El arte de amar
Por Ovidio y Laura Emilia Pacheco
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219 clasificaciones7 comentarios
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Who knew Ovid's the Machiavelli of love "advice." But don't worry--it's equal opportunity! Both men and women should deceive each other.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Clever, although Ovid had an unfortunate tendency to digress during this phase of his career. The translator, Rolfe Humphries, did a good job of keeping it entertaining, even though at times I wish I could have seen what the Latin literarlly said.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Licht badinerend, soms grof en zeer materialistisch, nergens pornografisch, stilistisch mooi uitgewerkt. En vooral: evolutie doorheen het werk!
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5One word review: Sexy.
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Completely light. I think this book is considered "classic" because of Ovid's Metamorphosis, not because it has any independent value. Don't waste your time.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5A seemingly tongue-in-cheek imitation didactic poem on seduction and love-making. The poem reads like an instruction manual, but Ovid uses the form of a love poem and numerous digressions to enhance the humour. However, given that he does make some strong points about how both sexes use deception in courtship; a woman's pleasure adds to the overall enjoyment of love-making, etc., making one think that he wanted to educate while deflecting criticism by taking the humourous approach. It didn't work, apparently, as he was soon aftewards exiled.
Regarding the Folio Society edition with James Michie's translation and Grahame Baker's illustrations - this is an excellent form for this work. The translation respects the form of the original poem without adhering so strictly as to loose the free-wheeling fun of the message. And Baker's illustrations capture the 'look and feel' of erotic art contemporary to Ovid. A highly desirable English edition of this ancient work.
Os. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5This book is amazing: it is nearly 2000 years old and yet, it reads as if it were written yesterday. Ovid expresses views that any young lad has held throughout history. They are not all politically correct, or indeed, acceptable but, they have an immediacy that few writings from the past can offer.
I only have the ability to read the Art of Love in translation, but it is a window into the mind of a man who lived before the date had three, never mind four, digits. It is light, amusing and full of interesting sections that remind us that we sophisticated twenty-first century people are not so enlightened in comparison.
I recently heard Ovid described as the Bob Dylan of his age: I am not sure as to which should be more flattered by the link. Both are great poets, both are worth reading and, perhaps, both are great enough to stand in their own right.
A must read book.
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El arte de amar - Ovidio
OVIDIO INTACTO
Leo en romano viejo cada amanecer a mi Ovidio intacto...
GONZALO ROJAS,
Diálogo con Ovidio [2000]
Hace más de dos mil quinientos años Heráclito afirmó que la permanencia no es sino un espejismo de los sentidos. Todo fluye, todo cambia sin tregua. Necesitamos creer que los días son y serán iguales para forjarnos la ilusión de un mundo coherente y habitable. Pero basta un segundo para que una cultura quede en ruinas. Sólo se necesita el talento o la ignominiosa ineptitud de un grupo de poder para cambiar el rumbo de la historia. Es suficiente la confluencia de una serie de eventos, en apariencia inconexos, para que la vida de hombres y mujeres quede atrapada en una red sobre la que no tienen ninguna decisión.
El surgimiento y la caída del imperio romano parecen un ejemplo lejano de esto pero, entre más las estudiamos, más actual se vuelve la frase de Heráclito, y más se agudiza la noción de lo frágil e impredecible que es la existencia. Tal vez la fuerza de la literatura radique en su capacidad para hacernos sentir que otros han pasado por lo mismo; para proporcionarnos una ventana al espíritu y la mente humanas; para construir la fotografía de instantes que de otro modo no recuperaríamos jamás.
En este contexto, la historia y la obra de Publio Ovidio Nasón (43 a.C.-17 d.C.), el gran poeta de tiempos del emperador Augusto, nos remiten al mundo de hace dos mil años, que hoy se vuelve un reflejo de la vida moderna.
El arte de amar, una de las obras más populares y polémicas de Ovidio, es un relato de las costumbres de Roma en los albores de la era cristiana, pero bien podría ser una crónica de fines del siglo veinte.
Quizá Ovidio nos contemple desde la distancia, pero su testimonio comprueba que, a pesar de nuestro delirio de progreso y metamorfosis, la condición humana permanece inalterada y las palabras del poeta, intactas.
La última tarde de Ovidio en Roma
Bajo el cielo invernal del año ocho de nuestra era, suaves remolinos de papiro incandescente o ya carbonizado, resaltaron contra los mosaicos que adornaban pisos y paredes, y contra la aterradora palidez de Ovidio, el más grande poeta romano de su tiempo. La fría brisa de la mañana precipitó las escamas de ceniza que cayeron en espiral por la ventana. Al tocar el suelo las palabras manuscritas se volvieron polvo.
