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Parábola del salmón
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Libro electrónico211 páginas3 horas

Parábola del salmón

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"Adoro viajar sin norte, sin brújula; adoro viajar siguiendo el impulso del camino, el vagabundeo; viajar acompañado solo de la curiosidad. Es ingenuo pensar que quien vuelve es el mismo que partió. Si así sucede, el viaje fue perdido porque viajar es cambiar".
Un periplo a contracorriente por Barcelona, Río de Janeiro, São Paulo y Buenos Aires.
Un libro que cruza la frontera entre ficción, crónica y memoria; un escritor por cuyas venas transitan con la misma intensidad lo urbano y lo lírico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 mar 2020
ISBN9789585586178

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    Parábola del salmón - Alonso Sánchez Baute

    ella.

    "La herida que siempre llevo en el alma, no cicatriza,

    inevitable me marca la pena, que es infinita"

    Gustavo Gutiérrez Cabello

    Sin medir distancias

    "Creo que este libro habla, sobre todo,

    del dolor de haber crecido, años y años,

    sintiéndome como un ser de otro planeta"

    David Wojnarowicz

    Barcelona

    Todos los días eran sábado por la noche

    "Como todos los jóvenes, yo vine

    a llevarme la vida por delante"

    Jaime Gil de Biedma

    Durante veinte días en Barcelona no hubo uno solo enel que antes de abandonar el hotel no me comiera al menos una pepa. A veces, al estallar una, corría a apurar la otra, pues eran justo esos diez o quince minutos los que más me gustaban: cuando se pierde el control y uno se deja llevar como quien baila con el viento. Con frecuencia la explosión era tan fuerte que me tumbaba en el suelo y me dormía justo allí, donde me alcanzara el efecto. En ese momento no había dolor, todo fluía y yo era tan feliz como un niño en una piscina.

    Cuando recuerdo esa primera visita me viene a la memoria J, mi summer lover chileno —¿o debo decir winter lover?—, aspirante a guionista de cine, que vivía en un apartamento de estudiante por los lados de Park Güell; y también Paul van Dyk y la primera versión de su The Politics of Dancing que oía todo el tiempo en el discman bajo los efectos del éxtasis. En aquel tiempo viajar era para mí un escape. Yo era algo parecido a lo que escribió Leila Guerriero sobre Guillermo Kuitca: Un hombre sin hogar, tratando desesperadamente de volver a alguna parte.

    Ese enero aterricé en El Prat de Llobregat luego de un vuelo desde París sacudido por un viento tan fuerte que me hizo temer. Piensa siempre lo peor para que cuando suceda no sea tan grave, obedecía desde niño el mantra del miedo aprendido en casa. Fueron cinco o seis segundos nada más, pero fue el tiempo suficiente para presagiar mi propia tormenta. Ya luego, cuando el avión se aproximó a la ciudad y vi por primera vez la playa bañada por el Mediterráneo y esa enorme escultura dorada, la cola de una ballena sobre una cama de acero, el miedo y la idea de cualquier mal augurio comenzaron a ceder. A ceder, no a desaparecer, pues ese mismo mantra me había enseñado también a desconfiar cuando algo bueno sucede porque si todo va bien, es porque algo malo va a pasar. De modo que hasta que el avión se detuvo volví a respirar con normalidad.

    Eran casi las diez de la mañana cuando salí del aeropuerto. Una brisa muy fría cortaba la piel a pesar de que el cielo estaba despejado: ni una sola nube se divisaba en el firmamento. No conocía a nadie en la ciudad ni llevaba a la mano un mapa, una guía o al menos la dirección de algún hotel dónde hospedarme. Pensé en tomar un taxi, pero llamó mi atención un bus pintado de azul pálido que decía con letras oscuras la palabra Aerobús. Me acerqué: 4.25 euros hasta la plaza Cataluña, dijo el conductor.

    Durante unos veinte minutos el bus avanzó a lo largo de una autopista amplia y sin sobresaltos, para luego adentrarse en la ciudad a través de una avenida con dos bulevares completamente arborizados. Gran Vía de las Cortes Catalanas, leí en el borde de una esquina achaflanada. Recuerdo que se me aguaron los ojos tan pronto cruzamos la plaza España, el sitio donde el bus hizo la primera parada. Se me aguaron porque hasta ese momento me di cuenta que estaba en una de las ciudades que más deseaba conocer. Para celebrarlo metí la mano en el bolsillo y, como tentempié, ¡glup!: la tercera pepa del día.

