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El precariado: Una nueva clase social
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Libro electrónico405 páginas12 horas

El precariado: Una nueva clase social

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La crisis del sistema financiero ha comportado el nacimiento de una nueva clase social: el Precariado. Una tipología que se define por la inconsistencia y debilidad de los mecanismos que garantizan su subsistencia. El precario vive, gracias a las políticas de austeridad y al desmantelamiento del estado del bienestar, a un paso de la exclusión social y el abismo de la pobreza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ene 2021
ISBN9788494339240
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    El precariado - Standing

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    Índice

    Portada

    Prefacio a la edición española

    Prólogo

    1. El precariado

    2. ¿Por qué crece el precariado?

    3. ¿Quiénes forman parte del precariado?

    4. Los inmigrantes: ¿víctimas, villanos o héroes?

    5. El trabajo pagado y no pagado y la contracción del tiempo

    6. Una política de descenso a los infiernos

    7. Una política de asalto a los cielos

    Bibliografía

    Notas

    Créditos

    PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

    España podría convertirse en epicentro de la Transformación Global. Aunque el precariado se venía configurando desde hace décadas, su crecimiento se aceleró cuando el crash financiero de 2008 hundió al país en una sima oscura de austeridad. Desde bastante antes los sucesivos gobiernos venían aplicando políticas económicas neoliberales que el precariado no perdonará ni olvidará. Una vez que el endeudamiento dejó sin cobertura a los bancos, millones de españoles, jóvenes y no tan jóvenes, se vieron precarizados, postrados en la inseguridad y ante la perspectiva de convertirse en ciudadanos de segunda clase, con derechos restringidos en su propio país.

    En 2013 se vive una situación terrorífica en la que más de la mitad de los jóvenes españoles carece de empleo, hacinándose en la búsqueda de puestos de trabajo eventuales, y millones de ellos viven de salarios y subsidios que no les permiten alcanzar un nivel de vida mínimamente decente. Más de una cuarta parte de los españoles vive en la pobreza.

    Por espantoso que resulte ese sufrimiento, no se deberían menospreciar los aspectos transformadores positivos de lo que viene sucediendo. No es momento para la autocompasión, sino para que se configure una nueva perspectiva progresista basada en la exigencia al Estado de que se aleje de una vez del neoliberalismo que ha hundido España en una inseguridad económica crónica y en desigualdades de clase sin precedentes.

    En 2013, mientras la sociedad se descompone, el Estado español se muestra incapaz de hacer frente a la situación. Aunque las elites gobernantes neoliberales permanecen formalmente en el poder, solo lo ejercen para imponer mayor dolor al precariado y a cuantos lo rodean. Ya no puede pretender que su modelo vaya a producir mayores ingresos y seguridad para la mayoría. Aunque la estrategia de austeridad triunfara en sus propios términos, ¿qué es lo que puede ofrecer?

    Esa parálisis nos recuerda el famoso aforismo de Gramsci sobre los achaques de un sistema podrido, cuando lo viejo agoniza pero lo nuevo no se muestra todavía en condiciones de nacer, algo que queda bien patente en el hecho de que el gobierno central se vea empantanado en acusaciones fundadas de corrupción según las cuales el PP recibió grandes sobornos de las empresas constructoras a cambio de favores políticos en la adjudicación de suelo así como en la confección de los planes urbanizadores.

    Con una velocidad vertiginosa se han revelado otras consecuencias infectas de la mercantilización de la política y los políticos. La podredumbre del Estado quedó palmariamente fotografiada en el orgulloso posado del jefe del Estado, un rey de otra época, ante un elefante al que había matado ignominiosamente en su hábitat africano nativo. Aquella imagen simbolizaba un Estado ecológicamente destructivo gobernado por una plutocracia incapaz de entender siquiera la profundidad de la crisis que la engulle. Le dio más relieve aún el proyecto desesperado de convertir paisajes relativamente incólumes del país, por ejemplo en torno a Tarifa, en zonas comerciales que supuestamente servirían para crear «empleos» a costa de una pesadilla ecológica. Todo esto refleja, evidentemente, una pérdida del orgullo nacional.

