Cuentos
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Fue pionero en el uso de la lengua vernácula en sus obras y creó un estilo narrativo —mezcla de drama, romance y sátira— que fue desde entonces asociado a la literatura rusa e influyó notablemente en posteriores figuras literarias, como Dostoyevski, Gógol, Tiútchev y Tolstói, así como en los compositores rusos Chaikovski y Músorgski.
Aleksandr Pushkin
Alexander Sergeyevich Pushkin was a Russian poet, playwright, and novelist of the Romantic era.[2] He is considered by many to be the greatest Russian poet[3][4][5][6] and the founder of modern Russian literature.[7][8] Pushkin was born into the Russian nobility in Moscow.[9] His father, Sergey Lvovich Pushkin, belonged to an old noble family. His maternal great-grandfather was Major-General Abram Petrovich Gannibal, a nobleman of African origin who was kidnapped from his homeland and raised in the Emperor's court household as his godson. He published his first poem at the age of 15, and was widely recognized by the literary establishment by the time of his graduation from the Tsarskoye Selo Lyceum. Upon graduation from the Lycée, Pushkin recited his controversial poem "Ode to Liberty", one of several that led to his exile by Emperor Alexander I. While under the strict surveillance of the Emperor's political police and unable to publish, Pushkin wrote his most famous play, the drama Boris Godunov. His novel in verse, Eugene Onegin, was serialized between 1825 and 1832. Pushkin was fatally wounded in a duel with his wife's alleged lover and her sister's husband Georges-Charles de Heeckeren d'Anthès, also known as Dantes-Gekkern, a French officer serving with the Chevalier Guard Regiment.
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Cuentos - Aleksandr Pushkin
GRANDE
LA DAMA DE PICAS
I
Una vez se jugó a las cartas en casa de Narúmov, oficial de la guardia montada. La larga noche de invierno transcurrió sin sentir; empezaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Aquellos que habían ganado comían con gran apetito, los otros permanecían distraídos ante sus platos vacíos. Pero pronto apareció el champagne, la conversación se animó y todos participaron en ella.
—¿Cómo te ha ido, Surin? —preguntó el dueño de la casa.
—He perdido, como de costumbre. Debo reconocer que tengo mala suerte: nunca doblo la apuesta, no me acaloro, no hay quien me distraiga, ¡y no hago más que perder!
—¿Nunca te has sentido tentado? ¿Nunca has jugado routé? Tu firmeza me asombra.
—¿Y qué me decís de Hermann? —dijo uno de los invitados señalando un joven ingeniero—. En su vida ha tocado una carta, en su vida ha doblado un solo paroli, y se queda con nosotros hasta las cinco de la mañana viéndonos jugar.
—El juego me interesa mucho —dijo Hermann—, pero no puedo permitirme sacrificar lo esencial con la esperanza de conseguir lo superfluo.
—Hermann es alemán: es calculador y ése es el secreto —observó Tomsky
—. Quien me resulta verdaderamente incomprensible es mi abuela, la condesa Anna Fédorovna.
—¿Cómo? ¿Qué dices? —exclamaron los invitados.
—No llego a comprender —continuó Tomsky— por qué no juega mi abuela.
—¿Qué tiene de extraño que una vieja de ochenta años no juegue a las cartas? —dijo Narúmov.
—¿Acaso no conocéis su historia?
—Para nada.
—Ah, pues os la voy a contar. Tengo que deciros que hace unos sesenta años mi abuela iba mucho a París, donde tenía un gran éxito. La gente la perseguía para ver a la Venus moscovita; Richelieu le hacía la corte, y mi abuela asegura que el hombre estuvo a punto de pegarse un tiro por la crueldad con que ella lo trataba.
»En aquellos tiempos las damas jugaban al faraón. Una vez, estando en la
corte, mi abuela perdió de palabra al duque de Orleans una suma muy considerable. Al llegar a casa, mientras se despegaba los lunares postizos y se quitaba el miriñaque, anunció a mi abuelo su deuda y le ordenó que la pagara.
