Espejo roto
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Lo peor era que no sabía que Garret estaba cansado de las mujeres que solo parecían interesadas en cuidar su aspecto físico y que él prefería a la Jayne de siempre.
Heather MacAllister
Heather MacAllister has written over forty-five romance novels, which have been translated into 26 languages and published in dozens of countries. She's won a Romance Writers of America Golden Heart Award, RT Book Reviews awards for best Harlequin Romance and best Harlequin Temptation, and is a three-time Romance Writers of America RITA® Award finalist. You can visit her at www.HeatherMacAllister.com.
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Espejo roto - Heather MacAllister
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Heather W. Macallister
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Espejo roto, n.º 1470 - junio 2021
Título original: The Boss and the Plain Jayne Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises
Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-563-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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Capítulo 1
CIENTO veintitrés mil dólares que están en una cuenta que no registra ningún movimiento? –preguntó el señor Waterman reclinándose en el sillón de su despacho–. Veo que has sido tan diligente como siempre, Jayne.
–Sólo estaba haciendo mi trabajo –respondió Jayne.
Hasta la noche anterior, la manera seca en la que el jefe de Jayne Nelson reconocía las horas de trabajo extras con las que Jayne había sacrificado todas las tardes de la última semana hubiera merecido la pena. Pero la noche anterior había cumplido veintiocho años y se había pasado la tarde trabajando en vez de ir a celebrarlo con su amiga Sylvia.
La emoción que le producía recibir los cumplidos del director de Pace Waterman Acountants había dado paso a la indiferencia que sentía mientras daba un bocado a un pastelillo. Era uno de los que quedaban de los que Sylvia había llevado el día anterior para celebrar su cumpleaños. Como su propia vida, estaban rancios.
–La viuda de Brock Neilson tiene que estar agradecida de que te nombrara su contable personal –concluyó el señor Waterman, mientras tiraba el expediente que había estado examinando encima de la mesa, lo que dolió un poco a Jayne, que había empleado muchas horas de trabajo en prepararlo–. ¿Cómo se te ocurrió buscar esos certificados de depósito cuando a nadie más se le pasó por la cabeza?
Ningún otro de los empleados de la firma contable estaba dispuesto a gastar el tiempo en analizar antiguas declaraciones de renta. Todos los demás contables le habían dicho que era una pérdida de tiempo. Sin embargo, Jayne había tenido un presentimiento y no cejó en su empeño. Aquella no había sido la primera vez, ni sería la última. Por eso, con tan solo veintiocho años, estaba en el umbral de la vicepresidencia. Desgraciadamente, el señor Waterman no parecía dispuesto a abrir la puerta.
–En 1992 –respondió Jayne, recogiendo el expediente–, hubo una repentina caída en los ingresos declarados del señor Neilson, lo que sus anteriores contables explicaron por el vencimiento de ciertos certificados de depósito. Lo he comprobado y nunca ha habido ningún registro de estos certificados de depósito en los estados de cuentas posteriores, ni tampoco se señalaba ninguna inversión realizada con esos fondos.
–Supongo que pensaba utilizar ese dinero para sus hijos. Estaban los tres en la universidad, uno de ellos en la facultad de medicina por aquel entonces.
–En cualquier caso, no había ningún registro de este dinero cuando nosotros nos hicimos cargo de sus cuentas –le aseguró Jayne.
–Has hecho un notable trabajo de investigación. Mi enhorabuena –dijo el señor Waterman, levantándose para estrechar la mano de Jayne.
Mientras Jayne le estrechaba la mano, pensó que ojalá el señor Waterman lo recordara de igual manera cuando tuviera que pensar en un posible ascenso para ella y luego regresó a su despacho.
–La sorprendente Jayne ataca de nuevo –le dijo una voz muy familiar a sus espaldas.
–¿Es que estabas escuchando detrás de la puerta, Sylvia?
