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De viaje
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Libro electrónico334 páginas6 horas

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Este volumen ofrece al lector mucho material que no ha sido traducido previamente a nuestro idioma. Su naturaleza es, forzosamente, fragmentaria, pues solo se ha seleccionado todo aquello relacionado con el viaje y no otras partes de sus textos en los que reflexiona en torno de lo que estuviera leyendo, su propia escritura o los «cotilleos» (así los denominaba) acerca de amigos y conocidos, que sabía divertirían a sus corresponsales y, sobre todo, a su hermana, Vanessa Bell. Estos escritos también modifican la imagen de mujer atormentada, enfermiza y depresiva que la ha perseguido (al menos en España) entre los lectores que solo saben que se suicidó.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 may 2023
ISBN9788419735317
De viaje
Autor

Virginia Woolf

VIRGINIA WOOLF (1882–1941) was one of the major literary figures of the twentieth century. An admired literary critic, she authored many essays, letters, journals, and short stories in addition to her groundbreaking novels, including Mrs. Dalloway, To The Lighthouse, and Orlando.

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    De viaje - Virginia Woolf

    cover.jpg

    Virginia Woolf

    De viaje

    Anexo a la teoría sexual

    Edición y traducción de

    Patricia Díaz Pereda

    019

    ANTES DEL VIAJE

    Virginia Woolf, de soltera Stephen (1882-1941), una de las grandes novelistas en lengua inglesa, fue además ensayista, crítica literaria y editora. ¿Podríamos añadir a estos títulos el de «viajera»? No, si entendemos por ello a alguien que hace del viaje un modo de vida o uno de sus principales objetivos vitales. Tampoco la podríamos incluir en la categoría de «escritora de viajes»: aquellos y aquellas que toman notas sobre el terreno y luego nos ofrecen un libro en el que narran las vivencias y anécdotas de su periplo, las descripciones de lugares y gentes, la gastronomía, los hoteles y los medios de transporte. No, Virginia Woolf nunca fue una escritora de viajes, fue una escritora a quien le gustaba viajar y disfrutaba con ello, como cualquiera de nosotros viajamos en nuestro tiempo libre y gustamos de observar y sentir todo aquello que es diferente a lo que estamos acostumbrados, ya sea en nuestro país o fuera de él. Virginia nunca escribió un libro de viajes y sentía cierta desconfianza por este género literario: no quería aburrirse con el relato ni aburrir a sus corresponsales. Pero, cuando estaba de viaje, escribía su diario y también cartas a su hermana y amigos; a menudo el lector encontrará frases en las que advierte a sus corresponsales que no quiere hacer una guía de viajes, una pequeña Baedecker, o interrumpe sus descripciones —sobre todo de los paisajes— porque le parece que pueden resultar aburridas y no quiere convertirse en una pesada, como lo son tantos turistas que cuentan sus experiencias con prolijidad y cansan a propios y extraños. Además, como escribe en su diario durante uno de sus viajes, tiende a desconfiar de este tipo de narrativa cuando se complace en largas descripciones porque «lo que una registra de verdad es el estado de su propia mente». Claro que describe, pero lo hace de una manera que podríamos llamar impresionista, como un lienzo sin detalle a base de manchas de color —hay que destacar que tenía un gran sentido del color, como el lector advertirá en estas páginas—.