»Mi difunto abuelo, según recuerdo, era una especie de mayordomo de mi abuela. La temía como a la peste; sin embargo, al enterarse de la enorme cantidad que había perdido, se enfureció, trajo las cuentas y demostró a mi abuela que en medio año habían gastado medio millón, que cerca de París no tenían sus aldeas de la provincia de Sarátov ni las de Moscú, y se negó rotundamente a pagar. Mi abuela le dio una bofetada y se fue a dormir sola, como muestra de su disgusto.
»Al día siguiente mandó llamar al marido esperando que el castigo doméstico hubiera surtido efecto, pero lo encontró incólume. Por primera vez en su vida tuvo que conversar con él y darle explicaciones; pretendió avergonzarlo demostrándole condescendiente que no había dos deudas iguales y que no era lo mismo un príncipe que un cochero. Todo era inútil. El abuelo se había rebelado. Seguía erre que erre. Mi abuela no sabía qué hacer.
»Era amiga de un hombre muy notable. Habréis oído hablar del conde Saint Germain, de quien cuentan tantas cosas extraordinarias. Sabéis que se hacía pasar por el Judío Errante, por el inventor del elixir de la vida y de la piedra filosofal, y muchas cosas más. Se burlaban de él tomándolo por charlatán, Casanova decía en sus memorias que era espía; no obstante, Saint Germain, a pesar de todo el misterio, tenía un aire muy respetable y era sumamente correcto en sociedad. Mi abuela sigue queriéndolo con locura y se enfada cuando hablan de él sin el debido respeto. Mi abuela sabía que Saint Germain podía disponer de mucho dinero. Decidió recurrir a él. Le escribió una nota pidiendo que fuera a verla cuanto antes.
»El viejo excéntrico apareció inmediatamente y la encontró sumida en la desesperación. Mi abuela describió en los tonos más sombríos la barbarie de su marido y dijo por último que todas sus esperanzas estaban puestas en su amistad y amabilidad.
»Saint Germain se quedó pensativo.
»—Podría prestarle ese dinero —dijo—, pero sé que no estará usted tranquila hasta que me lo devuelva, y no quisiera causarle más preocupaciones. Existe otra manera: puede desquitarse.
»—Pero, querido conde, ¿no le digo que estamos sin dinero?
»—No necesita dinero —repuso Saint Germain—, tenga la bondad de escucharme.
»Y acto seguido le descubrió un secreto por el que cualquiera de nosotros
estaría dispuesto a pagar lo que fuera…
Los jóvenes jugadores redoblaron la atención. Tomsky encendió una pipa, inspiró el humo y continuó su relato.
—Aquella misma noche mi abuela fue a Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orleans llevaba la banca; mi abuela hizo ademán de excusarse por no haber traído la deuda, inventó una historia para justificarse y se puso a jugar contra él. Eligió tres cartas, apostó a cada carta, una tras otra, todas ganaron a la primera y recuperó todo el dinero que había perdido.
—Pura casualidad —dijo uno de los invitados.
—Es un cuento —dijo Hermann.
—¿No estarían marcadas las cartas? —intervino otro.
—No creo —contestó Tomsky con aire suficiente.
—¡Será posible! —exclamó Narúmov—. Tienes una abuela que adivina tres cartas seguidas y no has podido hasta ahora copiar su truco.
—¡Qué más quisiera yo! —contestó Tomsky—. Tuvo cuatro hijos, entre ellos mi padre; los cuatro fueron jugadores empedernidos, y no quiso descubrir el secreto a ninguno de ellos, aunque a todos les habría venido muy bien, yo incluido. Por otra parte, mi tío, el conde Iván Ilyich, me contó una historia jurando por su honor que era verdad. El difunto Chaplitsky, aquel que murió en la miseria habiendo gastado millones, una vez, siendo joven, perdió, creo que con Zorich, trescientos mil rublos. Estaba desesperado. Mi abuela, que siempre vio con malos ojos las locuras de la juventud, por alguna razón se apiadó de Chaplitsky. Le reveló las tres cartas para que apostara a ellas, una tras otra, y le pidió su palabra de honor de que nunca volvería a jugar. Chaplitsky fue a casa del que le había ganado; se sentaron a