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Navegando en Solitario Alrededor del Mundo: Joshua Slocum
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Libro electrónico293 páginas7 horas

Navegando en Solitario Alrededor del Mundo: Joshua Slocum

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Navegando en Solitario al Rededor del Mundo, es un libro de memorias de Joshua Slocum que narra su fabulosa aventura de dar la vuelta al mundo, llevada a cabo a finales del siglo IX. Slocum fue la primera persona en lograr la hazaña navegando solo. El capitán Slocum era un navegante y constructor de barcos muy experimentado y para lograr su hazaña reconstruyó una balandra abandonada llamada Spray durante un período de 13 meses. Entre el 24 de abril de 1895 y el 27 de junio de 1898, Slocum, a bordo del Spray, cruzó dos veces el Atlántico, el Estrecho de Magallanes y cruzó el Pacífico. También visitó Australia y Sudáfrica antes de cruzar el Atlántico (por tercera vez) para regresar a Massachusetts tras un viaje de 46.000 millas.
Su libro, publicado en 1900, fue un éxito inmediato e influyó en muchos otros aventureros para también intentaran hazañas similares. Navegando en Solitario al Rededor del Mundo es un delicioso libro de aventuras, de esos que odiamos tener que interrumpir la lectura y que, al final, nos hace sentir envidia por las hazañas realizadas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2022
ISBN9786558941880
Navegando en Solitario Alrededor del Mundo: Joshua Slocum
Autor

Joshua Slocum

Born in Nova Scotia, Canada, Joshua Slocum was the first man to sail single-handedly around the world. An international bestseller, Sailing Alone Around the World was a critical success upon its publication in 1900. Slocum enjoyed widespread fame in the English-speaking world, including an invitation to speak at a dinner in honor of Mark Twain, until his disappearance while aboard his boat the Spray in 1909. At the time, it was believed his boat had been run down by a steamer or struck by a whale, however it was later determined that the Spray could also have easily capsized. Despite a lifetime at sea, Slocum never learned to swim. He was declared legally dead in 1924.

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    Navegando en Solitario Alrededor del Mundo - Joshua Slocum

    cover.jpg

    Joshua Slocum

    NAVEGANDO EN SOLITARIO

    ALREDEDOR DEL MUNDO

    Título original:

    Sailing Alone Around the World

    1a edición

    img1.jpg

    Isbn: 9786558941880

    Prefacio

    Amigo Lector

    Navegando en Solitario al Rededor del Mundo, es un libro de memorias de Joshua Slocum que narra su fabulosa aventura de dar la vuelta al mundo, llevada a cabo a finales del siglo IX. Slocum fue la primera persona en lograr la hazaña navegando solo.

    El capitán Slocum era un navegante y constructor de barcos muy experimentado y para lograr su hazaña reconstruyó una balandra abandonada llamada Spray durante un período de 13 meses. Entre el 24 de abril de 1895 y el 27 de junio de 1898, Slocum, a bordo del Spray, cruzó dos veces el Atlántico, el Estrecho de Magallanes y cruzó el Pacífico. También visitó Australia y Sudáfrica antes de cruzar el Atlántico (por tercera vez) para regresar a Massachusetts tras un viaje de 46.000 millas.

    Su libro, publicado en 1900, fue un éxito inmediato e influyó en muchos otros aventureros para que también intentaran hazañas similares.

    Navegando en Solitario al Rededor del Mundo es un delicioso libro de aventuras, de esos que odiamos tener que interrumpir la lectura y que, al final, nos hace sentir envidia por las hazañas realizadas.

    Una Excelente lectura

    LeBooks Editora

    Sumario

    PRESENTACIÓN

    NAVEGANDO EN SOLITARIO ALREDEDOR DEL MUNDO

    PRESENTACIÓN

    Sobre el autor

    JOSHUA SLOCUM (20 de febrero de 1844 - 14 de noviembre 1909) fue el primer hombre en navegar en solitario alrededor del mundo. Canadiense de nacimiento, nacionalizado estadounidense, marino y aventurero, y un destacado escritor. En 1900 contó su aventura en Navegando en solitario alrededor del mundo. Desapareció en noviembre de 1909, mientras navegaba a bordo de su barco, el Spray.

