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La Trilogía Del Crisantemo: Parte I: Transición
La Trilogía Del Crisantemo: Parte I: Transición
La Trilogía Del Crisantemo: Parte I: Transición
Libro electrónico513 páginas8 horas

La Trilogía Del Crisantemo: Parte I: Transición

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Albert Manners est seducido por el poder, la riqueza y la sabidura. Este trabaja duro para construir un imperio que se extiende por veinte pases. El poder le corrompe arrastrndole a la infidelidad, arrogancia y avaricia. Angelique, su mujer, se siente sola y frustrada, embarcndose en aventuras amorosas ilcitas y dando a luz a una hija ilegtima. Su nico hijo, Mikhail, paranoico y desconfiado por naturaleza, est decidido a acabar con la entereza y fortaleza de su padre, con su ineficaz gestin de los negocios. Los conflictos que se van sucediendo acaban desintegrando la familia, llevando a sus integrantes en direcciones opuestas, y desprestigiando a Chrysanthemun Coronet Inc., la compaa que fund su padre. Quin surgir inesperadamente para tomar las riendas de la compaa?

Lee la desgarradora historia de fortunas desperdiciadas, y sigue la vida de Carol Markham a medida que descubre como el peso de la madurez recae sobre sus hombros. La historia te mantendr atrapado desde la primera a la ltima pgina. La triloga del crisantemo, transicin es la primera parte en una carrera desde la construccin hasta la destruccin y reconstruccin. A partir de la tragedia llega el triunfo, o no?
IdiomaEspañol
EditorialXlibris NZ
Fecha de lanzamiento28 abr 2016
ISBN9781499098365
La Trilogía Del Crisantemo: Parte I: Transición
Autor

Marshall E. Gass

Marshall E. Gass vive en la ciudad de Manukau, Auckland Nueva Zelanda. Tiene una larga trayectoria como escritor de ficción y no ficción. Este libro supone su consagración como escritor de novelas. Lo mejor en la vida, dice, es que tienes que vivirla para entenderla, aprendes de los demás, pero ¡la vives a tu manera! el camino hacia delante se traza mirando hacia atrás, y volviendo a dibujar el mapa de tu viaje a través de la vida.

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    La Trilogía Del Crisantemo - Marshall E. Gass

    CAPÍTULO 1

    L lovió durante todo el día.

    La mañana oscura y desolada mostraba señales de que el día iba a desarrollarse en grises cortinas de granizo, lluvia y truenos. Podías oír las voces en el viento, restallando entre los árboles y las hojas, susurrando alrededor de la casa, y sentir las decoraciones abatidas y taciturnas del delicado jardín. Todo ello lanzaba una sombra ominosa sobre la disposición del día.

    A medida que la luz del día fue apareciendo, bajo la apariencia de un sutil tono plateado, trajo consigo los sonidos débiles y tenues del amanecer gris. Un trino aquí, un siseo y un chirrido allí, un chillido aquí y un grito allá terminaron con otro desprendimiento de delicados temblores. Ningún gusano de tierra iba a aventurarse a salir. Ningún perro iba a retar a los truenos. Ningún pájaro se iba a atrever con la ira de los cielos aquella mañana. En su lugar, todos ellos permanecieron en sus pequeños nichos, plegaron sus alas y se acurrucaron contra la calidez del suelo, sintiéndose desprotegidos y expuestos por la llegada del día. La mañana emergió de los restos de la noche.

    Poca vida se despertaba en la Residencia de Ancianos Ángelus. Era demasiado temprano como para que las luces del pasillo estuvieran encendidas. Demasiado temprano como para que los viejos residentes se levantasen y continuasen con sus vidas bajo los ojos de los médicos. Era demasiado temprano como para que las enfermeras del turno de noche comenzaran su ajetreado día, yendo de habitación en habitación, preparando medicinas, removiendo té, haciendo el desayuno, empujando carritos, estirando edredones, ordenando el nuevo día en su miríada de compartimientos, dibujando la fina línea entre los vivos y los muertos. Era muy fina, y muy fácil de cruzar.

    Albert sintió que había llegado el final de su tiempo en la Tierra. Estaba tumbado, recostado sobre la almohada, y cerró los ojos. El destello del amarillo dorado de los crisantemos le cruzó por la mente. Las cosas se movieron en una sucesión rápida, avanzando en el tiempo. Estaba más oscuro que al inicio de la mañana. Albert yació inmóvil para el resto de la eternidad.

    El sonido del teléfono, proveniente de la consulta del médico, dividió la mañana en pequeños trozos de sonido y acción. Tres timbrazos fue todo lo que hizo falta para ponerlo todo en marcha.

    —Hola —dijo el médico, con voz suave—, ¿puedo hablar con Mikhail, por favor? —Mikhail tenía los pies sobre el escritorio de su gran y amplio despacho.

    —Al habla. —Siguió con los pies sobre el escritorio.

    —Mikhail, soy el doctor Randolph de la Residencia de Ancianos Ángelus. ¿Tal vez le gustaría sentarse antes de que le dé la noticia?

    —Estoy bien, doctor Randolph. Es por mi padre, ¿verdad?—Mikhail apenas se movió.

    —Murió esta mañana temprano mientras dormía. Se hizo todo lo que se pudo. No dijo mucho. Aunque no ha sido inesperado, tenía que pasar tarde o temprano. La edad supone un problema cuando falla algo, y hace que se extiende rápidamente a otros órganos vitales. Tuvo un final tranquilo.

    Se hizo un largo silencio de manera espontánea. El doctor Randolph fue el primero en hablar.