–Claro, estaba abierta –replicó la mujer. Sylvia Dennison trabajaba de secretaria para una compañía de seguros que había tres pisos más arriba en el mismo edificio y era la mejor amiga de Jayne–. Todos esos elogios sonaban bastante bien. ¿Qué has hecho esta vez?
–He encontrado una buena suma de dinero para una viuda.
–Es muy noble por tu parte.
–Además, no es una viuda cualquiera. Es una de las mejores amigas del señor Waterman.
–¡Vaya, vaya con Jayne! Noble, pero pensando en sí misma a la vez.
–¿Cómo te las arreglas para que cualquier cosa suene sórdida? –preguntó Jayne, abriendo la puerta del despacho.
–¡Por favor…! No me irás a decir que no estabas pensando un poco en ti misma –afirmó Sylvia, entrando en el despacho detrás de ella para ir a sentarse en un sofá–. Bueno, en ese caso, supongo que te habrá merecido la pena pasarte toda la semana, e incluso tu cumpleaños, con una calculadora en vez de conmigo.
–Si no hubieras estado entre novio y novio, ni siquiera te habrías dado cuenta.
–Me di cuenta porque hace un montón de días me prometiste ayudarme a ponerme ese tinte de color rojo en el pelo.
Jayne no estaba muy segura sobre lo del tinte de color, especialmente después de la permanente que Sylvia había insistido en hacerle. En vez de una melena brillante y esponjosa, el pelo le había adquirido una textura parecida a la pelusa, lo que no le daba un aspecto demasiado profesional.
–Bueno, de todas maneras –añadió Sylvia, poniéndose de pie–, deberíamos salir a celebrarlo esta noche. ¿Te apetece que salgamos a ese nuevo club de Richmond, al que van los brokers? ¿O prefieres el bar de deportes al que van los abogados?
–Hoy no puedo –respondió Jayne, aliviada de tener una excusa ya que odiaba ir con Sylvia a la caza del hombre por los lugares de moda de Houston–. Tengo que dar los seminarios de contabilidad de junio.
–¡Jayne! ¿Es que no pueden darte un respiro? Tienen un montón de contables trabajando en esta empresa. ¿Por qué siempre te toca a ti dar esos seminarios?
–Me gusta hacerlo.
–Pues métete esto en la cabeza. La ecuación es muy sencilla. Si Jayne trabaja también de profesora en las clases nocturnas, Jayne nunca tendrá la oportunidad de conocer a nadie.
–Sylvia, me estás recordando a mi madre cuando me llama los domingos por la tarde –replicó Jayne, aunque pensaba que tal vez las dos tenían razón.
–Y hablando de parientes…
–¡No quiero más citas a ciegas! –exclamó Jayne.
–¿Todavía estás enfadada por lo de Mogo? –preguntó Sylvia.
–Tan pronto como me dijiste el nombre, te debería haber dicho que yo no iba –respondió Jayne. La mayoría de los parientes de Sylvia eran deportistas. Mogo, también conocido como Mogo «el magnífico», era un luchador profesional. La noche de la cita, él la llevó a uno de sus combates, dejándola abandonada a la entrada de la zona de vestuarios, ya que, aparentemente, se había olvidado de ella, lo que a Jayne no la importó en absoluto–. ¿Me acompañas abajo a tomar un bocadillo?
–¡No estarás pensando en ir a la cafetería de la empresa!
–Sólo tengo una hora antes de que empiece la clase.
–Jayne, vamos al menos al griego que hay al otro lado de la calle.
–Pensaba que no había ningún hombre interesante que comiera allí
–Ninguno que sea interesante –replicó Sylvia, cuyos temas favoritos eran los hombres y la comida–. Todos ellos trabajan por aquí, y yo ya los tengo descartados.
Diez minutos más tarde, Jayne y Sylvia se sentaron a una mesa al lado de la ventana e intentaban con todas sus fuerzas resistirse al platillo de aceitunas que tenían delante. Sin embargo, Sylvia lo consiguió con más éxito que Jayne.