    Una encuesta de opinión mostraba que el 96 por 100 de los españoles no confía en los grandes partidos políticos. Si se convocaran elecciones podría triunfar algún movimiento populista, como ha sucedido en Italia en febrero de 2013. Esta es una época de rebeldes primitivos. Pero antes de que el Estado se precipite en un frenesí de populismo destructivo, las fuerzas progresistas deberían forjar un nuevo movimiento que lo evite.

    Tras el crash de 2008, sucesivos gobiernos han ido recortando los servicios sociales públicos y los subsidios estatales a los más necesitados. Ha aumentado espectacularmente la cifra de las personas sin hogar, mientras los bancos se reestructuraban bajo acusaciones de comportamiento ilegal en su búsqueda oportunista de beneficios.

    No hay por qué preocuparse. Las agencias internacionales que venían respaldando desde hace mucho la agenda neoliberal siguen apoyando las medidas tomadas por el gobierno de Rajoy. El secretario general de la OCDE, José Ángel Gurría, nos recordaba estremecedoramente al Pangloss de Voltaire cuando decía el 29 de noviembre de 2012: «Las autoridades españolas han emprendido un valiente programa de reformas para combatir desde su raíz las causas de la crisis actual, algo totalmente encomiable. Aunque la incertidumbre en la zona euro y la desaceleración económica mundial complican la recuperación de España, estamos seguros de que el país va por buen camino. El coste de las reformas es alto, pero la recompensa será mayor y dejará una economía española más fuerte y mejor preparada para competir a nivel global». El precariado podía preguntarse si es que hablaba de alguna otra España situada en un rincón ignoto del planeta.

    Poco después, el gobierno anunció que la renta nacional caería, en términos del PIB, otro 1,4 por 100 durante el año siguiente. La OCDE también defendía nuevas iniciativas hacia el workfare, obligando a los desempleados a perder el tiempo en actividades prácticamente inútiles en busca de empleos inexistentes. Los «utilitarios» que impulsan esas medidas han perdido todo asomo de vergüenza o quizá hasta la relación más tenue con la realidad.

    La economía sumergida española, estimada en más del 19 por 100 del PIB, ha evitado probablemente una sublevación social violenta. Pero como válvula de seguridad es un pozo de inseguridad. El Estado está favoreciendo una situación de ingobernabilidad, ya que la gente desesperada no tiene razones morales para respetar las leyes relativas a los impuestos y podría interiorizar como catástrofe natural los riesgos a los que se ve expuesta, entendiendo la transgresión de la ley como única forma de sobrevivir. Esto ha tenido seguramente un efecto retroactivo sobre los gobernantes, ya que si las actividades económicas informales desactivan las tensiones sociales, resulta comprensible que soslayen su control y no pongan gran empeño en criminalizar a quienes se debaten por la supervivencia.

    En 2013 el Estado se había situado, sin embargo, contra los ciudadanos más desfavorecidos. Entre 2000 y 2010 cientos de miles de personas perdieron sus hogares cuando los bancos impusieron la ejecución de sus hipotecas. El número de personas sin hogar ha crecido espectacularmente, llegando a más de un millón, mientras que cientos de miles de casas y apartamentos permanecen vacíos, entre ellos 130.000 tan solo en Sevilla. Desahucios por miles junto a casas vacías: ¿qué otra cosa podría ser más absurda o más representativa de la parálisis del Estado?

    Entretanto, muchos bancos se habían desmoronado tras el crash financiero, lo que condujo en particular a la formación del conglomerado Bankia, que informó de enormes pérdidas en 2012. El PIB sigue contrayéndose, reflejando en gran medida las reducciones en el gasto público para ayudar a los bancos y mantener la aprobación de las agencias internacionales y los mercados financieros. Aunque el déficit presupuestario se ha reducido al 6,7 desde el 8,9 por 100 en 2011, cabe atribuir parte de la mejora al «maquillaje» oficial de las estadísticas, ya que excluyen el dinero que el gobierno tomó prestado para rescatar a los bancos. Y aunque algunas agencias de valoración del crédito parecen haberse tragado el engaño, cabe dudar de que se pueda mantener durante mucho tiempo.