    — ¿Le gustaría que llamásemos a la morgue o a la funeraria para hacer los preparativos? —Era consciente de que todo estaba arreglado, pero se ofreció de todos modos.

    —No. Está bien. Todo está organizado, doctor Randolph. Llamaré a Angelique y le haré saber que el final fue tranquilo. Me pasaré por allí en unos veinte minutos para supervisar los últimos detalles. Mientras tanto, ¿podría evitar por favor que otros familiares o amigos, reporteros o lo que sea, entren y hagan preguntas estúpidas al personal y a las enfermeras?

    —Por supuesto. ¡Le veré pronto!

    Fuera seguía lloviendo. Las gotas parecían más grandes de lo habitual. La luz de la mañana tomó un tono gris más oscuro, y los débiles trinos y crujidos que habían dominado el comienzo del día parecían haberse apagando en volutas de sonido. Aquel día iba a ser el comienzo de un viaje largo y difícil. Todo parecía indicarlo. Las personas vivían y morían. Incluso las personas especiales vivían y morían. Mikhail había estado esperando a que esto sucediera.

    Se recostó sobre la silla de su escritorio, puso los brazos detrás de la cabeza y miró las montañas de papeleo, que parecían infranqueables. Documentos enterrados unos entre los otros. Marrones, negros, notas adhesivas añadiendo colores chirriantes a algunas de las páginas sepultadas. Algunos de los documentos estaban abiertos por ciertas páginas concretas, y un rotulador fluorescente abierto junto a ellas sugería que todos los papeles se sometían a un intenso escrutinio. Algunas de ellas aparecían desfiguradas por un rosa brillante, azul o verde de un rotulador. La papelera contenía su propia colección de papel triturado y trozos de hojas de libreta. Había muchos sobres en ella.

    En una esquina del amplio escritorio yacía una copia a lápiz del árbol genealógico de su familia. Era curioso como gente desconocida habitaba en extrañas hojas y líneas. ¿Quién era toda esa gente? ¿Cómo habían llegado a aquel árbol? ¿Sabían siquiera quién era el patriarca? ¿Llevaban su nombre y su apellido junto con el conocimiento de la basta riqueza que se ocultaba en aquellos documentos? ¿Dónde habían estado mientras el anciano se mataba a trabajar, construyendo un imperio a partir del trabajo duro y la atención a los más pequeños detalles? ¿Sabrían siquiera que era un anciano enfermo? ¿Podrían siquiera imaginarse que valía mucho dinero? ¿Sabrían qué hacía negocios con oro y carbón, que dormía con docenas de mujeres, tenía muchos hijos ilegítimos, que enfermó de malaria en Panamá, que cruzó el Canal de Suez, durmió en alcantarillas y lo arrestaron por caminar desnudo por una prístina playa de Sri Lanka? Por lo menos habían conseguido mantener a los periodistas a distancia en todas esas ocasiones en las que habían olido una buena historia. ¿Pero que no hubiese paparazzi? Eso era extraño.

    El anciano estaba tumbado bajo una sábana blanca, con aspecto inocente y los ojos cerrados, las uñas de los pies grisáceos con una etiqueta amarilla atada a un dedo y el rostro, con una ligera barba, pálido y cetrino como carne de cordero pasada. Parecía indefenso y manso, sin nada de sangre subiéndole a la cabeza, sin espada que empuñar, sin ningún maletín a su lado, vestido sólo con la típica sábana blanca, colgando lacia sobre su cuerpo como una mujer agotada, plana contra su torso. Nada se movía. La muerte tendía a ser silenciosa.

    El poder de la riqueza y el dinero desaparecían ante la silenciosa invasión de la muerte. Mikhail suspiró con fuerza. Ahora era rico.

    Su última comida había sido sencilla: té y tostadas para Albert Manners, ex presidente ejecutivo de Corona Crisantemo Inc., multimillonario, astuto empresario y emprendedor, inmigrante de segunda generación, experto en los mejores vinos y mujeres, viajero intrépido e inteligente vendedor, casado y misterioso.

    —Eso es todo lo que quiero —le había dicho a la amable y rellenita enfermera y cuidadora. Ella no sabía quién era él, ni de dónde venía, y cualquier frase que hubiese planeado decirle sobre cómo se encontraba estaba ahora silenciada para siempre.

    — ¿Tiene familia? —le había preguntado la enfermera un día luminoso y alegre, cuando los crisantemos eran de un glorioso amarillo, justo al otro lado de su ventana, mientras él continuaba mirándoles atentamente, como llevaba haciendo toda una hora.

    —Sí —respondió con indiferencia—. ¡Nunca vendrán a verme! —dijo de tal modo que la enfermera comprendió inmediatamente que aquel día era mejor no hacer más preguntas.

    Por la tarde, cuando entró a verle la enfermera que hacía la ronda, él seguía sentado frente a la ventana, mirando los crisantemos. Esta vez tenía una débil sonrisa en el rostro, y su mente parecía estar lejos, en otro lugar, en otra época.

    La enfermera le dejó el té caliente y las tostadas en la mesita auxiliar, y a continuación salió cerrando la puerta tras de sí en silencio. Aquella fue la última vez que lo vio con vida. A la edad de 89 años, todavía era lo bastante fuerte como para cerrar las persianas, tapando la ventana rodeada de crisantemos, y echar el pestillo. Era su propio ritual. Al anciano sólo le asustaba una persona: su propio hijo, Mikhail. No había nada más que le preocupase.

    Mikhail llegó cuando llevaban el cuerpo al frío cuarto adyacente a la sala de espera. Pronto la mañana entraría en acción, y los empleados de la funeraria, el director de la misma, curas y monjas, médicos, enfermeras y el encargado del registro civil local llegarían.

