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Cuando Cuca Bailaba Y El Diablo Era Alcalde
Cuando Cuca Bailaba Y El Diablo Era Alcalde
Cuando Cuca Bailaba Y El Diablo Era Alcalde
Libro electrónico108 páginas2 horas

Cuando Cuca Bailaba Y El Diablo Era Alcalde

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Información de este libro electrónico

Imaginémonos que vengo de muy lejos. De un mundo fantástico y extraño que ya desapareció. De otro tiempo, de otro espacio y de otra dimensión. Imagínense, que si les contara y les describiera las condiciones y los eventos que me han tocado vivir, ustedes no me creerían y pensarían que todo ha sido puros cuentos, fantasías producto de mi inconsciente por haber experimentado con algún alucinógeno, o algo así por el estilo. Imaginémonos, que como nadie me creería, yo decidí escribir estas vivencias como si fueran ficciones, y quien sabe, pueda ser que hasta yo algún día termine dudando de mi mismo, y acabe convenciéndome de que si, que la mayoría tiene la razón, y que todo ha sido quimeras, pura imaginación, el producto de las tantas drogas que he usado. Entonces eso significaría que también tendría que creer, que mis amigos de la niñez, mi aldea, mis padres y mis abuelos, y ese mundo de que les hablé no existió, que yo tampoco existo, pues soy el producto de una ficción. Si eso ocurriera yo tendría entonces solo dos salidas: pensar que no soy nadie o que estoy loco. No tengo ninguna dificultad aceptando cualquier de esas dos opciones.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento16 ene 2020
ISBN9781506531236
Cuando Cuca Bailaba Y El Diablo Era Alcalde
Autor

Armando Fernández Vargas

Armando Fernández-Vargas, emigrante dominicano residente en Los Estados Unidos desde 1984. Graduado de Hunter College, y de la Universidad de Long Island en sicología, y del colegio de Saint Rose en administración escolar. Es autor de las novelas Crónica de Un Caníbal, (2014), y Los Perros De Dios (2017). Desde 1996 trabaja para el departamento de educación de la ciudad de Nueva York. Es actualmente supervisor del departamento de educación especial de los distritos escolares 24, y 30 de Queens. Reside en Long Island con su esposa y sus tres hijas. [email protected]

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    Cuando Cuca Bailaba Y El Diablo Era Alcalde - Armando Fernández Vargas

    CUANDO

    CUCA BAILABA

    Y EL DIABLO

    ERA ALCALDE

    ARMANDO FERNÁNDEZ VARGAS

    Copyright © 2020 por Armando Fernández Vargas.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso:   2020900787

    ISBN:   Tapa Blanda             978-1-5065-3124-3

                  Libro Electrónico   978-1-5065-3123-6

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 14/01/2020

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    807734

    ÍNDICE

    42465.png

    Un Buen Día Para Morir

    El Conuco

    Mañana Cuando Vuelva

    El Precio de un Deshonor

    La Ruta Del Recuerdo

    Cuando Cuca Bailaba Y EL Diablo Era Alcalde

    El Cladocelache

    La virgen y Los Genocidas

    Más Allá De La Razón

    Para Que No Se Me Olvide

    El Sobreviviente

    Una Brizna De Esperanza

    Postmorten

    Dichoso el que jamás ni ley ni fuero ni alto tribunal,

    ni las ciudades, ni conoció del mundo el trato fiero

    Fray Luis de León

    UN BUEN DÍA PARA MORIR

    42465.png

    -P ermítanme terminar- les dijo él a los agentes que fueron a arrestarlo, pero ellos mantuvieron una actitud firme. Tenían órdenes de apresarlo de inmediato. Ante la negativa, él les ofreció las dos manos, y se dejó llevar como una res al mata dero.

    Nosotros, sus estudiantes, observábamos, atónitos lo que ocurría, sintiendo un estupor desconcertante, que nunca hemos llegado a entender completamente. Quienes han conocido lo ocurrido, aún años después, nos reprochan el por qué mantuvimos una actitud tan pasiva. Sin convicción, le decimos que estábamos tan seguros de que su futuro era la cárcel, que de haber hecho algo más que ser espectadores de aquella tragedia, hubiéramos cometido un sacrilegio contra un destino ya trazado. La verdad es que decimos cualquier cosa, para que nos dejen en paz, arrastrando el lastre de la tortura de saber que pudimos haber evitado una barbarie y no hicimos nada.

    No pretendemos que este testimonio nos absuelva de culpas por haber sido unos cobardes. Este es un tiempo de crisis de convicciones en que los arrepentidos se suicidan en masas: no hay que tener piedad con los indecisos; no debemos ser una excepción.

