Doy por vivido todo lo soñado
Por Isidora Aguirre
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Doy por vivido todo lo soñado - Isidora Aguirre
dirección de colección literatura: Isabel M. Buzeta Page
Doy por vivido todo lo soñado
© Plaza y Janés Editores S.A., 1987
© Isidora Aguirre
© Uqbar Editores, octubre 2007
www.uqbareditores.cl
Teléfono 2247239
Santiago de Chile
RPI N° 165.999
ISBN N° 978-956-8601-15-7
Asistente editorial: Carla Morales Ebner
Diseño colección: Caterina di Girolamo
Diagramación: Salgó Ltda.
Impresión: Salesianos Impresores
Esta edición consta de 500 ejemplares
Queda prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las condiciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.
Doy por ganado todo lo perdido
y por recibido todo lo esperado
y por vivido todo lo soñado
y por soñado todo lo vivido
Juan Guzmán Cruchaga
ENTREPARÉNTESIS
(Abre paréntesis)
—Conviene adentrarse con cautela en los laberintos de la memoria, tanteando huellas y buscando la puerta precisa. De otro modo corres el riesgo de convertirte en asesina de recuerdos.
Es mi hermana Palmira la que habla.
Aunque mi hermana Palmira fue inscrita en los registros al nacer —como los demás hijos de Laura Cupper—, hoy parece tener carta de ciudadanía en regiones menos accesibles. Seguramente perdió pie en la realidad cuando partió en búsqueda de sus tiempos míticos. O quizá sea la última descendiente de una casta de rumiantes —casta ya perdida— de los que rechazan el diario acontecer para refugiarse en las reminiscencias.
—Mi porvenir son los recuerdos —me dice.
—Cuidado —le advierto—, las aguas estancadas no calman la sed.
—Es mejor que nada —me responde—. ¡Date prisa en rescatar lo que puedas! Están fusilando afuera, no sea que nos fusilen también la magia: ¡podríamos acostumbrarnos a vivir sin la poesía! —Y antes de regresar al espejo donde dice que habita, me ruega—: Y no dejes de mencionar en tus escritos mi amor por Lorenzo.
—Tendrás que aguardar —le digo.
En la mariposa de luz que revolotea en torno a mi lámpara adivino la presencia de Laura Cupper, nuestra madre, animándonos en esta empresa y recomendando que no se nos olvide contar esto y aquello, que hablemos del Coronel, de doña Isolda, de sus maestros de pintura, en fin, que no importa si se mezcla lo vivido y lo soñado, pero que cuenten...
—¡Cuenten lo más posible...! —dice su voz lejana.
Mi madre, el día que cumplió los setenta y cinco años, se levantó más tarde que de costumbre —no porque recordara su aniversario sino porque había trasnochado remendando unas fundas de sillón, rehaciéndolas como un rompecabezas—, y emprendió su diario peregrinar por los innumerables cuartos, por los tres patios —pequeñas provincias con sus características y destinos— pensando en las refacciones que tendría que hacer. «Se acumulan las decrepitudes», se quejaba, hablando con las paredes. Pero no perdía la fe en sus milagros: podía presentarse un amigo robusto que la ayudara a retocar los muros y los altísimos cielos rasos, alguien que se atreviera a subir hasta el último peldaño de su incierta escalera ajustada con cuerdas. Alguien, en fin, que le diera en lo posible ánimo y conversación. (Como aquel pope ruso que había venido el año anterior, empujado por unas voces secretas. Después del tecito en el salón, se arremangaba los faldones y trepaba a los árboles del tercer patio, y se los podaba a serrucho mientras continuaban su charla —a gritos entre cielo y tierra— sobre la unión de las Iglesias).
El caserón de los Cupper había desafiado temblores y terremotos por más de un siglo, sin necesitar otras refacciones que las que exigía el progreso: los cuartos de baño lucían anacrónicos con los artefactos modernos perdidos en las dimensiones antiguas, y sus lámparas en forma de llamarada parecían desprenderse a disgusto de los candelabros de la luz de vela. El tercer patio conservó su aire campestre cuando la abuela Teresa cambió las hortalizas por parterres de rosales finos. Pero la huerta desapareció con la venta del terreno del fondo, ahí donde estaba, en la niñez de Laura, el portón por el que entraban las carretas de Mallermo —la hacienda de las tías Cupper—, cargadas de jugosos frutos de la tierra.
