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México obeso: Actualidades y perspectivas
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México obeso: Actualidades y perspectivas

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En esta obra es posible analizar la diversidad de perspectivas y variables que tienen que ver con la obesidad, partiendo desde su definición, incidencia, medición y control, hasta llegar al análisis de su relación con otras patologías y el contexto alimentario actual.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 oct 2020
ISBN9786077421139
México obeso: Actualidades y perspectivas

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    México obeso - Antonio López Espinoza

    1

    Obesidad: ¿evolución, estatus, cultura, condición, enfermedad, epidemia o negocio redondo?

    antonio lópez-espinoza

    alma gabriela martínez moreno

    virginia gabriela aguilera cervantes

    víctor hugo demaria pesce

    mónica katz

    ana cristina espinoza gallardo

    Introducción

    Un tema que resulta sumamente controversial en la actualidad, es lograr una contestación adecuada a la pregunta ¿Qué es la obesidad? Para esbozar una posible respuesta al anterior cuestionamiento, es necesario tener en cuenta que, por una parte, la obesidad ha formado parte de la cultura, las costumbres y el estatus social de diversos pueblos desde tiempos prehistóricos (Bray, 2009; Foz, 2004). Sin embargo, por otra parte, también se le ha considerado por diversas organizaciones relacionadas con la salud como una anormalidad, una enfermedad, un trastorno e incluso una epidemia (OMS, 2003, 2014). Esta evidencia le permitirá al lector vislumbrar la complejidad del estudio de este fenómeno que ha interesado a diversas perspectivas científicas y que sus alcances pueden ser notorias en distintas escalas, que van desde el daño celular hasta el costo-beneficio de las economías mundiales.¹

    En suma, se parte de esta consideración para presentar algunos elementos que hay que tener en cuenta para construir una perspectiva integradora sobre la obesidad.

    Como primer punto a tratar en este texto, destacan las pruebas que relacionan la obesidad con los cambios evolutivos de la especie, así como su vinculación con elementos culturales, sociales y de estatus. Asimismo, se discute la evidencia mediante la cual la obesidad es considerada condición, enfermedad o epidemia, mediante la profundización en el estado actual que guardan los esfuerzos para su control y prevención. Finalmente, se exponen los argumentos con los que es posible afirmar que la obesidad es un negocio, seguido de las conclusiones.

    Esperamos que el presente trabajo sea, en el mejor de los casos, un elemento de discusión y reflexión para el público en general y una obra de consulta para todos aquellos estudiantes que tienen la inquietud de desarrollarse como investigadores del área alimentaria.

    Evolución, cultura y estatus social

    Antes de iniciar es pertinente considerar que la forma en la que se han alimentado los humanos ha pasado por un cambio evolutivo desde la prehistoria hasta nuestra época actual. Martínez y López-Espinoza (2009) señalaron este cambio, en términos de las modificaciones registradas en los hábitos alimentarios de los humanos al pasar de recolectores-cazadores a trabajadores-consumidores, denominando a este proceso de transformación de la recolección al supermercado. Esto sin duda es un elemento de vital importancia para iniciar la exposición del presente capítulo.

    La evidencia científica muestra que durante la prehistoria, los seres humanos vivían como cazadores-recolectores, pasando por periodos de hambruna y periodos de una adecuada disposición de alimento. Un ejemplo de este fenómeno se puede observar en las manadas de leones o simios en estado salvaje (Collier, Hirsch y Kanarek, 1983; Whiten y Widdowson, 1992). Esta característica ambiental actuó como estímulo para que por evolución se desarrollará y preservará una particular carga genética, es decir, el desarrollo de genes ahorradores. Dichos genes favorecían el depósito de energía, lo que permitía que el acumulo de grasa fuera una condición visual de abundancia energética y, con ello, que los individuos fueran competitivos durante la edad reproductiva, con lo que aseguraban su descendencia y la supervivencia de la manada. Estos elementos sustentan actualmente la hipótesis de la obesidad como cambio evolutivo (Braguinsky, 2006; Chacín et al., 2011; Foz, 2004).

    Hoy en día, existen lugares en que la obesidad es venerada y considerada como un estado deseable y de estatus social, tales como Mauritania, Nauru, Tahití, Afganistán y Sudáfrica. En los casos particulares de Mauritania, Nauru y Tahití, donde las mujeres cuya familia no posee fortuna o dotes para otorgar al futuro conyugue, esta recurre a la única alternativa posible: envía a la futura casamentera con mujeres llamadas matronas, quienes se encargan de suministrar abundantes cantidades de cuscús, dátiles y otros alimentos con un elevado contenido calórico con el objetivo causar obesidad. Esta práctica se da especialmente en épocas de abundancia de alimento, particularmente durante la cosecha. El consumo de alimento es forzado e incluso son obligadas a ingerir su propio vómito para evitar el desperdicio de alimento. Todo esto se hace con un objetivo final simple, la mujer obesa tiene asegurado su matrimonio, pues asegura un estatus social particular. Con base en los usos y costumbres de estas comunidades, la engorda, como se conoce a esta práctica, es el método más rápido, práctico y seguro para conseguir una pareja si no se cuenta con una dote (BBC Mundo, 2004; En estos países adoran a las chicas con sobrepeso, 2014).

