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Once desencuentros
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Libro electrónico165 páginas3 horas

Once desencuentros

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«… estupendos relatos de Mima Peña —qué precisión, qué diccionario, qué humor, qué gafas tiene—...». «…puedo decirles en pocas líneas, lectores, que tienen en sus manos un catálogo de personajes maravillosos con vocación de personas —y una suma de finales definitivos que nos recuerdan que sólo somos seres humanos—». - Ricardo Silva Romero.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ene 2022
ISBN9789585445765
Once desencuentros

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    Once desencuentros - Mima Peña

    El juego

    HOY ME ENTERÉ DE QUE el tío Eduardo había muerto. Recibí la noticia en un correo de mi primo Félix, a quien hace varios años no veo, pero con el que tengo un lazo inquebrantable por aquello que vivimos juntos y nos marcó para toda la vida. Sonreí al ver su nombre en mi Inbox, pero al mismo tiempo se me revolvieron las tripas. El correo decía:

    Te escribo para contarte que el tío Eduardo murió hace unos días (cáncer de páncreas).

    Desde que supe la noticia he estado pensando en él, con sus gafas Ray-Ban y sus chaquetas de cuero, con el ceño arrugado ese día, asegurándonos que él se encargaría de todo, intentando tranquilizarnos. Ahora que ha muerto ya nunca sabremos lo que pasó con el tipo de la cocina. En cumplimiento de nuestro pacto de silencio sobre lo que sucedió esa tarde no te digo nada más, sólo espero que esta noticia te sirva de algo. La verdad es que yo siento un alivio enorme, y espero que tú también.

    Te mando abrazos.

    Con la imagen de su cara pálida llena de pecas, me quedé pensando en el día en que hicimos aquel pacto.

    La empleada que nos llevaba sánduches de queso con Coca-Cola en una bandeja se llamaba Romelia. Mientras ponía los vasos y los platos en la mesa del comedor donde mis primos llegaban como coyotes a devorarse las mediasnueves, yo miraba la escena muy poco familiar para mí e intentaba imitarlos; me metía entre la algarabía y estiraba la mano para coger mi sánduche.

    Vamos a jugar a las escondidas, pido no, pido no, comenzaban a gritar. Y de repente los primos que acababa de conocer hacía apenas un par de días salían corriendo otra vez en todas las direcciones: hacia arriba por las escaleras donde estaba el cuarto de huéspedes, en el que yo dormía; también el de María Eugenia —mi abuela, a quien nunca logré decirle abuela como le decían mis primos— y, al final del pasillo, el de Eduardo —mi tío, a quien nunca logré decirle tío como le decían mis primos—; hacia abajo donde había un baño con tina y el cuarto del piano, y por otras escaleras más pequeñas que subían hacia la mansarda.

    Otro lugar en el que a veces se lanzaban a esconderse era entre las matas de un jardín interior que tenía esa casa, construido en medio del primer piso, entre la sala y el vestíbulo, como una piscina rellena de tierra, sembrada con helechos espesos y matorrales de hojas en forma de abanicos tan grandes como si fueran hechos con las páginas de un periódico. Hasta había un árbol de brevas del que colgaba una jaula con pájaros, y aunque estaba prohibido meterse a ese jardín, parecía que las reglas en esa casa se podían romper.

    En el apartamento diminuto en el que vivía en Boston no había empleadas, ni jardín interior, ni primos que gritaban la chimba y maricas constantemente, ni una mujer que iba a planchar la ropa, ni mi mamá me dejaba tomar Coca-Cola. Pero Bogotá era diferente. Romelia iba y venía de la cocina trayendo lo que mis primos le pedían a gritos: queso campesino, galletas, otra taza de chocolate, porfa Romelia, no sea malita. Ella pasaba por la puerta de vaivén de prisa con un uniforme rosado y un delantal blanco bajo el que se le veían las pantorrillas también rosadas, seguramente por el helaje de las tardes bogotanas, y unos zapatos negros, como de hombre, que se ponía sin medias.

