Menos es más
Por Jason Hickel
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El mundo ha despertado por fin a la realidad del colapso climático y ecológico. Ahora debemos enfrentarnos a su causa principal. El capitalismo exige una expansión perpetua, que está devastando el mundo vivo. Sólo hay una solución que conducirá a un cambio significativo e inmediato: el decrecimiento.
Si queremos tener una oportunidad de detener la crisis, tenemos que frenar y restablecer el equilibrio. Tenemos que cambiar nuestra forma de ver la naturaleza y nuestro lugar en ella, pasando de una filosofía de dominación y extracción a otra basada en la reciprocidad y la regeneración. Tenemos que evolucionar más allá de los dogmas del capitalismo hacia un nuevo sistema que sea adecuado para el siglo XXI.
¿Pero qué pasa con el empleo? ¿Y la salud? ¿Y el progreso? Este libro aborda estas cuestiones y ofrece una visión inspiradora de cómo podría ser una economía postcapitalista. Una economía más justa, más solidaria y más divertida. Una economía que no sólo nos sacará de la crisis actual, sino que nos devolverá el sentido de conexión con un mundo rebosante de vida. Tomando menos, podemos llegar a ser más.
'Menos es más' es la llamada de atención que necesitamos. Al poner de manifiesto el colapso ecológico y el sistema que lo está provocando, Hickel muestra cómo podemos devolver a nuestra economía el equilibrio con el mundo vivo y construir una sociedad próspera para todos. Esta es nuestra oportunidad de cambiar el rumbo, pero debemos actuar ahora.
Jason Hickel
Antropólogo económico, autor y miembro de la Royal Society of Arts. Es catedrático del Instituto de Ciencia y Tecnología Medioambiental de la Universidad Autónoma de Barcelona y profesor visitante del Instituto Internacional de Desigualdades de la London School of Economics. Es editor asociado de la revista World Development, y forma parte del Grupo Asesor Estadístico del Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, del consejo asesor del Green New Deal para Europa, y de la Comisión Harvard-Lancet sobre Reparaciones y Justicia Redistributiva. Las investigaciones de Jason se centran en la desigualdad global, la economía política, el postdesarrollo y la economía ecológica. Escribe con regularidad para The Guardian y Foreign Policy, y contribuye a una serie de otros medios en línea. Ha recibido varios premios de enseñanza, entre ellos el Premio Nacional ASA/HEA a la Excelencia en la Enseñanza de la Antropología. Su investigación ha sido financiada por Fulbright-Hays, la National Science Foundation, la Wenner-Gren Foundation, la Charlotte W. Newcombe y el Leverhulme Trust. Es originario de Eswatini.
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Menos es más - Jason Hickel
Prólogo
Una concepción del futuro
inspirada en nuestra vulnerabilidad
colectiva y nuestra solidaridad
Por Kofi Mawuli Klu y Rupert Read,
de Extinction Rebellion
A veces se critica a Extinction Rebellion (XR) por reivindicar cosas que son (demasiado) difíciles de conseguir. Pero es importante dejar claro lo que no es XR: XR no es un remedio universal para reparar una civilización que se encuentra a la deriva. XR es más bien la alarma de incendios. XR es la avanzada no violenta de lo que, en este importante nuevo libro, Jason Hickel llama «el freno de emergencia». Queremos que nuestros Gobiernos afronten la realidad de la crisis en la que nos encontramos. Pero después tenemos que encontrar la forma de cambiarlo todo para crear una sociedad mejor que funcione bien para las personas y para el planeta.
XR es el reconocimiento de la situación de emergencia. En los últimos meses, con la llegada de la pandemia de coronavirus, hemos aprendido mucho sobre emergencias. La pandemia nos unió a todos en una masa de vulnerabilidad colectiva y tuvimos que actuar deprisa y tomar decisiones difíciles para proteger a la humanidad, para proteger la vida. Que la mayoría de los países lograran hacer esto es bastante esperanzador: demuestra lo que somos capaces de conseguir cuando nos tomamos en serio una crisis.
