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Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación
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Libro electrónico373 páginas4 horas

Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación

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Inmersa y dispersa a lo largo de más cincuenta años en columnas periodísticas, suplementos de cultura y revistas académicas, concebida en forma de prólogos, conferencias, homenajes, respuestas a debates y encuestas, una parte significativa de la producción crítica de Abelardo Oquendo (1930-2018), aquella vinculada exclusivamente a la literatura, aparece por primera vez reunida en Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Quien lea estos textos constatará rápidamente la voz de un crítico exigente y agudo, sensible y dispuesto a reconocer méritos y aciertos, así como deslices y omisiones, pues si hay algo que distinga mejor el oficio de Oquendo es el sentido de equilibrio que arrojan sus juicios, siempre resultado de una argumentación clara y efectiva, exhaustiva y profunda. Sin embargo, a pesar de ello —y diríase más bien "con" ello—, la crítica de Oquendo está siempre a disposición del lector promedio, de aquel o aquella que se acerca a la literatura con un auténtico y vivo interés. En ese sentido, la suya estimula y reanima el interés por la lectura, tarea a la que, finalmente, se debe todo crítico.

Alejandro Susti (editor) es doctor en Literaturas Hispánicas por la Universidad Johns Hopkins. Actualmente, es docente en la Universidad de Lima y en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Ha publicado los poemarios Corte de amarras (2001), Casa de citas (2004), Cadáveres (2009), Escombros de los días (2011), El río imaginado (2012, Copé de Plata), Bajo la mancha azul del cielo (2018, Copé de Bronce) y obtenido el Premio Internacional de Poesía "Rubén Darío" 2020 con Un reloj derramado en el desierto. Asimismo, es autor de los libros de narraciones Staccatos (2014), Aspavientos (2016) y La otra orilla (2019, Premio José Watanabe). Como investigador, ha publicado recientemente Todo esto es mi país. La obra de Sebastián Salazar Bondy (2018), y, en calidad de coautor, Del otro lado del espejo. La narrativa fantástica peruana (2016) y Extrañas criaturas. Antología del microrrelato peruano moderno (2018). Es editor de la obra de Sebastián Salazar Bondy, de la cual ha publicado La luz tras la memoria (2014), Lima la horrible (2014) y La ciudad como utopía (2016). En su carrera como músico y compositor ha editado siete discos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jul 2020
ISBN9786123175665
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    Abelardo Oquendo - Alejandro Susti

    Alejandro Susti es doctor en Literaturas Hispánicas por la Universidad Johns Hopkins. Actualmente, es docente en la Universidad de Lima y en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Ha publicado los poemarios Corte de amarras (2001), Casa de citas (2004), Cadáveres (2009), Escombros de los días (2011), El río imaginado (2012, Copé de Plata), Bajo la mancha azul del cielo (2018, Copé de Bronce) y obtenido el Premio Internacional de Poesía «Rubén Darío» 2020 con Un reloj derramado en el desierto. Asimismo, es autor de los libros de narraciones Staccatos (2014), Aspavientos (2016) y La otra orilla (2019, Premio José Watanabe). Como investigador, ha publicado recientemente Todo esto es mi país. La obra de Sebastián Salazar Bondy (2018), y, en calidad de coautor, Del otro lado del espejo. La narrativa fantástica peruana (2016) y Extrañas criaturas. Antología del microrrelato peruano moderno (2018). Es editor de la obra de Sebastián Salazar Bondy, de la cual ha publicado La luz tras la memoria (2014), Lima la horrible (2014) y La ciudad como utopía (2016). En su carrera como músico y compositor ha editado siete discos.

    Alejandro Susti

    (editor)

    Abelardo Oquendo:

    la crítica literaria como creación

    Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación

    Alejandro Susti (editor)

    © Alejandro Susti, 2020

    De esta edición:

    © Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2020

    Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú

    [email protected]

    www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

    Diseño, diagramación, corrección de estilo

    y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP

    Primera edición digital: mayo de 2020

    Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

    ISBN: 978-612-317-566-5

    Nota preliminar

    ¿a qué seguir, si no por pretenciosa la crítica… deja de ser

    la ocupación aún más vana y más romántica que la literatura?