–Jayne, un plato de aceitunas equivale a un trasero más gordo.
–No hace falta que me sigas hablando en ecuaciones.
–Eres contable. Lo único que entiendes son las ecuaciones –replicó Sylvia, apartando el plato del pan–. ¡Y al pan le pasa lo mismo!
–¡Me gustan las aceitunas y me gusta el pan! Cálido, oloroso… ¡me está llamando desde allí!
–¡Atención! –exclamó Sylvia, dejando el plato encima de la mesa–. Hay camarero nuevo.
–Supongo que tampoco me vas a dejar que pida moussaka –gruñó Jayne, mientras se acercaba un atractivo camarero de ojos oscuros.
–Ni se te ocurra.
Aprovechando que Sylvia se ponía a coquetear con el camarero, Jayne pudo pedir su moussaka y se tomó, además, una aceituna y luego otra. Estaba dirigiendo su atención a la cesta del pan cuando lo vio.
Era el hombre más guapo del universo, o al menos de Texas, y estaba entrando en aquel mismo restaurante. El corazón de Jayne latía con tal fuerza que sentía que las manos se le echaban a temblar. Era imposible que Sylvia lo viera. Si hubiera sido así, el camarero hubiera pasado muy pronto a segundo plano. De hecho, cuando lo viera, Sylvia probablemente la mataría por no habérselo dicho antes.
Sin embargo, Jayne no podía moverse, ni respirar. Además, no quería compartir a aquel hombre maravilloso con nadie, a pesar de que él estuviera fuera de órbita para ella y fuera más un sueño que una realidad.
El dueño del restaurante se aproximó a aquel dios de pelo de azabache y le condujo a una mesa al otro lado del restaurante, donde se sentó quedando de perfil hacia Jayne y fuera del campo visual de Sylvia.
Jayne tragó saliva, aunque con algo de dificultad.
–¿Jayne?
–¿Qué? –replicó Jayne, apartando la vista con mucha dificultad para mirar a Jayne.
–Traeré más pan –dijo el camarero.
Sylvia entonces vio que Jayne se había comido el pan y varias aceitunas.
–Oh –exclamó Jayne, que no recordaba haber tomado los bollos ni haberse comido las aceitunas–. ¿Tengo hambre?
–Al menos no te has puesto a untarlos con mantequilla –respondió Sylvia, poniéndose a mirar por la ventana.
Jayne aprovechó aquella situación para seguir mirando al hombre a placer. Desde aquella distancia, no podía apreciar todos los detalles de su físico, pero lo que vio le resultó suficiente como para quitarle el sentido. Aunque iba vestido de forma casual, tenía un atractivo que le hacía resaltar por encima de todos los demás.
Mientras jugueteaba con el bollito de pan, Jayne hacía que escuchaba a Sylvia, que le contaba las virtudes del ejercicio y de las comidas bajas en calorías y la prevenía sobre los peligros de la celulitis en las mujeres de su edad. Sylvia estaba ya mucho más cerca de los treinta, más de lo que estaba Jayne, pero ésta decidió guardar silencio. Al mirar con deseo a la última aceituna que quedaba en el plato, se dio cuenta de que, de todos modos, probablemente nadie iba a ver su celulitis de todas maneras.
–No te creas que no te he visto comerte esa aceituna. Tengo una visión periférica muy desarrollada. No se me escapa nada.
Menos mal que no había visto al hombre que había detrás de ella. Jayne vio que miraba el reloj un par de veces, pero nunca se percató de que ella le estaba mirando. Cuando el camarero se acercó para preguntarle lo que deseaba tomar, él lo hizo inmediatamente, lo que indicaba claramente que iba a cenar solo. Jayne no dudó en ningún momento que habría alguna mujer en su vida y pensó que ella no debería dejarlo salir solo. Si ella fuera la afortunada, no le dejaría a solas ni siquiera un minuto.
Haciendo que escuchaba las palabras de Sylvia, Jayne se transportó en mente a la silla vacía que había enfrente de