    Todos esos son síntomas de una crisis sistémica, lo que está acorde con una de las premisas de este libro, y es que la era de la globalización no era sino la fase inicial de una Transformación Global, en la que gobiernos como el español llegaron a un pacto fáustico con la supuesta mayoría de su población, permitiendo una orgía de consumo insostenible mientras debilitaban las instituciones de solidaridad social en pro de un modelo neoliberal de capitalismo, generando así al precariado. La burbuja económica resultante fue peor en España que en algunos otros países debido a que las instituciones construidas para defender el laborismo[1] estaban particularmente lastradas por el legado de Franco.

    Como es bien sabido, las leyes que han configurado el mercado laboral español se basaban en las dictadas en 1938 por el propio Franco, quien a su vez se inspiró en la Carta del Lavoro de Mussolini de 1937. Las leyes franquistas ofrecían a los empleados leales una sólida seguridad en el empleo y derechos de negociación colectiva para promover la armonía social en ausencia de democracia, una forma pervertida de laborismo. Pero irónicamente, cuando el régimen de Franco llegó a su fin, la izquierda política se opuso a los cambios. Esto favoreció el desarrollo de un mercado laboral paralelo.

    Durante la década de 1980, cuando los sindicatos defendían el Estatuto de los Trabajadores y se esforzaban por preservar los derechos basados en el trabajo, privilegiaban a una porción cada vez menor de la mano de obra. En 1984 aceptaron el incremento de los contratos temporales; pero su rígida adhesión a la negociación colectiva centralizada y sectorial permitía que el precariado creciera en condiciones innecesariamente inseguras. Quedó excluido de la mesa de negociaciones e incapaz por tanto de inducir a los socialdemócratas a un pensamiento y acción más ilustrados.

    En resumen, los sindicatos cometieron un error histórico cuando se resistieron durante las décadas de 1980 y 1990 a la flexibilización de las relaciones laborales que acompañaba a la globalización. Deberían haberla aceptado y forzar a cambio una negociación con el Estado para proporcionar a todos seguridad económica, como un derecho universal.

    Los progresistas deberían reconocer que el empleo temporal no es perverso de por sí, aunque en muchos de los empleos de ese tipo uno no querría estar mucho tiempo. La lucha debe tener como objetivo una seguridad básica que reduzca los costes del paso de un empleo a otro y con ellos el de las fluctuaciones en los ingresos. Se trataría de permitir a los precarizados mantener una carrera profesional, esencia de la ciudadanía ocupacional (Standing, 2009). Ni los sindicatos ni el PSOE se movieron en esa dirección cuando tenían el poder para hacerlo durante la década de 1990.

    Por el contrario, entraron en una dinámica de concesiones, cediendo terreno ante los patronos y el gobierno en un esfuerzo desesperado por salvar los empleos. En 1997 aceptaron condiciones más laxas para el despido en los contratos fijos, aun preservando el dualismo. Entre 1985 y 1993, el 73 por 100 del total de los nuevos contratos eran temporales, y la tasa de transición a los contratos fijos era mínima: menos del 10 por 100 de los contratados temporales pasaron a ser fijos. El aumento del precariado se vio también impulsado por el giro hacia la contratación temporal en el sector público, con lo que los temporales pasaron de constituir el 7,9 por 100 del empleo público total en 1987 al 25 por 100 en 2005. Este aumento se vio motivado en parte por el Tratado de Maastricht que propugnaba la consolidación fiscal.

    Entretanto, los sindicatos españoles solo se ocupaban del precariado como cuestión política, tratando de limitar el número de empleados temporales, oponiéndose a las agencias de empleo privadas y pretendiendo que los empleos temporales se parecieran más a los fijos, etcétera, en lugar de reorientar sus tácticas negociadoras u organizativas, o de desarrollar servicios apropiados para el precariado. Concedieron prioridad a la lucha por el empleo estable, lo que constituía una defensa del laborismo, sin realizar ningún esfuerzo por armonizar las condiciones de trabajo entre los trabajadores fijos y los temporales. Se limitaron a defender los contratos fijos para una mano de obra envejecida. Era solo cuestión de tiempo que sus castillos de arena se derrumbaran y desaparecieran.