«Mallermo...» El nombre del fundo vibró en el aire, y Laura se llenó de paisaje. Se le vino a la memoria el verdor del estero lamido por los sauces, la claridad de esas lomas del mediodía donde se movían las ovejitas, ovillos de luz buscando la sombra de los espinos. Las mismas que llegaban luego en las carretas, lana para los colchones, asado para la mesa. Al vaciarse de gente, el caserón se le llenó de presencias. Iba y venía recogiendo en los rincones sus deshilvanados recuerdos. No supo si fue ella la que pronunció «Mallermo», o aquella niña de faldas transparentes que avanzaba por los corredores brincando en su cuerda de saltar. La niña que fue y que ya sólo existía en las fugaces estampas de su memoria. Porque esta Laura cargada de años que iba pisándoles las huellas, ¿qué tenía que ver con ella? O con la adolescente embriagada de sueños que batía el merengue, o la jovencita talle de avispa que bordaba su ajuar de novia: «Es como si nunca hubiera existido. Se mueren sin dejar rastros.» Deambulaba por los cuartos recogiendo basuritas del costureo nocturno, cambiando un mueble de lugar, descubriendo alguno de sus objetos perdidos. Mirando sin ver, naufragaba en los cristales de las vitrinas, preguntándose qué habría sido de los aguamaniles de plaqué y del juego de copas de bacará de doña Teresa. ¡Y qué habría sido de ella misma y sus fenecidas edades! ¿Cuál era el hilito que unía a todas esas Lauras Cupper que flotaban en la atmósfera enrarecida del caserón? Y su madre, doña Teresa Blum de Cupper, ¿cuál de todas era? La joven madre que destetaba un crío para continuar con el próximo, la enlutada de viudez que siguió animosa vigilándolo todo, ¿o aquel montoncito de persona que apenas alzaba las sábanas del lecho cuando se ausentó de este mundo?
—¡Déjenme en paz! —gritó a sus fantasmas, ahuyentándolos con las manos, como a esos gatos que se descolgaban por las tuberías del desagüe y la acosaban con los ojos fijos—. ¡No se van a ir de esta casa hasta que la demuelan, pero eso no ocurrirá mientras esté con vida! —suspiró. Porque cuando las familias de apellido emigraron a los nuevos barrios residenciales dejando que sus mansiones se cayeran a pedazos, o se transformaran en conventillos de alquilar por cuartos, la casona de los Cupper siguió cobijando a su tribu y mantuvo, al menos hasta que la abuela voló a su bien ganado cielo, un aire digno y señorial. A Laura se le empezaron a desmoronar las dependencias del fondo, se le revolvieron los estilos de en medio, y se le amontonaron por doquier muebles viejos y cachivaches. Pero los recibos del primer patio no perdieron el sello victoriano.