    Todo cuanto se ha dicho sobre él no es más que conjeturas erráticas, alimentadas por la fascinación mórbida de la gente. Solo nosotros, que estuvimos allí, y que por nuestra indecisión y falta de personalidad nos llevamos bien con Dios y con el Diablo, conocimos mejor su desgracia. Con el pasar de los años, nos hicimos amigos de sus verdugos, y éstos, sin saber que él había sido nuestro maestro, nos contaban las atrocidades que a diario le hacían. Por lo tanto, que se callen los chismosos, que descansen los bochincheros, que continúe sus labores la gente de trabajo, que las comadres cambien de tema, para que no se les quemen las habichuelas y nos permitan contar lo que de verdad sucedió:

    Él se llamaba Crisóstomo De León, y aunque había dado la impresión de haber estado despreocupado por lo que hubiera podido ocurrirle, sabíamos que estaba al tanto de los peligros que lo acechaban. Sabíamos que desde hacía ya algún tiempo, lo tenían bajo la mirilla, y que ser cauteloso era tan imprescindible para su libertad, como es la discreción para una serpiente. Sabíamos que los secuaces del régimen esperaban el momento y lugar preciso para desaparecerlo. Sabíamos, además, que más temprano que tarde lo lograrían, pero que no les sería fácil: él era muy prudente.

    Durante los días anteriores a su captura, el maestro supo que habían entrado a su cuarto, que habían revisado sus pertenencias, y rebuscado entre sus libros. No tenía dudas de que ellos habían sido los que habían descolgado, y reventado contra el piso un cuadro de familiares difuntos, que era una de sus pocas pertenencias. Sabía también, que habían tocado a su puerta por las noches cuando él no estaba. Nadie mejor que él sabía que sus días estaban ya contados.

    Había dejado ya de ir al parque a jugar dominó, y a charlar con los amigos. Ya no se encerraba en el aula los fines de semana, a preparar las lecciones y ya no era el último en salir del plantel. Había dejado de andar solo por las noches, y rara vez dormía en su cuarto. Sabía que lo andaban buscando.

    Sus amigos veían en él a un soñador incurable, imposible de rescatar de sus obsesiones. Sus compañeros de oficio lo consideraban un sabio ignorado, condenado al olvido. Nosotros, sus estudiantes, le dábamos consejos errados sobre un tema que conocíamos solo a través de la bruma del terror. Durante los días próximos a su arresto, sus amigos más cercanos lo habían advertido sobre el peligro que a diario se exponía. Conocían el final trágico que habían tenido otros conocidos, y temían que el maestro terminara en circunstancias similares.

    Maestro De León, cuídese mucho, -le decíamos, preocupados por la suerte que lo acechaba.

    Él sabía que no le hablábamos de cuidar su salud, su estado emocional, ni las tentaciones del cuerpo y el alma. Nos agradecía el gesto, nos despedía con una reverencia china, y nos parecía que volvía a perderse en su propio mundo. Pero nos equivocábamos; él conocía con exactitud la gravedad de su condición de oveja conviviendo con los lobos.

    El día que lo apresaron, muchos creímos que había llegado el final de sus días. Lo mismo había ocurrido con tantos otros como él. Un día cualquiera terminaban a la sombra de un calabozo, y de allí nadie regresa. Los que por alguna voluntad suprema volvían, comprendían el mensaje de una forma tan contundente, que rehusaban hablar con sus antiguos amigos, por temor de que aquello que parecía una advertencia suficiente para un escarmiento, no hubiera sido más que una sentencia aplazada.

    Cuando los vio llegar, el maestro no tuvo dudas de que iban por él. Y no sintió temor sino más bien, sorpresa. Había esperado de ellos cualquier cosa, menos que lo apresaran a plena luz del día. Sabía que los esbirros de los gobiernos son fieras nocturnas, acostumbradas a atacar por la espalda, y sin testigos. Ahora que los veía llegar, se reprochaba el haberlos subestimado. Acorralado como estaba, no le hubiera servido de nada intentar una escapatoria; muy al contrario, cualquier intento de fuga le hubiera dado a sus enemigos la excusa perfecta para que lo acribillaran allí mismo.

    El maestro, Crisóstomo Arsenio De León, sabía que aprovechar la vida hasta el último aliento es una ley del universo, que dicta: «mientras hay vida, hay esperanza». La experiencia le había enseñado, además, que mostrar temor ante una fiera salvaje es lo mismo que una invitación a ser devorado. Así, que fingió no verlos. Decidió actuar con frialdad, para por lo menos ganarle unas cuantas horas a la muerte.

    En una ocasión en que nos había hablado sobre los secuaces de los gobiernos que controlan a los pueblos, nos había dicho: «no son más que bestias salvajes, que actúan por instinto. Esos han sido creados a imagen y semejanza de una orden burocrática.» Sobre los militares nos dijo: «el término inteligencia militar es un disparate; una persona inteligente no puede ser militar; eso es un oxímoron, eso es como decir: un pequeño gigante, una verdadera mentira o un inolvidable olvido». Ahora que los veía llegar, tenía esa misma expresión sombría que se interponía entre él y el mundo, cuando hablaba de la situación política.

    Parece ser que el pensar, y el hablar sobre dos temas distintos a la vez, en algún debido momento, causó que sin querer, dijera algo no planeado, que nosotros no pudimos descifrar, porque la cólera le hervía en los ojos del agente que lo interrumpió con una voz aguardentosa, para ordenarle: tenga la bondad de acompañarnos. -Permítanme terminar-, les dijo, el maestro. Al no poder concluir, les ofreció las dos manos para que lo esposaran.

    El auto viejo en que se lo llevaron era una maquinaria en ruinas de aspecto siniestro que popularmente llamaban la perrera. A través del espejo retrovisor él nos vio atónitos y aglutinados mirando el espectáculo, y agradeció que no lanzáramos piedras a

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