    Ahora bien, en lo que respecta al estatus y la posición que ocupan las personas obesas en la cultura occidental, cabe señalar que estos son completamente distintos. La experiencia que las mujeres de Mauritania, Nauru y Tahití viven, dista mucho de la realidad que la mayoría de las personas obesas experimentan día con día. Averett y Korenman (1996), reportaron que la obesidad femenina en la sociedad estadounidense está relacionada con un menor ingreso económico, comparado con el de las mujeres que presentan un peso corporal dentro de los límites recomendados. De la misma manera, los autores reportaron que el exceso de peso está vinculado con una discriminación en el mercado laboral, que las posibilidades de matrimonio disminuyen considerablemente. Adicionalmente, también relacionaron un bajo ingreso económico del cónyuge de mujeres con un índice de masa corporal alto.

    Contreras (2005), por su parte, mencionó que un elemento de preocupación en las sociedades occidentales es que la población en general anhela ser delgada; no obstante, se percibe gorda, lo que ocasiona un alto nivel de sufrimiento por la contradicción que genera esta dicotomía. El fenómeno anterior se sustenta en una sociedad con una diversa oferta de alimentos deseables, poco saludables y altamente palatables, relacionados directamente con estándares de belleza. En este sentido, este vínculo produce una situación que, por un lado, pondera el deseo por la delgadez y, por otro, el miedo obsesivo a la gordura. Asimismo, estos comportamientos considerados parte de la modernidad tienen una predominancia principalmente femenina, con consecuencias patológicas como la anorexia nerviosa y la bulimia.

    En este sentido, la obesidad es en sí misma un elemento de aceptación y reconocimiento social o, por el contrario, un factor de estigma y discriminación (Averett y Korenman, 1996; Contreras, 2005; Meléndez, Cañez y Frías, 2010; Puhl y Heuer, 2009). Es necesario tener en cuenta que, al margen de la preocupación por la obesidad en México, existe una tolerancia a la misma en la cotidianidad de la vida de los mexicanos. Si se busca evaluar los alcances de esta tolerancia-aceptación, se puede hacer una lista de mitos sobre la obesidad infantil históricamente aceptados por la sociedad. Estos mitos son clasificados por Coronado (2014) de la siguiente manera: a) el gordito feliz; b) el gordito sano; c) el gordito que adelgaza con el estirón; d) los niños deben comer para crecer; e) es que salió a su padre/madre/abuelo, ¿qué le hacemos? Así, podría parecer que estos mitos que han sido la base para tolerancia-aceptación de la obesidad han sido superados; sin embargo, esto no es cierto del todo. Tal como señalan Meléndez et al. (2010), en México subsiste este tipo de mitos dada la existencia de una disociación y contradicción entre lo que se dice, lo que se desea y lo que se hace en torno a la obesidad.

    El estado de la obesidad:

    ¿condición, enfermedad o epidemia?

    Una de las primeras referencias en las que se describió la obesidad, es la realizada por el doctor Guy de Chauliac en su obra La grande chirugie, chirurgica magna, escrita en 1363, donde se señala que una persona es gorda cuando se convierte en un gran montículo de grasa y de carne que le impide caminar sin enojo, tiene dificultad para calzarse los zapatos a causa del tumor de su vientre y no puede respirar sin impedimento. Si bien esta caracterización es un referente histórico, no fue sino hasta 1977 que la Organización Mundial de la Salud (OMS) la clasifica como una enfermedad (Heshka y Allison, 2001). Cabe señalar que desde que la obesidad fue incluida en el catálogo de patologías de la OMS, la comunidad científica ha discutido ampliamente este punto.

    Uno de los argumentos en relación con lo anterior es que la obesidad es, en el mejor de los casos, una condición que contribuye a desarrollar enfermedades como la hipertensión, la diabetes, enfermedades cardiacas, entre otras, pero que no es considerada en sí misma una enfermedad (Heshka y Allison, 2001; Sarnali y Moyenuddin, 2010). Sin embargo, los partidarios de clasificar la obesidad como enfermedad, justifican este señalamiento a partir de las implicaciones que por sí misma tiene en la salud de las personas, enfatizando el efecto sobre la duración y calidad de vida de quien la padece (Allison et al., 2008; Katz, 2014; Heshkav y Allison, 2001; Kolata, 1985). Adicionalmente, también se ha argumentado que clasificar la obesidad como enfermedad obliga a los estados a establecer la adecuada cobertura para su tratamiento y necesariamente reconocer el papel que la alimentación industrializada tiene en el desarrollo de enfermedades alimentarias (Currie et al., 2010; García, 2011).

