Pájaros negros
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Pájaros negros - Jorge Ignacio Garnica
PÁJAROS NEGROS
© 2022 Jorge Ignacio Garnica
Reservados todos los derechos
Calixta Editores S.A.S
Primera Edición Febrero 2021
Bogotá, Colombia
Editado por: ©Calixta Editores S.A.S
E-mail: [email protected]
Teléfono: (57) 317 646 8357
Web: www.calixtaeditores.com
ISBN: 978-628-7540-04-0
Editor General: María Fernanda Medrano Prado
Corrección de Estilo: Alvaro Vanegas
Corrección de planchas: Natalia Garzón
Maqueta e ilustración de cubierta: Julián Tusso @tuxonimo
Diseño y maquetación: Julián Tusso @tuxonimo
Primera edición: Colombia 2022
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
Todos los derechos reservados:
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.
Y dando principio a crear cosas en aquella luz, las primeras que creó fueron unas aves negras grandes, a las cuales mandó al punto que tuvieron ser, fuesen por todo el mundo echando aliento o aire por los picos
Mito de Chiminigagua
A Helena,
mujer guerrera, como las que habitan este relato.
Vengo de una tierra helada
Tierra de páramo y bruma
De arcilla, de fruto y pluma
Tierra de todo y de nada
Sea la Gracia conjurada
Corretean por los aleros
Voces, rezos agoreros
Batires de alas oscuras
Rezuman las sepulturas
Sueños de pájaros negros
Ata
Seis figuras corren a través de la montaña. Se deslizan, casi, sobre los angostos senderos que la maraña les abre. No se puede decir que sea casual que sean seis mujeres, pues es común que la gente se agrupe con su mismo género. Tampoco lo es que estén, todas seis, en estado de gravidez, pues es de este hecho, en realidad, de donde proviene su asociación, y han de haber estado abocadas en asuntos propios de su condición al momento de emprender la huida. Lo que sí resulta inusual, más que casual, casi insólito, es que sean seis mujeres también las que se gestan dentro de sus vientres. Aun cuando ellas, las madres, no lo sepan.
Se distingue sobre las demás, en fortaleza y atavío, una de ellas. En fortaleza, digamos, porque va a la vanguardia, porque es ella la que enfrenta en primer turno el obstáculo eventual que la montaña, en juego cruel, les pone al frente. Con el cayado como arma, combate para que sus hermanas no tengan que hacerlo. En atavío, ya que están sus brazos aprisionados por brazaletes de oro y su cuello ornamentado con joyas de esplendor. No imaginó nunca que tales aderezos serían motivo de ríos de sangre. De haberlo sabido, no los habría vestido, pues para ella no tienen más valor que las ropas que viste o el cayado que enarbola. Diferente, sí, para quienes derramaron la sangre de sus hermanos por conseguirlas, mismos quienes ahora les persiguen.
Se han alejado lo suficiente de los ladridos y los gritos, cuando la noche toma total posesión de la montaña. Avanzan ahora, algo más lento pero aún con premura, pues el cansancio y la sed les obligan a bajar el ritmo. También su instinto, en favor de la salvaguarda de los preciados seres que llevan dentro, les pide que alivien el rigor de la marcha. Adelante la distinguida, parece no estar conforme con la ventaja que han tomado de los perseguidores. Conmina a sus hermanas a continuar, no con palabras, sino con su actitud apremiante, con el jadeo sudoroso que ahora la empapa. Sabe ella algo que las demás ignoran, algo que jamás fue presentimiento, sino que desde que tal idea tomó forma, pesó como certeza tajante, y es que no habrá montaña ni espesura, ni oscuridad ni distancia, que les pueda alejar del implacable enemigo. No importa cuánta ventaja lleven ahora o cuán ligeros sean sus pasos. Los hombres, tarde o temprano, las encontrarán.
Sabe ella otra cosa que sus hermanas –que en rigor no lo son, aunque sea esto irrelevante– apenas intuyen, y es el destino de su travesía. Lugar por demás lejano, a donde se dirigen no con el fin de esconderse sino de negociar. Le siguen las otras en virtud de su jerarquía, pues es princesa, primogénita del gobernante recién caído. Por su condición de mujer no posee derecho al trono, sí lo tendría la criatura en su vientre si fuera varón, pero tampoco es el caso. Es, pues, de sangre real, y se le debe respeto y obediencia. Más que eso, amor y lealtad es lo que sus hermanas le profesan, y es por esto sobre todo que le siguen.
La marcha se ha detenido. En el abrigo susurrante de la montaña, han hallado refugio. Se cuidan de no encender fuego, para no ser vistas a la distancia. En cómplice silencio, al calor de los cuerpos nada más, comen las viandas, en una suerte de comunión. Hablan en voz baja, se alertan con cualquier ruido de la montaña. No hay necesidad. Están seguras, al menos por esta noche.