    A. Oquendo

    Inmersa y dispersa a lo largo de más cincuenta años en columnas periodísticas, suplementos de cultura y revistas académicas, concebida en forma de prólogos, conferencias, homenajes, respuestas a debates y encuestas, una parte significativa de la producción crítica de Abelardo Oquendo (1930-2018) —aquella vinculada exclusivamente a la literatura— aparece por primera vez reunida en este libro. Quien lea estos textos constatará rápidamente la voz de un crítico exigente y agudo, sensible y dispuesto a reconocer méritos y aciertos, así como deslices y omisiones, pues si hay algo que distinga mejor el oficio de Oquendo es el sentido de equilibrio que arrojan sus juicios, siempre resultado de una argumentación clara y efectiva, exhaustiva y profunda. Sin embargo, a pesar de ello —y diríase más bien con ello— la crítica de Oquendo está siempre a disposición del lector promedio, de aquel o aquella que se acerca a la literatura con un auténtico y vivo interés. En ese sentido, la suya estimula y reanima el interés por la lectura, tarea a la que, finalmente, se debe todo crítico.

    No pretendo hacer un análisis de la producción aquí reunida, sino solo insinuar algunas observaciones. Como podrá constatar el lector, los textos seleccionados proceden de muy diversas fuentes: artículos periodísticos y reseñas publicados en diarios de los que Oquendo fue colaborador; revistas y suplementos culturales de vida efímera; publicaciones académicas, prólogos y notas preliminares a ediciones hoy inhallables; transcripciones de conferencias en las que se percibe una oralidad explícita y, finalmente, manuscritos cuyo propósito en algunos casos no llega a conocerse. Lo sorprendente de este variado y heterogéneo corpus es que acusa, a través de la plasticidad de una prosa fina y pulcra, una voluntad de estilo y, sobre todo, un rigor crítico pocas veces visto en nuestra literatura. Así, Oquendo se aboca al estudio de una diversidad de autores, pero también de géneros y registros que son reflejo a su vez de la heterogeneidad de nuestra literatura: su obra crítica opera a la manera de un espejo a través del cual vemos reflejada la diferencia a través del sofisticado instrumento de su mirada y nos entrega, de paso, una serie de valiosas piezas que se distinguen por su carácter inaugural como puede verse, por ejemplo, en «Sologuren: la poesía y la vida», artículo dedicado a la edición de Vida Continua de 1967 y publicado originalmente en Amaru —revista que dirigiera brillantemente Emilio Adolfo Westphalen en la segunda mitad de los años sesenta, proyecto en el que, además, Oquendo participó como redactor principal al lado de Blanca Varela—. En él, revela no solo agudeza en sus juicios sino intuición y sensibilidad, acierto que se confirmará más adelante, en 1971, en otro texto fundamental publicado en la revista Textual, con ocasión de la aparición de Contra Natura, de Rodolfo Hinostroza, en donde sintetiza los logros y limitaciones del libro:

    Las dos actitudes básicas de este libro —la reflexión sobre el acontecer que afirma la condición viciosa de la civilización y la reflexión sobre las traicionadas virtualidades del ser, que auspicia la visión utópica— determinan las diferencias formales entre los grupos de poemas que responden a una u otra de esas actitudes. La naturaleza abstracta de muchos de los que pertenecen al segundo grupo —se ha visto ya— los hace aparecer fríamente expositivos y teóricos, descarnados junto a los del primero. Si se compara, por ejemplo, «Diálogo de un preso con un sordo» con la parte III de «Love’s Body», en donde se dan los mismos planteamientos temáticos básicos, se verá cómo la prioridad relativa alcanzada por las ideas en esa parte III da lugar a un tratamiento éticamente empobrecido y no más eficaz para la transmisión de las ideas. Solo parcialmente se obtiene, en los poemas destinados a exponer conocimiento, un grado de adecuación entre la formulación y lo formulado comparable a la de los poemas sobre el acontecer. Incluso el recurso a idiomas extranjeros y a imágenes o tonalidades de cierta intensidad lírica se percibe a veces como impuesto, pierde ese carácter de necesidad que brota de la comunión de significante y significado que exige la poesía. Esta aparece mediatizada, entonces, y la flexibilidad, esa espléndida soltura en el manejo del verso y de la lengua que tienen los primeros poemas del tomo, decae, sacrificada a la exposición de principios. Desde que tales principios no logran informar algunos textos poéticos, se fuerza a estos a informar sobre aquellos. La poesía, así, no es eso que dice, sino que se aproxima a un decir acerca de, a la prosa.