El coronavirus se está tomando muy en serio precisamente porque ha afectado de forma más intensa primero al Norte global. Es muy necesario que se oiga la llamada de atención que representa, ya que la emergencia climática, más lenta, se está produciendo al mismo tiempo que esta otra y amenaza de manera desproporcionada al Sur global, donde ya está causando sufrimiento a un enorme número de personas. Nos encontramos sumidos, por lo tanto, en una crisis común que tiene efectos diferentes para unos y otros. Y tenemos que ser conscientes de que habrá Gobiernos que reaccionarán intensificando el racismo medioambiental y los planes ocultos del ecofascismo. Estos persiguen que distintos grupos se enfrenten entre sí (además de a diversas formas de Vida) y requieren que respondamos con solidaridad. Si el coronavirus nos está enseñando algo sobre la práctica de la solidaridad, eso constituye una verdadera esperanza en este momento tan delicado.
Menos es más ofrece nuevas ideas de una gran agudeza para afrontar lo que nos espera una vez superada la emergencia del coronavirus. Ideas sobre cómo podemos impedir la destrucción de nuestro clima, frenar la sexta extinción masiva que está teniendo lugar y evitar el colapso social. Nos permite vislumbrar cómo podemos construir algo mejor con los restos del naufragio del sistema actual. Jason Hickel ofrece una gran cantidad de ideas que se entrecruzan, se solapan y se refuerzan unas a otras, provenientes de la historia, la economía, la antropología, la filosofía, la ciencia y otras disciplinas. Es la clase de pensamiento de amplio espectro que se requiere para conseguir llevar a cabo la rápida transición que necesitamos.
La crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto que, si los Gobiernos tienen la suficiente determinación y se ven lo suficientemente alentados por las circunstancias —y por la voluntad de sus pueblos—, pueden adoptar medidas que llevaban años diciendo que era imposible adoptar: implantar una renta básica, cancelar deudas, introducir impuestos a la riqueza o llevar a cabo nacionalizaciones donde haga falta, entre muchas otras. En este libro, Jason expone cómo algo parecido, pero con un alcance aún mayor, podría caracterizar nuestra salida del sinsentido y el despropósito del «crecentismo»: cómo podemos construir una sociedad mejor y más igualitaria que tenga un impacto mucho menor en nuestros ecosistemas y en la que la gente sea más feliz. Existe un modo de que realmente podamos tenerlo todo, al menos todo lo que de verdad importa. Una vía más sencilla.
Este libro ofrece esperanza al demostrar que el tipo de reivindicaciones que ha venido planteando XR son alcanzables. Son posibles. Lo único que hace falta es la suficiente visión de futuro: para imaginar una Tierra recuperada, una cultura más regeneradora, una mejor convivencia. La crisis del coronavirus nos ha demostrado a todos quiénes son los trabajadores esenciales a lo largo y ancho del planeta: nuestros sanitarios, nuestros productores de alimentos, nuestros distribuidores, etc. Si reorientamos la sociedad hacia las necesidades, en lugar de hacia unas carencias creadas artificialmente —Jason expone convincentemente lo mucho que la publicidad distorsiona nuestra vida y nos recuerda que, básicamente, eso es lo único en lo que se basan los titanes como Facebook y Google—, podríamos reconfigurar un mundo en el que todos juntos pudiéramos vivir más satisfechos y menos separados.
Tenemos que llevar a cabo este cambio. Todos lo sabemos. No podemos esperar. Tenemos que cambiar de sistema si queremos impedir que la bestia del crecimiento se nos lleve a todos por delante. Como dijo de forma absolutamente memorable la mayor defensora de XR, Greta Thunberg, al dirigirse a las «élites» mundiales hace unos meses: «Estamos al comienzo de una extinción masiva y de lo único que sabéis hablar es de dinero y de cuentos de hadas sobre crecimiento económico eterno. ¿Cómo os atrevéis?». Tenemos que cambiar de sistema, no por motivos ideológicos, sino sencillamente porque la emergencia lo exige. Es como el racionamiento de alimentos durante la Segunda Guerra Mundial en países como el Reino Unido: aquello no tuvo nada que ver con el socialismo y sí estuvo absolutamente relacionado con la supervivencia. Sin embargo, hizo que la sociedad fuera más igualitaria y que la gente gozara de mejor salud. Ahora vuelve a haber esperanzas de hacer realidad una hermosa casualidad: lo que tenemos que hacer para sobrevivir es lo mismo que lo que tenemos que hacer para tener una vida mejor.
