Kant después del neokantismo: Lecturas desde el siglo XX
Por VV.AA.
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Este libro perfila las formas de un recorrido analítico que comienza con "Kant y el problema de la metafísica" (1929) y llega a los textos de Habermas y Foucault en los años ochenta, no solo como un capítulo de la historia efectual del kantismo, sino como una pluralidad de indagaciones sobre los modos de filosofar del siglo XX, desencantado de algunas ilusiones sostenidas en la historia filosófica anterior.
Los temas y el modo de ejercer la reflexión varían según el momento histórico, durante ese mismo siglo. El abandono de la filosofía de la conciencia efectuado por el giro lingüístico, por el pensamiento hermenéutico y por las filosofías de la sospecha no solo no es motivo para interrumpir el diálogo con Kant, sino que, dentro de esas formas nuevas de la filosofía, emergen otras tantas aportaciones para llevar a cabo la tarea de la crítica a tenor de la interpretación que cada una hace de la obra de Kant.
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Kant después del neokantismo - VV.AA.
«LA IMAGINACIÓN TRASCENDENTAL NO TIENE PATRIA»1
(DE LA
CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA
A
SER Y TIEMPO,
Y VUELTA)
ARTURO LEYTE
1.
LA FILOSOFÍA COMO REPETICIÓN
Con su dedicación a Kant, Heidegger hace explícito un constituyente de su propia filosofía. Según qué perspectiva, incluso se podría reconocer que Ser y tiempo es solo una repetición de la Crítica de la razón pura, siempre que bajo este término no se entienda la reproducción mecánica de una obra anterior, sino la conservación de «su contenido problemático».2 Resultará obvio que el término «repetición» esconde en Heidegger un significado singular, que caracterizará en conjunto el propio camino de la filosofía. Esta no consiste en producir novedades, sino solo reiteraciones del mismo problema, nunca suficientemente dicho. Así, solo será posible hablar de obra filosófica nueva cuando se manifieste lo oculto de un original, a lo que Heidegger se refiere como lo no-dicho,3 que por otra parte solo se podrá manifestar a partir de lo dicho en la obra y no de cualquier ocurrencia. Esta misma relación entre lo dicho y lo no-dicho se volverá a su vez «método» para descubrir en qué consiste lo propiamente filosófico, cuyo contenido parece escaparse continuamente, volviéndose así un problema irreducible. Pero semejante método, porque no resulta independiente del propio asunto a tratar y no puede valer por lo tanto como regla general, se encontrará siempre expuesto al error e incluso a la falsificación. Además, supondrá una violencia, porque lo no-dicho habrá de ser arrancado y reconocido a partir de una «idea iluminadora previa»4 cuya propia validez dependerá siempre de su propio hallazgo, nunca asegurado. El objetivo último de la tarea interpretativa, que guarda este sentido circular, se encontrará continuamente sometido al propio riesgo en que dicha interpretación precursora incurre cada vez que pretenda rescatar lo no-dicho.