    De manera particular, la evidencia científica ha demostrado el papel causal que tiene: a) el consumo de refrescos (Anderson y Butcher, 2006; Basu et al., 2013; Ludwig, Peterson y Gortmaker, 2001); b) el consumo de comida rápida, chatarra o de alto nivel energético, es decir, una alimentación inadecuada (Currie et al., 2010; Chandon y Wansink, 2007); c) la publicidad dirigida al consumo desmedido (Enciso, 2014; Mehta, 2007); y d) la inactividad (Fox, 2003; Hill y Wyatt, 2005) en el desarrollo de la obesidad. A pesar de que estos no son los únicos elementos causales de obesidad, sin lugar a dudas son los más importantes.

    Hay que señalar que esta relación multicausal ha sido permanentemente ignorada por los gobiernos y organismos encargados de las políticas públicas de salud y alimentación. Así lo demuestra la evidencia del estudio realizado por Marie Ng et al. (2014), en el que participaron más de cien centros e institutos de investigación y organismos científicos y gubernamentales de todo el mundo, donde se incluyeron 188 países en los que se analizó de manera nacional, regional y global la prevalencia del sobrepeso y la obesidad en adultos y niños desde 1980 hasta 2013. Los resultados indican que en las últimas tres décadas, el número de casos con sobrepeso y obesidad paso de 857 millones en 1980 a 2.100 millones en 2013, lo cual demuestra que 3 de cada 10 individuos padecen obesidad o sobrepeso, tanto en países desarrollados como en países con ingresos bajos o medios. El estudio también reporta que el exceso de peso entre adultos se ha incrementado en mujeres (de 30 a 38%) y en hombres (de 29 a 37%). Por su parte, en los países desarrollados se detecta una mayor prevalencia en los hombres, mientras que en los demás países la prevalencia es mayor en las mujeres. A nivel regional, las naciones que integran América Central, África del Norte, el Oriente Medio y las naciones insulares del Pacífico y el Caribe muestran tasas de sobrepeso y obesidad; tasas extraordinariamente elevadas de 44% o más. En lo que corresponde al análisis por país el reporte no es menos preocupante, ya que más del 50% del total de personas que padecen obesidad en el mundo (671 millones) viven tan solo en 10 países: los Estados Unidos, China, India, Rusia, Brasil, México, Egipto, Alemania, Pakistán e Indonesia (Ng et al., 2014).

    Por lo tanto, con base en esta evidencia científica, es posible afirmar que todo, absolutamente todo lo que se ha hecho hasta el día de hoy en cuanto a políticas públicas de salud, programas específicos de control, implementación de medidas farmacológicas, educativas o de salud comunitaria, no han funcionado para modificar la tendencia de crecimiento de la obesidad mundial. Según declaraciones de Christopher Murray, director del Institute for Health Metrics and Evaluation (IHME) y fundador de la Carga Mundial de Morbilidad (GBD), en las últimas tres décadas, ningún país ha conseguido reducir las tasas de obesidad, con seguridad, podemos predecir que la obesidad seguirá aumentando a medida que incrementan los ingresos en los países más desfavorecidos, a menos que se tomen medidas urgentes para hacer frente a esta crisis de salud pública (Murray y Ng, 2014).

    En México, la comparación entre las encuestas nacionales de salud y nutrición (ENSANUT) de 2006 y 2012 (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012) muestra que en 2006 la prevalencia de sobrepeso y obesidad en niños de 5 a 11 años de edad fue de 26.8% en niñas y 25.9% en niños, mientras que en 2012 fue de 32% para niñas y 36.9% para niños, lo que representa un significativo aumento. En adolescentes entre 12 y 19 años se encontró que la prevalencia de sobrepeso en el sexo femenino aumentó de 22.5% en 2006 a 23.7% en 2012 (5.3% en términos relativos), mientras que en el sexo masculino se observó una ligera reducción de 20 a 19.6% (-.02% en términos relativos), en el mismo periodo de tiempo. El incremento más notorio fue en la prevalencia de obesidad, al pasar de 10.9 a 12.1% (11.0%) en el sexo femenino, y de 13 a 14.5% (11.5%) en varones (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012).