En los primeros capítulos de este libro, Jason narra la terrorífica historia del capitalismo. Es tan deprimente que uno podría sentir deseos de negarla. Pero es cierta. Y tenemos que enfrentarnos a la verdad, tenemos que afrontar la realidad que está detrás de la catástrofe ecológica y climática que estamos sufriendo. Cuando Jason expone la dura verdad de que «el crecimiento del PIB es un indicador del bienestar del capitalismo, no del bienestar de los seres humanos», tenemos que hacerle caso.
No podemos olvidarlo: el colapso ya está teniendo lugar, en las zonas del mundo que menos han hecho para provocarlo y sobre las que rara vez informan los medios de comunicación occidentales. El movimiento para superar nuestro modelo de «crecimiento a cualquier precio» tiene que nacer en solidaridad con el Sur. Si no incluye la descolonización y las reparaciones, no estará abordando el fondo del asunto.
En esta sociedad tendemos a pensar que una mayor innovación tecnológica es la forma de solucionar nuestros problemas. Pero ¿por qué no tenemos las mismas ansias de imaginar también una mayor innovación social? Demuestra una enorme falta de imaginación que nos quedemos en el capitalismo, que demos por sentado que es la única opción. ¡No! Somos seres creativos. Tenemos más imaginación que eso. Podemos innovar de muchísimas formas. Menos es más no ofrece la respuesta, pero sí ofrece claramente la posibilidad de que exista una respuesta y la promesa de que es posible que haya otras, siempre y cuando estemos dispuestos a preguntar y a buscar y tengamos la determinación para hacerlo.
Por encima de todo, Menos es más proporciona una especie de prueba de que lo que estamos reclamando no tiene nada de ingenuo. Al contrario: si de verdad uno está dispuesto a enfrentarse a la realidad, no hay nada más ingenuo que la fantasía de seguir manteniendo el statu quo durante mucho más tiempo.
Jason no dedica mucho tiempo en este libro a asomarse al abismo de qué pasará si al final acabamos fracasando. Por ahora, XR está triunfando porque hay un número cada vez mayor de personas que por fin están dispuestas a enfrentarse a sus miedos —e incluso a su pérdida de esperanza— sobre el (probable) colapso y a comprometerse a hacer algo significativo al respecto. Tú también puedes contribuir a ese proceso. Puedes adoptar la postura, cada vez más extendida, de reconocer con sinceridad el camino que han tomado nuestras sociedades. Y, a continuación, sumarte a la rebelión contra ese falso destino, contra el actual rumbo hacia la autodestrucción.
Quien esté de acuerdo con la concepción del futuro que presenta Jason en este libro tiene la profunda responsabilidad de actuar en consecuencia. De convertir esa concepción en una realidad y de evitar la alternativa. Y eso, por necesidad, implica emprender acciones radicales para transformar el statu quo rápidamente, de formas que trascienden las capacidades de la política normal. El momento poscoronavirus puede ser la última oportunidad de la humanidad de aprender de nuestra vulnerabilidad colectiva para formular y hacer realidad una concepción del mundo mucho más igualitaria y mucho más sostenible.
El libro de Jason interpreta el mundo de un modo absolutamente brillante. Ahora únete a nosotros para cambiarlo.
Rebeldes hasta la muerte rebelándose por la vida.
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UPERT
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OFI
M
AWULI
K
LU
Inglaterra, abril de 2020
imagenIntroducción
Bienvenidos al Antropoceno
«Mi corazón se conmueve ante todo lo que no puedo salvar. Tanta destrucción. Debo unirme a aquellos que a lo largo de los tiempos, perversamente, sin ningún poder extraordinario, reconstituyen el mundo».
ADRIENNE RICH
A veces te das cuenta de algo que te asalta sin avisar, como un recuerdo que llega sin hacer ruido: tan solo un leve indicio de que algo no va bien.