    Los crisantemos reclamarían el resto del día con su abundante presencia alrededor de todo el altar, el pasillo, el ataúd, y las salas del té.

    Era momento de preparar los comunicados, planear la ceremonia, escribir unas palabras para el funeral y hablar con los abogados, la familia y los amigos; las visitas y todos aquellos que quisieran presentar sus respetos. Era el momento de ser correcto, preciso, de no hacer declaraciones ambiguas, el momento de evitar los discursos confusos que llevasen a preguntas. Era el momento de tener tanto o tan poco tacto como fuera posible. Nada debía quedar a la improvisación.

    Mikhail condujo hasta la funeraria. Era un lugar tranquilo que olía a colonia; daba la impresión de que el funeral de su padre iba a ser el primero que se celebrase en aquel sitio.

    Se miró, por última vez, en el reflejo de la puerta de la sala de espera, y admiró aquel rostro severo y simple que iba a presentar a la multitud que esperaba. Repasó cuidadosamente su discurso. La red de falsedades que había fabricado a partir de los archivos tenía que ser lo bastante convincente. Su padre estaba muerto, después de todo, y nadie podía traerle de vuelta para comprobar la verdad.

    Todo lo que el anciano había poseído estaba ahora bajo su control. Lo había planeado bien. Había hecho falta mucho tiempo para cambiar los registros y maniobrar entre los libros de cuentas y los recibos de los bancos, para reducir al anciano a la pobreza, para meterle en un asilo, borrar toda prueba de su existencia y disolver su mente afilada hasta convertirla en natillas con toda clase de desgracias médicas, y ahora, al fin, lo había dejado indefenso, desaparecido y esperando bajo una sábana blanca su despedida final hacia la eternidad. Su misión estaba cumplida. Sonrió.

    La vida…

    —Allá voy —murmuró mientras abría la puerta que daba a la fría sala en la que yacía su padre, esperando ser reclamado.

    Mikhail Manners se convertiría pronto en el presidente de Corona Crisantemo Inc. Había esperado aquel momento durante una década. Cuando cumplió 21 años, esperó junto a la gran cristalera de su mansión en Opito Bay a que su padre apareciese. El capullo no llegó. En vez de eso, estaba en algún sitio lejos de ahí, haciendo chanchullos para ganar dinero, persiguiendo mujeres, haciendo tratos bajo la mesa con toda clase de gente de forma, tamaño, color y origen, y pavoneándose de su riqueza y poder ante cualquiera que quisiera escuchar mientras él, con la inocencia típica de la juventud, esperaba en la gran mansión a que llegase su padre. Nunca lo hizo. Aquel fue el comienzo de una larga campaña de odio que le iría consumiendo desde la tierna edad de 21 años.

    El anciano estaba más interesado en hacer crecer su imperio que en ir a casa a desearle lo mejor a su hijo en su vigésimo primer cumpleaños o estar con su mujer. En aquel momento su madre había subido las escaleras con una bandeja de cócteles verdes de julepe de menta y terrones de azúcar flotando en copas de tamaño y formas prístinas. Julepe virgen, había dicho bromeando. Sí. Él todavía era virgen a los 21 años, pero lo sabía todo sobre la santidad de permanecer como tal porque su madre se lo había repetía cada día.

    —Nunca seas como tu padre, hijo —había gimoteado—. Vivimos nuestras vidas pasando de pobreza a dolor y penuria, y de ahí a ricos. Gracias a tu padre tenemos de todo, excepto su presencia en tu vigésimo primer cumpleaños. Quizás se haya retrasado el vuelo, quizás ha perdido la conexión y está atrapado en algún hotel de paso perdido de la mano de Dios en alguna ciudad, esperando a coger un vuelo para venir a casa. Ten paciencia, puede que todavía venga. Conociendo a tu padre, puede que cruce esa puerta en cualquier momento. Así es como siempre ha sido y como siempre será. ¡Es imposible cambiarle!

    Sus palabras habían sonado seguras y reconfortantes. Albert nunca hizo el viaje. No tenía ninguna intención de ir a casa. En aquel momento estaba en Moscú, con una mujer en cada brazo, de camino a la nueva discoteca que acababan de abrir en Leningrado Street, en la parte rica de la ciudad. El vuelo de enlace entre Zúrich y Cairo había llegado cuatro horas tarde a causa de unas cenizas volcánicas que se habían alzado desde alguna estúpida montaña en Islandia, así que se había visto obligado a tomar la ruta que llevaba desde Singapur a Moscú. Una noche en la ciudad no le haría ningún daño a un viajero agotado. Con dos chicas rusas acompañando a la embriagadora mezcla, todo podía terminar valiendo la pena. Además, las rusas enloquecerían con el dinero que tenía para gastar. Todo lo que tenía que hacer era asegurarse de mantener la cabeza sobre sus hombros. Y de que no se llevase a cabo ningún secuestro en alguna sórdida callejuela de Moscú. Aparte de eso, estaba bien, ¡o tan bien como se podía estar con un metro veinte de nieve y una temperatura tan gélida que incluso el vodka se convertía en hielo y tintineaba contra los vasos!

    Mikhail se dirigió al balcón desde el que se podía ver el enorme salón del primer piso. Sus invitados estaban llegando. Chicas vestidas con tirantes y grandes pechos, jóvenes compañeros de clase con gomina en su despeinado y colorido cabello, oliendo a desodorante Axe, vestidos con pantalones pitillo, botas brillantes, finas chaquetas de verano, collares con borlas, camisas rojas, verdes, azules, de neón y de cualquier clase que fuera chillona y molesta. ¡Y allí estaba él, con una inmaculada camisa blanca de seda y tejanos azul oscuro, oliendo a Jean Paul Gautier con un toque de menta de Gucci! «Menuda diferencia», pensó, «entre los ricos y los pobres». Su madre se aseguraba siempre de comprarle lo mejor. Aquel día cumplía los 21, y el mundo iba a ser suyo.