    Otro hito importante en la trayectoria crítica de Oquendo lo constituyen sus «Apuntes proliferando alrededor de Ribeyro», extenso artículo escrito a raíz de la publicación de Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro, y que servirá de prólogo para la edición de Milla Batres de 1975. En él, incide en una convicción acerca del oficio del escritor que atraviesa muchos de sus textos y que reconoce no solo en el autor de La palabra del mudo sino, por ejemplo, en Luis Loayza, escritor con quien lo unió una amistad entrañable:

    Si fuese necesario pensar en el escritor y buscarle un modelo entre los peruanos vivos habría dos posibilidades: Vargas Llosa y Ribeyro; dos formas distintas de asumir una vocación, de amar la literatura. La de Ribeyro no exige, no fuerza, no compite. Es un entregarse por completo y sin arma, cálculos ni pretensiones, llanamente como uno vive: sin remedio. Porque Ribeyro parece lo más alejado que pueda encontrarse de un profesional. Es decir, Ribeyro no ejerce la literatura, a la manera de la medicina o la administración de empresas, digamos; vive con ella, no por ni para ni, mucho menos de ella. Y tanto en este convivir (no matrimonio: unión libre) como en ese no profesar, hay una íntima resistencia a ser algo establecido, a asimilarse, a adaptarse, a «hacer carrera».

    En cierta forma, a través de pasajes como el citado, Oquendo no solo asume su tarea como lector y crítico de la producción más significativa de su tiempo sino, además, postula una ética en torno a la creación literaria en un mundo en el que el valor de la literatura se ve sometido a los designios e intereses del mercado editorial, constatación que se funda en su vasta experiencia como editor de libros, director y colaborador de revistas culturales¹. De aquí se desprende la importancia que Oquendo asigna a la autenticidad del ejercicio literario. Así, no lo veremos entusiasmarse ante la obra de escritores que publican rodeados de un engañoso aparato publicitario o cuyo camino a la fama ha sido de antemano labrado por un sector de la crítica, como ocurre en una reseña que dedica a la publicación de Cantar de ciegos, de Carlos Fuentes:

    El que Fuentes figure en la primera línea de los narradores actuales de México; el que se le mencione entre los cultores representativos de la nueva novela latinoamericana, entre esa casi media docena de novelistas a partir de los cuales el entusiasmo de una crítica local, alborozada por las versiones a otras lenguas de esos autores, quiere proclamar una renovación y superación que solo algunos de ellos alcanzan, son factores que no condicen con la reseña que se acaba de hacer.

    Así, a la complaciente y exaltada recepción de la que gozan los escritores consagrados, Oquendo opone el entusiasmo que le genera la aparición de un nuevo escritor peruano o la confirmación de un vaticinio:

    Con tanta o más frescura que las páginas más frescas de Alfredo Bryce, con gracia no menos osada y sí más sana y vital que Pantaleón y las visitadoras, [Gregorio] Martínez (Nazca, 1942) es un escritor que sabe reír, respirar a pulmón pleno el aire de los campos, encantado de vivir pese a tener los ojos bien abiertos para ver cómo nos afea, ensucia, corrompe la vida la injusticia y otras torpezas humanas.