Envuelto en este tono, y con el fin de penetrar en la «oculta pasión de una obra»,5 Heidegger emprenderá su dramática interpretación de Kant, comenzada en la lección de 1927/28 que lleva por título «Interpretación fenomenológica de la Crítica de la razón pura de Kant»6 y concluida dos años después (1929), con un libro decisivo al que tituló Kant y el problema de la metafísica.7 En el medio de esta dedicación a Kant apareció publicado en 1927 Ser y tiempo.8 Esta obra culminante, que de inmediato permitió hablar de una «filosofía de Heidegger», se encuentra así escoltada por la obra cumbre de Kant. Resulta obligado preguntar si de esa dedicación también surgió, no solo el planteamiento, sino la intención misma de Ser y tiempo. Esta cuestión, además, debería sobrevolar no solo cualquier interpretación sobre la relación Kant-Heidegger, sino también en qué medida la filosofía del último depende constitutivamente de la lectura de los filósofos. Heidegger, en efecto, habría elevado a categoría filosófica dicha lectura de la historia de la filosofía, que dejaría de ser así una disciplina subsidiaria para convertirse en el mismo origen de lo que después de Hegel y Nietzsche9 se podría seguir llamando filosofía. Qué sea esta dependerá a todos los efectos de la relación entre la tradición y su recepción, caracterizada como una lucha trágica, porque siempre habrá una pérdida. Sin duda, Heidegger revolucionó el significado de «tradición»: por «obra filosófica» se entenderá exclusivamente aquella que exprese un fondo «incomprensible»,10 que es lo que constituye la fuente de su posible repetición. Como paradigma de obra así entendida aparece para Heidegger de modo señalado la Crítica de la razón pura.11
El específico trabajo de Heidegger sobre Kant, en consecuencia, se propondrá como meta descubrir en qué consiste el carácter oculto de la Crítica. Si Kant se propuso una investigación sobre la esencia de la razón humana, lo no-dicho en la obra de Kant, según Heidegger, remitiría al fundamento oculto de esa razón, que Kant habría vislumbrado, que incluso habría descubierto, pero ante el que habría retrocedido.12 Y es bajo esta interpretación «iluminadora» de la obra de Kant como también puede entenderse que Ser y tiempo sea una repetición de aquella: la obra de Heidegger solo vendría a decir lo que quedó oculto y no-dicho en la Crítica de la razón pura. Es verdad que para entender la formación de Ser y tiempo como obra, además de Kant, también habría que tener en cuenta sobre todo a Aristóteles (principalmente la Física y los escritos ligados a ella, recogidos bajo el título de Metafísica), pero seguramente con una diferencia fundamental: su obra no representa en la constitución de la obra de 1927 un papel argumental equiparable a la de Kant, ni en relación con el contenido ni con la intención que guía su intento.13 Si ya en el plan de Ser y tiempo, definido por la doble tarea de una «Analítica del ser-ahí» y una «Destrucción de la historia de la ontología»,14 Kant, Descartes y Aristóteles15 constituían las piezas argumentales de esta última, solo Kant constituye la clave para entender también el contenido de la «Analítica», a la postre única parte que fue expresamente redactada y ha quedado como contenido del inacabado Ser y tiempo. De este modo, si Kant y el problema de la metafísica puede ser interpretado como aquel capítulo no escrito de la «Destrucción», anunciado bajo el título «La doctrina kantiana del esquematismo y del tiempo como anticipación de una problemática de la temporalidad», bajo una perspectiva más decisiva también puede ser leído a la luz de la ontología fundamental tal como esta fue proyectada y ejecutada en la «Analítica», es decir, a la vista de su propio inacabamiento. En este sentido, en el incumplimiento de su propio programa, Heidegger habría repetido aquel otro incumplimiento que Kant disfrazó dándole a su Crítica la apariencia de una obra acabada. Kant y el problema de la metafísica viene a descubrir que no lo estaba y que si apareció como tal fue solo porque Kant retrocedió ante el problema crucial para poder presentar de ese modo un resultado. En realidad, ya Ser y tiempo había hecho explícito y visible, sin referirse a él, lo no-dicho en Kant, cifrado en que resulta inviable reconocer a la razón como señal exclusiva de la esencia de la subjetividad en la medida en que aquella apoya su fundamento en algo más originario, que a la postre se revela como más sujeto que la propia subjetividad: el ser, lo único no-dicho. Pero Ser y tiempo no viene simplemente a revelar eso no-dicho, sino a reconocerlo estructuralmente en cuanto tal como fondo a partir del cual el propio ser resultaría en su caso comprensible. A ese «fondo» lo nombrará formalmente en dicha obra —pues no resulta posible atribuirle un contenido determinado, bajo pena de perderlo— como «sentido», y en Kant y el problema de la metafísica, un año después, como «finitud».
Tal es el decisivo papel que su interpretación de Kant representa en la formación de su propia filosofía, como si esta se compusiera con aquella. No es desmesurado señalar que sin Kant no hay Heidegger.
2.