    ¡Aquel día podía ir y venir cuánto le apeteciera, comer lo que fuera, beber lo que fuera, follarse a cualquiera, hacer cualquier cosa, y solo él sería el responsable de sus propios actos! De repente recordó que tenía cocaína escondida en los calzoncillos y que tenía que acordarse de esnifarla antes de que las luces se atenuasen y empezaran a bailar.

    A partir del día siguiente, estaría libre de cualquier control paternal.

    . . .

    La última vez que vio a su padre fueron9 años antes, cuando tenía 21 años, y su padre había llegado una semana después de su vigésimo primer cumpleaños. Arrepentido y humilde, le había dado a Mikhail un gran abrazo y había empujado una maleta en su dirección. Había sonado tan sincero al explicar el desvío que habían sufrido los vuelos, la noche que había tenido que pasar en algún hotel frío y caro de Moscú, mientras hablaba de la comida y el vodka, pero no lo estaba siendo. Describió detalladamente el largo viaje en taxi hasta el aeropuerto, la rolliza azafata de vuelo y el servicio en Aeroflot, la camaradería rusa, las calles llenas de rusos borrachos y el mundo al borde de la ilegalidad que parecía estar presente en toda la nueva Rusia.

    Fue perdonado. Angelique escuchó atentamente aquel día, pero ya había oído muchas historias parecidas. ¡Los aviones siempre salían con retraso, las azafatas siempre eran rollizas, el servicio nunca era el mejor, las taxis siempre eran lentos, las maletas siempre llevaban demasiado peso y el viaje a casa siempre igualaba al de Jason y los Argonautas cuando volvían a través de las mazmorras y laberintos de Grecia!

    ¡Albert no decía nunca ni una sola vez que el viaje había sido memorable! Y ella sabía que era una excusa barata. Aquel modo de contar las cosas era evidente y descarado. Sabía que había estado en algún antro de Moscú, metiendo mano a alguna mujer. En su móvil estaban guardados los números, y los recibos del banco que Angelique recibía discretamente a través de un gerente del banco con el que tenía amistad, contaban una historia completamente diferente. Pero se había mantenido en silencio mientras él continuaba convenciéndose a sí mismo de que le creían.

    Para Angelique, el hecho de que volviera a casa a pesar de todo era un plus. Llegados a aquel punto, el divorcio no era una opción. Mikhail había cumplido los 21; necesitaba aprender a manejar las docenas de negocios que su padre tenía, y necesitaba entrenarse en el arte aún más delicado de identificar las muchas falsedades, aprender a entender los libros de cuentas y las columnas, manejar las cuentas, crear rutas similares para evitar impuestos y, lentamente, hacerse con el control de todos los hilos de las marionetas.

    Sólo había un incidente que Mikhail recordase. En su séptimo cumpleaños vio al padre de su mejor amigo inclinándose sobre su madre, que llevaba puesto un escotado vestido, de la manera en que más tarde descubriría que lo hacían los caballos en el establo, o los perros a las perras. Hicieron falta muchos años para superar aquel recuerdo, pero tenía la impresión de que se habían establecido algunas conexiones emocionales. Esa noche mientras dormía en su habitación, se levantó para ir al baño a primera hora de la mañana, y vio cómo su madre dormía acurrucada junto al padre de Carl.

    Se preguntó si debía decírselo a su padre, pero no estaba seguro de que tuviera sentido, así que simplemente enterró aquella visión perturbadora y recurrente en lo más profundo de su mente para que resurgiera más tarde.

    Aquel día, a la edad de 21 años, todo trataba de despedirse de un mal recuerdo. Era el momento de tomar el control. Con 21 años, estaba lo bastante preparado como para ocupar una posición más importante, estar al cargo, llegar lejos…

    Con 31 años, Mikhail entró en la sala funeraria para decir el panegírico a su padre. Se acordaba de su vigésimo primer cumpleaños como si hubiese sido ayer. Floreció como un nicho de raros crisantemos visitados al fin por el sol. Ahora dejaría todos aquellos recuerdos atrás.

    . . .

    Era una habitación estéril.

    Cortinas blancas, visillos, sillas, lirios blancos, suelo blanco, paredes blancas y un altar de mármol negro, que contrastaba por completo con el resto de la sala. Aquel lugar tenía un aspecto pulido y limpio, y uno habría dudado si sentarse en las veinticinco sillas de un blanco inmaculado que había distribuidas en filas de tres en el centro de la habitación, frente al brillante altar negro.

    Colgados en las esquinas, al fondo, había dos altavoces ovales blancos que apuntaban hacia la audiencia. En el altar, un micrófono blanco sobresalía entre dos jarrones de lirios blancos. Todo parecía estar preparado y limpio.

    En el altar yacía un ataúd de color blanco satinado con relieves, brillantes asas de un blanco perlado e interior de suave raso. Unos lazos blancos colgaban delicadamente de los costados de las asas de los portadores.

    Albert Manners yacía sereno, en paz consigo mismo. Su rostro dibujaba la más suave de las sonrisas, únicamente una débil pista de que la muerte no se había llevado su permanente sonrisa de suficiencia. Sus ojos estaban cerrados. Las manos, cruzadas sobre el frágil pecho, sujetaban entre los dedos un rosario de cuentas blancas, y un pequeño misal en cuero blanco descansaba suavemente a su lado. ¿Era consciente Albert de que los viajes al otro mundo se anunciarían con manchas blancas? ¡En su lugar habría preferido una explosión de crisantemos!