    Evidentemente, también tuvieron lugar otras reacciones. Hay que saludar los fantásticos esfuerzos de los movimientos del 15-M, de los «indignados» y de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Aunque puedan parecer poco más que protestas de rebeldes primitivos, siguiendo una larga y gran tradición, son también los primeros pasos necesarios de un movimiento antagonista. Recordemos cómo a principios de 2012 el movimiento de los indignados organizó lo que llamó una huelga «invisible» de los estudiantes, temporales, trabajadores no pagados, inmigrantes y ancianos precarizados que formaba parte de la lucha contra el Estado, empeñado en su estrategia de reducir aún más el nivel de vida del precariado.

    Maravillosamente novedosa —‌y que sirvió de ejemplo para el resto de Europa— fue la acción de los pensionistas y abuelos «iaioflautas» —‌nombre que remedaba al despectivo «perroflautas» que los medios de derechas lanzaban contra todos los precarizados—, que ocuparon bancos para protestar contra su rescate, autobuses para protestar contra el aumento del precio del billete y hospitales en protesta contra los recortes en Sanidad. ¿Habían asumido en alguna otra ocasión los más veteranos tal posición de vanguardia en una lucha social?

    También se van configurando otras actividades. Debido a la actitud de los sindicatos, surgieron asociaciones independientes de jóvenes como la Associació de Joves de Gràcia en Barcelona, que ofrece diversos servicios a los trabajadores. Este es un ejemplo de las nuevas formas de representación requeridas por el precariado.

    Cabe predecir que su surgimiento creará tensiones con los viejos sindicatos, que se resisten a sus intentos de negociar con los patronos o de representar a sus miembros. Esto debe cambiar, o las organizaciones colectivas se autodestruirán. Aunque los sindicatos forman tristemente parte del problema, los grupos profesionales construidos sobre líneas sindicales —‌negociación con el Estado, con los patronos y con otras profesiones— constituyen una parte esencial de la solución. Deben basarse en los valores del trabajo no mercantilizado, un tema del que se habla mucho en este libro.

    En 2012 el gobierno intentó recortar la capacidad de negociación de los sindicatos y debilitar la seguridad laboral. En marzo los sindicatos organizaron una huelga general, arrastrando a cientos de miles de manifestantes en una protesta que no fue más allá de la exhibición de su capacidad de convocatoria, sin ofrecer una visión del trabajo y la seguridad que trascendiera la añoranza atávica de un vetusto laborismo.

    El precariado entendió intuitivamente esa contradicción. Estaba dispuesto a movilizarse contra el neoliberalismo junto a los sindicatos, pero los indignados no se sentían encadenados por el pasado sino que, por borrosamente que fuera, buscaban soluciones de futuro. En un muro de Madrid apareció un graffiti gloriosamente subversivo: «Lo peor sería regresar a la vieja normalidad». El PSOE y los viejos sindicatos se sintieron probablemente trastornados. Cabe esperar que a los lectores de este libro no les suceda lo mismo.

    En 2013 el caos en el mercado laboral había alcanzado dimensiones tragicómicas. En Alameda (Málaga) se organizó en 2010 un sorteo de miniempleos en el servicio público. Se propuso que los desempleados se inscribieran para el sorteo, seleccionándose cada mes al azar a ocho de ellos para ocupar esos puestos. Además, cuatro hombres fueron seleccionados para empleos en la construcción (tres oficiales y un peón de albañil), mientras doscientos hombres y mujeres competían por tres puestos de limpieza en las calles. Se esperaba que esas quince personas pudieran sobrevivir con alrededor de 650 € al mes, pero los otros cinco mil desempleados del pueblo tendrían que quedarse a la espera sin nada. Era como si la administración española se hubiera convertido en un despacho de lotería. Los universitarios compran un billete de lotería para seguir una carrera profesional, aunque la inmensa mayoría de ellos no obtengan el premio que desean. Los desempleados compiten igualmente por un billete para un miniempleo de corta duración. ¿Por qué detenerse ahí?