LA «CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA» COMO FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA
La interpretación presentada en Kant y el problema de la metafísica plantea una interrogación general sobre la filosofía moderna, que se deja formular bajo estos términos: ¿constituye la razón el fundamento de lo que la metafísica entendió bajo la expresión «ser»? Kant habría analizado (y en eso consiste la Crítica) ese fundamento y llegado a la conclusión de que «el ser» no es un objeto con un contenido metafísico que se deje investigar especialmente, en concreto a partir de sus perspectivas señaladas —alma, mundo, Dios (metaphysica specialis)—, sino simplemente lo que «está ahí» y «aparece», en lo que se encuentra involucrado indisociablemente su «modo de aparecer». Esta inseparabilidad, que es de naturaleza fenomenológica y no lógica, debería constituir en realidad el punto de partida y de llegada de toda filosofía. Por «metafísica», en consecuencia, no habría que entender el reino de lo que se encuentra más allá, accesible exclusivamente por un procedimiento lógico (entendimiento), sino la misma situación crucial o punto de encuentro entre lo que aparece, a lo que Kant reconoce como «empírico», y sus condiciones de aparecer, a lo que Kant llama «trascendental». Esta misma división puede a su vez ser considerada metafísica, pero solo en la medida en que se trata de «filosofía trascendental», es decir, de la diferencia entre lo que aparece y sus condiciones. De todos modos, esta diferencia es solo producto de un análisis, pero no el fondo último de la cuestión, que será el único que interesará a Heidegger y rescatará por medio de Kant: verdadera metafísica (es decir, no la metafísica que funciona como una disciplina del conocimiento) no sería simplemente la que buscara los principios trascendentales de lo empírico, sino aquella que revelara la trascendencia misma, el inidentificable cruce entre lo que, en términos de Kant, viene dado y lo que es pensado. Si ese punto de encuentro es el que define el «conocimiento» (y este es lo propio del sujeto), se podría decir que la esencia del conocimiento remite a la subjetividad del sujeto, esto es, al ser del sujeto. Kant, en efecto, habría ido más allá del mero sobrentendido de un sujeto para preguntarse por su constitución; a saber, por la subjetividad. ¿Y en qué consiste esta y, sobre todo, dónde reside? Para Heidegger, solo en la trascendencia, que paradójicamente entraña el reconocimiento de que esa «subjetividad» no tiene una constitución subjetiva, justamente porque consiste en trascender, esto es, en abrirse a un afuera de modo que pueda aparecer algo así como el ser. Así, más allá de la liquidación de la metafísica como «ciencia de los suprasensible» que habría resultado de la crítica kantiana, al revelar la trascendencia Kant habría fundamentado de nuevo la metafísica, que no remite a un más allá, sino exclusivamente a lo que aparece.
Pero ¿qué sentido guarda en Heidegger esa reivindicación in extremis de la noción de metafísica, justo cuando aparecía amortizada después de su absorción en la Lógica de Hegel y la crítica de Nietzsche? Y, sobre todo, ¿qué sentido guarda después de una obra como Ser y tiempo? ¿Por qué Heidegger le devuelve a la ontología (incluso a su «ontología fundamental») el nombre de metafísica, que ya no puede significar solo «definición de los principios», porque dichos principios resultan inseparables del fenómeno? Justamente porque ontología y metafísica coinciden en su origen y propósito: reconocer lo oculto del fenómeno. La Crítica de la razón pura, en consecuencia, más que una teoría sobre el modo de conocer objetos en general, se revelaría como una investigación sobre el ser del fenómeno, que aquí significa: sobre su apariencia y su modo de aparecer.
Pero ese propósito entraña para Heidegger uno más profundo, que devuelve a la metafísica un sentido genuino: lejos de constituirse en una doctrina de la infinitud y del «más allá» (sea del mundo ideal o del ámbito de los principios), la metafísica tiene que ver exclusivamente con la constitución de la finitud, evidenciada precisamente en el modo de conocer humano. Solo en este exclusivo sentido, como reconocimiento de la estructura de la finitud, la metafísica sería antropología.16 En pos de ese reconocimiento comienza la interpretación sobre Kant que Heidegger pone en marcha y cuyo alcance va de todos modos mucho más allá de Kant.