    Pensé en bajarme en plaza Universitat, la siguiente parada. Me atrajo la torre de la Universidad de Barcelona en la acera de enfrente; me encantó el paisaje de decenas de muchachos patinando a lo largo y ancho del pavimento, el bullicio de quienes corrían afanados buscando las escaleras que bajaban al metro, esos aires de mundo con los que tentaba la terraza de un café ubicado en plena esquina, ¡y la cantidad de gente! Pero sin duda lo que me fascinó fue la sensación de estar en una ciudad en la que nadie me conocía; un lugar en el que no era más que un anónimo: no oía murmuraciones, gritos, susurros o carcajadas a mis espaldas como en el pueblo en que nací; gritos y susurros que hicieron de mí alguien silencioso, casi hermético. Aquí era nadie y eso me hacía inmensamente feliz.

    Al final del recorrido, el bus abrió sus puertas en uno de los costados de la plaza Cataluña, frente a El Corte Inglés. Al bajar, un adolescente me entregó un papelito doblado con un nombre y una dirección: Hostal Central, Diputació, 346, y cargó luego mi maleta las dos cuadras que separaban la parada de bus del hostal, ubicado en el segundo piso de un edificio al que se ingresaba por un corto pasillo de piso ajedrezado y un ascensor de jaula ubicado en el centro de una escalera de caracol. Al salir a mi primera caminata por la ciudad y, durante los siguientes días, confirmé que no habría podido elegir un mejor lugar: el Barrio Gótico estaba a un paso, al otro lado de Las Ramblas, y al final, el mar; el paseo de Gracia, a un par de cuadras; el Eixample, justo detrás; Metro, el Theatrón local, un sótano de salas separadas por oscuros laberintos donde la multitud se movía, excitada y extasiada cual termitas en bacanal, apenas cruzando la plaza Universitat. De las postales turísticas obligadas las únicas distantes eran la Sagrada Familia, Park Güell, Tibidabo y su cruz y Montjuic.

    En El Bagdad, el templo barcelonés de sexo duro que existe desde la muerte de Franco, estrené la noche disfrutando una escena, con lluvia dorada incluida, entre la diosa del hardcore Sophie Evans y Holly One, el actor porno más pequeño del mundo, con menos de uno veinte de estatura, quien murió poco tiempo después. Luego del pissing, hubo un show de bondage y también fist-fucking. Todo era tan heavy que parecía normal: había gente entre el público que ni siquiera los miraba. Hice lo mismo, fingiendo mi pose más cosmopolita, y gasté dinero en unos cuantos tragos que compartí con una chica que dijo ser canaria, llevaba apenas un par de meses en el negocio, aspiraba a ser actriz porno y presumió de haber hecho casting en esos días con el actor italiano Rocco Siffredi. Luego me contó que la primera vez que tuvo sexo en público fue precisamente ahí, en El Bagdad. Vine de copas con un amigo. Me invitaron a subir a escena y no me corté. La miré fascinado y ella sonrió altanera.

    Barcelona sin Van Dyk no habría sido posible para mí. Lo oía noche y día, a mayores o menores decibeles. ‘Face to Face’, del álbum Out There and Back, era la canción que más repetía, especialmente al momento en que una nueva pepa reventaba. En una ocasión desperté sintiendo ese maravilloso hormigueo recorrer toda mi piel. Debían ser las dos o tres de la mañana y estaba tumbado, sudoroso, sobre el cemento. Entreabrí los ojos y toda una hilera de ángeles apareció frente a mí. Ángeles con el índice sobre los labios, como haciendo chssss, ángeles llorando recostados sobre cajas de hormigón, ángeles clamando al empíreo, ángeles de espaldas apuntándome con sus enormes alas, ángeles en posición de oración, ángeles con ambos brazos extendidos al firmamento, ángeles, solo ángeles y nada más que ángeles. ¿Era un sueño o acaso eran estos los ángeles clandestinos de Gómez Jattin que venían en legión a protegerme?