Cayó el Cercado Fuerte al Final de la Llanura. Su regente yace muerto entre las piedras sagradas. Ella lo recuerda bien… el momento en que el hombre vestido de plata lo atacó por la espalda. Lo vio de lejos, ya huyendo, pero no puede borrar esa imagen de su cabeza. No podrá, aunque lo intente. La acompañará hasta el fin de sus días. Le resulta contradictorio también, que este viaje en el que ahora se encuentra, vaya en contra de los deseos de su padre. En vida, él mismo le prohibió buscar a quien ahora busca. Ella sabe que no hay otro modo, piensa en su hijo y en los hijos de sus hermanas, y se conforma con creer que su padre, desde el abismo de la otra vida, podrá entender las razones de su desobediencia.
Sopla el viento gélido, único arrullo que les ofrece la montaña. Las estrellas distantes ofrecen a la lideresa la ruta, tiene ella el conocimiento. Ha estudiado la astronomía y recae sobre sí la mirada de Chía, la diosa luna. Comienza a despuntar el día y el camino debe reanudarse. En silencio, en ágil desplazamiento, se marchan las seis.
A la persona a la que busca, jamás la ha visto. En realidad, siempre dudó un poco de su existencia. Un exiliado, un forajido que se rehúsa a la vida en común, que prefiere el abrigo de la soledad para sus magias ocultas. De él se dice que siendo moxa o niño-sacerdote, probó mujer para no ser sacrificado y huyó, y en su exilio heredó los poderes de Chiminigagua. Le cuesta trabajo creerlo, pero recuerda que tampoco creyó las profecías que anunciaban la llegada de los hombres vestidos de plata, y aun así llegaron. Tal vez sí exista. Tal vez su hogar esté por estos parajes. Tal vez logren encontrarlo. Tal vez puedan seguir con vida.
Debe ser real, de alguna forma, esta herencia mágica del ermitaño, pues no muy lejos de allí, ya aguarda por ellas. Se lo han dicho los astros. Sabe también cuál es la petición que la princesa y sus hermanas le harán, todo esto se le ha comunicado. Lo que no sabe aún es cuál será su respuesta. Trata de predecir cómo será ese momento y, aunque está ungido con poderes más allá de cualquier mortal, no logra verlo. No decide aún si conceder o negar aquello que todavía no se le pide. Casi lamenta saber más de la cuenta.
Ante las seis mujeres se alza imponente el pico de la montaña. Un lugar sagrado, uno de tantos, pues en su cultura son más bien abundantes. Casi han llegado. Quien guía propone adelantarse sola, no agobiar con la presencia de todas al ermitaño, pero sus hermanas se lo impiden. Irán con ella hasta la cima. En la escarpada casi vertical, reanudan su marcha. Es un consuelo para las otras que, de no encontrar al viajero, al menos han tenido éxito al escapar. La distinguida no lo cree así. Presiente la llegada de los hombres vestidos de plata y sus animales feroces, más temprano que tarde. Más aún, sabe de la presencia del heredero de Chiminigagua en los alrededores, se siente observada, sabe que su llegada ha sido advertida.
Es entonces cuando se ven rodeadas por el sonido de pasos sobre el follaje muerto y ven la figura del ermitaño abrirse paso entre la maraña, hacia su encuentro. Las observa sin sorpresa, es más una mirada compasiva, casi paternal. A ella corresponden los ojos incrédulos de las cinco mujeres protegidas tras la lideresa, quien desafiante sostiene la mirada. Asoma una incipiente rabia en sus ojos, presiente la negativa. Lejos, el latido azaroso de un perro desgarra el silencio de la montaña.
—Sé a qué han venido.
La princesa advierte en el tono del hombre un atisbo de compasión. Hay alguna esperanza. Sus ojos devienen de la rabia a la súplica, pero no articula palabra alguna. Su real boca jamás ha tenido que suplicar por nada. Es claro que no sabe cómo hacerlo. Pero el moxa entiende, sabe la verdad que se esconde tras su silencio.
—Es un precio muy alto.
—¡Pagaremos lo que sea! —Por fin, sabe qué decir. La persuasión es una hábil destreza que desarrolló bajo el yugo de un padre obstinado.
—No es asunto de trueque, mujer. Eres egoísta. Negocias una deuda que tú no tendrás que pagar.
¿Quién la pagará entonces?, se preguntan las mujeres, pues son ellas las únicas en este sitio, las que extienden esta petición. ¿No pedirá acaso el cuerpo de alguna o de todas, como es costumbre en los hombres, que sean los placeres del cuerpo moneda de cambio y divisa universal? ¿Querrá un sacrificio acaso, o algún otro tipo de aberrante ceremonia como la que él mismo rechazó, hace tanto ya? El hombre guarda silencio.