La de Heidegger es sin duda la más radical interpretación contemporánea de Kant, porque lo que subyace a su intención, yendo un paso más allá del propio Kant, se cifra en el intento, si se permite la expresión, de «des-racionalizar» a Kant. En su análisis crítico de la razón, Kant habría revelado que su fundamento no resulta exclusivamente identificable con el pensamiento, sino que tiene otras raíces. Para ser exactos, la esencia del conocimiento depende inicial, inmediata y originalmente de una facultad como la intuición,17 que precisamente se define por su carácter receptivo; o sea, por el reconocimiento de que ella misma no produce todo lo que conoce, porque en su inicio esto le viene dado. Este «inicio» es el que resulta altamente problemático. Así es, por otra parte, como el problema del conocimiento no guarda relación esencial con sus contenidos, sino solo con el problema de la trascendencia, es decir, del encuentro entre lo que viene dado y lo pensado. Como Heidegger rescata de la Crítica: «En el caso del juicio sintético […] me veo obligado a salir fuera del concepto dado para considerar, en relación con éste, algo completamente distinto de lo pensado en él».18 ¿Y qué es ese «algo completamente distinto»? Además, ¿cómo se puede pensar lo absolutamente distinto si de alguna manera no subyace una afinidad, la que sea? En el más simple juicio que pone en relación un predicado con un sujeto se estaría cometiendo una violencia racional, toda vez que aquello a lo que remite el predicado (ser A) difiere absolutamente de aquello a lo que remite el sujeto (a), por más que el juicio consista en sobrentender ese vínculo. La forma de eludir dicha violencia es ambigua: o bien el juicio se formula al margen y fuera de aquello a lo que se refiere el sujeto (que siempre remite a la cosa) y resulta entonces de naturaleza exclusivamente lógica (de manera que tanto sujeto como predicado son conceptos) o bien el concepto no resulta tan extraño a la cosa como en primera instancia pudiera parecer y puede por eso vincularse con «lo completamente distinto», porque comparte el mismo fondo. Pero ¿a qué podemos en este caso llamar propiamente «fondo»? Esta disyunción presenta la radical diferencia entre la lógica formal, que simplemente reflejaría la cosa a la vista de sus componentes gramaticales, pero que por eso mismo son extraños a la cosa (sujeto y predicado solo serían dos instancias conceptuales), y la lógica trascendental, que se ha tomado en serio que de lo que de verdad se trata en el juicio es de la cosa, de manera que lo uno (el sujeto) y lo otro (el predicado) pueden vincularse porque eso se hace «previamente» posible sobre el mismo fondo. En realidad, el único contenido significativo de lo que habría que entender por «fondo» coincidiría con el sentido de ese «previamente». Pero no porque el conocimiento prevalezca frente al ser, sino más bien porque por «ser» solo se puede entender la forma de aparecer, que remite a «algo completamente distinto» al concepto. Resultará claro que para el Heidegger que interpreta a Kant, en esa «forma previa de aparecer» se decide no el ser del conocimiento; ni siquiera el ser del hombre, sino la finitud, que resulta ser así un carácter también previo y, en consecuencia, previo incluso a cualquier significado de lo humano. De ahí que la noción de «finitud» sea en esta interpretación de Kant más original que la que pueda servir cualquier antropología, que parte siempre de un significado derivado de «hombre». Esto «previo» —la finitud—, anterior a la misma noción de «sujeto», es lo único a lo que propiamente se puede llamar «ontológico», que no vendría por lo tanto a definir la esfera de los principios, sino a señalizar la trascendencia, de ninguna manera a atribuirle un significado. Pero ¿cómo caracterizar entonces esa finitud de naturaleza ontológica si no podemos hacerlo por medio de un conjunto de predicados? De entrada, siguiendo los términos de Kant, reconociendo que el concepto, y por lo tanto la posibilidad misma de los significados, se debe originalmente a la intuición,19 cuya naturaleza reside exclusivamente en recibir algo que viene de fuera. Naturalmente, de fuera del concepto, pero ¿qué puede significar un «afuera» al que podemos referirnos pese a estar encerrados en el concepto? La posibilidad misma de referirse a ello implica no solo que nosotros dependamos de un afuera, sino que en parte somos también ese mismo «afuera» cuya naturaleza resulta originalmente inextricable. De hecho, que la ontología se entienda como filosofía trascendental, que tiene que ver con el conflicto mismo que presupone el conocimiento, esto es, la relación con un adentro y un afuera, constituye prueba de esto. La posibilidad de la ontología remite así a la pregunta acerca de la esencia y el fundamento de la trascendencia de esa comprensión previa del ser.
