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Una excursión a los indios ranqueles
Una excursión a los indios ranqueles
Una excursión a los indios ranqueles
Libro electrónico685 páginas10 horas

Una excursión a los indios ranqueles

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A fines de 1868 Lucio Victorio Mansilla llega a Córdoba con el cargo de comandante de fronteras. Trabaja intensamente en la provincia y, dos años después, resuelve firmar un tratado de paz con los indios ranqueles. Viaja a las tolderías de los caciques Ramón, Mariano Rosas y Baigorrita, donde permanece más de dos semanas. Su plan de pacificación es posteriormente rechazado tanto por el presidente Domingo F. Sarmiento como por el Congreso, frustrándose así una de las últimas oportunidades de establecer con los indios un sistema de convivencia razonable y de mutua comprensión y respeto.
Sin embargo, su permanencia entre los ranqueles dará origen a una de las obras más fascinantes y mejor escritas de nuestra literatura: Una excursión a los indios ranqueles, que fue primero publicada en entregas en forma de cartas o apostillas en el diario La Tribuna, en las que mediante un estilo ágil, de sorprendente modernidad, el autor da una descripción veraz y objetiva de la situación de los pueblos originarios que habitaban la actual República Argentina.
La rica personalidad de Mansilla, una de las más interesantes de nuestro pasado histórico y literario, se manifiesta en toda su potencia en este libro singular, que Tolemia ofrece en su versión completa.
IdiomaEspañol
EditorialTolemia
Fecha de lanzamiento26 may 2021
ISBN9789873776236
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    Una excursión a los indios ranqueles - Lucio Victorio Mansilla

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    Sobre este libro

    La rica personalidad de Lucio V. Mansilla se manifiesta en toda su potencia en este libro singular, Una excursión a los indios ranqueles, una de las obras más fascinantes y mejor escritas de la literatura argentina.

    Índice

    Sobre este libro

    Una excursión a los indios ranqueles

    Dedicatoria

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    Epílogo

    Sobre el autor

    Fecha de catalogación: Mayo de 2021

    © 2021 by Ediciones Tolemia

    ISBN 978-987-3776-23-6

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723

    Impreso en Argentina. Printed in Argentina

    Reservados todos los derechos, incluso el de reproducción en todo o en parte, en cualquier forma.

    Una excursión a los indios ranqueles

    Lucio V. Mansilla

    Dedicatoria

    Querido Orion:

    Todos los escritores tienen una palabra favorita que los traiciona. Esa palabra es como el metro para ciertos poetas.

    En cuanto escribes, hay siempre, como piedras preciosas, incrustadas en el rico mosaico de tus producciones, palabras como estas: Aspiraciones nobles y generosas, amor purísimo, amistad constante, fraternidad universal.

    Qué quiere decir esto.

    Qué tú, si hubieras sido poeta, habrías cantado como Miguel de los Santos Álvarez:

    Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno! Que tú sabes amar y estimar a los que aman.

    Pues bien, a ti, querido ORION, mi amigo de tantos años, contra viento y marea, es a quien yo dedico mis cartas a Santiago Arcos, ya que te has empeñado en que haga de ellas un libro.

    Decididamente alcanzamos unos tiempos raros, –realizamos todo menos lo que queremos.

    Es un aviso a los caminantes que podría glosarse así:

    En esta tierra los hombres son lo que quieren las circunstancias. Les damos un consejo:

    Lo mejor es vivir con el día.

    ¡Yo haciendo un libro, después de haber secado mi pluma hace dos años, con la firme resolución de no volver a las andadas; cuando prefiero galopar diez leguas a escribir una cuartilla de papel!

    ¿Por dónde saldrá el sol mañana, ORION?

    Tú no lo sabes, ni yo tampoco, y es posible que si lo supiéramos y lo dijéramos nos creyeran engualichados.

    A pesar de todo, de nuestro aire riente, de nuestras exterioridades frívolas, nosotros sabemos varias cosas, –que con el mal tiempo desaparecen los falsos amigos y las moscas; que si el presente es de los egoístas y de los apáticos, el porvenir es de los hombres de pensamiento y de labor.

    Si lo primero es una triste experiencia, adquirida a fuerza de dejar en el espinoso camino de la vida, la mejor lana del vellón, –lo segundo es una esperanza y un consuelo.

    Un grito de desaliento puede salir del pecho mejor templado. Pero hay energías recónditas que sostienen hasta el fin al más humilde de los mortales.

    Como Béranger a su frac, termino ORION diciéndote: Ne nous séparons pas!

    L. V. M.

    A Lucio V. Mansilla.

    Amado hermano y cofrade:

    Me dices que me has dedicado tu precioso libro, en el que como flores cogidas, al acaso, del ameno pensil de la República, para formar con ellas un ramo esmaltado, lleno de encanto y perfume, has coleccionado las cartas en que, peregrino fantástico de las soledades y el silencio, narras tu pintoresca excursión a los Indios Ranqueles.

    Gracias por mí, querido Lucio, y gracias por la naciente, pero rica literatura Argentina.

