El alimento de los dioses libro II
Por H. G. Wells
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El Libro II de esta obra ofrece una descripción del desarrollo del nieto de la Sra. Skinner, Albert Edward Caddles, como un epítome de «la llegada de la grandeza en el mundo». Wells aprovecha la ocasión para satirizar a la nobleza rural conservadora (Lady Wondershoot) y El clero de la Iglesia de Inglaterra (el Vicario de Cheasing Eyebright) al describir la vida en una pequeña aldea atrasada.
H. G. Wells
H.G. Wells is considered by many to be the father of science fiction. He was the author of numerous classics such as The Invisible Man, The Time Machine, The Island of Dr. Moreau, The War of the Worlds, and many more.
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El alimento de los dioses libro II - H. G. Wells
II
I
LIBRO SEGUNDO
EL ALIMENTO LLEGA AL PUEBLO
CAPÍTULO UNO
EL ADVENIMIENTO DEL ALIMENTO
I
Los Niños del Alimento siguieron creciendo ininterrumpidamente durante todos aquellos años; fue el mayor acontecimiento de la época. Pero son las filtraciones lo que hace historia. Los niños que lo habían comido crecieron, pero pronto hubo otros niños creciendo asimismo; y las mejores intenciones del mundo no pudieron evitar más filtraciones en lo sucesivo. El Alimento insistía en escaparse con la pertinacia de un ser viviente. La harina tratada con aquel producto se deshacía, en tiempo seco y casi como si fuera intencionadamente, en un polvo impalpable que volaba ante la brisa más tenue. A veces un nuevo insecto se abría camino hacia un nuevo desarrollo, transitorio y fatal; otras veces era una nueva irrupción de grandes ratas desde las cloacas y de otras sabandijas del mismo estilo. Durante unos días el pueblo de Pangbourne, en Berkshire, luchó contra hormigas gigantes. Tres hombres fueron mordidos y fallecieron. Hubo pánico, hubo luchas y la calamidad resultante que ser combatida nuevamente, dejando siempre algo detrás, en las cosas más oscuras de la vida, completamente cambiado. Luego, otra vez, una nueva irrupción aguda y terrorífica, una rápida hipertrofia de monstruosos matorrales, una diseminación, a la deriva por todo el mundo, de unos cardos que crecían desorbitadamente, de cucarachas contra las que los hombres luchaban con escopetas o una plaga de enormes moscas.
Hubo luchas desesperadas en lugares oscuros. El Alimento engendró héroes en defensa de la causa de la pequeñez…
Y los hombres aceptaron aquellos acontecimientos como hechos normales en sus vidas y se enfrentaron con ellos como expedientes improvisados y se dijeron unos a otros que «no había ningún cambio en el orden esencial de las cosas». Después del primer gran pánico, Caterham, a pesar de su poder de elocuencia, pasó a ser una figura secundaria en el mundo político, permaneciendo en la opinión de la gente como el exponente de un punto de vista extremista.
Sólo lentamente pudo abrirse camino hacia una posición central en los negocios. «No hay ningún cambio en el orden esencial de las cosas…». Aquel líder eminente del pensamiento moderno, el doctor Winkles, era muy preciso
sobre esto… y los exponentes de lo que en aquellos días había tomado el nombre de Liberalismo Progresivo, se pusieron muy sentimentales sobre la insinceridad esencial de su progreso. Sus ensueños, según parece, estaban dedicados por entero a las pequeñas naciones, a los pequeños lenguajes, a aquellas pequeñas familias, cada una de las cuales podía mantenerse a sí misma con los productos de su granja. Era la moda de lo pequeño, de lo pulcramente dispuesto. Ser grande era ser «vulgar», y los términos de delicado, primoroso, diminuto, miniatura y minúsculamente perfecto llegaron a ser las palabras clave de la aprobación crítica…
Mientras tanto, quedamente, sin apresurarse, como es propio de la infancia, los Niños del Alimento seguían creciendo en un mundo que cambiaba para poder recibirlos, hacían acopio de fuerzas, de estatura y de conocimientos, se hacían individuales y decididos, adaptándose lentamente a las dimensiones de su destino. Al poco tiempo ya parecían formar parte natural del mundo. Toda aquella agitación de engrandecimiento también parecía formar parte integrante del mundo de un modo natural, y las personas difícilmente podían imaginarse cómo habían sido las cosas antes de aquello. Llegaron a oídos de los hombres relatos de lo que los niños gigantes eran capaces de hacer, y los hombres exclamaban: «¡Maravilloso!», sin maravillarse lo más mínimo. Los periódicos populares hablaban de los tres hijos de Cossar y de cómo estos asombrosos niños levantaban grandes cañones, lanzaban grandes bloques de hierro a cientos de metros de distancia y saltaban hasta los sesenta metros. Se decía que estaban cavando un pozo más profundo que cualquier pozo o mina que hombre alguno hubiese cavado, en busca de tesoros ocultos en la tierra desde que la tierra empezó a ser.