    Este volumen reúne, por primera vez en español, lo que Virginia Woolf escribió cuando estaba de viaje, tanto en su diario como en sus cartas, y ofrece al lector mucho material que no ha sido traducido previamente a nuestro idioma. Su naturaleza es, forzosamente, fragmentaria, pues solo he seleccionado todo aquello relacionado con el viaje y no otras partes de sus textos en los que reflexiona en torno de lo que estuviera leyendo, su propia escritura o los «cotilleos» (así los denominaba) acerca de amigos y conocidos, que sabía divertirían a sus corresponsales y, sobre todo, a su hermana, Vanessa Bell. El libro sigue un orden cronológico y se ha dividido en dos partes: la primera, «Virginia Stephen», abarca el período que va desde 1887 —con una Virginia adolescente— y concluye en 1912, cuando se casó. La segunda, «Virginia Woolf» (sabido es que en Gran Bretaña lo usual es que las mujeres, al casarse, adopten el apellido de su marido), arranca con las cartas que escribió durante el viaje de bodas que emprendió con su marido, Leonard Woolf, pues no retomó el hábito de llevar un diario hasta 1915. En el inicio de cada año, se proporciona un breve resumen de los acontecimientos que se han considerado más significativos para este libro, los viajes que llevó a cabo y algunos otros datos relevantes, como lo que estaba escribiendo, lo que publicó y lo que he considerado que aporta información para el contexto biográfico. También se observará, tanto de soltera como de casada (pero sobre todo en el primer caso), la irregularidad de las entradas del diario, en los que a veces detalla la fecha, el lugar y hasta el nombre del alojamiento, mientras que otras ni siquiera pone la fecha. En el caso de las cartas suele ser mucho más rigurosa.

    Asimismo, se percibe una variedad de estilos en consonancia con la época de la vida en que se encuentra o su corresponsal; este volumen se inicia con una Virginia quinceañera, muy naíf, pasa por una joven que quiere soltarse la mano en el oficio de escribir, como por ejemplo cuando estuvo en Wiltshire y se dedicó a escribir breves ensayos acerca de los lugares que visitó o de las gentes de esa zona de Inglaterra, y concluye con una escritora madura que hace su último viaje en 1938 y del cual solo se conservan sus cartas, pues su diario de viaje se ha perdido. El lector de estas páginas asistirá a la evolución tanto de la mujer como de la escritora, a través de una variedad de estilos, desde las descripciones detalladas a las notas lacónicas, casi taquigráficas, de algunos de sus diarios de viaje en los últimos años de su vida. En la traducción no he pretendido «arreglar» o suavizar esas notas secas y apresuradas, evitar repeticiones o añadir verbos cuando no los hay. La propia Virginia ya anotó en 1908 que: «Cuando leo este cuaderno, lo que hago a veces en una tarde calurosa en Londres, me impacta la rudeza de las frases, el descuido de las descripciones, la repetición de los adjetivos, y enseguida lo sentencio como un trabajo apresurado, pero me excuso al recordar las circunstancias en las que lo escribí». Virginia Woolf nunca quiso ni pensó que su diario y cartas privadas se publicaran alguna vez (en su nota de suicidio, le pide a su marido, Leonard Woolf, que destruya sus papeles); escribió al dictado del momento y de su estado de ánimo, porque, si para ella escribir ficción era una «intoxicación» sin la cual no podía vivir, a falta de ella, la del diario era «la alternativa más encantadora y entretenida». Así pues, en lo que respecta a sus cuadernos de viaje, encontramos un rango que va desde un estilo altamente poético, sobre todo en las descripciones del paisaje natural, hasta uno mucho más pedestre, concreto, y a menudo humorístico. Las cartas tienen un tono distinto, ligero y adaptado al corresponsal y a su relación afectiva con ella o él: tenía muy en cuenta que a su hermana Vanessa, quizá la persona a quien más quiso Virginia, le aburrían las descripciones, cosa que a Ethel Smyth no parece que le ocurriera; no era la misma su forma de escribir a Vita Sackville-West, con quien tuvo una historia de amor, que a viejos amigos como Molly MacCarthy, Roger Fry o Lytton Strachey. Porque, aunque sea siempre la misma sensibilidad, con sus dotes literarias, intelectuales e intuitivas, precisamente por esa riqueza de su pluma, el registro de las novelas es uno, otro el de los ensayos, y otro el de diarios y cartas, aunque su voz siempre es inconfundible. Por otra parte, como se ha señalado, también se puede observar una evolución en su percepción del mundo y de los «extranjeros», desde la Virginia Stephen que se siente muy afortunada por ser inglesa y mira con suspicacia a los meridionales, de quienes le desagradan muchas costumbres, a la que va dando paso a una Virginia Woolf que se siente muy a gusto rodeada de franceses, italianos, españoles y griegos. Como ejemplo, basta comparar su primer viaje a Grecia a los veinticuatro años, con sus hermanos y su amiga Violet Dickinson, con el que realizó con su marido, su amigo Roger y Margery Fry a este país; en el primero, solo fascinada por la Grecia clásica, como buena estudiante de griego y mujer nacida en el seno de la «aristocracia intelectual» inglesa, y, en el segundo, también enamorada de la Grecia moderna, sus paisajes, su clima, sus gentes. El país era prácticamente el mismo, pero su percepción había evolucionado y su mente se había desprendido de muchos prejuicios de clase y nacionalidad.