    A los doce años se independizó de su familia, enrolándose en los pesqueros de la bahía de Fundy. La escuela del mar fue dura y provechosa para él, y nueve años más tarde, después de haber pasado por todos los empleos de a bordo, obtuvo su primer mando de capitán en el Northern Light.

    Constructor, arquitecto naval, pescador, armador, Slocum tuvo siempre trabajos relacionados con la mar; pero nada le hacía tan feliz como la navegación en solitario, que practicaba a la menor ocasión. Esta pasión le llevó en el año 1895, a dar la primera vuelta al mundo en solitario, en un pequeño velero que él mismo había reconstruido de una arrumbada balandra.

    El logro de Slocum fue más que destacable, ya que su yola Spray, de 11.2 metros, no incluía ninguno de los aparatos de navegación, ni de las velas que los regatistas actuales consideran imprescindibles para llevar a cabo tal aventura. No existía la navegación por satélite, ni los pilotos automáticos, ni los enrolladores, ni los winches automáticos; pero a pesar de todo, el pequeño barco de Slocum estaba tan bien equilibrado que podía mantener el rumbo correcto durante semanas hasta llegar a puerto; un hecho que incluso los mejores marineros de la época encontraban difícil de creer. El Spray recorrió 46.000 millas alrededor del mundo durante 3 años, 2 meses y 2 días. Ningún otro barco en la historia ha realizado jamás, en circunstancias similares, esta hazaña en un viaje tan largo e ininterrumpido.

    Slocum inició su última singladura el 4 de septiembre de 1909, con la intención de remontar el Orinoco. Ni de su querido barco ni de él, se han vuelto a tener noticias. Continúa, sin embargo navegando en el corazón de todos los marinos.

    Sólo a un marino mercante se le podía haber ocurrido llevar a cabo una singladura como la que emprendió Joshua el 24 de abril de 1895, en plena transición entre la época dorada de los grandes clípers y la llegada del vapor. Por la proa de su Spray, velero de 37 pies de eslora aparejado en yol y completamente reconstruido por el propio Slocum, desfilaron 46.000 millas en una aventura que le llevaría a cruzar tres veces el Atlántico para dar la vuelta al mundo en solitario.

    Maestro de maestros, de Slocum han hablado todos los grandes de la navegación a vela y todos ellos han envidiado, en mayor o menor medida, las cualidades marineras del Spray y sus fantásticas aptitudes para mantener el rumbo sólo con el equilibrio de sus velas. Slocum fue, sin pretenderlo, con su saber y su coraje, el indiscutible padre de la vela moderna de crucero; sus cualidades de escritor y narrador convierten este libro en uno de los clásicos indispensables entre los relatos de navegación, viaje y aventura.

    Sobre la obra: Navegando en solitario alrededor del mundo

    He aquí un apasionante libro del mar que en su día causó sensación y que, merecidamente, todavía tiene gran actualidad entre los aficionados a los barcos y a la navegación a vela en todos los países occidentales. Vio la luz con la llegada del siglo XX, y causó fuerte impacto porque el que un solo hombre a bordo de una balandra de doce toneladas y sin más medios de propulsión que su aparejo de lona, pretendiera haber dado — por primera vez en la historia de la navegación mundial — la vuelta al globo terráqueo, doblando por si fuera poco los terribles cabos de Hornos y de Buena Esperanza, fue puesto en duda por los eternos desconfiados y los perennes envidiosos. Hasta el punto de que su autor y protagonista, cansado sin duda de maliciosas insinuaciones y de preguntas envenenadas, solicitó en la isla de Ascensión, poco antes de volver a la mar, que el personal de aquella fortaleza de la Armada británica fondeada en medio del Atlántico fumigase su barco y le entregara un certificado al respecto, demostrativo de que ninguna persona se escondía a bordo del Spray.