    Finalmente, en adultos mayores de 20 años se muestran los siguientes resultados: en el análisis de tendencias de las categorías de índice de masa corporal (IMC) en mujeres de 20 a 49 años de edad se observó que en el periodo de 1988 a 2006 la prevalencia de sobrepeso incrementó 41.2% y la de obesidad, 270.5%. Si bien la tendencia de sobrepeso disminuyó 5.1% entre el año 2006 y 2012, la de obesidad aumentó 2.9%. En el caso de los hombres en el periodo de 2000 a 2012, la prevalencia de sobrepeso subió 3.1% y la de obesidad lo hizo en 38.1%. Al agrupar el sobrepeso y la obesidad, la prevalencia se incrementó en un 14.3% entre la encuesta del año 2000 y la de 2012 (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012).

    Es evidente que los aumentos en las prevalencias de obesidad en México se encuentran entre los más rápidos documentados en el plano mundial. De 1988 a 2012, el sobrepeso en mujeres de 20 a 49 años de edad se incrementó de 25 a 35.3% y la obesidad en 9.5 a 35.2%. El hecho de que 7 de cada 10 adultos presenten sobrepeso, y que de estos la mitad presenten obesidad, constituye un serio problema de salud pública (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012).

    Sin embargo, en México la respuesta a este enorme problema de salud pública por parte de las autoridades gubernamentales ha sido lenta, azarosa y sin una dirección y liderazgo específico, incluso para al menos controlar este crecimiento exorbitante de casos de obesidad. Tal como lo señalaron Barquera et al. (2010), el primer Acuerdo Nacional para la Salud Alimentaria propuesto por el gobierno federal nace de manera tardía a partir del diagnóstico de la situación en México. Con los resultados obtenidos en la ENSANUT 2006 era posible identificar la necesidad de contar con una política integral, multisectorial, multinivel y con una coordinación efectiva para lograr cambios en los patrones de alimentación y actividad física, todo con el firme objetivo de prevenir enfermedades crónicas y reducir la prevalencia de sobrepeso y obesidad. Aunque, la política nacional en México para la prevención y control del sobrepeso y la obesidad, establecida en el Acuerdo Nacional para la Salud Alimentaria. Estrategia para el control del Sobrepeso y la Obesidad, llegó al menos cuatro años tarde.

    Barquera et al. (2010) refieren que el acuerdo mencionado tenía como metas y objetivos específicos lograr en el año 2012 los siguientes puntos:

    Revertir en niños de 2 a 5 años el crecimiento de la prevalencia de sobrepeso y obesidad a menos de lo existente en 2006.

    Detener en la población de 5 a 19 años el avance en la prevalencia de sobrepeso y obesidad.

    Desacelerar el crecimiento de la prevalencia de sobrepeso y obesidad en la población adulta.

    Con la evidencia científica obtenida de la comparación de resultados de la ENSANUT 2006 y 2012 (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012), y de los datos del estudio internacional realizado por Marie Ng et al. (2014), se puede decir tácitamente que hasta hoy las políticas, acuerdos y regulaciones nacionales en México para el control y prevención de la obesidad no han logrado alcanzar las metas y objetivos planeados (Gómez, 2013). Es posible predecir con la evidencia científica publicada al respecto (Barrera et al., 2010; López-Espinoza et al., 2012), que las recientes acciones tomadas por la Comisión Fereral para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS) –dependiente de la Secretaría de Salud–, que regula el horario de difusión publicitaria de productos que tengan altos niveles de grasas, azúcar o sal en televisión, así como la modificación de la etiquetación de alimentos y bebidas no alcohólicas, no cambiará ni detendrá la tendencia nacional de aumento del sobrepeso y la obesidad (El semanario sin límites, 2014; Anuncia Cofepris nuevo etiquetado y publicidad para comida chatarra, 2013).

    Así pues, todo lo anterior muestra la complejidad que existe en cualquier nivel o área del conocimiento para tratar la obesidad. Resultado de ello, es que en mayo de 2004 tuvo lugar la 57 Asamblea Mundial de la Salud, con el objetivo de declarar la obesidad como la epidemia del siglo XXI a partir del número de personas que a nivel mundial padecen esta enfermedad y los efectos que sobre la salud se producen (OMS, 2004). Un elemento adicional que soporta esta declaratoria, es la carga económica que representa la obesidad para cualquier sistema de salud en el mundo. En 2008 los costos atribuibles a la obesidad en México fueron de 42 mil millones de pesos, equivalente a 13% del gasto total en salud (0.3% del producto interno bruto). De no aplicar intervenciones preventivas o de control costo-efectivas sobre la obesidad y sus patologías asociadas (diabetes mellitus, enfermedades cardiovasculares, hipertensión y cáncer), para 2017 los costos directos podrían llegar a 101 mil millones de pesos (101% más con respecto al costo estimado en 2008) y los costos indirectos se incrementarían hasta 292% para 2017 en comparación con el año 2008, lo que representaría de 25 a 73 mil millones de pesos (Gutiérrez-Delgado, Guajardo-Barron y Álvarez del Río, 2012).