Estos Niños, según las revistas populares, habían de allanar montañas, construir puentes para pasar el mar y llenar la tierra de túneles.
—¡Maravilloso! —decía la gente, ¿no es verdad? ¡Cuántas comodidades tendremos!
Y seguían, cada cual dedicado a sus negocios, como si en la tierra no existiese una cosa llamada el Alimento de los Dioses. Y, ciertamente, todas estas cosas no eran más que las primeras indicaciones y promesas de la potencialidad de los Niños del Alimento. Para ellos todavía no se trataba más que de juegos, no era más que el primer uso de una fuerza carente aún de propósito. Ni ellos mismos sabían para qué servían. Eran niños, niños que crecían lentamente, de una raza nueva. La fuerza gigante aumentaba día por día… pero la voluntad gigante tenía todavía que crecer mucho antes de alcanzar un propósito y un designio. Contemplándolos desde la estrecha perspectiva del tiempo, aquellos años de transición poseen la calidad de un único acontecimiento consecutivo; pero, en realidad, nadie vio el advenimiento del engrandecimiento, del mismo modo que nadie en todo el
mundo vio, hasta que hubieron transcurrido varios siglos, la Decadencia y la Caída de Roma. Los que vivieron aquellos días estaban demasiado inmersos en los acontecimientos y su progresivo desarrollo para poder verlo como una unidad. Incluso a las personas más inteligentes les producía la impresión de que el Alimento no daría al mundo otra cosa que una cosecha de desatinos inconexos e ingobernables, que ciertamente podrían ser causa de agitaciones y disturbios, pero que no podían hacer gran cosa más contra el orden establecido y la estructura de la humanidad.
Para un observador, al menos, lo más maravilloso de todo aquel período de tensiones acumuladas es la inercia invencible de la gran masa de la población, su quieta persistencia en todo aquello que ignorase las enormes presencias, la promesa de cosas aún más enormes que estaban creciendo entre ellos mismos. Del mismo modo que muchos ríos aparecen con una superficie lisa y tranquila al borde de una catarata mientras su corriente es potente y profunda, así todo lo que el hombre tiene de más conservador parecía aquietarse en un sereno influjo durante aquellos últimos días. La reacción se hizo popular, se hablaba de la bancarrota de la ciencia, de la agonía del Progreso, del advenimiento de los Mandarines… y se hablaba de todas estas cosas entre los ecos de las pisadas de los Niños del Alimento. El tumulto de las absurdas Revoluciones de antaño, una multitud de necia gentuza persiguiendo a un reyezuelo o algo por el estilo eran cosas de otra época, y ni se hablaba ya de ello, pero lo que no había desaparecido era el Cambio. Era sólo el Cambio lo que había cambiado. El Nuevo Cambio llegaba con su talante y se hallaba más allá de la comprensión habitual del mundo.
Hablar con detalle de su advenimiento equivaldría a escribir una gran historia, pero por todas partes se sucedía una cadena semejante de acontecimientos. Explicar, por consiguiente, su aparición en un lugar determinado será como explicar algo del conjunto. Dio la casualidad de que una simiente extraviada de Inmensidad cayó en el hermoso pueblecito de Cheasing Eyebright, en Kent, y de la historia de su extraña germinación allí y de la trágica futilidad que fue su consecuencia, se puede intentar (siguiendo como si dijéramos, un solo hilo) demostrar la dirección en la que el gran telar hacía girar el huso del Tiempo.
II
Cheasing Eyebright tenía, como es natural, un vicario. Hay vicarios y vicarios, y de todos los tipos de vicario el que menos me gusta es el vicario innovador, de abigarradas ideas, reaccionario profesional y progresivo al mismo tiempo. Pero el vicario de Cheasing Eyebright era uno de los vicarios menos innovadores. Era un hombrecillo regordete, digno, maduro y de ideas conservadoras. Conviene que retrocedamos un poco en nuestro relato para hablar de él. El vicario se entendía muy bien con su pueblo y hay que
figurárselos juntos, vicario y pueblo, tal como se les veía en aquel atardecer, cuando la señora Skinner —¡ya recordaréis su huida!— llevó consigo el Alimento, de un modo insospechado por todos, a aquella rústica tranquilidad.