    Si comparamos los viajes que hizo con los del moderno turista occidental, los suyos no fueron lejanos ni exóticos: nunca cruzó el Atlántico ni viajó a otros continentes; no hay constancia de que llegara a subirse en avión (en una época en la que el turismo aéreo aún no estaba desarrollado); en 1932, cuando tuvo la ocasión de ir a Norteamérica para dar una gira de conferencias, decidió que no le compensaba; tampoco mostró deseos o curiosidad por conocer Ceilán, donde su marido había trabajado seis años como funcionario antes de casarse con ella. Lo más lejos que llegó fue a Constantinopla y su radio de acción fueron Europa y Gran Bretaña. Estas páginas nos revelan que no era una viajera remilgada ni exigente con los alojamientos, la comida, el clima ni cualquiera de los inconvenientes que pueden acechar al viajero. No era amante del lujo, por principio, y una vez que la situación económica del matrimonio se volvió desahogada (sobre todo, gracias a las ganancias de ella con la pluma), los Woolf no tenían por costumbre elegir hoteles lujosos, salvo en algunas ocasiones, y preferían hostales, posadas y pensiones que, a ser posible, no estuvieran invadidas por turistas ni, en el caso del extranjero, por ingleses. Vemos en sus cartas que no solo no se queja, sino que acepta, con estoicismo y buen humor, pensiones que están sucias y donde hay bichos, hoteles donde la calefacción no funciona y la única manera de calentarse es meterse en la cama; baños compartidos; ni el mal tiempo logra arruinar su buen humor (aunque como buena inglesa, tenía la necesidad periódica de sol y buen tiempo), ni tampoco las comidas mediocres. Aunque sabemos por ella misma (casi al final de su vida, escribe en su diario lo poco, en general, que ha disfrutado con la comida) y por otros testigos, como su marido y su sobrino y primer biógrafo, Quentin Bell, que nunca comía demasiado, en estos viajes la vemos disfrutar con las buenas comidas y el buen vino. Nada más lejos de esa etiqueta de «anoréxica» que algunas veces se le ha impuesto con ligereza y poco rigor. Era una viajera entusiasta, estoica y animosa y parte de la diversión del viaje consistía no solo en gozar de paisajes distintos y de obras de arte, sino de la observación de la gente. Un lema o un consejo que se dio a sí misma fue «Observarlo todo». Y eso hace la Virginia viajera, observar a la gente y a ciertos tipos individuales que la impresionan especialmente (hombres y mujeres de cualquier edad y condición); intenta relacionarse, sobre todo en el extranjero, con la gente del país, en Italia, Grecia y Francia, porque ella, que era capaz de traducir el griego clásico sin apenas ayuda del diccionario, y también dominaba el latín, nunca estuvo dotada para las lenguas modernas: leía el francés y el italiano sin dificultad alguna, pero hablarlo ya era otra cuestión. Sus observaciones acerca de las personas que encuentra en el camino son agudas, certeras, a menudo amables, a menudo con la imparcialidad de la escritora que observa con distancia a los personajes y, en alguna ocasión, hay que decirlo, bastante crueles.