    Riguroso, original y agudo en sus indagaciones, así como fiel a sus convicciones, el de Oquendo es, sin lugar a dudas, uno de los más lúcidos ejercicios críticos de nuestra literatura en la medida en que ilustra un modo de hacer, concebir —y amarla, sobre todo— que no deberían perder de vista las próximas generaciones.

    ***

    Quiero expresar mi agradecimiento, en primer lugar, a la familia de Abelardo Oquendo: a su esposa Carmen Heraud y a sus hijos Claudia, Sergio, Patricia y, sobre todo, a mi entrañable amigo Abelardo Oquendo Heraud. Agradecer también a aquellos colegas que gentilmente facilitaron la inclusión de las entrevistas al autor en este volumen (Alonso Rabí, Dante Trujillo, entre otros) y, por último, a Mario Vargas Llosa, Mirko Lauer, Alonso Cueto y Peter Elmore cuyos testimonios han contribuido a recordar con mayor nitidez e intensidad la imagen de Abelardo Oquendo. Al aporte de todos ellos, finalmente, se debe este libro.

    Alejandro Susti

    Octubre, 2019


    ¹ Como bien se sabe, en la trayectoria de Oquendo se resumen algunos de los proyectos editoriales más significativos de nuestras letras como la ya mencionada participación en la revista Amaru, la creación del sello editorial Mosca Azul en 1972 y la fundación y dirección de la revista Hueso húmero.

    Testimonios

    La muerte del Delfín

    Mario Vargas Llosa

    Vaya año terrible: primero fue Fernando de Szyszlo, luego Luis Loayza, ahora Abelardo Oquendo. Me dicen que, desde que se le declaró el cáncer, se negó a ser operado y tratado y que esperó la muerte con gran coraje y dignidad. Traté de hablar con él varias veces y nunca lo conseguí. Me voy quedando sin los amigos que dieron vida y ánimos y buenas lecturas y enseñanzas a mi juventud.

    Conocí a Abelardo en el año 1956. Acababa de casarme por primera vez y andaba buscando trabajitos que me permitieran sobrevivir, sin renunciar a la universidad. Conseguí siete y el séptimo gracias a él, que trabajaba entonces en el Suplemento Cultural de El Comercio, que salía los domingos: me encargó una entrevista semanal a todos los escritores peruanos sobre sus métodos de trabajo, sus ideas literarias y sus proyectos. Todos pasaron por aquel tamiz, desde el venerable López Albújar hasta José María Arguedas, que me hizo rehacer una y otra vez el texto hasta el instante mismo de mandarlo al linotipista.

    Con Abelardo y Lucho Loayza formamos un trío irrompible. Nos veíamos a diario, para tomar un rápido cafecito en el Bransa de La Colmena y para saber que estábamos vivos y nos necesitábamos, y para discutir sobre si Sartre o Borges era el gran maestro. Yo sostenía que el primero, Lucho que el segundo y Abelardo mantenía una cierta neutralidad. Su maestro, Luis Jaime Cisneros, lo había tenido un año fichando las Tradiciones Peruanas para una tesis doctoral que iba a llamarse Los paremios en Ricardo Palma, algo que lo había disgustado de la filología y, casi casi, de la literatura (no era para menos). Pero esta se hallaba tan arraigada ya en él que, aunque nunca llegó a escribir los libros que creíamos, siempre la practicó, de esa manera discreta que convenía a su personalidad, en forma de notitas, reseñas, columnas anónimas, consejos verbales y cartas que algún día, espero, alguien recopilará: será entonces leído y reverenciado como el maestro secreto que fue.