Durante mi infancia en Esuatini, el pequeño país del sur de África anteriormente conocido como Suazilandia, mi familia tenía una vieja camioneta Toyota destartalada, del tipo de las que se veían por todas partes en la región en los años ochenta. Después de un trayecto largo, yo tenía que ayudar a limpiar la calandra y quitar todos los insectos que se habían acumulado en la rejilla. A veces había hasta tres capas: mariposas, polillas, avispas, saltamontes, escarabajos de todos los tamaños y colores habidos y por haber; decenas o incluso centenares de especies. Recuerdo a mi padre contándome que los insectos que había en la Tierra pesaban más que todos los demás animales juntos, incluidos los humanos. Aquella idea me maravillaba y me daba cierto consuelo. De pequeño, me preocupaba el futuro de la naturaleza, como creo que les pasa a muchos niños, así que aquella historia sobre los insectos me convencía de que todo iba a ir bien. Era reconfortante que me recordaran que existía una abundancia aparentemente inagotable de vida. Aquel dato me venía a la cabeza en las noches calurosas que pasábamos sentados en el porche junto a nuestra casita con tejado de chapa, deseando que corriera un poco de viento, observando a las polillas y los escarabajos pulular alrededor de la luz, esquivando a los murciélagos que de vez en cuando descendían en picado en busca de su cena. Empezaron a fascinarme los insectos. Hubo una época en que me dediqué a intentar identificar todas las especies de alrededor de nuestra casa, corriendo de un lado para otro con una libreta y un boli en la mano. Al final tuve que rendirme. Había tantas que era imposible contarlas.
Mi padre aún sigue contando de vez en cuando aquella vieja historia sobre los insectos, siempre con ese tono de entusiasmo que usan los padres al contar las cosas, como si fuera algo que acabara de descubrir. Pero ahora ya no suena del todo creíble. De alguna forma, ahora las cosas parecen distintas. Cuando he vuelto al sur de África en los últimos años para alguna investigación, he acabado con la rejilla del coche más o menos limpia, incluso después de un trayecto largo. Igual se queda atrapada alguna que otra mosca, pero nada que ver con lo de entonces. A lo mejor es simplemente que los insectos tienen un especial protagonismo en mis recuerdos de infancia. O a lo mejor está ocurriendo algo más preocupante.
* * *
A finales de 2017, un equipo de científicos informó de unos hallazgos extraños y bastante alarmantes. Durante décadas, habían estado contando minuciosamente los insectos de varias reservas naturales de Alemania. Esto es algo que muy pocos científicos se han dedicado a hacer —la pura abundancia de insectos hace que tal ejercicio parezca innecesario—, así que todo el mundo tenía curiosidad por ver qué conclusiones arrojaría el estudio. Los resultados fueron demoledores: los científicos descubrieron que tres cuartas partes de los insectos voladores de las reservas naturales de Alemania habían desaparecido en un periodo de veinticinco años y concluyeron que la causa era la conversión de los bosques circundantes en terrenos agrícolas y el subsiguiente uso intensivo de productos agroquímicos.
El estudio se hizo viral y acaparó titulares en todo el mundo. «Parece que estamos convirtiendo enormes extensiones de tierra en lugares inhóspitos para la mayoría de las formas de vida y vamos encaminados al apocalipsis ecológico —afirmó un miembro del equipo—. Si nos quedamos sin insectos, todo lo demás se viene abajo».[1] Los insectos son esenciales para la polinización y la reproducción de las plantas, se encargan de descomponer los residuos orgánicos y transformarlos en suelo, y proporcionan una fuente vital de alimento para miles de especies más. Por insignificantes que parezcan, son componentes claves del tejido de la vida. Confirmando estos temores, dos estudios revelaron unos meses más tarde que el descenso de las poblaciones de insectos había provocado una caída drástica en el número de aves en los terrenos agrícolas de Francia. Las cifras medias habían descendido un tercio en solo quince años, y las de algunas especies —como el bisbita pratense y la perdiz— se habían desplomado nada menos que un 80 por ciento.[2] Ese mismo año llegaron noticias de China de que la desaparición de insectos había provocado una crisis en la polinización, acompañadas de inquietantes fotografías de trabajadores desplazándose de planta en planta para polinizar los cultivos a mano.
