Avalancha de Sangre
Por David Mayer
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En la década del 70, en la región metropolitana de Recife - Pernambuco, hubo una inundación que mató aproximadamente a 104 personas. Todas ellas ocasionadas directa o indirectamente por la calamidad. Sin embargo, este manuscrito tratará sobre cinco muertes que ocurrieron en este mismo período, pero provocadas por ataques de un tiburón asesino
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Avalancha de Sangre - David Mayer
En la década del 70, en la región metropolitana de Recife - Pernambuco, hubo una inundación que mató aproximadamente a 104 personas. Todas ellas ocasionadas directa o indirectamente por la calamidad. Sin embargo, este manuscrito tratará sobre cinco muertes que ocurrieron en este mismo período, pero provocadas por ataques de un tiburón asesino.
TRES DIAS ANTES DEL DESBORDE DEL RIO CAPIBARIBE
I
Una lluvia incesante repiqueteaba sobre el techo de mi escarabajo aquella noche inolvidable, regalo de mi padre por haber finalizado el curso de periodismo en la Universidad Federal de Pernambuco. Hice muchos amigos allí. Escribí para el periódico académico, produje artículos, columnas. Fui agraciado con la sangre de letras de mi madre y la persistencia policial de mi padre.
Mi madre falleció de cáncer de pulmón el año pasado y mi padre vive en el fondo de una botella de caña, su rostro siempre lloroso y rojizo.
Mientras la llovizna azotaba los vidrios, los parabrisas funcionaban a todo vapor. A pesar del brillo plateado de la luna sobre el matorral que nos rodeaba, nubes dispersas de lluvia insistían en continuar en el cielo.
- Esa maldita lluvia no se va? – gruñó mi novia en el asiento del acompañante, acomodándose los anteojos grandes y cuadrados.
Gabriela era gordita, bromista que delataba su veta para la comedia. Siempre preparada para entregarse a las más diversas aventuras. Una perfecta compañera para todas las horas, aunque su madre no aprobara tanto nuestra relación.
Gabi se había graduado en periodismo conmigo. Durante nuestra enseñanza, entre saliditas de grupo a los barcitos, Ron Montilla, conversaciones saludables y bailes populares, se formaron los cimientos de nuestro romance.
Mi adorable coche pequeño resbalaba delante del pantano de barro bombardeado por charcos; subía y bajaba como si estuviésemos en altamar. Qué maldita idea la de Rafael de venir a un lugar como éste con una lluvia de esas? Pero la marihuana en su percepción era quien guiaba nuestras mejores historias para compartir con los amigos, y esta vez, de forma terriblemente espantosa, no dejaría de ser verdad.
A lo lejos avistamos un par de faroles altos apuntando hacia el mar. Era el coche de Daniel. Estacioné cerca y salimos con un paraguas. Las gotas disminuyeron de tamaño y apenas rozaban nuestras ropas y piel. Llegamos a un bar abandonado hecho de madera. El techo estaba revestido de paja seca de palmeras. Allí estaba el loco de mi amigo y su novia. Ellos acababan de quitarse las ropas, quedándose sólo con la ropa interior.
El hombre de calzoncillos y sonrisa sincera y larga era Daniel, también llamado por mí y otros amigos cercanos como Bonitão, pues debajo de los rulos rubios de su cabello brillaban ojos azules y un rostro anguloso esculpido por Afrodita. La muchacha de ropa interior roja era Juliana, su novia. Delgada, y diferente a mí que era una tabla de planchar ropa, ella poseía curvas sensuales que despertaban deseo en la mayoría de los hombres. Cabellos lisos que parecían estar siempre peinados.
- Daniel, estamos interrumpiendo algo? - sonreí y me aproximé a la lámpara.
- Claro que no.- él arrojó la camisa al suelo. - Llegaron en el momento ideal! Juliana y yo estamos locos por una zambullida en el mar.
- Ustedes están locos? Debe hacer un frío desgraciado. El frío y la lluvia no ayudan en nada para mejorar la situación.
- Confía en mí, Afrânio. Cuántas veces te decepcioné? Y además, el viejo me dejó libre el barco. Allá está mi hidromasaje. - él apuntó hacia un objeto ondulado en el mar — Va a ser genial.
- Yo voy sin lugar a dudas.-– dijo mi novia quitándose la ropa y siguiendo a los otros dos hacia el agua.
Suspiré resignado quitándome la mía. Odiaba exhibir un físico que carecía de músculos. Mostrar las costillas y mi panza profunda; los pocos músculos de mis brazos y la espalda curva. Era delgado como un palo, por más que tragara comida y más comida. Corrí sólo en calzoncillos. Sentí la arena mojada y blanda, y las olas heladas.
La noche se aclaraba y la lluvia se volvió un recuerdo. Observé a Daniel alcanzar con braceadas vigorosas el pequeño barco y subir. Encendió un cono de farol y su arco iluminó la superfície del mar negro a nuestro alrededor. Fui el último en subir. Todos estábamos temblorosos, a excepción de Daniel. Él agarró una bolsita que había traído dentro de sus calzoncillos, se sentó en un banquito y comenzó el trabajo del vicioso. Colocó la hierba dentro de una seda y lo enrolló. Cuando su tarea estaba terminada, tenía cinco rollitos de marihuana esparcidos por el suelo. Nos ofreció a cada uno y lo encendió. Nos relajamos, el frío era apenas un recuerdo.
Sentí el barco subir y bajar por la inestabilidad del océano y el lanzado de la cuerda del ancla hacia el fondo, tensionándola.
- Gente.- dijo Daniel, con una sonrisa tonta.- Hoy es mi cumpleaños y estoy muy feliz de compartir este día con ustedes. Pueden creer que cuando le pedí el barco a mi padre, el miserable ni siquiera lo recordó? Y mi madre ni un llamado desde San Pablo. Demasiado ocupada, es la disculpa que siempre da. Por eso digo que es bueno estar entre buenos amigos. Y con una muchachita especial como tú, Juliana.
Él besó a su novia. La mía aprovechó para acercarse a mí y quedarse bajo la protección de mi brazo. La abracé mientras pitaba hondo el cigarro.
- Fue bueno haber venido, Afrânio.- ella sonrió mientras observaba a la pareja del otro lado de la embarcación intercambiando caricias y besos.
- Sí, Gabi. A pesar de estar medio loquitos.- sonreí.
Sentí un leve golpe en el casco del barco. Los músculos de Gabriela se tensionaron. No fui el único que se imaginó cosas.
- Habrá sido un pez?
- Entonces fue un pez muy grande, no? – respondí medio irónico.
Nos apoyamos y giramos hacia el mar. Sólo la oscuridad, las olas y la espuma. Nada anorm...
Una aleta.
- Viste aquella aleta?- apunté, medio susurrando, medio gritando.
Gabriela apretó los ojos en la dirección que indicaba.
- No estoy viendo nada. Estás seguro de que viste una aleta? El mar está demasiado helado para que un tiburón se aproxime tanto a la costa. Por lo menos creo yo...
Me quedé callado. Podía haber sido cualquier cosa.
- No estoy seguro. Probablemente no fue nada.
Volví a sentarme y ella, poco después, se juntó conmigo. Terminamos el primer cigarro de marihuana y preparamos otro.
- Bueno, si no hubiésemos parado de besarnos, ustedes continuarían fumando sin parar, nos regañó Daniel caminando torpemente en dirección