Huella Sur
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A través de seis relatos provenientes de la geografía de América del Sur, Huella Sur recoge los rastros que dejaron europeos y africanos en su etapa inicial de llegada a estas tierras y revela la presión ejercitada sobre las culturas nativas.
La historia de amor fue imaginada en torno a un cuadro que cuelga de las paredes de un convento de claustro de la ciudad de Cochabamba, Bolivia, mientras la marca de los esclavos recorre el Callao y Cuzco de Perú, así como las aguas de Colombia. Con tanto extraño y tantas extrañezas alrededor, los nativos, convertidos en indios, entraron a la historia del mundo a fuerza de látigo y de ser avergonzados. La Espera habla de sus constantes esfuerzos por traer del pasado a sus ancestros y por rehacerse. El mundo podría mirar el lado sur para (re)conocer estas señales.
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Huella Sur - Gloria Eyzaguirre
De amores enclaustrados
I
¿Y dónde queda el infierno?
El cielo, claro está, sobre mi cabeza, se decía Francisco Manuel durante las misas diarias, y cuando pensaba en lo opuesto, miraba debajo de sus pies, por aquello de descendió a los infiernos
.
Cuando uno moría y sus actos eran correctos, el alma se desprendía del cuerpo y probablemente volaba hacia Dios, de lo contrario, le esperaba el fuego y las torturas eternas. ¿En el subsuelo? Excavando, tal vez, podría encontrarse el infierno, o tal vez así despertaron al señor de aquel lugar.
Mirando hacia abajo, también, descubrió el escozor más agradable del mundo mientras tocaba su pene y sus testículos, y desde entonces, siempre que pudo buscó la soledad para contemplarse y comunicarse con su cuerpo, de modo que la sangre blanca que le manaba, dejó de asustarle. En esos afanes le apareció el bigote, el vello en el pecho y el pubis; su voz cantarina se hizo más segura y gruesa y su cuerpo creció y manifestó musculatura, y también se anotició, a través del cura confesor, que aquello que lo llenaba de gozo se catalogaba como pecado de la carne y condenaba al infierno. Por supuesto, no confesó todo y en sus noches de seminarista se entregó con más vehemencia a su placer, aunque cada vez con mayor temor a la furia divina y con un creciente sentimiento de culpa que lo tornó alerta.
Sin embargo, tuvo que descubrir las piedras removibles y el pasadizo insospechado de los curas hacia el convento y hacia los cuartos secretos, para percatarse que el tal pecado debía estar ligado a la mirada y a la ansiedad de otro cuerpo y al recuerdo de esa ansiedad. A través de unas rendijas pudo ver por primera vez los pechos de una mujer/monja, y ello lo trastornó. Desde entonces, no desdeñó ninguna ocasión para visitar a las enclaustradas: qué placer ver la espalda y los pechos de las más tiernas, encerradas desde sus quince años. Sin ellas, probablemente jamás habría visto aquellas blancas y redondas formas acabadas en frutos del color de los duraznos, y no habría tenido imágenes para experimentar.
Generosas por las circunstancias, las chiquillas se juntaban de cinco en cinco, vigiladas por la monja vieja, y asidas a sus látigos se aplicaban desesperados