El problema no es exclusivo de estas regiones. El descenso de las poblaciones de insectos parece ser un fenómeno generalizado. Es difícil evaluar las tendencias a escala continental o mundial, pero los datos no son nada halagüeños. Las investigaciones han revelado que la abundancia de insectos terrestres ha ido descendiendo en torno a un 9 por ciento por década[3] y que, actualmente, al menos una de cada diez especies se encuentra en peligro de extinción.[4] Son cifras alarmantes. Además, dan motivos para preocuparse por la posibilidad de que se produzcan «extinciones en cadena» (que la destrucción de una especie provoque el declive de otras), lo que agrava la pérdida de la biodiversidad de formas que resultan impredecibles.[5] La crisis se ha vuelto tan grave que, en 2020, un grupo de científicos publicó una «advertencia a la humanidad» sobre la extinción de insectos. «Con las extinciones de insectos, perdemos mucho más que especies», escribieron. Perdemos «partes importantes del árbol de la vida», pérdidas que «dan lugar al deterioro de servicios ecosistémicos claves de los que depende la humanidad».[6] Reflejando este mismo sentir, el informe de un simposio reciente de expertos mundiales en la biodiversidad de los insectos se abría con cinco sencillas pero funestas palabras: «La naturaleza se encuentra asediada».[7]
* * *
Este no es un libro sobre el apocalipsis. Es un libro sobre la esperanza. Trata sobre cómo podemos sustituir una economía organizada en torno a la dominación y la extracción por una basada en la reciprocidad con el mundo viviente. Antes de iniciar ese viaje, sin embargo, es importante que entendamos lo que hay en juego. La crisis ecológica que está teniendo lugar a nuestro alrededor es mucho más grave de lo que solemos pensar. No son solo un par de problemas aislados, algo que pueda solucionarse interviniendo sobre algún aspecto concreto aquí y allá mientras todo lo demás sigue igual. Lo que está teniendo lugar es el colapso de múltiples sistemas interrelacionados, sistemas de los que dependemos fundamentalmente los seres humanos. Si ya estás al corriente de lo que está ocurriendo, quizá quieras pasar por encima de esta parte. Si no, prepárate. No son solo los insectos.
La vida en una era de extinción masiva
Quizá en su momento parecía una buena idea: traspasar tierras a grandes empresas, destruir todos los setos y árboles, sembrarlo todo con un único cultivo, rociarlo desde aviones y recolectar los frutos con cosechadoras gigantes. A partir de mediados del siglo XX, se transformaron paisajes enteros según la lógica totalitaria del beneficio industrial (la mayoría para producir piensos para el ganado), con el objetivo de maximizar la extracción. Lo llamaron la revolución verde, pero, desde el punto de vista ecológico, aquello no tuvo nada de «verde». Al reducir ecosistemas complejos a una única dimensión, todo lo demás se volvió invisible. Nadie se dio cuenta de lo que les estaba ocurriendo a los insectos y a las aves. Ni siquiera al propio suelo.
Si alguna vez has cogido con la mano un puñado de tierra bien oscura, fragante y fecunda, sabrás que está absolutamente llena de seres vivos: lombrices, larvas, insectos, hongos y millones de microorganismos. Esa vida es lo que hace los suelos resilientes y fértiles. Pero durante los últimos cincuenta años, la agricultura industrial, con su dependencia de los métodos agresivos de labranza y de los productos químicos, ha ido destruyendo los ecosistemas del suelo a un ritmo vertiginoso. La velocidad a la que se está erosionando el suelo agrícola cultivado con métodos industriales es cien veces superior a la velocidad de formación.[8] En 2018, un científico de Japón hizo el esfuerzo de revisar los datos existentes sobre poblaciones de lombrices de tierra de todo el mundo y descubrió que, en las explotaciones agrícolas industriales, la biomasa de lombrices ha disminuido drásticamente, un 83 por ciento. En paralelo a la desaparición de las lombrices de tierra, además, el contenido orgánico de los suelos se ha reducido más de un 50 por ciento. Nuestros suelos se están convirtiendo en tierra sin vida.[9]
