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Es solo sangre
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Libro electrónico206 páginas3 horas

Es solo sangre

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La menstruación es un tabú universal. Los artículos de higiene han de esconderse; la sangre, invisibilizarse. Reglas sociales, culturales y religiosas dictan qué comportamiento cabe esperar de la persona que sangra.
Cuando la vergüenza va acompañada de pobreza, se desata entonces una catástrofe colectiva que aparta a las niñas de la escuela y a las mujeres del trabajo.Adquirir poder con respecto a la regla es una necesidad, un requisito para participar en la vida pública.Es solo sangre da título a un reportaje sobre la menstruación escrito desde una perspectiva internacional. Anna Dahlqvist ha viajado a la India, Uganda, Bangladés, Kenia y los Estados Unidos, donde ha conocido a mujeres que menstrúan y a activistas e investigadoras al respecto.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 abr 2022
ISBN9788419179623
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    Es solo sangre - Anna Dahlqvist

    PREFACIO

    La menstruación es un proceso mediante el cual una mucosa cubierta de sangre se desprende del útero y se expulsa. A menos que albergue un óvulo fecundado, esa mucosa no cumple función alguna. Este proceso en el que interviene la mucosa que prepara al útero para un posible embarazo ocurre, más o menos, una vez al mes. Más de 2 billones de personas en todo el mundo son partícipes de esta experiencia. A diario menstrúan 800 millones de personas.

    Corre noviembre de 2015 y estoy en el Dramaten, el Teatro Real de Estocolmo. Cinco actrices subidas al escenario cantan sobre una copa menstrual que no hay manera de quitarse y sobre el pavor que les produce manchar de sangre un sofá blanco durante una entrevista de trabajo. Y fumándose un puro celebran la señal de que no están embarazadas.

    Tras unos dos años de incipiente debate público en torno a la regla, con Mens: the musical, la regla se ha hecho un hueco hasta en la elegante sala del Dramaten. Dicho debate comenzó cuando la dibujante de cómic Liv Strömquist dedicó en el año 2013 su som­marprat¹ a la regla, a lo que con bastante rapidez sobrevinieron reacciones como: «Pero ¿acaso no basta ya? ¿No hemos zanjado ya el asunto?». La regla no es solo mucosa y sangre. Es fastidiosa, asquerosa y bochornosa. Se espera de quienes menstrúan que la vivan en silencio.

    Pero no hemos zanjado el asunto. Para nada. Después de todos estos años de vergüenza y secretismo, nos queda mucho por hacer. Miles y miles de experiencias aguardan salir a la luz. Han de plantearse preguntas. Y, a diario, más y más personas empiezan a menstruar.

    La vergüenza es universal y el silencio, la regla general. Esto repercute en gran medida sobre quienes menstruamos. Tenemos que afanarnos por ocultar, preocuparnos por no quedar en evidencia y avergonzarnos cuando esto ocurre. Esto nos impide dedicar nuestros esfuerzos a adquirir más conocimientos, lograr mejores cuidados y artículos de protección menstrual más eficaces, abaratar costes e incrementar la investigación. El silencio nos priva del poder.

    Pero si bien la vergüenza y el silencio son experiencias comunes para las personas que menstrúan en todo el mundo, las consecuencias se vuelven mucho más graves si se añade otra dimensión: la pobreza. Hacen falta recursos para apañárselas con la regla. Ocultar la sangre es mucho más difícil si se carece de artículos de protección menstrual, agua, aseos y un lugar en el que estar en paz. Aunque solo sea un rato. Esto supone, por extensión, que muchas de las personas que menstrúan y viven en los lugares más pobres del mundo (en África y Asia) no puedan ir a la escuela, ni trabajar, ni moverse libremente fuera de casa. Porque tienen la regla. Y, si a pesar de ello lo hacen, el precio que han de pagar puede llegar a ser alto.