    Hoy nadie pone en duda el periplo de Slocum. Sus epígonos fueron y siguen siendo numerosos en todo el mundo, pero ninguno podrá arrebatarle la gloria de haber sido el pionero y también el primer navegante solitario que escribió un libro sobre su formidable aventura. Introvertido, alma sufrida y sensible, pero con un gran sentido práctico de las cosas, Slocum nos ha dejado un magnífico relato. Aunque a veces, tal vez por un exceso de modestia, se limite a mencionar escuetamente los hechos y guarde para sí las emociones que le produjeron.

    Como cuando una noche oscura en medio del Atlántico, hallándose Slocum en la cabina de su velero, envuelto en un silencio que casi hacía daño, oye de pronto voces humanas — la mar también tiene voz — sube velozmente a cubierta y descubre un gran barco de tres mástiles que se deslizaba raudo junto al Spray ¡a toca penóles!, como se decía entonces, y que no le pasó por ojo por cuestión de centímetros; o al borde de destrozarse, una terrible noche de tempestad, entre las lívidas rompientes — las mismas que ya habían espantado a Charles Darwin a bordo del Beagle — de la llamada «Vía Láctea» del mar, cerca del cabo de Hornos; para no hablar de la flecha asesina disparada por un salvaje fueguino, que se clava, vibrante, en el mástil del Spray, muy cerca de la cabeza de Slocum...

    Lo que de ninguna manera puede disimular Joshua Slocum, aunque a veces parezca proponérselo, es su extraordinaria competencia marinera, probada cien veces durante su viaje de 46.000 millas marinas, y su inmediata, casi instantánea velocidad de reacción frente alas más bruscas e inesperadas emergencias. Como ante aquella su peróla de espanto que barrió y ahogó su barco por espacio de un minuto — ¡que a Slocum se le hizo eterno!  — obligándole a trepar al mástil para salvar la vida. O cuando descubre casualmente, al tener que desplazarse hasta el castillo de proa por haber faltado la escota de la trinquetilla, que el Spray, que navega a toda velocidad por el estrecho de Magallanes, tiene las rocas de una isla que el capitán no ha podido ver antes, prácticamente debajo de la roda.

    Es decir, no hay que perder de vista que Joshua Slocum fue un marino de primera clase y de gran experiencia, su apreciación, por ejemplo, del abatimiento real del Spray no le falló nunca, condiciones sin las cuales el azaroso viaje que relata habría terminado probablemente en tragedia.

    ¿Qué impulsó a este hombre a emprender aquel peligroso y larguísimo periplo en solitario alrededor del mundo? ¿Amor a la aventura, deseos de popularidad, precisión de encontrarse a sí mismo, nostalgia, escapismo, misoginia? La misma pregunta podría hacerse tal vez extensiva a los demás navegantes solitarios que le siguieron y que también nos han dejado relatos de sus azarosas travesías y experiencias marineras: los Vito Dumas, Bardiaux, Moitessier, Hayter, Chichester, etc. Leyendo atentamente entre las páginas de todos ellos, buscando entre líneas, no se encuentra una respuesta clara a dicho interrogante. Quizá porque ni los mismos protagonistas la conocían, o porque las motivaciones fueron múltiples, complejas, mucho más sutiles de lo que a primera vista pudiera parecer.

    En el caso de Slocum, tal vez la clave del arco de la vida de este capitán norteamericano esté en el prematuro fallecimiento de su joven esposa, Virginia A. Walker, que durante trece años le había acompañado constantemente por todos los mares, que le dio tres hijos y una hija, y que le dejó, cuando ella contaba treinta y cinco años de edad, quizá marcado para siempre. «Me apresuré a regresar a bordo para olvidarme otra vez de mí mismo en el viaje», dice, abrumado, en uno de sus raros momentos confidenciales, después de hallar un túmulo anónimo en la perdida Tierra del Fuego. ¿Qué buscó Slocum por los mismos mares que él y Virginia Walker habían surcado y amado juntos?

    Lo que salta a la vista de cualquiera es el gran valor, la tenacidad, la asombrosa resistencia física y espiritual de los protagonistas de estos viajes en solitario, y, desde luego, por encima de todo, su gran amor a la mar; a la mar bella y terrible, pero siempre, como nos recuerda certeramente Joshua Slocum, hecha para navegar.