    Por mí, porque en esa espontánea dedicatoria hecha a un hombre sin títulos, sin posición, sin tener en los labios una de esas sonrisas, que los cortesanos toman por una promesa, o una esperanza, creo escuchar cómo el murmullo suave y cadencioso de una voz misteriosa, que me regala blandamente el oído, diciéndome: el autor de este libro es un amigo que te quiere y que te abraza en el cielo del pensamiento, como te abrazó siempre en el santuario de la más pura amistad.

    Por la literatura argentina, porque me siento feliz de que tus cartas, publicadas día a día en esa hoja deleznable de papel llamada La Tribuna, no tengan la pobre e ignorada suerte de las producciones que sólo ven la luz en un diario, y en donde, como dice Castelar, están condenadas a vivir lo que vive una rosa: una mañana.

    La primera lectura de tus cartas ha encantado al pueblo argentino. En un libro los va a saborear.

    Fraternalmente colocadas bajo los auspicios de mi pobre nombre –rico para ti porque eres mi mejor amigo– yo estaba en el deber de emitir un juicio sobre esos trozos de literatura descriptiva, en que has hecho cruzar por el cielo de las letras argentinas, en brillante y turbulenta procesión, la majestad imponente de nuestras pampas y las costumbres primitivas de nuestros pobladores salvajes, enlazadas con las pompas brillantes del poeta, y las reflexiones severas del filósofo profundo.

    Pero prefiero no hacerlo. Al amor lo pintan ciego.

    A la amistad, un diario de caricaturas la pintaba, hace ocho días, agitando en sus manos el incensario.

    Si yo dijese que este es uno de los más preciosos libros hasta ahora concebidos por el pensamiento argentino, escrito en un estilo florido y galano, útil y provechoso por los datos curiosos que en la armonía de su conjunto contiene, a la vez que seductor y poético por el lenguaje impregnado de luz en que está escrito, ¿se creería que emitía un juicio imparcial?

    En una época en que los gobiernos pagan los servicios de sus leales amigos, destituyéndose brutalmente de los puestos en que supieron conquistarse fama y simpatía, ni todas las intenciones se aprecian, ni todos los sentimientos se comprenden.

    Hoy hay una manía a cambiarlo y a modificarlo todo.

    Una cosa, empero, tengo la certeza de que no ha de cambiar jamás: es la amistad pura y sincera que nos liga, y en cuyas corrientes, a manera de un puente levantado por invisible mano en mitad del camino de la Patria argentina, pasará modesto y silencioso este libro, en suyas páginas de oro se confunden misteriosamente los nombres de dos amigos que se quieren y que creen, con de Maistre, que la amistad es el puerto sereno a que llega el alma fatigada, en sus días de infortunio.

    Orion

    1

    Dedicatoria. Aspiraciones de un tourist. Los gustos con el tiempo. Por qué se pelea un padre con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional con los indios. Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y campos entre los ríos Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero.

    No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.

    Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa.

    A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir Lugar del Tigre.

    Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo; o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.

    A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!

    A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?

    Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o sin guantes, con retoques o sin ellos la mona aunque se vista de seda mona se queda.

    Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no se indigesta, que no irrita.

    En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.

    Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.

    Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia.

    Ten presente que una vez me dijiste, censurando a tu padre, con quien estabas peleado:

    –¿Sabes por qué razón el viejo está mal conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya estado en el Paraguay, y él no.

    Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran las más asoladas por los ranqueles.

    Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río Colorado, al naciente del Río Chalileo.

    Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.

    Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.

    ¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?

    Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.

    Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes –he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías, y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.

    Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas: –¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: –Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.

    Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y del odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?

    Yo comprendo que haya quien diga: Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero.

    Pero que haya quien diga: Me gustaría ser el almacenero de enfrente, D. Juan o D. Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio, eso no.

    Y comprendo que haya quien diga: Yo quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes de lotería.

    Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo, como comprendo el odio de Silvia por Hernani, y comprendo también la grandeza del perdón.

    Pero no comprendo esos sentimientos qué no responden a nada enérgico, ni fuerte, a nada terrible o tierno.

    Yo comprendo que haya en esta tierra quien diga: Yo quisiera ser Mitre, el hijo mimado de la fortuna y de la gloria, o sacristán de San Juan.

    Pero que haya quien diga: Yo quisiera ser el coronel Mansilla, eso no lo entiendo, porque al fin, ese mozo ¿quién es?

    Al general Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la delantera,

    Siempre le agradeceré que haya tenido conmigo esa deferencia, y que me manifestara que creía muy arriesgada mi empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente. Sólo los que no son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente... y en la oscuridad.

    La nueva línea de fronteras de la provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste cuando pasaste para San Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía un día en el Morro:

    –¡Yo no deseo, señor don Santiago, visitar la Europa por conocer el Cristal Palais, ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel, sino por ver ese Septentrión, ¡ese Septentrión!

    Está la nueva línea sobre el Río Quinto, es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y que al fin se puede cruzar del Río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.

    Muchos miles de leguas cuadradas se han conquistado.