    En torno a la controversia para clasificar a la obesidad como enfermedad, es imprescindible considerar que la discusión científica sobre la caracterización de la dualidad salud-enfermedad ha estado presente desde los inicios de la humanidad (Cervantes, 2011; Valencia, 2007). En este sentido, determinar que la obesidad es una enfermedad es hasta hoy un tema no acabado. A pesar de ello, para cuestiones prácticas, nos apegaremos a la caracterización que la OMS estableció en 1946 del binomio salud-enfermedad al determinar que la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades. Por su parte, la enfermedad es entendida como la alteración estructural o funcional que afecta negativamente el estado de bienestar (Barrios, 2014; OMS, 1946, 2003). Con esto, es posible afirmar que la obesidad por sí misma cumple con los criterios para clasificarse como enfermedad, dado que la obesidad produce una alteración estructural y funcional en los individuos y, por ende, afecta dicho estado de bienestar (Heshka y Allison, 2001; Kolata, 1985). Aunado a esto, también es posible señalar la responsabilidad que tiene el Estado en su prevención y control, y de manera prioritaria, el papel de gobierno y sociedad para reconocer las causas, ya señaladas, de la misma, y establecer programas nacionales para erradicarlas.

    Si bien la definición de obesidad y el sobrepesos de la OMS (2014) se explica como una acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud, misma que tiende más a delimitar los elementos para identificarla y clasificarla de acuerdo con su severidad, lo cierto es que desde 1995 la OMS declaró a la obesidad como enfermedad y así lo expresa en todos sus documentos. Una forma simple de medir la obesidad es con el IMC; esto es el peso de una persona en kilogramos dividido por el cuadrado de la talla en metros. Una persona con un IMC igual o superior a 30 es considerada obesa, y si es igual o superior a 25, se clasifica con sobrepeso.

    A partir de toda esta serie de aportaciones es posible, entonces, caracterizar la obesidad como una enfermedad, compleja multifactorial y crónica que involucra factores ambientales (sociales y culturales), genéticos, fisiológicos, metabólicos, conductuales y psicológicos (Bagchi y Preuss, 2013).

    Obesidad, ¿un negocio?

    Algunos elementos que complican el desarrollo e implementación de planes, programas o políticas efectivas para el control y disminución de la obesidad, sean mundiales, nacionales o regionales, son los millonarios recursos financieros, las fuentes de empleo y las patentes y derechos generados en torno a esta enfermedad (Bes-Rastrollo et al., 2013; Santa Rita, 2014).

    Por lo tanto, existe una gran cantidad de señalamientos que aseguran que la obesidad es un gran negocio que genera miles de millones de dólares anuales en ganancias para diferentes sectores. Por una parte, se encuentran los recursos producidos por los factores que predisponen a desarrollar obesidad. A manera de ejemplo, en México se estima que durante el año 2014 el nuevo impuesto a refrescos aportará más de 12 mil millones de pesos (alrededor de 915 millones de dólares) a la recaudación tributaria (Hinojosa, 2013).

    Por otra parte, es necesario tener en cuenta la cantidad de ventas millonarias obtenidas para tratar la obesidad. En el país existen actualmente 18 laboratorios farmacéuticos que se disputan un mercado con valor superior a 2,240 millones de pesos (Santa Rita, 2014). Cabe señalar que es imposible contar con el total de la información económica (ventas, inversiones, ganancias, impuestos) vinculada con las causas, diagnóstico, tratamiento y, por supuesto, mantener la obesidad; no obstante sí es posible darse una idea general de la cantidad de dinero que se produce y mueve en relación con esta enfermedad. Un detalle significativo que lector debe considerar, son las ganancias que se obtienen por las ventas de dietas mágicas, masajes, medicamentos alternativos, ropa especial, membresías de gimnasios, artículos deportivos, comida chatarra o actualmente llamada de alta densidad energética, fármacos, refrescos y toda una gran cantidad de elementos que producen ganancias, generan empleos y establecen intereses, ya sean moralmente éticos o no (Barroso, 2012; Luna, 2007; Muñoz, 2012; Restrepo, 2010).

    Finalizaremos esta sección con una pregunta que tiene como objetivo principal llamar a una profunda reflexión sobre lo que hacemos en torno a esta enfermedad, ¿está la humanidad dispuesta a terminar con la obesidad y su economía de oro?

    Conclusiones

    A lo largo de este capítulo se expuso la evidencia que demuestra que la obesidad es una enfermedad. Es importante destacar que esta es causada por múltiples factores, por lo que se torna urgente determinar el grado de responsabilidad que tiene cada uno de ellos en su génesis y desarrollo. Esta simple medida permitiría contar con objetividad y claridad para establecer planes, programas y estrategias mundiales para lograr, al menos, su control (Heshka y Allison, 2001; Kolata, 1985; Pollack, 2013). Estamos seguros que esta medida es controversial y que señalar que una causa tiene mayor o menor grado de participación en la génesis de la obesidad, desatará discusiones, protestas e intervenciones de los grupos con intereses económicos vinculados. A nadie le gusta ser señalado y mucho menos que se afecte algún tipo de interés; sin embargo, consideramos que es una medida práctica, económica y fácilmente desarrollable.