    Entretanto, el gobierno hacía trizas los derechos sociales de los inmigrantes. A partir del 1 de septiembre de 2012, los extranjeros no registrados ni autorizados como residentes en España solo recibirán asistencia sanitaria en estos casos: a) de urgencia por enfermedad grave o accidente; b) por asistencia al embarazo, parto y postparto. De esa forma, más de 150.000 inmigrantes extranjeros que no tenían regularizada su situación vieron cómo dejaban de tener validez sus tarjetas sanitarias. Los afectados por enfermedades crónicas se vieron obligados a pagar altos precios por el tratamiento y las medicinas. Esto está sucediendo también en otros países como el Reino Unido; forma parte de un proceso de desmantelamiento de derechos, que restringe hasta límites increíbles los de mucha gente, en particular los precarizados. La ciudadanía se está convirtiendo en un edificio de derechos de muchos pisos, en el que cada vez menos gente los tiene todos.

    La nueva ley sanitaria suscitó la oposición de las asociaciones que más se ajustan al desafío del precariado. La organización Médicos del Mundo lanzó una campaña por el «Derecho al Tratamiento», criticando que se estuviera creando un sistema sanitario que cabría calificar de apartheid. La ministra de Sanidad alegó que esa medida se debía a la necesidad de cumplir las regulaciones sanitarias de la Unión Europea, pero pocos dudaban de que en realidad se trataba de un subterfugio para reducir el gasto público. El gobierno de Cataluña afirmó que no pondría en práctica la nueva ley, pero es poco probable que se frene la tendencia hacia la restricción de derechos de parte de los habitantes del país.

    Mientras tanto, en nombre del laborismo se están destruyendo gran cantidad de bienes comunes. Por ejemplo, cerca de la ciudad costera de Tarifa, se presentaron en 2012 planes para convertir una de las pocas playas no contaminadas del sur de España, un hábitat de raras especies protegidas, en un complejo turístico formado por un hotel con 1.500 habitaciones y 350 apartamentos. El ayuntamiento local dijo que el plan era necesario para generar empleos. Los ecologistas y grupos conservacionistas protestaron ante la posibilidad de que una zona tan preciada fuera destruida. Como es habitual, el Partido Socialista en la oposición votó junto al Partido Popular gobernante en favor del proyecto. Los críticos señalaron que el país tenía un millón de alojamientos vacíos y que una zona especialmente valiosa corría el riesgo de quedar arruinada para siempre, a fin de generar empleos de corta duración y grandes beneficios para las empresas constructoras.

    Aquello parecía simbólicamente un último espasmo del laborismo. Antes o después, la mayoría de la gente entenderá que los empleos constituyen una respuesta equivocada a una pregunta equivocada.

    El precariado se está mostrando más rebelde en España, y con seguridad rechazará las viejas agendas políticas. A corto plazo puede haber una reacción populista, pero de lo que no cabe dudar es de que la nueva clase peligrosa pasará por un período de división interna en tanto que forja una nueva visión progresista de la sociedad. Los precarizados se deben a sí mismos, y a quienes aman, el ejercicio de todas sus energías para construir el futuro.

    GUY STANDING

    Marzo de 2013

    PRÓLOGO

    Este libro trata de un nuevo grupo social aparecido en el mundo, una nueva clase que se está formando. Se propone responder a cinco preguntas: ¿Qué es el precariado? ¿Por qué debemos atender a su crecimiento? ¿Por qué está creciendo? ¿Quién está entrando a formar parte de él? ¿Adónde nos está llevando el precariado?

    Esta última cuestión es crucial. Existe el peligro de que, al menos que se atienda al precariado, su surgimiento pueda llevar a la sociedad a una política infernal. No se trata de una predicción, sino de una posibilidad perturbadora. Solo se podrá evitar si el precariado se convierte en una clase para sí, con capacidad para ejercer influencia, y en una fuerza capaz de forjar una nueva «política de asalto a los cielos», con una agenda y una estrategia suavemente utópicas que puedan ser asumidas por los políticos y por lo que eufemísticamente se llama «sociedad civil», incluida la multitud de organizaciones no gubernamentales que tan a menudo coquetean con la idea de convertirse en organizaciones cuasi-gubernamentales.