    De forma similar a lo señalado más arriba respecto a la comida, estos escritos también modifican la imagen de mujer atormentada, enfermiza y depresiva que la ha perseguido (al menos en España) entre los lectores que solo saben que se suicidó. En su biografía, Quentin Bell nos cuenta que era una persona extremadamente divertida, una gran andarina, como lo fue su padre, Leslie Stephen, y una mujer de gran dinamismo y entusiasmo. Cierto es que padeció un desorden de tipo psicótico y se vio afectada por depresiones y trastornos nerviosos, pero aquí el lector podrá encontrarse con una Virginia Stephen que monta a caballo, en bicicleta, conduce un carrito tirado por un poni, se baña en el mar, o salta arroyos —y a veces se cae en ellos—. Y podrá ver a una Virginia Woolf con un intenso gusto por la diversión, la novedad y un gozo intenso por los viajes: «¡Qué facultad de disfrute tengo!», afirma en varias ocasiones. Los Woolf se compraron su primer coche en 1927 —uno de segunda mano, adquisición que les daría una mayor libertad y autonomía a la hora de viajar— y ella disfrutó con la vida nómada de la carretera y los almuerzos al aire libre en cualquier paraje que les agradara. Ir de ciudad en ciudad, de hotel en hotel («adoro la vida de hotel»), era extremadamente agradable y estimulante para ella, aunque los regresos se le hacían más pesados y solía aburrirse un poco de este ritmo. Virginia Stephen, aunque solía viajar con familia y amigos, también lo hizo sola por Inglaterra, en alguna ocasión llevándose con ella a sus perros. Desde que se casó con Leonard, no volvió a viajar sola, y el único viaje que hizo sin él fue con Vita Sackville-West. Y como ya podía permitírselo, fueron muchos los lugares en donde fantaseó con comprarse una casa y vivir allí una parte del año, tanto en Francia como en Italia; en Grecia le asaltó el deseo de pasar unas vacaciones todos los años en tiendas de campaña con su marido, hermana y amigos; incluso pensó en trasladar su editorial, la Hogarth Press, a Creta. Su vida en Londres era la de una profesional muy ocupada: escribir (ficción, y crítica literaria para el Times Literary Supplement y otras publicaciones), leer manuscritos para su editorial, reuniones con los amigos, compromisos sociales y profesionales casi ineludibles… Al viajar, de vacaciones, se sentía liberada de tanto trabajo y compromisos, se encendía su talante más hedonista y aventurero, veía que otras formas de vivir eran posibles y muy deseables, aunque siempre se alegrara de volver a su amado Londres, a su casa de Sussex, a los viejos amigos y a su hermana, y, desde luego, a su vida profesional y creativa.

    Quien desee profundizar en los aspectos biográficos de Virginia Woolf podrá hacerlo en cualquiera de las numerosas biografías que se han publicado acerca de una mujer tan compleja y controvertida como la autora inglesa. Entre las traducidas al español, podemos destacar la de Quentin Bell,[1] pero si se busca una visión más amplia, comprensiva y empática de la sensibilidad de la escritora, se encontrará en Virginia Woolf. Vida de una escritora (Lyndall Gordon, 1986), Virginia Woolf (Hermione Lee, 1996) y Virginia Woolf. La medida de la vida (Herbert Marder, 2002), por citar solo las principales de las traducidas al español; en inglés, la lista es casi interminable. Para escuchar la voz de Virginia Woolf sin otras mediaciones, el lector deberá acudir a sus diarios y cartas (la mayoría de las cuales no han sido traducidas al español) y al libro Momentos de vida.

    Es una satisfacción poder presentar al lector la voz en español de la Virginia viajera, esa voz íntima y vivaz, que vibra y resuena a través de los años con la frescura del agua viva.

