Amarillo
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Una nieta «antiácido-dependiente», un abuelo fallecido por una intoxicación que le quemó el esófago, y que ella nunca conoció. Jazmín —terapista en busca del amor genuino— encuentra su identidad con la ayuda de una tarotista que le revela un secreto clave para explicar un sueño recurrente. Hilos que unen, atan, anudan, enredan… y liberan.
Dos historias paralelas que, paradójicamente, acaban entrelazándose. Enfermedades y traumas que atraviesan generaciones, mensajes ancestrales y un juego de espejos entre lo consciente y lo inconsciente se mixturan con la biodecodificación, el misticismo, la danza y la música. El espíritu vivo de Gustavo Cerati ilumina y sobrevuela la trama, porque quizá la muerte no sea otra cosa que el detrás de escena de la vida.
Amarillo narra el escenario de la vida, y su magia consiste en vislumbrar el «detrás de bambalinas» del ensayo general de nuestra propia existencia.
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Amarillo - Melina Anahí Salerno
I
glifoTal es la fragilidad de la vida que un simple golpe puede dejarte del otro lado. O boyando en medio de la avenida que limita los dos mundos cuando el semáforo se pone amarillo, como resultó mi caso. La caída fue veloz, algo tonta pero muy precisa. Antes de caer y golpearme contra el suelo presentí un impacto seco en la nuca. Mis manos se soltaron de las barandas de la escalera y, ahí nomás, la quedé. Hubiera preferido una muerte más justificada, como por ejemplo yendo en moto a la velocidad de mis pensamientos, estrellándome en avión o en medio de una balacera. ¿Pero esta, subiendo las escaleras del proscenio de un teatro al que conocía como a mí mismo por haber crecido ahí? Era como morir atragantado con una miga de pan casero hecho por la abuela. Me desvanecí, sin pena ni gloria. Quedé ahí, disuelto en el sueño más profundo y placentero.
No recuerdo quién me encontró ni cuánto tiempo estuve allí, tiñendo de rojo la fosa del torreón de tramoya. En la guardia del Sanatorio San Marcos informaron que mi estado era gravísimo y con pronóstico reservado. A los pocos días me trasladaron a una clínica de Belgrano, cerca del Barrio Chino.
Mi conciencia me miraba desde los pies de la cama de la unidad de terapia intensiva de la Clínica Santa Agnesa, donde estaba internado en coma. ¿Cuál era yo, entonces? ¿Ese cuerpo inerte, conectado y enchufado a monitores y respiradores o esta especie de audiovisión que contemplaba todo desde una esquina de aquella habitación? No percibía olores ni sabores. Quise tocarme los pies y no pude. En este estado de ingravidez no tenía fuerzas ni para abrir el picaporte de la puerta, aunque no me hacía falta. Más tarde me enteraría que podía atravesar paredes, puertas, techos, autos, personas y más. ¿Estar muerto era esto?
Una médica vestida con un ambo amarillo pastel ingresó a la habitación. Su aparición fue como si un rayo de alegría hubiera entrado en esa pecera minimalista y desalmada como heladera en desuso.
La doctora chequeaba mis signos vitales y todos los monitores mientras registraba en una planilla las dosis de sedantes y analgésicos suministrados. A los pocos minutos entró un doctor vestido con camisa y pantalón de traje. Llevaba el guardapolvo abierto, unos papeles en la mano y el andar de un elefante: lento pero seguro. Buscó una lapicera en el bolsillo izquierdo de su delantal y se acomodó con el dedo índice los anteojos cuadrados de armazón marrón.
—Treinta y tres años. Traumatismo severo de cráneo y tórax. Edema cerebral. Fractura del hueso occipital. Fracturas costales, fractura del omóplato derecho. Asistencia respiratoria.
El doctor terminó de leer el informe y agregó:
—Complicado… pero mientras el corazón resista no todo está perdido.
Ambos se miraron en silencio unos instantes y luego sus ojos se dirigieron a mí. A mi cuerpo.
—¿Cómo fue el golpe? —preguntó el doctor a la médica.
—Parece que bajando o subiendo las escaleras de un teatro —le informó ella.
—Esto se convierte en una terapia de celebridades, eh. Es el hijo de Susana Taibo.
—Ah, ¿la actriz?
—Sí. Creo que él también es actor o productor. Algo de eso. Es uno de los hijos de Pepe Serrano.