    Los invitados estaban en grupos por la sala, y cada uno de ellos sostenía en sus manos una delicada taza de té de un blanco inmaculado y un platito. Incluso los sándwiches parecían más blancos de lo habitual. Ninguna de las conversaciones triviales entre los invitados revelaba sus intenciones. Todos estaban allí con un único propósito, todos esperaban convertirse en alguien… ¡así lo había deseado Albert en su última voluntad y testamento!

    A las 10:30 de la mañana, se oyó el tintineo de una pequeña campana en una habitación aledaña, y su sonido creció mientras los invitados eran guiados hasta aquel cielo de fantasía y blancura. En silencio, cada uno de ellos encontró su asiento, algunos aferrando pequeños pañuelos contra los labios o los ojos. Algunos lo hacían sin pensar, mientras que otros sorbían por la nariz quedamente, pero lo bastante alto como para que todos los demás lo notasen.

    A las 10:35, el Padre Prenderville entró en la habitación desde una puerta lateral.

    —Levantaos —anunció con algo de pompa y solemnidad. Levantó las manos hacia al cielo al mismo tiempo, como si guiara al recientemente fallecido hacia un lugar de descanso completo y absoluto, un lugar que, tal y como se le había dicho innumerables veces, existía, y él sería el que estuviese a cargo de todo lo que allí sucediera.

    —En el nombre del Padre… Amén.

    El padre Prenderville continuó.

    —Polvo eres y en polvo te convertirás. Nada puede evitar que emprendas ese viaje. Nadie ha vivido lo suficiente como para explicar a dónde van o qué hacen. Nada se llevan con ellos. Todo el poder, la gloria y las gracias que uno reúne durante su vida se desvanecerán a llegar el momento en que Dios toma a su súbdito y todas las pertenencias espirituales de éste. El viaje cesa, y uno nuevo, más largo y permanente, comienza.

    »Para aquellos de nosotros que nos hemos preparado bien para este eterno y nuevo viaje, el final es como una luz hacia la que nos sentimos atraídos. Para aquellos de nosotros que hemos profanado y nos hemos distanciado de la misericordia de Dios, el final es una lenta y laboriosa tarea, y jamás hay prisa por llegar a él. Nunca podremos saber qué es lo que vive en la mente de Dios. Lo único que nos ha dado son las Escrituras y, a través de esas palabras sagradas, somos capaces de preparar nuestro viaje a través de la vida y hacia la muerte.

    »Albert era un buen hombre. Hizo grandes aportaciones a la iglesia de buena gana. Una larga lista de orfanatos, hospitales y salas geriátricas, escuelas y universidades, concejos y casas parroquiales deben su existencia a su amabilidad y generosidad. Docenas de estudiantes han conseguido una educación gracias a sus becas y ayudas, al igual que tantos otros pacientes de hospitales le deben la vida, tantos niños pequeños que han sido vacunados, corriendo él con los gastos.

    »Albert era un buen hombre. Vivió una vida humilde, cuidando de su familia y sin faltar ni una sola vez al servicio de Pascua en Holy Cross. Le recuerdo contándome cómo se aferraba a las dedos de su madre y atendía al servicio habitual de los domingos en Holy Cross. Albert era un hombre generoso, nunca dudaba en dar… y daba con todo el corazón. Daba todo lo que podía. A nadie le daba la espalda.

    »Lo echaremos mucho de menos. La parroquia no será la misma sin él. ¿A dónde iremos en busca de ayuda? ¿Quién nos asistirá en nuestros momentos de necesidad? ¿Qué haremos?

    »¡Recemos! Dios que estás en el cielo, que nos has dado la vida en la Tierra y que nos darás la vida eterna en el cielo. No nos abandonarás en nuestro tiempo de necesidad. Nos recordarás en tu piedad tal y como te pedimos que recuerdes a Albert Manners mientras camina hacia tu casa. Todo lo que le pediste que hiciera, él lo hizo de buena voluntad. ¡Todo lo que le pediste que diera, él lo dio con todo su corazón! Ahora, en nuestro tiempo de necesidad, te pedimos que continúes guiando a esta nueva generación para que sigan dando y continúen incluyéndonos en su generosidad, tanto en la vida como en la muerte. Nuestra iglesia necesita tu ayuda, Dios, y a través de Albert, te agradecemos la abundancia que nos dejarás en su testamento, así lo dice Dios. ¡Amén!

    El padre Prenderville volvió en silencio a la habitación adyacente, donde otra de las sillas blancas estaba colocada contra la ventana que daba al precioso y cuidado jardín que había alrededor de la Sala Funeraria Finns. Había rosas y petunias, hibiscos y dedaleras, alisos en los bordes y esquinas del césped bien recortado. Era un lugar de paz, un lugar en el que uno entraba sin vida y salía también sin vida.

    A lo lejos, a la derecha pudo vislumbrar el débil destello de unos crisantemos. ¡Tch, tch! Conocía el nombre de aquellas brillantes flores amarillas… Pero precisamente ese día no le venía a la cabeza. El padre Prenderville sabía que Albert le tenía más cariño a su jardín de crisantemos del que le tenía a su mujer, a sus hijos y a sus hijas, a su dinero, ¡o a sus criadas! Había algo de adicción en el modo en que cuidaba los parterres de crisantemos. «Ese viejo tonto», pensó el padre Prenderville. Incluso Dios les daba a los hombres más ricos algunas excentricidades que les mantuviera afianzados a la tierra.