    PATRICIA DÍAZ PEREDA

    [1] Virginia Woolf. Una biografía se publicó en 1972 y, aunque es un trabajo excelente, hay muchos otros biógrafos que opinan —y coincido con ese punto de vista— que la comprensión de Quentin Bell del temperamento de su tía era un tanto limitada. Da la impresión de compartir con su tío, Leonard Woolf, muchas de las ideas de este acerca de su esposa (sobre todo las que atañen a su desorden psicótico), a quien presenta casi como una especie de «santo laico», opiniones de las que difieren muchos otros biógrafos y biógrafas. Una de las más radicales en este aspecto (sin traducir al español) es: Who’s afraid of Leonard Woolf. A case for the sanity of Virginia Woolf (Irene Coates, 1998).

    VIRGINIA STEPHEN (1882-1912)

    1897

    Virginia tenía quince años y en enero empezó a llevar un diario de forma regular. En 1895 había muerto Julia Duckworth, la madre de los cuatro hermanos Stephen y de los tres Duckworth; fue «el peor desastre que podía ocurrir», y provocó la primera crisis psíquica de su vida. Su padre, Leslie Stephen, no soportó la idea de volver a St. Ives (Cornualles), el lugar de veraneo de la familia, y cada año alquiló casas en diferentes sitios de Inglaterra. Stella, hermana por parte de madre de los Stephen, murió el 19 de julio y la familia se instaló en Painswick House, en Gloucestershire, desde el 28 de julio hasta el 23 de septiembre. Virginia y Vanessa pasaron bastante tiempo con el viudo de Stella, Jack Hills.

    Diario, miércoles 28 de julio

    ¡Por fin! A las tres menos cuarto, nuestro enorme ómnibus, con todo tipo de equipaje amontonado —Nessa, Padre y yo, apretujados en los rincones—, salió para Paddington.

    Llegamos, después de la travesía usual de Stroud, a las cinco menos cuarto y fuimos en el autobús de Painswick (un transporte estupendo) a la vicaría, a unas tres millas de la estación. Una casa grande, cómoda, con un jardín de flores muy agradable, cancha, fuentes y césped verde. Mira hacia las colinas y a los bosques.

    Diario, sábado 31 de julio

    Otro día tórrido. Georgie y Thoby salieron por la mañana a coger insectos y padre y yo fuimos al valle, al final del jardín, a buscar plantas. Solo encontramos algunas corrientes, así que nos volvimos a casa. Padre y Fred salieron a pasear después del almuerzo, Thoby a cazar insectos y a las cuatro llegó el carrito del poni para llevarnos a Stroud. Ni siquiera puedo intentar hacer justicia a dicho carrito en este corto espacio —pero podría haber llevado a la señorita Austen, cuando los caminos estaban «sucios», y no hubiera suscitado ningún comentario—. Llegamos a Stroud sobre las cinco menos cuarto y fuimos de compras. El tren llegó con una hora de retraso, a las seis y veinte.

    Diario, 2 de agosto

    Por la mañana, Thoby, Nessa, Jack, Georgie y yo fuimos a Painswick Castle, un yacimiento romano en la colina a unas dos millas, a buscar las míticas grandes azules[2]. Evidentemente, no han salido. Sin embargo, nos hemos dado un paseo, bajo un cielo muy azul y los abetos, que aromatizaban con intensidad el aire. Abajo, en el valle, hay gitanos y rectas columnas de humo azul —habría que ser poeta si se viviera en el campo… y ¿qué soy yo?—. Por la tarde no hemos hecho nada. El sol es insoportable. Padre y Fred han salido a dar una vuelta. Ha venido Will y hemos jugado al criquet después del té. Jack y Gerald han vuelto a las seis. Hemos tenido una o dos conversaciones largas y agradables con Jack.

    Carta a Thoby Stephen

    Corby Castle,[3] Carlisle, lunes 27 de septiembre

    Llegamos aquí el sábado, a eso de las seis; salimos a las once y media. Es una casa de campo grande, cuadrada y roja —se parece bastante al Park, en Painswick—. Al entrar, hay un gran vestíbulo, con salas alrededor. Nunca había estado en tales suntuosidades en toda mi larga vida. Nessa tiene un gran dormitorio y yo uno pequeño, en la puerta de al lado. Hay innumerables habitaciones y criados (¡cuatro caballeros nos esperan para cenar!), salas para recibir, una galería y una sala de fumadores —tenemos largas cenas: siete platos— y todo es muy formal e incómodo. El río está bastante cerca de la casa —un río muy distinto de nuestro querido Támesis—, es muy fiero e irritable. Jack ha estado pescando toda la mañana, pero no ha cogido nada. Esta tarde, va a ir otra vez a pescar y nosotras a verlo. Hoy fuimos, una excursión larga, a una vieja iglesia donde están enterrados los Howard y acabamos de almorzar.

