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El canto errante
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Libro electrónico62 páginas49 minutos

El canto errante

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Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) publicó El canto errante, en Madrid, en 1907. Es el libro que inicia las vanguardias hispánicas. Su autor se distancia de su propia estética del Modernismo, dando un giro hacia una poesía más sobria y coloquial, que ha de cultivar-se durante el siglo XX. Aquí radica su importancia. Pero, desafortunadamente, ha sido el menos estudiado y, por tanto, el menos conocido de sus libros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2020
ISBN9788832958546
El canto errante
Autor

Rubén Darío

Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) representa uno de los grandes hitos de las letras hispanas, no sólo por el carácter emblemático de algunos de sus títulos como Azul... (1888), Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905) sino por las dimensiones de renovación que impuso a la lengua española, abriendo las puertas a las influencias estéticas europeas a través de la corriente que él mismo bautizó como Modernismo. Pero como decía Octavio Paz su obra no termina con el Modernismo: lo sobrepasa, va más allá del lenguaje de esta escuela y, en verdad, de toda escuela. Es una creación, algo que pertenece más a la historia de la poesía que a la de los estilos. Darío no es únicamente el más amplio y rico de los poetas modernistas: es uno de nuestros grandes poetas modernos, es «el príncipe de las letras castellanas».

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    El canto errante - Rubén Darío

    ERRANTE

    El CANTO ERRANTE

    Rubén Darío

    DILUCIDACIONES

    I

    EL mayor elogio hecho recientemente a la Poesía y a los poetas ha sido expresado en lengua «anglosajona» por un nombre insospechable de extraordinarias complacencias con las nueve musas. Un yanqui. Se trata de Teodoro Roosevelt.

    Ese Presidente de República juzga a los armoniosos portaliras con mucha mejor voluntad que el filósofo Platón. No solamente les corona de rosas; mas sostiene su utilidad para el Estado y pide para ellos la pública estimación y el reconocimiento nacional. Por esto comprenderéis que el terrible cazador es un varón sensato.

    Otros poderosos de la tierra, príncipes, políticos, millonarios, manifiestan una plausible deferencia por el dios cuyo arco es de plata, y por sus sacerdotes o representantes en una tierra cada día más vibrante de automóviles... y de bombas. Hay quienes, equivocados, juzgan en decadencia el noble oficio de rimar y casi desaparecida la consoladora vocación de soñar. Esto no es ocasionado por el sport, hoy en creciente auge. Las más ilustres escopetas dejan en paz a los cisnes. La culpa de ese temor, de esa duda sobre la supervivencia de los antiguos ideales, la tiene, entre nosotros, una hora de desencanto que, en la flor de la juventud—hace ya algunos lustros—sufrió un eminente colega—he nombrado a Gedeón—, cuando, entre los intelectuales de su cenáculo, presentó la célebre proposición sobre «si la forma poética está llamada a desaparecer». ¡Ah, triste profesor de estética, aunque siempre regocijado y poliforme periodista! La forma poética, es decir, la de la rosada rosa, la de la cola del pavo real, la de los lindos ojos y frescos labios de las sabrosas mozas no desaparece bajo la gracia del sol. Y en cuanto a la que preocupó siempre a líricos dómines, desde el divino Horacio a D. Josef Mamerto Gómez Hermosilla, ella sigue, persiste, se propaga y hasta se revoluciona, con justo escándalo de nuestro venerable maestro Benot, cuya sabiduría respeto y cuya intransigencia hasta deseos me inspira de aplaudir. Aplaudamos siempre lo sincero, lo consciente, y lo apasionado sobre todo.

    II

    No. La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, dijo uno de los puros. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores, porque, como excelentemente lo dice el Sr. de Montaigne, y Azorín, mi amigo, puede certificarlo, «nous avons bien plus de poètes que de juges et interpretes de poesie; il est plus aisé de la faire que de la cognnaître». Y agrega: «A certaine mesure basse, on la peut juger par les preceptes et par art: mais la bonne, la suprème, la divine, est au dessus des regles et de la raison».

    Quizá porque entre nosotros no es frecuentemente servida la divina, la buena, la suprema, se usa, por lo general, la «mesure basse». Mas no hace sino aumentar el gusto por los conceptos métricos. La alegría tradicional tiene sus representantes en regocijados versificadores, en casi todos los diarios. El órgano serio y grave, el Temps madrileño, tiene en su crítico autorizado, en su Gastón Deschamps, vamos al decir, un espíritu jovial que, a pesar de tareas trascendentales, no desdeña los entretenimientos de la parodia.

    Quedamos, pues, en que la hermandad de los poetas no ha decaído, y aun pudiera renovar algún trecenazgo. Asuntos estéticos acaloran las simpatías y las antipatías. Las violencias o las injusticias provocan naturales reacciones. Los más absurdos propósitos se confunden con generosas campañas de ideas. Mucha parte del público no sabe de lo que se trata, pues los encargados de informarla no desean, en su mayoría, informarse a sí mismos. El diletantismo de otros es poco eficaz en la mediocracia pensante. Una afligente audacia confunde mal aprendidos nombres y mal escuchadas nociones del vivir de tales o cuales centros intelectuales extranjeros. Los nuevos maestros se dedican, más que a luchar en compañía de las nuevas falanges, al cultivo de lo que los teólogos llaman appetitus inordinatus propiae excellentiae.

    Existe una

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