    ¡Qué hermosos campos para cría de ganados son los que se hallan encerrados entre el Río Cuarto y Río Quinto!

    La cebadilla, el porotillo, el trébol, la gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto fuerte; grandes cañadas como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa Catalina y Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo Tomé constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.

    Tengo en borrador el croquis topográfico, levantado por mí, de ese territorio inmenso, desierto, que convida a la labor, y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una memoria a la industria rural.

    Más de seis mil leguas he galopado en año y medio para conocerlo y estudiarlo.

    No hay un arroyo, no hay un manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baquiano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha de tener necesidad de operar.

    ¿Puede haber papel más triste que el de un jefe con responsabilidad, librado a un pobre paisano, que lo guiará bien, pero que no le sugerirá pensamiento estratégico alguno?

    La nueva frontera de Córdoba comienza en la raya de San Luis, casi en el meridiano que pasa por Achiras, situado en los últimos dobleces de la sierra, y costeando el Río Quinto se prolonga hasta la Ramada Nueva, llamada así por mí, y por los ranqueles Trapalcó, que quiere decir agua de Totora. Trapal es Totora y co, agua.

    La Ramada Nueva son los desagües del Río Quinto, vulgarmente denominados la Amarga.

    De la Ramada Nueva, y buscando la derecha de la frontera sur de Santa Fe, sigue la línea por la Laguna Nº 7, llamada así por los cristianos, y por los ranqueles Potálauquen, es decir, laguna grande: potá es grande y lauquen, laguna.

    Siguiendo el juicioso plan de los españoles, yo establecí esta frontera colocando los fuertes principales en la banda sur del Río Quinto.

    En una frontera internacional esto habría sido un error militar, pues los obstáculos deben siempre dejarse a vanguardia para que el enemigo sea quien los supere primero.

    Pero en la guerra con los indios el problema cambia de aspecto: lo que hay que aumentarle a este enemigo no son los obstáculos para entrar, sino los obstáculos para salir.

    El punto fuerte principal de la nueva línea de frontera sobre el Río Quinto se llama Sarmiento. De allí arranca el camino que por Laguna del Cuero, famosa para los cristianos, conduce a Leubucó, centro de las tolderías ranquelinas.

    De allí emprendí mi marcha. Mañana continuaré.

    Hoy he perdido tiempo en ciertos detalles creyendo que para ti no carecerían de interés.

    Si al público a quien le estoy mostrando mi carta le sucediese lo mismo, me podría acostar a dormir tranquilo y contento como un colegial que ha estudiado bien su lección y la sabe.

    ¿Cómo saberlo?

    Tantas veces creemos hacer reír con un chiste y el auditorio no hace ni un gesto.

    Por eso toda la sabiduría humana está encerrada en la inscripción del templo de Delfos.

    2

    Deseos de un viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del deber sobre el temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios para beber y fumar. Sus preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto dura un parlamento y qué se hace en él. Linconao atacado de las viruelas. Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de Linconao. Reserva de un fraile.

    Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba él pensamiento de ir a Tierra Adentro.

    El trato con los indios que iban y venían al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones de paz entabladas, había despertado en mí una indecible curiosidad.

    Es menester haber pasado por ciertas cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para comprender con qué vigor se apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender que una misión a los ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente civilizado, un deseo tan vehemente, como puede ser para cualquier ministril una secretaría en la embajada de París.

    El tiempo, ese gran instrumento de las empresas buenas y malas, cuyo curso quisiéramos precipitar, anticipándonos a los sucesos para que éstos nos devoren o nos hundan, me había hecho contraer ya varias relaciones, que puedo llamar íntimas.

    La china Carmen, mujer de veinticinco años, hermosa y astuta, adscrita a una comisión de las últimas que anduvieron en negociados conmigo, se había hecho mi confidente y amiga, estrechándose estos vínculos con el bautismo de una hijita mal habida que la acompañaba y cuya ceremonia se hizo en el Río Cuarto con toda pompa, asistiendo un gentío considerable y dejando entre los muchachos un recuerdo indeleble de mi magnificencia, a causa de unos veinte pesos bolivianos que cambiados en medios y reales arrojé a la manchancha esa noche inolvidable, al son de los infalibles gritos: ¡padrino pelado!

    Sólo quien haya tenido ya el gusto de ser padrino, comprenderá que noches de ese género pueden ser realmente inolvidables para un triste mortal sin antecedentes históricos, sin títulos para que su nombre pase a la posteridad, grabándose con caracteres de fuego en el libro de oro de la historia.

    ¡Ah!, tú has sido padrino pelado alguna vez, y me comprenderás.

    Carmen no fue agregada sin objeto a la comisión o embajada ranquelina en calidad de lenguaraz, que vale tanto como secretario de un ministro plenipotenciario.

    Mariano Rosas ha estudiado bastante el corazón humano, como que no es un muchacho; conoce a fondo las inclinaciones y gustos de los cristianos, y por un instinto que es de los pueblos civilizados y de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición.