    —Crisantemos, y un carajo —murmuró en voz alta. Imaginad gastar todo aquel tiempo y dinero en cuidar de un jardín… Que de todos modos no necesitaba ningún cuidado. ¡Podría haber dedicado todo aquel tiempo y esfuerzo en aquel pequeño orfanato en India, donde toda una familia podría haber comido por el precio de una maceta de brotes de crisantemos o un paquete de semillas! ¡Viejo tonto!

    Mikhail, mientras tanto, leía atentamente sus notas. Dentro de unos minutos tendría que dirigirse a los invitados como el hijo único de Albert Xerxes Manners… el único hijo, que heredaría la basta riqueza del anciano. ¿Qué había hecho para merecerse todo aquello? «No mucho», pensó en silencio. No mucho, en absoluto. Sí, le habían dado algo de dinero para gastos, una buena educación en St. Joseph College, una vida en un internado, uniformes nuevos y excursiones con la clase al lago, al bosque y al as tiendas. Eso era todo.

    Una vez al año volvía a casa a pasar las vacaciones de verano. Cada seis meses recibía una caja llena golosinas que su madre había envuelto cuidadosamente. Aparte de eso, raras veces veía a su padre ni iba con él a alguno de sus largos viajes al extranjero. Aquel día estaba allí sentado, sin sentir nada, y distanciados como habían estado siempre tanto en la vida como en la muerte. ¿Quién era aquel hombre al que había llamado padre? ¿Y por qué estaba tan pálido y paciente en aquel mar de blanco?

    ¿Quiénes eran todos aquellos invitados? ¿De dónde venían? ¿Quién era la mujer sentada en la última fila, vestida con un vestido negro de seda, con un sombrero inclinado sobre los ojos, que miraba fijamente a un punto cualquiera del suelo y aferraba un brillante ramo de crisantemos amarillos envueltos en papel de aluminio? ¿Por qué crisantemos en particular? ¿No se le ofrecían rosas y lirios blancos a los recién fallecidos? ¿Qué edad tenía aquella mujer? ¿Tendría unos 60, 70, quizás 75 años? Nunca era capaz de adivinarlo cuando llevaban puestos vestidos ajustados y de diseño. Sus tacones de aguja le daban un aspecto imperial. Estaba sola, perdida en sus pensamientos. ¿Por qué no había nadie sentado junto a ella? ¿No conocía a nadie en aquella multitud? ¿Cómo había llegado a la sala funeraria? ¿La había informado alguien? ¿Cómo de bien había conocido a su padre? ¿Era sólo una conocida, una amiga, una amante, una hermana largamente perdida? Mikhail jamás lo sabría.

    Faltaban dos minutos más, contó, antes de que el director de la funeraria le llamase para que se dirigiese a los invitados.

    —Y ahora les dejo con el señor Mikhail Manners, el único hijo del señor Albert Manners.

    —Gracias, damas y caballeros. Gracias. Han oído hablar al padre Prenderville de mi padre en términos celestiales. Tenía razón. Mi padre era un buen hombre. Era reservado. Durante toda su vida vivió y trabajó con tal pasión que mi madre y yo a menudo pensábamos que estaba poseído por un extraño demonio que le hacía trabajar a solas y mantenerse apartado. Mi padre pasaba largas horas inclinado sobre libros de botánica, pasando páginas tras página de clasificaciones florales, de injertos, semillas, crecimiento y luz solar. Miraba al exterior desde su estudio cada día, y se quedaba de pie en el mismo sitio durante horas, admirando su trabajo.

    »No había nada en este mundo más importante para él que sus adorados crisantemos. Los conocía por nombre, color y forma, y sabía sobre ellos todo lo que nadie pudiese necesitar saber. Era su pasión, una pasión tan intensa que mi madre y yo nunca llegamos a saber realmente por qué cultivaba un gusto tan intenso por una única flor.

    »Algo desconocido para muchos de nosotros, y principalmente para mí, es que mi padre también tenía mucho interés en acciones y participaciones. Leía cuidadosamente columna tras columna con información sobre acciones y participaciones y sabía todo lo que había que saber sobre el mercado de valores. Era sorprendente el modo con el que almacenaba millones de pequeños hechos y gráficos en la cabeza y cómo hacía predicciones sobre la subida y la bajada del precio de las acciones, y con qué acierto las compraba y vendía.

    »Cuando no estaba ensimismado con sus semillas y plantas, estaba totalmente absorto en el mercado de valores. Mi padre invertía su dinero en acciones con la misma facilidad con la que hacía crecer una semilla en un pequeño tiesto. De alguna forma, para él, ambas cosas estaban relacionadas, pero yo, nunca fui capaz de establecer esa conexión.

    Se aclaró la garganta y tosió suavemente en un pañuelo blanco. Tomó un sorbo del vaso de agua que había sobre la mesa.

    En aquellos precisos instantes sus ojos captaron un destello de la mujer que tenía el ramo de crisantemos sobre el regazo. ¿Había descruzado las piernas y apuntado el afilado final de sus tacones de aguja en su dirección?

    —Mi padre también tenía una tercera pasión, una que descubrimos mucho después: invertir en propiedades. Cuándo o cómo empezó a crear esos portafolios de propiedades, jamás lo sabré. Unos años atrás, cuando mi madre cayó gravemente enferma y fue hospitalizada, los abogados de la familia pidieron que hablase con ella para autentificar ciertos documentos que contenían su nombre. Para mi sorpresa, se trataba de una docena de portafolios de propiedades que contenían inversiones en mansiones en primera línea de playa en Mumbai, complejos vacacionales en Goa, participaciones en el distrito comercial de Queenstown, supermercados y un amplio rango de propiedades residenciales en Auckland, en los suburbios de clase media. Fue una sorpresa. No sabíamos que existieran tales inversiones. Ni mi madre ni yo sabíamos qué hacer con todo ello, ni teníamos la experiencia necesaria para hacernos cargo de aquel negocio. Siguiendo el mejor de los consejos, dejamos que los contables y los abogados continuaran haciendo su trabajo manteniéndonos informados de cualquier desarrollo.