—¿Qué quiere? —pregunta la hermana mayor, impaciente.
—De esto yo no obtendré pago alguno. Comparto mis secretos con ustedes, si es ese su deseo. Pero una vez concedido este poder, no hay vuelta atrás, estará con ustedes para siempre. Vivirán a través de él y a través de él verán su obsesión. Y cuando ellas nazcan, lo llevarán también.
—¿Ellas?
—Las que están por nacer. Son todas hembras.
Entre la rabia y el miedo se debaten los rostros. Aun así, no hay nada qué decidir. Creen todas que vivir bajo la condena es mejor que no vivir. Antes de que verbalicen la aceptación, el ermitaño emprende el camino hacia la cima de la montaña. Las mujeres le siguen. El crepúsculo llameante precede una oscura noche.
El rastro es fresco, de no más de tres días. Han dejado los caballos más abajo, en donde la empinada montaña ya no les quiso recibir. Se conforman pues, con los perros. Las armaduras pesan. Cuestionan los hombres al capitán por el capricho de adentrarse en la cordillera de esta tortuosa forma a la caza de seis nimias rebeldes, pero él, en la soberbia de su fuero, no ve necesidad de responder. Harán lo que se les diga que hagan. Solo él sabe que, para completar el golpe, debe morir toda la familia real, aun cuando la hija no tuviere derecho a regir tras la muerte del padre. Con la muerte del símbolo sucumbirá el esclavo. No pelearán si no hay un cacique por quien hacerlo.
Los perros ladran inquietos. Saben que están cerca, pero hay algo extraño. El capitán lo percibe. No podría describirlo ya que no lo ha sentido antes. Un éter pesado, desapacible, se cierne sobre la escuadra. Los hombres sienten la carga sobre sus hombros, que les oprime el pecho y les arrebata el aire. Cosas del clima, murmuran. Espasmos de esta región salvaje, lejana a la Gracia de Dios. Frente a ellos, una barrera de delgados árboles da entrada a un claro flanqueado por enormes piedras de envergadura suficiente para hundir un galeón. Los perros se detienen antes del claro y el latido feroz deviene en un chillido cobarde y sumiso. Tras castigar a fuetazos la cobardía de los animales, misma que ahora se arremolina en la garganta de los hombres, el capitán suelta un bufido exasperado, desenvaina la espada y cruza la frontera invisible que da al claro.
—Vamos, ¿¡qué es lo que pasa!?
Los hombres siguen al comandante, pero entre su lealtad y la de las mujeres que cruzaron este claro tres días atrás, hay vasta diferencia. Tanto como es posible distinguir a aquel que es leal por miedo, de aquel que es leal por amor y valentía. Habría sido mucho más prudente hacer caso a su instinto que los persuadía de temer, ya que, sobre la cresta de la piedra más alta, se yergue esbelta y abominable, negra y enorme, un ave con sus alas abiertas en siniestro saludo. El miedo hace tintinear el metal de las armaduras. En fútil réplica, el comandante trata de alinear a sus hombres.
—¡Es solo un ave!
Más valía no haber roto el silencio. Más valía haber retrocedido ante el indicio instintivo que les alertó pasos atrás. Otras alas se abren, amenazantes y majestuosas, alrededor de los hombres. Son seis en total, ya emplazadas en tétrica emboscada como jamás se ha visto que actúe un ave. La mayor, desde su trono de piedra, eleva su pico al cielo y de su negro cuello, brota el llamado. Un graznido terrible, espasmódico y cadente, símil de carcajada humana que, aunque leve, reclamó el silencio de toda la montaña.
Los rostros agarrotados en la angustia de un grito mudo son la única respuesta. Los hombres no huyen pues no pueden hacerlo, sus cuerpos ya no les pertenecen. Ni sus voces, que les han sido arrebatadas por el pavor. Sometidos bajo una inexplicable parálisis, se limitan entonces a sentir su ajuar humedecido desde adentro, y a observar, hasta donde les es posible, el cíclico y parsimonioso sobrevuelo de las aves negras antes de posar su abrumador peso sobre sus hombros, y con destreza rapaz, arrancar de cuajo los ojos de la cuenca viva.
I
Don Juan Martín Arcipreste de La Conejera, heredero del noble João Victorio Arcipreste de quien se dijo alguna vez era descendiente directo del magnánimo rey don Juan V de Portugal y a quien presentó sus respetos en la mismísima catedral del convento de Mafra. Hidalgo, cree él, aunque la hidalguía