Heidegger continúa su relato filosófico extremando una escenificación absolutamente dramática: en Kant se estarían jugando dos alternativas tan decisivas que la elección de la una frente a la otra significara la continuación de dos historias radicalmente diferentes, a modo de dos senderos que se bifurcan.20 En realidad, ya no se trata solo de interpretaciones diferentes, sino de cómo la emergencia de una casi conlleva la otra, al punto de que lo que se pueda llamar «interpretación» reside precisamente en que se haga presente esa ambigüedad, de la que depende el curso de la historia del pensamiento, la posibilidad misma de su reiteración y, de esta manera, el modo en que una época tiene de pensarse a sí misma. Esas dos alternativas, cuyo origen reside en la absoluta falta de certeza sobre el asunto a tratar, que nunca se evidenciará de suyo, se han presentado, no obstante, como una cuestión casi irrelevante, de naturaleza solo aparentemente editorial. Como es sabido, nos referimos a las dos ediciones de la Crítica de la razón pura, que para Heidegger no afectan simplemente al cambio editorial de un capitulo por otro, sino a la estructura y sobre todo a la intención completa de la obra, de manera que el hecho de que haya dos versiones de lo mismo define «su contenido problemático». No habría Crítica, tal como ha resultado de decisiva para la filosofía, sin la manifestación de ese problema. Si en líneas generales la lectura que prevaleció fue la de la 2.ª edición, es la 1.ª la que para Heidegger responde a la primera intención de Kant, tan genuina y potente que fue la que precisamente le hizo retroceder ante su propio descubrimiento. La diferencia, como es sabido, tiene que ver con el diferente papel que en una y otra edición juega «la imaginación trascendental», llamada por Kant la facultad de síntesis. Si en la primera su protagonismo es el más relevante, incluso frente a la sensibilidad y el entendimiento, que son las otras dos facultades de cuya síntesis resulta conocimiento, en la segunda ese papel se desdibuja, volviéndose casi irrelevante, al subrogarse a favor del entendimiento o pasando simplemente a depender de él. Nuestra pregunta, no obstante, no debe dirigirse a Kant, sino a Heidegger: ¿Por qué su énfasis en la imaginación trascendental y, en concreto, en el papel del esquematismo trascendental? Pero sobre todo, ¿por qué esa decisión por la imaginación frente al entendimiento presupone, no solo «la otra lectura» de la filosofía moderna, sino la demolición contemporánea más brillante del significado «racional» de razón? Heidegger se obliga a abrir una puerta de la Crítica, casi hasta desencajarla, a fin de reconocer el propio marco en el que se apoya. De cara al reconocimiento de ese marco, explora esa «desconocida raíz» simplemente mentada por Kant en la Introducción a la obra21 para desenterrar su propia consistencia de raíz, si es que la tiene. Así, continúa su lectura: frente a la intuición y el concepto, el esquema, propio de la imaginación, consistiría en la sensibilización del concepto, función que de suyo entraña el reconocimiento de que el mismo concepto esconde esa posibilidad de hacerse visible, lo que remite a un más allá de la lógica y el pensamiento. Por medio del esquema trascendental Heidegger reconoce ese fondo previo o raíz común de la sensibilidad y el entendimiento que hace posible que el predicado de un juicio se refiera a aquello «completamente distinto» que, merced al esquema, se revela como no tan distinto. La cuestión clave reside así en que la naturaleza del concepto no es estrictamente «conceptual», sino sensible, y que la propia diferencia sensibilidad/entendimiento o intuición/concepto remite a una separación que resulta de un análisis, porque considerado desde la cosa misma tal separación es impracticable. Buscar la esencia de la trascendencia nos lleva así más allá del análisis, justo a una frontera difícil de traspasar, pero no porque no dispongamos de los instrumentos adecuados, sino porque esos mismos instrumentos se dan merced a esa frontera o fondo y se deben a ella. En definitiva, de aquel fondo, que ahora denomino «frontera» con el ánimo de remarcar su carácter de límite, cuya naturaleza resulta además irrebasable, no tenemos representación, simplemente porque no tiene territorio. Si la Crítica se refiere a ella como imaginación trascendental, de la que como facultad se nos dice que rara vez «somos conscientes de ella»,22 y Heidegger le confiere todo el protagonismo al identificarla justamente con «lo desconocido», de todo ello se sigue una cuestión decisiva: ¿cómo se puede apoyar todo el edificio de la razón y en general la razón misma en algo desconocido? En definitiva, ¿qué implicaciones tiene que la imaginación, que no tiene partes, aparezca como la raíz misma de la razón? En este sentido me referí más arriba a esos dos caminos de la interpretación. Heidegger escoge su Kant al decidirse por la 1.