    »Mi padre fue trasladado a la residencia hace diez años. El médico de la familia explicó de manera bastante clara que mi padre no estaba en condiciones de continuar con los negocios una vez que las primeras señales de demencia aparecieron. Era incapaz de firmar con su nombre, y gran parte de lo que decía no tenía sentido. Durante los últimos diez años, y mientras yo crecía, mi padre permaneció en la residencia, bajo el cuidado de los mejores doctores, enfermeras y médicos del país. Le quería muchísimo.

    »En los últimos tiempos su salud deterioró rápidamente, hasta esta mañana, en la que el doctor Randolph me ha llamado para informarme de su fallecimiento.

    »Mi padre era un buen hombre ya que vivió para sus pasiones y vivió por su familia. Cuando mi abuela falleció, alrededor de la época en la que mi padre fue trasladado a la residencia, se dijo que se había llevado una parte de él con ella. ¡Ahora se dice que ha ido a recuperar esa parte que se llevó, y que volverá para continuar con las pasiones de toda su vida! ¿Quién sabe lo que puede pasar? Mi padre tenía esa manera de aparecer y desaparecer de vez en cuando.

    »Mis abogados me han informado de que soy el albacea de su testamento, y la lectura del mismo tendrá lugar el jueves, inmediatamente después de la incineración. Era el deseo de mi padre que sus cenizas fueran esparcidas en tres lugares. En primer lugar, entre los crisantemos de su jardín trasero. En segundo lugar, una pequeña urna debe ser enterrada en la tumba de su madre, en Wairarapas, y el último lugar de descanso que deseaba no debe ser anunciado. Les agradezco a todos que hayan venido hoy. En la sala adyacente hay té y un refrigerio. Por favor, firmen el libro de visitas que hay en el vestíbulo.

    Mikhail observó atentamente como los invitados avanzaban en tropel hasta el ataúd y presentaban sus últimos respetos. Se acercaban, miraban el rostro del anciano, se quedaban allí de pie unos segundos, dejaban una corona funeraria, flores o cartas, y después desfilaban en silencio por el pasillo hacia la luz del sol que brillaba en el exterior.

    La dama con el ramo de crisantemos fue la última en levantarse. Se acercó lentamente, se detuvo junto al ataúd y miró con cariño el rostro del anciano. Parecía reconocer el severo corte de pelo, los rasgos finos, acercándose un poco más para mirarle. De pie a su lado, le miró durante un largo rato, con cariño. Impulsivamente, extendió la mano y ajustó el rosario de cuentas, colocó un lazo de seda de vuelta en su lugar y le apartó el fino cabello canoso de la frente. Mikhail observó todos aquellos suaves movimientos con gran interés. ¿Quién era aquella mujer? Parecía conocer al fallecido mucho más que ninguna otra persona. Había cierta intimidad, cierta complicidad, ¡y ese sentimiento! Podía verlo a simple vista.

    —Soy la señora Wilkinson —anunció ésta—. Conocí a tu padre, hace muchos años. Éramos buenos amigos en la universidad, y nos graduamos juntos. ¡Fui vecina tuya en una ocasión, cuando tu familia vivía en Opito Bay! Eso fue hace mucho tiempo. Los tiempos han cambiado desde entonces. Tu madre también era una buena amiga. Tu padre era un joven muy inteligente. Le conocí cuando comenzaba su obsesión por las flores, especialmente por los crisantemos. Eran sus favoritas. Mi marido, William, era un pescador de la zona, y conocía bien a tu madre. Mi hijo, Carl, fue a varias de tus fiestas de cumpleaños. Me reuní con tu padre en varias ocasiones en vuestra gran mansión. Era una persona muy generosa. Mi marido y yo nos separamos más o menos cuando tú tenías ocho años. Me marché de Opito Bay poco después, y nunca volví realmente. Me mantuve en contacto con tu padre durante una temporada.

    Y, con esto, colocó las radiantes flores junto a las muchas coronas y ramos que se amontonaban a los lados del ataúd.

    —Gracias, señora Wilkinson. Recuerdo que solía visitarnos por aquella época. ¡Mi padre se sentiría complacido de que haya venido! ¿Se quedará hasta que esparzamos las cenizas el jueves?

    —No —contestó ella—. Vuelvo hoy con el último vuelo hacia New Plymouth. No he informado a mi esposo de ninguna estancia prolongada.

    —De acuerdo, ¡ha sido un placer tenerla aquí hoy!

    La señora Wilkinson se giró rápidamente, como para evitar seguir conversando, y se dirigió lentamente hacia la gran entrada. Era difícil imaginar su edad por el sonido de sus tacones. Parecía muy ágil para la edad que debía tener. Justo cuando la luz del sol se colaba por la puerta principal del salón funerario, la señora Wilkinson se giró y se despidió saludando con la mano.

    Y se marchó.

    Mikhail recordaba a la madre de Carl. Solía ir a la enorme mansión de Opito Bay para recoger a su hijo, de vez en cuando. Siempre educada, de voz suave y amistosa, se pasaba el rato hablando con su madre. Los días de grandes celebraciones iban directamente al fondo de la casa, hacia la cocina, para recoger toda la comida sobrante y llevársela a su familia.