«Cuánto hará que no ventilo el salón grande», murmuró. Y abriendo de par en par las puertas, entró seguida de un soplo de aire tibio. Ante el piano de cola, sonrió a su bisabuela, doña Isolda Zeder, pintada por el francés Monvoisin. Reclinaba en su manita enjoyada el rostro de óvalo perfecto, y Laura, al igual que su enamorado John Cupper, podía naufragar en ese par de lagunas azules que tenía por ojos. Desde su atalaya florida —el mantón de Manila que cubría las negruras del piano— parecía vigilar los destinos de su prole, y quizás era ella la que lanzaba desde allí un DETENTE al transcurrir de los años entre los muros del caserón. En el centro, la enorme lámpara de colgajos seguía anunciando los temblores con alborotos cristalinos. De vez en cuando lloraba sobre la alfombra una de sus lágrimas filudas. Laura la recogía con ternura «¡cuánto más aguantará la pobre...!» y las guardaba en una fuente de laca entre otros restos, ya indescifrables, del antiguo esplendor de los Cupper. Los muebles de asiento con sus rasos empalidecidos, seguían charlando de eventos sociales, del baile de Fulanita, de la boda de Zutanita y de «increíble cómo cambia la gente», al ver circular a Laura con el moño caído y su bata de caballero heredada de mi padre. Sólo los bules de arrimo, negrísimos, con sus filigranas de oro y sus cubiertas de mármol, parecían inmunes al pasar de los años, los vientres repletos de cuadernos pautados: trinos para doña Isolda, polkas para los bisabuelos y una que otra pieza moderna que doña Teresa ejecutó al piano para el debut en sociedad de la tía Ada, su hija menor. «Como una gracia nada más...», se disculpaba, que ya estaba allí la victrola ortofónica con sus charlestones y sus foxtrots. Mi madre vio desfilar esos locos bailarines de los años treinta zapateando entre los naranjos enanos que rodeaban la pileta allí donde, un siglo antes, la pequeña Isolda Zeder aguardaba temblando de amor el regreso de su esposo guerrero. Laura vio plasmarse en el zaguán la altísima figura del bisabuelo Cupper. Esperó que avanzara con sus trancos de espantar palomas y alzara a Isolda en sus brazos para mezclarse con los zapateadores de charleston en un juego de quebradas transparencias. Con todos ellos pegados a los talones, entró en la salita, el más pequeño de los recibos, el que la abuela destinaba a sus visitas de confianza. Ahí quedó su estampa en un óleo que la mostraba de niña, vestidito de tul celeste, botines altos de gamuza y el rostro serio de hija mayor del señor Blum, ministro de esto y lo otro. Y Laura podía escuchar, en los días «trémulos», los: «No te olvides, Teresa, que ahora tú nos debes a nosotras la visita...» de Misia Clemencia y Misia Corina, dos ratitas de negro que empequeñecían de visita en visita. Aquellas de dar parte de matrimonio, de anunciar viajes, de dar el pésame y pagar el pésame, y del pago del pago de visitas, ese de nunca acabar. Cruzaron el patio con sus zapatos de «Perrin» y su olor a guantes finos, el sombrerito con velo bajo sobre la frente, ponderando en las jardineras de fierro de tres corridas la begonia rex y los dondiego de noche color azafrán, únicos fragantes en su especie. La abuela las escoltó con su sonrisa de resolana en las sienes, achicando el paso para sus trotecitos menudos, y la despedida: «Te hemos encontrado espléndido, Teresita...» se les ahogó en el estruendo de fierros sueltos de un tranvía que pasó rompiendo el sosiego de la calle de las Monjas Rosas. Y Laura que iba de atrás en su despojado presente, llevando el tacho de basuras, se disculpó con la abuela Teresa —por esa dulce costumbre suya de hablarle a sus muertos: «Lo peor de no tener servidumbre, ¡es esta lata de tener que sacar cada día la basura!» Y oculta detrás de un batiente del portón, clausurado primero por los medios lutos y luego por el orín en sus goznes, espió la vereda: ahí estaban los tachos, frente a las puertas, aún no pasaba el camión municipal. Volvió a atravesar el patio y entró por la salita al que había sido el comedor de los Cupper, una larguísima habitación que recibía la luz por una ventana esquinada llena de macetas floridas. Un corredor cubierto separaba este comedor del dormitorio de los abuelos, y por el otro extremo se comunicaba con la galería vidriada y un pequeño repostero. Por ser la única habitación con chimenea, Laura la convirtió en su cuarto de estar. Cuarto de vivir, de trasnochar y remendar, de recibir gente y de sentirse sola. Allí la aguardaban sus hermanos en la diáfana silueta de la infancia perdida, lanzándose los platos por el aire y ella, la mayor de las niñas, tratando de poner orden y recibiendo una costilla de cordero en sus faldas almidonadas.
—¡Dios mío! —Murmuró, los ojos borrachos ya de visiones—. ¿Le ocurrirá lo mismo a todos los que pasan los setenta? ¿O serán ideas mías?