    Joshua Slocum, enamorado del mar desde su infancia, después de escribir este fascinante libro, volvió a hacerse a la mar varias veces, y volvió con el Spray. aquel extraordinario velero que el marino norteamericano había construido con sus propias manos y que podía navegar sin nadie a la caña, ¡cuando no existía el piloto o timón automático, o de viento!

    En el otoño de 1909, a los sesenta y cinco años, Slocum aparejó por última vez, con la intención de explorar el Orinoco, pasar de éste al río Negro, luego al Amazonas, y regresar al Atlántico. Nunca volvió a saberse de él. Jamás se encontró rastro alguno de Joshua Slocum o del Spray... No lo lamentemos. Tal vez así lo soñó Slocum. Pero los héroes no mueren, sólo se desvanecen, en la calima, entre las olas, entre la espuma del mar.

    Y Slocum, un soñador, está de nuevo aquí, con sus risas y lágrimas, con sus voces del pasado, para llevarte, lector, de su mano noble y segura, al impulso de todos los vientos, con el sabor en los labios del salitre de todos los mares, a través del ancho mundo.

    Ruta del Spray alrededor del mundo 24 de abril de 1895 a 3 de julio de 1898.

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    NAVEGANDO EN SOLITARIO ALREDEDOR DEL MUNDO

    I

    Afición juvenil a la mar. — Capitán del Northern Light. — Pérdida del Aquidneck. — Regreso desde Brasil en la chalupa Liberdade. — El regalo de un «barco». — Reconstrucción del Spray. — Acertijos sobre finanzas, y calafateado. — Botadura del Spray.

    En la hermosa tierra de Nueva Escocia, provincia marítima, hay una cima, llamada la Montaña Norte, que domina por un lado la bahía de Fundy, y el fértil valle de Annápolis por el otro. En la ladera septentrional de dicha cima crece el resistente abeto, de excelente madera, con la cual se han construido muchas clases de barcos. Las gentes de esta costa son intrépidas, tenaces y fuertes, están bien adaptadas para competir en el mundo comercial, y, si el lugar de nacimiento que figura en su certificado es Nueva Escocia, ningún reparo se formulará contra un capitán de marina.

    Yo nací en un frío rincón de la heladora Montaña Norte, un gélido 20 de febrero, y, aunque ciudadano de Estados Unidos, no puede decirse que los de Nueva Escocia seamos «yanquis» en la verdadera acepción de la palabra. En las dos ramas de mis antepasados figuran muchos marinos, y si algún Slocum no ha consagrado su vida a la mar, por lo menos mostrará cierta inclinación a la talla de modelos de barcos y soñará con viajes a ultramar. Mi padre era la clase de hombre que, naufragado en una isla desierta, sabría volver a su tierra con tal de disponer de un cuchillo y de encontrar un árbol. Sabía calibrar a un barco, pero la vieja granja de adobe que alguna calamidad hizo suya, le mantuvo anclado. No temía al viento, y en las reuniones campestres, o para recordar los viejos y buenos tiempos, era un atento oyente de primera fila.

    En cuanto a mí, la maravillosa mar me cautivó desde la infancia. A los ocho años ya había navegado por toda la bahía, con otros chiquillos, arrostrando bastantes probabilidades de perecer ahogado. Al llegar a mozo (con 14 años), ocupé el importante puesto de cocinero a bordo de una goleta de pesca. Pero no permanecí mucho tiempo allí. Al presentar mi primer plato, la tripulación se amotinó y me despidieron por indeseable, sin darme nueva oportunidad de mostrar mis cualidades culinarias. El próximo paso hacia la meta de la felicidad me encontró al pie del mástil de un barco de aparejo enteramente cruzado y que navegaba hacia ultramar. Así llegué a obtener el grado de capitán (a los 25 años) por la vía del sollado, no a través de la camareta de los estudiantes de náutica.

    Mi mejor mando resultó el del espléndido Northern Light, del que fui también copropietario. Tenía perfecto derecho a estar orgulloso de este barco, porque entonces era el mejor velero norteamericano a flote. Después fui armador, y mandé el pequeño Aquidneck, aparejado de barca y que, de todo lo creado por la mano del hombre, me parecía lo más próximo al ideal y la perfección de belleza; y en cuanto a velocidad, con buen viento no tenía nada que envidiar a los vapores. Tras casi veinte años como capitán de este velero, tuve que dejarlo en las costas de Brasil, donde había naufragado en un banco de arena. El viaje de vuelta, que hice con mi familia, hasta Nueva York, lo efectuamos en la chalupa Liberdade, sin contratiempos.