Precisamente entonces era cuando el pueblo presentaba su mejor aspecto a la luz poniente. Se extendía a lo largo de un valle bajo los bosques de hayas de Hanger, formando un rosario de cottages donde alternaban las rojas tejas con la paja, pórticos enrejados y fachadas enmarcadas a medida que la carretera iba descendiendo desde los tejos de la vicaría hacia el puente. La vicaria sobresalía de un modo no muy ostentoso por entre el arbolado de más allá de la fonda, fachada de la primera época georgiana, madurada por el tiempo, y la aguja de la iglesia se elevaba, feliz, en la depresión que hacía el valle siguiendo la silueta de las lomas. Un tortuoso arroyo, una delgada intermitencia de azul cielo y espuma, brillaba entre una espesa orilla de cañas, lisimaquias y sauces llorones, en el centro de las sinuosas flámulas de un prado. El panorama presentaba aquella cualidad inglesa de madurado cultivo, aquel aspecto de inmóvil acabado que imita la perfección, bajo la tibia atmósfera del ocaso.
Y el vicario también presentaba un aspecto rancio. Tenía un aspecto habitual y esencialmente rancio, como si hubiese sido un niño rancio nacido en una clase social añeja, un muchachito maduro y jugoso. Se podía ver, aun antes de que él lo mencionara en su chocheante locuacidad, que había asistido a una costosa escuela con edificios cubiertos de hiedra, con magníficas tradiciones, asociaciones aristocráticas y cuentes de laboratorios de química, y que de allí había pasado a un venerable college del más maduro gótico. Pocos libros tenía con menos de mil años, de los cuales Yarrow y Ellis y varios sermones premetodistas constituían la mayor parte. Era un hombre de talla mediana, un poco corto, en apariencia, debido a sus dimensiones ecuatoriales, y con un rostro que habiendo sido bien rancio ya desde el principio, era, en aquellos momentos, climatéricamente maduro. La barba de un David disimulaba la redundancia de su mentón; no llevaba cadena de reloj por exceso de refinamiento y sus modestos trajes clericales estaban confeccionados por un buen sastre del West End… En aquel instante se hallaba sentado con una mano en cada pierna, pestañeando a la vista de su pueblo, en una actitud de beatífica aprobación. Hizo un gesto con su regordeta mano hacia allí y sus preocupaciones se esfumaron. ¿Qué más podía desear?
—Estamos felizmente situados —dijo dando una expresión mansa y sumisa a sus ideas—. Estamos en una fortaleza en lo alto de una montaña.
Por fin, se explicó:
—Estamos fuera de todo.
Porque él y su amigo habían estado conversando de los Horrores de la
Época, de la Democracia, de la Educación Laica, de los Rascacielos, de los Automóviles, de la Invasión Americana, de las infectas Lecturas del Público y de la completa desaparición del Buen Gusto.
—Estamos fuera de todo eso —repitió. Y aún no había acabado de hablar, cuando las pisadas de alguien que se acercaba llegaron a su oído. Se volvió en redondo y la vio.
Ya podéis imaginaros el rápido y trémulo avance de la anciana, con el fardo cogido por la descarnada y rugosa mano y la nariz (que era su más firme apoyo) arrugada en desalentada resolución. Podéis ver las amapolas de un sombrerito balanceándose rítmica y fatalísticamente, y las botas de cierre elástico, blancas de polvo, bajo sus desaseadas faldas, señalando con una irrevocablemente lenta alternativa hacia el Este y hacia el Oeste. Debajo del brazo, como un cautivo inquieto, se movía y se escurría un paraguas barato.
¿Quién podía haber dicho al vicario que aquella grotesca figura de anciana era
—al menos en lo que hacía referencia a su pueblo— nada menos que la Fructífera Ocasión y lo Imprevisto, la Bruja que los hombres débiles llaman Destino? Pero nosotros ya sabemos que no era ni más ni menos que la señora Skinner.
Como iba muy cargada para poder saludar con cortesía, prefirió hacer como que no veía ni al vicario ni a su amigo, y así pasó, flip-flop, a tres metros de ellos, siguiendo hacia el pueblo. El vicario contempló su lento tránsito en silencio y, mientras, maduró el planteamiento de una observación.
Un incidente le pareció desprovisto de toda importancia. La mitad femenina del género humano, aere perennius, ha estado llevando paquetes a cuestas desde el día de la Creación. ¿Qué tenía, pues, de particular aquella anciana?
—Estamos fuera de todo eso —volvió a decir el vicario—. Vivimos en una atmósfera de cosas simples y permanentes, Nacer y Trabajar, el simple tiempo de la siembra y el simple tiempo de la cosecha. El Tumulto pasa y nos deja completamente de lado. Se sentía siempre