    Carmen fue despachada, pues, con su pliego de instrucciones oficiales y confidenciales por el Talleyrand del desierto, y durante algún tiempo se ingenió con bastante habilidad y maña. Pero no con tanta que yo no me apercibiese, a pesar de mi natural candor, de lo complicado de su misión, que a haber dado con otro Hernán Cortés habría podido llegar a ser peligrosa y fatal para mí, desacreditando gravemente mi gobierno fronterizo.

    Pasaré por alto una infinidad de detalles, que te probarían hasta la evidencia todas las seducciones a que está expuesta la diplomacia de un jefe de fronteras, teniendo que habérselas con secretarios como mi comadre; y te diré solamente que esta vez se le quemaron los libros de su experiencia a Mariano, siendo Carmen misma la que me inició en los secretos de su misión.

    El hecho es que nos hicimos muy amigos, y que a sus buenos informes del compadre debo yo en parte el crédito de que llegué precedido cuando hice mi entrada triunfal en Leubucó.

    Otra conexión íntima contraje también durante las últimas negociaciones.

    El cacique Ramón, jefe de las indiadas del Rincón, me había enviado su hermano menor, como muestra de su deseo de ser mi amigo.

    Linconao, que así se llama, es un indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de rostro simpático, de continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás indios en que no es pedigüeño.

    Los indios viven entre los cristianos fingiendo pobrezas y necesidades, pidiendo todos los días; y con los mismos preámbulos y ceremonias piden una ración de sal, que un poncho fino o un par de espuelas de plata.

    Tener que habérselas con una comisión de estos sujetos, para un jefe de frontera, presupone tener que perder todos los días unas cuatro horas en escucharles.

    Yo, que por mi temperamento sanguíneo-bilioso no soy muy pacienzudo que digamos, he descubierto con este motivo que el deber puede modificar fundamentalmente la naturaleza humana.

    En algunos parlamentos de los celebrados en el Río Cuarto, más de una vez derroté a mis interlocutores, cuyo exordio sacramental era: Para tratar con los indios se necesita mucha paciencia, hermano.

    No sé si tenéis idea de lo que es un parlamento en tierra de cristianos; y digo en tierra de cristianos, porque en tierra de indios el ritual es diferente.

    Un parlamento es una conferencia diplomática.

    La comisión se manda anunciar anticipadamente con el lenguaraz. Si la componen veinte individuos, los veinte se presentan.

    Comienzan por dar la mano por turno de jerarquía, y en esa forma se sientan, con bastante aplomo, en las sillas o sofás que se les ofrecen.

    El lenguaraz, es decir, el intérprete secretario, ocupa la derecha del que hace cabeza.

    Habla éste y el lenguaraz traduce, siendo de advertir que aunque el plenipotenciario entienda el castellano y lo hable con facilidad, no se altera la regla.

    Mientras se parlamenta hay que obsequiar a la comisión con licores y cigarros.

    Los indios no rehúsan jamás beber, y cigarros, aunque no los fumen sobre tablas, reciben mientras les den.

    Pero no beben, ni fuman cuando no tienen confianza plena en la buena fe del que les obsequia, hasta que éste no lo haya hecho primero.

    Una vez que la confianza se ha establecido cesan las precauciones, y echan al estómago el vaso de licor que se les brinda, sin más preámbulos que el de sus preocupaciones.

    Una de ellas estriba en no comer ni beber cosa alguna, sin antes ofrecerle las primicias al genio misterioso en que creen y al que adoran sin tributarle culto exterior. Consiste esta costumbre en tomar con el índice y el pulgar un poco de la cosa que deben tragar o beber y en arrojarla a un lado, elevando la vista al cielo y exclamando: ¡Para Dios!

    Es una especie de conjuro. Ellos creen que el diablo, Gualicho, está en todas partes, y que dándole lo primero a Dios, que puede más que aquél, se hace el exorcismo.

    El parlamento se inicia con una serie inacabable de salutaciones y preguntas, como verbigracia:

    –¿Cómo está usted? ¿Cómo están sus jefes, oficiales y soldados? ¿Cómo le ha ido a usted desde la última vez que nos vimos? ¿No ha habido alguna novedad en la frontera? ¿No se le han perdido algunos caballos?

    Después siguen los mensajes, como por ejemplo:

    –Mi hermano, o mi padre, o mi primo, me ha encargado le diga a usted que se alegrará que esté usted bueno en compañía de todos sus jefes, oficiales y soldados; que desea mucho conocerle; que tiene muy buenas noticias de usted; que ha sabido que desea usted la paz y que eso prueba que cree en Dios y que tiene un excelente corazón.

    A veces cada interlocutor tiene su lenguaraz, otras es común.

    El trabajo del lenguaraz es ímprobo en el parlamento más insignificante. Necesita tener una gran memoria, una garganta de privilegio y muchísima calma y paciencia.

    ¡Pues es nada antes de llegar al grano tener que repetir diez o veinte veces lo mismo!

    Después que pasan los saludos, cumplimientos y mensajes, se entra a ventilar los negocios de importancia, y una vez terminados éstos, entra el capítulo quejas y pedidos, que es el más fecundo.