A modo de respuesta, la caracola de nácar anclada en arabescos de bronce se deslizó suavemente del soporte, y vino a posarse junto a su mano, sobre el cojín bordado por doña Isolda.
—¡Se aprovechan de mis recuerdos para no morirse nunca! —dijo.
Cuando Laura, viuda ya y con los hijos dispersos, heredó el caserón al morir la abuela, declaró que no le tenía miedo a la soledad. Lo dijo y tuvo un estremecimiento de temor: anduvo quejándose de lo sola que la habían dejado, pero que se viera más de uno en apuros —no lo deseaba, pero podía suceder— entonces recurrirían a ella, así es que se alegraba de tener cuartos de sobra.
Se instaló medio a medio de su territorio, frente al níspero y el caño de gotear cansino del segundo patio, en el que fuera su cuarto de niña. Y arregló el dormitorio grande, entre el primer patio y la galería vidriada, como su taller de pintora. El estallido de color de sus flores y las carnes luminosas de sus desnudos contrastaron con el morado severo de los cortinajes. Entre la chaise-longue de las lecturas piadosas de la abuela y el ropero de tres cuerpos —imposible de mover— se apilaron telas, caballetes, libros y revistas de arte, iconos y crucifijos, la vieja radio de mi padre, candelabros de plata y terciopelos en promiscuidad con sillas de totora y cacharros de greda, fotografías de sus seres queridos que se le iban destiñendo de ausencia y, en fin, aquella profusión de objetos reliquia que la seguían en su peregrinar de casa en casa, de taller en taller.
Alguien se había llevado de la galería vidriada el sillón del abuelo Felipe, pero su presencia continuaba allí imborrable. Quieto, las piernas cubiertas con un chal escocés, miraba la agitación del mundo con sus grandes ojos claros: uno era verde, el otro ambarino. Cuando perdió la fluidez de la palabra, toda su capacidad expresiva se le refugió en aquel mirar de dos colores. Ya no salía a la caza de cucarachas con el bastón de punta de goma para los frenazos, o a ensayar sus pasos inseguros por los corredores. Pasos que se le iban acelerando más y más hasta que tenía que abrazarse a una pilastra, con una sonrisa de «así son las cosas...» hacia los críos de su semilla que practicaban los primeros trotecitos por ese mundo. También las palabras se le escapaban sin control, por mucho que masticara galletas para absorber la saliva donde, según él, se le ahogaban los balbuceos. Apenas lograba comunicarse con la abuela que ensordecía sin remedio: «En tantísimos años de vivir juntos, lo más importante ya estará dicho», sonreía ella. Y lo que quedaba, bien podían decírselo por interpósita persona. Así es que la abuela detenía a los que cruzaban la galería con un tímido: «¿Qué dice tu papá? ¿Qué quiere tu abuelito?» (La abuela que, más que caminar, corría por la casa, con el manojo de llaves tintineándole en la cintura; alta y erguida, el trasero abultado que fueron modelando los tiránicos corsés, vestida invierno y verano de seda negra hasta los tobillos, cambiando en los fríos la enagua de percal por los refajos de lana; la abuela con su moñito gris bien firme en la nuca y la placa dental vacilante en la pícara sonrisa; la abuela, reina de las despensas y las plantas finas, trotando por los corredores libre de adulterio y de pecados mortales, tolerante con el hijo descarriado que tuvo un desliz, acogiéndolo con severas amonestaciones de «cuidado la próxima vez»; la abuela con sus misas de siete y sus pobres haciendo cola en la parroquia; la abuela, en fin, preguntando «¿qué dice tu papá, qué quiere tu abuelito?»).
—Dice que se le terminaron las galletas, que sigue goteando el caño, que se estrelló un pájaro contra uno de los vidrios de la galería, que para qué los limpian tanto...
—Que, ¿qué? —preguntaba ella, con la mano en corneta sobre la oreja.
—Que no limpien tanto los vidrios, que se estrellan los pajaritos —le gritaban.