ª edición y, de esa manera, no simplemente justifica su propia obra escrita —Ser y tiempo—, sino que evidencia que el propio origen y alcance de la misma se debe a la lectura de Kant. Efectivamente, que la imaginación trascendental no tenga territorio ni patria, porque no remite a ninguna representación, sino que vincula las dos únicas reconocibles —intuición y concepto—, hace de ella la que explica no solo la esencia del conocimiento (la posibilidad de remitir un predicado al sujeto) sino la naturaleza de la finitud: ser es lo que aparece con independencia de un concepto, que solo vendría a regular lo que previamente ya ha aparecido. Pero esta dependencia que el entendimiento (concepto) guarda con la sensibilidad tiene a su vez implicaciones imprevistas en el marco de una fundamentación de la razón pura. En efecto, si el entendimiento puede a su vez en el fondo identificarse con la aprehensión pura o el yo trascendental, que en el marco general se opondría a la sensibilidad; si además la forma pura de la sensibilidad es el tiempo, entonces eso significa que el mismo yo trascendental guarda una dependencia estructural con el tiempo. ¿Cómo se sostiene entonces un yo cuya justificación moderna se presentó siempre extraño al tiempo? De este modo, ¿no acabaría por arrojarse al abismo la pretensión de un yo substantivo que se definía solo por oposición al cambio?23
En la revisión de la Crítica que Heidegger ejecuta solo falta dar un paso más, que en el fondo es el que sostiene todo: des-territorializar la imaginación trascendental o, como señala el propio Heidegger, reconocer su constitución apátrida. El sentido último de esta caracterización metafórica tiene fundamentalmente dos implicaciones solidarias: superar meramente el carácter facultativo de la imaginación, que precisamente por ser ella misma origen de las otras dos facultades no puede tener el estatuto de facultad, y desubicar la noción misma de «raíz», de modo que se entendiera al margen de cualquier lugar o, lo que viene a ser lo mismo, que se entendiera que el lugar es justo lo que no puede aparecer. Y lo que no puede aparecer, ni en un espacio ni como espacio, es el tiempo, al punto de que la imaginación trascendental constituye en realidad la relación con el tiempo. Como señala Heidegger:24 «El tiempo como intuición pura no es ni únicamente lo intuido en el intuir puro, ni únicamente la intuición que carece de objeto. El tiempo, como intuición pura, es a la vez la intuición formadora y lo intuido en ella. Solo esto proporciona el verdadero concepto del tiempo». El tiempo no sería así el escenario al que la imaginación recurre para «imaginar», sino que surge a una con y en la misma imaginación. Para Heidegger, la imaginación trascendental es el tiempo originario, de ahí que sea apátrida. De esta tesis, o más bien, de este resultado, se sigue que «el tiempo y el ‘yo pienso’ no se enfrentan ya, incompatibles y heterogéneos, sino que son lo mismo»:25 «El yo no puede ser concebido como temporal, es decir, como intratemporal, precisamente porque el sí-mismo es originariamente, conforme a su esencia íntima, el tiempo mismo».26
La 2.ª edición de la Crítica, que para Heidegger solo se justifica por ese mencionado retroceso de Kant en relación con su descubrimiento, confirió todo el protagonismo al entendimiento puro y su naturaleza espontánea, de modo que la función y la misma substancia del yo quedaran preservadas. La cuestión, se pregunta Heidegger, es si de esa manera no se oculta la esencia del conocimiento humano, que es la trascendencia (el encuentro con lo otro completamente distinto), y consecuentemente el carácter finito de la razón, que ahora solo puede significar, siguiendo la 1.