Algo parecido está sucediendo en nuestros océanos. Cuando vamos al supermercado, damos por supuesto que vamos a encontrar todos esos pescados que tanto nos gustan: bacalao, merluza, abadejo, salmón, atún; especies que ocupan un lugar central en las dietas de los seres humanos en todo el mundo. Pero esta sencilla certeza está empezando a resquebrajarse. Existen datos recientes que indican que actualmente el 34 por ciento de las poblaciones de peces de las pesquerías marinas del mundo están sobreexplotadas y en declive, el triple que en la década de 1970.[10] En el Reino Unido, la de eglefinos ha descendido hasta el 1 por ciento del volumen que tenía en el siglo XIX; la de fletanes, esos majestuosos gigantes marinos, hasta la quinta parte del 1 por ciento.[11] Por primera vez desde que existen datos, las capturas de peces están empezando a disminuir en todo el mundo.[12] En la región de Asia-Pacífico, las poblaciones de peces explotables podrían descender a cero antes de 2048 si continúan las tendencias actuales.[13]
Casi todo esto se debe a la pesca excesiva llevada a cabo mediante métodos agresivos. Igual que con la agricultura, las grandes empresas han convertido la pesca en una operación bélica, utilizando megaarrastreros industriales que barren el fondo del mar en busca de unos peces cada vez más escasos, extrayendo centenares de especies para pescar las pocas que tienen «valor» en el mercado y convirtiendo con ello jardines de coral y coloridos ecosistemas en llanuras sin vida. La búsqueda frenética de beneficios ha diezmado paisajes marinos enteros. Pero también intervienen otros factores. Las sustancias químicas empleadas en la agricultura, como el nitrógeno y el fósforo, están llegando a los ríos y acabando en el mar, lo que origina gigantescas floraciones de algas que dejan sin oxígeno a los ecosistemas que se encuentran debajo. Junto a las costas de regiones industrializadas como Europa y Estados Unidos se extienden inmensas «zonas muertas». Muchos de nuestros mares, en su día rebosantes de vida, se están quedando inquietantemente vacíos, más poblados por plástico que por peces.
Los océanos también están sufriendo los efectos del cambio climático. Más del 90 por ciento del calor del calentamiento global es absorbido por el mar.[14] Los océanos actúan como una barrera que nos protege de los peores efectos de nuestras emisiones, pero están sufriendo las consecuencias de ello: el calentamiento de los océanos hace que se alteren los flujos de nutrientes, se rompan las cadenas tróficas y desaparezcan grandes cantidades de hábitats marinos.[15] Al mismo tiempo, las emisiones de carbono están acidificando los océanos. Esto es problemático, ya que la acidificación de los océanos ha causado extinciones masivas en el pasado. Tuvo un papel clave en la última, hace 66 millones de años, cuando el pH oceánico descendió 0,25 unidades, una pequeña alteración que bastó para acabar con el 75 por ciento de las especies marinas. Con nuestra trayectoria de emisiones actual, el pH oceánico descenderá 0,4 unidades antes de finales de este siglo.[16] Sabemos los problemas que puede provocar esto. Los estamos viendo venir. Es más, ya estamos empezando a presenciarlos en tiempo real: los animales marinos están desapareciendo el doble de rápido que los terrestres.[17] Muchos ecosistemas coralinos están sufriendo el descoloramiento y quedando convertidos en esqueletos inertes. Según los testimonios de los buzos, incluso los arrecifes situados en zonas remotas que en tiempos rebosaban de vida se encuentran ahora envueltos en un olor nauseabundo a carne en descomposición.