    Por otro lado, señalar a la obesidad como enfermedad determina la responsabilidad que tiene el estado en su prevención, diagnóstico y control. Las pruebas son contundente al mostrar el fracaso de las políticas gubernamentales mundiales establecidas para controlar el desarrollo de esta enfermedad. Los gobiernos deben necesariamente escuchar otras opiniones para implementar nuevas políticas que integren además de la dieta y el ejercicio, elementos centrados en el comportamiento alimentario. Recientemente se ha propuesto como medida innovadora establecer grupos multidisciplinarios que permitan desarrollar estrategias regionales, que tomen en cuenta el comportamiento alimentario y las condiciones particulares en las que se desarrollan las enfermedades alimentarias (Políticas en nutrición deben manejarse a nivel regional en México, 2013; López-Espinoza y Martínez, 2012).

    Esta propuesta de realizar un abordaje regional, multidisciplinario y centrado en el comportamiento alimentario, para la investigación y estudio del fenómeno, ha permitido generar una red de colaboración científica, denominada Red Internacional de Investigación en Comportamiento Alimentario y Nutrición (RIICAN), que permite la interacción del conocimiento sobre alimentación con diversos grupos científicos a nivel internacional. Dicha red, creada el 1 de julio de 2014, integra inicialmente investigadores de Francia, España, Argentina y México. Su objetivo principal es realizar, promover y difundir todas las vertientes y perspectivas de la investigación científica relacionada con el comportamiento alimentario, la alimentación y la nutrición. El presente libro es uno de sus trabajos iniciales de investigación y difusión.

    Ahora bien, retomando nuestro análisis sobre la obesidad, le pedimos a lector que considere las similitudes que la obesidad tiene con la contaminación. Todos sabemos los elementos que contaminan, sin embargo, se siguen utilizando, de forma individual y mundial; existen guerras, muertes, negocios, ganancias, fuentes de empleo, discusiones sobre qué es un contaminante y qué no lo es, costos intocables de intereses, y un sinnúmero de elementos más. Así, que para finalizar el presente capítulo, volvemos a formular una pregunta que tiene como objetivo principal llamar a una profunda reflexión sobre lo que hacemos en torno a la contaminación, ¿está la humanidad dispuesta a terminar con la contaminación y su economía de oro? Seguramente, el lector tendrá las respuestas finales y adecuadas a la interrogantes aquí planteadas.

    Esperamos que el presente trabajo sea en el mejor de los casos, un elemento de discusión y reflexión para el público en general y una obra de consulta para todos aquellos estudiantes que tienen la inquietud de desarrollarse como investigadores del área alimentaria. Seguros estamos que este trabajo contribuirá a generar nuevas interrogantes en el sublime camino de la ciencia.

    Notas

    ¹ El presente capítulo se realizó gracias al apoyo otorgado a Antonio López-Espinoza, por parte del Conacyt mediante el proyecto

    CB

    156821.

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    CAPÍTULO 2

    ¿Tenemos la culpa de estar gordos?

    alejandro macías macías

    yolanda lizeth sevilla garcía

    Introducción

    El 31 de octubre de 2013 el gobierno de México, encabezado por Enrique Peña Nieto, puso en marcha la Estrategia Nacional para la Prevención y el Control del Sobrepeso, la Obesidad y la Diabetes (Moreno, 2014). Esta iniciativa es una más de las que se han implementado desde el gobierno para intentar frenar lo que ya es un grave problema que afecta la salud de un alto porcentaje de la población, así como las finanzas del Estado y la economía del país.

    La Organización Mundial de la Salud (OMS) define el sobrepeso y la obesidad como una acumulación anormal o excesiva de grasa en el cuerpo, lo cual puede ser perjudicial para la salud. Se dice que cuando una persona tiene un índice de masa corporal (IMC)¹ igual o superior a 25 tiene sobrepeso, mientras que si este indicador supera el nivel de 30, entonces la persona es obesa.

    En 2008 un total de mil 400 millones de personas en el planeta tenían sobrepeso, de los cuales más de 200 millones de hombres y casi 300 millones de mujeres padecían obesidad. Adicionalmente, en 2010 la misma organización calculaba una suma de alrededor de 40 millones de menores de cinco años con sobrepeso. Es este sentido, la obesidad se ha convertido en un grave problema a nivel mundial (OMS, 2012, 2014).

