bien con ese paciente —y confiábamos en que así sería—, si los implantes en el cerebelo no eran rechazados por su organismo, nos daría pie para comenzar pruebas en el neocórtex cerebral: el verdadero cerebro.
»Mi colega Sally Quan, que lo escoltaba desde la recepción, me miró con una sonrisa de oreja a oreja, levantando sus escasas cejas. El movimiento descoordinado y escalonado de las extremidades derechas no podía significar otra cosa: ataxia; y si estaba en el piso 123, tenía que ser por degeneración cerebelosa hereditaria, intratable por medios convencionales. Éramos un par de ratones y el cofre que nos habían puesto delante estaba lleno de queso; solo hacía falta operar. Claro que, como todo investigador sabe, no existe el paciente perfecto. Lo recordé cuando me miró a los ojos con esas esferas brillantes repletas de ingenuidad y me preguntó: ¿Mamá?
. Miré a Sally con preocupación. Si bien podíamos observar la recuperación a través de imágenes, probablemente hubiese sido imposible administrar pruebas conductuales con resultados confiables. Para eso necesitábamos que la comunicación interpersonal estuviese intacta. Ella me miró de vuelta sin mucha preocupación, solo indicó: Ínsula
. Al parecer, el área responsable de la coherencia emocional con la información visual estaba dañada. Además, el paciente tenía un coeficiente intelectual muy por debajo del promedio.
»En ese momento, decidimos no hacernos más problemas, había que operar y punto. Intentaríamos corregir la degeneración cerebelar, como estaba planificado. Luego, nos preocuparíamos por las pruebas de fiabilidad. En la sala de operaciones, siempre teníamos dos neurocirujanos, uno observaba y opinaba mientras el otro operaba. Trabajábamos para Infinity: podíamos darnos esos lujos. Además de Sally y yo, siete profesionales médicos más estaban presentes para asistirnos. Antes del procedimiento, teníamos dos reuniones, una entre los dos neurocirujanos —en la que discutíamos todo el procedimiento en detalle—, y otra con el resto del equipo. En aquella, les hacíamos saber ciertos lineamientos generales de lo que sucedería, qué íbamos a requerir y qué cosas podían salir mal.
»Mientras discutíamos el procedimiento, yo tenía bastante claro qué podía pasar con el cerebelo. Tomé las resonancias magnéticas y marqué ciertos puntos clave. Había afecciones de todo tipo y eso era bueno para nosotros. Teníamos daño en regiones responsables de motricidad fina y gruesa. Se condecía con las pruebas físicas que le habíamos aplicado. Entonces, Sally tomó el marcador e hizo un círculo sobre el hipocampo en varios niveles… ¿Qué haremos con lo que encontremos aquí?
. Se quedó mirándome fijamente, supe exactamente a lo que se refería. Había dos respuestas posibles: nada o intervenir. No podía negarlo, yo también lo había pensado. Es más, estaba completamente tentado, pero no me había atrevido a proponerlo. Era una oportunidad única, el mismo paciente que llegaba con daño cerebelar, tenía daño en la ínsula. Era la oportunidad de intervenir el cerebro a nivel global. Cientos de pensamientos me atravesaron la cabeza en ese momento; me pregunté qué pasaría si algo salía mal,