* * *
Lo que empieza siendo una vaga intuición sobre las polillas y los escarabajos, los leves destellos de un recuerdo de infancia, se convierte en una dolorosa constatación, como un puñetazo en el estómago. Estamos caminando como zombis hacia un evento de extinción masiva, el sexto en la historia de nuestro planeta y el primero causado por la actividad económica humana. Actualmente se están produciendo extinciones a un ritmo mil veces superior a la tasa de extinción normal.[18]
Hace unos años, prácticamente nadie hablaba de esto. Igual que mi padre con sus historias sobre los insectos, todo el mundo daba por sentado que el tejido de la vida siempre permanecería intacto. Ahora la situación es tan grave que las Naciones Unidas han creado un grupo de trabajo especial para monitorizarla, la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES). En 2019 publicó su primer informe exhaustivo, una evaluación pionera de las especies de seres vivos del planeta basada en datos de 15.000 estudios de todo el mundo y que representa el consenso de centenares de científicos. Concluyó que la biodiversidad del planeta está disminuyendo a un ritmo cada vez mayor y sin precedentes en la historia de la humanidad. Actualmente, alrededor de un millón de especies corren el peligro de extinguirse, muchas de ellas en cuestión de décadas.[19]
Me quedo mirando estas cifras una y otra vez, pero no consigo que cobren sentido. Da la sensación de que es todo surrealista, como un delirio febril en el que el mundo parece una cosa extraña, insólita y descomedida. Robert Watson, el presidente de la IPBES, describió el informe de las Naciones Unidas como «funesto». «La salud de los ecosistemas de los que dependemos nosotros y todas las demás especies se está deteriorando más deprisa que nunca —afirmó—. Estamos erosionando los cimientos mismos de nuestras economías, medios de vida, seguridad alimentaria, salud y calidad de vida en todo el mundo». Anne Larigauderie, la secretaria ejecutiva, fue todavía más rotunda: «Actualmente estamos exterminando a todos los seres vivos no humanos de manera sistemática». Los científicos no se caracterizan por su uso de un lenguaje exaltado. Prefieren escribir con un tono neutral, objetivo. Al leer estos informes, sin embargo, es imposible no darse cuenta de que muchos se han visto obligados a cambiar de registro. En un estudio reciente publicado en la prestigiosa Proceedings of the National Academy of Sciences, una revista sobria y conservadora, se describía la crisis de extinción como una «aniquilación biológica» y se concluía que representa un «aterrador ataque a los cimientos de la civilización humana». «La humanidad acabará pagando un precio muy alto —escribieron los autores— por destruir el único entramado de vida que conocemos en el universo».[20]
Esto es lo que pasa con la ecología: que todo está conectado. Nos cuesta entender cómo funciona porque estamos acostumbrados a ver el mundo como una serie de elementos individuales, en lugar de como conjuntos complejos. De hecho, así es como nos han enseñado a pensar incluso en nosotros mismos, como individuos. Se nos ha olvidado cómo prestar atención a las relaciones entre unas cosas y otras. Los insectos que son necesarios para la polinización; las aves que controlan las plagas en los cultivos; las larvas y las lombrices que resultan esenciales para la fertilidad del suelo; los manglares que purifican el agua; los corales de los que dependen las poblaciones de peces: estos sistemas vivos no existen «al margen», desconectados de los seres humanos. Al contrario: nuestros destinos están ligados. De una forma muy real, somos lo mismo.
Es imposible comprender debidamente nuestra crisis ecológica utilizando el mismo pensamiento reduccionista que la ha originado. Esto se hace especialmente evidente cuando hablamos del cambio climático. Tendemos a pensar que el cambio climático tiene que ver ante todo con la temperatura. A mucha gente esto no le preocupa especialmente, ya que nuestra experiencia cotidiana de la temperatura es que unos pocos grados no suponen una gran diferencia. Pero la temperatura no es más que el principio: es el hilito que se ha salido del tejido del jersey.
Algunas de las consecuencias del aumento de la temperatura son evidentes, ya que podemos verlas y experimentarlas directamente. El número de tormentas extremas anuales se ha duplicado desde la década de 1980.[21] Ahora se producen con tanta frecuencia que hasta los espectáculos insólitos se nos mezclan en la memoria. Recordemos que, solo en el año 2017, el continente americano recibió el embate de algunos de los huracanes más destructivos de los que se tiene constancia. Harvey arrasó enormes extensiones de territorio en Texas; Irma dejó Barbuda prácticamente inhabitable; María sumió a Puerto Rico en meses de oscuridad y destruyó el 80 por ciento del valor de los cultivos de la isla. Estos fueron huracanes de categoría 5, los más severos. Este tipo de tormentas solo deberían ocurrir una vez por generación, pero en 2017 se sucedieron una tras otra, dejando una estela de caos y destrucción a su paso.