    Apenas recuerdo por qué Lucho y yo lo llamábamos el Delfín. Tal vez porque nos deslumbraba cuando explicaba la poesía de los clásicos, por ejemplo, los más intrincados poemas de Góngora, y sabía distinguir con gusto infalible la originalidad de la impostura, detectar el talento genuino entre los mares de textos que ya entonces le llevaban los poetas jóvenes en busca de orientación. Estábamos seguros de que más pronto que tarde escribiría esos ensayos que, como los de Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña que leíamos con pasión, serían bellos, sabios e inconfundibles. Pero nunca los escribió y ese es un gran misterio que ya no tengo manera de resolver. Recuerdo que, en uno de mis viajes a Lima, me dijo que tenía un proyecto en marcha: escribir unos ensayos sobre una serie de poetas peruanos. Pero solo escribió el primero, uno magnífico, consagrado a Javier Sologuren. ¿Qué lo desanimó? Tal vez el deseo de la absoluta perfección inalcanzable, tal vez esa sensación de para qué, de es por gusto, no tiene sentido en un medio tan poco estimulante como el de Lima extenuarse tratando de escribir obras maestras. ¿Cuántas promesas se quedaron en embrión en la historia del Perú, de América Latina, por ese derrotismo psicológico que la pobreza intelectual y literaria del medio expande en torno, paralizando a los mejores?

    Por eso queríamos partir. Vallejo sin París no hubiera sido Vallejo, y hubiera terminado tal vez como Martín Adán, al que, cuando salía del manicomio a tomarse unos traguitos, íbamos a espiar religiosamente al Bar Cordano. Hacíamos sesiones de espiritismo, jugábamos a quién se reía primero (yo solía ganarles imitando al pato, raneando y chillando: «¡Soy el pájaro-mitra!, ¡Cuá cuá!») pero, sobre todo, planeábamos el viaje a Europa, con gran detalle. Iríamos allá y nos reuniríamos en ese dodecasílabo: ¡Montecarlo, Principado de Mónaco! Se convirtió en un estribillo al que acudíamos para levantarnos el ánimo y combatir la desmoralización limeña, esos días sin cielo, grises y con garúa. Pero solo Lucho y yo partimos, porque Pupi, la mujer de Abelardo, quedó embarazada por segunda vez y con dos hijos la aventura europea resultaba ya muy arriesgada.

    La correspondencia suplió la presencia, por muchos años. Sin las cartas de Lucho y de Abelardo, esas cartas estimulantes, alentadoras, queridísimas, probablemente yo no hubiera terminado nunca mi primera novela, La ciudad y los perros, que escribía y reescribía sin cesar, mientras hacía el doctorado en la Complutense de Madrid, y luego, en París, mientras traducía artículos para la UNESCO y la France Presse, preparaba programas para la Radio-Televisión Francesa y ponía voz en español a Les Actualités Françaises. Cuando vivía en Lima solo soñaba con París, pero, en París, me hacían falta Lima y el Perú, y Abelardo atenuaba esa nostalgia con sus cartas semanales. Con el tiempo, aquellos intercambios fueron disminuyendo, alargándose, hasta desaparecer. Pero, cada vez que yo regresaba al Perú nos veíamos, almorzábamos un arroz con pato, recordábamos los viejos tiempos y actualizábamos los chismes, siempre secundados por otro escribidor, Alonso Cueto. Era grato sentir que la amistad estaba allí, intacta.

    Fue Loayza, una tarde, en su casa de París, quien me dijo que Abelardo tenía cáncer. La idea de morir yo mismo nunca me ha espantado; pero, en cambio, la de la muerte de las personas próximas, queridas, siempre me estremece, desde que murieron mis abuelos, el tío Lucho, las personas que me ayudaron a ser lo que tanto quería: un escritor. Lo llamé por teléfono y, por supuesto, hizo unas bromas al respecto, unas bromas muy serias, distanciadoras del drama, quitándole importancia, como correspondía a esa elegancia y distinción que Abelardo practicó en todas las circunstancias de la vida.