    A Juliana, una de las primas mayores, le debía dar algo de pesar conmigo porque yo no hablaba mucho español y además no conocía bien la casa, y entonces me jalaba y me llevaba con ella a algún escondite. Pero una vez también desapareció. Recuerdo que me quedé ahí, parada sobre el piso de mármol del vestíbulo por el que la horda de primos aparecería un rato después gritando y deslizándose en medias a tocar el tapo y me dio rabia con mi papá por haberme mandado de vacaciones a esa casa, pero sobre todo por haberme dicho que iba a pasar feliz. Pensé que si cerraba los ojos me iba a poner a llorar de lo sola y diferente que me sentía allí, así que con apenas once años aprendí que, aunque existe la opción de salirse del juego, lo mejor es abrir los ojos, concentrarse en el sofá de paño verde en forma de cruasán gigante, en Romelia que echaba baldados de agua a las palmeras que crecían entre la casa, en Saúl, el cuidandero, acurrucado en una esquina de la cocina frente a una montaña de zapatos que embetunaba con ahínco y sobre los que de repente lanzaba un escupitajo para sacarles más brillo. Asumir que todo eso era normal. No pensar. Seguir el juego. Así que me escondí entre un clóset en el que estaban colgados los abrigos de María Eugenia. Ahí me quedé quieta, oyendo los gritos y carcajadas de mis primos seguidos de unos silencios angustiosos, esperando a que me encontraran. Nadie fue a buscarme. Al rato resolví salir de mi escondite. Ya el juego se había terminado y todos estaban viendo televisión en la biblioteca al lado de Romelia. Miraban a Lucho Herrera que subía en bicicleta por las montañas francesas. Nadie se dio cuenta de que me arrimé y me senté en el piso junto a ellos. Y aunque yo no sabía quién era Herrera ni Parra también comencé a vitorear y a gritar: ¡co-lom-bia!, ¡co-lom-bia!

    Como mis primos también estaban en vacaciones, mis tíos, es decir los hermanos de mi papá, los dejaban en la casa de María Eugenia desde temprano. Félix y Manuela eran los primeros en llegar porque su mamá los llevaba de camino al banco donde trabajaba; a los trillizos los dejaba su conductor; Juliana, Jorge y Joaquina llegaban caminando con su empleada porque vivían cerca. A Pedro y a Felipe les tocaba tomar un curso remedial en el colegio francés al que asistían, por lo que llegaban más tarde.

    Una de esas primeras mañanas en Bogotá, después de un desayuno de changua con cilantro acompañada de calados con mantequilla que Romelia nos sirvió a María Eugenia y a mí, salí al antejardín a esperar la llegada de la cuadrilla de primos nuevos. Estaba machacando flores y hojas sobre una piedra cuando se estacionó frente a la casa un jeep grande. Por el radio del jeep sonaba «Africa», de Toto, una canción que cada vez que oigo, me lleva a esa casa, a ese día, y siempre me dan ganas de taparme los oídos.

    Eduardo, el hermano menor de mi papá, que tanto mencionaban todos, y que al parecer vivía con María Eugenia pero se la pasaba de viaje, se bajó del jeep. Yo no lo conocía y alcancé a alegrarme por un momento porque pensé que mi papá había llegado disfrazado con una peluca de pelo más largo y ondulado y unas gafas negras. Mientras sacaba del baúl unas tulas y un morral pesado que parecía hecho de plumas, me dijo, bienvenida, debes ser la hija de Pablo, o algo así. En esas apareció el carro de los trillizos y ellos, asomados por las ventanas gritando ¡tío, tío! Emocionados se bajaron del carro y corrieron hacia él. En seguida llegaron otros primos. Eduardo los abrazaba y les miraba la cara, y sonreía genuinamente contento de verlos. Yo observaba la escena. ¿Celosa del afecto de una persona que acababa de conocer? No sé. ¿Sorprendida de esa fraternidad que existe entre personas que crecen juntas? Tal vez. Lo que fuera: no pensar. Seguir el juego. Y corrí también a abrazarlo.