    Carl adoraba a su madre. Era ella la que le enviaba a la escuela local Opito Escuela Primaria con sándwiches de crema de cacahuete y mermelada para el almuerzo, un plátano maduro y un aguacate. A menudo, Carl tenía un bonito tomate rojo o una zanahoria guardada dentro de su fiambrera. Jamás se olvidaba de añadir el dulce zumo de manzana, o la bebida refrescante casera con sabor a fresa aderezada con toques de limón y lima. Carl a menudo compartía su almuerzo. Mikhail, por otro lado, tenía un almuerzo formado por sándwiches de menta, pastillas de azúcar y manzanas y una botella de leche. Lo que odiaba de verdad era la servilleta de blanco impoluto que su madre siempre metía dentro… Aquellas cosas tan de niña siempre le avergonzaban. La fiambrera de Carl siempre era más original y apetecible que la suya, y la madre de éste le hacía sentir mucho más cómodo y feliz de lo que su propia madre lo hacía nunca. Quizás fuera aquello lo que le convirtió en un chico tan sentimentaloide y afeminado, siempre asustado de masticar chicle o escupir en una valla por si su madre le regañaba bruscamente delante de todos sus amigos.

    Y allí estaba ahora la señora Wilkinson, llegando a la vigilia de su padre con un gran ramo de sus crisantemos favoritos y ninguna historia en particular que contar.

    Mikhail tomó nota mental de comprobar las conexiones de la señora Wilkinson con su padre y explorar la razón real de su visita, no anunciada en esta ocasión. Aún a pesar de haber sido muy específico con los guardias de seguridad que había fuera de qué nadie era bienvenido a esta ceremonia privada.

    Poco a poco, los pocos invitados fueron desapareciendo a medida que transcurría la tarde y el té y los tentempiés se fueron terminando, y el director de la funeraria metió el ataúd en el coche fúnebre para su viaje final al crematorio. Mikhail tenía que estar seguro de que no quedaba más rastro del anciano que una urna de granito. No quería que nadie le convirtiese en mártir, ni que nadie más empezase a ponerse taciturno y a hacer preguntas sobre los últimos días del pobre hombre. Todo había terminado.

    Una vez que fuesen depositados los restos en el gran espacio del cementerio y pagase la lápida de mármol blanco, todo quedaría olvidado.

    Había tantas otras cosas que hacer, una compañía que dirigir, gente a la que investigar, fondos que transferir, trapicheos que tenían que cubrirse y tratos legales que tenían que sabotearse, e intrincados mentiras que debían prepararse y que pocos serían capaces de rastrear hasta la corriente de fondos que se desvanecían en el abismo que él mismo había abierto en bancos suizos, en depósitos en el extranjero formados por lingotes de oro comprados en el mercado negro de Dubái, y en testamentos y últimas voluntades que decían que todo le pertenecía a él y a nadie más, gracias a la ingenuidad de su padre, que había construido un colchón para su único hijo a través del trabajo duro, diligencia, inversiones sabias y un cuidadoso planeamiento y control de los fondos. Su padre había tenido una mente astuta y aguda que mantenía el control de toda su riqueza.

    La infidelidad y dolor que su padre había causado a su madre le carcomía la mente en un caldero estrambótico y decrépito de odio hacia él. Lentamente, a lo largo de los diez últimos años, había conseguido sacarlo en silencio y sistemáticamente del despacho y meterle en la Residencia de Ancianos Ángelus, donde le cuidó un despliegue de enfermeras y profesionales médicos. Cada una de las enfermeras sería formada para reducir la medicación, restringir la ingesta de comidas, mantener al anciano inmóvil, quebrarle en silencio a través del confinamiento solitario, evitar que sus amigos cercanos y sus compañeros le visitaran y, en general, apresurar la desaparición del pobre anciano de un modo tan casual como fuera posible, sin levantar sospecha alguna. Mikhail aprendió bien a hacerlo.

    Fue así como Albert Manners, presidente y director ejecutivo de Corona Crisantemo Inc. llegó a terminar en un desconocido caserío que hacía de residencia, apartado de ojos entrometidos, en una habitación no más grande que una cama de matrimonio, con muy poco confort que ofrecer. El tiempo lo destruiría del mismo modo en que le reduciría a un idiota charlatán, sin deseo de moverse, comer ni ir al baño, ni de discutir su existencia. La desesperación llegaría de la mano de la soledad, y la soledad haría nacer un sentimiento que los libros de texto definen como depresión maníaca, Alzheimer, demencia, Parkinson o lo que quiera que aquello fuera.

    Hicieron falta cinco años, y durante aquel tiempo el mundo olvidó que Albert Manners era artificialmente un desposeído, un sin techo, solitario y confinado a una cama y al aburrimiento. El único factor a su favor era el nicho de crisantemos que florecía justo al otro lado de su ventana, y nunca fallaba en iluminar su día y calmar sus noches mientras esperaba a morir lentamente.

    De los crisantemos provenía Albert Manners y a los crisantemos iba Albert Manners a regresar.

    La enfermera que le había visitado la noche anterior a su fallecimiento estaba sentada al fondo de la pequeña capilla de la funeraria. Se preguntó quién era aquel anciano, y por qué los mensajes crípticos del cura católico y del joven vestido con un traje negro tenían relevancia alguna para el muerto. Nunca, en sus cinco años allí, había visto a ninguno de ellos, pero allí estaban ahora, acaparando el espacio en el púlpito, elogiando y contando lo importante que había sido aquel hombre.

    Era ella quien limpiaba cuando perdía el control de sus funciones corporales, era ella quien daba de comer día sí y día también, y era ella quien le dijo unas palabras suaves justo antes de que muriese. Había sido su propio hijo pequeño el que había recogido un ramo de caléndulas de

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