    Cualquier parlamento dura un par de horas, y suele suceder al rato de estar en él, que varios de los interlocutores están roncando. Como el único que tiene responsabilidad en lo que se ventila es el que hace cabeza, después que cada uno de los que le acompañan ha sacado su piltrafa, ya la cosa ni le interesa ni le importa y, no pudiendo retirarse, comienza a bostezar y acaba por dormirse, hasta que el plenipotenciario, apercibiéndose del ridículo, pide permiso para terminar y retirarse, prometiendo volver muy pronto, pues tiene muchas cosas más que decir aún.

    Linconao fue atacado fuertemente de las viruelas, al mismo tiempo que otros indios.

    Trajéronme el aviso, y siendo un indio de importancia, que me estaba muy recomendado y que por sus prendas y carácter me había caído en gracia, fuime en el acto a verle.

    Los indios habían acampado en tiendas de campaña que yo les había dado, sobre la costa de un lindo arroyo tributario del Río Cuarto.

    En un albardón verde y fresco, pintado de flores silvestres, estaban colocadas las tiendas en dos filas, blanqueando risueñamente sobre el campestre tapete.

    Todos ellos me esperaban mustios, silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro humano con el de la riente naturaleza y la galanura del paisaje.

    Linconao y otros indios yacían en sus tiendas revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre; sus compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse a los virulentos y mucho menos a tocarles.

    Detrás de mí iba una carretilla ex profeso.

    Acerqueme primero a Linconao y después a los otros enfermos; hableles a todos animándolos, llamé algunos de sus compañeros para que me ayudaran a subirlo al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.

    Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible.

    Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera. Aquella piel granulenta al ponerse en contacto con mis manos, me hizo el efecto de una lima envenenada.

    Pero el primer paso estaba dado y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder, y Linconao fue alzado a la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.

    Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; del cristianismo sobre la idolatría.

    Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre.

    Ellos tienen un verdadero terror pánico a la viruela, que sea por circunstancia cutáneas o por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera.

    Cuando en Tierra Adentro aparece la viruela, los toldos se mudan de un lado a otro, huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los lugares infestados.

    El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte, sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos días.

    Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados.

    He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, a pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo, el doctor Michaut, cirujano de mi División.

    Linconao fue asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos.

    El cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados tributados a su hermano, y éste dice que después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me debe la vida.

    Todas estas circunstancias, pues, agregadas a las consideraciones mentadas en mi carta anterior, me empujaban al desierto.

    Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigilo sobre ella. Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó. Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.

    Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido a ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.

    Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la reserva y la lealtad.

    Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despido hasta mañana.

    3

    Quién conocía mi secreto. El Río Quinto. El paso del Lechuzo. Defecto de un fraile. Compromiso recíproco. Preparativos para la marcha. Resistencia de los gauchos.

    Cambio de opiniones sobre la fatalidad histórica de las razas humanas. Sorpresa de Achauentrú al saber que me iba a los indios. Pensamiento que me preocupaba.

    Ofrecimientos y pedidos de Achauentrú. Fray Moisés Álvarez. Temores de los indios. Seguridades que les di. Efectos de la digestión sobre el humor. Las mujeres del fuerte Sarmiento. Un simulacro.

    Sólo el franciscano Fray Marcos Donatti, mi amigo íntimo, conocía mi secreto.

    Se lo había comunicado yendo con él del fuerte Sarmiento al Tres de Febrero, otro fuerte de la extrema derecha de la línea de frontera sobre el Río Quinto.

    Este sacerdote, que a sus virtudes evangélicas reúne un carácter dulcísimo, recorría las dos fronteras de mi mando, diciendo misa en improvisados altares, bautizando y haciendo escuchar con agrado su palabra a las pobres mujeres de los pobres soldados. La que le oía se confesaba.

    Era una noche hermosa, de esas en que el mundo estelar brilla con todo el esplendor de su magnificencia. La luna no se ocultaba tras ningún celaje, y de vez en cuando al acercarnos a las barrancas del Río Quinto, que corre tortuoso costeándolo el camino, la veíamos retratarse radiante en el espejo móvil de ese río, que nace en las cumbres de la sierra de la Carolina, y que, corriendo en una curva de poniente a naciente, fecunda con sus aguas, ricas como las del Segundo de Córdoba, los grandes potreros de la villa de Mercedes, hasta perderse en las impasables cañadas de la Amarga.

    Llegábamos al paso del Lechuzo, famoso por ser uno de los más frecuentados por los indios en la época tristemente memorable de sus depredaciones.

    Hay allí un montoncito de árboles, corpulentos y tupidos, que tendrá como una media milla de ancho y que de noche el fantástico caminante se apresura a cruzar por un instinto racional que nos inclina a acortar el peligro.

    El paso del Lechuzo, con su nombre de mal agüero, es una excelente emboscada y cuentan sobre él las más extrañas historias de fechorías hechas allí por los indios.