Y el abuelo se estremecía en una risa silenciosa. Se había quedado nuevo en su sillón, con la melena bien cuidada, la piel saludable, la dentadura intacta y la mirada perdida en el infinito del vidrio.
Y Laura, siempre en busca de modelos quietos para sus retratos, se instalaba frente a él con su caballete y sus pinceles.
—Me di cuenta que recién lo conocía —nos comentaba más tarde al enseñarnos la tela.
Entre silencios y balbuceos, el abuelo le había estado hablando de sus años mozos, de sus logros y fracasos. Y era tan intensa su mirada en la tela, que Laura aseguraba que, con paciencia y con suerte, era posible rescatar en ella sus pensamientos de entonces.
—Mirada muy semejante a la que le conocimos a Fermín en su época de arreglar el mundo —decía Laura, contemplando el retrato de su esposo meditante.
Vivíamos entonces en un caserón de tres patios que comunicaba por dentro con el de los abuelos, y ella iba y venía de una galería a otra con sus pinturas aprovechando la inmovilidad del padre y la quietud del esposo. Fermín redactaba mentalmente un folleto en el que proponía formar algo como un estanco regulador o cuenta de ahorros para los metales, cuyas alzas y bajas súbitas provocaban descalabros a escala mundial, desde la trombosis de los jugadores de la Bolsa neoyorquina hasta los desastres del salitre en nuestras pampas nortinas. Era el tiempo de los albergues, las ollas comunes y la invasión de cesantes pampinos en la capital. Sentados en la vereda entretenían el ocio lanzando sus piojos del tifus exantemático a los transeúntes, con un papirote y un alegre «ándate en primera, ándate en segunda», según la condición social del destinatario. Mientras las damas de la alta organizaban espectáculos en la Quinta Vergara y banquetes en el Palacio Cousiño, donde se hartaban de exquisiteces a beneficio de los hambrientos de los años treinta. Pero el proyecto de Fermín no logró convencer a los afiebrados manipuladores de las finanzas y los folletos que había hecho imprimir se apilaron en los guarderos de Laura, provocando su ternura y su indignación cada vez que surgían entre los cachureos al mudarnos de casa: «¡Tardaron cuarenta años en darse cuenta en Inglaterra de lo genial del proyecto!», exclamaba, sin estar muy segura de qué se trataba, por una información que le había dado su primogénito. «Es terrible tener que esperar que la gente se muera para reconocerle los méritos», añadía melancólica. Y juraba que lo mismo le iba a ocurrir a ella con sus cuadros, mientras se desplazaba con las rumas de folletos en los brazos, buscándoles un nuevo lugar de reposo.
—Hemos sorteado bien la crisis —solía decir en esa época— gracias a lo ordenado que es usted, hijito, y a ese premio de lotería que nos cayó del cielo.
—No tan del cielo, hijita —replicaba Fermín, que se había pasado años jugando a los números de lotería terminados en uno.
El premio de Fermín se celebró a lo grande, con una farándula de la tribu y servidumbres de las dos casas y pasando de una a otra recorriendo los seis patios tomados de polleras y chaquetas gritando «que viva Fermín..., que viva el uno...». Mi padre vendió el pequeño «Citroën» dos puertas con un «por-ahí-te-pudras» atrás, el de sacar a los niños a tomar aire como pedía Laura, que siempre tuvo una fe inquebrantable en el oxígeno, y compró un «Chevrolet» último modelo. La abuela Teresa instaló la mesa de las cenas navideñas en el tercer patio y hubo pavo, torta y champaña bajo el parrón.
El buen precio del estaño, del que dependía Fermín y su sentido de previsión, le habían permitido comprar esa casa larga de tres patios colindante con la de los abuelos. Y como la puertecita de comunicación daba al repostero, nos gustaba cruzar a la hora de la sobremesa para que la abuela nos hiciera una seña desde el comedor invitándonos a probar sus postres: sagú con merengue, bavarois de lúcuma, jaleas temblorosas, hojuelas en almíbar y otras indescifrables delicias al caramelo, cuyas recetas debieron volar al cielo con ella.