    Todos mis viajes fueron a ultramar. Navegué unas veces como fletador y otras como traficante, principalmente a China, Australia y Japón, y entre las islas de las Especias. La mía no fue precisamente la clase de vida de quien añora la estancia en tierra, cuyas normas y costumbres casi llegué finalmente a olvidar. De modo que al llegar el tiempo en que los fletes escasearon y terminaron por desaparecer para los veleros de altura, y traté de dejar la mar, ¿qué podía hacer en tierra un viejo marino como yo? Me había criado respirando la brisa marina, y había estudiado la mar como tal vez muy pocos hombres lo han hecho, pero, ciertamente, descuidando todo lo demás. Después de navegar, lo que más me atraía era la construcción de buques. Deseaba ser tan competente en una como en otra profesión, y a su debido tiempo y en pequeña escala llegué a realizar mis deseos. Desde la cubierta de aquellos barcos valientes y durante las peores tempestades, había calculado el tamaño y tipo de buque más seguro para resistir toda clase de tiempos y de olas. Así que el viaje que voy a relatarles fue la consecuencia natural, no sólo de mi amor a la aventura, sino también de una larga experiencia de toda la vida.

    Un día de mediados de invierno del año 1892, en Boston, donde, por decirlo así, había sido vomitado por el viejo océano, meditaba sobre si debería de pedir algún mando y ganarme otra vez el pan en la mar, o irme a trabajar al astillero, cuando me topé con un viejo conocido, capitán de ballenero, que me dijo: «Ven a Fairhaven y te daré un barco. Pero, añadió, necesita de algunas reparaciones». Las cláusulas que me expuso resultaban más que satisfactorias para mí. Incluían toda la ayuda que precisara a fin de dejar el barco a son de mar, listo para navegar. De modo que acepté muy complacido, pues ya había descubierto que no podría conseguir trabajo en el astillero sin abonar previamente cincuenta dólares a una Sociedad, y, respecto al mando de algún buque, no había bastantes veleros disponibles. Casi todos nuestros grandes barcos de vela habían sido desarbolados y convertidos en pontones para transportar carbón, y eran ignominiosamente remolcados, por el mascarón de proa, de un puerto a otro, mientras muchos valiosos capitanes tenían que permanecer anclados en tierra.

    Al día siguiente desembarqué en Fairhaven, frente aNewBedford, y descubrí que mi amigo me había gastado una buena broma. También alguien se la había gastado a él durante siete años. El «barco» en cuestión no era más que una viejísima balandra llamada Spray, que los vecinos me dijeron que había sido construido en el año 1 de nuestro siglo. Yacía en medio del campo, a cierta distancia del mar, cuidadosamente apuntalado con escoras y cubierto de lonas.

    No necesito decir que la gente de Fairhaven es ahorrativa y observadora. Durante siete años se habían estado diciendo: «Me pregunto qué va a hacer el capitán Eben Pierce con el viejo Spray». El día que aparecí yo se produjeron ciertos murmullos y comentarios: ¡por fin alguien había venido para trabajar de verdad en el Spray! «Supongo que va a desguazarlo». «No; voy a reconstruirlo». El asombro era grande. «¿Compensará hacerlo?», fue la invariable pregunta a la que durante más de un año tuve que contestar diciendo que yo haría que compensara.