El aumento de las temperaturas también ha desencadenado olas de calor mortíferas. La que sacudió Europa en 2003 dejó una cifra asombrosa de víctimas mortales, 70.000 personas en apenas unos días. Francia fue el país más afectado, con temperaturas superiores a los 40 grados durante más de una semana. Las cosechas de trigo descendieron un 10 por ciento por la sequía que arrasó el continente. Moldavia vio diezmada toda su cosecha. Tres años más tarde volvió a suceder y las temperaturas batieron récords en todo el norte de Europa. En 2015, las olas de calor que azotaron la India y Pakistán mantuvieron los termómetros por encima de los 45 grados y dejaron más de 5000 muertos. En 2017, una ola de calor en Portugal ocasionó incendios forestales que arrasaron los bosques del país. Las carreteras quedaron convertidas en cementerios, con gente que se abrasó viva al intentar huir en coche, y el humo tiñó el cielo de negro hasta en Londres. En 2020, en Australia, los incendios forestales obligaron a la gente a refugiarse en las playas y provocaron escenas que recuerdan a las de una película apocalíptica. Murieron nada menos que mil millones de animales salvajes. Los incendios dejaron imágenes espeluznantes de paisajes salpicados de canguros y koalas calcinados.
Esta clase de fenómenos se perciben como algo real y tangible. Se traducen en titulares en los medios de comunicación. Pero eso no sucede con los aspectos más peligrosos del cambio climático. Al menos por ahora. Hasta la fecha, apenas hemos incrementado la temperatura 1 grado centígrado con respecto a los niveles preindustriales. En 2020, y según nuestra trayectoria actual, llevamos camino de alcanzar un aumento de hasta 4 grados antes de finales de siglo. Aun tomando en consideración los compromisos de reducción de las emisiones adoptados por los países en el marco del Acuerdo de París —que son voluntarios y no vinculantes—, las temperaturas globales aumentarán nada menos que 3,3 grados. Estos no son cambios menores. Los seres humanos nunca han vivido en un planeta así. ¿La ola de calor mortífera que sacudió Europa en 2003? Eso será un verano normal. España, Italia y Grecia se convertirán en desiertos, con un clima más parecido al del Sáhara que al del Mediterráneo que conocemos hoy. Oriente Próximo quedará sumido en una sequía permanente.
Al mismo tiempo, la subida del nivel del mar transformará nuestro mundo hasta volverlo casi irreconocible. Por ahora, el nivel del mar ha subido unos 20 centímetros desde 1900. Incluso un aumento aparentemente pequeño como ese ha incrementado la frecuencia de las inundaciones y la peligrosidad de las marejadas de las tormentas. Cuando el huracán Michael golpeó Estados Unidos en 2018, la marejada provocó una elevación de 4,3 metros del nivel del mar que dejó algunas zonas de la costa de Florida convertidas en un paisaje dantesco de casas hechas pedazos y trozos de metal retorcido. Si seguimos comportándonos como hasta ahora, todo esto se volverá mucho peor. De hecho, incluso si cumplimos el objetivo de París de mantener el aumento de la temperatura por debajo de 2 grados, se prevé que el nivel del mar suba entre 30 y 90 centímetros más de aquí a que acabe este siglo.[22] Teniendo en cuenta los daños que ha causado una elevación de 20 centímetros, cuesta imaginar cómo serán las cosas cuando la subida sea hasta cuatro veces mayor. Ya solo las marejadas serán catastróficas. En comparación con ellas, el muro de olas desatado por el huracán Michael va a parecer una imagen pintoresca. Y si las temperaturas aumentan 3 o 4 grados, el nivel del mar subirá 100 centímetros, puede que 200. Muchas de las regiones costeras del planeta quedarán sumergidas. Gran parte de Bangladés, donde viven 164 millones de personas, desaparecerá. Sin enormes infraestructuras de defensa de las costas, ciudades como Nueva York y Ámsterdam estarán permanentemente inundadas, al igual que Yakarta, Miami, Río de Janeiro y Osaka. En esas condiciones, infinidad de personas se verían obligadas a abandonar sus hogares. Todo eso en este siglo.
Aun así, por desastroso que probablemente vaya a ser todo esto, tal vez el efecto más preocupante del cambio climático tenga que ver con algo mucho más cotidiano: los alimentos. La mitad de la población de Asia depende del agua procedente de los glaciares del Himalaya, no solo para beber y cubrir otras necesidades domésticas, sino también