    Lo cruzamos al trote, azotando las ramas caballos y jinetes; al salir de la espesura, piqué yo el mío con las espuelas, y diciéndole a Fray Marcos –Oiga, padre–, me puse al galope seguido por el buen franciscano, que no tenía entonces, como no tiene ahora, para mí más defecto que haberme maltratado un excelente caballo moro que le presté.

    El ayudante y los tres soldados que me acompañaban quedáronse un poco atrás y nada pudieron oír de nuestra conversación.

    El padre tenía su imaginación llena de las ideas de los gauchos que han solido ir a los indios por su gusto o vivir cautivos entre ellos.

    Consideraba mi empresa la más arriesgada, no tanto por el peligro de la vida, sino por la fe púnica de los indígenas. Me hizo sobre el particular las más benévolas reflexiones, y por último, dándome una muestra de cariño, me dijo: Bien, coronel: pero cuando usted se vaya, no me deje a mí, usted sabe que soy misionero.

    Yo he cumplido mi promesa y él su palabra.

    Los preparativos para la marcha se hicieron en el fuerte Sarmiento, donde a la sazón se hallaba una comisión de indios presidida por Achauentrú, diplomático de monta entre los ranqueles, y cuyos servicios me han sido relatados por él mismo.

    Ya calcularás que los preparativos debían reducirse a muy poca cosa. En las correrías por la pampa lo esencial son los caballos. Yendo uno bien montado, se tiene todo; porque jamás faltan bichos que bolear, avestruces, gamas, guanacos, liebres, gatos monteses, o peludos, o mulitas, o piches o matacos que cazar.

    Eso es tener todo andando por los campos: tener que comer.

    A pesar de esto yo hice preparativos más formales. Tuve que arreglar dos cargas de regalos y otra de charqui riquísimo, azúcar, sal, yerba y café. Si alguien llevó otras golosinas debió comérselas en la primera jornada, porque no se vieron.

    Los demás aprestos consistieron en arreglar debidamente las monturas y arreos de todos los que debían acompañarme para que a nadie le faltara maneador, bozal con cabestro, manea y demás útiles indispensables, y en preparar los caballos, componiéndoles los vasos con la mayor prolijidad.

    Cuando yo me dispongo a una correría sólo una cosa me preocupa grandemente: los caballos.

    De lo demás, se ocupa el que quiere de los acompañantes.

    Por supuesto, que un par de buenos chifles no han de faltarle a ninguno que quiera tener paz conmigo. Y con razón, el agua suele ser escasa en la pampa y nada desalienta y desmoraliza más que la sed. Yo he resistido setenta y dos horas sin comer, pero sin beber no he podido estar sino treinta y dos. Nuestros paisanos, los acostumbrados a cierto género de vida, tienen al respecto una resistencia pasmosa. Verdad que, ¡qué fatiga no resisten ellos!

    Sufren todas las intemperies, lo mismo el sol que la lluvia, el calor que el frío, sin que jamás se les oiga una murmuración, una queja. Cuando más tristes parecen, entonan un airecito cualquiera.

    Somos una raza privilegiada, sana y sólida, susceptible de todas las enseñanzas útiles y de todos los progresos adaptables a nuestro genio y a nuestra índole.

    Sobre este tópico, Santiago amigo, mis opiniones han cambiado mucho desde la época en que con tanto furor discutíamos, a tres mil leguas, la unidad de la especie humana y la fatalidad histórica de las razas.

    Yo creía entonces que los pueblos greco-latinos no habían venido al mundo para practicar la libertad y enseñarla con sus instituciones, su literatura y sus progresos en las ciencias y en las artes, sino para batallar perpetuamente por ella. Y, si mal no recuerdo, te citaba a la noble España luchando desde el tiempo de los romanos por ser libre de la dominación extranjera unas veces, por darse instituciones libres otras.

    Hoy pienso de distinta manera. Creo en la unidad de la especie humana y en la influencia de los malos gobiernos. La política cría y modifica insensiblemente las costumbres, es un resorte poderoso de las acciones de los hombres, prepara y consuma las grandes revoluciones que levantan el edificio con cimientos perdurables o lo minan por su base. Las fuerzas morales dominan constantemente las físicas y dan la explicación y la clave de los fenómenos sociales.

    Terminados los aprestos, recién anuncié a los que formaban mi comitiva que al día siguiente partiríamos para el sur, por el camino del Cuero, y que no era difícil fuéramos a sujetar el pingo en Leubucó.

    Más tarde hice llamar al indio Achauentrú y le comuniqué mi idea.

    Manifestose muy sorprendido de mi resolución, preguntome si la había transmitido de antemano a Mariano Rosas y pretendió disuadirme, diciéndome que podía sucederme algo, que los indios eran muy buenos, que me querían mucho, pero que cuando se embriagaban no respetaban a nadie.

    Le hice mis observaciones, le pinté la necesidad de hablar yo mismo sobre la paz con los caciques y el bien inmenso que podía resultar de darles una muestra de confianza tan clásica como la que les iba a dar.

    Sobre todos los pensamientos el que más me dominaba era este: probarles a los indios con un acto de arrojo, que los cristianos somos más audaces que ellos, y más confiados cuando hemos empeñado nuestro honor.