    Tenemos que despertar urgentemente al precariado global. En él se detecta mucha cólera y mucha ansiedad; pero aunque este libro pone más de relieve al precariado como víctima, que su aspecto liberador, conviene decir desde el principio que sería una equivocación considerar al precariado únicamente en términos de sufrimiento. Muchas y muchos de los que se han visto arrastrados a él pretenden algo mejor que lo que ofrecían la sociedad industrial y el laborismo del siglo XX. Puede que no merezca más el calificativo de héroe que el de víctima, pero el precariado está comenzando a mostrar que puede ser el heraldo de la Sociedad Deseable del siglo XXI.

    El contexto al que hay que atender es este: al mismo tiempo que crecía el precariado, con el trauma financiero de 2008 ha emergido la realidad oculta de la globalización. El ajuste global, demorado durante demasiado tiempo, está hundiendo a los países ricos al mismo tiempo que saca a flote a algunos de los pobres. A menos que se resuelvan las desigualdades obstinadamente desdeñadas por la mayoría de los gobiernos durante las dos últimas décadas, la desazón y sus repercusiones podrían llegar a ser explosivas. La economía de mercado global puede finalmente elevar el nivel de vida en todas partes —‌hasta sus críticos deberían desearlo— pero solo sus ideólogos pueden negar que ha traído consigo la inseguridad económica a muchos millones de personas. El precariado es su avanzadilla, pero tiene todavía que encontrar la voz que proclame su proyecto. No es «la clase media exprimida» ni una «subclase» ni «la capa inferior de la clase obrera», sino que posee un conjunto propio de inseguridades y tendrá asimismo un conjunto igualmente singular de reivindicaciones.

    En las primeras fases de la escritura de este libro realicé una presentación de sus temas a lo que resultó ser un grupo de académicos de tendencia socialdemócrata en gran medida anticuados. La mayoría de ellos los saludaron con ironía y dijeron que no había en mis ideas nada nuevo, ya que para ellos la respuesta seguía siendo la misma que cuando eran jóvenes: se necesitaban más puestos de trabajo y mejor retribuidos. Todo lo que diré a esas respetadas figuras es que creo que las y los precarizados no habrían estado de acuerdo.

    Se haría demasiado larga la lista de la gente a la que debería agradecer de forma individual su ayuda en la maduración de las ideas presentadas en el libro, pero quiero mencionar especialmente a los muchos grupos de estudiantes y activistas que han acudido a los debates sobre sus diversos temas en los dieciséis países visitados durante su preparación. Cabe esperar que sus apreciaciones y sugerencias hayan encontrado un lugar en el texto final. Baste añadir que el autor de un libro como este es principalmente portavoz de los pensamientos de todos ellos.

    GUY STANDING

    1

    EL PRECARIADO

    Durante la década de 1970 un grupo de economistas de acérrima inspiración ideológica captó la atención y los ánimos de los políticos anglosajones. La idea central de su modelo «neoliberal» era que el crecimiento y el desarrollo dependían de la competitividad, por cuya maximización debía hacerse cuanto se pudiera, permitiendo que los principios del mercado impregnaran todos los aspectos de la vida.

    Uno de sus temas preferidos era que los gobiernos debían fomentar la flexibilidad del mercado laboral, lo que equivalía a un programa para transferir los riesgos y la inseguridad a los trabajadores y sus familias. El resultado ha sido la creación de un «precariado» global, consistente en cientos de millones de personas sin un anclaje estable en su trabajo, que se está convirtiendo en una nueva clase peligrosa por su propensión a dar pábulo a voces extremistas o fanáticas y a utilizar su voto y su dinero para ofrecer a esas voces una plataforma política que acreciente su influencia. El propio éxito de la agenda «neoliberal», admitida en mayor o menor medida por gobiernos de toda laya, ha generado un monstruo político incipiente. Hay que hacer algo antes de que ese monstruo cobre fuerza.