    Para la quilla, mi hacha derribó un fuerte roble cercano, y, por una pequeña cantidad de dinero, el granjero Howurd me la hizo, y también cortó suficiente madera para la armazón (costillar o enramado) del nuevo barco. Con una olla y un autoclave fabriqué una caldera, y sometí las tablas para las cuadernas, que eran rectas, al vapor de agua hasta que se hicieron flexibles. Después las curvé sobre un tronco, donde permanecieron amarradas basta adoptar la debida forma. Cada jornada aparecía algo tangible, fruto de mi trabajo, y los vecinos me hicieron la labor agradable. Resultó un gran día, en el pequeño astillero del Spray, cuando la flamante roda quedó lista y firme a la nueva quilla. Algunos capitanes de los balleneros venían desde muy lejos para supervisar la reconstrucción del Spray, y por unanimidad le concedieron la máxima calificación. Según ellos, el barco «estaba hecho para romper el hielo». Cuando coloqué las bulárcamas (varengas de sobreplán), el más veterano de los capitanes me estrechó la mano calurosamente y declaró que no veía ninguna razón para que el Spray no pudiese navegar a la altura de las costas de Groenlandia. La muy apreciada roda estaba hecha con la madera, contigua a la raíz, de la mejor clase de roble. Más adelante, en las islas Keeling, partiría en dos un buen trozo de coral, sin sufrir ni siquiera un rasguño. Nunca ha crecido mejor madera para un arco que la del roble blanco. Las bulárcamas, igual que la totalidad de las cuadernas, fueron hechas con esta madera, tratadas con vapor y adecuadamente reviradas.

    Estábamos ya bien entrados en marzo cuando empecé a trabajar en serio; el tiempo era frío, y, sin embargo, había muchos «inspectores» para aconsejarme en mi labor. Cuando avistaba algún capitán de ballenero, descansaba un rato sobre mi azuela y me ponía a conversar con él. NewBedford, cuna de los capitanes de ballenero, se halla conectada con Fairhaven por un puente, y el paseo es agradable. Para mí, aquellos curtidos marinos nunca llegaban al astillero con demasiada frecuencia. Fueron sus coloridos relatos sobre la pesca de la ballena en el Artico los que me decidieron a poner un doble juego de bulárcamas en el Spray, a fin de que pudiera resistir bien la presión de los hielos.

    Mientras trabajaba, las estaciones se sucedían con rapidez. Apenas había montado las cuadernas de la balandra cuando ya los manzanos estaban en flor. Poco después aparecieron las margaritas y las cerezas. Cerca del lugar donde el antiguo Spray se había desintegrado reposaban las cenizas de John Cook, un venerado padre peregrino. De modo que el nuevo Spray surgía en realidad de un camposanto. Desde la cubierta de mi embarcación podía alargar la mano y recoger las cerezas que crecían sobre la pequeña tumba. Los tablones para el forro del barco, que muy pronto empecé a colocar, eran de pino de Georgia y tenían 3,8 centímetros de espesor. La faena de forrar el Spray resultó tediosa, pero, una vez terminada, el calafateado fue fácil. Los bordes exteriores quedaron ligeramente abiertos para recibir la estopa, pero los interiores iban tan juntos, que a través de ellos yo no podía ver la luz del día. Todas las cabezas de las tablas quedaron afirmadas con pernos pasantes y tuercas, que las trincaban bien contra las cuadernas, de modo que no pudieran tener juego entre ellas. Empleé también muchos pernos y tuercas en otras partes de la construcción; en total, cerca de un millar. Mi propósito era hacer un barco fuerte y resistente.

    Ahora bien, hay una norma del «Lloyd» que señala que si un barco, digamos el Jane, se reconstruye hasta quedar enteramente nuevo, sigue siendo el Jane.

    El Spray cambió su ser tan gradualmente, que resultó difícil señalar en qué momento moría la vieja balandra y nacía la nueva, lo que tampoco me importaba mucho. Hice las regalas con puntales de batayola de roble blanco y 35,5 centímetros de altura, cubiertos con tablas de pino blanco, de 17,8 centímetros, y las calafateé con cuñas finas de cedro. Desde entonces han permanecido perfectamente firmes. Construí la cubierta con tablones de pino blanco de 3,8 por 7,6 centímetros, empernados a los baos, éstos, de 15,2 por 15,2 centímetros, hechos con pino amarillo de Georgia y separados entre sí 91,4 centímetros. Los compartimientos interiores fueron: uno, sobre la escotilla principal de la bodega, de 1,80 por 1,80 metros, destinado a la cocina, y otro, algo más a popa del anterior, de unos 3 por 3,6 metros, para

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