    Los datos anteriores permiten situar el sobrepeso y la obesidad como una pandemia, pues estos van más allá de una cuestión estética, al ser causantes de buena parte de las enfermedades modernas que afectan a la humanidad. Según la OMS (2012), esta pandemia es responsable de 44% de la diabetes tipo II que se presenta en todo el planeta, 23% de las cardiopatías isquémicas y entre 7 y 41% de los diferentes tipos de cáncer; cada año mueren alrededor de 2.8 millones de personas adultas como consecuencia de la obesidad.

    Cabe señalar que México es uno de los países que actualmente sufre más por esta situación. En el año 2012, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (Ensanut), 48.6 millones de adultos mayores de 20 años tenían sobrepeso, lo que representa 71.3% del total de habitantes. A su vez, 32.4% presentaba obesidad; de esta cifra predominaba el sexo femenino con 37.5%, mientras que el masculino contaba con 26.8% (Gutiérrez et al., 2012). Se calcula que en 2010 murieron 83 mil personas en el país debido a la obesidad, motivo por el cual esta enfermedad se convierte en la segunda causa de mortalidad (Rivera-Dommarco et al., 2013).

    En lo que respecta a la obesidad infantil, la Ensanut 2012 declaró que 9.7% de los niños menores de cinco años tenía sobrepeso, situación que se repitió en 5.7 millones de niños entre 5 y 11 años, es decir, 34.4% de la población total en ese rango de edad. Finalmente, también 35% de los jóvenes entre 12 y 19 años padecía sobrepeso u obesidad, lo que representa más de seis millones de personas.

    En resumen, en 2012 el sobrepeso y la obesidad afectaron a más de 60 millones de mexicanos, esto es más de la mitad de la población de este país. Una cifra realmente alarmante que muestra con claridad que el exceso de peso dejó de ser desde hace mucho tiempo un asunto de elección individual, para convertirse en un grave problema de salud pública que impacta en la estabilidad física y emocional de las personas, en la productividad de los trabajadores, en la economía del país y en las finanzas del Estado (Rtveladze et al., 2013). Ante ello, preguntas obligadas son: ¿quiénes son los responsables del crecimiento tan desorbitante de este problema?, ¿somos los consumidores los que no hacemos adecuadas elecciones al momento de decidir qué comer y cuánto ejercicio físico hacer o son aquellos que nos proveen de los alimentos?, ¿cuál ha sido la responsabilidad del Estado en esta situación?

    Tales preguntas intentarán ser respondidas en el presente capítulo, en el cual se argumenta que el crecimiento desmedido del sobrepeso y la obesidad en México durante los más recientes 25 años, es producto de una tendencia mundial, pero sobre todo de diversas políticas públicas que han motivado una industria alimentaria que genera grandes beneficios privados, además de elevados y graves costos públicos, mismos que no podrán revertirse si el Estado no implementa medidas que, más allá de responsabilizar al consumidor de su estado nutricional, realmente impliquen un cambio de orientación en la política alimentaria.

    Nuestra estructura genética no nos ayuda a controlar el sobrepeso y la obesidad

    El problema del peso excesivo en el cuerpo humano es relativamente reciente en la historia de la humanidad, pues es hasta el siglo XVIII en que esta vivió sino en condiciones de hambre, sí de escasez. Lo anterior incluso llevó a Thomas Malthus a escribir en 1798 que el hambre jamás sería erradicada, ya que una mayor producción de alimentos conllevaba un incremento de la población, hasta que esta sobrepasaba la oferta de alimentos (Malthus, 1998).

    Es hasta después de la Revolución Industrial del siglo XIX –liderada por Estados Unidos y los países europeos, quienes desarrollaron nuevas tecnologías para expandir la frontera agrícola de sus países, incrementar los rendimientos en la producción agrícola y pecuaria, mejorar los medios de distribución a través del desarrollo del ferrocarril y la industria naviera, y garantizar una mayor conservación de los alimentos–, que se pudo romper la predicción malthusiana, iniciando una época de crecimiento constante en la producción alimentaria, que incluso ha llegado a ser de superabundancia. A ello hay que agregar el desarrollo de un sistema internacional de producción y distribución de alimentos, en un principio comandado por los gobiernos de los países más desarrollados, pero posteriormente dirigido por grandes conglomerados agroindustriales privados.

    Ahora bien, bajo las condiciones de gran escasez y dificultad para acceder al alimento en las épocas del hombre nómada, quien además debía desarrollar una gran actividad física tanto para la búsqueda de sus satisfactores como para protegerse de otras especies mucho más fuertes que él, los que lograron sobrevivir fueron aquellos cuyo cuerpo tuvo adaptaciones para poder resistir tales condiciones. Fue así que genéticamente el cuerpo se preparó para mantener reservas de energía a largo plazo en forma de grasa; el sistema genético se programó para desarrollar un gusto especial por el sabor de las grasas y de las proteínas, así como por el sabor dulce de las féculas y los azúcares, dado que de ahí se obtiene energía en forma de hidratos de carbono.