    EL PRECARIADO SE DESPEREZA

    El 1 de mayo de 2001 cinco mil personas, en su mayoría estudiantes y jóvenes activistas sociales, se reunieron en en el centro de la ciudad de Milán para iniciar lo que pretendía ser una marcha de protesta alternativa a la celebración tradicional del Primero de Mayo. En 2005 sus filas habían engrosado hasta más de 50.000 personas —‌más de 100.000, según algunas estimaciones— y el «EuroMayDay» se había hecho paneuropeo, congregando a cientos de miles de personas, en su mayoría jóvenes, en las calles de las capitales y muchas otras ciudades de la Europa continental. Aquellas manifestaciones airearon los primeros vagidos del precariado global como tal.

    Los vetustos sindicalistas que normalmente organizaban las manifestaciones del Primero de Mayo no podían sino sentirse perplejos ante aquella nueva masa en movimiento, cuyas reivindicaciones de inmigración libre y una renta básica universal tenían muy poco que ver con el sindicalismo tradicional. Los sindicatos entendían como única respuesta posible a la precarización un regreso al modelo «laborista» que ellos mismos habían contribuido tanto a cimentar a mediados del siglo XX: más empleos estables con seguridad a largo plazo y los arreos complementarios que solían acompañarlo; pero muchos de los jóvenes manifestantes habían visto a la generación de sus padres acomodarse a la pauta fordista de empleos rutinarios a tiempo completo y subordinación a la gestión industrial y a los dictados del capital. Aunque carecían de una agenda alternativa coherente, no mostraban ningún deseo de resucitar aquel laborismo.

    Tras dar sus primeros pasos en Europa occidental, el EuroMayDay cobró pronto un carácter global, convirtiéndose Japón en uno de sus principales centros energéticos. Comenzó como un movimiento de jóvenes europeos con niveles de formación relativamente altos, descontentos por el enfoque competitivo (o neoliberal) de mercado que les ofrecía el proyecto de Unión Europea: una vida de sucesivos empleos eventuales, flexibilidad y mayor crecimiento económico. Pero su eurocentrismo pronto dio paso al internacionalismo, al constatar que el desasosiego generado por sus múltiples inseguridades podía emparentarse con lo que sucedía en otras partes del mundo, en particular cuando los inmigrantes se incorporaron a sus movilizaciones convirtiéndose en parte sustancial de las manifestaciones del precariado.

    Aquel movimiento se extendió a quienes practicaban un estilo de vida no convencional, generándose una tensión creativa entre el precariado como víctima, penalizado y demonizado por las instituciones y prácticas respetadas por la mayoría social, y el precariado como héroe, que rechazaba esas instituciones y prácticas en un acto de desafío intelectual y emocional concertado. En 2008 las manifestaciones del EuroMayDay superaron con mucho los apocados desfiles sindicales de aquel mismo día. Aquello pudo pasar inadvertido por la mayoría de la opinión pública y los políticos, pero fue un acontecimiento muy significativo.

    Al mismo tiempo, la identidad dual como víctima-héroe mostraba una notable falta de coherencia. Un problema adicional era la falta de concentración de su lucha. ¿Qué o quién era el enemigo? Todos los grandes movimientos de la historia han tenido, para bien o para mal, una base de clase. Un grupo de interés (o varios) combatía contra otro, habitualmente formado por quienes habían explotado y oprimido al primero, disputándole el uso y control de los principales activos del sistema de producción y distribución de la época. El precariado, pese a su rica variedad, parecía carecer de una idea clara de cuáles eran esos activos. Entre sus héroes intelectuales se contaban Pierre Bourdieu (1998) quien expuso y detalló el concepto de precariedad, Michel Foucault, Jürgen Habermas y Michael Hardt y Tony Negri (2000), cuyo Imperio fue un texto premonitorio, con Hannah Arendt (1958) como trasfondo. También se podían detectar rastros de los levantamientos de 1968 que ligaban al precariado con la escuela de Frankfurt y el Hombre Unidimensional de Herbert Marcuse (1964).