    Precisamente en eso he elegido centrarme en el presente libro: en qué ocurre cuando la vergüenza que existe en torno a la regla se entremezcla con la pobreza. Y por la senda de esa vergüenza van sucediéndose continuas vulneraciones de los derechos humanos. Del derecho a la libertad y a la dignidad. Del derecho a la igualdad. Del derecho a la educación, la salud y el trabajo.

    Las entrevistas transcritas en este libro fueron realizadas, en su mayoría, durante varios viajes a Uganda, Kenia, Bangladés y la India en 2015 y 2016. Quienes figuran en él y relatan sus experiencias con la menstruación aparecen, en la mayoría de los casos, solo con su nombre de pila. Así lo decidieron. Si bien no todas las personas que menstrúan son mujeres (como es el caso, por ejemplo, de algunos hombres trans), cuando me parece pertinente para entender las situaciones que se asientan sobre la tiranía de las categorías «hombre» y «mujer», utilizo los términos «mujer» y «niña».

    El hecho de que en los últimos años hayamos hablado más sobre la menstruación en Suecia tiene que ver con un incipiente movimiento mundial en torno a la regla. Está cobrando forma entre activistas, organizaciones no gubernamentales, los medios de comunicación y, hasta cierto punto, incluso entre políticos y encargados de adoptar decisiones en el seno de las Naciones Unidas. Lo que antaño era innombrable y quedaba relegado a la esfera privada empieza a ser política y, poco a poco, la regla va saliendo a la luz; pero, lo dicho, nos queda mucho por hacer.

    Nuestros cuerpos se celebran cuando son portadores de vida, pero la regla —que es un prerrequisito del embarazo— ha de esconderse. Los cuerpos que menstrúan pasan rápidamente de milagrosos a impuros. Manchar es señal de vergüenza.

    Es solo sangre.

    Anna Dahlqvist

    Estocolmo, junio de 2016


    1. Así se conocen las intervenciones en el espacio radiofónico Sommar i P1 de la Radio Sueca. Este conocido programa es una auténtica institución cultural en Suecia. De cada una de sus emisiones, de una hora y media, se ocupa una persona destacada dentro de la cultura sueca (o, en mucha menor medida, de otros países escandinavos). El programa lleva en antena desde 1959 y se emite desde el día de Midsommar (una de las principales y más populares festividades suecas, que se celebra un viernes del 20 al 26 de junio y que marca el inicio del verano) hasta agosto. Muchos suecos aguardan con expectación la lista de las personas invitadas (sommarpratare) de cada año. Los invitados gozan de libertad para decidir el tema al que dedicarán su emisión. (Todas las notas son de la traductora).

    MANCHAS

    —¿No os enfadáis cuando los niños se ríen y se meten con vosotras?

    —No.

    —Pero ¿por qué no?

    —Se ríen porque las niñas no consiguen mantenerse limpias.

    Lo dicen como si fuera algo evidente, una simple constatación. Quienes se ríen no hacen nada malo. Las niñas con sus manchas de sangre, sí. A las niñas no les queda otra que culparse a sí mismas si no logran ocultar el sangrado menstrual. Si no consiguen mantenerse limpias.

    Saudah nunca se ha visto en esa situación, jamás se ha tenido que avergonzar ante sus compañeros de clase. Pero es bien consciente del riesgo que corre y de su propia responsabilidad. Todos los meses se esfuerza para que la sangre, que tan obstinadamente busca llamar la atención, permanezca invisible.

    Que era algo privado, algo que no debía señalarse ni de lo que hablar, fue una de las dos primeras cosas que aprendió sobre la regla. La otra era que debía dejar de relacionarse con los chicos en cuanto le viniera la primera regla. La importancia de mantener el secreto y de mantenerse alejada de los chicos. Volveré a oír eso: como un susurro, como una orden tajante, como un dato obvio.

    Saudah tiene catorce años y vive en Bwaise, una de las zonas más pobres de la capital de Uganda, Kampala. Está sentada a la sombra, en el patio del recreo. Es una situación incómoda. Lo es para ella, como lo es para cualquier adolescente. Mucho de lo que siente y piensa sobre la regla probablemente se lo guardará. A mí me queda esperar fragmentos, aquellos que logren atravesar el tamiz que impone su ruego de guardar secreto. Saudah no quiere que su auntie, la familiar adulta con la que vive, pueda enterarse de lo que hablamos. Mientras el director de la escuela se quede escuchando con atención, Saudah responderá solícita, pero con monosílabos.