    1899

    La familia Stephen pasó las vacaciones (agosto y septiembre) en la rectoría de Warboys, distrito de Huntingdonshire en el condado de Cambridgeshire. Está al norte de Londres y a poca distancia de Cambridge. Virginia tenía diecisiete años.

    Diario, 5 de agosto

    Nunca había visto tal extensión, majestuosidad e iluminación. Aire puro durante brazas y brazas y acres y acres; además, qué profusión de conglomerados de nubes; hay un vasto espacio de azul en el que los dioses, sin duda, soplan maravillosas burbujas de nubes. Los diosecillos, me parece, se están divirtiendo.

    El aire era frío y las carreteras estaban desiertas cuando íbamos a paso ligero a casa. ¡Qué hermoso es el mundo en el que vivimos!

    Diario, 7 de agosto

    La monotonía, a mi parecer, habita en estas planicies. La mezcla gris de cielo, tierra y agua es el puro espíritu de la monotonía.

    Es una región melancólica. He ido esta tarde con Adrian a la iglesia que tenemos enfrente. Es la iglesia de Santa María Magdalena y la construyeron en el siglo XIV. El cementerio está lleno de tumbas sombrías, con extraños grabados y cabezas de ángeles que se inclinan desgarbados sobre fechas, nombres y demás. Hay muchas tumbas anónimas y me sobresaltó pensar que estaba andando sobre antiguo polvo olvidado, que no se diferenciaba del de los cerros del campo. Las tumbas se levantan en montículos abultados en paralelo, a lo largo de todo el jardín.

    Después de cenar, nos sentamos en nuestra terracita, que se levanta sobre el jardín y el estanque. La estrella polar brilla sobre nuestras cabezas y nubes negras y alargadas flotan en el pálido cielo nocturno. Un murciélago se lanza en picado y vuela en círculos sobre nuestras cabezas. ¡Qué criaturas tan atractivas son!

    Diario, 8 de agosto

    Había un cura apoyado en el portón mientras Adrian llevaba a Reshnel por el prado. Así que George corrió y le pidió que entrara, lo que hizo, y nos dio la mano a todos. Nessa se quejó al cura de que la cosecha de Huntingdonshire nos ha privado de mantequilla, leche, crema y de una ayuda extra. Nos ha contado que todas las mujeres se niegan a hacer nada que no sea trabajar en los campos. No salen a servir, ni se quedan a cuidar de la casa. A las siete o las ocho de la mañana, salen en masa, con enormes gorros para el sol y delantales de algodón, y trabajan en los campos de maíz hasta que anochece. Toda la tierra que eran marismas está dividida ahora en innumerables campos de maíz.

    Vimos a los cosechadores esta tarde cuando volvíamos de Ramsey. A un lado de la carretera había una máquina segadora, abatiendo el maíz enhiesto, y al otro, un campo con el maíz cortado y colocado; aquí y allá, mujeres y chicos andaban apilando el maíz en pacas. Incluso una niñita de no más de cuatro años cosechaba con su madre. Llevaba un vestido escarlata claro y trotaba detrás, con una pequeña brazada de tallos. Una de las mujeres que cosechaban, de unos setenta años, tenía escasos mechones de pelo blanco y la cara arrugada por el sol y el azote del viento. Hay algo pintoresco en esta región: cosechadores, molinos de viento, campos de maíz dorados. Todo llano, con neblina azul en la distancia y la gran cúpula del cielo por todas partes.