    Era la liberación del pensamiento, la conciencia de una sensación común de inseguridad. Pero de la simple comprensión no brota ninguna «revolución». No había todavía una indignación eficaz, y esto se debía a que no se había forjado ninguna agenda o estrategia política. La carencia de una respuesta programática quedó de manifiesto en la búsqueda de símbolos, el carácter dialéctico de los debates internos y las tensiones que todavía se mantienen en el seno del precariado y que no van a desaparecer de aquí a mañana.

    Los dirigentes de las manifestaciones del EuroMayDay hicieron cuanto pudieron por ocultar sus deficiencias, tanto literalmente como en sus imágenes visuales y carteles. Algunos insistían en la unidad de intereses entre los inmigrantes y otros (migranti e precarie «por otra Europa», decía el cartel con el que se convocaba el EuroMayDay en Milán en 2008), así como entre jóvenes y veteranos, simpáticamente yuxtapuestos en el cartel berlinés del EuroMayDay en 2006 (Doerr, 2006).

    Pero como movimiento libertario e izquierdista todavía tiene que suscitar el temor, o al menos el interés, de quienes quedan fuera. Hasta sus protagonistas más entusiastas admitirían que esas manifestaciones han tenido más de baladronada que de intimidación, sirviendo principalmente como aserción de individualidad e identidad en una experiencia colectiva de precariedad. Con el vocabulario de los sociólogos, las exhibiciones públicas han mostrado sobre todo el orgullo de subjetividades precarias. Un cartel del EuroMayDay, elaborado para una manifestación en Hamburgo, combinaba en actitud de desafío cuatro figuras en una: un limpiador, un cuidador, un refugiado o inmigrante y un trabajador «creativo» con ordenador portátil (presumiblemente parecido a la persona que diseñó el cartel). Un elemento destacado era una gran bolsa de rafia que parecía simbolizar el nomadismo contemporáneo en el mundo globalizado.

    Los símbolos tienen su importancia. Contribuyen a unir a los grupos en algo más que una multitud de extraños entre sí. Ayudan a forjar una clase y a construir su identidad, fomentando una conciencia de comunidad y una base para la solidaridad o fraternidad. De lo que trata este libro es de cómo pasar de los símbolos a un programa político. La evolución del precariado hasta convertirse en agente de una «política de paraíso» tiene todavía que pasar de las ideas teatrales y visuales de emancipación a un conjunto de reivindicaciones que comprometan al Estado más allá de desconcertarlo o irritarlo.

    Una característica de las manifestaciones del EuroMayDay ha sido su ambiente de carnaval, con música salsa, carteles y discursos pronunciados con ironía y buen humor. Muchas de las acciones vinculadas a la distendida red que las organiza han sido anárquicas e intrépidas más que estratégicas o socialmente amenazadoras. En Hamburgo se explicó a los participantes cómo evitar el pago de los billetes de autobús o las entradas al cine. En una estratagema en 2006 que marcó un hito en el folklore del movimiento, un grupo de alrededor de veinte jóvenes con máscaras de carnaval y nombres como Spider Mum, Multiflex, Operaistorix y Santa Guevara entraron a media mañana en una tienda de delicatessen, llenaron un carrito con comidas y bebidas de lujo, se hicieron fotografías del grupo y a continuación salieron del establecimiento entregando a la mujer a cargo de la caja una flor con una nota que explicaba que producían riqueza pero no disfrutaban de ella. Los participantes en aquel episodio en el que la vida imitaba al arte, basado en la película Los edukadores (Die fetten Jahre sind vorbei), nunca fueron atrapados. Colgaron una nota en Internet firmada como Banda Robin Hood en la que decían que habían distribuido las exquisiteces hurtadas entre los becarios seleccionados como los trabajadores precarios más explotados de la ciudad.

    Bufonadas como aquella, que en modo alguno pretendía ganar amigos ni influencia entre el gran público, nos recuerdan ciertas analogías históricas. Podemos hallarnos en una fase de la evolución del precariado en la que los contrarios a sus principales lacras —‌precariedad de la residencia, del empleo y el trabajo y de la protección social— se parecen a los «rebeldes primitivos» que han surgido en todas las grandes transformaciones sociales, cuando pierden validez

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