ª edición, que la razón, no es que sea temporal, como quien pudiera ser otra cosa, sino que es el tiempo mismo. La posibilidad de un «yo pienso» independizado del tiempo nos devolvería a una metafísica disciplinar, según la cual el yo aparece como ese lugar a resguardo del tiempo (meta-físico), del que se puede decir algo en calidad de «principio», pero precisamente porque nos hemos ocultado el principio genuino, que de tan «genuino» no puede ni siquiera ser identificado como principio vinculado a un territorio. Por el contrario, el reconocimiento del papel protagonista de la imaginación conduce a comprender una dualidad insoslayable que se revela como diferencia entre la sensibilidad y el entendimiento, es decir, entre el tiempo y las categorías o el yo, que surgen de una raíz común, una que puede ser identificada con el mismo tiempo, que se convierte en la posibilidad misma del yo y que, a su vez, nunca puede aparecer como tal. En este sentido cabe hablar de la constitución metafísica de la finitud. «Metafísica», aquí, no alude a dos mundos identificados y separados, sino a ese más allá o fondo que no se puede volver presente, pero que se encuentra inscrito en la misma naturaleza humana. Esa naturaleza humana es la que Heidegger identificará, más allá de cualquier determinación o característica añadida, incluso más allá de las nociones filosóficas de espacio y tiempo, como Da-sein, ser-ahí, cuyo análisis también evidenciará una dualidad interna (ser-en-el-mundo) comprensible a partir de una unidad que nunca puede aparecer como tal.
Para la interpretación de Heidegger, el «yo pienso» de la filosofía moderna habría quedado puesto en cuestión en la filosofía de Kant entendida como Crítica de la razón pura. La Crítica, en el fondo, consistiría en el descubrimiento de la naturaleza del yo, que no se puede identificar exclusivamente con lo inteligible. La pregunta siguiente es si esa relación del tiempo con el yo, o de la sensibilidad con el entendimiento, excluye la determinación racional de la finitud. Lo que en el fondo se encuentra en cuestión es la compatibilidad de esa determinación «racional» con el tiempo, que a la postre no es una determinación opuesta (temporal), sino el origen de aquella.
3. SER Y TIEMPO
COMO CONTINUACIÓN (REPETICIÓN) DE LA
CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA
Cuando se pregunta por la actualidad de Kant, inmediatamente debería dirigirse la mirada a Ser y tiempo. Seguramente no hay obra posterior a la Crítica que retome su planteamiento filosófico de un modo más genuino y, quizás por eso, más escandaloso y sorprendente, sobre todo en lo relativo a la cuestión de la metafísica. Para el Heidegger que lee a partir de Kant, el problema de la metafísica no es solo el de su constitución (o disolución) como disciplina, sino el relativo a la constitución de la cosa misma. Desde este presupuesto —esto es, que la naturaleza de la cosa es metafísica, porque entraña una dualidad inherente a su mismo ser, que aquí significa: a su mismo modo de aparecer— es desde el que Heidegger reivindica a Kant. No es ya la diferencia entre empírico y trascendental, en suma una repetición moderna de la vieja oposición entre el mundo de las cosas y el mundo de las ideas (en lugar de «mundo», en la filosofía moderna aparecería el «modo de consideración»), sino la diferencia trascendental entre sensibilidad y entendimiento, culminada como diferencia entre el tiempo y las categorías (o el «yo pienso»), lo que se le presenta a Heidegger como la interpretación más decisiva del ser de la cosa desde Platón y Aristóteles. Con su planteamiento trascendental, Kant habría reiterado a Grecia en la filosofía moderna. Pero esta misma reiteración, justo por plantearse bajo los términos de la subjetividad (que aquí significa «ser del sujeto que conoce») y preservar por ello un sentido de permanencia, que equipara esa subjetividad a la substancia (ousía en la filosofía de Aristóteles), es incapaz de afrontar el genuino problema de la ontología (teoría del ser), que pasaría por revelar el modo en que esa permanencia (sustancia) no deja de ser un resultado de lo que nunca permanece. La limitación de Kant, en definitiva, tendría que ver, en última instancia, con el rescate del yo de su propia constitución temporal, como si el tiempo constituyera el abismo a evitar. Que la cuestión de la muerte no aparezca en la Crítica, pero sea una clave teórica de Ser y tiempo, ratifica ese aspecto y esa diferencia. Por eso la tarea que se propone Ser y tiempo puede cifrarse en devolver a Kant a su propio principio, vislumbrado pero no proseguido: el yo comprendido a partir de la imaginación trascendental; esto es, el yo al que no le está asignado un lugar preestablecido, porque consiste simplemente en «tener lugar» (ocurrir), que es lo que define su carácter apátrida.