    Diario

    Ramsey (o Isla de Ram) es una ciudad con mercado en los límites de los Fens.

    La ciudad se infectó con la peste del año 1666, por una pieza de paño que enviaron de Londres para que el primo de Oliver Cromwell, el coronel Cromwell, se hiciera un abrigo; murió, junto con el sastre y toda su familia y cuatrocientas personas más, de peste.

    La abadía, que tuvo la distinción de ser «mitrada», se alza en el extremo superior de la ciudad y ocupa una extensión de suelo sólido, de dos millas de largo, está rodeada por densas y melancólicas ciénagas y es inaccesible salvo por agua; se conservan la bella portería perpendicular y el refectorio. La reina Isabel pasó quince días aquí, en 1309.

    Diario, 12 de agosto

    Adrian y yo hemos cogido la costumbre, ahora que los días son tan calurosos, de dejar el ejercicio para después del té y entonces salimos con nuestras bicicletas para una hora de pedaleo intenso. Además de sus bondades pintorescas, esta región posee una importante: que todas las carreteras principales están muy bien hechas, bien apisonadas, lisas y sin piedras sueltas. Esta zona tampoco frena al ciclista con colinas por las que preocuparse; puedes pedalear, pedalear y pedalear sin tener que desmontar y empujar la bicicleta para subir, o sin tener nunca el placer de levantar los pies de los pedales mientras ruedas cuesta abajo.

    No hemos apreciado el paisaje hasta que hemos desmontado. Era, a ambos lados, totalmente plano; la carretera se alza ligeramente en el medio y se desliza sobre el llano como un hilo blanco y recto. Esto es el corazón del viejo país Fen.[4] El sólido suelo en el que estamos era, no hace muchos años, de ciénaga y juncos; ahora hay un camino y a cada lado crecen patatas y maíz, pero el carácter de Fen permanece indeleble. Un ancho canal cruza el Fen, en el que hay agua marrón y fría, incluso en este cálido verano. Juncos altos y plantas acuáticas emergen de él y pequeñas mariposas blancas, habitantes de los Fens, revoloteaban entre ellos por decenas cuando hemos estado allí. Me gustaría que, de una vez por todas, pudiera escribir con mi horrible letra cómo me impresiona esta región.

    Diario, 18 de agosto

    Distracciones en Warboys

    Ayer fuimos a una fiesta de jardín en casa de los De la Pryme, que se merece una página —fue un acontecimiento tan estupendo y notable—. Pero no tengo tiempo para eso; solo puedo hacer un relato breve de la diversión de hoy —nuestra visita a Godmanchester—.

    El día amaneció frío, nublado y con súbitas arremetidas de lluvia intensa. Nuestra primera emoción fue no perder el tren por los pelos en Warboys. Véase a Nessa —fustigando al poni frenéticamente…, sujetándose el sombrero con una mano— con el viento y la lluvia en la cara y solo seis minutos para recorrer media milla hasta la estación. Sin embargo, esta diversión se acabó enseguida y llegamos a tiempo para coger el tren, que iba con retraso. Nos hemos sumergido en nuestro compartimiento de tercera con un suspiro de alivio y comodidad. A nuestro alrededor, todo eran campos llanos y grises, con lluvia silbando por encima y árboles desmochados.

    Nuestro trayecto de Warboys a Huntingdon es uno de esos, no infrecuentes en esta parte del mundo, que son un magnífico triunfo de la bicicleta. Puedes pedalear con comodidad y placer hasta Huntingdon en menos de una hora. Tardas lo mismo en hacer las ocho millas en tren y además el precio para el viaje de vuelta de tres personas suma siete chelines y seis peniques. Hay dos transbordos, en Somerham y en St. Ives; en el primero, hemos tenido que esperar diez minutos y para el segundo, teníamos cinco. En Somerham hemos esperado y cogido el tren con comodidad. En St. Ives, hemos tenido que cruzar varios andenes para llegar al que, nos ha asegurado el vigilante, era el de Huntingdon. Solo teníamos cinco minutos, así

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