El olor a papiro quemado invadió la villa, ubicada en la esquina de las vías Clodia y Flaminia. Nadie allí pudo descifrar qué ocurría. ¿Ardían documentos? ¿La biblioteca? En los pasillos se escuchaba el rumor de que Ovidio había prendido fuego a las Metamorfosis, su obra maestra, que resumía el trabajo de toda una vida; pero no se descartaba que las llamas se avivaran con El arte de amar, el volumen que —casi diez años antes— había escandalizado a Roma.
Aquella fría mañana de diciembre la mujer del poeta, su tercera esposa, lloró desconsolada al pie de la escalera. Los sirvientes observaron cómo Publio Ovidio Nasón decía adiós; se despedía del mundo conocido: el emperador Augusto desterraba al último de los nuevos poetas
sin que nadie hasta hoy conozca con certeza los motivos del exilio. Entonces era pronto para adivinarlo, pero Ovidio no volvería jamás de su sórdido destierro en Tomis, un pueblo en el Ponto Euxino, en los confines del imperio, al borde del Mar Negro, en la actual Rumania.
¿Se trató de un capricho del emperador? ¿En qué forma pudo haberlo ofendido el poeta? ¿Ovidio fue testigo de algo que no debió presenciar? ¿Qué habrá desatado la crueldad de Augusto, Primer Ciudadano de la República, poder supremo del imperio romano?
La rueda de la fortuna
La desgracia que fulminó a Ovidio comenzó a gestarse casi medio siglo antes, cuando en el año 44 a.C. el joven Octaviano, después llamado Augusto (63 a.C.-14 d.C.), se enteró en los idus de marzo* del asesinato de su tío Julio César quien, poco antes, lo había designado hijo adoptivo y sucesor: una herencia peligrosa. En vano la madre de Octaviano trató de convencerlo de que no aceptara el cargo. Para vengar la muerte de César, Octaviano se alió con Marco Antonio, entonces cónsul, el cargo más alto dentro del gobierno pero, como era inevitable, estalló entre ellos la lucha por el poder.
La figura de Julio César (100[?]-44 a.C.) resulta fundamental para acercarnos a estos acontecimientos. Su genio militar logró la unificación del Estado romano tras un siglo de guerras continuas y sustituyó a la oligarquía por una autocracia. Cuando se nombró a sí mismo dictador vitalicio, sus colaboradores más cercanos decidieron asesinarlo por el bien de la República
. Gran escritor, Julio César nos legó sus Comentarios a la guerra de las Galias, ejemplo de concisión y claridad, en siete libros que cubren cada uno de los años que duró esa guerra. La grandeza de su nombre sobrevivió hasta el siglo veinte en las palabras káiser y zar, que denotan un grado de poder casi indescriptible.
Octaviano era un niño cuando cayó la República. El desorden político se reflejaba en una sociedad igualmente caótica que, según un refrán de la época, amaba demasiado el dinero y demasiado poco la disciplina. La sed de riqueza llevó a los romanos a buscar la satisfacción inmediata de sus ambiciones; a saciar su afán de lujo a cualquier costo. La mayoría gastaba con extravagancia y aun los más acaudalados quedaban sumidos en deudas impagables. Para generar recursos, el Estado se dedicó a ordeñar impuestos y a saquear a las provincias que abastecían a la capital. La institución del matrimonio se limitaba a un mero arreglo comercial que nada tenía que ver con el amor. El divorcio se volvió un asunto cotidiano.
A pesar de todo, desde el punto de vista cultural, se trató de un periodo extraordinario. La influencia helenística globalizó
al mundo romano, al grado que, cuando en el año 81 a.C. unos enviados del puerto de Rodas se presentaron en el senado, no necesitaron la ayuda de intérpretes o traductores: hablar griego era algo tan cosmopolita como hoy lo es hablar en inglés o español.
Los hijos de los nobles viajaban al extranjero —a Grecia— a terminar sus estudios. El vacío espiritual dio paso a la proliferación de todo tipo de cultos misteriosos y a religiones importadas por los veteranos de las guerras de Oriente, de donde provenían casi todos los artistas que embellecieron Roma. La influencia oriental en las artes se explica por el saqueo artístico de Asia por parte de los romanos, sobre todo Sulla y Pompeyo.
La literatura sólo imitaba modelos griegos y, tal vez por esto, se produjeron grandes obras como De la naturaleza de las cosas de Lucrecio (poema didáctico que expresa con claridad aun las doctrinas filosóficas más oscuras), y los epitalamios y las elegías de Catulo que, con la sinceridad y fluidez de su lenguaje, se apartó de la artificialidad que imperaba. La fundación de la primera biblioteca pública —dirigida por Marco Terencio Varro, el más culto de los romanos
— resultó de gran importancia. Además de organizaría, la enriqueció con su propio acervo de enciclopedias sobre todos los temas. Gracias en buena medida a Julio César, empezó a surgir un estilo romano, inspirado ya no en Alejandría, sino en la Atenas clásica, cuya austera dignidad reflejaba mejor la magnificencia que César deseaba para Roma.