    Los indios nos acusan de ser gentes de muy mala fe, y es inacabable el capítulo de cuentos con que pretenden demostrar que vivimos desconfiando de ellos y engañándolos.

    Achauentrú es entendido, y comprendió no sólo que mi resolución era irrevocable, que decididamente me iba al día siguiente, sino algunos de los motivos que le expuse.

    Entonces, me ofreció muchas cartas de recomendación, y como favor especial me pidió que del Cuero adelantara un chasqui avisando mi ida; primero para que no se alarmasen los indios y segundo para que me recibieran como era debido.

    Le pedí para el efecto un indio, y me dio uno llamado Angelito, sin tener nada de tal.

    Positivamente los nombres no son el hombre.

    Después de hablar Achauentrú conmigo, fuese a conversar con el padre Marcos y su compañero fray Moisés Álvarez, joven franciscano natural de Córdoba, lleno de bellas prendas, que respeto por su carácter y quiero por su buen corazón.

    Al rato vinieron todos muy alarmados, diciéndome que los indios todos, lo mismo que los lenguaraces, conceptuaban mi expedición muy atrevida, erizada de inconvenientes y de peligros, y que lo que más atormentaba su imaginación era lo que sería de ellos si por alguna casualidad me trataban mal en Tierra Adentro o no me dejaban salir.

    Híceles decir, porque quedaban en rehenes, que no tuvieran cuidado, que si los indios me trataban mal, ellos no serían maltratados; que si me mataban, ellos no serían sacrificados; que sólo en el caso de que no me dejasen volver, ellos no regresarían tampoco a su tierra, quedando en cambio mío, de mis oficiales y soldados. Ellos eran unos ocho, me parece, y los que íbamos a internarnos diecinueve.

    Y les pedí encarecidamente a los padres, les hicieran comprender que aquellas ideas eran justas y morales.

    Tranquilizáronse; después de muchos meses de estar en negocios conmigo, no habiéndolos engañado jamás ni tratado con disimulo, sino así tal cual Dios me ha hecho: bien unas veces, mal otras, porque mi humor depende de mi estómago y de mis digestiones, habían adquirido una confianza plena en mi palabra.

    ¡Cuántas veces no llegaron a mis oídos en el Río Cuarto estas palabras proferidas por los indios en sus conversaciones de pulpería! : Ese coronel Mansilla, bueno, no mintiendo, no engañando nunca pobre indio.

    Llegó por fin el día y el momento de partir. El fuerte Sarmiento estaba en revolución. Soldados y mujeres rodeaban mi casa, para darme un adiós, sans adieu!, y desearme feliz viaje. Ellas creían quizá interiormente que no volvería. El cariño, la simpatía, el respeto exageran el peligro que corren o deben correr las personas que no nos son indiferentes. Hay más miedo en la imaginación que en las cosas que deben suceder.

    Cuando todos esperaban ver arrimar mis tropillas y las mulas para tomar caballos, aparejar las cargas y que me pusiera en marcha, oyose un toque de corneta inusitado a esa hora: llamada redoblada.

    En el acto cundió la voz: ¡los indios!

    Y una agitación momentánea era visible en todos los semblantes. Los soldados corrían con sus armas a las cuadras.

    Poco tardó en oírse el toque de tropa, y poco también en estar todas las fuerzas de la guarnición formadas, el batallón 12 de línea montado en sus hermosas mulas, y el 7 de caballería de línea en buenos caballos, con el de tiro correspondiente.

    Al mismo tiempo que la tropa había estado aprestándose para formar, los vivanderos recibieron orden de armarse, las mujeres de reconcentrarse al club El Progreso en la Pampa, que estaban edificando los jefes y oficiales de la guarnición, que tiene su hermoso billar y otras comodidades. A los indios se les ordenó no se movieran del rancho en que estaban alojados y a los vivanderos que sirvieran de custodia de unos y otras.

    Mientras esto pasaba en el recinto del fuerte, en sus alrededores reinaba también grande animación: las caballadas, el ganado, todo, todo cuanto tenía cuatro patas era sacado de sus comederos habituales y reconcentrado.

    Decididamente los indios han invadido por alguna parte, eran las conjeturas. Achauentrú estaba estupefacto, vacilando entre si era una invasión que venía o una que iba.

    Cuando todo estaba listo, mi segundo jefe recibió orden de salir con las fuerzas, de marchar una legua rumbo al sur y se pasó allí una revista general.

    Yo quise antes de marcharme ver en cuánto tiempo se aprestaba la guarnición, fingiendo una alarma y reírme un poco de los indios, que tuvieron un rato de verdadera amargura, no sabiendo ni lo que pasaba, ni qué creer. Y tuve la satisfacción militar de que todo se hiciera con calma y prontitud, sea dicho en elogio de cuantos guarnecían el fuerte Sarmiento en aquel entonces.

    ¡Que Dios ayude mientras estoy lejos a mis compañeros de armas, esos hermanos del peligro, del sacrificio y de la gloria; lo mismo que deseo te ayude a ti, Santiago amigo, conservándote siempre con un humor placentero, y un estómago como los desea Brillat- Savarin!