Lo que de este modo se encuentra radicalmente implícito en el recurso de Heidegger a Kant es el replanteamiento del papel de la ontología, que está obligada a disminuir su protagonismo, cuando no a desaparecer del todo, y por lo tanto dejar de ser una «teoría del ser» si lo que pretende es aproximarse al ser mismo, es decir, a la dual (metafísica) constitución que caracteriza a la cosa. Entre Kant y Heidegger, en consecuencia, se encuentra implícita una transformación de la filosofía que lleva del papel protagonista de la reflexión (sobre el ser) al de su descripción: más que de pensar el ser, se trata de ver a partir del ser; pero de un ver que remite a la pura apertura. Resultará claro que este ver no tiene que ver exclusivamente con los ojos, sino con las manos. Después de todo, contar con el ser significa encontrarse inmerso en él, lo que significa: sin que aparezca como un objeto enfrentado. Al comenzar la extraña descripción cuya pretensión reside en decir el ser sin que inmediatamente este aparezca como un objeto o tema extraño a su propio manifestarse como tal, Heidegger elabora un artificio (y en eso consiste justamente la teoría, en asumir ese carácter de artificio) que no puede soslayar el intento emprendido por Kant en su primera Crítica. ¿Y si Ser y tiempo, como se viene anunciando, no fuera más que la ejecución de aquella «Deducción trascendental de las categorías» que marca el corazón mismo de la tarea de la Crítica, bajo el supuesto de que lo que Kant identificó como «trascendental» (y Heidegger reconoció como «ontológico») no puede ser de ninguna manera extraño ni separable de cada cosa? Si aquella deducción, en definitiva, se marcó como propósito el reconocimiento de que las categorías no hacían más que expresar el ser mismo del tiempo, dando prioridad en la primera edición a la imaginación trascendental (es decir, al propio tiempo) y en la segunda al entendimiento (es decir, a las propias categorías o el yo), en Ser y tiempo se procedería de un modo mucho más radical, lo que en este contexto quiere decir: exclusivamente «fenomenológico». Este significado, o más bien perspectiva o modo de consideración, alude en primera instancia a tomar como punto de partida de la investigación no cualquier supuesto teórico o idea preestablecida que funcionaran como principio, sino la propia intuición que el análisis kantiano habría señalado como punto de partida, pero con una diferencia: no interpretándola como una de las facultades trascendentales (el entendimiento sería la otra), que exigiría para desentrañarla una Estética trascendental como paso previo de una Lógica, sino a secas como el único punto de partida que, por eso mismo, no puede definir solo un lado (el del conocimiento) frente a su opuesto (el mundo), sencillamente porque esa diferencia no se ajusta fenomenológicamente a la situación original. Como el propio Heidegger se encarga de señalar, ya el propio lugar que ocupa la «Estética trascendental» en la primera Crítica conduce al despiste,27 además de resultar hasta