    Levanté mi cuerpo y de repente, frente a mí, el mar. Ahí nomás, a un par de metros, todo era azul y olía salino. Como diría Pizarnik: Yo sola, cerca del mar. Sola. Absolutamente sola. Esta es mi imagen de la felicidad. Me quité los audífonos y eché a andar rápido, casi a correr. Un gato se apareció frente a mí, luego descubrí otro observándome, uno más maullaba en la lejanía y el llanto enternecía, sofocaba. De repente vi que, bajo los ángeles, o junto a ellos, perdidos entre la ligera niebla y las hileras de pino, había mausoleos. Entonces supe que caminaba por un cementerio. Nadie quiera saber cómo logré ingresar a ese lugar a esa hora de la madrugada porque, de veras, yo todavía no lo sé. Tampoco en ese momento me preocupé por averiguarlo. Me limité a preguntarme por qué Barcelona había destinado para sus muertos el lugar más bello, esa meseta de cara al mar, de cara al sol, arropada por pinos y cercada por amplias avenidas que se bifurcan en callejones. Por única respuesta quedó en mi cabeza la idea de que quienes lo planificaron dieron mayor valor a la eternidad. No en vano, lo supe después, en la mayoría de las tumbas los muertos están enterrados con los pies de frente al mar. Caminé por algún callejón y salté una verja. Al salir al parque Montjuic me senté largo rato a observar, allá abajo, a lo lejos, las columnas de la plaza España.

    Fue entonces cuando, por entre las sombras y los pinos, apareció J.

    A J siempre lo vi mil veces más bello de lo que debió de haber sido Modigliani. Quizá no lo fuera. Pero es lo bueno de enamorarse: solo se ve lo bonito. Era más bajo que yo, a lo sumo debía medir un metro sesenta y cinco, de piel mestiza, ojos aindiados color café —qué bonitos ojos tienes / debajo de esas dos cejas, le canté entre sábanas más de una vez—, el cabello peinado hacia un lado, los labios carnudos, los dedos delgados y las uñas cuadradas y cuidadosamente cortadas. Tenía cara de ingenuo y hablaba despacio para que yo pudiera entenderle su español afanado (¿Quién ha dicho que los chilenos hablan español?, le dije una vez que me encorajiné porque llegó tarde a una cita que teníamos). Con solo verlo se adivinaba que era un muchacho educado que había crecido en una de esas familias con varias generaciones bien alimentadas. Nunca hablé con él de Chile ni de política ni de Neruda ni de Mistral. A él no le interesaba la literatura y a mí tampoco hablar de ella. Las veces que nos vimos, siempre hablamos de él. Era su tema favorito y el que mejor conocía. Y a mí no me disgustaba oírlo.

    Cuando lo conocí, iba a completar dos años habitando estas mismas calles. Él había llegado a Barcelona escapando del corsé familiar que le exigía continuar, hasta su muerte si era necesario, en el negocio paterno. Esa madrugada, así, nomás conocernos, me contó que sus padres conservaban esa vieja idea de que los hijos son una extensión de ellos, que les pertenecen. Él era el menor de tres hermanos, todos varones. Las tareas y expectativas familiares siempre habían sido repartidas equitativamente, pero los dos primeros murieron en un accidente de tránsito. Tras quedar solo, la presión de sus padres fue cada vez mayor. En ese momento del relato dijo una frase que retumbó largo rato en mis tímpanos: Creo que ellos sabían que yo era gay antes incluso de que lo supiera yo, pero en lugar de ayudarme a hacerme fuerte, empedraron cada vez más mi camino.

    Me contó que el saco se rompió cuando salió del clóset. Una noche en vela me dije: si Dios todo lo ve, Dios todo lo sabe. ¿Por qué debo ocultar ante las personas lo que soy?. La madre no le volvió a hablar y el padre se dedicó a pintarle un futuro lleno de humillación y sufrimiento. Un par de veces las discusiones entre ambos terminaron a los golpes. Cuando se dio cuenta de que todo era inútil, decidió seguir el camino impuesto y terminar los estudios universitarios. Pero no fue más que mientras lograba hacer el dinero suficiente para irme. Abandonó a la familia y le quedó esa mirada de cachorrito abandonado que parecía gritar la falta que le hacía volver a verlos. Ni siquiera se atrevía a llamarlos por teléfono.

    Así que era eso: un muchachito adolorido a la vera del camino que se hacía el duro para sobrevivir. Ese dolor de agua estancada lo hacía ver bello. Y hacía, también, que en la cama se entregara con la ternura de quien nunca ha sido amado y sabe que luego de esta vez no volverá a sentir otra lengua curando su piel. Porque sí: era un tipo tan duro que era demasiado tierno. El trabajo como actor porno era su bandera. Como si militara por una causa perdida, usaba su cuerpo para gritarles a sus padres lejanos, tan obscenamente radicales, déjenme en paz. Él quería ver mundo. Como yo. Quería contar las historias de su pueblo, como yo.