    4

    Idea a que no nos resignamos. La partida. Lenguaje de los paisanos. Qué es una rastrillada. El público sabe muchas mentiras e ignora muchas verdades. Qué es un guadal. El caballo y la mula. Una despedida militar. La Laguna Alegre.

    A las cinco de la tarde estaba todo listo, y mi gente recibió orden de entregar sus armas, excepto el sable, que sin vaina debía ser colocado entre las caronas. Mis ayudantes y yo llevábamos revólvers y una escopeta. Por más grande que fuese mi deseo de presentarme ante los indígenas sin aparato, ni ostentación, no pude resolverme a hacerlo completamente desarmado. Podía llegar el caso de tener que perder la vida, y era menester ir preparado a venderla cara. Hay una idea a la que el hombre no se resigna sino cuando es santo, y es a morir sacrificado con la mansedumbre de un cordero.

    Entregadas las armas, hice arrimar las tropillas y las mulas; formé cuatro pelotones de la gente, dile a cada uno una tropilla, dejando otra de reserva; mandé ensillar y aparejar, y a la media hora, cuando el sol del último día de marzo se perdía radiante en el lejano horizonte, puse pie en el estribo.

    Varios jefes y oficiales habían ensillado para acompañarme hasta cierta distancia.

    Salí del fuerte entre las salutaciones cariñosas y las sonrisas amables y expresivas de los soldados, dejando a todos inquietos, particularmente a Achauentrú, que, al subir a caballo, vino a darme un abrazo, a hacerme su retahíla de recomendaciones, y a repetirme por la milésima vez, que no dejara de adelantar un chasqui anunciando mi ida.

    El camino del Cuero pasa por el mismo fuerte Sarmiento que le ha robado su nombre al antiguo y conocido Paso de las Arganas.

    Este camino consiste en una gran rastrillada, y su rumbo es sudeste, o lo que en lenguaje comprensivo de los paisanos de Córdoba llamamos sudabajo.

    Ellos tienen un modo peculiar de denominar ciertas cosas y sólo en la práctica se comprende la ventaja de la sustitución.

    Al oeste le llaman arriba. Al este, abajo. Estos dos vocablos sustituidos a los vientos cardinales, permiten expresarse con más facilidad y más claridad, en razón de la similitud de las palabras este y oeste y de su composición vocal.

    Un ejemplo lo demostrará.

    Si queriendo ir del punto A al punto B o, para ser más claro, de la Villa del Río Cuartó al fuerte Sarmiento, cortando el campo, se ocurriese a un baquiano por las señas, las darían así:

    Miraría al sur, y haciendo una indicación con la mano derecha diría: se sale en estas dereceras, sur, y se camina rumbeando medio abajo; pero muy poco abajo.

    Con estas señas, el que tiene la costumbre de andar por los campos, va derecho como un huso a su destino.

    Si queriendo ir de la Villa del Río Cuarto a las Achiras, en el mes de noviembre, verbigracia, en que el sol se pone inclinándose al sur, se preguntasen las señas, la contestación sería:

    –Salga derecho arriba, medio rumbeando al lado en que se pone el sol y ahí, en aquella punta de sierra, ahí está Achiras.

    Con esas señas cualquiera va derecho.

    De esta costumbre cordobesa de llamarle abajo al naciente y arriba al poniente, viene la denominación de provincias de arriba y de abajo; la de arribeños y abajeños.

    A las facilidades que este modo de expresarse ofrece, reúne una circunstancia que responde a un hecho geográfico.

    Ir de Córdoba para el poniente o para el naciente es, en efecto, ir para arriba o para abajo, porque el nivel de la tierra es más elevado que el del mar a medida que se camina del Litoral de nuestra patria para la Cordillera; la tierra se dobla visiblemente, de manera que el que va sube y el que viene baja.

    He dicho que el camino del Cuero consiste en una gran rastrillada, y voy a explicar lo que significa esta palabra, que en buen castellano tiene una significación distinta de la que le damos en la jerga de la tierra.

    Si en lugar de estar conversando contigo públicamente lo hiciera en reserva, no me detendría en estos detalles y explicaciones. Todos los que hemos sido público alguna vez sabemos que este monstruo de múltiple cabeza, sabe muchas cosas que debiera ignorar e ignora muchas otras que debiera saber. –¿Quién sabe, por ejemplo, más mentiras que el público?

    Pero preguntadle algo sobre las cosas de la tierra, sobre el estado moral y político de nuestros moradores fronterizos de La Rioja o de Santiago del Estero, y ya veréis lo que sabe.

    Preguntadle dónde queda el Río Chalileo o el cerro Nevado, y ya veréis qué sabe el respetable público sobre las cosas que pueden interesarle mañana, distraído como vive por las cosas de actualidad.

    Hasta cierto punto yo le hallo razón. ¿No paga su dinero para que cotidianamente le den noticias de las cinco partes del mundo, le enteren de la política internacional de las naciones, le

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