    Cuando Alonso Cueto me iba informando de la entereza con que Abelardo sobrellevaba esa última etapa, me lo imaginaba muy bien. Todos los que lo conocimos supimos siempre que nunca incurriría en la vulgaridad de quejarse, protestar, lamentarse de su suerte. Había en él un respeto de las formas y las maneras que lo alejaban de la época, que prolongaban en él a aquellos caballeros dignos y decentes, correctos y formales, que ya solo existen en la literatura, esos que aceptan la muerte con naturalidad y sin vulgares aspavientos. Así agonizó y murió Cartucho Miró Quesada, otro de los grandes amigos que he tenido, ejemplo de caballerosidad y limpieza moral hasta el último instante. Saber morir no es menos importante que saber vivir. Me acuerdo de una terrible película que vi en mi juventud, una en la que un cura convence al gánster James Cagney de que, para dar un ejemplo de cobardía e indecencia a los jóvenes, simule acobardarse antes de ser electrocutado, y llore y se retuerza y ruegue, en vez de morir en su ley, valientemente. Me pareció atroz que James Cagney consintiera a esa farsa, que se desnaturalizara de este modo en el último instante, en vez de morir en su ley, con el desprecio con el que había desafiado la muerte a lo largo de toda su vida. Anoche, cuando hablé con ella por última vez, Claudia, su hija, me confirmó lo que ya sabía: que Abelardo había muerto muy sereno, conversando sin drama, antes de ser sedado.

    Oquendo escribe

    Mirko Lauer

    Los amigos de Abelardo Oquendo siempre pensamos que la reunión de sus trabajos de crítica literaria y de comentario cultural algún día producirá un espléndido tomo, y no tan delgado, acopio al que se resistió en todo momento. Ahora Alejandro Susti y su hijo Abelardo Oquendo Heraud han producido ese esperado volumen. El libro es más que oportuno, está hecho con gran criterio, y prestará un enorme servicio a las letras peruanas. A pesar de las resistencias de Oquendo en vida, estas páginas son el mejor y más afectuoso homenaje que él puede recibir. A la vez revelan que su obra no es un lugar donde buscar homogeneidades. Pues detestaba la rutina intelectual y el sacerdocio literario, por lo cual cada uno de estos textos respondió a la exigencia de un motivo específico, a la necesidad de expresar algo importante en las letras. Por lo general sus textos definían nítidamente la situación frente a un libro, un autor o una corriente. Eran, en la medida en que existe tal cosa, una palabra decisiva.

    Una frase muy repetida sobre Oquendo es que no escribía. Quizás era una manera desprolija de decir que no reunió libros escritos por él. La frase es inexacta, pues nunca le interesó dejar una obra literaria, al grado que nunca le interesó reunir lo que ya había publicado. Pero eludir lo que Calderón de la Banca llamó Encuadernado volumen / Mentira azul de las gentes no le impidió escribir a lo largo de su vida, y sumamente bien. Manejó una prosa que siempre fue, como dicen los portugueses, irretocable.

    Pero conviene reconocer que su relación con la escritura tuvo aspectos paradójicos. Varias veces dijo en privado que no le gustaba escribir. Pero a la vez le gustaba mucho hacerlo, en el sentido literal que le daba T. S. Eliot a la lectura: lo que le gustaba a Oquendo era el acto físico de poner y organizar palabras sobre el papel. Dicho eso, rara vez lo vi levantar la pluma si no era estrictamente necesario. Como si se tratara de un oficio privado que dominaba a la perfección pero en el cual no le interesaba prodigarse. Algo así como dos escrituras yuxtapuestas en su vida. Una que le encargaba, y le pagaba mal, el mundo exterior. Otra que le reclamaban su gusto por opinar en las letras y sus actividades particulares. Para esto último pienso en sus tan abundantes cartas a un puñado de corresponsales, cargadas de la frescura, la amenidad y el ingenio de su conversación.

    Por momentos he pensado que su afecto era más por la forma del lenguaje escrito en movimiento, por el gesto escueto de la inteligencia, que por los mundos imaginarios que hubiera podido construir. Hay quienes dicen que ser narrador lo tentó por un instante juvenil. No lo sé, pero si acaso fue así, eso no le volvió a pasar por la cabeza. La propia condición de crítico literario la aceptó a regañadientes, y terminó echándola por la borda, a pesar de sus 40 años dirigiendo Hueso húmero, revista de artes y letras. Si hubiera que sumar palabras, el volumen mayor de su escritura lo constituye la suma de sus siempre pulcramente redactadas y pensadas notas cortas sobre libros de actualidad en el suplemento dominical de El Comercio, cuya sección cultural dirigió por años. Esas notas de libros no llevaban firma, y son parte de los numerosos textos secretos de Oquendo. No sé cuánta conciencia tuvo de ello, pero terminó sintiendo toda escritura, la suya y la otra, como un acto efímero, quizás superfluo.