    No he vuelto a saber de él. En algún viaje posterior hablamos por teléfono. Por razones de tiempo no pudimos encontrarnos, pero guardo la ilusión de que un día de estos me lo tope actuando en algún filme porno o lea su nombre entre los créditos de La llaga, la película autobiográfica que escribía cuando nos conocimos. Ese pueblo de J, tan cerca de la Patagonia, ¿era acaso el mismo en el que yo crecí justo al extremo norte de Suramérica?

    Los días siguientes a esa primera noche en El Bagdad me entretenía recorriendo la ciudad, deteniéndome aquí y allá con calma, insistiendo en volver a ver lo mismo una vez más. Entre pepas, sacaba tiempo y visitaba librerías, museos o me detenía frente a la arquitectura que le ha dado tanta fama. Así, había oído hablar de Gaudí, pero desconocía su obra. Un amanecer, bailaba con desconocidos en un antro en el segundo piso de un edificio sin luces y con balcones sobre la calle Balmes. Comenzaba a clarear, pero me negaba a llegar al hotel. Eso que yo solía llamar el momento de la pernicia. Me fui por ahí, a andar sin más. Un par de cuadras bastaron para toparme con el paseo de Gracia. Desde este lado de la avenida me sorprendió el edificio que se levantaba en la otra esquina. Visto desde esta distancia, semejaba una mole fantasmal que emergía en la mitad de un bosque y se burlaba de los desprevenidos transeúntes. Al menos eso creía ver yo en medio de los excesos. Qué buen viaje, me dije y crucé corriendo la calle.

    Con los ojos puestos hacia lo alto, efectivamente, las paredes de la Casa Milà se me antojaban olas con su eterno vaivén. Y las luces, todavía encendidas en su interior a pesar de que el sol iniciaba su ascenso, refulgían por entre los vitrales con la forma de las alas de una mariposa o acaso como una intrincada red tejida por una inmensa araña.

    La información en la entrada decía que la puerta se abría al público a las nueve de la mañana. Me fui al sitio más cercano a comprar un café, regresé con el vaso humeante en la mano y me senté en el suelo con la espalda recostada en la pared del edificio ubicado al otro lado de la calle Provenza. Tan pronto se abrió la puerta, naufragué bajo esos techos en forma de marejadas a los que imaginaba cayendo sobre mí, y mis ojos se perdieron observando las treinta chimeneas que se levantaban sobre la azotea como si fueran rostros burlones.

    No dormí ese día. O, bueno, sí, durante los quince minutos siguientes a la explosión de la última pepa. Más tarde, por la ronda de Sant Antoni descubrí la Librería Universal: su vitrina repleta de libros de cómics y de muñequitos de superhéroes. Podría ser un paraíso infantil, pero eran adultos quienes recorrían sus pasillos, adultos en edad, como yo, pero adultos que no somos más que niños.

    Los cómics tienen su altar asegurado en mis nostalgias, pues fueron mis primeras lecturas. En el pueblo llamamos paquitos a los tebeos, herencia de una vieja cartilla infantil para aprender a leer. A la par que compraba quincenalmente para ella Vanidades y Buenhogar, mamá nos traía a los tres hermanos paquitos de Rico MacPato, de Archie y sus amigos, de Lorenzo y Pepita. Con el tiempo, el arrume de paquitos era tanto que, siguiendo el ejemplo de Toby, el amigo de La pequeña Lulú, un día se me ocurrió poner un pequeño puesto en el antejardín de la casa en el que los ofrecía en alquiler junto con un vaso de limonada. También vendía mangos cuando estaban en cosecha. Nunca vendí limonadas ni alquilé un solo paquito, pero a mi abuela materna, que era mujer de negocios, la conmovía mi espíritu emprendedor y cada semana me consignaba una pequeña mesada en una cuenta de ahorros que abrió a mi nombre en la Caja Agraria. Para que no se perdieran los paquitos, o se los llevaran sin permiso algunos de nuestros amiguitos, mamá decidió un día mandar a empastarlos cada vez que reunía cierta cantidad, de modo que al correr de los años había en los anaqueles de la biblioteca de mi casa unos diez o quince tomos elegantemente encuadernados en cuero negro y enumerados en el lomo con letras doradas en fuente gótica.

    Si me hubiera empeñado en el negocio, quizá hoy sería propietario de una librería parecida a esta por la que ahora caminaba antes de bajar al primer nivel y encontrarme con el Paraíso Perdido repleto de todo tipo de cómics y de sus personajes de plástico en todos los tamaños, desde Batman y Robin, hasta los de Walt Disney; desde

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