    Los más pequeños corean desde el aula y rompen el silencio que impera en el patio vacío, una pequeña llanura de arena naranja con profundas pisadas. La tierra es moneda fuerte aquí en Bwaise, una zona conocida por su amplio comercio de sexo y drogas. Muchas personas viven con menos de 1 dólar al día, lo cual equivale, más o menos, a 9 coronas suecas (0,837 euros). Eso es lo que cuesta un paquete de ocho compresas en Kampala. Una estimación de lo que eso supondría para mí: unas 800 coronas (74,40 euros). ¿Estaría dispuesta a pagarlas? No creo. En Suecia ocho compresas cuestan alrededor de 20 coronas (1,86 euros).

    Saudah viste uniforme escolar: polo lila, pañuelo de rayas atado al cuello y falda azul marino. Sobre la falda muestra cuidadosamente el tamaño de los retales que utiliza como protección menstrual. Cuando le vino por primera vez la regla, hace dos años, los cortó de un vestido viejo. Era azul marino, igual que la falda. Dobla la tela formando varias capas para que sea lo bastante absorbente y le da varias vueltas alrededor de la entrepierna de las bragas, para intentar que se mantenga en su sitio. La pesadilla no es solo que se produzcan pérdidas, sino también que la tela, cubierta de sangre, se desenrolle y sobresalga debajo de la falda. Que aterrice sobre el suelo de cemento de la clase o sobre la dura arena del patio.

    En su fuero interno, Saudah desearía que su auntie le pudiera dar dinero para comprar compresas dese­chables.

    «Se lo he preguntado varias veces, pero ella dice que no. Que es imposible.»

    La madre de Saudah vive en el campo, el padre está muerto y su auntie se ocupa de ella y de su hermano con el dinero que envía la familia.

    Las compresas desechables que se encuentran a la venta —muchas de marcas que también se comercializan en las tiendas de Suecia— tienen un material adhesivo en la parte de abajo y en los laterales, con el que forman «alas». Con apenas algunos milímetros de grosor, el núcleo de celulosa absorbe el fluido. No necesitan lavarse ni secarse.

    «Sería mucho más sencillo», dice Saudah, que, tras las primeras respuestas cautelosas, habla de manera más distendida sobre el engorro que entrañan los retales y sobre las ansiadas compresas.

    El director está de vuelta en su despacho.

    Cuando Saudah está con la regla, aprovecha la pausa del almuerzo para ir a casa. Extrae agua de la bomba que hay en el patio, rodeada por dos hileras de viviendas que albergan a una cincuentena de personas. Una habitación por familia. Detrás de una de las hileras, hay dos letrinas de uso común. Prefiere no ir allí por la tarde o por la noche, pues el riesgo de sufrir una agresión sexual en Bwaise se vuelve más real cuando cae la noche. Tienen una cubeta para casos de emergencia.

    Lleva el agua hasta la habitación en la que vive con su auntie y su hermano. Si tiene suerte, hay jabón en casa, pero no es lo más habitual. A veces se lo presta algún vecino. Con cuidado, para que no se le manchen de sangre los muslos, retira el retal que había envuelto alrededor de la entrepierna de sus bragas. Después frota la tela lo mejor posible para que desaparezca la sangre. La sangre es persistente, se agarra con firmeza al tejido. Y es difícil saber si se limpia. La iluminación es precaria y la habitación solo dispone de un ventanuco. Saudah cuelga la tela en una percha, dentro de casa, en algún lugar donde no se vea. Detrás de alguna prenda de ropa o bajo la cama. Con cuidado, envuelve otro retal alrededor de la entrepierna de sus bragas antes de volver a la escuela.

    Cuando le pregunto cómo se siente con los retales, no se gira hacia las dos intérpretes. Me mira directamente a mí y responde no en su primer idioma, el luganda, sino en inglés: «I feel bad». Nada más.