    Creo que influyó en él la actitud de su íntimo amigo Luis Loayza, quien buscó y alcanzó la excelencia en la prosa, pero escribió y publicó poco, no se interesó por acopiar lectores, y a partir de un momento de su vida limitó su escritura a las cartas. Terminó buena parte de ese epistolario siendo el abundante diálogo escrito de dos amigos que ya no escribían prácticamente nada más. Siempre leí en las actitudes de Loayza y Oquendo una suerte de pulcritud frente al proceloso universo del lenguaje impreso, igual al esmero de sus prosas mismas.

    Los rasgos que Oquendo buscó en la prosa fueron: la claridad, la sencillez, la economía de medios, la precisión en las definiciones, el humor oculto en un giro sutil y novedoso que solo un ojo conocedor podía captar (una lección de Jorge Luis Borges). Buena parte de esto lo recogió de la prosa de nuestro maestro Luis Jaime Cisneros, aunque Oquendo se ahorró los guiños al Siglo de Oro y el tono enfático que Cisneros a su vez había aprendido de Baltasar Gracián. La prosa de Cisneros impactaba por la visible calidad de su arquitectura. Oquendo buscó que su arte pasara inadvertido, que desapareciera en la eficacia. No lo logró ante los conocedores, pues como escribió el propio Gracián, «Quien es ciego para sus prendas, hace Argos a los demás».

    Escribimos mucho juntos, incluso al alimón, cosas menores, lo que se llama textos de ocasión. De un lado estaban las breves tareas de redacción que nos turnábamos para los libros de Mosca Azul Editores, en textos de solapa, el eventual prólogo, y luego las noticias sobre los autores de Hueso húmero. Además, por unos años hicimos juntos en varios periódicos páginas de notas culturales, mordaces y hasta insolentes, jamás chabacanas, satirizando al medio cultural, con nombres como «La quinta rueda» o «El apéndice inflamado». Oquendo disfrutaba mucho hacerlas, pues eran el lugar para dar curso desenfadado a su humor y a su anarquismo surrealista, lo más parecido a una ideología que le conocí, y a la cual me plegaba cada semana para ese fin específico.

    Las cosas que le interesaban más las redactaba a mano, con una letra poco legible, alargada y muy espaciada, de a pocas líneas por página, y que a poco de conocernos tuve que aprender a descifrar. Luego lo fijaba todo con su máquina de escribir, un artefacto viejo pero eficaz, tardíamente reemplazado por la computadora. Su entrenamiento en el dictado de clases le permitía casi no tener que corregir sus textos, incluso los redactados a vuelapluma. Hasta donde sé no guardaba manuscritos ni recortes de lo publicado. Aunque tras su fallecimiento descubrí que dejó que la computadora acumulara los archivos digitales. Hablaba con la misma precisión con que escribía, pero se resistió mucho, con un puñado de excepciones, a dar entrevistas; que hubiera sido otra forma de escribir.

    No era en absoluto peleón, pero sí valiente y decidido, y participó en varias polémicas importantes, con una actitud educada y una prosa respetuosa que son insólitas y ejemplares en ese género local. Asumía esos cambios de palabras como obligaciones de un hombre de bien que no puede pasar por alto un agravio, directo o implícito. También participaba en comunicados cívicos, y obviamente era él a quien se le pedía redactar. Fue jefe de las páginas de opinión en varios periódicos (recuerdo Expreso, La Crónica, El Sol) donde era necesario aportar textos sin firma con la opinión del diario. Quizás todo

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