Sin duda el prosista más sobresaliente del periodo file Cicerón, no sólo por su capacidad oratoria, sino por sus trabajos filosóficos y morales que fundaron el auténtico clasicismo grecolatino de influencia universal. Así como los escritores de Grecia reciclaron sus mitos para construir su propia visión del mundo, los escritores y oradores romanos crearon una ortodoxia basada en el padre de familia, eslabón indispensable de la civilización romana.
Roma era un mundo de hombres. Las mujeres apenas recibían educación completa. No tenían derecho al voto ni podían ocupar puestos de autoridad. Las casadas estudiaban economía doméstica
y se dedicaban al hogar; las ricas tenían esclavos como sirvientes; las viudas podían gobernar sus propiedades. Pero se beneficiaron de la nueva libertad que trajo el fin de la República y el inicio del imperio de Augusto. Por irónico que parezca, durante este periodo de austeridad se decía que las exponentes más renombradas del desorden y la lujuria fueron la hija y la nieta del propio emperador. Ambas se llamaban Julia y ambas fueron exiliadas. Hasta ahora creíamos que Augusto las desterró por libertinas, para sentar un ejemplo ante el resto de la sociedad pero, como se verá, nuevas investigaciones sugieren que tanto ellas como el propio Ovidio, jugaron un papel clave (involuntario en el caso del poeta) en una conspiración para derrocar al emperador.
Todos los caminos llevan a Roma
Durante su niñez, Octaviano Augusto debe de haber escuchado historias incendiarias sobre el devastador efecto familiar de los amoríos de Julio César con Cleopatra (y después de Marco Antonio con la misma reina egipcia), un tema que ha inspirado a grandes autores de la literatura universal, como William Shakespeare y George Bernard Shaw, por mencionar sólo a dos.
Augusto creció para odiar la inmoralidad y el desorden social. Tuvo una sola esposa, Livia. Ella y el general Marco Vipsanio Agripa (62-12 a.C.) —gran héroe de la batalla de Accio y después el encargado de embellecer la ciudad de Roma—, fueron sus más cercanos aliados y consejeros. La fidelidad de Agripa fue incuestionable, la de Livia se vio empañada por la ambición. Quería asegurarse de que su hijo Tiberio sucediera a Augusto. Al parecer, ella también formó parte del complot contra su marido en la primera década de nuestra era.
La obsesión de Augusto por sanear la moral pública llegó a tal grado que, en el año 18 a.C., estableció las leges juliae, una serie de mandatos que imponían severas penas a los adúlteros, e incluso se atrevió a reglamentar el vestido de los ciudadanos, sobre todo el de las mujeres, que debían sustituir las hermosas telas transparentes de sus vestidos por una especie de blusa de tela gruesa y una discreta cinta de lana en el cabello. Entre peor es un Estado, más leyes tiene
, observaría el historiador Tácito (55-117 d.C.) mucho después.
La batalla de Accio
Veinte años más joven que el emperador Augusto, Ovidio (43 a.C.-17 d.C.) era un niño de doce años cuando Octaviano por fin derrotó en la famosa batalla de Accio (31 a.C.) a Marco Antonio y a Cleopatra, quienes no tuvieron otra salida que suicidarse (véase la cronología). Marco Antonio había dedicado los cinco años anteriores a campañas inútiles y a su relación amorosa —y posterior matrimonio— con Cleopatra, enlace que causó un gran escándalo entre la opinión pública romana. Por un lado, Marco Antonio no había obtenido el divorcio de Octavia, hermana de Octaviano Augusto y, por otro, la sola posibilidad de que Cleopatra gobernara el imperio resultaba inadmisible. En cambio, durante ese lapso, el futuro Augusto se dedicó a reforzar su poder y, sobre todo, su papel como único posible salvador del mundo romano.
Cuando Octaviano volvió a Roma tras la victoria en Accio fue recibido como el vencedor de la guerra civil y como el hombre que había recuperado la dignidad romana y acabado con toda posibilidad de que una egipcia fuera emperatriz. Cuatro años después, en el 27 a.C., Octaviano se proclamó Augusto (del latín augeo, venerable, majestuoso). Este nombramiento, acompañado de otro título, el de princeps, Primer Ciudadano de la República
, reconocía los inmensos poderes ejercidos por Octaviano.
Julio César había rebautizado el mes quintilio con su nombre —julio—, y