La tía Ada, su regalona, que le decía «mamacita» como quien nombra a la Virgen María, consiguió que sus suegros compraran la otra casa de tres patios del costado oriente. En verdad, la abuela Teresa había fraguado este matrimonio en secreto conciliábulo con su amiga de toda una vida, misia Edwigis. De algún modo, convenció a la tía Ada que debía poner fin a su idilio con un rubio galán, bello como un príncipe —le cantaba al oído el «Júrame, que aunque pase mucho tiempo no olvidarás el momento en que yo te conocí...» en memoria del primer baile— para aceptar los requerimientos del hijo único de doña Edwigis, un abogado de grandes méritos que amenazaba con entrar en un convento si la tía lo rechazaba. Entre las dudas y las añoranzas, la tía Ada caminaba enmudecida por el caserón. A ratos se encerraba en su cuarto para desahogar su pena de amor en el cuaderno de Diario, y entraba a las tertulias de las tardes con la nariz roja de llorar. Pero pronto se conformó diciéndose que los amores primeros carecían de futuro. Y esta vez la puertecita de comunicación se abrió entre el dormitorio de los abuelos y el de los recién desposados. Y cada tarde cruzaba doña Edwigis con sus pasitos silenciados en las zapatillas de felpa y se instalaba con el eterno tejido a ganchillo ante la mesa de jugar al besique. Reanudaban entonces con la abuela una charla de más de medio siglo, la que se reducía ya a sonrisas, asentimientos de cabeza y monosílabos. La abuela premiaba sus ajetreos del día permaneciendo con las manos ociosas. Pero, como no sabía estarse quieta, se levantaba una y otra vez para ofrecer a sus visitantes el vinito dulce de Cauquenes, los dátiles africanos envueltos en fino papel de seda, las castañas confitadas y otras golosinas con las que endulzaba su vida sin pecados. Las tomaba con muchas alabanzas y recomendaciones de su ropero de tres cuerpos de fino enchapado y con un espejo de luna memoriosa, en el que Laura creyó ver los ojos espantados de doña Isolda, cuando le anunciaron una de las muertes falsas del coronel Cupper.
—Ideas tuyas —rezongaba la abuela—. Nadie se mira al espejo cuando le anuncian que ha muerto su esposo. Además, este ropero lo compró Felipe mucho más tarde, cuando la mamá Isolda ya no era de este mundo.
—Los espejos recogen las miradas de angustia de las paredes —porfiaba ella, defendiendo a sus espíritus de los datos precisos de la abuela.
—En lugar de hablar leseras, concéntrate en la esterilla: estás poniendo mal los colores —la reconvenía doña Teresa.
Es que después de cenar llegaban al dormitorio, atraídos por la abeja reina, los hijos, las hijas, los cónyuges y los nietos mayores a tejer en común una gran alfombra que imitaba en el diseño los complicados dibujos persas.
De la casa de altos bajaba el tío Miguel envuelto en su luto de viudo. Su rostro patilludo, sus ojos bondadosos y mejillas colgantes le daban un aire de perro triste. Su esposa, la tía Isaura Blum, hermana de la abuela, había muerto joven y sin dejar descendencia. Nada más la conocimos por un daguerrotipo, uno de esos rostros melancólicos en las cartulinas sepia orilladas de oro del álbum de familia. «Es bonita —se decía de alguna muchacha—, pero ¡nunca tanto como la Isaura Blum!» Lucía fantástica con su gorrito de piel adornado con un pájaro de largo cuello que emergía entre plumas y moños de cinta. Pero lo insólito del atuendo pasaba inadvertido ante la belleza sobrecogedora de aquel rostro puro de ojos claros, grandes, almendrados, ni tristes ni alegres, que hacían pensar en la eternidad.
Cuando el tío Miguel bajaba a las tertulias de la alfombra para aliviar sus noches de hombre solo, una carraspera lo anunciaba al cruzar el primer patio. Sabíamos entonces que se detendría en la puerta del dormitorio con un aletear de las manos, como diciendo «no se incomoden por mí». Luego entraría, inclinándose para saludar, y