    Además de esto, el sistema del cuerpo humano generó un sesgo a favor del consumo excesivo a fin de mantener el equilibrio de energía y, sobre todo, de tener reservas para épocas de escasez. Es por ello que cuando bajan las reservas de grasa, el incremento del apetito se multiplica inmediatamente, pero cuando sucede lo contrario, el mecanismo de saciedad no responde con la misma rapidez ni con la misma proporcionalidad, por lo que el individuo puede seguir comiendo en exceso, aun después de que sus reservas de grasa ya hubieran regresado al nivel normal (Roberts, 2009: 165).

    Una vez que el cuerpo ha engordado, buscará mantener esa situación; es decir, si los niveles de grasa disminuyen un poco, se activarán inmediatamente los mecanismos para que el individuo coma más a pesar de que sus reservas de grasa estén muy por encima de una situación crítica.

    Otro factor que actúa en favor de la obesidad actual en el ser humano tiene que ver con la poca actividad física que practica, al ser un ser sedentario y con cada vez menores oportunidades de activar su cuerpo (OCDE, 2010). Así, mientras que su estructura orgánica fue forjada para conservar la mayor cantidad de grasa en el cuerpo en una época en que se quemaban grandes cantidades de calorías por la frecuente actividad física, en la actualidad sucede lo contrario: se tiene acceso a mucha mayor cantidad de comida (buena parte de ella con alto contenido calórico), a la vez que el sedentarismo cada vez es más severo, existiendo pocas oportunidades de ejercitar el cuerpo.

    En resumen, nuestro cuerpo fue estructurado para sobrevivir en condiciones totalmente distintas a las que hoy tenemos. Si hace dos siglos la obesidad era un fenómeno marginal concentrado principalmente en las clases altas, con el paso de los años se convirtió en un problema que comenzó a afectar a todos los estratos de la población. Asimismo, hace solo tres décadas que la prevalencia de sobrepeso y obesidad se daba principalmente en los países más desarrollados (Estados Unidos a la cabeza), mientras que las demás naciones tenían como prioridad el combate a la desnutrición. Es a partir de la década de 1990 que esta enfermedad comenzó a dispararse en todo el mundo, dejando de ser un asunto personal ligado a la estética, para convertirse en una pandemia de altos costos para la humanidad. En este drástico cambio, más allá de decisiones individuales, sin duda un partícipe clave ha sido la agroindustria que ha crecido de forma desorbitante a partir de la segunda mitad del siglo XX.

    Agroindustria y obesidad

    El problema del sobrepeso y la obesidad que actualmente aqueja a casi una cuarta parte de la población mundial no es solo resultado de la estructura orgánica de nuestro cuerpo, más bien es consecuencia de las estrategias mercantiles desarrolladas por los grandes conglomerados agroindustriales que comenzaron a fortalecerse en el siglo XX, y que han tenido como premisa ver la comida no como un alimento, sino como una mercancía alimentaria.

    El origen en el fortalecimiento de estos agronegocios transnacionales se ubica en el siglo XX, al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos y Europa pudieron generar elevados excedentes agropecuarios (principalmente cereales) como resultado de la ejecución de mejoras tecnológicas, así como de la implementación de políticas de subsidios a la agricultura. Ello les permitió acomodar en el mercado internacional grandes montos de cultivos a precios dumping (es decir, por debajo de su costo de producción), lo cual se hacía principalmente bajo una visión geopolítica (Rubio, 2008; Friedmann y McMichael, 1989).

    Posteriormente, la Revolución Verde, con el incremento en los rendimientos de los cultivos derivado de la aplicación intensiva de fertilizantes y herbicidas, insecticidas y fungicidas químicos, así como los sistemas de subsidios por parte de las potencias económicas, permitió el fortalecimiento de grandes agronegocios transnacionales, quienes al disminuir sus costos de producción e incrementar los niveles de rentabilidad, adquirieron cada vez mayor poder económico y político, lo que dio como resultado el surgimiento de lo que Philip McMichael (2002) llama corporate food regime, el cual se caracteriza por una agricultura global orientada ya no tanto por estrategias geopolíticas, sino por los intereses mercantilistas de grandes consorcios agroindustriales, quienes dominan las decisiones importantes en las cadenas.²

    Al ser la búsqueda de crecientes utilidades el elemento central que mueve las decisiones en este régimen agroindustrial corporativo, los agronegocios, liderados por las cadenas minoristas y por las grandes agroindustrias procesadoras (250 compañías agroindustriales radicadas en 95% de los países anglosajones son las encargadas de señalar qué, cuándo y cómo comemos [Barruti, 2013: 278]), ejercen diversas acciones basadas en una política competitiva de creación de demanda y

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