    El significado de «I feel bad» va mucho más allá de que sea grumoso, incómodo... y húmedo, como dice Saudah, pues la tela no absorbe tan bien la sangre. Lo malo tiene que ver sobre todo con el miedo. ¿Y si...?

    «¿Y si me sale una mancha? ¿Qué pasaría cuando me levantara? ¿Y si el retal se desenrolla? Esos días no puedo pensar en otra cosa en el colegio.»

    Se mantiene tan quieta como puede para que la protección menstrual y la sangre no se salgan de su sitio. No puedo pensar en otra cosa. Por lo demás, se abstiene de practicar cualquier actividad deportiva.

    En casa, pruebo con una sábana gastada. La corto y la doblo. Lo primero que me llama la atención es lo roja y brillante que se ve la sangre cuando no se absorbe inmediatamente. Después de unas horas empiezo a preo­cuparme por los pantalones, pero lo más latoso es que, al caminar, la tela se me va moviendo hacia el sacro. Y que, con la humedad y la deformidad de la tela, la regla se siente como algo muy palpable. Algo que, con un tampón, en cambio, se me olvida.

    ¿Lavo la tela después? ¿Intento frotar la sangre para que se vaya la mancha? Hago trampa y la tiro.

    Saudah juguetea con un lápiz rojo y se da toquecitos en la rodilla. A pesar de estar, al igual que el resto del uniforme, tiesa como una tabla, se estira la falda y cuenta qué ocurre cuando alguien que está con la regla «queda en evidencia». Cómo los chicos se meten con esa persona y se ríen, y a veces también otras niñas, especialmente las más pequeñas. Gritan o susurran simplemente: «Está con la regla». Una sentencia de poder. No hace falta más para mantener vivo el miedo. En el peor de los casos, la sombra de una falda manchada puede perseguir a su dueña durante meses.

    Esa especie de «decoro menstrual» que exige mantener la regla más o menos en secreto, sobre todo ante chicos y hombres, no es exclusivo de Uganda. Se trata, más bien, de una idea universal que parece marcar a las personas que menstrúan en todo el mundo: aquí hay algo que ocultar. Pero esta noción adquiere un peso totalmente distinto cuando, como consecuencia de la escasez de recursos, se carece de los requisitos materiales para hacer frente a la regla y para ocultarla: artículos de protección menstrual eficaces, agua, aseos, papeleras y espacios privados. Para una chica de catorce años con una gruesa capa de tela como protección menstrual, y en cuya escuela los aseos carecen de agua corriente, mantener ese decoro es, cuando menos, agotador. Una chica de catorce años que tampoco puede saber sobre su regla mucho más allá de que ha de mantenerla en secreto y de que ha de evitar estar en compañía de chicos.

    En todo el mundo, 900 millones de personas viven en condiciones de pobreza extrema, conforme a la definición del Banco Mundial. Cerca del 80 por ciento vive en África subsahariana y en Asia meridional. Si suprimimos la palabra «extrema», son muchos más de 900 millones los que han de apañarse a diario con recursos muy escasos. ¿Qué es, entonces, la protección menstrual? Un lujo. Igual que la intimidad, el jabón y el agua limpia. En Uganda, situada al este de África, una quinta parte de la población no dispone de acceso a agua limpia. Es decir, casi 8 de sus 38 millones de habitantes. La mitad de los 1,7 millones de personas que viven en Kampala reside en asentamientos informales como Bwaise, donde la mayoría obtiene agua de fuentes contaminadas. Dado el rápido crecimiento demográfico y una migración del campo a las ciudades cada vez mayor, esas zonas se agrandan a un ritmo acelerado.

    En los estudios internacionales acerca de escolares y la regla en aquellos países donde la pobreza está extendida, el tema más destacado es el de la angustia. La angustia ante la vergüenza y ante la humillación hace que sea difícil concentrarse, seguir el hilo de la clase y rendir en los exámenes. No pocas veces esa angustia

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