—Ojalá se salve —dijo la médica mirándome con ternura.
—Ojalá. Habría que ver con qué secuelas queda —concluyó el doctor.
¿Secuelas? No quería quedar con ninguna secuela, prefería morirme. Sí, por primera vez contemplé a la muerte como una solución y no como el peor de mis miedos. Abandoné la habitación y atravesé la recepción de la terapia intensiva hasta llegar al pasillo de la sala de espera. Ahí lo vi al viejo, acompañado por mi hermana Vanina. Sentí pena por él. Ya bastante tenía con haber perdido a Susana cuando nosotros éramos pibes, como para ahora tener que andar velando a un hijo. No podía hacerle esto, pero si habría secuelas la cosa tampoco iba a estar buena para ninguno de los dos.
Mi medio hermano mayor, Luciano, apareció en la sala con dos cafés y le dio uno a cada uno. Vanina y el viejo estaban desfigurados, con los ojos desorbitados, sentados uno al lado del otro agarrados de la mano. Luciano parecía no haber caído en la cuenta o quizás era su mecanismo de defensa para mantenerse en pie. El doctor y la médica salieron de la habitación.
—¿Familia Serrano? Buenas tardes, me presento. Soy el jefe de terapia intensiva, Oscar Sansone.
—A sus órdenes, doctor —respondió el viejo, siempre educado y sereno hasta en las situaciones más críticas y desesperantes.
El doctor Sansone les explicaba la gravedad de mi estado y el riesgo que se corría por aquellas horas, mientras toda mi atención se dirigía a la médica del ambo amarillo, como si me tuviera hipnotizado. Era menuda y de estatura media. Castaña, de pelo «a definir», porque aquella noche lo llevaba atrapado en un rodete. Tenía las cejas asimétricas y los ojos marrones bastante juntos. No muy grandes pero tampoco chicos, al igual que la cola y las lolas. Tendría unos veintiocho a treinta años, tal vez menos.
Era una mujer común, poco llamativa y no muy de mi estilo. Sin embargo, algo en ella me atrajo como un imán, como esos libros que nos regalan y jamás hubiéramos comprado pero, al empezar a leerlos, ya no podemos soltarlos. Eso me sucedió con la doctora Jazmín Thaleb, sentí deseos de conocerla de principio a fin. ¿Tendría hijos? ¿Sería feliz? ¿Estaría casada? En ese instante, mientras terminaban de dar el parte médico, Pilar —mi pareja de estos últimos años— entraba a la sala. Horrorizada y preocupada, apretaba un pañuelo descartable en su mano derecha con sus anteojos negros y un tapado liviano largo hasta los pies. Los doctores continuaron con su recorrida, Pilar se refugió en los brazos de Vanina y se largó a llorar. Luciano miró a Pilar con ganas, como todas las veces que la veía, y mi viejo entrelazó los dedos de sus manos, apoyó el mentón en los nudillos y dejó caer la cabeza cerrando los ojos. Imaginé una conversación áspera entre él y su Dios. Yo me fui tras los pasos que daban los crocs grises de Jazmín.
II
glifoAntes de meterme en la sala de médicos fui testigo invisible de la felicidad de un tipo de mi edad. Acababa de ser padre y se lo comentaba a alguien por teléfono caminando por aquel pasillo del piso 3 mientras iba y venía como perro con dos colas.
—¡Nació Franquito, es un muñeco! Pesa tres kilos novecientos el gordo… ¡Sí, sí, Laura está bien!
Dar la vida es un acto de amor, y de egoísmo también. Traer hijos a este mundo nefasto para perpetuarnos o para que alguien nos cuide en el futuro. O para rellenar uno de los tantos casilleros del formulario del ser humano modelo. Siempre me había dado miedo paternar, quizá porque no me perdonaría morirme y dejar a mi hijo solo y desprotegido en este mundo bravo —y que replique mi mismo dolor— o quizá también porque no sabría sobreponerme si fuese al revés. La ley de la vida, como toda ley, tiene excepciones y trampas. Confieso que he fantaseado con saber cómo serían sus ojos, su carita, sus gestos. En fin, cómo sería un hijo mío. Y si me preguntara por qué lo traje a este manicomio, justificaría el costo de vivir en esta Tierra con el acceso a paladear las