    Eduardo dejó los morrales en la cocina, se despidió y arrancó en el jeep ante la mirada de admiración de todos. Cuando entramos a la casa me di cuenta de que la tula que parecía hecha de plumas era realmente una lona de la que colgaban los cuerpos muertos de unas treinta palomas, con las cabecitas desgonzadas. Mis primos, acostumbrados a ver las presas de caza del tío, brincaron sobre ellas mientras Romelia se arrodillaba en el piso y comenzaba a zafarlas del palomero y a arrancarles las plumas con fuerza.

    Después de unas rondas de rín-rín-corre-corre por las casas vecinas nos sentamos a almorzar. María Eugenia bajó por las escaleras en uno de sus sastres de paño, con zapatos de tacón y cartera del mismo color. Antes de dejarnos los cachetes pintados de vino tinto con unos besos cariñosos, nos dijo que tuviéramos cuidado con las escaleras y que no fuéramos a jugar en el cuarto del tío Eduardo. A Ana, la cocinera, y a Romelia les dijo qué hacer de comida y les pidió que cerraran con candado la verja que daba a la calle y que no le abrieran a nadie. Como todas las tardes, anunció que se iba a hacer unas vueltas y a jugar bridge donde una de sus amigas. Saúl, que entre sus variados oficios también manejaba el carro, salió acalorado del cuarto de Romelia y corrió a abrirle la puerta de la casa y luego la puerta del carro. María Eugenia se acomodó con su moña, que parecía un panal de abejas, en el asiento de atrás, seguramente aliviada de irse y dejar la invasión de nietos.

    En tropel subimos a la mansarda y nos sentamos en el piso. Imitando a algunos, me quité los zapatos y los lancé lejos. Entre todos empezaron a discutir sobre a qué íbamos a jugar y cómo se iban a armar los grupos.

    ¿Usted porque siempre es el que escoge los grupos?, le dijo Pedro a su hermano Felipe.

    Porque quiero, marica.

    Marica usted, malparido.

    Malparido usted, marica.

    Luego uno se le lanzó encima del otro, que estaba sentado justo a mi lado, y empezaron a darse puñetazos en las costillas. Paraban sólo para resoplar, se miraban las caras con ira y luego seguían tratando de matarse. Los otros observaban sin mucha preocupación mientras que las niñas esquivaban la trifulca para repartir unos cartones y unas fichas para jugar lotería. Los cuerpos de Pedro y Felipe caían y rebotaban tan fuerte contra el piso de la mansarda que parecía que las tablas se fueran a romper. Yo temía que si se desfondaba ese piso, atravesaríamos también el segundo y caeríamos como bultos de papa entre las matas del primero.

    ¿Por qué no más bien nos fumamos un cigarrillo? A ver si este par de maricas se tranquilizan, dijo Joaquina.

    La pelea entre los hermanos fue mermando hasta que se redujo a unos insultos en francés y finalmente cada cual se retiró, acezando, a una esquina.

    Apuesto a que el tío Eduardo tiene cigarrillos en su cuarto, dijo Manuela, que era menor que yo. Sí, pero no podemos entrar a ese cuarto. Está prohibido, dijo alguno. Qué importa, dijo otro. Entremos. Sí, entremos, dijeron varios. Esperen, maricas, dijo uno de los trillizos, con ella no podemos entrar allá, aclaró señalándome con el dedo, nos puede sapear. ¿Con quién nos va a sapear?, le contestó Jorge. Los papás de ella ni siquiera están en Bogotá. Sí, marica, ¿a quién le va a decir?, añadió otro. Le puede decir a la abuela o a Romelia o a Ana o al tío Eduardo, imbéciles, insistió el trillizo. Marica, ella ni siquiera habla bien español, dijo uno en mi defensa. ¿Y si la hacemos jurar?, sugirió otro. Sí, hagámosla jurar. Entonces lo hice.

    Joaquina se quedó en el pasillo para avisar en caso de que Romelia se acercara, y todos los demás entramos al cuarto de Eduardo. El piso era de madera y chirriaba a medida que íbamos avanzando, lo que hacía que la intrusión pareciera cada vez menos juego y más real. Hasta me sudaban las manos mientras abría la mesita de noche y esculcaba entre el cajón en busca de cigarrillos. Todos susurraban mientras buscaban entre el

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